domingo, 28 de octubre de 2018

Esto es un adiós.


La vibración de un teléfono un segundo antes de que el tono de llamada empezara a sonar me arrancó de mi estado de tranquilidad en el sueño e hizo que todo mi cuerpo se pusiera tenso. Chrissy, por el contrario, se limitó a revolverse y a murmurar algo en sueños.
               Sólo protestó cuando le quité la mano de la cintura y me di la vuelta para ver quién coño me llamaba tan temprano una mañana de domingo, cuando incluso la gente que lo único que sabía de mí era mi nombre sabía que yo las mañanas de los domingos no recibía a nadie, bien por tener una resaca impresionante, o bien por haber estado toda la noche echando un polvo.
               Chrissy bufó y se giró conmigo, buscando la manta que yo le había quitado y tapándose de nuevo el pecho desnudo. Sus pezones se habían endurecido por el frío de la habitación.
               -¿Es el mío?
               -No es para ti, nena.
               -Bien-masticó su somnolencia y luego abrió un ojo.
               -¿Es Sabrae?
               No se me escapó la forma en que las comisuras de su boca se curvaron en una sonrisa divertida, al igual que no se me escapó que las mías lo hicieron en una ilusionada. Sólo escuchar su nombre ya hacía que yo atravesara el cielo.
               -No. No es su tono.
               -¿Tiene un tono diferenciado?-se burló, y yo siseé para que se callara. No me apetecía que empezara a tomarme el pelo con Sabrae cuando todavía estaba metido en su cama.
               Metí la mano debajo de mis calzoncillos, que se habían quedado colgados de un poste de la cama antes de caer sobre la mesilla de noche, y alcancé el teléfono. Chrissy se acurrucó sobre sí misma, la manta cubriéndole los hombros. Tiró un poco de ella y el frío de la habitación me arañó la espalda mientras yo intentaba enfocar el nombre que aparecía en la pantalla de mi teléfono.
               Al ver cómo fruncía el ceño, ella se incorporó un poco para estudiar también la fuente de dolorosa luz.
               -¿Es del curro?-preguntó al ver cómo vacilaba. Podría arriesgarme y no cogerlo y rezar porque no insistieran, podría jugármela y pasar de los de administración y darme la vuelta para volver a tirármela.
               Pero no era eso lo que me pasaba por la mente.
               Lo único que se me ocurría era que este gilipollas estuviera aún borracho, aburrido, o las dos cosas, y hubiera decidido pasárselo bien despertándome a mí y recordándome quién estaba con Sabrae (Scott) y quién no (yo).
               -Scott-gruñí con una voz que casi no parecía la mía, y la sola mención del nombre de mi amigo me supuso un esfuerzo hercúleo. Bostecé para que supiera que me había despertado y hacer que se sintiera un poco mal-. Qué pasa.
               -Necesito que me abras la tienda-informó en tono neutro, como si no me estuviera pidiendo un favor de los gordos. Volví a bufar, separándome para mirar la hora en la pantalla del teléfono.
               -Scott, será puta coña. Son las… once de la mañana de un puto domingo.
               -Deberías estar en misa-discutió él-, para contrarrestar tus pecados, y seguro que estás rebozándote en lujuria. Tu alma no tiene salvación.
               -Joder, la lujuria es lo mejor-me giré y miré a Chrissy, que se había vuelto a quedar dormida, las manos a ambos lados de la cara. La destapé y le pasé una mano por las tetas, arrancándole un gemido y consiguiendo endurecerme. Meneó las piernas por el colchón, disfrutando del contacto-. Pero no te voy a abrir la puta tienda de mi hermano-espeté.

martes, 23 de octubre de 2018

Bradford.


Papá miró por el retrovisor para adelantar un camión y chasqueó la lengua al ver lo que estaba haciendo Shasha.
               Mi hermana había exhalado disimuladamente sobre el cristal de su ventanilla y se había dedicado a poner unas cuantas rayas horizontales a modo de cajoncitos en los que se suponía que se posarían letras. Duna se llevó la mano a la mandíbula mientras estudiaba el pequeño desfile de orugas condensadas, que pronto fueron adquiriendo un matiz grisáceo a medida que el calor del aliento de mi hermana mediana se iba evaporando.
               Los viajes en coche eran todo un reto para la familia por culpa de Duna, que siempre terminaba aburridísima de mirar por la ventana e ir escuchando la música que yo iba escogiendo de mi teléfono, o del de Shasha, y proyectaba en los altavoces del coche a través de Bluetooth. Cuando el viaje era largo, la paciencia de Duna se agotaba muchísimo más rápido de lo que lo hacía cuando era corto. Si teníamos que ir a un centro comercial y nos llevaba media hora llegar, Duna no protestaba. Pero, cuando teníamos ante nosotros un viaje de varias horas, a los diez minutos de salir de casa Duna ya ponía morritos y empezaba a preguntar cuánto nos faltaba.
               Eso solía tener fácil solución. Normalmente Scott se ocupaba de entretener a la pequeña; se sentaban en los asientos de la segunda fila del coche y a Shasha y a mí nos tocaba ir en los plegables de la parte de atrás, acurrucadas y ocupándonos en enviar mensajes y controlar la música. Le daba a la pequeña su móvil y le dejaba echarle de comer a los cerditos de su granja o enviarle recursos a la aldea guerrera de Tommy en el otro juego que tenía instalado. El único juego que Duna no tenía permitido tocar era el Candy Crush, e incluso a veces Scott le permitía echar unas partidillas.
               Y, cuando Scott no venía con nosotros (aunque no era muy a menudo), mamá solía tenderle su iPad y dejar que jugara o viera algún episodio de Peppa Pig o Miraculous Lady Bug.
               Pero hoy mamá necesitaba usar el iPad para preparar un caso, y estaba examinando unos documentos que le habían enviado por correo concienzudamente, marcando diversos párrafos en colores chillones, así que todo eso estaba descartado. Yo no podía prestarle mi móvil a Duna (no estaba segura de cuándo sucumbiría al mono de enviarle mensajes a Alec, pero sabía que sería más pronto que tarde), y el de Shasha tampoco le sería de utilidad, porque las únicas aplicaciones que tenía instaladas en su teléfono, aparte de las de mensajes, Twitter e Instagram, era la aplicación de música, que ocupaba los 30 gigas que el teléfono tenía disponibles con toda la música coreana que a mi hermana le gustaba escuchar.
               Así que la única solución que teníamos para entretener a Duna era a la vieja usanza, como lo habían hecho nuestros padres antes que nosotras: jugando a juegos tradicionales como el veo-veo, o el ahorcado.
               -A-dijo Duna, y mamá siseó por lo bajo para que la dejáramos concentrarse. Shasha se volvió y escribió una A mayúscula en la penúltima línea. Miré con aburrimiento cómo papá se incorporaba de nuevo al carril de la izquierda para continuar avanzando, ya pasado el camión. Duna frunció el ceño-. A-insistió, y Shasha negó con la cabeza.
               -No hay más A.
               -No puede ser que no haya más A.
               -Hay muchas palabras que sólo tienen una A-expliqué yo para que me dejaran escuchar tranquilamente la canción de Nicki Minaj. Duna clavó sus ojos oscuros en mí.
               -¿De veras? Dime una.
               -Duna.
               -No es justo-se enfurruñó y cruzó los brazos, y Shasha y yo nos echamos a reír. Papá sólo sonrió mientras nos miraba un segundo por el retrovisor, y luego tocó el panel táctil del coche para reducir un poco el volumen. Mamá se revolvió en el asiento y se sacó unos auriculares del bolso que llevaba a sus pies. Empezó a mordisquearse la uña mientras nuestras carcajadas se hacían más escandalosas-. No tiene gracia. E.

lunes, 22 de octubre de 2018

Persiguiendo las estrellas.


Si crees que alguna vez te plantearás leer Chasing the Stars... no empieces por esta entrada.


Vuelvo a estar sentada en la cocina, con la luz encendida y la pantalla con el brillo al máximo. Las teclas están un poco más desgastadas desde la última vez que escribí sobre cinco personajes siendo principales, pero todo está como estaba hace exactamente un año.
               Un.
               Año.
               Trescientas sesentaicinco vueltas con otros siete mil millones de personas, en un escenario tan infinito como lo que una vez terminé.
               Creo en los círculos; llevo haciéndolo desde que empecé a escribir; no con aquella historia que terminé después de 120 capítulos y cuya montaña inmensa de visitas todavía aparece en las estadísticas de mi blog, recordándome tiempos en los que avisaba de que subía a diez veces más personas de las que lo hago ahora. Creo en los círculos desde que empecé con aquella historia enterrada en las profundidades de donde ahora mismo estoy subiendo esto, aunque ya no escribiéndolo; esa historia que lleva diciéndose a sí misma “detenida” más de 5 años. Creo en los círculos porque así terminé las historias que tenía pensadas, incluido el proyecto de trilogía que tenía preparada para aquella que al final terminó siendo sólo una.
               Creo en los círculos, y por eso mis historias empiezan como terminan.
               Creo en los círculos, y por eso estoy haciendo exactamente lo mismo, a exactamente la misma hora, en el mismo lugar, que hace un año. En el mismo programa y en el mismo ordenador, con las mismas teclas y la misma canción compuesta de diminutos tambores que se van volviendo más brillantes a medida que los latidos del corazón de mis personajes van acelerándose con cada letra que pulso y aparece ante mí, y ante ti.
               Creo en los círculos, y por eso el primer párrafo y el último de Chasing the Stars empiezan de la misma manera. Y por eso el primer nombre y el último que aparecen en la novela son el mismo, aunque el personaje al que se refieren no sea el mismo; no del todo, al menos.
               Escribir es sacrificar un pedacito de ti por infinitos pedacitos más grandes de personas que no existen, pero que para ti son más reales que muchísima gente que habita por el mundo. Mientras tus amigas te hablan de otros amigos que tú no conoces, tú no puedes evitar imaginarte a los que has creado tú, siendo más reales que esas personas a las que ni siquiera pones rostro. Escuchas sus voces. Ves sus caras. Casi puedes olerlos.
               Sientes lo que sienten ellos y te duele cada mala decisión que toman, al igual que te alegras de las cosas buenas que les suceden.
               Y lo mejor de todo es que aunque tú los creas, en realidad no lo haces del todo. Ellos te crean a ti, y llega un momento en que toman las riendas de su propia historia, de sus vidas, volviéndose independientes y alejándose de lo que desea su diosa, que a partir de entonces se convierte en una mera espectadora.
               Ha pasado un año y yo todavía no podría reescribir el último capítulo que narraron cada uno de ellos sin sentir cómo se me llenan los ojos de lágrimas, tanto porque me estoy despidiendo como porque algunos no tenían el final que se merecían. Pero era su final.
               Desde el primer instante en el que empecé a escribir Chasing the Stars, yo sabía cuál iba a ser el final de la historia. Puede que no tuviera perfectamente perfilados a algunos personajes, que hiciera cambios en el guión que me había dejado establecido a mí misma en la historia anterior de la que bebe mi obra maestra, pero tenía clara una cosa: Diana iba a quedarse sola.
               Y para quedarse sola, desde un principio en el que sería una Malik y no una Tomlinson, Scott tenía que morir. Y Tommy iría tras él. No sabía cómo, no sabía por qué, pero el primer nombre y el primer narrador no sobrevivirían a la historia. Al menos, no enteros.
               Pero una cosa es saberlo y otra muy diferente es verlo, vivirlo, ser tú misma la que suelta la guillotina y deja que caiga sobre el cuello de alguien a quien has llegado a querer más que a muchos miembros de tu familia. Puede que incluso más que a nadie.
               Decir que esta historia me salvó y a la vez me sacrificó sería quedarse muy, muy corto. Me salvó de la separación de mis padres y la decepción que supuso que mi padre decidiera destrozar nuestra familia; me salvó de tardes de aburrimiento en la que ni me apetece ver películas, ni me apetece leer, ni me apetece hacer nada. Me salvó de mi propia soledad.
               Y, a la vez, me generó un poco más de soledad. Porque en el momento en que escribí FIN (es curioso cómo algo tan pequeño puede terminar con algo tan grande), sentí un vacío inmenso en mi pecho. Pensé que matar momentáneamente a Scott y a Tommy sería lo más difícil de Chasing the Stars, pero me equivocaba. Lo más difícil fue decirles adiós a unos personajes que me habían dado tanto a cambio de tan poco.
               No me arrepiento de nada de lo que escribí ni de cómo lo escribí, a pesar de que sí que es verdad que muchas veces voy en el autobús camino de la universidad, y algo me hace lamentar que esta historia me tocara a mí. Yo no estaba preparada para darles a Scommy el final que les di; sigo sin estarlo para imaginármelos siendo ancianos y recordando que nunca llegaron a ver a sus hijas en el instituto. Tommy murió pensando que no tenía un hijo al que ponerle el nombre de su alma gemela.
               No estaba preparada para cargar con la presión en el pecho que supone recordar que su final es agridulce en lugar del mejor que tenían; cada vez que mis amigas me echan en cara, medio en broma medio en serio, cómo acabé con ellos, yo me defiendo diciendo que cumplí su mayor sueño: Scott y Tommy querían ser hermanos al principio de la novela, y Scott y Tommy terminan siéndolo al final. Siguen siendo ellos, insisto, y ellas dicen que no es lo mismo, y  en el fondo tienen razón. Las lágrimas con las que escribo esto les dan la razón.
               Lo único que no echo de menos de mi vida hace un año son las prisas, el agobio, el sentir que no puedo más, el cansancio absoluto, tanto mental como físico, que supuso terminar Chasing the stars. Me dolía la cabeza y me picaban los ojos, y ya no sabía si era por la tristeza o por estar seis horas seguidas sentada frente al ordenador, vomitando palabras y vomitando palabras y vomitando palabras y vomitando palabras con la esperanza de que algo de lo que estaba poniendo tuviera sentido. Estuviera a la altura.
               Todo tenía sentido, porque estaba hablando de Chad, de Layla, de Diana, de Tommy, de Scott.
               Nada estaba a la altura, porque se trataba de Chad, de Layla, de Diana, de Tommy, de Scott.
               Creer en los círculos me lleva a creer en los ciclos, y creer en los ciclos me lleva a creer en el simbolismo. Estar escribiendo la historia de la hermana pequeña de quien levantó sobre sus hombros mi mejor novela, preparada para subir capítulo al día siguiente de que escriba esto, no es más que otro refuerzo universal de que todo está conectado.
               Por eso no puedo dejar de pensar en historias que hagan más grande el universo al que me permitieron asomarme, entretejiendo una red inmensa de relatos que hagan tan grande el mundo en el que ellos viven como incontestable su existencia. No puedo dejar de juguetear con portadas porque no puedo marcharme de este mundo sin darles a todos los que están en él su oportunidad para brillar, para ser de verdad.
               Un escritor le presta su mente a un personaje, sus dedos a su historia, y su voz a su mensaje. El escritor está a manos de su personaje, y no al revés. Las alteraciones en su camino que el escritor puede hacer son mínimas, pero el escritor sí que tiene algo que decir en cuál es su última palabra.
               Y he mentido. Sí que me arrepiento de algo de lo que hice hoy, hace un año.
               No debería haber acabado Chasing the Stars con un fin. Porque esta historia realmente no tiene fin, no mientras yo viva, no mientras yo pueda escribir.
               Me eligieron entre siete mil millones de personas. A mí. Para el inmenso honor que supone visitarlos cuando lo desee, imaginármelos cuando lo desee, ampliar sus historias cuando lo desee (como ya estoy haciendo, y seguiré haciendo muchísimo tiempo más). Debería haber sido más lista, pero estaba demasiado cansada y centrada en un absurdo calendario que ni siquiera conseguí cumplir.
               No debería haber dicho fin.
               Debería haber dicho gracias.
               Así que gracias.
               A mis amigas, por comentar la historia conmigo, o dejar que la comente. Sabéis quiénes sois, aunque algunas jamás leeréis esto y otras seguiréis sin perdonarme por hacer que Scott empezara a toser.
               Y a mis personajes, por darme una faceta de mí misma que es, con diferencia mi preferida. Kiara, Aiden, Tam, Bey, Logan, Max, Jordan, Karlie, Zayn, Louis, Niall, Liam, Harry, Noemí, Alba, Eri, Vee, Megan, Chris, Zoe, Keira, Taraji, Jake, Rob, Avery, Duna, Dan, Astrid, Shasha, Mimi. Sabrae. Alec. Chad. Layla. Eleanor. Diana.
               Scott y Tommy.
               Gracias por presentaros ante mí. No hay palabras para describir lo importantes que sois para mí. Es por eso que seguís teniendo todas las mías a vuestra disposición.

               Un año después. Y dos. Y tres. Y treinta.
               Ahora y siempre.
               Gracias.

domingo, 14 de octubre de 2018

Promesas.


-Voy a coger la borrachera del siglo-le anuncié a Bey apenas abrimos la puerta de la discoteca-, y no hay nada que puedas hacer para impedirlo.
               Mi mejor amiga se echó a reír, puso una mano en su cadera y alzó una ceja.
               -¿De verdad?
               -Absolutamente nada-asentí, siguiendo a Logan dentro de la estancia. Un coro de gritos nos recibió con felicidad; era la primera fiesta en nuestras vacaciones de Navidad, y yo no era el único que estaba decidido a pasárselo como nunca.
               Bey entró tras de mí, aprovechando que le había sujetado la puerta, y trotó a mis espaldas con la gracilidad de un cervatillo que vive por primera vez la primavera. Estaba subida a unas sandalias de plataforma de color borgoña (me lo había dicho ella, aunque yo creía que era más bien un rojo tirando a marrón) y se había puesto su minifalda más corta y su top más brillante. Estaba preciosa.
               Y buenísima.
               Estaba como un puto tren, joder.
               Y yo no había dicho ni mu porque ni siquiera consideraba que estuviera como un tren.
               La única chica que me podía atraer en ese momento, estaba metida en su cama y probablemente durmiendo el sueño de los justos, confiando en que yo no haría nada esa noche, se lo había prometido, y mis promesas valían su peso en oro.
               Sonriendo al pensar en ella y en lo bien que había hecho que me lo pasara esa tarde, tanto solo como acompañado, descendí por la rampa de caracol en dirección a la pista de baile, en la que una sopa de manos se balanceaban al mismo ritmo de la canción que atronaba por los altavoces. Bey se deslizó hasta ponerse a mi lado y me empujó contra la pared, aprisionándome entre ella y su cuerpo. Sonrió.
               -¿Y si te digo que te voy a tener así toda la noche?
               -Suena prometedor-respondí, deslizando una mano por sus lumbares y haciendo que se echara a reír-. Pero no creo que tengas nada que hacer si yo me resisto.
               -¿Vas a resistirte?-ronroneó, su cara tan cerca de la mía que nuestras narices se rozaban, y sentía en mi boca el helado de nata y fresa que se había tomado de postre en el bar de Jeff.
               -¿Te gustaría que me resistiera?-coqueteé yo a la vez, y Bey se echó a reír, sacudió la cabeza.
               -Menudo día llevas, ¿eh, Al?
               -Ya te digo. Primero se me ofrece Sabrae, y luego, tú. Soy un tío con suerte-la agarré de la cintura, la pegué contra mi cuerpo y le di un beso en el cuello. Bey soltó una carcajada, se separó de mí y me dio un manotazo en el hombro.
               -¡Para! O me chivaré a tu chica.
               -Sabrae no es celosa-respondí, volviendo a tirar de Bey.
               -Pero yo sí.
               Esta vez el que llenó el aire entre nosotros con una carcajada, fui yo. Incluso si Sabrae estuviera para vernos tontear, no le habría molestado lo más mínimo. Sabía que mi relación con Bey se basaba un poco en la atracción mutua que sentíamos, y muchísimo en los años que llevábamos siendo mejores amigos. Para nosotros, hacernos de rabiar y coquetear como si fuéramos una pareja de novios en el mejor momento de su relación era un juego. Uno de los muchos a los que habíamos jugado a lo largo de nuestras vidas.
               Bey jugueteó con mi pelo, que se había rizado de nuevo por la acción de la ducha y la humedad del ambiente. Hizo un mohín, conteniendo una sonrisa.
               -Quizá trate de convencer a Scott para que se vayan después del fin de semana-comentó-. Sólo con verte la cara hoy ya me dan ganas de comerte, ¡imagínate lo que sería si tuvieras un fin de semana entero con ella!
               -Quizá, si consigues eso, te construiría una estatua, reina B.
               -¿No crees que ya me la merezco?
               -Te la haría de oro-hundí la nariz en su cuello y le di un beso debajo de la oreja. Bey sonrió, se colgó de mi cuello y me plantó un beso en la mejilla, abrazada a mí, negándose a dejarme escapar. Era como si mi felicidad fuera un nuevo rasgo de mi personalidad, una característica de mi cuerpo a la que acomodarse. Como si de una enfermedad se tratara, Bey se pegaba a mí para hacer que no remitiera y poder contagiarse ella también. Volvió a jugar con mi pelo, y de nuevo me dio un beso en el que su pintalabios me dejó una huella de su boca en la piel.

domingo, 7 de octubre de 2018

El príncipe de los polvos.

¡Pss! ¡Oye! Que, si me paso de explícita en alguna escena sexual, no tienes más que decírmelo. Me gusta mucho escribirlas, pero no quiero incomodarte. Así que tú manifiéstate sin problemas: quéjate o dame las gracias sin pudor alguno, ¿vale?
Disfruta del capítulo ☺
Una sombra marrón bosque se precipitó hacia mí en el momento en que abrí la puerta del garaje para entrar en casa, pero yo ya me lo esperaba. Entrar a hurtadillas sin que mamá se enterara era muy complicado, misión reservada a la élite de algún cuerpo especial del ejército. Hacerlo sin que Trufas se enterara era directamente imposible; con esas orejotas inmensas que tenía, podía escuchar los latidos de tu corazón a un kilómetro de distancia.
               Trufas trotó hasta mí y de un brinco impactó contra mis piernas, embistiéndome como si de un toro lanudo y diminuto se tratara. Supongo que muchas tonterías de las que hacía el conejo se debían a sus tendencias suicidas, pero la verdad es que no podía culparle por comportarse así. Estas tendencias eran características del género masculino: Trufas se empotraba contra las piernas de todo aquel que llegara a casa, arriesgándose a una lesión cerebral; yo me estaba enamorando de Sabrae. Cada loco, con su tema.
               Sonreí, recordando por enésima vez en todo el trayecto a casa lo que había sido sentirla sobre mí. Gimiendo, jadeando, susurrando mi nombre atropelladamente entre dientes: sucio, animal, primitivo, salvaje, tremendamente sexual. Había hecho de la palabra con la que respondía ante el mundo la más erótica que había escuchado jamás. Mi madre había tenido muy bien criterio llamándome Alec. Estaba seguro de que sólo ese nombre podía sonar de esa manera de boca de Sabrae mientras ella empapaba mi erección con su placer y sus ganas de mí.
               -Hola, gordo-murmuré entre dientes, inclinándome para acariciarle la cabeza y también la tripa al animal, que se tumbó a mis pies exigiendo mis atenciones. Cuando hundí los dedos en el vientre suave y mullido de Trufas, no pude evitar pensar en lo a gusto que se sentía meter los dedos en los rizos de Sabrae. La escuché gemir en mi cabeza, musitar “sí, sí” mientras yo le desenredaba los rizos, sosteniendo su cabeza en un ángulo perfecto para poder saborear su mandíbula, su aliento ardiendo en mi sien, y la empalaba como si no hubiera un mañana, con todas las ganas de ella acumuladas durante esas dos semanas en que había estado sin poseerla saliendo a presión.
               Dame una buena razón por la que no debería dar la vuelta, ir a su casa y volver a hacerla gritar mi nombre, esta vez en su cama, reté al universo, y el silencio me dibujó una respuesta. Scott estaba en casa, Zayn estaba en casa. Era un poco faltarle al respeto a mi amigo plantarme allí y subir las escaleras para encontrarme con su hermana. El padre directamente no me perdonaría jamás que hubiera pervertido a su niña.
               No podía importarme menos.
               Es más, es que de hecho incluso tenía su morbo. Colarme en casa de los Malik, visitar a Sabrae, quitarle la ropa y follármela sabiendo que en cualquier momento alguien podía entrar y pillarnos. No hay nada como fantasear con que te interrumpan un polvo para que te mueras de ganas por echarlo.
               Visualicé el escenario: cogería de nuevo la moto (ni de coña perdería tiempo en ir andando), aparcaría en el camino de su garaje y subiría las escaleras de porche de dos en dos. Llamaría a la puerta y seguramente me abriría Shasha, que siempre estaba en el salón cuando su familia recibía una visita. Y, sonriendo, la mediana de las hermanas me franquearía el paso. Siempre le había gustado, puede que un poco por hacer rabiar a su hermana mayor, y de toda la vida Shasha y yo nos habíamos llevado bastante bien. Teníamos la misma afición por hacerle la puñeta a Sabrae, sólo que ahora yo me estaba retirando del juego.