Y me
sorprendió la rapidez con que me hundí en sus profundidades mientras me
catapultaba con ella hacia arriba.
No me
había resultado nada fácil. No sólo había tenido que enfrentarme a mis propias
reticencias de abandonarla: jamás había estado comiéndole el coño a una chica
mientras nos mirábamos a los ojos y nos cogíamos de las manos, compartiendo
toda nuestra presencia y nuestra atención; nunca había tenido una conexión tan
fuerte con nadie como acababa de tenerla con Sabrae. Verla mientras subía poco
a poco, enredándose en las nubes cual grulla nocturna que quiere besar a la
luna, mientras nuestras manos estaban juntas y nuestras almas se comunicaban en
silencio, en un idioma que no entendíamos, fue una auténtica sesión de hipnosis
para mí. Todos mis sentidos estaban centrados en ella: olfato, oído, tacto,
gusto, vista. Sólo existía en lo que ella me tocaba, en lo que ella me
respiraba, en lo que ella gemía y en lo que ella escuchaba de mí. Pero como lo
tocaba todo, lo respiraba todo, lo gemía todo y lo escuchaba todo, estaba al
completo, como no lo había estado jamás con ninguna chica.
Ni
con ninguna mujer.
Con
nadie.
Sentía
que era ahí donde debía estar, era ahí donde era yo mismo, al cien por
cien; era ahí donde estaba mi
propósito: mirándola a los ojos, cogiéndole las manos, mientras le daba un
placer que nos recorría a ambos en oleadas con la boca.
A toda aquella nueva dimensión que estaba
descubriendo en mi interior, debíamos añadirle el hecho de que Sabrae no me
habría dejado escaparme ni aunque yo quisiera. En sus manos había una velada
desesperación; en sus piernas alrededor de mi torso, ansia; en su mirada, un
amor tan infinito que se estaba cristalizando en forma de lágrimas.
Mi
chica era una sirena; la única sirena con la suficiente magia a su alrededor
como para poder hacer de la cima de una montaña, laguna; de un desierto, un
océano. La única sirena que podría atraerme a su costa, hacer que me estrellara
con mi barco y besarme en el último momento para insuflarme un poco de aire.
No
podía quererla más. Era imposible. No había espacio físico en mi pecho para más
sentimientos. Y pensar que se le veía a leguas que todo lo que yo sentía, ella
lo sentía también. Como era más pequeña, su amor era más denso.
Y como era más denso, le estaba gustando más.
Sabrae
había empezado a acompañar el movimiento de mi boca con las caderas, a contraer
y relajar la boca en unos gemidos ahogados que yo me moría por escuchar.
Sonreía entre dientes mientras se balanceaba para mí, casi desnuda, sólo
cubierta por las mangas de su blusa y aquella corbata mía de la que se había
adueñado en cuanto se la anudó al cuello.
Entonces,
ella me había soltado una mano, borracha de mis atenciones, tan enganchada a mí
que era como una drogadicta que va aumentando su dosis hasta que termina siendo
letal. Por suerte, yo no tenía más efectos secundarios que un momento de clímax
en el que todo a tu alrededor se detenía un segundo, se olvidaba de la
gravedad, y flotaba en torno a ti.
Sabrae
había llevado la mano al sofá, para empujarse más contra mi boca, mientras me
suplicaba que continuara, que no parara, me decía que le gustaba mucho y que
jamás había disfrutado tanto con nadie como lo hacía conmigo (estaba bastante
seguro de que ella no se daba cuenta de que me decía esas cosas, lo cual no
hacía sino enorgullecerme aún más), que tenía una boca que era increíble, que
era imposible que algo pudiera hacerla disfrutar tanto…
Y yo
había aprovechado para alcanzar la caja de preservativos. Di gracias al cielo
de que ya estuviera abierta mientras metía la mano en su interior, en busca de
un paquete que se me resistió entre los dedos. Sabrae me soltó la otra mano y
recorrió mi brazo en dirección al hombro cuando yo la sujeté de la cadera para
acercármela más.
-Alec…