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No había que ser ningún genio para saber que la relación
de Alec con su familia no era al uso, y
yo estaba en un punto de conocimiento de él que ya me consideraba una
experta. Aunque es cierto que había cosas que se me seguían escapando, las
mismas cosas que parecían escapárseles a los demás. A una parte de mí le dolía
estar a oscuras en lo que respectaba a Dylan; nos habíamos contado tantas
cosas, hecho tantas confidencias y revelado tantos secretos, que el verme sin
nada a lo que agarrarme para poder entretejer una red de salvamento para Alec
era un puñal de hielo clavándoseme en el estómago.
A esa
misma parte también le causaba un oscuro alivio descubrir que no era
simplemente conmigo con quien pasaba eso: Eleanor también se había enterado a
la vez que yo de que Dylan no era el padre de Alec, y eso que Mary y ella eran
amigas íntimas; mejores amigas, de hecho, con un estatus muy superior que hacía
incomprensible que Eleanor no supiera que Alec no había nacido con el apellido
que ahora llevaba. Eso hacía un poco más fácil mi ignorancia, me hacía ver que
era un tema delicado en el que no debía entrar como si tal cosa.
Le
dolía. Se le veía en la cara, en toda la tensión que empezó a manar de su
cuerpo en el momento en que le hice aquella pregunta. Alec se había dado cuenta
de que quería hablar de su padre, de que estaba ahí para consolarlo, pero, ¿quería
que le consolaran, o fingir que no tenía la herida? Fuera como fuese, yo
estaría ahí para él, como él lo había estado para mí. Ya no sólo porque fuera
mi deber como amiga, como confidente, como amante y enamorada: también porque
él me importaba, porque compartía su dolor, y por una cuestión de respeto y
confianza tan profundos e intrincados que vulnerarlos me parecía un sacrilegio.
Sólo
había puesto esa cara delante de mí una vez antes de aquella, y había sido
precisamente cuando le pregunté a bocajarro por qué llamaba a su madre “mamá”,
pero a Dylan lo llamaba por su nombre de pila y no por el título que todos los
hijos le dábamos a nuestros padres (título que las chicas también otorgábamos a
nuestros novios, a veces en broma y a veces en serio). Visto en retrospectiva,
debería haberme dado cuenta de que había algo raro allí. Debería haber unido
los puntos mucho antes, y ahora volvía a sentirme mal, como me lo había sentido
en el sofá, al enterarme de la historia de su más tierna infancia y de sus orígenes.
Ahora
sólo me quedaba esperar. Ser paciente, dejarle elegir con toda la calma que el
mundo tuviera reservada para él, toda la tranquilidad que se merecía, y
respetar aquella decisión. Como él había hecho muchas veces con el tema de mi
adopción, que no había tocado a profundidad, con nadie más que con él, me
limité a abrir la puerta y quedarme a su lado, dándole la opción a atravesarla
o no dependiendo de lo que más le apeteciera en ese momento. Puse el manjar
sobre la mesa y lo empujé suavemente hacia él, permitiéndole elegir entre
comerlo o levantarse e irse.
Le
coloqué unas alas y un paracaídas en la espalda y le di la mano al lado del
acantilado, prometiéndole que, si saltaba, yo lo haría con él; y si saltábamos,
caeríamos o volaríamos juntos.
En eso
consiste estar enamorada: en abrir las alas, y también el paracaídas.
Unas horas antes.
-Cuando una chica dice “bien, bah”, hablando de un polvo,
es que ha sido pésimo, bombón-había ronroneado Alec, jugueteando con el rincón
en que mi cuello se unía a mis hombros, haciendo una L que se abría más o menos
dependiendo de hacia dónde estuviera mirando yo. Sonreí.
-Es
que ahora tengo unos estándares de calidad-repliqué, estirándome cuan larga era
y mordiéndome los labios para no sonreír más, pensando en mis estándares de
calidad y cuánto iba a elevarlos esa noche. Seguíamos en el sofá del sótano de
mi casa, junto con Scott y Eleanor, y había surgido el tema de las cosas que
habíamos hecho estando separados. Curiosamente, no había dolor en la confesión
de que habíamos tenido sexo con otras personas, porque ambos sabíamos que no
podía compararse con nada que hubiéramos hecho juntos. Sí, él se había acostado
con otras chicas, y sí, yo lo había hecho con Hugo, y debería dolernos, pero saber que no lo
habíamos disfrutado como disfrutábamos del sexo en común nos causaba un oscuro
y secreto placer.
Y
pensar que íbamos a volver a las andadas esa misma noche, en mi cama… y, lo que
era más importante, por primera vez sin ropa… me parecía increíble. Era como un
sueño del que no quería despertar, ese momento de completa ignorancia del que
disfrutas cada mañana producto del buen descanso justo antes de que tus
problemas caigan sobre ti.
Miré
a Alec, que me rodeó la cintura y curvó una de las comisuras de su boca en una
de esas sonrisas traviesas que tanto me gustaba; a mí, y a todo Londres, pero
yo era la única afortunada que podía jactarse de llamar a esa sonrisa suya.
-Me
pregunto quién te los habrá inculcado.
-Créeme,
yo también. Podríamos buscarlo juntos-bromeé, y me acurruqué contra él cual
gatita mimosa que por fin tiene a su dueño en casa después de un durísimo día
defendiendo el hogar de la invasión de las ratas.