¡Hola, delicia! Cómo se nota que ya he terminado las
sagas y ahora estoy leyendo libros autoconclusivos sobre los que puedo
escribir. El último que he terminado es:
¡El Valle Oscuro, de
Andrea Tomé!
Si me lees desde hace un poco de tiempo, probablemente
te suene el nombre de la autora, dado que escribí una reseña de otro libro suyo
que leí en junio, Desayuno en Júpiter.Y, si me sigues en Twitter, directamente te parecerá una vecina de la que no
dejo de hablar (lo siento, cuando estoy con un libro, no puedo cerrar la boca
con el autor).
Bien, El valle
oscuro trata la historia de dos niñas, Momoko y Jun, y cómo sobreviven en
el Japón de la Segunda Guerra Mundial, cómo encuentran en la otra un pequeño
refugio en el que evadirse de la guerra y cómo, poco a poco, este refugio
parece ir creciendo… o, por lo menos, tener esa posibilidad, porque enseguida la
guerra golpea de lleno las vidas de las dos niñas, haciendo que den un giro de
180º.
He de decir que tengo sentimientos encontrados con este
libro. Para empezar, me acerqué a él por el interés que me despertó Desayuno en Júpiter, y esperaba (y esto
ya es culpa exclusivamente mía, pues la autora se encargó de aclarar por activa
y por pasiva que era el libro más duro que hubiera publicado hasta la fecha)
una suerte de remake pero con el país
nipón como sustituto de Gales. Aunque hay elementos que son similares en ambos
libros (el amor entre dos chicas, la presencia de fantasmas), en realidad,
ambos libros no podrían ser más diferentes. Donde Desayuno en Júpiter trata de cicatrices y heridas que escuecen con
los cambios de tiempo, El valle oscuro es
la historia de esas heridas, de cómo se abrieron, de la vida antes de los
horrores vividos. Se trata de un libro duro, en efecto, por su temática, pero
tampoco tanto como podrías esperarte dado el momento en el que está escrito.
Una de las cosas que más me han gustado ha sido la
dulzura de la historia entre Momoko y Jun, que ya empiezo a sospechar que es un
sello de identidad de Andrea Tomé. Su prosa es directa pero a la vez
tremendamente poética, con pasajes que podrías releer una y mil veces simplemente
por disfrutar de cómo suenan en tu mente, o cómo se ven en tu imaginación. La
narración, como he dicho, es tremendamente dulce, muy acertada para la edad de
los protagonistas (van desde los 13 a los 16 años, si no estoy equivocada), y
consigue devolverte a ese período de tu vida en el que descubres tantas cosas
en tan poco tiempo que no sabes muy bien cómo procesarlas.
Lo malo de esto es, precisamente, que la dulzura se
vuelve adictiva, y a mediados de la novela se corta completamente, sólo
quedándote unos trazos edulcorados en determinados momentos que te hacen añorar
lo que antes tenías, y que ahora escasea terriblemente.
A la vez, y puede que sea porque ocurre cerca de cuando
empieza lo más crudo, hay un momento en mitad de la historia SPOILER A PARTIR DE AQUÍ, cuando
Takuma es llamado a filas y Momoko se está despidiendo de él, y ambos hermanos
se confiesan que no creen que vuelvan a verse FIN
DEL SPOILER, que, para mí, es el momento más triste de toda la
novela. Aquí se une lo penoso de la despedida con la narración tan dulce, y te
destroza un poco por dentro por el mero hecho de que descubres los sentimientos
de la protagonista y narradora. Con la llegada de la guerra, la narración
cambia y todo pasa de lo introspectivo a lo descriptivo, las cosas son más
físicas y menos emocionales, y eso me distanció de la historia, haciendo que
situaciones que serían incluso más crueles que la que he mencionado previamente
se queden a la sombra de la de en medio por el mero hecho de que ya no tienes
tanta descripción de sentimientos. Momoko ya no hace tuyo su dolor, simplemente
aparece resignada ante una realidad que no hace más que machacarla. En otras
palabras; situaciones muchísimo más
duras y tristes tienen menos impacto en ti por el mero hecho de que la
narración cambia, la protagonista ya está rota y no ahonda tanto en sus sentimientos.
La historia se te consume entre los dedos a la velocidad
de la luz; y Andrea Tomé consigue dejarte el mal sabor de boca que sólo haber
tomado sorbido de una cucharadita pequeña de miel, en lugar de la cucharada
entera, puede darte. Te quedas con ganas de más, de saber cómo fue evolucionando
la relación de las protagonistas en los años previos a la guerra, de saber cómo
continuaron los supervivientes del conflicto y cómo fueron cerrando, poco a
poco, sus heridas. Un centenar de páginas más habrían sido de agradecer, si con
eso pudiéramos echar un vistazo en los años previos y posteriores a la guerra. Las
escenas bélicas son aceleradas, como debe ser, pero el ritmo de la novela a
veces es más rápido de lo que a una le gustaría, para poder saborear todo lo
que ocurre un poco mejor.
Por último, y hablando ya estrictamente de la escritura
de Andrea Tomé, tengo un sabor agridulce en la lengua. Por un lado, porque me
encanta su forma de escribir, las frases simples que van directas a tu corazón,
mucho más que otras frases complejas que se enredan tanto que no hacen más que
retorcerse a tu alrededor, como el lazo de un vaquero inexperto que no consigue
atraparte ni al tercer intento (por ejemplo, las mías). Además,
parecemos tener gustos similares en lo referente a las metáforas, y siempre que
ella recurre a una mención astral, bien con la luna, bien con las estrellas,
una parte de mí siente que le están haciendo un guiño personal.
Y, a la vez, duele un poco leerla porque dudo que jamás
consiga escribir como ella. Su prosa, conversacional en ocasiones, te
transporta a la mente de los personajes a la velocidad del rayo, de una forma en
que yo no consigo hacerlo ni aunque me vaya la vida en ello. En la sencillez de
su narrativa está la firmeza de sus historias y lo verdaderamente placentero de
leerla. Incluso consigue que me sienta mal por todo lo que me enrollo yo en mis
historias; la calidad, a fin de cuentas, triunfa sobre la cantidad. Necesitaría
que me diera un par de clases sobre cómo conseguir ir al grano.
Sin embargo, con respecto a su escritura tengo también un
par de cosas negativas que decir.
La primera de ellas, el recurso a palabras en japonés que
no tienen traducción. Me las vi y me las deseé durante las primeras 100 páginas
del libro, buscando en qué momento se mencionaba una determinada palabra por primera
vez para leer su pie de página y poder conocer su significado. Aquí, a la menda,
no se le ocurrió mirar en la parte de atrás del libro. Aun así, me rompió un
poco el ritmo de la lectura.
Y la segunda: los cambios en el formato en determinados
momentos. Me rompían totalmente los esquemas de lectura, me descontrolaban el
ritmo y me hacían preguntarme si de verdad estaba haciendo bien leyendo a toda velocidad
una frase que se intercalaba con tres saltos de línea, o si debería ser más
bien al contrario. No estoy hecha para ese tipo de experimentaciones.
Lo mejor: la
descripción de la guerra a través de los ojos de dos niñas, cómo ésta les va
quitando poco a poco la inocencia, y poder ver la transformación en ellas en su
cambio de forma de narrar.
Lo peor: los
diversos cambios en el formato.
La molécula
efervescente: la lección que le da la madre de Momoko a ésta sobre las
culturas y las habitaciones cerradas. No podría estar más acertada, y la
metáfora que hace con la vela es preciosa.
Grado cósmico: Plantea
{3/5}.
¿Y tú? ¿Has leído El
valle oscuro? Si es así, ¡déjame tu opinión en la sección de comentarios!
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