viernes, 19 de abril de 2019

Mansión Drama.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Incluso el peluche de Bugs Bunny parecía mirarme diferente después de lo de la noche pasada. No debería comportarme así, y lo sabía. Lo había sabido incluso mientras me dejaba llevar por la rabia que me había dado pensar que Mimi no estuviera al tanto de lo que nos había pasado a Alec y a mí. Se podía deber a un millón de cosas diferentes, cosas más lógicas que Alec no dándole importancia al asunto.
               Debería haber parado nada más empezar, porque todas aquellas teorías empezaron a cobrar más y más fuerza, desplazando mi despecho, cuando vi cómo me miraba en la discoteca. Durante la fiesta, habría jurado ante quien fuera que no me importaba que Alec estuviera allí, y que si estaba bailando era sólo porque me apetecía pasármelo bien, pero no habría sido verdad. Si buscaba a otros chicos, si me pegaba mucho a ellos y tonteaba hasta el punto de que pareciera dispuesta a irme a sus casas llegado el final de la canción que estuviéramos bailando, era por un único aliciente: él. Mientras hacía todo aquello, tenía su completa atención, aunque yo fingiera no tenerle en cuenta. Sabía que sus ojos estaban clavados en mí, sabía que se mordía el labio, que se revolvía en el asiento cada vez que yo me agachaba y me frotaba contra el chico de turno.
               Debería haber parado cuando empezó a sonar Jason Derulo, porque eso estaba siendo cruel incluso para mí, pero una parte de mí deseaba llevar a Alec a su límite igual que él me había llevado al mío. Puede que si bailara un poco más, puede que si cantara algo más, puede que si me pegara un poquito más, él acabara desquiciado y corriera hacia mí. Y me hiciera salir de aquel pozo en el que me había lanzado de cabeza, a una superficie tan lejana que parecía una quimera.
               Le había hecho daño, más del que él me había hecho a mí, y eso era imperdonable.
               Por eso Mimi se había comportado de forma diferente conmigo desde que Alec se marchó. Cuando lo vi irse a la barra, mi corazón dio un vuelco y pensé que todo aquello estaba a punto de terminar, pero se me cayó el alma a los pies al comprobar que no era así. Alec sólo quería irse de allí: en mi afán por atraerlo a mí como una polilla a la luz, lo había alejado con la fuerza del tirón gravitacional de un planeta gigante. La ironía espacial se repitió a pequeña escala: lo mismo que debería haber arrastrado a Alec hacia mí era lo que ahora lo escupía de mi zona de influencia, lo que lo lanzaba a la velocidad de la luz tan lejos de mí que pronto dejaría de verlo. Diana fue a hablar con él, intercambiaron varias palabras, Alec se enfadó con ella, y yo tuve ganas de abrirme paso entre la gente y decirle que la americana no tenía culpa de absolutamente nada. Al principio, Diana había estado más que por la labor de darle una lección, pero después de ver cómo le daba celos sin ningún tipo de remordimiento, había terminado cambiando de bando y decidiendo que aquello no podía seguir así. Ella también estaba enfadada con su chico, y puede que con que Diana y Eleanor estuvieran molestas con sus equivalentes a Alec debiera de bastar.
               Desde luego, eso era lo que pensaba Mimi, que había ido en pos de su hermano, puede que para disculparse en mi nombre (en cuyo caso, yo no me retractaría, y así podría dejar de comportarme como una zorra sin corazón y volcar todos mis sentimientos en un cuenco para ofrecérselo a Alec, y que él decidiera si bebía de él o si por el contrario lo tiraba al suelo, derramando así mis esperanzas de regresar), o puede que simplemente para decirle que yo no debería ser capaz de aguarle la fiesta. Fuera lo que fuera lo que  le dijo Alec en mitad de la pasarela en dirección a la superficie, dejó tan afectada a Mimi que volvió llorando al sofá donde nos esperaba Eleanor, con el ceño fruncido y varios vasos de chupito vacíos.
               Corrí entre la gente para ver qué sucedía, y mientras Mimi sollozaba en brazos de Diana me quedé plantada a su lado, acariciándole la espalda despacio.
               -Mimi, ¿le he hecho daño?-pregunté como una estúpida, pero Mimi no me respondió. Siguió llorando y murmurando frases inconexas en el regazo de Diana, hasta que entre ella y Eleanor consiguieron calmarla.
               Mimi no cruzó más que monosílabos conmigo a partir de entonces, tan fiel a su hermano que no dejaría que una efímera amistad se interpusiera entre su sentido de la hermandad y ella. No podía culparla: yo haría lo mismo con Scott. Lo único que me impedía enfadarme con Eleanor por cómo estaba haciendo sufrir a mi hermano era la estrecha relación que teníamos, casi de hermanas, aunque no tanto como Scott y Tommy. Y que, como chica, yo la entendía. Entendía lo que era estar a merced de un chico hasta el punto de que tu felicidad dependiera de una muestra de cariño suya. Entendía lo vital que podía llegar a ser un mensaje: todo hasta el punto de volverme loca y querer destruir todo a mi paso, sólo porque no había obtenido el “buenos días, bombón” que ni siquiera me merecía.

               Me sentía fatal por cómo había acabado Mimi por mi culpa, y no podía dejar de pensar en cómo estaría Alec. Todo por mi estúpido orgullo, que me había cegado y me había dicho que yo no era suficiente cuando estaba claro que sí. Jamás había visto a Alec marcharse de una fiesta por su propio pie: cuando lo había hecho, siempre había sido por ayudar a un amigo. Que se marchara, y encima solo, me indicaba lo mal que estaba todo entre nosotros y lo poco que estábamos haciendo por reparar lo que se nos había roto.
               Estaba sola. Total y absolutamente sola. Mis amigas no estaban, Alec probablemente me odiase a aquellas alturas de la película, y el pequeño remanso de paz que había encontrado en aquel grupo incipiente con Diana, Eleanor y Mary había desaparecido antes incluso de terminar de cobrar nitidez entre la bruma del tiempo. Mi nuevo grupo de amigas, al que yo había considerado durante unas horas un oasis de tranquilidad, había resultado ser un espejismo cruel invocado por las arenas del desierto.
               Bajo la mirada crítica del gigantesco peluche de Bugs Bunny, recogí mi teléfono y entré por enésima vez en Telegram. Como era de esperar y también desesperante, la conversación con Alec seguía hundiéndose poco a poco en la lista de chats. Mis amigas estaban comentando unos deberes por el grupo que teníamos en común; Taïssa incluso me había hecho una pregunta sobre un ejercicio que no se le había dado del todo bien. Mientras yo se lo explicaba, Momo y Kendra habían estado escribiendo y decidiendo si iban a ver o no una película al cine. Cuando envié mi respuesta, el grupo se quedó en silencio durante casi dos horas, hasta que Taïssa finalmente me dio las gracias.
               Quería enviarle un mensaje a Momo y decirle que sentía todo lo que había sucedido y que la echaba de menos, pero no podía. No podía disculparme por algo que yo no creía que hubiera hecho mal, y pedir perdón por sentir lástima de ti misma es casi peor que no pedirlo cuando eres culpable de algo. Así que, resignada a que mis amigas fueran al cine sin mí, decidí salir de mi habitación y abandonar a su suerte al peluche de Bugs Bunny. Recogí mis guantes de boxeo y cerré la puerta despacio, anhelando que mi móvil empezara a sonar y que el nombre de Momo apareciera en la pantalla, preocupada al ver que yo no respondía a los planes que estaban haciendo.
               Tras esperar un par de minutos frente a la puerta de mi habitación, finalmente me resigné a que todo el mundo estaba siguiendo con su vida salvo yo, y bajé las escaleras despacio, decidida a matar el tiempo y tratar de animarme un poco. El ejercicio generaba endorfinas, una hormona de la que yo andaba muy escasa, así que cuando me abroché el velcro de los guantes de boxeo, un cosquilleo me recorrió la espalda, escalando por mi anatomía hasta rodear mi cabeza. Me aparté las trenzas de los hombros y empecé a golpear el saco con un ritmo pésimo que habría hecho reírse a cualquiera que me hubiera visto, estuviera iniciado en el boxeo o no.
               El sudor ya me recorría la espalda y tenía las mejillas sonrosadas cuando mamá entró en la habitación, con su esterilla de yoga rosa bajo el brazo. Se detuvo frente a mí, mirándome con curiosidad, y frunció el ceño ligeramente tras mirar el calendario de pared. Se suponía que hoy empezaban mis clases de boxeo, o más bien mis sesiones de imitación en una esquina de los más expertos del gimnasio, acompañada de Taïssa.
               Pero, claro, Taïssa iba a salir.
               -Cariño-murmuró mamá, dejando la esterilla junto a la pared y acercándose a mí como una gata, tan silenciosa que sólo pude intuir su cercanía por el rabillo del ojo. Cuando se descalzaba, mamá se convertía en un auténtico fantasma: tenía una manera de caminar que hacía que no pudieran escucharla ni los perros. Y sus caderas se agitaban con mucha sensualidad, de forma que parecía estar desfilando, con sus largas y tonificadas piernas, su vientre plano, sus brazos perfectos. Me dieron ganas de llorar. Mamá era el tipo de mujer por la que los hombres se pelearían hasta matarse, el tipo de mujer por el que un hombre lo soportaría todo. Una mujer de liga de campeones. La liga en la que jugaba Alec.
               Y yo, bueno… yo era bajita. Y, por mucho ejercicio que hiciera, no conseguía librarme del grosor de mis muslos. A eso teníamos que añadirle que me había vuelto una completa imbécil, a la que ni sus amigas soportaban. No me extrañaba que estuviera sola. De hecho, había tardado mucho en quedarme sola.
               Sentí cómo se me cerraba el estómago y se me empañaban los ojos, así que traté de concentrarme de nuevo en el saco de boxeo. Si no respondía y parecía centrada en mis asuntos, mamá no me molestaría. A ella no le influía para nada lo que yo hiciera o dejara de hacer en la misma habitación que ella; es más, no sería la primera vez que mamá se ponía a meditar mientras yo me descargaba con el saco de boxeo en un día particularmente lluvioso en el que no me apeteciera mojarme.
               Sin embargo, esa vez no tuve suerte. Mamá me tocó el hombro y yo me vi obligada a detenerme y volverme hacia ella, jadeante.
               -¿No vas a boxear hoy?
               -Ya estoy boxeando-respondí, volviéndome y golpeando de nuevo el saco. Por favor, déjame tranquila, por favor, le supliqué mentalmente.
               Pero, claro, mamá no tenía poderes psíquicos.
               -Me refiero a ir a clase, mi amor-respondió, acariciándome la espalda en la zona de los lumbares, a pesar de que estaba totalmente sudada. Pero a ella no le importaba: cuando quieres a alguien como mamá me quería a mí, todos sus defectos son motitas de polvo en un universo de virtudes.
               -No, no. Paso-respondí, encogiéndome de hombros y lanzando un nuevo golpe-. No voy a ir más.
               -¿Es que ha pasado algo?-quiso saber, frunciendo el ceño. Me giré y la miré. Estaba genuinamente preocupada por mí: entre sus cejas había aparecido una arruguita, y su mirada se había achinado ligeramente mientras me examinaba, sus ojos brillando con la perspicacia que sólo la edad y la maternidad combinadas pueden darte. Entre sus pestañas increíblemente largas aun sin maquillaje, había motitas doradas, marrones y verdes que chispeaban con inteligencia, leyendo en mi rostro cosas que yo no quería decirle.
               Debería contárselo. Era mi madre. Siempre había estado ahí para mí, incluso cuando yo no sabía que necesitaba a nadie, incluso cuando yo no recordaba necesitar a nadie. Ella era más sabia, daba buenos consejos, y tenía un sentido del tiempo que poca gente compartía con ella: cuando tenía que escuchar, escuchaba, y cuando tenía que hablar, hablaba. Me quería con locura y me defendería hasta la muerte como una leona defiende a sus cachorros, porque yo era su cachorrita.
               Pero no quería que supiera que era un cachorro decepcionante. Me había criado para que fuera inteligente y empática, y yo llevaba dos días comportándome como si ella no fuera mi madre o me hubiera negado a aprender nada de ella. Debería ocuparme yo solita de mis problemas, dado que yo solita los había creado.
               Además, me daba miedo que me regañara por las cosas que yo sabía que había hecho mal. Necesitaba una mano amiga, alguien que me guiara en la oscuridad, no una voz que me recriminara el haber soplado personalmente sobre la vela y dejado así que las tinieblas se abalanzaran sobre mí. Mi familia era lo único que me quedaba, y estaba tan débil que no podía arriesgarme a perderlos a ellos también. No quería que mamá se enfadara conmigo, y estaba segura de que lo haría cuando le contara lo que había sucedido, así que por eso respondí:
               -No. No ha pasado nada.
               Mamá se mordisqueó el labio, sus dedos deslizándose por mi muñeca, mi brazo, mi hombro, mi cuello, mi rostro.
               -No puedes quedarte en casa los últimos días de vacaciones, Saab. Luego te apetecerá salir, y no tendrás tiempo.
               -Pero es que no me apetece ahora, mamá-respondí, tozuda, y mamá torció la boca en un gesto de lástima que no me entusiasmó demasiado, precisamente.
               -¿Por qué? Con lo que te gusta quedar con tus amigas. Antes de empezar las vacaciones dijiste que tu padre y yo tendríamos suerte si venías a cenar dos días seguidos, como Scott. Has salido a tu hermano en eso-mamá sonrió, acariciándome justo detrás de la oreja, mimosa. Mi estómago dio un triple salto mortal hacia atrás. Scott tenía un grupo de amigos con el que salir; yo, no.
               -Bueno, es que… eso no es una posibilidad ahora mismo. Están… ocupadas.
               Mamá parpadeó despacio, comprendiendo lentamente. Desenmarañó las cuerdas que me mantenían atrapada y sentí cómo una ola se alzaba dentro de mí.
               -Bueno… ¿y no piensas quedar con Alec?
               Puede que estuviera tratando de esconder sus emociones con sus caricias. Quizá estuvieran hechas para distraerme, pero por desgracia para ambas, yo estaba despierta y alerta. Supe en cuanto pronunció su nombre que ella sospechaba que algo iba mal. Al fin y al cabo, era mi madre, la persona que más me conocía en el mundo. Si Alec había sido capaz de leerme como un libro abierto, mamá ni siquiera necesitaba abrirme para saber lo que había en mi interior: se sabía cada palabra de mi historia de memoria, puesto que gran parte la había escrito ella.
               Estaba usando sus dotes de abogada conmigo. Estaba interrogándome como lo hacía en el juzgado, o en el despacho cuando preparaba a sus clientes para que no se desmoronaran ante el abogado contrario. Me dolió pensar que me trataba como a un problema profesional, y tenía el corazón tan roto que no podía soportar ni una herida más, por pequeña que fuera.
               De modo que empecé a apartar también a mi familia a base de enfadarme con ella. Me condenaría a mí misma al destierro si hacía falta. A este paso, sólo me quedaría Duna.
               -Dios, ¡qué pesada, mamá!-gruñí, molesta, apartándome de ella y dándole la espalda para centrarme en mi saco de boxeo-. No, no voy a quedar con Alec. Y no quiero hablar de Alec, ¿vale?
               Empecé a golpear el saco con rabia, pero sin ningún tipo de disciplina, de manera que cuando me quise dar cuenta, estaba prácticamente abrazada a él, dándole manotazos más que puñetazos, y luchando por respirar. Mamá se acercó a mí despacio, me tomó de la cintura, me hizo girarme y me acarició la cabeza. Me dio un beso en el nacimiento de una de mis trenzas y me susurró palabras de consuelo mientras yo sollozaba contra su pecho.
               -Mi niña hermosa. Mi dulce tesoro. Mi pequeñita.
               -Lo siento-jadeé, incapaz de creerme que pudiera estar volviéndome incluso contra mamá-. Lo siento, mamá, no quería hablarte así, yo…
               Me separó de ella y negó con la cabeza. Tenía sus manos en mis hombros, sus pulgares acariciándome el punto en el que se unían con mi cuello. Sabía lo que tenía que decirme, y no me defraudó. Me demostró que siempre estaría a mi lado y que mis temores eran infundados con una sencilla invitación.
               -¿Nos damos un baño y me lo cuentas?
               Diez minutos después, continuaba en brazos de mamá, pero con mucha menos ropa y con unas preocupaciones mías. Después de llenar la bañera casi a rebosar, nos habíamos metido dentro despacio, disfrutando de la sensación de cosquilleo que subía por nuestra piel a medida que íbamos metiéndonos más y más en el agua, y cuando finalmente nos agachamos y desbordamos, nos miramos y nos echamos a reír como niñas pequeñas planeando su primera travesura conjunta. Mamá apoyó la espalda en el borde de la bañera, cogió mi champú de manzana y, después de que yo me sumergiera un par de segundos para mojarme el pelo, hizo espuma entre sus manos y comenzó a masajearme el cuero cabelludo. Cerré los ojos, disfrutando de la sensación, esbozando una sonrisa y estirando las piernas a modo de señal de lo mucho que me estaba gustando.
               Incluso me estremecí un par de veces cuando mamá hundió las uñas en mi melena y consiguió desenredarme algunos nudos. Aquel gustirrinín me resultaba familiar, como las notas lejanas de una canción de mi infancia.
               -¿Quieres que pare?-bromeó mamá, viendo cómo me retorcía entre sus manos, y yo sacudí la cabeza y me hundí un poco más, hasta la nariz. Era un cocodrilo sin escamas.
               -¿Crees que lo de los anuncios de champú es publicidad engañosa, o de verdad se pueden tener orgasmos lavándote el pelo?
               Mamá rió por lo bajo, en una risita adorable que me hizo recordar que había crecido en una casa llena de chicos, y que por lo tanto había sido una reina desde que nació.
               -Se puede. Pero sólo cuando te lo lava otra persona.
               Me volví hacia ella con la boca abierta.
               -¿De verdad?
               -Un par de veces-reconoció, soplando un poco de espuma que se le había quedado en las manos y haciendo que volara hacia mi nariz.
               -¿Con quién?
               -Sabrae, por favor. Sólo me he bañado con dos hombres en mi vida, y con uno de ellos no sería apropiado que yo tuviera un orgasmo.
               -¿Por qué?
               -Porque es Scott.
               -¿Y el otro?
               Su sonrisa se amplió un poco. Yo ya sabía la respuesta, pero quería que me la dijera. Al contrario de lo que había pensado en un principio, la felicidad de otra persona puede ser contagiosa. No es algo que se te restriegue por la cara, sino el calor de un fuego en invierno que, si bien es ajeno, no deja de calentarte a ti también.
               -Tu padre-complacida, volví a hundirme entre sus piernas y chapoteé un poco-. Es muy bueno con las manos. Pero no se lo digas, ¿vale?-me besó la cabeza-. No queremos que se le suban los humos.
               No contesté, pero mi silencio fue respuesta suficiente. Dejé que mamá me aclarara el pelo y luego le lavé yo el suyo; me encantaba hundir los dedos en su melena sedosa y larga. Incluso cuando estaba mojada, seguía teniendo ese tacto tan suave y familiar. Me recordaba a mi más tierna infancia, cuando yo era tan pequeña que no podía bañarme sola, pero no lo suficiente como para no recordar con qué mimo me echaba agua en la cabeza y me comía a besos mientras me enjabonaba, muchas veces con papá sentado a nuestro lado, mirándonos embobado.
               A medida que el agua se iba poniendo tibia, aumentaba su influencia en mí. Había conseguido dejar a un lado mis pensamientos destructivos, y ahora sólo estaba concentrada en el aroma a manzana y maracuyá que despedía mi cuerpo, y a flor de loto y granada que desprendía el de mamá por culpa de sus champús. Toda mi angustia se disolvió en mi baño, y me permití incluso juguetear un poco en el agua, con mamá mirándome con atención. Cuando me acurruqué contra ella y le di un beso en la clavícula, ella me acarició la cabeza.
               -Mi pequeña sirenita de preciosos piececitos-musitó para sí, besándome de nuevo, y yo sonreí. ¿Cómo podía decir que estaba sola mientras mi madre estuviera respirando? Ella jamás dejaría que me pasara nada malo. Y yo se lo pagaba ocultándole cosas y poniéndome borde cuando ella demostraba preocupación. Yo le importaba. No debería reaccionar como lo había hecho cuando me sugirió que saliera con Alec. Ella no sabía nada, y era hora de ponerla al día.
               Sin embargo, mi corazón seguía reticente a abrirse. Ambos sabíamos que mamá no haría otra cosa que sanarme, pero para curar una herida primero tienes que limpiarla, y para limpiarla debes abrirla, y eso es doloroso. Así que las  palabras se quedaban atragantadas en mi boca, negándose a salir, artistas que de repente recordaban su nada conveniente miedo escénico.
               -Bueno, mi amor. Llevas unos días un poco rara. No brillas tan fuerte como sueles hacerlo. ¿Qué te parece si me cuentas qué ocurre?
               Me acurruqué un poco más contra ella; a estas alturas, mi cuerpo se había acoplado tanto al suyo que estaba segura de que dejaría huella en la forma de mi madre una vez nos separáramos. Jugueteé con una nubecita de espuma que flotó hasta mí y me encogí de hombros.
               -Me he peleado con mis amigas. Y con Alec. No nos hablamos.
               -¿Quién?
               -Nadie con nadie.
               Escuché más que vi cómo fruncía el ceño.
               -No me parece propio de ti pelearte con tus amigas hasta el punto de no hablarte con ellas. Y tampoco me lo parece de Alec.
               -Bueno, lo de Alec lo he provocado yo. Pero lo de mis amigas no es por gusto. Cuando fui a la biblio para terminar nuestro trabajo de Historia, estaban enfadadas conmigo. Nos peleamos y se marcharon. Por eso volví tan disgustada.
               -¿Te dejaron sola?-inquirió mamá, sorprendida-. ¿Amoke también?
               -Amoke fue la primera en marcharse.
               Mamá chasqueó la lengua.
               -¿Y por qué os peleasteis?
               -Por Alec-respondí, deslizándome suavemente por su pecho hasta quedar con la cabeza apoyada en su vientre. Tenía la boca al nivel del agua; si la abría, me entraría un poco. Puede que estuviera una excusa para terminar allí la conversación, porque no me gustaba cómo la estaba enfocando. Volvía a estar triste. Con el frío del agua, también se enfriaba mi espíritu.
               -No está bien que os peleéis por un chico, Sabrae. Sois amigas. Aunque, si te soy sincera, Alec no es sólo un chico. Pero aun así…
               -Momo no está interesada en Alec. Es por otra cosa-y procedí a contarle todo: su magnífico plan para emborracharme en Nochevieja y que yo me volviera un corderito dócil y sumiso al que Alec pudiera manejar como quisiera, lo caballero que había sido él cuidándome y cómo le había fastidiado la noche que más le gustaba del año, su encontronazo con mis amigas en la discoteca, mi discusión con ellas y mi posterior discusión con él. Y los mensajes. Le conté lo de los mensajes. En circunstancias normales, yo no habría abierto la boca: los mensajes de buenos días nos pertenecían sólo a Alec y a mí, y hablar de ellos con alguien, por mucho que ese alguien fuera mamá, me parecía una traición. Una invasión de nuestra privacidad. Un cuchillo rasgando el velo de la confianza y la intimidad que nos había protegido del mundo y nos había permitido mostrarnos al otro tal como éramos, sin miedo a ser juzgados, sin ganas de juzgar.
               Para cuando terminé de contarle, estaba llorando. Mamá me acariciaba los hombros y me dejaba desahogarme en silencio, permitiendo que formulara frases inconexas que no tenían ningún sentido para nadie más que para mí. Me estaba regodeando en mi dolor como llevaba haciéndolo varios días por la noche, pero aquello era diferente: era de día, y estaba acompañada. Estaba completamente desnuda, tanto de cuerpo como de alma. Por suerte, mamá sabía estar a la altura de cualquier situación, y en aquella no iba a ser menos.
               -Te parecerá… una bobada… pero es que… valoro mucho esos mensajes-hipé y sorbí por la nariz-. Me animaban tanto… me hacían sentir especial… que lo nuestro era… real.
               -Lo vuestro es real, Saab.
               -Lo sé. Bueno. Lo sabía. Ahora no sé nada. Sólo sé que la he cagado. Y que echo de menos coger el móvil y tener un mensaje suyo, aunque sea hablando de la más remota tontería. Echo de menos hablar con él. No quiero levantarme por las mañanas y…-sorbí de nuevo por la nariz-, y no saber si él se ha levantado antes que yo, o no saber si ha pensado en mí cuando ha visto salir el sol, o… Dios, te pareceré tan cría…
               -En absoluto. Un “buenos días” del hombre al que amas puede convertir una mala noche en una buena. Cuando tu padre se iba de gira, siempre nos enviábamos mensajes antes de acostarnos y justo después de levantarnos. Era como si durmiéramos juntos aunque estuviéramos en diferentes continentes. No tienes que sentirte mal por tener sentimientos, mi niña.
               -Es que encima… no tengo a nadie con quién hablarlo. Después de lo de anoche, no creo que Eleanor, Mary y Diana quieran volver a salir conmigo, y mis amigas…
               -Para empezar, creo que no deberías preocuparte tanto por tus amigas, sobre todo si hicieron lo que hicieron y no son capaces de admitir que estuvo mal-me regañó mamá, y yo la miré-. Sé que no te hace gracia que te lo diga, pero si te soy sincera, creo que Alec no ha hecho absolutamente nada malo. Se preocupa por ti, igual que lo hago yo. Y yo les habría cantado las cuarenta a tus amigas de haber venido a decirme lo que pasó realmente en Nochevieja.
               -Fue un accidente, mamá.
               -Me da igual que fuera un accidente, Sabrae. Accidentes también son los de la gente que coge el coche habiendo bebido, se sale de la calzada y matan a una familia. Hacen mal igual. Por mucho que no quieran matar a nadie, los terminan matando, y deben asumir las consecuencias. Con tus amigas pasa lo mismo. Si no son lo bastante maduras como para comprender que han cometido un error y se niegan a disculparse contigo, prefiero que no andes con ellas, sinceramente.
                -Pero es que, ¡estaban enfadadas!-lloriqueé, y mamá levantó la mano con la palma vuelta hacia el techo.
               -¡A eso voy! No tienen ningún derecho a enfadarse. Las que se han equivocado son ellas, no Alec. Alec ha hecho lo que tenía que hacer.
               -Perdió totalmente los papeles con ellas.
               -Siguen vivas, ¿no? Eso no es perder los papeles. Perder los papeles sería lo que haría yo si yo hubiera sido Alec.
               Volví a juguetear con otra nube de espuma, reflexionando sobre lo que me acababa de decir. En el fondo, yo había llegado a la misma conclusión que ella, pero no había querido quedarme sin mi parte de culpa, ni tampoco le había querido quitar la suya a Alec: ellas lo habían hecho mal, por supuesto, y me habían pedido perdón (a medias, pero a mí me bastaba), pero él había reaccionado de forma excesiva y yo me había puesto chula con ellas sin ningún motivo.
               -Ellas lo lamentan-las defendí inútilmente, sin saber si ellas estarían haciendo lo mismo por mí. Era muy posible que no. Al fin y al cabo, nuestra relación ahora mismo era mínima. Habían salido por ahí y yo no estaba invitada. O, si lo estaba, había sido por compromiso. No querían que fuera realmente. Mi sentido de la lealtad era absurdo.
               -Pues no lo parece-respondió mamá, tajante, dejado las manos a ambos lados de la bañera y tamborileando con los dedos en el borde una marcha militar. Miré cómo sus dedos subían y bajaban, abatida.
               -Y, respecto de Alec…
               -Creo que te dijo cosas horribles, al igual que se las dijiste tú. Creo que hay algunos límites que ha cruzado, de la misma forma en que tú también lo has hecho. El respeto es la base de una relación, Sabrae. El respeto, no el amor. Si no hay respeto, por mucho que haya amor, lo mejor será que te vayas de ahí. Y creo que os habéis faltado los dos al respeto, pero… no has tenido un comportamiento ejemplar-me recordó, y yo asentí con la cabeza.
               -Lo sé.
               -Entiendo hasta cierto punto que quieras darle celos; al fin y al cabo, es lo que todo el mundo te vende: que las cosas no se solucionan hablando, sino viendo quién da más. Pues por este camino vas mal, mi vida. Si le quieres, no intentes hacerle daño. Si le echas de menos, lo mejor será que vuelvas a acercarte a él.
               -No creo que vayamos a tener una segunda oportunidad, mamá.
               -El no ya lo tienes. Mira, mi niña: él ha hecho cosas mal, sin duda. Te conozco, sé cómo eres, así que entiendo que te moleste que él luche tus batallas por ti, pero si lo hace es porque te quiere. Si crees que se ha extralimitado, deberías hablarlo con él, pedirle que no se repita, y estoy segura de que no se repetirá. Alec puede ser muchas cosas; puede que no haga caso a Annie, pero sé que a ti sí te lo hace. Te valora más de lo que piensas. Está enamorado de ti-me reveló, y yo contuve el aliento. Una cosa era escuchárselo decir cuando le estaba rechazando y él estaba furioso, o cuando estábamos enrollándonos y él estaba dentro de mí, pero que tu madre te diga que el chico del que estás enamorada te corresponde en plena charla materno-filial es una sensación tan poderosa como la de sentirse minúsculo al lado del mar-. No sé si te lo habrá dicho ya o si te lo imaginas, pero Alec está enamorado de ti. Y teniendo eso en cuenta, sólo había una única forma de reaccionar a lo que tus amigas le dijeron: como lo hizo.
               Miré las espirales que mis manos formaban en el agua.
               -Dime una cosa, mi nena: si la situación hubiera sido al revés, ¿no habrías hecho lo mismo?-levanté la vista y mamá alzó una ceja-. Si Scott, Tommy y los demás hubieran emborrachado tanto a Alec, y luego hubieran venido a decírtelo como si nada, ¿tú no te habrías puesto furiosa?
               Asentí despacio con la cabeza.
               -Pues entonces no juzgues a Alec por algo que tú también habrías hecho. Y sin dudar. ¿A que sí?
               -Sí-acepté, sumisa, y mamá sonrió, me acarició la mandíbula y me dio un pellizquito en la barbilla.
               -Y, respecto a Eleanor y las demás… yo no me preocuparía. Sabes cómo es Eleanor. Entiendo perfectamente que te pongas en lo peor; cuando las cosas empiezan a torcerse, parece que sólo saben ir a peor, pero… no te comas la cabeza por cosas que no sabes seguro. Lo único que puede hacerte daño ahora mismo es lo que tienes aquí dentro-me dio un toquecito en la sien-. Puede que Mary estuviera preocupada por su hermano, simple y llanamente, lo cual es comprensible. Quizá esté de resaca. Quizá esté ocupada. Y Eleanor, lo mismo. No pienses que estás destruyéndolo todo, pequeña: siento decírtelo, pero no eres tan importante en sus vidas. No tienes tanto poder.
               Torcí la boca en un mohín mientras consideraba sus palabras.
               -Entonces… ¿tú crees que debería intentar hablar con Alec y con mis amigas para aclarar todo esto?
               -Ya que ellas no dan el paso…-mamá se cruzó de brazos-. Lo justo es que les digas cómo te sientes. No tenían ningún derecho a acorralarte de esa manera, y creo que ellas deberían dar el paso, pero si quieres hacerlo tú, adelante. Y respecto a él… hablando se entiende la gente, Saab. Hablando, no gritando.
               -Le he dicho cosas horribles. Cosas que han hecho que nos distanciemos como nunca. Ni siquiera cuando nos odiábamos estábamos tan lejos el uno del otro.
               Mamá sonrió.
               -Cuando le odiabas.
               -¿Qué?
               -Cuando tú le odiabas a él. Alec jamás te ha odiado. Te adoró desde el momento en que posó los ojos sobre ti. ¿Crees que una estúpida pelea puede con años y años de cariño?-mamá se echó a reír-. Sabía que había criado a una revolucionaria, pero nunca pensé que lo sería en el campo de la estupidez.
               Seguí metida en el agua un rato más, sumida en mis pensamientos, mientras mamá salía de la bañera y comenzaba a prepararse para un evento que tenía con papá esa noche. Sabía que tenía razón, pero algo no terminaba de encajar.
               Puede que Alec se hubiera cansado de esperar. Puede que hubiera decidido que ya estaba bien. Quizá la pelea había sido la gota que había colmado el vaso. O, si no, desde luego lo había sido la noche anterior. La forma en que me había mirado… como si no me reconociera. Como si no supiera quién era yo. Como si fuera todo lo contrario a lo que había tenido frente a sí durante tantísimo tiempo. Algo había cambiado entre nosotros. Algo mucho más poderoso que los años de cariño a los que mamá se había referido.
               Ella no lo entendía. No había estado allí. No nos había escuchado gritarnos, no nos había visto besarnos, no vio la crueldad en sus ojos cuando le mordí y él dejó de ser el malo de la película, ni la determinación rabiosa en los míos en el baño de la pastelería antes de ir a bailar, con hacerle la vida imposible a Alec como único objetivo en mente.
               Necesitaba despejarme, el consejo neutral de alguien. Mamá apostaba por Alec y por mí, y siempre había sentido debilidad por él, así que era normal que se inclinara hacia él. Scott estaba definitivamente descartado: el único que defendería a Alec con más ganas que mamá era mi hermano; y a papá no podía acudir, porque le preocuparía más incluso de lo que ya estaba, y además no quería hablar de ello.
               Sólo había una persona que me quedara a la que poder acercarme. Cuando llamé a la puerta de su habitación, sentía un nudo en el estómago que me daba ganas de vomitar. Levantó la cabeza y se me quedó mirando.
               -Shash, ¿te parece que vayamos al cine, o algo? Necesito salir de casa.
               Mi hermana era la persona más casera que había conocido nunca: prefería quedarse en casa viendo películas o series asiáticas durante todo el fin de semana a salir como lo hacíamos Scott y yo. Que bajara la tapa de su ordenador sin rechistar, se levantara de un salto y fuera a su armario, me hizo ver lo mucho que me quería y lo perdida que estaría sin ella.
               Papá nos prohibió que volviéramos después de que él y mamá se marcharan de casa, pero nos dio un billete de cincuenta libras y nos dijo que podíamos traer la cena y comérnosla en casa si nos apetecía. Así que cogimos a Duna, fuimos hasta el centro, dimos una vuelta, y paramos en un japonés a por un par de menús antes de volver a montarnos en el bus, con Duna dormitando sobre mis piernas y la comida en el regazo de Shasha, que no dejaba de olfatearla.
               -¿Estás mejor?-quiso saber mi hermana, y yo asentí y le di un beso a Duna. Estando con mis hermanas, apenas había pensado en la pelea con mis amigas, y Alec me había cruzado muy pocas veces la mente, aunque más de lo que lo habían hecho Momo, Taïssa y Kendra. Supongo que eso ya indicaba qué era lo que más angustiada me tenía, aunque me sentía un poco rastrera por cómo había dejado a mis amigas en un segundo plano. Pero la charla con mamá me había hecho darme cuenta de que yo era la única que no tenía culpa de lo que había sucedido: era la víctima de la situación, y mis amigas se estaban comportando como unas niñas caprichosas que no saben asumir que lo han hecho mal.
               Todavía me dolía pensar en lo que había sucedido, pero ahora estaba un poco más tranquila. Después de todo, puede que salir de casa sí que hiciera bien. Debería tratar de convencer a Scott para hacer algo fuera por la noche, aunque fuera solamente ir al cine: Eleanor le había dado un ultimátum y él estaba hecho polvo, se negaba a ir a ningún lado y no se había quitado el pijama en todo el día, aunque sus videojuegos tampoco habían acusado la invariabilidad de su vestuario. Se podría decir que la mansión Malik era la mansión Drama.
               -He hablado con mamá-le expliqué a Shasha, que alzó las cejas y meneó la cabeza, como diciendo no me digas, vaya, qué sorpresa. Afiancé el abrazo alrededor de Duna y me agarré al asiento delantero cuando el bus tomó una curva más pronunciada que las demás-. Me ha hecho ver las cosas desde una nueva perspectiva.
               -Las nuevas perspectivas están bien-asintió con la cabeza Shasha, dando un sorbo de los restos del zumo que le habíamos comprado a Duna en el centro comercial.
               -Cree que debería hablar con Alec y esperar para hablar con mis amigas-expliqué, y Shasha asintió de nuevo con la cabeza, indicándome que tenía toda su atención-. Pero me da un poco de vergüenza ir a hablar con él después de lo que hice anoche.
               -¿Qué hiciste anoche?
               -Bailé con muchos chicos.
               -Bueno…
               -… para ponerle celoso.
               Shasha parpadeó.
               -¿Y funcionó?
               -Sí.
               Volvió a parpadear.
               -¿Mucho?
               -Sí. Muchísimo. Increíblemente.
               Shasha mordisqueó la pajita.
               -Vaya. No pensaba que Alec fuera de los que se ponen celosos. Parece tan… relajado. Chill debería ser su segundo nombre. ¿Sabes cuál es?
               -No tengo ni idea. Algo entre capullo y sexy. Como… Josh. Como Josh Hutcherson.
               Shasha arrugó la nariz.
               -Alec Josh no suena bien.
               -Pues quizá Christopher. Como Chris Hemsworth.
               -¡Ya quisiera Alec estar tan bueno como Chris Hemsworth en Thor!-protestó Shasha, dándome un empujón, y yo me eché a reír. Duna entreabrió los ojos, pero enseguida volvió a cerrarlos-. Aunque debo reconocer que Alec Christopher suena bastante bien.
               -Pero no tiene cara de Christopher, ¿verdad?
               -¿De qué tiene cara? ¿De amor de tu vida y padre de tus hijos?
               Esta vez fui yo la que le propinó un empujón.
               -Cállate, petarda. Estoy enfadada con él, ¿recuerdas? No deberías mencionarme nada sobre hijos en este momento.
               -¿Por qué no? No me digas que no lo has pensado nunca. Que te conozco, Saab-alzó las cejas de forma seductora-. Seguro que ya has puesto en alguna web de descubrir cómo serían tus hijos con alguien una foto tuya y de él.
               -No necesito poner nada de eso porque sé que mis hijos serán guapísimos, al contrario que los tuyos, que tendrán claramente la peor herencia genética de toda la familia-espeté, muy digna, alzando la barbilla.
               -A mis hijos inexistentes no les insultes, eso para empezar. Además, no voy a tener hijos. Tengo los genes de Scott. Imagínate que me salen como él. Ni de broma-sacudió la cabeza-. Con uno, ya nos basta, gracias.
               Me quedé mirando la parte frontal del autobús, donde una pareja de aproximadamente la misma edad que Scott se daba el lote de forma descarada. Shasha también los miró, y luego, clavó los ojos en mí.
               -Yo creo que deberías hacer lo que te dicte tu corazón-musitó, y me volví para mirarla.
               -¿Qué?
               -Con respecto a Alec. Y a tus amigas. Pero sobre todo, a Alec. Haz lo que te dicte tu corazón. Es lo que dicen las pelis de Disney. Moana hizo lo que le dictaba su corazón, y salvó a todo el planeta de la petrificación… y fue la primera princesa en hacerse moños. Me siento muy representada con ella por eso-Shasha se llevó la mano al pecho-. Jasmine no me representa: yo no voy por ahí con el ombligo al aire a todas horas ni tengo un jaguar como mascota.
               -Moana tiene un gallo bobo como mascota.
               -Estoy bastante segura de que el espíritu animal de Scott es un gallo. Mira cómo se comporta: a veces parece que está compitiendo con algún actor de Hollywood para ver quién es más chulo.
               -Pero Scott no es bobo.
               -No, la boba eres tú-Shasha me dedicó una sonrisa llena de dientes-. Es que estoy intentando integrarnos a todos en un único personaje Disney. Estaba pensando en Mushu, porque básicamente medís lo mismo, pero no sé cómo encajar que sea un lagarto.
               -Dragón, dra-gón, no lagarto-bufó Duna, que había abierto los ojos y estaba fulminando a Shasha con la mirada-. Él no hace eso de la lengua-y le sacó la lengua a nuestra hermana, que hizo un mohín, el cual se amplió un poco más cuando yo me eché a reír a carcajada limpia. Interrumpí la sesión de intercambio de babas de los chicos de la parte delantera del bus, pero no me importó. Me sentía bien.
               Todo lo bien que puedes sentirte cuando no sabes qué es lo que te dicta tu corazón, pero… bien, al fin y al cabo.
               La alegría me duraría poco: en cuanto entráramos en casa con la bolsa del japonés colgando y Duna durmiendo en mis brazos, descubriríamos que habíamos comprado una ración extra que Scott no iba a utilizar: sus amigos habían venido de visita.
               Todos sus amigos.
               Shasha me lanzó una mirada cargada de significado cuando escuchamos la risa de Alec al otro lado de la casa, en el cuarto de juegos, surgiendo del lado contrario al que debería: en lugar de provenir del cielo, como el sonido angelical que era, surgía de las entrañas de la tierra, ascendiendo del infierno. Puede que aquello fuera una señal.
               Mi hermana me dio un codazo, pero yo negué con la cabeza y subí a toda velocidad las escaleras en dirección a mi habitación tras darles un beso a papá y mamá. Scott tendría que darse por besado: no me sentía preparada psicológicamente para entrar donde estuviera Alec y tener que verle de nuevo. No después de lo que había pasado. La última mirada que me había dedicado había sido de puro odio, decepción e incluso desconocimiento, y mi subconsciente la había maquillado un poco gracias a los efectos del alcohol y la música alta. Ahora, estaba completamente sobria, y para colmo no habría ningún sonido en el que tratar de escudarme para distraerme: sabía que, en cuanto entrara en la habitación, se haría el silencio y todos los ojos se centrarían en mí. No habría escapatoria.
               Shasha llamó a la puerta de mi habitación y me descubrió extendiendo una manta sobre la alfombra, que usaríamos como mantel. No trató de convencerme de que debía bajar al piso inferior y hablar con Alec; no era su estilo. En silencio, me ayudó a extender bien la manta y extrajo las cosas de la bolsa del restaurante. Duna se sentó como una auténtica japonesa, sobre las rodillas, mientras Shasha y yo nos sentábamos a lo indio. Le partimos los palillos y dejamos que se peleara con las bolitas de arroz, los nigiri, futomakis y por supuesto el sashimi, mientras del piso inferior seguía ascendiendo el alboroto de la fiesta que los chicos le tenían montada a Scott.
               Vimos una película, esperando a que los de abajo se callaran un poco, y cuando por fin empezó a reinar el silencio, las chicas se fueron a sus habitaciones.
               Sólo cuando me quedé sola me atreví a coger el teléfono, puede que esperando un mensaje de Alec que nunca llegó. Debería empezar a acostumbrarme a aquel silencio, pero una nunca termina de sentir que su corazón ha tocado fondo. El órgano más caprichoso del cuerpo tiene un talento especial para encontrar los abismos más profundos y lanzarse de cabeza hacia  ellos.
               Nada. Mi fondo de pantalla de siempre, una foto con mis amigas en una excursión al Jardín Botánico, seguía ocupando la pantalla como si no hubiera ocurrido nada. Nos miré a las cuatro, sonrientes, abrazadas las unas a las otras, mirando directamente a la cámara y derrochando confianza en nosotras mismas. Puede que tuviera que ir pensando en cambiar aquella foto: dolía demasiado mirarla.
               No obstante, todavía no estaba preparada para decirles adiós, por mucho que mamá pensara que debía hacerlo. Así que activé el modo “no molestar”, para poder engañarme a mí misma diciéndome que el silencio del móvil se debía a esa opción, y no a que nadie quería hablarme, me di la vuelta en la cama y traté de quedarme dormida.
               Surfeé en una duermevela, en el límite entre el sueño y la vigilia, durante varias horas, hasta que por fin me desperté definitivamente, con la luna entrando poderosa por la ventana de mi habitación. Tenía la boca seca, puede que  de haber estado llorando en sueños, o puede que simplemente porque no había bebido nada durante la cena. De modo que me enfundé mis zapatillas y salté de la cama, poniendo cuidado en no destapar al peluche de Bugs Bunny, y bajé las escaleras. La casa estaba en silencio, lo cual agradecí. Lo último que necesitaba era pensar en lo cerca que estaba Alec, y a la vez lo alejados que estábamos el uno del otro.
               Me deslicé como una sombra en dirección a la cocina, tomé un vaso del armario y lo llené de agua de la nevera. Me acerqué a la puerta que daba al comedor, y observé el jardín en penumbra mientras daba un sorbito de agua. Me apetecía ir y sentarme en el césped a contemplar las estrellas, soñar despierta con que yo era una de ellas y nada podía hacerme daño. Cualquier cosa excepto seguir allí, sometida a los demonios que me acechaban en la noche.
               Regresé de nuevo al corazón de la cocina, di el último sorbo, aclaré el vaso y lo dejé secando en la encimera.
               No sé si las estrellas querían que formara parte de ellas o simplemente se estaban riendo de mí, pero el caso es que mi efímero deseo de sentarme y estar tranquila, creyendo que era un cuerpo astral en lugar de una chica, se vio deformado en cuanto me di la vuelta, retorcido hasta ser casi irreconocible.
               Un sueño mayor se había materializado delante de mí.
               De pie, en la puerta, Alec estaba enmarcado como si fuera el protagonista de un cuadro renacentista. Me miraba con los ojos brillantes, del color del chocolate caliente en una tarde de invierno, igual de apetecibles e igual de tranquilizadores. Se mordía ligeramente el labio, estudiando mi atuendo, escaneándome con cuidado como si estuviera tratando de memorizarme para retratarme para un museo. Así que yo hice lo mismo, con un vuelco de mi corazón y la sensación de estar flotando.
               Estaba guapísimo. Que todo el mundo dijera que Alec estaba bueno era en realidad un insulto, porque no se ajustaba a la realidad: Alec no estaba bueno, Alec era hermoso, simple y llanamente. Todo su cuerpo estaba cincelado por los dioses, porque ningún mortal podría crear formas tan perfectas y proporciones tan equilibradas sin cometer ni el más mínimo error. No tenía ni un solo defecto en el que escudarte para empezar a pensar que era humano. Incluso su expresión somnolienta era tremendamente atractiva: a pesar de que era el cuerpo de un hombre, su alma era la de un niño inocente que sólo quiere amar y que le amen. Su boca invitaba a besarla y a decirle palabras bonitas para ver cómo sus labios se curvaban en una sonrisa, sus ojos chispeaban con inteligencia y emoción, y su pelo… oh, su pelo. Estaba revuelto por el suelo, como una nube de colores equivocados que no presagiaba tormenta, sino la calma necesaria  para navegar en paz.
               Le echaba de menos. Le echaba tanto de menos que me dolía físicamente. Nunca pensé que tus sentimientos por alguien podrían tener tanto poder, hasta que lo vi allí de pie, tan cerca y tan lejos, tan mío y a la vez tan ajeno. Odié la distancia que nos separaba y odié el abismo que habíamos cavado entre nosotros, porque lo único que quería era echarme en sus brazos y coserme a él, dar puntadas en nuestras almas hasta convertirlas en el más precioso de los mantones, hacerle el amor y que él me lo hiciera a mí de tal forma que jamás pudiéramos volver a ser alguien completo si estábamos separados.
               Me llevé las manos al regazo, retorciendo los dedos, poniéndome nerviosa a cada segundo que pasaba. No debería estar pensando en eso. No a esas horas, no con la casa llena de gente, no con las cosas como estaban. No quería su cuerpo (no solamente, al menos): le quería a él, al completo. Y no nos acercaríamos con sexo. Por mucho que a mí me apeteciera, el sexo no serviría. Nos habíamos hecho un daño emocional irreparable con los cuerpos: sólo las palabras servirían entonces.
               No podía seguir con él. Tenía que marcharme, pues nublaba mis sentidos.
               -Hola-susurré con un hilo de voz, temiendo que se hubiera quedado embobado mirándome y que pronto recordara lo que le había hecho la noche anterior. Cómo lo había puesto furioso a base de darle celos con tíos que jamás podrían tratarme como él lo hacía, cómo se marchado hecho una furia, cómo Mimi había llorado al escuchar cómo le había destrozado yo.
               No te alejes de mí.
               -Hola, bombón-respondió él en un jadeo que hizo que todo en mi interior se desintegrara durante un segundo. Sufrí un pequeño Big Bang al escuchar su anhelo, sus ganas de que todo volviera a ser como antes. Dio un paso hacia mí, y yo quise que diera otro, y otro,  otro más, hasta tenerlo a centímetros.
               No me defraudó.
               Alec Whitelaw, señoras y señores. El chico que jamás defrauda, incluso cuando te mereces que lo haga.
               -¿No puedes dormir?-inquirió, y su voz era ronca, ronca como los vídeos de buenos días que había perdido por ser tan obtusa y no ver que si me protegía, no era porque me considerara vulnerable, sino porque me quería.
               -Tengo sed. ¿Y tú?
               -Yo también.
               Nos separaban centímetros, apenas pasaba el aire entre nosotros. Sus pies tocaban los míos, y su cuerpo se inclinó hacia el mío. Levantó la mano y me permitió el inmenso honor de dejar que sostuviera mi mentón. Su pulgar se paseó por mis labios de la misma forma en que lo hacía cuando yo llegaba al orgasmo gritando su nombre, y nos quedábamos abrazados un rato, nuestros cuerpos aún unidos, nuestro placer entremezclado, y él decidía recoger su nombre de mi sonrisa con los dedos.
               El pulso se me disparó hasta el punto que pensé que me explotaría el corazón. Dejándome llevar por el momento, cerré los ojos y disfruté de la increíble sensación que era tenerlo tan cerca, fingir que estaba todo bien entre nosotros.
               Me costaba respirar. No supe que estaba sonriendo hasta que sus labios tocaron los míos. El corazón me latía aún más desbocado ahora que nuestras bocas estaban de nuevo en contacto, sus labios acariciaron los míos despacio, depositando un suave beso de reconciliación, un beso que sonaba a “capítulo dos”…
               … pero no podíamos empezar nuestro capítulo dos sin haber puesto un buen punto y final al uno. Las sagas en cuyas primeras entregas las parejas rompían al principio terminaban con ellos dos separados, y yo no quería terminar separada de Alec.
               No podía terminar separada de Alec.
               Teníamos que hablarlo. Tenía que pedirle perdón por todo lo que le había dicho y le había hecho, y él tenía que aceptar mis disculpas. Si seguíamos así, tan cerca, tan mezclados, terminaría pidiéndole que subiera a mi habitación y me tomara en mi cama, donde muchas veces le había soñado, y sería como si no hubiera pasado nada entre nosotros. No podríamos aprender de aquel error.
               Así que abrí los ojos y le puse una mano en el pecho, empujándolo suavemente, recordando con amargura cómo había sido la última vez que sus labios estuvieron en mi boca y mi mano fue hasta su pecho. Esta vez, no le mordería.
               No me hizo falta. Esta vez, él no se resistió.
               -No-gemí. Recordaba su expresión en la pista de baile. La forma en que me había odiado entonces. La forma en que me había odiado cuando le mordí. Cómo había disfrutado haciéndome aún más daño. No, no podía ser. Alec tenía el poder de destruirme con solo una mirada, y yo tenía que quitarle ese poder. No podría existir si él seguía decidiendo sobre mí como un escritor decide sobre su historia.
               Me escurrí en el hueco que había entre su cuerpo y la encimera y corrí hacia la puerta de la cocina con las lágrimas ardiéndome en los ojos.
               -Sabrae-gimió él, y yo me detuve en seco. Su voz sonaba como seguro la había escuchado Mimi en lo alto de la rampa en espiral. Me apoyé en el vano de la puerta, mareada, y escuché cómo él se apoyaba en la encimera.
               -No puedo-gemí. Cada palabra era un puñal que me rajaba la garganta. Mi rechazo me quemaba en la lengua y la laceraba como una espada al rojo vivo. Ojalá haberme quedado muda. Ojalá no haber tenido nada con lo que resistirme a él.
               Ojalá tener amnesia y no recordar el daño que le había hecho. No iba a ser mío; nunca lo sería. Jamás le vería de esa guisa: con el pelo alborotado, los ojos somnolientos, una sonrisa boba en la boca cuando se daba cuenta de que habíamos pasado la noche juntos. No compartiríamos sueños. Era Alec, me intenté recordar. Compartía cama, pero no sueños.
               Si había visto a mi Alec en él era porque estaba tan desesperada y le echaba tanto de menos que sería capaz de imaginármelo en cualquier chico. Las cosas estaban mejor así. Si él era su versión de siempre, yo no podría hacerle daño, y si no podía hacerle daño sus ojos jamás se teñirían de la tristeza pétrea que se escondía detrás del fuego de la noche anterior, de la tarde de hacía tres días.
               -Lo siento. Aún me duele. No puedo.
               Le escuché moverse y yo clavé los ojos en la escalera, como si fuera Medusa. Si nuestros ojos se encontraran, perdería toda mi fortaleza.
               -Nena, por favor. No tiene por qué dolerte. Podemos superarlo, los dos juntos.
               -No puedo, Alec-su nombre dolía tanto que me prometí a mí misma que no volvería a pronunciarlo-. No puede ser.
               -Sí puede ser. Ha podido ser durante meses. No quiero pensar que terminamos así.
               -Es que hemos terminado así-respondí, odiándome a mí misma-. Ya nos hemos dado nuestro último beso.
               Escuché cómo contenía el aliento, aterrorizado, pero yo pensé que tampoco había estado tan mal. Nuestro primer beso había sido más fogoso; ya que se habían invertido los papeles, tenía sentido que nuestro beso de despedida hubiera sido dulce, como si fuera un primero en el que nuestras bocas no se conocían.
               -No puedes querer que nuestro último beso fuera un mordisco-acusó, dolido, y se me cayó el alma a los pies.
               -Nuestro último beso no ha sido un mordisco-jamás consideraría aquello un beso-. Ha sido una caricia.
               -No puedes estar refiriéndote a…-empezó, y en su voz había tanta desesperación que me prometí a mí misma que no volvería a acercarme a él tanto como para hacerle ese daño. Ya estaba bien.
               -Tú me dueles. Muchísimo. No puedo-lo miré por el rabillo del ojo, pero su expresión era tan horrible que enseguida aparté la mirada-. No puedo. Lo siento.
               -Déjanos arreglarlo, Saab.
               Le escuché dar un paso hacia mí. No dejes que te toque. Si te toca, estás perdida. Levanté un dedo en su dirección para que se detuviera, y él, bendito de él, se quedó clavado en el sitio. Lo único que valía más que sus deseos eran los míos, y yo estaba a punto de terminar definitivamente con todo.
               -Mírame. Mírame, Sabrae.
               Apoyé la frente en el marco de la puerta con los ojos cerrados.
               -Por favor. Por favor, Sabrae-insistió, y yo contuve el aliento-. ¿Tengo que ponerme de rodillas y suplicártelo? Porque lo haré. Sabes bien que lo haré.
               Si suplica, le daré todo lo que me pida. Todo. Mi cuerpo, mi alma, mi corazón.
               No. Mi corazón ya lo tiene. Y tiene que llevárselo.
               Me atreví a abrir los ojos y mirarlo fijamente. Parecía derrotado. Yo le estaba derrotando. Abrió las manos y me mostró las palmas en señal de paz. Haré lo que quieras, parecía decir.
               -Sabrae…-empezó, y mi nombre de su boca era música, la canción más hermosa jamás cantada.
               -Me tengo que ir-gemí, porque si la música amansa a las fieras, imagínate lo que haría conmigo. No esperé a ver la reacción de Alec; salí de la cocina a toda prisa, corrí escaleras arriba, y subí a encerrarme en mi habitación. Deseé que llamara a la puerta y me pidiera hablarlo, que me encontrara hecha un ovillo y me cogiera, me acunara y me dijera que todo iba a salir bien.
               Contuve el aliento, suplicándole a los cielos oír el sonido de unos pasos que subieran las escaleras. Con un escalón me bastaría. Estaba siendo una egoísta de mierda, estaba siendo una pésima persona con él, y yo lo sabía, pero… pero necesitaba que él viniera a por mí. El único que podía hacerme cambiar de idea, era Alec. Lo único que valían más que mis deseos, eran los suyos.
               Pero Alec no vino a buscarme. Y yo me dormí llorando, convencida de que había perdido al único chico del que me había enamorado tanto que sentía un cataclismo cada vez que me tocaba.


Si pensaba que el tiempo iba a apaciguar a mis amigas, estaba equivocada. Taïssa había hablado de quedar el fin de semana, y si bien me había atraído la idea de salir y fingir que no había pasado nada, por otro lado me aterrorizaba quedar y tener que volver a enfrentarme a ellas. Así que, estúpida de mí, había respondido que no podía, inventándome una excusa que las cuatro sabían que era mentira, y mi mensaje seguía allí, abajo del todo en la conversación, el lunes por la mañana. No habían vuelto a hablar.
               A estas alturas, para mí ya estaba confirmado que tenían un grupo en el que criticarme.
               Cuando llegué a clase, Momo ya estaba sentada en su sitio, mirando su móvil con el ceño fruncido. Levantó la mirada y asintió con la cabeza cuando me vio acercarme, incluso se removió en el asiento cuando yo dejé la mochila sobre la mesa, pero hasta ahí llegó nuestra interacción. Kendra, al menos, me dirigió la palabra cuando llegó, metiéndome en el “chicas” que acompañó a su saludo. Taïssa incluso me dio un toquecito en el hombro y pronunció mi nombre mientras colgaba el abrigo de la percha.
               Momo y yo no intercambiamos apenas palabra durante las tres horas antes del recreo. Había ido al instituto esperanzada ante la posibilidad de que el tiempo hubiera ayudado a curar las heridas, pero creo que había tenido el efecto contrario. Si bien había contestado a las pocas preguntas que le había hecho, todas relacionadas con clase, y ella me había hecho preguntas a mí, también relacionadas con clase, hasta ahí había llegado nuestra interacción. Pasar el recreo con las chicas estaba descartado, entonces. No quería sentarme en el patio y mirar cómo todo el mundo socializaba y se reía mientras yo me quedaba a su lado como si fuera una planta. Por suerte, me había traído un libro.
               Cuando me vieron recoger mi mochila y cargármela al hombro después de la tercera clase, las tres fruncieron el ceño, pero ni Kendra ni Momo dijeron absolutamente nada.
               -¿No vienes, Saab?-preguntó Taïssa, y yo negué con la cabeza.
               -Tengo que hacer unos deberes.
               -Pero… hace un día precioso-Taïssa señaló las ventanas, por las que se colaba un sol espléndido, y sí, vale, puede que me apeteciera, y mucho, salir. El sol me haría bien, pero… también podía quedarme sentada en casa toda la tarde, con las piernas extendidas y poniéndome un poco más morena. Y estaría mucho menos incómoda, sin nadie mirándome y juzgándome, preguntándose qué hacía Sabrae Malik sentada, sola, leyendo un libro como una marginada.
               Me encogí de hombros y esperé a que se miraran entre ellas antes de girarme y bajar las escaleras en dirección a la biblioteca. Descargué mi mochila en una mesa y miré en derredor: no había absolutamente nadie, todo el mundo estaba fuera, disfrutando del sol y de la escasez de trabajos a realizar. Todos se habían entregado a primera hora, y no había ningún examen a la vista, pero sí unas vacaciones geniales que comentar con los amigos.
               En silencio, me comí mi sándwich de cara a la ventana, y luego abrí el libro. Estaba por la segunda página cuando me dieron un toquecito en el hombro, y yo levanté la cabeza. Louis. Le tocaba a él hacerse cargo de la biblioteca los lunes; papá había compartido turno en ocasiones anteriores con él, pero los alumnos se habían quejado de que no dejaban de reírse y lanzarse pullas y eso los desconcentraba, así que el director había terminado separándolos con un margen de varios días, para que no tuvieran la tentación de ir a visitarse. Cuando Louis estaba en la biblioteca, papá vigilaba el patio, y viceversa.
               -¿Qué hace una chica como tú en una biblioteca como ésta?-preguntó, y yo levanté el libro-. Ah. Digna hija de su padre. ¿Tus amigas no han venido? Alargando las vacaciones, ¿eh? ¿Les tengo que poner un parte?-se sentó al revés en la silla-. Dime sus nombres.
               -Han venido, sólo que… no estoy con ellas.
               -Eso es evidente.
               -Nos hemos peleado.
               -Vaya.
               -Por un chico-añadí, y Louis alzó las cejas-. Alec.
               -Algo había oído-se rascó la barba-. Pero, vaya. Me sorprende que en pleno siglo XXI las chicas os sigáis peleando por los chicos. Creí que eso se había terminado a principios de siglo, como las Blackberry. ¿Y dónde está tu enamorado?
               -En el patio, supongo. Con tu hijo-me encogí de hombros y volví a mi lectura, y Louis se quedó callado un segundo, a mi lado-. Viviendo la vida mientras yo estoy aquí, leyendo sobre parejas que van bien.
               -Saab, ¿me permites un consejo?-me lo quedé mirando y asentí despacio-. No apartes a nadie de tu vida por alguien que no esté dispuesto a venir a ver cómo lees en una biblioteca porque le apetece más echarse unas canastas. Eso denota muy poca inteligencia-se levantó-. Las chicas estáis preciosas cuando tenéis la nariz metida en un libro. Y los chicos que no saben ver eso, son unos lerdos.
               Sonreí.
               -A papá le gusta mirar leer a mamá.
               -El único signo de vida inteligente que hay en el cerebro de tu padre-Louis asintió con la cabeza profundamente, y yo me eché a reír.
               -Le diré que has dicho eso.
               -Disfruta de tu libro.
               Lo intenté. De veras que lo hice. Pero no podía dejar de mirar por la ventana y pensar en las cosas que podrían estar pasando fuera y que yo me estaba perdiendo porque me daba miedo el qué dirán. El qué dirá gente que no me importa. El qué dirán mis amigas. El qué dirá Alec. No había vuelto a verlo desde el episodio nocturno en mi cocina, y parte del encanto de la biblioteca estaba en que las posibilidades de que él se dejara caer por allí eran remotas.
               Diez minutos antes de que sonara la sirena, la puerta de la biblioteca se abrió y yo me giré con el corazón en un puño, temiéndome lo peor. Había empezado a pasar páginas sin atender a lo que leía, sumida en mis pensamientos, soñando despierta con cómo Alec vendría a verme y me diría que estaba dispuesto a luchar contra todo el mundo por mí, incluida yo misma.
               Pero no era él quien entró. Fueron las chicas. Me quedé mirando cómo desfilaban por la biblioteca, viniendo derechas hacia mí. Se sentaron en la mesa, rodeándome: Taïssa, a mi lado; Momo y Kendra, frente a mí. Las dos últimas me dedicaron sonrisas tímidas y sacaron sus teléfonos, mientras Taïssa me abrazó los hombros, cogió un libro de la estantería más cercana, lo abrió por una página aleatoria y empezó a leer. Estuvimos en silencio, tranquilas y apacibles, durante los diez últimos minutos del recreo, y Louis me miró satisfecho cuando me vio salir, sonriente, de la biblioteca. Seguí a mis amigas escaleras arriba, en dirección a nuestra clase, y mientras esperábamos a que la abrieran, Momo se volvió hacia mí.
               -¿Te has peleado con Alec?-soltó sin rodeos, y yo me la quedé mirando. Asentí despacio con la cabeza-. ¿Por qué?
               -Porque no os trató bien-Momo sonrió, complacida, asintió con la cabeza y se apoyó de nuevo en la pared.
               -No era mi intención hacer que os pelearais.
               -Lo sé-respondí, mirándome las manos.
               -Ni ponerte en peligro. Él tiene razón. No fui una buena amiga.
               Clavé los ojos en ella.
               -Hiciste lo que pudiste, Momo. Yo no te culpo de lo que me pasó.
               -Deberías habérnoslo dicho. Casi te…-se quedó callada, con la palabra atascada en la garganta, y yo asentí con la cabeza, indicándole que sabía de qué hablaba-. Deberíamos haber estado ahí, contigo, hasta que llegara él. Y no deberíamos habernos enfadado contigo por cómo se enfadó él con nosotras. Fue estúpido, e infantil-musitó, y en ese momento nos abrieron la puerta de la clase. Entramos en tropel y nos sentamos en las mesas, dejando la conversación en pausa hasta que pudiéramos hablar tranquilas-. No me habría molestado con él de haber sabido lo que te pasó. Tendrías que habérnoslo dicho.
               -No os dije nada porque yo no sabía hasta qué punto había sido grave. Alec no me lo dijo para no asustarme.
               -Me duele mucho pensar que casi te hacen daño por mi culpa, Saab-gimió, y yo negué con la cabeza y le di un apretón en la mano.
               -No ha sido tu culpa. Tú no tienes la culpa. Ni yo. Ni mi mono provocativo. La culpa la tiene ese malnacido, pero Alec ya le ha dado su merecido-sonreí, triste, y Momo asintió con la cabeza.
               -Siento mucho haber estado borde esta mañana, también. Supongo que el que dejaras colgada a Taïssa el día del entrenamiento era una excusa para poder seguir comportándome como una diva.
               -¿De qué hablas?
               -Del entrenamiento. Al que no fuiste. Taïssa te esperó-miré a Taïssa, que asintió con la cabeza-. Y luego fue al gimnasio, pensando que ya estarías allí.
               -Espera, ¿ese día no salisteis?
               -¿Qué? No. Estábamos enfadadas-adujo Momo, como si yo fuera boba-. Claro que no salimos. No íbamos a salir las tres sin ti, estando las cosas como estaban.
               -Pero Kendra y tú hablabais de una peli…
               -Para mi primo-explicó Kendra, columpiándose en la silla-. Mis tíos vinieron el fin de semana, y yo iba a hacer de canguro, pero no sabía qué peli ponerle. Momo me ayudó.
               Me volví hacia mi mejor amiga, de pelo de fuego y sonrisa tímida.
               -Entonces, ¿no quedasteis sin mí?-Momo sacudió la cabeza-. ¿Ni hicisteis un grupo para criticarme?
               -¿Cómo vamos a hacer un grupo para criticarte, Saab?-protestó Taïssa, repentinamente molesta porque yo pudiera pensar tan mal de ellas-. Te queremos mucho.
               -Y te hemos tratado muy mal-añadió Momo, cogiéndome las manos-. Sentimos mucho todo lo que ha pasado. Y que te hayas peleado con Alec.
               -Lo de Alec se veía venir-respondí, encogiéndome de hombros. Momo hizo un mohín de todas formas, y abrió la boca para  decir algo, pero tuvo que quedarse callada, porque acababa de entrar el siguiente profesor. Me dio un pellizco por debajo de la silla a modo de disculpa también por esta interrupción, y yo negué con la cabeza. Con aquella disculpa era más que suficiente para mí: no necesitaba nada más. Las cosas estaban bien con las chicas, y con eso me bastaba, por lo menos de momento. Tenía un punto de apoyo con el que no contaba hacía unas horas, gente que me consolara en mis momentos más oscuros, que encendiera la luz cuando yo no recordara dónde estaba el interruptor.
               La mañana me pasó a la velocidad del rayo, y antes de que pudiera darme cuenta volvía a estar en mi casa, rodeada de libros y de folios de ejercicios, afanándome en ponerme al día lo antes posible para así poder ver el estreno de un nuevo reality de modelos con Shasha. El fin de semana habíamos estado de maratón de America’s Next Top Model, y el domingo ya habíamos terminado la última temporada disponible. Lo único que había conseguido que afrontara la semana con ilusión era saber que había una nueva serie esperándome, y que tendría una excusa para tomar helado con mi hermana y engañarme a mí misma diciéndome que me quedaba en casa porque quería, y no porque no tuviera nadie con quien salir.
               Mientras el presentador explicaba las reglas del concurso e iba anunciando los nombres de las chicas que participarían uno por uno, llamaron al timbre. Papá estaba componiendo, y mamá estaba con un caso muy importante, así que la tarea de abrir la puerta recaía en Scott, que estaba apoltronado en el sofá sin ganas de hacer nada, mirando la televisión sin verla, esperando a que llegara la hora de marcharse a jugar al baloncesto con sus amigos… con Alec. Cuando él se levantó, intenté no pensar en que puede que fuera Alec el que estaba llamando a la puerta. Tenía que ser cualquiera menos él: no lo había visto en toda la mañana, aunque tampoco es que hubiera puesto demasiado empeño en coincidir.
               No obstante, el corazón es caprichoso, y siempre albergaría una vana esperanza de que el que aún consideraba mi chico se presentara en mi puerta con un ramo de flores y una caja de bombones a modo de disculpa.
               No hubo ramo de flores ni tampoco chico, pero sí había una caja de bombones y una disculpa esperándome en la puerta. Scott regresó al sofá caminando con seguridad, pero una sonrisa efímera le bailaba en los labios.
               -Es para ti-anunció. Me levanté como un resorte, con las esperanzas de que todo volviera a la normalidad creciendo.
               Quizá todo no fuera a volver a la normalidad entonces, pero sí muchas cosas. En la puerta de mi casa, Amoke esperaba pacientemente a que yo me dignara a volver a abrir la puerta. Traía un par de cajas de bombones de Mozart, para los que habría tenido que coger un mínimo de dos autobuses de línea, y un oso de peluche que sostenía un corazón en su vientre. En el corazón, había gravado un “te quiero”.
               Me la quedé mirando, y Momo sonrió con timidez. Me los tendió con los brazos completamente estirados, y yo los acepté un poco aturdida.
               -Momo, ¿qué…?
               -He sido la peor mejor amiga del mundo estos días-explicó-. Sé que has estado llorando, y yo debería haber estado ahí, contigo, consolándote y diciéndote que no ha nacido persona que merezca que llores por ella. Chico o chica. Alec o yo-explicó, y yo sentí que se me humedecían los ojos. Momo empezó a emborronarse ante mí-. Pero, dado que eres tan buena y vas a hacerlo igual, por lo menos yo estaré a tu lado hasta que se te sequen las lágrimas. Una vez te pregunté si podía llorar contigo-recordó, y fue ahí cuando empecé a llorar a lo bestia. Sabía de sobra a qué momento se refería: el primer día de guardería, el día que nos conocimos, el día que nos hicimos amigas. Hasta ahí se remontaba nuestra historia, y ni Alec ni nadie podría decidir cuándo ponerle punto y final.
               Hay veces en que dos personas tienen que separarse para saber hasta qué punto necesitan estar juntas. Había escuchado esa frase en una película, y siempre lo había relacionado con las parejas, pero no tenía por qué ser así. De la misma forma que Alec se había convertido en un elemento crucial de mi felicidad, necesario en mi vida, Momo llevaba siéndolo años y años. Desde que tenía uso de razón, Momo estaba ahí, conmigo. No deberíamos dejar que una riña tonta nos separara.
               -¿Me dejas llorar contigo otra vez?-preguntó con inocencia, poniendo ojos de corderito degollado, y yo asentí con la cabeza. Me abalancé sobre ella y la estreché entre mis brazos.
               -Siempre, Momo. Siempre.
               En mis ganas de abrazarla, había dejado caer los bombones de Mozart al suelo. Eso decía más de cuánto la quería que un millón de palabras que yo pudiera pronunciar.


Menuda semanita llevaba. Me merecía un poco de descanso, joder, pero parece que el universo aún no había terminado de reírse de mí.
               Había llegado el lunes a clase con tiempo de sobra, cosa rara en mí, todo porque quería ver cómo Scott llegaba al instituto acompañado de su hermana. Puede que me hubiera tirado a Bey y me hubiera acostado con otro par de chicas ese fin de semana, pero Sabrae seguía atrayéndome como la miel a las moscas.
               Se me partió el corazón al verla llegar al lado de Scott con la cabeza gacha, mirándose los pies, apenas intercambiando monosílabos con Eleanor y Diana. Me apoyé en el cristal de la ventana del segundo piso mientras observaba cómo cruzaban la puerta del vestíbulo, desapareciendo así de mi campo de visión, y tragué saliva.
               -Tienes que hacer algo-me dijo Jordan, que estaba al tanto de todo lo que había pasado, polvo con Bey e incidente en la cocina de Sabrae incluidos, no por ese orden. Bey ni siquiera estaba al tanto de lo que había pasado en la cocina de Sabrae, pero Jordan sí. Él entendía por qué hacía lo que hacía, y lo más importante, no me presionaba para que llegara a ninguna conclusión que me beneficiara más o menos. Necesitaba la comprensión y el silencio de Jordan en ese sentido, no el consejo sabio de Bey, su forma de hacerme ver que yo era tonto por no encontrar la solución obvia a mis problemas.
               Miré a Jordan de soslayo, no dije nada, recogí la mochila del suelo y me fui pitando a clase, antes de tener que enfrentarme a la mirada desesperada de Sabrae. Me partía el corazón pensar que yo tenía la culpa de que se estuviera comportando así. Ella era luz, cada molécula que la componía era esencia de estrella: no se merecía ir por el mundo como alma en pena. Todo el planeta era un sitio un poco menos habitable y más frío sólo porque Saab ya no sonreía como solía hacerlo.
                Estuve las tres horas de clase pensando en lo que había visto esa mañana y en modos de solucionarlo. Sabrae me había dicho que lo nuestro se había acabado, pero no dejaría que se autodestruyera. Por mucho que ella quisiera hacerse la fuerte, la dura y la independiente, yo tenía ojos en la cara y podía ver todo el mal que le estaba haciendo nuestra separación. Así que me dediqué a urdir un plan maestro en el que yo me acercaba a ella, la arrinconaba y la obligaba a sacarse de dentro todo el veneno que la estaba contaminando, y puede que así consiguiera volver con ella, pero mi prioridad número uno era verla sonreír. Conseguir que volviera a estar bien. Conmigo o sin mí, eso era lo de menos. Lo importante era ella; nuestra relación y mi bienestar eran secundarias, beneficios inesperados o daños colaterales.
               Cuál fue mi sorpresa cuando salimos al patio y no la encontraba por ningún sitio. Incluso llegué a considerar meterme en la biblioteca, pero no había muchas posibilidades de que estuviera allí. Tenía que haberlo arreglado con sus amigas, ¿no? Y sus amigas estaban fuera, pero…
               … pero pasaba el tiempo, y si Sabrae había ido al baño, como yo pensaba, debía de habérsela tragado una cañería. O puede que la hubiera atacado un basilisco.
               Así que fui hacia Amoke, Kendra y Taïssa, que se pusieron rígidas nada más verme llegar.
               -¿Dónde está Sabrae?
               Amoke parpadeó despacio, pero no dijo nada. La encargada de desafiarme fue Kendra.
               -¿La has perdido? ¿Tenemos que hacerte de mapa del tesoro, ahora? ¿No te basta con que seamos tu saco de boxeo verbal?
               -¿De qué coño habláis? Está con vosotras. Tiene que estarlo. Porque, si no lo está, me temo que sois más imbéciles aún de lo que pensaba, y la habéis dejado sola.
               Amoke volvió a parpadear, y se puso en pie.
               -¿Cómo que sola? Está contigo.
               -¿La ves por aquí?-respondí, girándome sobre mis talones, buscándola teatralmente, y Amoke tragó saliva y se me quedó mirando sin entender del todo. Fue entonces cuando yo lo comprendí: Sabrae no estaba con sus amigas, y tampoco estaba conmigo, porque sentía que no podía  estar con ninguno de nosotros.
               Puede que por eso estuviera tan rara la noche que me la encontré en la cocina. Había creído que había salido con sus amigas, porque cuando nosotros llegamos ella no estaba en casa, pero ahora, viendo cómo estaban las chicas, la confusión que había pintada en sus caras…
               -Seguís enfadadas con ella-respondí, y las tres me fulminaron con la mirada, como diciendo “eso no es asunto tuyo”. Pero había un problema: sí que era asunto mío. Sabrae sería asunto mío hasta el día en que muriera. Estaba convencido de que si yo me moría antes que ella, me convertiría en su ángel guardián y en un espíritu maligno que bajara a la tierra a atormentar a todos aquellos que la disgustaran siquiera un poco.
               -Se ha pasado todo el fin de semana contigo-protestó Amoke, conteniendo la rabia en su voz. Supongo que no estaba acostumbrada a lidiar con los celos; bueno, pues ya éramos dos. Para mi desgracia, Sabrae me haría casi inmune a ellos, de tan mal que me lo iba a hacer pasar.
               -Te puedo asegurar, niña, que no he pasado ni cinco minutos con ella en todo lo que llevamos de semana. No nos hablamos-revelé, y las tres abrieron tanto los ojos que pensé que se les saldrían de las órbitas-. ¿No lo sabíais? Qué amigas tan geniales sois. ¿Dónde está? ¿La habéis dejado sola?
               -No ha querido venir con nosotras…
               -¿Cuándo vais a dejar de tratarla como si fuera una muñequita con la que jugar y a la que dejar apartada cuando os cansáis?
               -Estás tú bueno para hablar de muñecas-me cortó Kendra-. Llamas a todas las tías así.
               -A Sabrae no la llamo así. Eso os lo dejo a vosotras.
               -¿Qué te importa cómo estemos con ella?-preguntó Amoke-. Si no está contigo es porque tampoco quiere, ¿no?
               -Me importa porque estoy seguro de que le estáis haciendo daño. Cualquiera que le eche un vistazo puede verlo, incluso estando ciego. ¿Y todo por qué? ¿Por quererme? Vosotras queríais que me quisiera. ¿Porque no ha ido a una de vuestras ridículas fiestas de pijamas? No ha sido por follar conmigo, créeme. Si hubiera estado conmigo, yo habría impedido que tuviera esa cara tan larga hoy al llegar a clase. La habéis dejado sola-acusé, y Amoke tomó aire y lo soltó despacio.
               -No voy a dejar que me vuelvas a echar la bronca, Alec.
               -La verdad duele, ¿eh? Yo seré un fuckboy y todas esas mierdas que decís de mí-acusé-, pero por lo menos soy sincero y cuido de mis amigos. Deberíais aprender un par de cosas de mí. Pero antes, deberíais ir y pedirle perdón de rodillas a Sabrae por todo el daño que le estáis haciendo.
               Dicho esto, me giré para marcharme, pero Amoke dio un paso hacia mí y prácticamente me gritó:
               -Si tan bueno eres, ¿por qué no está contigo?
               Me quedé clavado en el sitio, sintiendo varios pares de ojos curiosos clavarse en mí. A veces me metía en peleas, casi siempre por defender a mis amigos, pero de vez en cuando también las provocaba yo. Nunca había empezado una con una chica, no obstante. ¿Me atrevería a hacerlo ahora?
               Me giré lentamente y clavé en Amoke una mirada envenenada.
               -Ha hecho lo que le pedías, ¿no?-respondí en tono glacial-. Ya ha elegido. Y te ha elegido a ti. Espero de corazón que no se haya equivocado con su decisión.
               Amoke abrió los ojos y parpadeó rápidamente, tratando de procesar la información, pero yo no iba a quedarme a disfrutar del espectáculo que era ver su cara de besugo intentando respirar aire a través de branquias. Me di la vuelta de nuevo y fui con paso firme hacia mis amigos, viendo cómo la gente se apartaba a mi paso de la misma forma que el Mar Rojo se había abierto para Moisés. Me sentía un poco como él, excepto porque a mí nadie me seguía, sino más bien todo lo contrario.
               Comprobé con alegría que a la salida Sabrae tenía mejor aspecto, y el resto de la semana salió al patio con sus amigas, que se reían y cuchicheaban en su esquina de siempre, con las piernas estiradas para absorber un poco más de luz solar en los muslos. Puede que las piernas de Sabrae me distrajeran un poco de mis partidos de baloncesto, vale, pero tenía muchas cosas en la cabeza esos días: por ejemplo, cuándo Amoke decidiría por fin ser una tía legal y contarle a Sabrae que yo había intercedido por su amistad.
               Esperé, esperé, esperé y esperé, pero aquel momento no terminó de llegar. Para cuando despuntó la mañana del viernes y la conversación con Sabrae en Telegram se había hundido varios puestos más en mi pestaña de conversaciones, ya había perdido toda esperanza de que las lerdas de sus amigas intentaran enmendar su error. Niñatas.
               Lo que no me esperaba era que la llevaran a la discoteca y se dedicaran a pasearla delante de mis narices como a una pieza de ganado en un mercado de pueblo. Cada vez que sonaba una canción que les gustara, se levantaban de un brinco del sofá en el que habían dejado las cosas, y salían disparadas a la pista de baile, con las manos en alto y las melenas sueltas, dispuestas a darlo todo.
               No voy a ser tan cínico como ellas y decir que no disfrutaba del espectáculo, porque lo hacía, y como un cabrón. Sabrae estaba increíble esa noche; se había puesto aquellos pantalones de cuero con que ya la había visto alguna vez, y en la parte de arriba llevaba un bralette blanco lencero que hacía que su piel de chocolate adquiriera un tono más apetitoso aún sin cabe. Se movía como una auténtica bailarina, completamente desinhibida y libre, y yo bebía y bebía para soportar recordar que no era mía, y cuanto más bebía más guapa estaba ella.
                En un par de ocasiones mis ojos se encontraron con los de Amoke, que por lo menos tenía la decencia de apartar la mirada y mostrarse un poco avergonzada. Entonces, el mismo pensamiento me atravesaba la cabeza: ¿intercedo por ella y no me da ni las gracias? ¿No piensa interceder por mí? ¿Es que no veía que yo era la pieza que faltaba en aquel puzzle de felicidad que Sabrae se merecía tener completo?
               Estaba apoyado en la barra, mirando bailar a Sabrae, que daba brincos al ritmo de la música, se reía y giraba sobre sí misma con sus amigas, sin preocuparse de nada más que pasárselo bien. Con cada segundo que pasaba, la lucha que había en mi interior se volvía más y más encarnizada. Por un lado, me alegraba ver que parecía estar bien.
               Por otro, me dolía que estuviera bien sin mí, porque yo estaba en la mierda sin ella.
               -Ve con ella-me animó Jordan, dándome una palmada en el hombro, harto de ver cómo la observaba en la sombra como si fuera un acosador o algo así. Negué con la cabeza y bebí otro  sorbo de mi cerveza. Estaba bien. Verla de lejos estaba bien. No podía arriesgarme a ir con ella y que volviera a rechazarme; dolería demasiado, no lo soportaría.
               Jordan puso los ojos en blanco, abrió otro botellín de cerveza para mí y lo dejó al lado del que ya estaba bebiendo, saltando la barra para susurrarme al oído que el que no arriesga, no gana. Y tenía razón. Como siempre. Aquel había sido mi lema durante toda mi vida: el que no arriesga, no gana.
               Si no te subes a un ring, no pueden hacerte KO, pero tampoco puedes proclamarte campeón. Si no intentas hacer un examen, no puedes suspenderlo con un 4,9, pero tampoco puedes sacar un glorioso 5.
               Si no le tiras la caña a una chica, no puede cruzarte la cara de un guantazo, pero tampoco puedes tener una noche increíble con ella.
               Tomé aire, lo solté despacio, me dije a mí mismo que estaba siendo estúpido por siquiera soñar con que las cosas pudieran volver a la normalidad, aunque fuera por una noche…
               Pero, entonces, empezó a sonar una canción que había que bailar en pareja. Y Sabrae se detuvo en seco, miró en derredor, hasta que sus ojos se encontraron con los míos. Se apartó el pelo del hombro y sus manos cayeron a ambos lados de su costado, a la expectativa. Parecía estar esperando que yo fuera, como si yo fuera el único compañero de baile que pudiera tener mientras sonaba Think about us, de Little Mix.
               Di un último trago a la cerveza y dejé el botellín estrepitosamente sobre la barra. Me tiré del cuello de la camisa con la mirada de Sabrae ardiéndome en la piel.
               -¿Cómo estoy?-le pregunté a Jordan, que me escaneó sin ningún pudor.
               -Cachondo perdido. Vete a por tu chica.
               Me reí entre dientes, negué con la cabeza y me abrí paso entre la gente, en dirección al hueco donde me esperaba Sabrae. Ella alzó las cejas, sonrió, y por un momento pensé que se había acabado todo. Se me olvidó todo lo malo que nos habíamos dicho: cómo me había dicho que no quería volver a verme y que le daba asco, cómo yo le había dicho que era una zorra y que no quería estar con alguien que necesitaba pedir permiso para sentir lo que ella sentía por mí.
               Y por un momento pude sentir el cielo pegado a sus caderas. Sabrae se dio la vuelta y empezó a moverse al ritmo de la música, tan pegada a mí que me era imposible quedarme quieto. Cada vez que ella movía un músculo, el mismo de mi cuerpo respondía con el mismo movimiento, y pronto me acostumbré a la sensación de que ella me condujera hacia donde le apeteciera ir, y yo fuera dócil como un corderito a ese lugar que quería visitar con ella.
               Nos balanceamos, nos pegamos, nos separamos, brincamos y nos acariciamos como sólo ella y yo podíamos hacerlo. Jamás había bailado con una chica como bailé entonces con Sabrae, de la misma forma que no había tocado nunca a ninguna otra chica como había tocado a Sabrae.
               Acaricié sus curvas cuando ella se colgó de mi cuello, con la espalda aún pegada a mi pecho, y continuó moviendo las caderas al ritmo de la canción, mientras Little Mix tarareaban en los altavoces y luego preguntaban al destinatario de la canción si pensarían en ellas. Recorrí su cintura, su vientre desnudo, subí por su brazo, y noté cómo sonreía cuando volví a bajar, esta vez por su costado.
               Dios. Dios. Dios. Me estaba poniendo cachondísimo. Me dolía la entrepierna de lo dura que la tenía. No podía pensar en nada que no fueran ella, sus curvas de carretera de montaña y su sensualidad de reina de los placeres carnales. Me incliné hacia su cuello y deposité un ligero mordisquito en él, y Sabrae dejó escapar un gemido y se volvió para mirarme. Sus ojos ardían con la llama más antigua de la humanidad, la que nos había llevado hasta nuestros días. Me agarró de la camisa y tiró de mí hacia ella, y fue entonces cuando comprobé que estábamos combinados: mi camisa también era blanca, y brillaba igual que su top; mis pantalones también eran negros, oscuros como las cosas que yo quería hacerle. Sabrae jadeó contra mi boca, y yo no pude soportarlo más.
               Bajé una de mis manos hasta su culo, le di una palmada y la pegué contra mí. La presión de su cuerpo contra mi entrepierna me supo a gloria; podría haberme corrido de haber seguido ella así. Mi nariz rozó la suya mientras buscaba su boca, y justo cuando la encontré, una civilización antigua de casas hechas de oro…
               … la selva se cerró entorno a mí, y me tragó. La canción se terminó y Sabrae me puso las manos en el pecho para apartarme, por tercera vez ese mes, en un gesto que estaba empezando a ser costumbre entre nosotros.
               -Yo…-se mordió el labio y me miró desde abajo, y de repente parecía pequeña, frágil, endeble. Me la quedé mirando, expectante.
               -¿Tú?-pregunté, aunque ya sabía la respuesta. La había escuchado antes incluso de que la pronunciara.
               -No puedo-respondió, dando un paso atrás y negando con la cabeza. Vi por el rabillo del ojo un movimiento: sus amigas estaban echándose las manos a la cabeza, y por un momento me dieron ganas de ir allí y arrancarles los brazos de cuajo. Estúpidas mocosas de los huevos, ¿es que no pensaban dejarme vivir? ¿Es que yo no me merecía una segunda oportunidad?
               -Tengo que…-empezó, tratando de escaparse, pero yo la agarré de la muñeca y la retuve conmigo.
               -Sea lo que sea a lo que estás jugando, para-ordené, y Sabrae se me quedó mirando-. No me gusta una mierda, Sabrae. Esta mierda de “ni contigo ni sin ti” me está agotando. Decídete ya-solté por fin su mano y ella se  frotó la muñeca, sin decir nada. La rabia empezó a bullir en su interior, pude verla en sus ojos-. O vete a consultarlo con tus amigas, si tan trascendental te parece la decisión-añadí, dolido, sabedor de que la única razón de que no se hubiera entregado a mí era que sus amigas estaban mirando. Me había dejado besarla en su cocina. Me había dejado acariciarla. ¿Por qué ahora necesitábamos una canción? Porque estaban aquellas tres brujas mirándonos, y si la canción se terminaba y Sabrae y yo seguíamos juntos, sería como con la Cenicienta: el hechizo se rompería y Sabrae se daría cuenta de que me necesitaba a mí también. Tenían que haberle hecho algo.
               -Ya te he dicho que nadie toma las decisiones por mí. Sólo yo.
               -¿De veras? ¿Y por qué no dejas de mirar hacia tus amigas? ¿Se te ha olvidado la señal de peligro?-ataqué, y Sabrae me fulminó con la mirada. Cualquier opción de tregua y reconciliación que tuviéramos se terminó en ese instante.
               -Que te jodan, Alec-respondió, y se marchó con ellas. Por lo menos tenía la tranquilidad de que no se pondría como el otro día.
               O eso pensaba yo. Porque, en cuanto empezó a sonar otra canción que bailar bien juntita con otro, Sabrae no dudó en escoger al más gilipollas de toda la discoteca y restregarse contra él cual gata en celo. Me estaba poniendo negro. La miraba desde el sofá, donde Jordan había venido a acompañarme en mis tragos de chupito amargo, mucho después de que Scott y Tommy se piraran a hacer sabía Dios qué, y Logan y Max me dejaran solo para ir a bailar con las gemelas. Tenía una sonrisa cínica en los labios, que hacía ver que no me importaba una mierda lo que Sabrae estaba haciendo, cuando me jodía incluso más que la otra vez: por lo menos, la otra noche había actuado por despecho. Ahora lo hacía por crueldad. Me había ofrecido a perdonarle todos los males y a suplicarle que me perdonara los míos, ¿y cómo me lo pagaba ella? Hundiendo las tetas en la cara del primer payaso que se le ponía delante.
               -¿Quieres irte?-preguntó Jordan, y yo arqueé las cejas.
               -¿Yo? ¿Por qué? Me lo estoy pasando en grande viendo cómo intenta ponerme nervioso con esos niñatos. ¿Eso es lo que soy para ella? ¿Otro niñato más? Valiente zorra si cree que puede usar esa palabra para definirme, viendo lo que tengo entre las piernas-me terminé otro vaso de chupito y clavé los ojos en Sabrae cuando se acabó la canción, y empezó a sonar reggaetón.
               Otro payaso fue a buscarla, y yo tuve que quedarme viendo cómo ella restregaba su culo contra la polla del imbécil de turno. Me estaba poniendo negro. Quería ir allí, ponerla contra la pared, y arrancarle una disculpa entre gemidos. Bajarle las bragas y que su cuerpo la traicionara como me había traicionado el mío en mi enfado, hacer que entre sus jadeos de perra en celo se diera cuenta de que teníamos que estar juntos. Que un sexo tan bueno no podía ser malo y que tanto placer no era para avergonzarse, ni para consultarlo con sus amigas, que de seguro estaban celosas de lo que teníamos nosotros. Sólo yo podía a follarme a Sabrae como lo hacía. Sólo yo podía hacer que Sabrae se corriera como lo hacía.
               Ni poniendo a todos los tíos de la discoteca en fila y tirándoselos uno detrás de otro conseguiría tantos orgasmos como los que podía darle yo.
               ¿Quería guerra?
               La iba a tener. Por mis cojones que la iba a tener.
               Me levanté de un brinco y tiré el vaso sobre la mesa, con tan mala suerte que se volcó por la velocidad.
               -¿Adónde vas?-quiso saber Jordan, estupefacto, y yo me limpié la boca con el dorso de la mano.
               -A demostrarle a esta niñata que no puede usar el sexo contra mí. Sólo un Malik puede hacerme sombra, pero Sabrae no es ese Malik-respondí, dándole una palmada en el hombro. Dicho esto, me adentré con paso decidido en la pista de baile. Ahora que Scott no estaba, tenía vía libre para quedarme con la chica que me diera la gana. Ninguna se me resistiría, así que elegí a la del escote más profundo en detrimento de la de la falda más corta. Puede que fuera a por la de la falda más adelante, si con la noche Sabrae se ponía más brava y yo me veía obligado a echar un polvo para que ella viera que no me afectaba lo más mínimo lo que sea que tuviera pensado hacer.
               Mi plan surtió efecto. Sentía cómo me fulminaba con la mirada cada vez que yo me pegaba a mi pareja de baile, y la tocaba igual que la había tocado a ella. Si yo no te importo, tú a mí menos, le decían mis movimientos, mi coqueteo incesante con la chica. Era un bellezón de ojos verdes y pelo negro, tetas firmes y culo prieto que se dejaba manosear todo lo que quisieras y más. Mi yo de hace unos meses habría tardado dos canciones en llevársela al baño y hacerla gritar tan alto que sólo los perros pudieran oírla, pero mi yo de ahora estaba más interesado en lo celosa que estaba poniendo a Sabrae. Dios, me encantaba la forma en que nos miraba. Cómo se pegaba al otro sin prestarle la más mínima atención. Como fingía que no le importaba, y lo hacía de pena, y se notaba a leguas que no le importaba.
               Sabrae cambió de pareja en busca de un tío que pudiera tocarme la fibra sensible, y acabó con uno de su curso al que yo había calificado como gay nada más verlo entrar por la puerta.
               Hasta que empezaron a enrollarse.
               Meterle la lengua en el esófago a una chica no es de ser muy gay.
               Me quedé plantado en el sitio, estupefacto. No me podía estar haciendo esto. La madre que la parió. La madre que la parió.
               La chica del escote profundo se detuvo a mi lado y chasqueó los dedos frente a mí, pero yo no me moví. Estaba demasiado ocupado flipando con la escena grotesca que tenía delante.
               -¿Alec? ¿Hola?-la chica volvió a chasquear los dedos frente a mí, y yo salí de mi ensimismamiento en el momento en que Sabrae clavaba los ojos en mí y sonreía, satisfecha de que por fin algo me afectara. Volví la mirada a los ojos verdes de la chica-. ¿Qué pasa?-preguntó, girándose para otear entre la gente, pero yo la agarré de la cintura, la atraje hacia mí, y le di un morreo que era toda una declaración de intenciones-. Esto… vale-soltó una risita estúpida-. Guau. Eh…
               -¿Cómo te llamas, muñeca?-pregunté, apartándole un mechón de pelo detrás de la oreja y disfrutando de cómo Sabrae se volvía loca en la distancia. Yo no podía apartarles el pelo de la cara a las chicas. Ése era su privilegio. Ése y el que frotara mi nariz con la suya, pero eso lo reservaba para ocasiones especiales. No lo hacía con mis ligues de una noche.
                -Eris-respondió con un hilo de voz, y yo sonreí.
               -Diosa de la discordia y el caos.
               Asintió con la cabeza, con la vista fija en mis labios. Ahora que los había catado, no podía sacárselos de la cabeza.
               -Y dime, Eris, nena, ¿qué opinas del aquí te pillo, aquí te mato?
               -No entra dentro de mis planes-coqueteó, y yo alcé las cejas y le masajeé el culo. Me imaginé separándole las nalgas y follándomela en la posición del perrito, y puede que me pusiera un poco cachondo. Estaré enamorado, pero no soy de piedra, ¿vale? Además, la chica que me gusta no hacía caso, así que…
               -Eso no es muy caótico, precisamente-respondí, mordisqueándole la oreja, y ella se echó a reír y soltó un gemido cuando descendí por su cuello. Tiró de mí para pegarme más a ella y me acarició los brazos-. ¿Reconsiderarás tu postura?
               -¿No podemos probar con varias?-inquirió, traviesa, y yo alcé las cejas y me eché a reír. Le di una nueva palmada en el culo y me la llevé al baño, asegurándome de que Sabrae nos viera marcharnos.
               Hice bien escogiendo a la del escote profundo. Puede que su falda fuera un poco más larga, pero se la subió incluso antes de terminar de entrar en el cubículo. Me volvía loco cuando hacían eso: que me provocaran en público era una de mis cosas favoritas en el mundo.
               Mentiría si dijera que no pensé en Sabrae mientras me follaba a ese pibón. Varias veces se me pasó por la cabeza, y todas empezando con una deliciosa sensación de libertad que poco a poco se agriaba en mi boca y terminaba dejándome un regusto desagradable. Ella me estaba haciendo daño, me decía, así que yo también podía hacérselo a ella. ¿O no?
               Y también mentiría si dijera que no disfruté como un cabrón del sexo con aquella chica. Dios. Eris sabía mover las caderas como una bailarina de danza del vientre, y me sorprendí teniendo que contenerme para aguantar más para ella. Cuando se corrió, para mí fue casi un alivio, porque así podía tranquilizarme y dejare llevar. Podía dejar de sentirme una mierda con patas, martirizándome como estaba por Sabrae. Me dejé llevar y ella me comió la boca mientras yo me deshacía en su interior, sonrió, asintió con la cabeza y me dejó manosearla todo lo que quise y más.
               Un clavo saca a otro clavo, ¿no? Pues yo tenía acceso libre a una fábrica, y bien que me lo iba a pasar. Estaba soltero y sin compromiso: podía hacer lo que me diera la gana con la chica que me diera la gana, porque todas me deseaban y ninguna quería perderse la auténtica experiencia vital premium que es echar un polvo con Alec Whitelaw. Mi fama me precedía, y bendito fuera el boca a boca.
               Eris se mordió el labio mientras sus ojos nadaban en los míos.
               -Lo que dicen de ti es cierto-dijo por fin, en tono críptico, y yo alcé la mandíbula.
               -¿Qué dicen de mí?-quise saber, intentando no pensar en que eso mismo me había dicho Sabrae hacía una semana, y aquello había sido un puñal en mi vientre.
               -Que eres un antes y un después-me acarició la boca, yo le mordí el labio-. Y que no hay nadie que sepa hacerlo como lo haces tú.
               -Procuro recibir todo tipo de feedback. Te ha gustado, ¿no?
               Eris se echó a reír y me dio un suave beso en los labios.
               -También dicen que siempre preguntas. Y que siempre sabes la respuesta-sonrió-. Me voy a bailar. Un placer conocerte.
               -Igualmente, nena. Si necesitas algo, ya sabes dónde encontrarme-le guiñé un ojo y me hice a un lado para dejarla salir. No sólo porque era un caballero, sino porque así podría mirarle el culo todo lo que quisiera.
               Salí del baño de las chicas y me fui directamente a la barra. Bey estaba sentada en un taburete, dando un sorbo de un cóctel de color anaranjado y mirando en todas direcciones. Le di una palmada en el muslo y ella dio un brinco.
               -¡Alec! Estaba preocupadísima por ti. ¿Dónde estabas? ¡Pensé que habías desaparecido!
               -No se te ha soltado la vejiga últimamente, ¿verdad?
               -¿Eh?
               -Necesitaré que me hagas un masaje-espeté de repente, viendo que Sabrae se acercaba con sus amigas. Lo dije lo bastante alto como para que varias personas lo oyeran, e incluso algunos se giraron para estudiarme con curiosidad-. Tengo las vértebras machacadas. Es que he tenido a una tía cabalgándome la cara la última hora y media, y, ¡Dios! Estoy matado. Creo que tengo un esguince cervical.
               Bey tenía una mueca estúpida atravesándole la cara.
               -¿Qué coño dices, Alec?
               Sin embargo, Sabrae sabía de sobra de quién hablaba.
               -Me alegro de que ya hayas rehecho tu vida, Al-me dedicó una sonrisa llena de dientes que me apeteció morder, y en parte no era por lujuria-. Así no me sentiré mal si decido finalmente irme con este chico-señaló a un nuevo payaso con el que debía de haber estado bailando hasta que yo llegué, y sus amigas se la quedaron mirando como si estuviera hablando en arameo y ninguna supiera que dominara esa lengua.
               -Soy de recuperación rápida, bombón.
               -Eso está bien. ¿Sin rencores?-le arrebató la copa a Bey y la extendió hacia mí. Kendra, Amoke, Taïssa y Bey nos miraban alucinados. Me eché a reír, cogí un botellín de cerveza de debajo de la barra, lo abrí y lo choqué con el borde de la copa de Sabrae.
               -Sin rencores, Saab. Me siento generoso. Ya sabes-me incliné hacia ella y le guiñé un ojo-. Las endorfinas del sexo.
               Sabrae agitó la mano en el aire; a continuación, se llevó una mano al pecho y soltó una carcajada.
               -¡Y vaya que lo sé! Me hacen falta estos días, así que… creo que me iré con él, dejaré que me ate a su cama, y que me haga lo que quiera.
               Estaba dando un sorbo de mi cerveza, seguro de mi victoria, cuando soltó aquello. Y me atraganté.
               ¿Cómo que atarla a su cama? ¡Ni de coña iba a usar el innovar en la cama contra mí! ¡Estaba loca si creía que iba a pasar por ese aro!
               -La diferencia entre él y yo-espeté, más molesto de lo que pretendía sonar-, es que a él le dejarías atarte, y yo no podría hacerlo porque no soportarías la idea de no poder tocarme.
               -Me gusta el contacto durante el sexo-replicó-. ¿Acaso eso es un crimen?
               -Te gusta el contacto conmigo, nena-corregí, invadiendo su espacio personal, pegándome tanto a ella que podía sentir su respiración acariciándome la cara-. Sólo yo puedo darte ese placer. Sólo yo hago que te corras como lo haces-le recordé, en tono oscuro. Bey se atragantó con su saliva y Amoke se olvidó de cómo se respiraba. Sabrae, por el contrario, permaneció tranquila. Dios, me volvía loco esta chiquilla.
               Levantó la mandíbula con altanería y replicó, con la boca a centímetros de la mía:
               -El placer puede fingirse.
               Nena. Nena, nena, nena. Soy el puñetero Alec Whitelaw, bombón. Lo único más rápido que mis manos desabrochándome la bragueta es mi puñetera lengua.
               -El squirting no, cariño.
               Sabrae me dedicó una sonrisa torcida que hizo que me la quisiera tirar (más, quiero decir) y respondió:
               -No. El squirting no.
               Dicho lo cual, me puso una mano en el pecho, directamente sobre la piel, y clavó las uñas en mi carne. Joder. Fóllame, tía.
                Tenía la boca entreabierta, y esbozó una sonrisa oscura.
               -Tienes algo que me pertenece.
               -¿Tu corazón?-sugerí, tan cerca que nuestras bocas casi se acariciaban al hablar. Sabrae negó con la cabeza y tiró de algo que me colgaba del cuello, y entonces me di cuenta: su anillo.
               Lo hizo tintinear entre sus dedos, jugueteando con él.
               -Quiero que me lo devuelvas.
               -Pero era un regalo.
               Enredó la cadena alrededor de su puño y sonrió cuando tiró de mí.
               -Pero no serás tan cabrón de follarte a otras mientras llevas mi anillo colgado del cuello, ¿verdad?
               Torcí un poco más mi sonrisa.
               -Cabrón es mi segundo nombre, cariño.
               La mirada de Sabrae se endureció. Tiró más de la cadena, hasta tener su boca a la altura de mi oído.
               -Si te tiras a alguna de tus golfas con mi anillo colgado-advirtió, en tono jadeante, casi como si estuviera a punto de tener un orgasmo-, te arañaré la cara.
               Como respuesta, yo puse una mano en sus lumbares y la pegué aún más contra mí. Sabrae jadeó por la sorpresa. Todo el mundo estaba en silencio, mirándonos.
               -¿Es una amenaza?
               -Es una promesa.
               -Guay, porque la quiero por escrito. Me congratulo de informarte que puedes arañarme cuando quieras. Me traerá buenos recuerdos-sonreí-. De ti, desnuda, corriéndote para mí.
               Sabrae rió por lo bajo.
                -No seas acaparador, Al. No queda bien en tu currículum.
               Me eché a reír.
               -Buena suerte los próximos años, poniéndole mi cara a todo aquel para el que te abras de piernas.
               Sabrae se alejó un poco de mí, se llevó la mano al pecho y me miró con inocencia.
               -¿Quién ha dicho que vaya a abrirme de piernas para Peter?
               Me guiñó el ojo y se dio la vuelta para marcharse sin despedirse, ni siquiera de sus amigas. Las tres chicas se me quedaron mirando con una expresión aterrorizada.
               -Tienes que pararla, Alec.
               -Sabrae ya no es mi problema-respondí, bebiéndome de un trago la cerveza entera. Bey me miró con desinterés, las piernas cruzadas.
               -Sabrae siempre será tu problema-respondió Amoke en tono suplicante, y yo la fulminé con la mirada.
               -Me pregunto quién tendrá la culpa de que no pueda ocuparme de ella.
               -Yo…
               -Chicas-cortó Bey-, deberíais iros.
               Amoke me miró con cara de no haber roto un plato en su vida.
               -Estoy haciendo lo que puedo.
               -Pues no es bastante.
               -Alec, márchate. Ella no hará nada de lo que pueda arrepentirse después si tú te…
               -Yo no me voy a ningún sitio-sentencié-. Que Jordan cierre el local conmigo dentro si quiere, que no pienso moverme de aquí.
               Debería haberles hecho caso. Así, por lo menos, no habría tenido la confirmación que yo no quería pero que tampoco sabía que necesitaba: Sabrae estaba dispuesta a todo con tal de superarme.
               Incluido el salir del baño de los tíos limpiándose una gota de semen de los labios.



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2 comentarios:

  1. Estoy literalmente chillando con el capítulo. De los mejores sin duda tía.
    Me ha encantado la salidita de hermanas de las Malik, el guiño a Zouis (llora en posición fetal) el momento vaso de agua desde la perespectiva de Sabrae, como se han reconciliado sus amigas y ella finalmente PERO ES QUE LA PALMA SE LA LLEVA SIN DUDA ALGUNA LA ESCENA FINAL DE LA DISCOTECA ES QUE ME CAGO EN LA MADRE QUE ME PARIÓ. ENTRE EL BAILECITO ENTRE AMBOS Y LUEGO LA DISCUSIÓN QUE BIEN PODRÍA CATALOGARSE COMO SEXO TELEFONICO EN OTRO CONTEXTO, CASI ME DEJAN SIN SALIVA MADRE MÍA DE MI VIDA Y DE MI CORAZÓN TÍA.
    ES QUE ME HE IMAGINADO LAS CARAS DE BEY Y AMOKE Y MIRA, CHILLO PORQUE YO ESTARÍA TAL CUAL.
    PD:DESEANDO EL PRÓXIMO AYYYY

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  2. la ultima parte AAAAAAAA LES AMO LA TENSION la ultima frase ERIKA WTF
    y el capitulo entero en general, he sentido de todo real, escalofrios nudo en la garganta etc chulisimmo chulisimo
    ......erika chapó te AMO

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