Antes de que empieces a leer, tengo una noticia mala y una buena que darte: este fin de semana no habrá capítulo, pero sí dentro de, aproximadamente, una semana. ¡Así que no tendrás que esperar tanto como piensas por el siguiente!
Dicho esto, que disfrutes del capítulo. 💜
Después de todo lo que me había demostrado, no debería
sorprenderme nada que hiciera Alec. Me había demostrado que por mí estaba
dispuesto a llegar al límite de sus fuerzas, que cruzaría el infierno con tal
de hacerme feliz, y me entregaría el cielo si yo se lo pedía. No sólo la Luna,
no: el cielo entero, con sus estrellas, sus asteroides, sus planetas, sus
nebulosas y sus agujeros negros. Me daría todo lo que yo pidiera sólo por el
mero hecho de que lo hiciera, y eso que lo único que quería a cambio era mi
existencia cerca de él.
Y
cruzaría el infierno por mí. Ya lo había hecho. Lo habíamos hecho los dos, en
aquellas semanas horribles en que nos habíamos distanciado, cuando parecía que
nada volvería a ser lo mismo y nos estábamos hiriendo de muerte.
Pero
supongo que Alec en sí era una sorpresa, la mejor de todas. No en vano había
sido el que me había demostrado que había vivido equivocada toda mi vida, y que
la cercanía con una persona no implica que no la conozcas.
Cuando
lo vi sentado en el sofá, con su sonrisa de chulo de siempre, escaneándome como
si fuera la tía más buena de todo el mundo, la top model mejor pagada de la historia y con más derecho a ostentar
ese título, en mi cabeza estalló una idea con la misma efervescencia con que
estalla la primavera: seguro que en algún idioma natural de algún rincón
perdido del mundo, un idioma que estuviera muriéndose lentamente al lado de su
población, “Alec” y “acostumbrarse” eran antónimos.
Era
increíble cómo puedes estar tan acostumbrada a una persona hasta el punto de
que la conoces mejor que a la palma de tu propia mano, y a la vez esa persona
es la que más se las apaña para sorprenderte.
Había
venido con ganas de fiesta, y yo había celebrado que no se hubiera aguantado
las ganas de verme y no hubiera querido esperar hasta las nueve subiendo las
escaleras todo correr, cogiendo el teléfono y avisando a mis amigas de que Alec
estaba en mi casa, así que ya no tenía razones para salir esa noche. Mientras
Momo mandaba muchos emoticonos de fiesta, Kendra no paraba de preguntar cómo es
que Alec estaba en mi casa y yo no estaba furiosa, y Taïssa intuía lo que había
pasado. De mi grupo de amigas, sólo Momo estaba al tanto de mi recién
recuperada situación sentimental, “es complicado”; me había prometido a mí
misma que les contaría a las demás mi reconciliación con Alec cuanto antes,
pero una parte de mí quiso posponerlo un poco más, hasta verlas en persona.
Quería verles las caras, que se alegraran conmigo (o comprobar si lo fingían
solamente), pero también lo hacía por motivos más egoístas: mi reconciliación
con Alec era una miel en mis labios que aún no quería compartir con demasiada
gente, porque cuando un secreto es dulce, hacer que deje de serlo es también
amargarlo un poco.
Así
que a Momo le tocaría explicarles a las demás el precioso mensaje que me había
mandado, la carta que yo le había escrito y nuestra reconciliación sellada con
un beso y un orgasmo en el parque.
Después
de preparar mi cama como luego él me acusaría de haberlo hecho (con un poco de
preocupación y apuro, porque pensaba hacerla justo antes de irme, para que así
no hubiera ninguna arruga en la colcha de cuando me pusiera las botas sentada
en el borde del colchón), bajé las escaleras con toda la dignidad que pude reunir,
me metí en la cocina, preparé unas palomitas y me fui al sótano, bajo la atenta
mirada de mis padres, que me miraban con una sonrisa en los labios ambos, y la
nariz un poco enrojecida y los ojos llorosos mamá, por el catarro que había
pillado y les había impedido salir.
La
casa estaría llena esa noche. Era una faena a la que yo no iba a permitir que
me amargara la velada. Tenía muchísimas ganas de Alec, todo por ganar y muy
poco por perder: me había lavado el pelo con los champús más caros, me había
depilado cuidadosamente, para no hacerme ningún corte ni tampoco dejarme ningún
pelito rebelde; me había hidratado con las cremas de la línea de mi mismo
champú y perfume, con extractos de hibisco y fruta de la pasión, hasta tener la
piel tan suculenta y jugosa que estaba segura de que él no podría resistir la
tentación de morderme; había elegido a conciencia mi vestuario, especialmente
la ropa interior, y me había maquillado de forma sutil, pero con los mejores
productos, porque quería hacerlo con él estando en mi mejor momento: con los
labios de un color delicioso y los ojos grandes, expresivos, casi
interminables.
Incluso
había cogido un par de condones de la caja de Scott, por si acaso con los que
Alec trajera no eran suficientes (y, por Dios, esperaba que no). Los había
dejado en mi mesilla de noche, al lado del cargador del teléfono y el brillo de
labios, también por si acaso.
Cuando
me acurruqué a su lado, él me recibió con los brazos abiertos, adaptándose a
las formas de mi cuerpo de la misma manera que el mío lo hizo al suyo.
Empezamos a besarnos despacio, con profundidad, y sus manos enseguida bajaron
por mi cuerpo, recorriendo mi anatomía. A pesar de que mi hermano estaba allí
con su novia, yo no podía dejar de desear que fuera más atrevido en sus caricias:
méteme mano, manoséame los pechos,
cuélate en mis pantalones. Fue en el sótano donde descubrí que había sido
un error ponerme pantalones en vez de falda: con la falda podríamos hacer
muchas más cosas, por ejemplo, hacerlo mientras Scott y Eleanor estaban tan
entretenidos enrollándose que no se darían cuenta de lo que pasaba a su lado.
Me
puse colorada al descubrir lo que había pensado, y Alec, notando las llamaradas
de mis mejillas, se detuvo y hundió sus ojos en los míos, su frente aún anclada
en la mía.
-¿Qué
ocurre?-preguntó con un hilo de voz, tan bajo que sólo pude oírlo yo-. ¿No te
está gustando?
-Me
está encantando. No pares-le urgí, y volví a hundir mi lengua en su boca hasta
que se me pasó la vergüenza por sentirme tan excitada. Mis muslos se empaparon
con mis ganas de él, y mi sexo protestaba por las pocas atenciones que le
estaba dando.
Y él
pareció escuchar sus protestas. Me agarró de los glúteos y tiró de mí para
sentarme encima de él, momento en que mi conciencia se desactivó por el efecto
de sus manos en mi culo, frotándome contra su entrepierna, y mi subconsciente
más primario y animal tomó las riendas de mi cuerpo. Puse las manos en sus
hombros, descendí por sus pectorales, gemí al seguir las líneas de sus
abdominales, y me estremecí al escuchar el gruñido de satisfacción que emitió
cuando mi mano se coló en el minúsculo hueco que había entre nuestros cuerpos,
nuestros sexos presionándose, y mis dedos se deslizaron por la silueta de su
erección.
Se
puso aún más duro y, como respuesta, hundió una de sus manos entre mis muslos,
explorando por la línea que hacían los vaqueros separándome las nalgas, y
presionó la entrada de mi vagina con los dedos, haciendo que soltara un gemido
ahogado. Me gustaba. Me encantaba. Me estaba volviendo loca. Ojalá me hiciera
correrme así. Ojalá estuviéramos toda la noche provocándonos de aquella manera,
empujándonos al orgasmo con cosas que sólo podían ponernos cachondos a nosotros
dos.
-Estoy
muy cachonda-gimoteé en su oreja. Quería que me arrancara la ropa con tanta
rabia que jamás pudiera volver a ponerme aquellos pantalones y el jersey. Que
me pusiera sobre la mesa frente a la tele, me la metiera y me follara tan
fuerte que lo siguiera sintiendo dentro de mí incluso varias horas después.
Quería que me hiciera correrme tantas
veces que perdiera la cuenta.
-Lo
sé-replicó él-. Puedo olerte.
Aquella
afirmación hizo que me mojara más, lo cual creía imposible. Y, cuando empezó a
masajear mi sexo en círculos por encima de los vaqueros, dejé escapar un gemido
que le hizo saber que no lo soportaría más.
Igual
que Scott.
Scott
carraspeó e hizo que Alec y yo diéramos un brinco. Nos habíamos olvidado de él.
Tenía una expresión de fastidio en la mirada; Eleanor, en cambio, estaba
divertidísima. Seguro que no se lo había pasado así de bien en mucho, mucho
tiempo. Le costaba disimular la gracia que le hacía la situación: su cuñada,
que nunca había sido una santa pero tampoco se había comportado abiertamente
como una perra en celo, había estado a nada de follar con su pseudo novio en el
mismo sofá en que ella y Scott estaban sentados.
-A
ver si tenemos un poco de saber estar-nos regañó Scott, y yo me bajé del regazo
de Alec, sintiendo cómo el corazón me latía en las mejillas. No sabía dónde
meterme.
-Mira
quién habla, Don “Alec, ¿me dejas las llaves de tu casa para ir a follar con mi
novia mientras tú estás en Grecia?”
Scott
abrió tantísimo los ojos que pensé que se le saldrían de las órbitas, y por lo
menos tuvo la decencia de ponerse colorado.
-¡TÍO!
¡Me dijiste que podía pedírtelas cuando quisiera! ¡¡Me lo ofreciste tú, de
hecho!! ¡¡Además, la casa estaba vacía, cosa que no pasa ahora!!!
-Será
que hemos follado poco tú y yo con una pared de por medio-bufó Alec, y Scott se
estremeció de la rabia-. Es más, incluso hay veces que no ha habido…
-Ni
se te ocurra mencionarles Chipre-acusó mi hermano, en un tono oscuro y
amenazante que nunca le había escuchado, ni siquiera conmigo.
-¿Qué
pasó en Chipre?-quise saber, curiosa. Si había pasado algo con lo que pudiera
torturar a Scott el resto de mi vida, no iba a dejarlo pasar tan fácilmente. Y
no le perdonaría a ninguno de sus amigos que no me hubiera dado aquellas armas
antes.
Suerte
que podía contar con Alec.
-Nada-se
apresuró a cortar Scott, pero Alec tenía otras ideas en mente.
-Tu
hermano, el mojigato aquí presente…
-Alec-advirtió
Scott.
-… se
folló a una tía…
-Alec,
te la estás jugando.
-… en
la misma habitación que yo.
Nos
quedamos en silencio un momento, Alec con una sonrisa satisfecha en los labios,
Scott respirando como un toro, y Eleanor y yo estupefactas y divertidas a
partes iguales.
-Fuera
de mi casa-ladró por fin Scott.
-¡Es
mi invitado!-protesté, rodeando a Alec con un brazo en actitud posesiva.
-¿Y
tú qué hacías? ¿Dormir?-preguntó Eleanor, y tuve que contener las ganas de
soltar una carcajada.
-Qué
inocente, la muñequita. Seguro que piensas que a los niños los trae la
cigüeña-Alec se echó a reír-. Estás mal de la cabeza si piensas que de verdad
dejaría a Scott echar un polvo en la misma habitación que yo mientras yo miro,
El, nena. Yo también estaba a lo mío-le guiñó un ojo a Eleanor-, pasándomelo
bien con otra de las camareras. Aunque no tanto como tu chico, he de decir.
Scott
se estaba masajeando el puente de la nariz.
-Estaba
borracho, no sabía que estabas ahí.
-Pues
a mí me pasa igual. La cara de tu hermana me emborracha-sentenció, todo serio,
y de repente una sonrisa le atravesó el rostro-. Scott, no pasa nada por hacer
orgías a distancia con tus amigos-Alec se estiró y le dio unas palmaditas en la
rodilla, a lo que mi hermano respondió soltándole una patada-. El primer paso
para salir del armario es aceptar tu homosexualidad.
Scott
lo fulminó con la mirada.
-Me
he follado a más tías que tú, y tú te has follado a medio Londres, ¿qué explicación
le das a eso si crees que soy gay, Alec?
Alec
sonrió, se encogió de hombros como si fuera evidente y respondió:
-Fácil.
Estás intentando encontrar algo que te haga olvidar lo mucho que te gustó verme
la polla.
Eleanor
y yo estallamos en una sonora carcajada, Alec se inclinó a por una patata
abandonada, y la masticó con gesto triunfal, recorriendo a Scott con la mirada,
quien lo estaba fulminando con la suya.
-Te
juro que te puto odio a veces, Alec.
-No
te culpo. La envidia es muy mala, y yo te saco muchos centímetros de ventaja.
Eleanor
rió por lo bajo y yo alcé las cejas.
-Doy
fe-comentó, y tanto Alec como Scott la miraron.
-¿Qué?-preguntó
mi hermano, pero Eleanor me señaló con un dedo mientras se tronchaba de risa-.
Espera, ¿no habréis hablado de…?
-¿Os
pensáis que no comparamos?-pregunté yo, mirándolos a ambos-. Igual que vosotros
comparáis tetas, nosotras comparamos pollas.
Alec
se echó a reír, alzó los brazos y soltó:
-¿Ves?
Scott es un soso de mierda, El. Mira lo que te estás perdiendo-y me sentó sobre
su regazo.
-No
quisiera quitarle yo nada a Saab.
-¿Quitarle?
Nena, Saab viene en el pack. Somos indivisibles. Como los yogures.
-¿Somos
un pack?-me reí, mirándolo, y Alec asintió.
-No
soy un soso de mierda-protestó Scott-. Simplemente no quiero ver cómo mi
hermana pequeña se folla a uno de mis mejores amigos. Con escuchar a mis padres
casi todas las noches, ya tengo bastante. Sinceramente, estoy hasta los cojones
de vivir en un prostíbulo; éste es mi rinconcito de evasión-señaló las paredes
y el techo en un gesto que abarcaba toda la sala de juegos-, y no pienso
consentir que Sabrae y tú lo convirtáis en vuestro picadero particular.
Eleanor
hizo un puchero: puede que tuviera en mente echar un polvo en aquella sala de
juegos en un futuro no muy lejano, y las palabras de Scott eran, cuanto menos,
desalentadoras.
Y
Alec la vio.
Alec
lo veía todo cuando se trataba de
chicas. Y si la chica en cuestión era yo, tenía hasta visión de rayos X.
-¿Ves,
El? La tiene más pequeña, es un impotente, y encima no quiere echarte un polvo
aquí. Yo te lo echaría.
-Pregúntale
a tu madre si soy un impotente-ladró Scott.
-A mi
madre no la metas en esto, porque te doy tal hostia que te mando a
Saturno-replicó Alec, irguiéndose.
-Siempre supe que os terminaríais peleando por
una chica, pero llevaba meses con la ilusión de que fuera por mí y no por
Eleanor-hice una mueca y los dos clavaron los ojos en mí.
-Como
si este payaso tuviera posibilidades contra mí-fardó Scott.
-Yo
por ti me pelearía hasta con King Kong, bombón-respondió Alec con intensidad, y
yo sonreí y me volví hacia Scott.
-Creo
que ha ganado sin ni siquiera empezar.
-No
te jode-Scott me sacó la lengua-. Él puede darte sexo, ¿qué puedo darte yo?
Alitas de pollo y chilli cheese bites.
-Qué
hambre-protesté, inspeccionando las sobras.
-Y un
nombre-añadió Alec-. Y un hogar.
Scott
sonrió, y Alec le devolvió la sonrisa. Me incliné a darle un beso en la mejilla
a mi hermano y luego me acurruqué contra Alec, comprendiendo que habíamos sido
un poco egoístas. Él estaba mal, nos necesitaba, y nosotros nos habíamos
dedicado a frotarnos y prepararnos para follar como si la vida de Scott no
estuviera del revés. Alec había venido a verme, sí, pero también había venido a
verle a él. Y comportándonos como animales en celo, sólo estábamos consiguiendo
que él se sintiera un comodín, una excusa, alguien reemplazable.
Así
que me acurruqué de nuevo contra Alec y elegí con Eleanor una película
romántica, larga, sin demasiadas escenas apasionadas y con sólo una de sexo,
para estar tranquila.
-Hueles
bien-musité, haciéndome hueco al costado de Alec, debajo de su brazo, que me
daba calor. Olía a lavanda, a suavizante, champú y loción para después del
afeitado, y regalices. A Al le encantaban los regalices: era su golosina
preferida en el mundo. Jamás se cansaba de ellos. Quizá fuera hora de tener
siempre una bolsa de regalices en la despensa, sólo por si a él le apetecía
dejarse caer por casa.
Sonreí
a su lado y, cuando él me preguntó qué pasaba, le di un beso y negué con la
cabeza. Me gustaba vivir en mi mente en aquel instante, no sólo porque él
existía también en ella y era allí donde le percibía, sino porque un abanico de
posibilidades, todas hermosas y coloridas, se abría ante mí con la majestuosidad de la cola de un pavo real. Me
gustaba lo que el futuro me deparaba, lo que yo creía que vendría a
continuación.
Me
gustaba pensar en Alec como parte de mi rutina, imaginármelo pasando por mi
casa y yo pasando por la suya en momentos improvisados, con la intención de
darnos una sorpresa y estar un poco juntos, simple y llanamente. Disfrutaríamos
el tiempo que nos quedara hasta que él se graduara (porque, como que me llamo
Sabrae Gugulethu Malik que él iba a graduarse) dándonos sorpresas, charlando y
paseando y viendo películas, haciendo planes o viendo adónde nos llevaba la
marea.
Haríamos
las cosas que habían hecho Tommy y Scott, con la única salvedad de que nosotros
teníamos una suerte de fecha de caducidad, mientras que mi hermano y Tommy
siempre se tendrían el uno al otro, incluso cuando estaban distanciados.
Miré
a Alec con el corazón en un puño, aquella frase repitiéndose en mi cabeza como
si fuera un mantra terrible. Fecha de
caducidad. Fecha de caducidad, fecha de caducidad. Él se marcharía a ver
mundo, y yo me quedaría en Londres, todavía con varios años de instituto por
delante.
¿Cómo
podríamos…?
Por
suerte para mí, él sintió lo que me estaba sucediendo, o puede que simplemente
tuviera ganas de mirarme. El caso es que sus ojos se encontraron con los míos,
y una dulce tranquilidad se apoderó de mí. Fue como si el mismo veneno que se
había inoculado en mi cuerpo se convirtiera en el antídoto a todos mis males
con su sola mirada. Él era mi mejor reacción química, el desencadenante de una
explosión que no servía para destruir, sino para crear.
Y, de
la misma forma que la fecha de caducidad entró en mi cabeza, se desvaneció.
Nuestros labios se encontraron una última vez, y él me acarició la silueta de
mi nariz con la suya.
-¿Estás
bien?
Asentí
con la cabeza y volví la mirada a la televisión. A veces, te bastaba con
simplemente estar con tu chico, acurrucada en un sofá junto a su cuerpo cálido
y de dulce aroma, mientras dejabas que el tiempo fluyera. No podía ponerme
triste pensando en cosas que aún tardarían en suceder, no con Alec tan cerca de
mí.
Estaba
tranquila, cómoda y calentita. Había superado aquella etapa de nerviosismo de
por la mañana, y tenía ante mí toda una noche para hacer con Alec lo que
quisiera, cuando quisiera, y como quisiera. El único límite se encontraba en el
lugar, pero no era una cárcel, sino un expositor: las cuatro paredes que
conformaban mi habitación, a las que aún no quería subir. Quería disfrutar de
la ilusión de estar con Alec como Scott estaba con Sabrae, ser domésticos y cotidianos.
Alec
comenzó a acariciarme la cintura, lenta pero decididamente, haciendo figuras
que sólo tenían sentido en la punta de sus dedos y en lo más profundo de su
subconsciente. Estaba diseñando una casa en mi piel, un lugar en el que
pudiéramos ser nosotros dos, sin nadie que nos interrumpiera, sin nadie que nos
dijera cuándo, sin nadie que nos dijera cómo, sin nadie que nos dijera qué, ni
nadie que nos dijera dónde. Sobre todo, que no nos dijera dónde. Un sitio que
sería nuestro y sólo nuestro, nuestro para reírnos, nuestro para pelearnos en
broma, nuestro para besarnos y hacer el amor en cada rincón. Nuestro para hacer
de él un hogar: mi piel, y sus dedos.
Y fue
con esa sensación de dulce hogar con la que me marché. Me sumí en un sueño
profundo, reparador, sin pesadillas pero tampoco sin ensoñaciones que hagan que
tu mente esté ocupada. Lejos, muy lejos, aún era dueña de mi propia piel, y
sentía los pequeños gestos de cariño que Alec le dedicaba: besos, caricias,
arrumacos que sólo yo podía oír y sólo él entendía, pues era el único de los
dos que estaba consciente.
Lo
que más me sorprendió después no es que me quedara dormida (a nadie le
sorprendería que lo hiciera si alguna vez Alec la acunara como me estaba
acunando a mí, y eso que no lo pretendía), sino lo bien que se lo había tomado
él. Estaba siendo un poco egoísta, rayando en lo malvada: le había calentado,
le había prometido mi cama y mi cuerpo, con las sábanas como último envoltorio
del bombón que me había esmerado en ser, y ahora… ahora me quedaba dormida
entre sus brazos, totalmente vestida e incluso calzada, sin nada más que mis
hombros y mi rostro al descubierto. No había curvas, no había escote, no había
caderas ni tampoco sexo al que mirar: sólo mis hombros y mi rostro. Y aun así,
le bastó.
Le
bastó porque entendía de dónde venía eso. Se había visto sometido al mismo
estrés que yo: el de verte sin centro de gravedad fijo, sin ningún puerto
seguro en el que refugiarte, en una constante tempestad de la que no podías
escapar. Las olas le habían embestido por todas partes, balanceándolo de un
lado a otro, igual que a mí. Los dos estábamos agotados de aquellas dos semanas
de lucha; queríamos paz, y la queríamos ya.
Y la
tendríamos. Estaba decidida a ello, incluso en mi séptimo sueño. La paz y el
amor eran dos caras de la misma moneda, y del segundo teníamos mucho.
Por
eso abrí los ojos, un poco alarmada, cuando Alec musitó:
-Creo
que debería irme.
Afortunadamente
para mí, no fui la única que se había quedado dormida, ni tampoco la única
sorprendida por aquella afirmación. Eleanor también se había dormido en los
brazos de mi hermano, así que los chicos habían disfrutado de un dulce momento
de intimidad, y en lo que respectaba a la sorpresa, todos los presentes
clavamos los ojos en Alec.
Sus
ojos descendieron hasta los míos, y extendieron unos tentáculos que los míos
utilizaron para tomar impulso y hundirse en ellos con el efecto de un
tirachinas. Me zambullí en su mirada y leí sus pensamientos. Tengo muchísimas ganas de seguir contigo,
pero no estoy seguro de si éste es el momento ideal, parecían decirme sus
ojos.
Cualquier momento será ideal si estamos
juntos, grité en mi cabeza, pero creo que él no me escuchó. Me veía como
realmente estaba: cansada, confiada, a gusto en su compañía. Me había conformado
rápido con lo que me había entregado, pero él quería más, y sospechaba que yo
no quería dárselo. Nada más lejos de la realidad. Quería despertarme con él a
la mañana siguiente, pero a la vez, respetaba su decisión. Entendía lo que le
echaba para atrás: como había dicho Scott, la casa estaba llena de gente,
incluso teníamos a Eleanor haciéndonos compañía. Alec quería intimidad. Yo
también. Necesitábamos estar completamente a solas para que nadie nos
interrumpiera: aquella noche era demasiado importante para nosotros como para
convertirla en varios pedacitos más pequeños, divididos sólo por las
interrupciones externas que pudiéramos tener.
-Estás
cansada-susurró, y yo me mordí el labio. Me acarició el mentón mientras Scott y
Eleanor se levantaban y lo recogían todo. Era lo justo. Ellos estarían juntos
toda la noche, y Alec se había puesto en modo protector, y se iría de verdad si
pensaba que yo no estaba al 100%.
-Pero…
me prometiste que entrarías-puse una mano en su pecho, como lo había hecho cuando
nos peleamos y él me besó y yo traté de apartarlo, y sin embargo de una forma
completamente distinta.
-Y he
entrado-me besó la frente y yo cerré los ojos.
-Sabes
que no es a eso a lo que me refiero. Quiero darte placer esta noche-le miré con
intensidad, mis ojos ardiendo en unas brasas infernales.
-Y ya
me lo has dado, bombón. Jamás pensé que me gustaría que una chica se quedara
dormida estando conmigo, hasta que lo has hecho tú. No quiero que nos
apresuremos.
Hice
un puchero y asentí con la cabeza. Sí, definitivamente no sacaría nada
diferente de él, al menos, no sola. Me levanté y entrelacé mis dedos con los
suyos, decidida a aprovechar cada momento juntos hasta que se marchara,
demasiado atontada aún por el sueño como para tratar de urdir un plan.
-Romeo,
Romeo, ¡eh!-llamó Alec a mi hermano, que se estaba besando con Eleanor. Empecé
a tenerles envidia-. Dime adiós, al menos, ¿no? Joder, eres un desconsiderado.
Encima que te traigo comida…
-Te
acompañaremos a la puerta-ofreció Scott, y yo lo miré, suplicante. Ayúdame a hacer que se quede, le dije
con esa mirada. Eleanor se pasó la manta con la que se habían cubierto ella y
mi hermano por los hombros, y fue detrás de nosotros como una reina con su
mantón. Atravesamos la sala de juegos, subimos los pocos escalones que la
separaban del nivel de la casa, y nos dirigimos al salón, donde papá y mamá
seguían en el sofá, él dándole mimos, y ella sonándose la nariz.
-¿Y
esta comitiva?-preguntó papá, alzando las cejas.
-Alec
se va-explicó mi hermano, pero yo estaba demasiado ocupada abrazándome a su
brazo como si fuera un koala. Se iría, de acuerdo, pero lo haría conmigo. Ya
estaba vestida. Sólo tenía que calzarme. Seguro que Annie ya estaría dormida,
así que no tendría que pasar por la inexpugnable muralla que sería el odio que
tenía que haberme cogido por fuerza por todo el daño que le había hecho a su
primogénito, su joven tesoro. Y Alec podría prestarme uno de sus pijamas.
¡Noche resuelta!
Entonces,
papá hizo que yo tardaría mucho en perdonarle: torció la boca en un gesto
fingido de lástima, que no la indicaba en absoluto, y musitó algo por lo bajo
que nadie consiguió entender, pero que sonaba a disculpa.
Sin
embargo, mamá, que siempre había mirado por mi felicidad más que por la suya, y
que me había animado a experimentar (de forma segura) con mi cuerpo y las
relaciones sociales, me había consolado durante mi discusión con Alec e incluso
me había ayudado a deshacerme los nudos del pelo, replicó:
-¿Que
te vas? Pero, Alec, ¿no te quedas a dormir?
Sonreí
y miré a Alec, ilusionada. ¡Ésa era la señal que yo necesitaba! ¡Que
necesitábamos ambos!
Alec
abrió la boca para responder, probablemente alguna excusa, pero papá le cortó.
-No
tenemos camas libres para él. Aunque, bueno, si quiere, que duerma en el sofá
del sótano.
Todos
en la estancia fuimos a una en aquella ocasión, todos salvo Alec, que no se
atrevió a lanzarle una mirada envenenada a mi padre, puede que porque quisiera
ganarse su respeto. El pobre no sabía que papá le tenía mucho cariño y lo
aterrorizaba por diversión, pero como mi padre siguiera por aquel camino,
pronto se lo aclararía yo personalmente. Incluso Scott fulminó con la mirada a
papá, y eso que él tampoco había dicho nada cuando Alec dijo que se marchaba.
-Zayn-espetó
mamá en tono lacerante y profesional. Me dio pena de todo aquel que se
enfrentara a ella-, por favor-su tono se suavizó un poco-. Si quieren follar,
van a hacerlo los metamos donde los metamos, y los separemos como los
separemos. Como si encerramos a Alec en el sótano; Sabrae se las apañará para
llegar hasta él-papá puso los ojos en blanco, como dándole la razón a mamá a
regañadientes-. Si nos hubiéramos conocido a su edad, te podría recordar eso.
Ella
le guiñó un ojo, y él bufó.
-Si
nos hubiéramos conocido a su edad, tendríamos por lo menos otros cuatro hijos.
-Y
Scott seguiría siendo el más feo de todos-intervine yo, ya más espabilada,
emocionada ante la noche que se extendía ante mí. Te quiero, mamá. Gracias por impedir que me pierda mi noche con Alec
incluso cuando yo estaba dispuesta a renunciar a ella.
¿Qué me había pasado? No era
propio de mí tirar la toalla con tanta facilidad. Con todo lo que me había
preparado para esa noche, y casi lo había tirado por la borda por una estúpida
siesta.
-¿Te
espera tu madre en casa?-quiso saber mamá, y Scott y él negamos con la cabeza.
-Al
no suele dormir en casa los sábados.
-Eh,
yo no suelo dormir los sábados,
Scott.
-¿Ahora
no te da vergüenza ser un pendón?
-¿Tantas
ganas tienes de que te meta la polla en la boca, que no puedes dejar de decir
gilipolleces hasta que yo decida que me compensa?-replicó Alec, y yo me eché a
reír.
-¿A
que te echo de casa, y a ver entonces dónde duermes?
-¿Quieres
que te diga por dónde me paso yo dónde me quieras mandar a dormir? Porque es un
sitio muy interesante.
-Llama
a Annie, que hoy duermes en casa. Para que no se asuste-aclaró Scott, y Alec se
echó a reír, negó con la cabeza y cedió con un suave “vale, Scott”, pero yo
supe que aquel era mi momento y no iba a desaprovecharlo.
¿Me
había puesto a prueba? Éste no sabía con quién acababa de meterse.
-Quédate
a dormir, Al-ronroneé, poniéndome de puntillas y dándole un suave beso en la
mandíbula, porque no llegaba más arriba. Él sonrió, se inclinó un poco hacia
mí, y susurró contra mis labios:
-Pensé
que me ibas a dejar marchar sin más.
Sonreí,
le acaricié el cuello y tiré un poco de él para poder besarlo. Acaricié mi boca
con la suya, entreabriendo ligeramente los labios para probar su sabor, y me
mordisqueé el inferior, recopilando lo poco que había podido obtener de él con
mis dientes, mientras él se volvía y le pedía a Scott un pijama.
-Pero,
¡si duermes en bolas!
-Es
para que tu hermana tenga algo que quitarme-le guiñó un ojo, una sonrisa
lasciva cruzándole la boa-. Se le da bien. Esto... con todo el respeto del
mundo, Zayn-añadió, volviéndose para mirar a mi padre, quien no parecía estar
prestándole atención. Yo estaba eufórica. Tenía ganas de saltar, ¡pasaríamos la
noche juntos!
-Les
viene de familia-replicó papá, sin mirarnos.
-¡ZAYN!-recriminó
mamá, y él se encogió de hombros.
-¡¿Qué?!
Es la verdad.
-¿Podrías
hacer el favor de no sacar la lengua a pasear de esa manera cuando tenemos
invitados jóvenes?
-Ah,
o sea, que Alec es joven para escucharme decir que, básicamente, nuestra vida
sexual es cojonuda, pero ya es mayor para ir tirándose a nuestra hija por ahí,
¿no?
Mamá
entrecerró los ojos, y yo pensé que le iba a decir a papá que, técnicamente, no
se acostaba conmigo por ahí, pero… lo habíamos hecho en un banco, en una sala
de billar, en una discoteca, y casi, casi, en un iglú. Sí que lo hacíamos por
ahí.
-Depende
de lo que entiendas por joven, pero todo es relativo. Por ejemplo, no puede
votar, pero dejarme embarazada a mí, sí.
-Joder,
Sherezade, ¿es eso una invitación?-jadeó Alec, ganándose un manotazo en el
brazo por mi parte. O sea, que se hacía el santurrón conmigo, me decía que no
quería hacer nada porque yo estaba cansada, ¿pero a la mínima oportunidad, se
apuntaba a liarse con mi madre?
-¿Quieres
que le cuente en qué islas puede dejarte embarazada?-acusó papá-. Porque si
quieres un poco más de diversidad racial en esta familia, sólo tienes que
decírmelo.
-Sí,
claro, y te traes a Gigi.
-Pues
mira, estaba pensando en Megan Fox, pero a Gigi ya la conozco…
-No
hay quien te soporte, Zayn-bufó mamá.
-Ya
lo veo, por eso llevamos 18 años juntos-él sonrió.
-Qué
estúpido eres, madre mía. Tenía que haberte sacado pensión y haber criado a
Scott yo sola.
-Soy
lo mejor que te ha pasado en la vida, nena-papá se inclinó hacia ella y aleteó
con las pestañas.
-Lo
mejor soy yo-intervinimos Scott y yo al unísono, y nos fulminamos con la mirada
a continuación.
-Vosotros
os calláis, que sois consecuencia directa de que yo conociera a vuestra madre.
Mamá
seguía con la vista fija en la tele, pero no iba a ser así por mucho tiempo.
Papá sabía cómo seducirla, y utilizó todas sus armas de marido para conseguir
llevársela a su terreno: le dio besos por el brazo, fue subiendo hasta su
hombro, y susurró su nombre una y mil veces, hasta que ella se dejó besar en
los labios. Eleanor tiró de Scott para darles intimidad a nuestros padres,
llevándoselo de nuevo al sótano, y yo traté de hacer lo mismo con Alec, pero
éste tenía otras ideas.
-Entonces,
¿cancelamos lo de dejarte embarazada, Sherezade?-preguntó Alec, y yo puse los
ojos en blanco. Mamá sonrió y asintió con la cabeza.
-Otro
día, tesoro-le dijo.
-¿Cómo
que otro día? ¡Sherezade!-tronó papá, y mamá se echó a reír.
-Yo
estoy libre los miércoles. Si quieres, me dices dónde está tu despacho en el
centro, y podemos…
-¡Tira,
Alec!-protesté, riéndome-. ¡Que me tienes calentita hoy!
Lejos
de tirar por donde yo pretendía y así tener una excusa para saltarme lo del
sótano y subir directamente a mi habitación, donde podríamos hacer el ruido que
quisiéramos (Duna y Shasha dormían, y Scott y Eleanor estarían en la otra punta
de la casa, seguramente inaugurando el salón de juegos con un poco de sexo),
Alec decidió seguir con la tontería de mi madre.
-Eso
es que estoy en racha, bombón; a ti te puedo hacer un huequecito los jueves.
-¡Al
final duermes en el sofá!
-Como
si tú me fueras a dejar tranquilo con sofás de por medio-espetó, y noté cómo me
sonrojaba. No podía creerme que me hubiera delatado delante de los miembros de
mayor edad de mi familia, que seguro que pillarían la referencia a la primera.
Una cosa era hablar de sofás delante de mis hermanas, y otra hacerlo delante de
mi hermano y mis padres, que no habían nacido ayer. Es más, seguro que Scott
incluso sabía que mi comportamiento en el sofá se debía a que estaba
acostumbrada a moverme en aquel medio, que era allí donde más veces nos
habíamos visto y donde más cómoda me sentía, y que el subconsciente me había
traicionado un poco.
-Eres
gilipollas. No me toques-retrocedí un par de pasos hasta quedar acorralada
contra la pared, cosa que por suerte aprovechó. Empezó a besarme lentamente,
haciendo que me derritiera entre sus dedos.
-No
puedo creer que me hicieras pensar que ibas a irte de verdad.
-Ni
yo que fueras a dejarme marchar así, sin más.
-Pensaba
que te preocupabas por mí. Eres malo.
-¿Vas
a castigarme?-ronroneó, siguiéndome al sótano, y yo sonreí y lo pegué contra la
pared.
-Oh,
ya lo creo.
-¿Qué
piensas hacerme? ¿Castigarme sin sexo? ¿Debería irme, después de todo?
-No-negué
con la cabeza, nuestras bocas tan cerca que podía saborear su aliento en mis
papilas gustativas-. Todo lo contrario. Te castigaré durante toda la noche;
tanto, que mañana por la mañana, tendrás que bucear en café para poder
mantenerte en pie, Alec Whitelaw.
Me cogió
de la cintura y cambió las tornas. Ahora era yo la que estaba atrapada entre su
cuerpo y la pared.
-Yo
también puedo jugar al juego de los apellidos, Sabrae Malik. No hagas promesas
que no estés dispuesta a cumplir.
Recorrió
mi hombro con la nariz, inhalando mi perfume.
-No
sabes las ganas que tengo de quitarte esa ropita y follarte muy sucio.
-¿De
veras? Porque yo también tengo muchas ganas de follarte duro-le guiñé un ojo y
me pegué contra él. Ya puestos, prefería que me aplastara su cuerpo en lugar de
hacerlo la pared. Era más interesante, más cálido, y sobre todo, mil veces más
excitante.
-Mm,
¿por qué esperar más, entonces? Deberíamos subir ya y ponernos al día-sugirió
con voz oscura, ronca, y pupilas dilatadas-. Echo de menos tu forma de mover
las caderas mientras me tienes dentro, o que te pongas encima y tocar fondo en
tu interior.
-Yo
también tengo muchas ganas de que me llenes-respondí, y Alec sonrió y se
inclinó hacia mí. Permití que sus labios tocaran los míos, y cuando su lengua
se hundió en mi boca, me escabullí por el hueco que hacían sus brazos. Alec se
me quedó mirando, pasmado, y yo le di un manotazo en el culo-. Pero voy a
hacerte esperar un poco, para que te calientes. Si estabas tan dispuesto a
marcharte, era que no tenías tantas ganas.
Le
cerré la mandíbula con el dedo índice y le guiñé un ojo antes de girarme y
entrar en el sótano meneando las caderas, haciendo que mi culo tuviera una
cadencia que lo volviera completamente loco. Escuché cómo me seguía respirando
fuerte, visiblemente afectado por mi manera de provocarlo, y me felicité a mí
misma por haber conseguido aquellos efectos en él. Me senté en el sofá con las
piernas cruzadas, y cuando él se sentó a mi lado, le dediqué una radiante
sonrisa. Creí que iba a rodearme la cintura con el brazo y a tirar de mí para
pegarme a su pecho, pero estaba más dolido de lo que yo pensaba, así que no
hizo nada semejante. Simplemente se quedó espatarrado en el sofá, ligeramente
hundido en su esquina, las piernas ancladas en un ángulo recto perfecto, y una
mirada traviesa en los ojos, aunque su expresión era la de un niño que no había
roto un plato en su vida.
-¿Crees
que te ganarás a mi padre algún día?-pinchó Scott, sonriendo, con Eleanor en el
regazo, y Alec lo miró por debajo de aquellos rizos que se enrollaban sobre sí
mismos.
-Me
odia. No me extraña, la verdad-se rió-. Sabe de sobra las cosas que hago con
Sabrae. Le estoy faltando al respeto.
-Le
faltarías al respeto si me dejaras a medias-repliqué, muy digna, acariciándole
una pierna con el pie. Alec se mordisqueó el labio, conteniendo una sonrisa.
-Te
tiene mucho cariño, Al. Yo lo sé-comentó Eleanor para tranquilizarlo, y Alec se
encogió de hombros.
-Me
lo tenía porque me ha visto crecer; ya verás lo rápido que lo pierde esta noche,
cuando me escuche con Sabrae.
-¿Vas
a hacer ruido?-pinchó Scott.
-¿No
lo hice en Chipre?-replicó Alec, esbozando una sonrisa torcida que me apeteció
mordisquear. Scott se echó a reír.
-No
trates de traumatizarlas, Al. Los dos sabemos que nos dimos cuenta de que
estábamos en la misma habitación a la mañana siguiente, cuando nos despertamos.
-Todavía
no las tengo todas conmigo, ¿sabes, tío? Es decir, tú duermes como un tronco.
Seguro que fue cosa de los demás. Te meterían en mi habitación mientras yo dormía
la mona y el polvazo, y así podían reírse. Es decir… ¿qué hotel soportaría que
los dos entráramos en acción a la vez, a dos metros de distancia?-se encogió de
hombros.
-Me
encanta esa teoría.
-A
papá le encantaría más-comenté-. Seguro que le convencería para titular
“aléjate de mi princesita, cabrón” a la canción.
Alec
se pasó la mano por la mandíbula.
-Mm,
yo la habría llamado “aléjate de mi princesita, hijo de puta”, así que tampoco
está tan mal, ¿no?
Me
pasé el siguiente cuarto de hora provocando a Alec, y él provocándome a mí a
modo de respuesta. Mientras Scott y Eleanor veían tranquilamente la película
que habían escogido, y que no esperaba terminar (duraba más de dos horas, y yo
no quería pasarme la noche sentada al lado de Alec, fingiendo que me convencía
el acento ruso de Jennifer Lawrence en Gorrión
Rojo), yo le acariciaba la pantorrilla con el pie y él se mordisqueaba el
pulgar.
Me
encantaba verlo mordisqueándose el pulgar. Fruncía ligeramente el ceño y
apretaba la mandíbula a intervalos regulares, muy concentrado en lo que estaba
pasando en la película, o por lo menos, fingiéndoselo. Lo volvía tremendamente
atractivo no hacerme el menor caso, y aquella concentración conseguía despertar
mis instintos más oscuros. Mi ego me decía que tenía que ganarme sus
atenciones, y mi entrepierna, que lo hiciera deprisita, así que le cogí la
mano, sin miramientos, y lo miré.
-Deja
de hacer eso.
-¿El
qué?
-Eso.
-No
estoy haciendo nada-protestó-. Bueno, sí: mis funciones vitales y respirar.
Pero no puedes pedirme que deje de hacerlo. Me moriría.
-Morderte
el pulgar-aclaré.
-¿Qué?
-Que
te muerdes el pulgar, Alec.
-Pero
no lo hago mucho-replicó, soltándose de mi mano y llevándoselo a la boca. Vale.
Definitivamente estaba provocándome, y lo estaba haciendo a posta.
-¡No
paras! Eres como Scott con el piercing.
-Joder.
Pues tú deberías parar con eso-me señaló el pie, y yo me hice la loca. Le
acaricié el tobillo con intención y Alec puso los ojos en blanco-. Sabrae,
deberías parar, en serio. Me estás haciendo pensar en unas cosas que no le van
a molar nada a tu hermano. No va a poder detenernos esta vez. Además-añadió,
altivo-, eres una cría.
-Tú
sí que eres un crío-me eché a reír.
-Menudos
pavos estáis hechos-comentó Scott, pero no le hicimos caso.
-Y
qué crío, ¿verdad?
-Bastante…
normalito-respondí, mirándome las uñas.
-Eso
no me lo dices en la cama, bombón-me retó, y yo le miré.
-Yo
no soy de decir muchas cosas en la cama.
-Qué
curioso. No me dio la impresión de que fueras de las que se quedan calladitas
en otras ocasiones.
Y así, sin más, fue como Alec me brindó en
bandeja de plata la lámpara mágica. No necesité frotarla, pues el genio ya
estaba fuera de ella, listo para concederme mis tres deseos: que me quitara la
ropa, que se la quitara a él, y que nos metiera en mi cama. Nosotros haríamos
el resto. Me incliné hacia él y le di un beso húmedo que fue tremendamente
correspondido, con el entusiasmo que la ocasión merecía, y entonces, con la
mano de Alec en mi culo, mis glúteos de nuevo sobre sus muslos y nuestras
lenguas enredadas, anticipando lo que íbamos a tener esa noche, lo que casi
había perdido por no haber estado lo bastante espabilada, Scott sugirió que nos
fuéramos a nuestras habitaciones.
-No
le estamos haciendo caso a la peli-argumentó-, y estamos aquí por inercia, más
por estar juntos que porque tengamos ganas.
-No
necesitabas convencerme, hermano-replicó Alec, y yo sonreí. Me levanté, me
estiré, desperezándome, preparándome para la noche (incluso consideré la
posibilidad de hacer unos estiramientos), y mientras ellos se encargaban de
recogerlo todo, subí con Eleanor al piso superior para lavarme los dientes y
asegurarme de que estaba perfecta.
-¿Crees
que debería desmaquillarme ahora?-pregunté, tirando de mi raya del ojo y
examinando mi pintalabios, que, como decían en el anuncio, se mantenía como
había estado hasta entonces. Parecía recién aplicado.
-Sí-sentenció
Eleanor, asintiendo con la cabeza.
-Pero
estoy mucho más guapa con…
-Eres
preciosa. Y te vas a acostar con Alec. Y no vas a poder salir de tu cama una
vez te hayas quitado la ropa para él, así que será mejor que te acuestes
preparada. Y no-añadió, levantando el dedo índice en mi dirección-. Acostarse
sin desmaquillar no es una opción.
-Jamás
me he acostado sin quitarme el maquillaje, El.
-Genial,
porque tienes una piel divina y no podemos permitirnos que la estropees-Eleanor
se atusó el pelo y examinó sus dientes en el reflejo del espejo. Dejó su
cepillo junto al mío, de color lila suave, y se inclinó hacia el espejo para
analizar con detenimiento sus ojos-. Lo cual me recuerda, ¿tienes agua micelar?
Me he olvidado las toallitas desmaquillantes en casa, y todavía me dura el
rímel de por la mañana.
-En
mi habitación-respondí, y la guié hasta allí. Nos cruzamos a Scott y Alec de la
que subían para cepillarse los dientes, pero Eleanor y mi hermano no se
miraron. Supongo que tenían bastante con haber estado juntos ya por la tarde;
no había ansia en su presencia, sino simplemente la tranquilidad de quien tiene
un plan. Por supuesto, Alec y yo no éramos así, así que nos comimos con la
mirada a la mínima ocasión.
Sentadas
frente a mi tocador, Eleanor y yo empapamos dos algodones en agua micelar y nos
los pasamos por la cara con esmero. Para cuando terminé de quitarme todo el maquillaje,
mis labios tenían el tono de siempre, mis ojos se mantenían con la forma y la
profundidad de todos los días, y la piel me brillaba ligeramente por acción del
agua. Era la vida imagen de la pureza y la ingenuidad, y sin embargo, las cosas
que se me pasaban por la cabeza no tenían nada que envidiar a ninguna novela de
alto voltaje.
Eleanor
se miró las ojeras y soltó un suspiro.
-Estás
muy guapa-comenté, echándole el pelo sobre el hombro y dándole un beso en la
mejilla. Ella cerró los ojos y arrugó la nariz mientras mi boca estaba en su
piel.
-Últimamente
no estoy durmiendo mucho. Tengo demasiadas cosas en la cabeza.
-¿Las
cosas con Tommy siguen igual?
Ella
suspiró y asintió. Tommy se había peleado con mi hermano por su relación con
Eleanor, y con Eleanor por su relación con mi hermana, y también había tenido
bronca con Diana, así que todo se había ido al traste para él. A pesar de su
posición enfrentada, Eleanor estaba preocupada por su hermano. Yo también, pero
no a tanta profundidad, porque tampoco conocía muy bien los detalles del
desgaste psicológico que estaba haciendo mella en Tommy, y tampoco es que me
detuviera demasiado a pensar en él; bastante tenía con Scott. Pero Eleanor
estaba luchando en dos frentes, haciendo malabarismos con un novio y un hermano
que no podían verse y sin embargo se necesitaban más que al oxígeno que
respiraban.
La
abracé.
-Todo
se arreglará pronto, El.
-Eso
espero. Pero bueno. No voy a permitir que el bobo de mi hermano me amargue la
noche-forzó una sonrisa que no le escaló a sus preciosos ojos, pero por algo se
empezaba. Me dio un beso en la mejilla y añadió-: disfruta mucho con Alec,
Saab. Te lo mereces.
Se
levantó de la silla y yo la imité, y fuimos a colocarnos cada una en la puerta
de su respectiva habitación.
Cuando
la puerta del baño se abrió y la luz inundó el pasillo, sentí que mi corazón se
detenía un momento.
Y
luego, cuando vi a Alec salir a él, empezó a latir desbocado. Se pasó una mano
por el pelo, distraído, hablando todavía con Scott, y cuando por fin me miró,
sentí que flotaba. Nos dedicamos una radiante sonrisa cuando nos tuvimos frente
a frente, la punta de sus zapatos tocando la punta de mis pies descalzos.
-Buenas
noches, caballero.
-Buenas
noches, bella dama. ¿Puedo pasar a sus aposentos?
Solté
una risita y asentí con la cabeza. Me hice a un lado y, cuando Alec entró en mi
habitación, contuve el aliento.
No
podía creerme que aquel sueño fuera real.
Era increíble que conociera a Sabrae desde hacía 14 años,
y sin embargo nunca hubiera entrado en su habitación. De la misma forma que
también era increíble que, a pesar de no haber entrado nunca, me resultara
sospechosamente familiar. Todo por culpa de, o más bien gracias a, los
incontables videomensajes que nos habíamos ido enviando durante los últimos
meses.
Sabrae
cerró la puerta detrás de mí, blanca, con una mandala azul que salía del pomo
de la puerta y se extendía hacia casi la mitad, y dio un paso hacia el centro
de la habitación mientras yo la estudiaba. Las paredes eran de un tono azul que
hacía las veces de lienzo para la gran cantidad de fotos, dibujos y explosiones
de color que tenía aquí y allá. En una pared de la habitación, reposaba un
tocador con bordes dorados, muy al estilo de los muebles regios del Animal Crossing, en el que descansaban
un par de neceseres con productos de belleza. Había dos estanterías en la
habitación, del techo hasta el suelo, todas abarrotadas de libros chispeando
colores distintos, ordenados por la longitud de su lomo, y cubiertas de
fotografías. Un armario blanco se enfrentaba a la cama, junto a un espejo
redondo en el que ella se había mirado una infinidad de veces, y yo tenía el
privilegio de decir que muchas habían sido para mí. Justo frente a la ventana
había un escritorio abarrotado de libros, libretas y bolígrafos de todos los
colores, curiosamente ordenados aun en su caos. En una esquina, una silla nido
pendía del techo, con dos cojines blancos haciendo las veces de soporte, y un
peluche de Bugs Bunny de bebé balanceándose a un lado y a otro, bajo la atenta
mirada de las fotografías de la cómoda con más ropa.
Me
detuve a examinarlas, con el estómago pesado y un nudo en la garganta. No sabía
si quería encontrarme con una foto mía, o de los dos, o si no quería no
hacerlo. Sobre aquella cómoda, y alrededor de la habitación, descansaban
retazos de la vida de Sabrae, en los que ella siempre salía sonriendo: Sabrae
con sus padres siendo un bebé, conociendo la playa por primera vez; Scott y
Sabrae con la cara llena de pastel de chocolate, en un cumpleaños; Shasha, Duna
y Sabrae apiñadas frente a la cámara, haciéndose una selfie en la playa; sus
amigas y ella en invierno, posando frente al árbol de Navidad que siempre
ponían en Trafalgar Square; Amoke y ella comiendo un helado en la playa…
Toda
aquella habitación eran los recuerdos de una vida que yo había visto desde la
ventana. Sólo había tenido acceso a un pequeño espacio, mientras que la gente
que había en esas fotos había podido escribir la historia de Sabrae junto a
ella, añadiendo cosas y quitándolas cuando no les gustaban o le hacían daño. Me
pregunté si yo sería algo que le había hecho daño a Sabrae, o si por el
contrario aún no me había ganado el inmenso honor de ocupar un puesto en alguno
de los portarretratos que llenaban la habitación. Quería ser digno de ese
honor.
Recogí
una de las fotografías en la que aparecía con su grupo de amigas, y más gente.
Entre ellos, su ex novio, que le rodeaba la cintura y miraba a cámara mientras
todos sonreían con una noria de colores haciendo de fondo y paisaje. Él estaba
allí y yo no. Él no le había hecho daño, y yo sí.
Sabrae
se acercó a mí y me acarició el brazo.
-Somos
amigos-se excusó, y yo asentí con la cabeza. Me dio un beso en el bíceps y
cogió la foto con una mano. Sus dedos acariciaron los míos allá donde nuestras
manos se entrelazaban-. Nada más. Tú eres el que me importa ahora.
Sonreí
por lo bajo y busqué su boca con la mía. Le acaricié la nariz y dejé que ella
hiciera lo mismo con sus dedos en mi mejilla.
-Te
gusta hacer fotos-comenté.
-¿Te
sorprende? No hago más que contarle a todo el mundo mi vida a través de
Instagram-replicó-. Y la única razón de que tú no estés aún en mi habitación es
porque no nos hemos hecho ninguna foto que pueda enseñarle a todo aquel que la
visite.
Se
puso de puntillas y me dio un beso en los labios.
-Estás
temblando-observó, y yo asentí con la cabeza. No pensé que entrar en su habitación fuera a impactarme tanto. Sentía
que me había dado acceso a su santuario, el único lugar donde podía ser ella
misma sin temor a mostrarse vulnerable, el mismo sitio donde sus sentimientos
por mí habían florecido. Puede que la atracción entre nosotros creciera cuando
estábamos juntos, pero el amor que nos unía ahora se había ido cociendo a fuego
lento en aquella habitación, durante las incontables madrugadas que habíamos
pasado enseñándonos nuestros miedos más profundos y nuestras cicatrices más
dolorosas.
-Es
que estoy nervioso.
-No
tienes por qué.
-Tu
habitación impone, Saab. Nunca había estado aquí.
Ella
me tomó la cara con las manos y me hizo mirarla.
-Es nuestra habitación ahora, Al. Lo es
desde el momento en que dije tu nombre.
-No
lo has dicho-observé, y ella sonrió.
-Ahora
sí-me besó y susurró contra mis labios-. Alec.
Eso hizo que me relajara un poco. Sabrae se
separó de mí y me dejó seguir inspeccionando con curiosidad la habitación, como
un cachorrito que entra en la que será su casa por primera vez y lo mira todo.
Me incliné a mirar las fotos, sin prestar atención a las punzadas de mi corazón
cada vez que Hugo aparecía en alguna de ellas, y me descubrí sonriendo cuando
me encontraba con momentos en los que yo había participado, o que había vivido
de primera mano, con ella o no. Tenía una foto de un festival del verano
pasado, al que había ido con sus amigas y al que yo también había asistido con
mis amigos: el artista que hacía de cabeza de cartel había trabajado con Louis,
así que cuando Tommy insistió en acceder a los camerinos y los de seguridad lo
reconocieron, pudimos descubrir cómo era el mundo del espectáculo por dentro.
La verdad que Steve Aoki había sido un tío majísimo, que se había hecho fotos
con todos y nos había regalado discos firmados por él.
También
había una foto de ella sola posando en lo que parecía lo alto de un acantilado,
con su vestido blanco de topos azules flotando a su alrededor como en los
mejores vídeos de canciones románticas del pop, en un rincón de Inglaterra que
visitábamos todos los veranos, al sur, en el que yo mismo me había hecho una
foto con los brazos abiertos como si estuviera a punto de echar a volar.
Miré
las manualidades que tenía desperdigadas por la habitación, pequeños objetos de
cerámica y recuerdos de los viajes que había hecho. Estudié la pequeña Torre
Eiffel de su estantería, el Coliseo de Roma envuelto en una bola de nieve, una
charca con mantas raya y peces de colores rodeada de arena nívea.
-Eso
es de cuando fui al Caribe con mis padres-explicó, cogiéndolo y señalando la
parte inferior, en la que ponía el nombre de la isla en que se había hecho
aquella pequeña obra de arte, y el año. No tenía más de 11 años cuando lo
visitó, y yo… bueno, yo no había salido de Europa, por mucho que en mi sangre
hubiera una gota de cada continente.
Seguí
paseando y, por fin, la vi. Sobre la mesilla de noche, cristalizada para
siempre, estaba la rosa amarilla que le había regalado antes de que se marchara
a Bradford. Parecía brillar con luz propia ante mis ojos, a pesar de que no la
habían sometido a ningún tratamiento. Me acerqué a ella y la sostuve con
cuidado entre mis dedos, observando las diminutas gotas de agua que se
deslizaban por aquellos pétalos de oro, las que no habían podido quitar, o que
quizá habían añadido, cuando Sabrae pidió que se la cristalizaran, haciéndola
eterna, recordándole siempre lo que habíamos hecho la noche antes de que ella
se marchara, como si alguno de los dos pudiera olvidarlo.
-Hola,
vieja amiga-murmuré, y Sabrae sonrió y se acercó a mí.
-De
todo lo que hay en mi habitación, ¿y justo tienes que coger la rosa, que ya
sabes cómo es?
-No
quiero tocar nada; podría estropearlo. Este sitio es… guau-susurré, girándome y
examinando la habitación, los cuadros, la plantita trepadora que pendía del
techo y se deslizaba hacia abajo como el pelo de una Rapunzel vegetal.
-Tócame
a mí-replicó Sabrae con intensidad, y yo me la quedé mirando.
-¿Qué?
-Tócame
a mí-repitió, dando un paso hasta que nuestros cuerpos quedaron a centímetros,
y sus manos pudieron deslizarse por mi cintura. Me atrajo hacia sí y se puso de
puntillas, y nos encontramos a medio camino. Empezamos a besarnos despacio,
ella devolviéndome mi esencia chula, tranquilizándome, y yo olvidándome de todo
lo que nos rodeaba, de dónde estábamos. La rosa se deslizó por mis dedos hasta
precipitarse al suelo, sobre la alfombra de pelo que le tapaba la habitación, y
los dos dimos un brinco. Nos agachamos tan rápido a recogerla que chocamos
nuestras cabezas, y terminamos cayéndonos de culo y echándonos a reír a
carcajada limpia.
Sabrae
colocó de nuevo la rosa sobre la mesilla de noche, se apartó el pelo de la cara
y se inclinó para besarme. Nuestros labios se juntaron con mi nuca en el suelo
y sus rodillas ancladas a mi lado. Tiré de ella para pegarla aún más a mí, pero
ella se resistió y yo cedí. Ya había aprendido la lección. Se quedó con la cara
flotando a unos decímetros de la mía, como una cruz que vigila el altar de una
iglesia, y se mordió el labio.
-Todavía
no te has parado a mirar lo más importante.
-¿Qué
es?
Se
volvió a mirar el mueble que presidía ahora todo mi campo de visión, que se
alzaba como un muro ante mí. Su cama.
-Es
pequeña-observé, incorporándome hasta quedar sentado, y ella se volvió con el
ceño fruncido.
-¿Tú
crees?
-Sí,
a ver, me imagino que cabré, pero… es que la mía es de dos metros de largo.
-Pero
eso es porque eres alto. De todas formas, yo estoy segura de que cabes. Scott
cabe, y…
-Ya.
No, si eso no es problema. Algún apañito haremos-le acaricié la cintura y le
guiñé un ojo-. La cosa está en que me muevo mucho.
Sabrae
esbozó una sonrisa.
-Me
consta.
-¿En
serio?
-Sí—asintió,
poniéndose en pie y tendiéndome la mano para ayudarme a levantarme-. En los
mensajes que me envías de buenos días, siempre tienes la colcha hecha un
absoluto desastre. Pero eso no es malo. Es más, espero que hoy terminemos con
las sábanas por el suelo-me confió, orgullosa, y yo alcé las cejas.
-¡Ajá!
¿Después de que casi me dejes marchar, ahora quieres que deshaga contigo la
cama?
-¡Pensé
que era lo que querías! Siempre eres tan bueno conmigo… creí que pensabas que
estaba agotada y que lo mejor sería dejarme descansar. Lo cual es cierto-puso
los brazos en jarras-. A medias. No quiero que te vayas. Pero sí quiero que me
dejes descansar-hundió sus ojos en los míos-. Y la única forma que tienes de
hacerme descansar es estando conmigo.
-Entonces,
¿eso es todo? ¿Me traes a tu habitación sólo para dormir?
Sabrae
puso los ojos en blanco.
-Me
parece un trato justo-respondí, quitándome el jersey por la cabeza y lanzándolo
hacia la silla de su escritorio.
-¿No
vas a insistir un poco?
-¿Como
insististe tú antes en que me quedara? Paso. La verdad es que yo también estoy
cansado. Quiero dormir.
Ella
parpadeó, atravesándome con la mirada, pero no dijo nada.
-Está
bien.
-¿De
verdad?
-Sí.
Ya te obligaré a satisfacerme sexualmente una vez estemos en la cama-espetó, y
yo me eché a reír.
-Ya
veremos quién obliga a quién en la cama-repliqué, acercándome a ella,
cogiéndola de la cintura y soplándole en el cuello. Sabrae lanzó un chillido,
presa de las cosquillas, y empezó a patalear. Me encantó aquel sonido, lo
relajada que parecía, así que me ocupé de volver a arrancarle una carcajada a
base de recorrer su cuerpo con mis dedos. Lo hice tanto y tan bien que Scott
protestó al otro lado de la pared.
-Para, Alec, para, ¡para!-bramó Sabrae,
estallando en una carcajada y apartándose de mí-. ¡AY! ¡Todavía cobras!
-¿De
veras? Joder, bombón, estar contigo es un chollo. Me das pasta y encima me
dejas escuchar cómo te ríes.
-Eres
tonto.
-Menuda
novedad, hermanita-gruñó Scott desde su habitación, y como Sabrae siguió
riéndose y yo seguí provocándola, la instó-: Sabrae, ponte música.
Sabrae frunció el ceño y se volvió hacia su
pared. Creo que no contaba con que nuestra primera noche juntos tuviera anda
sonora.
-Ah,
no. Ni de coña. Te he escuchado follar un montón de veces, ahora te jodes y…
-¡Que
te pongas música, Sabrae!-protestó Shasha en la habitación de al lado, y yo
suspiré. Puede que no fuera tan factible hacerla gritar, después de todo.
Seguro que no quería que su familia la estuviera martirizando con lo ruidosa
que era en la cama, lo cual era una lástima. Me apetecía muchísimo escucharla
gemir y suplicarme por más.
Sabrae
terminó poniendo Metallica, y cuando
Scott empezó a gritarle que fuera un poco más considerada con sus vecinos,
apagó la música y se volvió hacia mí.
-¿Te
parece si pongo otra cosa o lo hacemos en silencio?
-Hacemos
lo que tú quieras.
-¿Tú
qué prefieres?
-Otra
cosa.
-De
acuerdo.
Se
volvió hacia la mesilla de noche, donde tenía unos altavoces para conectar con
su teléfono, y encendió la pantalla, pero yo la agarré del brazo y la hice
volverse.
-¿Qué
ocurre?
-Todavía
no. Quiero… quiero escucharte un poco-confesé, y ella se sonrojó-. Cuando
empecemos, si quieres, lo pongo. Pero ahora… ahora quiero estar contigo a
solas, sin nadie que nos moleste.
Sabrae
asintió con la cabeza, se giró para estar frente a mí, y estiró las manos. Las
unió detrás de mi cuello y empezamos a besarnos, hasta caer sobre la cama y
dejar que nuestras manos cobraran vida propia, pero no conciencia. Nos
recorrimos como quien lee en braille su libro preferido, con el mismo amor y
reconocimiento en la yema de los dedos que si fuéramos ciegos y estuviéramos
leyendo un poema dedicado a un amor prohibido. Sabrae se las apañó para coger
mis pies y subirlos sobre sus rodillas, para así desabrocharme las zapatillas.
Yo hice lo mismo, aunque no me llevó tanto tiempo: sólo tuve que tirar un poco
de la bota que llevaba puesta, como el príncipe con la Cenicienta, y, ¡tachán!
Allí tenía aquellos preciosos piececitos, de uñas pintadas de un suave tono
sonrosado.
-Qué
pies más pequeños-comenté, dándole un beso en la cara interna del tobillo.
Nunca me había fijado en los pies de Sabrae, pero no me sorprendió considerar
que eran bonitos. Podría hacer un anuncio de alguna crema hidratante de pies, o
algo por el estilo. Eran preciosos: suaves, proporcionados-. Bueno-añadí, al
ver que ella me miraba con una sonrisa sorprendida en los labios-, es que toda
tú eres pequeña.
-¿Toda
yo?-se aseguró, con segundas intenciones, y yo le dediqué mi mejor sonrisa torcida.
-Sí.
-Menudo
alivio, ¿eh, Al?
-La
verdad es que sí-le dejé los pies sobre la alfombra y se los acaricié,
ascendiendo por su anatomía-, siempre me había preocupado por si me liaba con
una tía más alta que yo. Eso dejaría mi ego masculino en la mierda.
Sabrae
dejó escapa una dulce risa y se tumbó en la cama. Yo me hice un hueco entre sus
piernas y continué besándola. Le desabroché el cinturón y se lo saqué
lentamente de las trabas de los pantalones. Lo dejé caer al suelo y ella se
estremeció. Comenzó a luchar con los botones de mi camisa, y pronto la tenía
abierta y con el pecho descubierto.
Ella
suspiró, recorriendo los músculos de mi pecho y mi espalda con los dedos,
mientras yo me peleaba con los botones de sus vaqueros. Nos besábamos despacio,
disfrutando de cada movimiento, sintiéndonos tan cerca que incluso nos
mezclábamos, nos hacíamos indistinguibles, no había forma de separarnos.
Cuando
por fin me libré del botón de sus vaqueros y le bajé la cremallera, Sabrae
llevó sus manos a mis pantalones, pero se detuvo en seco y me puso las manos en
el pecho.
-No.
Espera. Quiero… tenemos que parar. Pero no parar, parar-añadió apresuradamente,
antes de que yo pudiera cambiar de expresión-. Es que… quiero verte. Verte de
verdad, Al-explicó, poniéndose colorada-. Nunca te he visto completamente
desnudo, y si estamos… tan cerca… si seguimos así… empezaremos a hacerlo y yo
no… no quiero que nada me moleste. Ni mis ganas de ti, ni la música que podamos
estar escuchando.
Asentí
con la cabeza. Era justo, tenía sentido, e incluso era la decisión más sensata
que habíamos tomado en la noche. Miré la habitación, el hueco libre que había
en el centro, como si estuviera preparada para aquello. Me la imaginé bailando
en torno a sus muebles cada vez que la dejara en casa, feliz por la mañana,
tarde o noche que hubiéramos juntos, tan pura, tan dulce, tan ilusionada de
sentir un amor que se merecía amplificado hasta la enésima potencia, que
brillaría con más intensidad de lo que ya lo hacía. Sonreiría tan amplio que le
dolerían las mejillas, sus pies cobrarían vida propia y la convertirían en la
mejor bailarina de cualquier teatro, y tendría los ojos cerrados, porque nada
en el mundo real era más hermoso que los sentimientos que la embargaban por
dentro.
-¿Empiezo…?
-Empiezo
yo-decidí, incorporándome hasta quedar arrodillado entre sus piernas. Le tendí
una mano para ayudarla a levantarse y, cuando la tuve a la misma altura que yo,
le acaricié los labios con el pulgar y expliqué-: si tú te desnudas antes que
yo, no voy a ser responsable de mis actos, y no podrás verme como tú quieres.
No voy a poder parar.
Sabrae
sonrió y recorrió con el dorso de la mano la línea de mi mandíbula.
-Ni
yo quiero que lo hagas. Además… quiero poder verte la cara cuando me veas
desnuda por primera vez.
Sonreí,
le di un piquito y me levanté. Con el corazón acelerado, me quité la camisa
despacio, disfrutando de la anticipación que crecía entre nosotros como subía
el volumen de un bizcocho en el horno. Hacía, aproximadamente, la misma temperatura
en aquella habitación.
Sabrae se sentó en el borde del colchón, con
las piernas cruzadas, los pies descalzos y vibrando en sus tobillos, rebotando
una y otra vez en el aire con cada segundo que pasaba. Se llevó una mano a la
boca y comenzó a mordisquearse las uñas, mientras sus ojos me recorrían de
arriba abajo y de abajo arriba, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez.
Por
primera vez en mi vida, sentí que una angustia desconocida me embargaba, me
apretaba el cuello y no me dejaba respirar. Por primera vez en mi vida, no
estaba seguro de si mi cuerpo cumpliría con las expectativas. No sólo porque
Sabrae tuviera el listón muy alto, sino porque habíamos esperado tanto para
aquello, que me daba la impresión de que tenía que escalar una montaña de
ensoñaciones. Sabía que se había masturbado pensando en mí igual que yo me
había masturbado pensando en ella, y que más o menos conocía mi cuerpo, pero,
¿sería una decepción cuando me viera como de verdad era, como mi madre me había
traído al mundo?
Jamás
me había pasado esto con ninguna otra chica. Siempre que ellas me habían dicho
que estaba bueno nada más verme los abdominales, justo tras haberme abierto la
camiseta, yo siempre había respondido con la misma chulería: “y eso que sin
ropa gano mucho”.
Me
había puesto guapo para ella. Había pensado durante todo el trayecto qué me
pondría para la primera noche en que Sabrae me quitaría la ropa, una noche que
marcaría nuestra relación. Y ahora, me daba miedo desnudarme ante ella, no ser
suficiente. No es que estuviera mal, ni mucho menos, pero… Sabrae se merecía el
cielo. Se merecía un dios. Y yo sólo era un mortal.
Tomé
aire y lo expulsé lentamente, y me llevé las manos al botón de los vaqueros.
El corazón me latía desbocado. No podía creerme que, por
fin, después de tantísimo tiempo, estuviéramos a punto de vernos tal y como
éramos, sin nada que pudiera disimular los defectos que él no tenía, y que a mí
me espolvoreaban de la misma forma que mis lunares parecían virutas de
chocolate sobre mi nariz.
Inhalaba y exhalaba despacio,
intentando reunir un poco de oxígeno en mis pulmones, pero me era literalmente
imposible. El susurro de la ropa de Alec deslizándose por su piel era algo que
no quería perderme, y todos mis sentidos estaban disparados para reunir hasta
la última sensación que él estuviera dispuesto a proporcionarme.
Era
un regalo para todos los sentidos: olfato, tacto, gusto, oído… y vista.
Especialmente, vista. Jamás había visto nada que me gustara tanto como el
cuerpo de Alec.
Por
fin, después de lo que me pareció una eternidad, se desabotonó los vaqueros,
que se deslizaron por sus piernas como me gustaría a mí deslizarme. Lo hicieron
acariciándolo, como si fueran una cascada bajo la cual se hubiera metido. Salió
de ellos y los echó a un lado, con una cierta timidez que me encantó.
Sus
ojos buscaron los míos, leyendo en ellos una historia que yo no sabía que tenía
escrita en mi mirada, y muy despacio, con las manos jugando con el aire a su
alrededor, se cogió la goma de los calzoncillos y los bajó lentamente. La tela
al principio se resistió a abandonarlo, y yo la entendía mejor de lo que podía
entenderla nadie, ocultando el bulto de su miembro medio despierto y semi
ansioso de lo que estábamos haciendo. Finalmente, la tela cedió y, con un último
lametón a su pene, lo dejó al aire libre. Los bóxers siguieron el mismo
itinerario que había seguido la tela de los pantalones, y Alec también salió de
ellos.
Me
quedé mirando su miembro, no erecto pero tampoco dormido del todo, y me
estremecí de pies a cabeza. Incluso sin estar en pleno apogeo, seguía teniendo
un tamaño considerable y una promesa de placer tremendamente apetitosa. Me
sentí florecer entre mis muslos, y descrucé y crucé las piernas, haciendo
presión en mi sexo, con aquella visión divina ante mí.
Alec
se rascó la nuca, sin saber muy bien qué hacer. Me relamí inconscientemente y
me deslicé un poco sobre la cama, acercándome a él.
Estaba
conteniendo el aliento. Esperaba que yo dijera algo. Y cualquier cosa que yo
dijera le impactaría más que nada que le hubiera dicho nunca.
-Eres…-empecé,
con los ojos fijos en su hombría, y luego escalé por su anatomía hasta llegar a
su precioso rostro: primero, abdominales, después, pectorales, hombros, y
finalmente cuello--, eres precioso-musité con un hilo de voz, y Alec sonrió. Se
pasó una mano por el pelo y comentó con un hilo de voz:
-No
sé si… “precioso” es algo que hayan usado antes para describirme.
-Las
demás no te conocen como te conozco yo. No te han visto como te estoy viendo
yo. Eres genial, Alec. Eres perfecto-me puse en pie y me acerqué a él. Cada
capa de ropa que me cubría era un insulto para ambos, pero los dos estábamos de
ánimo indulgente-. Tu cuerpo es de dios griego, Al. No puede haber chica que no
sueñe con el Olimpo después de verte.
Alec
sonrió, agradecido por mis palabras, y se inclinó para besarme. Su mano se
depositó en mi mejilla y las mías recorrieron su anatomía, deleitándose en sus
músculos y en la fuerza que había en ellos, en el intenso contraste con la
calidez y protección que desprendían. Tenía el cuerpo de un dios de la guerra,
mejor cincelado por el tiempo que pasaba en el gimnasio, preparándose para la
batalla, que el de un dios que se ocupara de las artes y estuviera más rato
tumbado, componiendo al son de las musas. Un cuerpo más parecido al mío.
Sus
manos descendieron por mi espalda y las mías hicieron lo mismo, hasta detenerse
en nuestros respectivos culos. Me pegó contra él y yo le pegué contra mí,
mientras nuestras lenguas jugaban a reconocerse en nuestras bocas.
No sé
cómo, terminamos sobre la cama, él sentado y yo encima de él, a horcajadas. Teníamos
las respiraciones agitadas y las miradas hambrientas, y no podíamos más. Alec
me cogió la parte baja del jersey y me lo quitó con delicadeza, con nuestras
bocas tan cerca que podíamos saborear nuestras lenguas incluso cuando no las
teníamos en contacto. Jadeé al notar el contacto del aire frío sobre mi piel
ardiendo, y me estremecí cuando Alec empezó a besarme por la clavícula y siguió
descendiendo hasta mis pechos. Dejó un reguero de besos allá por donde mis
atributos femeninos estaban cubiertos por el sujetador, y noté cómo se me ponía
la carne de gallina.
-Adoro
tu cuerpo y aun no lo he visto, Sabrae-murmuró, desnudo, vulnerable, mío-. Tu
piel, tu suavidad, tus curvas. Te han hecho para mí-añadió, mirándome el escote
y luego encontrándose con mis ojos-. Me han dado manos para que pueda
acariciarte, me han dado una boca para que te bese.
Me
estremecí y tiré de él para pegarlo tanto a mí que fuera imposible separarnos.
Respiraba sonoramente por la nariz, y su sexo estaba tan duro como una piedra.
-Tómame-le
pedí en tono de súplica, y él me puso las manos a ambos lados de la cabeza, sus
pulgares en mis oídos.
-Sé
mía-replicó con intensidad-, por favor.
-Tómame,
Alec-gimoteé, casi al borde de las lágrimas-. Te deseo. Quiero ser tuya. Hazme
tuya.
Él
sonrió, satisfecho con mis palabras.
-Déjame
verte desnuda, bombón.
Quiero ser tuya.
Hazme tuya.
Jamás
pensé que la escucharía decir aquellas palabras. No tan pronto, al menos. Ni
siquiera entendía por qué me había puesto nervioso desnudándome para ella: lo
malo de mí estaba en mi interior, y ella conocía casi todos mis recovecos. No
me rechazaría; no lo había hecho ni cuando descubrimos juntos al demonio que
acechaba en lo más profundo de mi ser, aquella vez que la besé en contra de su
voluntad.
Es
verdad. Tenía el cuerpo de un dios griego. Me había matado en el gimnasio toda
mi vida para asegurarme de que así fuera. Mi aspecto exterior podía compensar
mis taras internas. Taras que no permitiría que volvieran a salir con ella.
Taras que ella me había ayudado a compensar.
-Déjame
verte desnuda, bombón-pedí, besándola en los labios, y después, la palma de la
mano. Sabrae se estremeció, asintió con la cabeza, se mordió el labio, se apoyó
en mi pecho como había hecho aquella vez horrible, y se incorporó. Sus manos
fueron a sus vaqueros. Estaba temblando. Se las cogí y le levanté la mandíbula
para que me mirara.
-Eres
preciosa. Sé que lo eres.
-Pero…
yo no soy como las demás-replicó, y había un suave deje de miedo en su voz.
Sonreí.
-Y
por eso soy el tío más afortunado del mundo. Porque no eres como las demás. Y a
mí me has elegido del montón.
Sabrae
sonrió, agradecida por mi gesto. Se desabrochó los vaqueros y se los deslizó
por la piel. Por la forma en que lo hizo, rápido, supe que estaba pensando en
cómo los míos habían bajado sin que yo tuviera que utilizar las manos, pero
ella no tenía mi misma complexión y necesitaba un poco más de ayuda. No
importaba. Me encantaban sus curvas. Me encantaba que sus muslos se tocaran y
no usara la talla más pequeña de las tiendas. Me encantaba que tuviera con qué
rellenar las prendas. Me encantaba tener dónde agarrar: cuanto más, mejor.
Cuanto más cuerpo tuviera Sabrae, más tendría
yo para besar.
Cuanto
más pesara ella, más tendría yo para querer.
Sabrae
salió con cuidado de sus pantalones y se me quedó mirando. Me mordí el labio,
examinando sus piernas, y después, subí por sus muslos, hasta su vientre.
Sonreí.
-¿Qué
pasa?-preguntó, repentinamente consciente de cada uno de sus poros.
-Nunca
te había visto el ombligo-comenté, y era verdad en parte, y en parte no. Había
ido a la playa con ella más veces, y lo habíamos hecho en varias ocasiones con
ella con el torso descubierto, pero nunca había tenido la ocasión de verla como
la estaba viendo ahora: expuesta, como la obra maestra que era.
-Será
que subo pocas fotos en bikini cuando estoy de vacaciones con mi
familia-respondió, y me sorprendió lo vulnerable que era en persona cuando era
cierto, subía muchas fotos cuando estaba de vacaciones, incluidas en bañador-.
Mis amigas están hartas de mí.
-Porque
no son tan preciosas como lo eres tú. Pero me refiero a que no he visto tu
ombligo en directo. No me fijaba en las fotos, ¿sabes? Pero, aunque lo hiciera…
no es lo mismo. Me gusta mucho tu ombligo, Saab.
Sabrae
se lo miró.
-Sólo
es un ombligo-comentó, pero a mí me parecía monísimo, igual que sus pies. Uno
puede pensar que los ombligos no son bonitos ni son feos, pero luego uno conoce
a una chica que es preciosa, espectacular, sin nada que se le parezca y nada
con qué compararla, y entonces descubre que todo se puede encajar en diversas
categorías en función de su belleza.
-A mí
me gusta-respondí, cogiéndola y tirando de ella para acercarla a mí. La metí
entre mis piernas y le besé el vientre-. Es muy bonito-le di un mordisquito
sobre él y ella soltó una dulce risita-. Nunca me había fijado, pero tenía que
decírtelo. Ahora es el momento de decirte todas las cosas preciosas que te componen.
-¿Sabes
qué me gusta a mí de ti?-preguntó, jugueteando con mi pelo-. El tono
ligeramente rubio de las puntas de tu pelo cuando vuelves de Grecia. Nunca te
lo había dicho, pero siempre me he fijado. Es un rubio sucio, como si tu pelo
sangrara oro. Es como si te trajeras el sol del Mediterráneo-hundió las manos
en mi pelo y añadió-: y tus ojos a la luz. Uf.
-¿Qué
les pasa a la luz?
-Que
son de color miel. Como mi piel cuando le da el sol.
-Tu
hermosa piel-asentí con la cabeza, dándole otro beso en la tripa, y ella se
rió. Seguí dándole besitos y mordisquitos hasta que noté que se sentía más
segura con su desnudez, y entonces la solté. Ella me besó la cabeza.
-Eres
el mejor.
-Eres el mejor-musité, notando que las voces en mi mente
se habían callado. Alec había conseguido que todas y cada una se disiparan en
la luz, como monstruos de sombra que no pueden sobrevivir frente a una vela. Y
él era un sol, el mejor de todos.
Había
sabido leerme mejor incluso de lo que yo podía leerme a mí misma. La intranquilidad
que sentía en mi interior, la ansiedad, ese continuo reguero de preguntas,
desapareció en cuanto él empezó a hablar. Quería estar toda mi vida con él.
Ofrecerle todo lo que tenía.
Por
eso, di un paso atrás y me llevé las manos a la espalda. Encontré el enganche
del sujetador y lo desenganché con cuidado, con las manos también temblando,
pero por motivos muy diferentes. Lo hacía por la anticipación. Lo hacía porque
no podía esperar a entregarme en cuerpo y alma al joven hombre que tenía ante
mí, la reencarnación de algún dios de la belleza poco sutil, que no había
querido esconderse sino en el cuerpo más perfecto que se hubiera creado nunca.
Y su
alma… era tan pura, tan hermosa, tan luminosa.
Por
fin, escuché el suave clic del enganche al ceder, y noté en mis pechos que la
presión que los mantenía en el que se suponía que era su sitio cedía.
Lentamente, deslicé los tirantes por mis brazos y lo dejé caer al suelo, junto
con el resto de mi ropa, junto con el resto de la de Alec.
Él se
mordió el labio, las pupilas tan dilatadas que sus ojos eran negros.
Me
llevé las manos al borde de las braguitas y las deslicé por mis caderas. Esta
vez no tuve que bajarlas como sí me sucedió con los pantalones.
Y
luego, por fin, me levanté y me quedé mirando a Alec.
Solos
al fin.
Como
habíamos llegado al mundo.
A
punto de acompañarnos al siguiente.
Desnudos.
Me estaba dando algo, seguro. Mi cuerpo era incapaz de
procesar que Sabrae estuviera desnuda frente a mí. Era perfecta, absolutamente
perfecta, hermosa hasta decir basta, hasta que no había palabras para
describirla. Sus caderas redondeadas eran la ofrenda de una diosa, que
invitaban a hundirse en ellas. Sus muslos eran las puertas a un Edén al que no
todo el mundo podía entrar. Su vientre era una promesa de una fertilidad en una
pareja que yo no sabía que quería hasta que la vi, despojada de todo, incluso
de sus inseguridades. Sus pechos eran el bocado más delicioso que pudieras
probar nunca. Y sus labios eran el altavoz del otro mundo, la dimensión en la
que hablaban los dioses, la dimensión en que no existía ruido, sólo la música.
No podía más. Por favor, que dijera algo. ¿Le estaba
gustando? ¿Se estaba fijando en mis estrías? ¿En la forma en que mis muslos se
rozaban? ¿En lo ligeramente caídos que tenía ya los pechos, por culpa de la
dichosa gravedad? ¿En los pequeños relámpagos que tenía en los glúteos, fruto
de la pubertad?
Me
iba a dar algo. El corazón me latía con rabia en el pecho. Tuve que luchar
contra mis ganas de cubrirme, e incluso lo hice un poco, inconscientemente,
pero entonces… Alec se pasó las manos por la cara, observándome.
-Guau.
Noté que una sonrisa estúpida me cubría el rostro.
-Guau.
Ella
sonrió, aliviada, y avanzó con timidez hacia mí. Examiné con atención cada una
de los detalles que la hacían ella: los lunares que tenía repartidos por el
cuerpo, los relámpagos que seguían la
línea en que su piel se había estirado para adaptarse a ella, parecidos a los
que cubrían el cielo y que daban fe de su procedencia celestial; la forma en
que sus caderas se hundían ligeramente antes de dibujar una especie de sonrisa
en su vientre; la pequeña jungla rizada que tenía entre sus muslos…
Le
cogí la mano y volví a besársela, esta vez en la muñeca, allí donde se veían
sus venas. Sabrae me abrazó, y noté la presión de sus pechos en mi cabeza. Me
erguí un poco y los besé.
-¿En
qué piensas?
-No
quieres saberlo.
En que me está costando no echarme al suelo
y adorarte o postrarme ante ti.
-¿Es bueno, o malo?
-¿Para
ti, o para mí?-repliqué, y Sabrae sonrió, me acarició el mentón y respondió:
-No
hay un tú y yo. Sólo un nosotros.
Me
mordí el labio, porque no podía esbozar la sonrisa tan amplia que yo quería sin
delatar que estaba loco por esa chica, y dispuesto a hacer lo que a ella se le antojara.
-Dios
existe-la miré a los ojos, que empezaron a chispear en una lluvia de
estrellas-. Es mujer. Y eres tú.
Separé
sus piernas, acaricié sus muslos, y la hice subir un pie al colchón, de forma
que tuviera su sexo dispuesto para mí, como en un banquete. Llevé mi boca a su
feminidad y deposité mis labios en ella, en sus ganas de mí, de nosotros. La
besé allí donde ella más me anhelaba y yo más necesitaba estar, y ella dejó
escapar un suspiro de placer.
Mi
reina.
Mi
luna.
Mi
diosa.
Alec me hizo abrir las piernas y mostrarle mi sexo,
abierto, húmedo, anhelante. Quería acostarme ya con él, fundirnos y ser sólo
uno, y a la vez quería que siguiéramos amándonos sin llegar a mezclarnos por
toda la eternidad. Besó mis muslos como si fueran mi boca, con la misma
adoración e intensidad, provocando una descarga eléctrica que me recorrió de
arriba abajo como un latigazo.
Mi
rey.
Mi
sol.
Mi
dios.
-Eres…
tan perfecto, Alec-lo miré a los ojos, que se encendieron en una explosión de
luz-. Ni puliéndote durante años a base de escribirte con las mejores palabras
que hay en cada idioma, y encerrándote en un libro para que nunca nadie pueda
alcanzarte en tu cárcel de papel y así poder modificarte, aunque sólo fuera una
coma, te podrían haber hecho mejor.
Sonrió.
Y yo no necesité más para terminar de declararme.
-Estoy
enamorada de ti. Eres el único hombre con quien quiero compartirme. A mi
cuerpo, y a mí misma.
Estoy enamorada de
ti.
Acababa
de decírmelo.
¡Acababa!
¡De! ¡Decírmelo!
Definitivamente
era el tío con más suerte de la historia: no sólo tenía conmigo a una chica
increíble, sino que ella me correspondía. Me correspondía en unos sentimientos
que me habían hecho crecer como persona.
La
senté sobre mi regazo y la besé en los labios, sosteniéndola como porcelana
fina, con tanto cuidado y respeto por todos los bordados del destino que nos
habían hecho acabar juntos, que los dos quisimos explotar de felicidad.
-Te
quiero-le dije, mirándola a los ojos-, y ni viviendo mil peleas como la que
hemos pasado podrías cambiar lo que siento por ti. Lo que tú te mereces. Eres
tan buena, y tan lista, y tan generosa, y tan hermosa… joder, Sabrae. Eres tan hermosa que hasta me da
rabia mirarte. No quiero desgastarte.
Sabrae
me acarició los brazos, mirándome a los ojos.
-Desgástame-pidió
en tono sensual, y yo la miré. Le aparté el pelo el hombro y comencé a besarla,
llevé mi mano hasta su sexo y me regodeé en el suspiro de satisfacción que
emitió-. Eres un dios.
-Y tú
una diosa-respondí, frotando mi nariz con la suya-. Vamos a hacer galaxias
juntos, bombón.
Sí. Sí, por favor. Hagamos galaxias, hagamos universos
juntos. Le acaricié los hombros, la espalda, moviéndome sobre él. Estábamos en
una situación comprometida, pues aún no se había puesto el condón, y mi sexo y
el suyo estaban tremendamente cerca.
Pero
no iba a pasar nada. Él no permitiría que me pasara nada.
Llevó
su boca hasta mi oreja, y allí, después de darle unos cuantos mordisquitos,
susurró:
-Pon
ya la música.
Me
estremecí. Por fin había llegado el momento que tanto habíamos esperado. Me
incliné hacia mi teléfono y activé la reproducción de un disco de Nick Jonas, Last year was complicated. Mientras los
primeros acordes de una canción aleatoria empezaban a sonar, Alec recorrió mis
curvas con ferocidad, ansioso por poseerme. Yo hundí las uñas en su espalda,
arrancándole un gruñido que hizo que apretara más aún su abrazo en mis caderas.
Me gustaba mucho cómo me estaba utilizando para darse placer, y a la vez usaba
ese placer para encenderse aún más y poder dármelo a mí.
-Me
gusta mucho tu espalda-susurré en su oído, dispuesta a hacerle sufrir.
-Y a
mí tus caderas.
-Me
gusta tu cuello-añadí cuando se lo mordisqueé.
-Y a
mí tus glúteos-replicó, llevando sus manos a ellos.
-Y me
encantan tus brazos.
Sonrió.
-Y a
mí tus senos, bombón-respondió, besándolos despacio. Eché la cabeza hacia
atrás, disfrutando de las caricias de su boca y su lengua en mis atributos
femeninos. Dejé que una ola de placer me arrasara al escuchar esa palabra. Me
mordí el labio, y llevé mis manos al centro de mi ser, en el que también estaba
el suyo. Alec estaba disfrutando de lo lindo sintiendo mi humedad recorriendo
su sexo, no tan poca distancia como para arriesgarnos a que yo tuviera que
tomar la píldora, pero sí la suficiente como para sentir cada variación en mi
entrepierna en la suya propia.
Estaba
tan duro… era tan grande…
-Me
gusta muchísimo cómo los has llamado-susurré, con la música sonando de fondo-.
Es como si me estuvieras penetrando despacio. Dilo otra vez, Al. Por favor.
-Senos-obedeció,
besándome-. Senos-me estremecí, escuchando sus palabras. Nunca le había oído
llamarlos así, de modo que era mucho más especial-. Senos-dijo una tercera vez,
besándolos. Sus dientes encontraron la aureola de mis pezones, y su lengua jugó
con ellos. Noté cómo se endurecían al contacto, cómo se endurecía él. Me
humedecí un poco más, y me froté contra la base de su erección.
-Me
gusta lo que te hace una mujer, nena.
-Y a
mí lo que te hace un hombre, nene-respondí, chula, rodeando su polla con mis
dedos y acariciándola arriba y abajo.
Alec
no pudo soportarlo más. Me tumbó sobre el colchón, debajo de él, y me separó la
piernas. Empezó a acariciar mi sexo, sonriendo ante mis gemidos, besándome y
también manoseando mis pechos. Me gustaba. Me gustaba muchísimo. Ningún otro
chico había conseguido que me gustara tanto, y eso que apenas había rozado mi
clítoris. Simplemente estaba preparando el terreno para la penetración, aquella
que yo ya ansiaba como agua de mayo.
Todo
mi cuerpo se arqueó para mantener el contacto de sus manos cuando se inclinó a
por un condón.
-Alec…-me
miró-. Me encanta tu sexo-me relamí, deseando tener aquella erección dentro de
mí, sin importarme si era en la boca o en mi entrepierna.
-Y a
mí el tuyo-respondió, rasgando el envoltorio e inclinándose para besarme-. Eres
preciosa. Y estás lista para mí. Eres como una flor en primavera.
-Me
apeteces muchísimo-ronroneé, casi gemí, y Alec siguió besándome. Entre los dos,
le acariciamos hasta asegurarnos su dureza. Pegó la frente a la mía mientras le
poníamos el condón, él más preocupado por prepararse para hundirse en mí, y yo
con su placer como único objetivo en mente. No iba a desaprovechar la
oportunidad de toquetear a mi chico y hacer que exhalara un gruñido de placer.
-Me
vuelve loco pensar en todo lo que nos hemos perdido.
-Pues
aprovecha ahora que puedes-respondí, separando más las piernas, ofreciéndole mi
cuerpo-. Poséeme.
-Vas
a poseerme tú a mí, bombón. Soy tuyo. Soy total e irremediablemente tuyo. Soy tuyo
desde el momento en que entré en tu interior por primera vez. No sabía que tenía
sed hasta que tú me diste agua. Ninguna otra ha sabido saciarme como me has
saciado tú.
Alec acarició
mis muslos con las manos, los pliegues de mi sexo con los pulgares. Subió por
mi entrepierna hasta descubrir mi clítoris, que masajeó lenta pero
decididamente. Me agarré a la almohada y dejé escapar un suave gemido de
absoluta satisfacción.
Introdujo
un dedo en mi interior, preparándome, y yo me retorcí debajo de él. Alec sonrió,
se inclinó para besarme, y movió el dedo dentro de mí, haciéndome ver las
estrellas. Cuando lo sacó de mi interior, estaba tan concentrada en seguir los movimientos
de su lengua con la mía que ni siquiera lo noté. Era un verdadero experto,
acariciándome por fuera de forma que no sintiera su ausencia dentro.
Se
separó de mí lo justo y necesario para mirarme, y, aturdida, me encontré con
sus ojos. Acarició mis labios con ese dedo, dejando un regusto salado en mi
boca, y finalmente se lo llevó a la suya y lo chupó. Cerró los ojos,
disfrutando del sabor de mi excitación, y entonces…
-Quiero
que me montes. Y quiero montarte. Quiero olvidarme de todo el universo excepto
de ti.
Entre
mis muslos había un paraíso esperando a que su único dueño se animara a entrar.
Lentamente, sabiéndose el amo y señor de mi cuerpo, Alec paseó la punta de su
erección por mis pliegues, abriéndose hueco. Yo arqueé la espalda y separé las
piernas aún más, casi hasta el límite de mi flexibilidad, todo con tal de
permitirle entrar. Cerré los ojos, gozando de aquella sensación increíble,
prohibida, y sentí la presión de su sexo llamando a la puerta del mío.
-Mira
cómo te tomo en tu cama, bombón-me pidió, y yo abrí los ojos-. Mira lo loco que
me vuelves.
Los dos
bajamos la vista a aquel rincón donde nuestros cuerpos estaban a punto de
unirse, y entonces, Alec empezó a hundirse en mí.
-No-pedí,
y él levantó la vista y alzó una ceja-. Mírame a los ojos. Entra en mí
mirándome a los ojos.
Sus
iris de chocolate se derritieron de gusto y de ternura al escuchar mis
palabras. Lenta e inexorablemente, Alec se hundió dentro de mí,
complementándome, llenándome, colmándome. Las comisuras de nuestras bocas se
alzaron en sendas sonrisas inevitables, y enseguida nuestros labios se buscaron
en la intimidad de mi habitación.
-Lo
hacemos despacio, ¿vale?-negoció, como si hubiera otra alternativa. Sentía
tanto amor dentro de mí que tenía que aprender a canalizarlo; si abría la
puerta y lo dejaba salir a chorro, lo masacraría.
-Sí,
que si no, terminaremos gritando-le acaricié la cara, su preciosa cara-. Y mi
hermano se enfadará con nosotros-saqué la lengua, divertida, y él me besó la
punta de la nariz.
-Piensa
en mí-me pidió-. Olvídate de Scott. Sólo piensa en mí. Céntrate en mí. Sólo existimos
tú y yo. Tu cuerpo y el mío. Mira lo bien que encajamos juntos, bombón.
Le rodeé
la cintura con las piernas y mis caderas comenzaron a acompañar a las suyas.
-Joder,
quiero marearme en tus curvas-gruñó, gozando de mi cuerpo, y yo le tomé de la
mandíbula, le obligué a mirarme a los ojos, y le insté:
-Alec…
cállate, y conviérteme en tu mujer.
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Vale a ver, me parece una falta de respeto que atentes de esta forma contra mi salud mental y física de esta forma. Literalmente el capítulo me ha hecho doler el pechito y he chillado internamente de puro placer. El momento de Alec recorriendo la a habitación y poniéndose nervioso tanto cuando entraba como cuando se ponía a desvertirse me ha parecido una maravilla porque al fin y al cabo el también es un bebe enanisimo que esta enamorado y ay es que de verdad no puedo con el lo quiero muchísimo. Luego ya el momento en que la ve desnudad es que es demasiado, me lo he imaginado y todo frotandose la cara y sonriendo y es que me ha explotado un ojo de lo soft que me he puesto no puedo más y seguir leyendo el capítulo y darme cuenta de que por fin por fin esta follando en una cama y se están viendo desnudos es que el pensamiento en si es demasiado es precioso. El capítulo ha sido magnifico.
ResponderEliminarNunca me cansaré de decir que Alec y Sabrae son monísimos, es que me iba a petar el corazón de un momento a otro, soy demasiado joven para morir de un infarto así que por favor contrólate para los siguientes capítulos o yo me muero
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