sábado, 23 de noviembre de 2019

Antes de Sabrae.


¡Toca para ir a la lista de caps!

-¿Qué estás haciendo, cabrón?-le recriminé al chico que apareció en la pincelada del espejo que había recuperado del vaho con mi mano. El gilipollas que había al otro lado del cristal me miraba con el ceño fruncido, una expresión fiera en los ojos que no tenía nada que envidiar a la de un león.
               Me sentía sucio. Miserable. Sabía que lo que estaba a punto de hacer estaba mal en todos los sentidos. Supongo que por eso había dejado que el aleatorio de Spotify eligiera las canciones que cubrirían el sonido del agua mientras me duchaba, para que mi cerebro estuviera ocupado reproduciendo la letra y disfrutando de ella y no se pusiera a pensar en las consecuencias de mis actos. Toda mi vida había sido un gilipollas, pero jamás lo había sido a propósito: si me había metido en líos, siempre había sido por no pensar las cosas y actuar directamente, pero ése no era el caso. Era un cabrón por lo que iba a hacerle a Sabrae, y era más cabrón todavía porque sabía lo que eso le haría. No podía alejarla de mí, así que haría que fuera ella la que nos alejara, la que pusiera distancia entre nosotros.
               Como si el mundo me estuviera mandando señales de que me estaba equivocando, cuando ya me había llenado las manos de la espuma del champú, Spotify decidió que era un buen momento para poner Evolve, el disco de Imagine Dragons, en aleatorio. Había cantado a voz en grito las canciones según se iban sucediendo, pero a medida que el orden iba cobrando un sentido, fui cayendo en lo que significaba todo lo que estaban cantando en la banda originaria de Las Vegas. Con Whatever it takes, mi boca dejó de cantar las letras y mi cerebro empezó a darle vueltas de nuevo a lo que llevaba haciéndolo toda la semana, desde que había visto a mi hermano. Intenté bailar frente al espejo con I Don’t Know Why, que la siguió, pero no podía dejar de pensar en lo que haría esa noche, en si sería capaz de clavar el primer clavo en el ataúd de mi relación con Sabrae y pasarle el martillo. Believer me hizo ver que me equivocaba.
               Y Next to me me jodió a niveles en los que no pensé que pudiera joderme jamás ninguna canción. Me recordó que ella me había hecho mejor persona, invencible, poderoso, y que era perfectamente capaz de conseguir que las cosas entre nosotros se encauzaran.
               No. No pueden encauzarse. No soy bueno para ella. Me lo había repetido por activa y por pasiva cuando no podía dormir por las noches y entraba en la conversación que habíamos compartido y que yo rezaba porque ella no eliminara cuando se enterara de que había hecho aquello para lo que le había pedido permiso sin querer que me lo concediera.
               Estaba en un callejón sin salida, y para colmo me había pintado una diana en el pecho y otra en la frente, indicándole tanto a la mafia como a los policías que me perseguían que yo era el topo, y que valía lo mismo vivo que muerto.
               Había ido a ver a Diana con la esperanza de que ella le contara a Sabrae lo que pretendía hacer, y que Sabrae viniera a pedirme explicaciones por estar recuperando mi comportamiento de vividor gilipollas y capullo que no tiene escrúpulos en términos de sexo. Me estaba volviendo peor persona que cuando me follaba a tías que tenían novios pero muy pocas ganas de serles fieles, porque ahora quien estaba a punto de ser infiel era yo, y en lugar de estar encerrado en mi habitación con música a todo trapo que callara los demonios de mi cabeza, a lo que me estaba dedicando era a afeitarme con cuidado y ponerme bien guapo, no fuera a ser que no consiguiera seducir a Zoe y todo mi plan se fuera a la mierda.
               Pero Sabrae no había venido. Supongo que ya se había dado por vencida conmigo, o peor aún, que considerara que estaba en mi derecho de liarme con otras chicas simplemente porque no tenía “novia” estrictamente hablando, aunque yo así lo sentía. Como un mamarracho. La madre que te parió. En lugar de dedicarme a alejar de mi vida a la única chica que me había importado de la forma en que sólo se importan las personas en las películas románticas que tanto les gustan a las tías, debería estar ocupado luchando por merecerla, mejorando como persona, combatiendo esos demonios contra los que yo sabía que Sabrae podría destruir. Ella los había creado, ¿no? Pues bien podría destruirlos.
               Puse las manos a ambos lados del lavamanos y apreté tanto los dedos en el mármol que los nudillos se me pusieron blancos, y hundí los hombros. El peso de todo el mundo recaía sobre mi espalda, un mundo en el que el dolor de Sabrae ya estaba impregnado hasta el núcleo interno, haciéndolo más masivo que el mayor de los agujeros negros. Sabrae no me perdonaría esto, Sabrae me mandaría a la mierda, y Sabrae necesitaba mandarme a la mierda y seguir con su vida. Estaba jodido, jodidísimo a escalas insospechadas; tanto, que cualquier psiquiatra saldría corriendo sólo con hacerme una exploración. Y todo por culpa de mi maldita sangre. Lo que daría por no ser hijo de quien era, por no tener mis genes…
               Ojalá Dylan fuera mi padre. Ojalá su apellido fuera el mío desde el momento en que nací, y no hubiera ninguna tachadura en el Registro Civil que ocultara un apellido del que me avergonzaba y que ponía nombre a un legado del que yo me había pasado la vida huyendo, sólo para encontrármelo de bruces al girar la esquina. Él habría tenido un hijo que se mereciera a Sabrae. Un hijo que le aguantara la puerta por caballerosidad, y jamás porque eso le brindaba la oportunidad ideal de mirarle el culo. Un hijo que no aceptara que lo invitaran, sabiendo que él tenía un trabajo y ella no. Un hijo que no permitiría que la emborracharan hasta el punto de no tenerse en pie y no poder defenderse si un baboso se intentaba aprovechar de ella. Un hijo que en ningún momento permitiría que ningún baboso se le acercara.
               Un hijo que siempre la hiciera sentirse segura, sin importar la ropa que llevara o la distancia que hubiera entre ellos, con el que ella jamás tendría miedo y siempre estaría a gusto.
               Un hijo con el que no tuviera que gemir con un hilo de voz “no me gusta” estando en la cama.
               Un hijo que no disfrutara poniéndole las manos en el cuello y se corriera al descubrir la vomitiva sensación de poder que siempre te invade cuando tienes la vida de alguien en tus manos.
               Un hijo como él, y no como yo. Un Whitelaw de verdad, y no un Cooper con una moralidad que luego no llevaba a la práctica. No me gustaba ser un Cooper. Jamás me había gustado y jamás lo haría, pero ahora, lo único que podía salvar a Sabrae era esa naturaleza que yo me había esforzado en ocultar.

domingo, 17 de noviembre de 2019

Peligro.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Chrissy chasqueó los dedos delante de mí, demasiado divertida de verme tan abstraído como para enfadarse. Ya era la tercera vez durante el reparto que tenía que llamarme la atención para que me bajara de la furgoneta, recogiera el paquete que debía entregar, y atravesara la calle en dirección al domicilio que nos habían indicado. La primera vez le había entregado un paquete pequeño a un hombre cuarentón y barrigudo que apestaba a alcohol y tabaco, que seguramente hubiera pedido una muñeca hinchable para pasar los días lluviosos porque no le apetecía ir al club de strip tease que frecuentaba… como había hecho mi hermano.
               Y la segunda, las destinatarias habían sido una pareja de universitarias que me miraron de arriba abajo y me tiraron la caña, a lo que yo había respondido de forma automática, sintiéndome una mierda al instante a pesar de que aquello no significaba nada para mí, y a Sabrae no le molestaría. No era celosa; no conmigo.
               Sabrae… pensar en ella me dolía, un dolor emocional que trascendía las fronteras de los sentimientos y se volvía físico, me aprisionaba el pecho y me ponía hierros incandescentes allí donde Aaron había conseguido golpearme con todas sus fuerzas.
               Estaba siendo un día de mierda, una rutina de mierda, un amor de mierda, una vida de mierda. No quería tener que llegar mañana a clase y volver a verla, saber que por su bien debía alejarme de ella y que por el mío sería incapaz de hacerlo. Lo que Aaron me había dicho antes de liarnos a hostias había sido tan esclarecedor que me sentía un gilipollas por haber siquiera necesitado hablar con él: por supuesto que yo no era bueno para ella, y por supuesto que todo lo malo que había en mi interior tenía origen en mi familia. ¿No decían que todo lo malo se heredaba? Pues yo tenía mucho que heredar. Casi tenía que dar gracias de haber tardado tanto en tener ese tipo de conductas.
               Y, sin embargo, no podía dejar de pensar que, quizá, hubiera alguna alternativa. Tenía que haber una solución, por Dios. ¿Es que todos nacíamos condenados o salvados, dependiendo de nuestra suerte, y cumpliríamos con nuestro destino sin importar qué hiciéramos?
               -Cuando tú quieras-sonrió Chrissy, dándome un toquecito en el hombro, y yo di un brinco y la miré, saliendo de mis ensoñaciones. Me estaba regodeando en la forma en que había conseguido tirar Aaron al suelo y cómo se había intentado revolver él, porque pensar en yo siendo destructivo con mi hermano era mil veces mejor que imaginarme siéndolo con Sabrae.
               -Eh… ah, sí. Ya. ¿Tienes la ref…?-empecé, sacando el móvil del bolsillo de los vaqueros para buscar el número de identificación del paquete y así poder localizarlo antes. Chrissy me tendió una caja marrón con el logotipo de Amazon en una esquina, y yo la miré. No sólo se había ocupado de quitarme mi ensimismamiento, sino que encima había podido buscar el paquete sin que yo me enterara.
               -Menos mal que no es una bici-bromeó mientras lo cogía, y yo puse los ojos en blanco. Durante mi primer mes de curro, me habían encomendado que entregara un paquete en el que venía una bicicleta, y los de administración hicieron caso omiso cuando les expliqué que yo iba en moto y no podía hacer el reparto. Se encogieron de hombros cuando les reiteré a gritos mi postura, porque “ya me lo habían adjudicado a mí y eso era mucho papeleo”, así que ya me había visto arrastrando ese puñetero paquete por medio Londres, a pie. Por suerte, ya había ido de reparto con Chrissy alguna vez, así que ella se había ofrecido a ayudarme. Nos habíamos hecho amigos durante nuestro primer reparto juntos, y me reconfortaba pensar que, el día que uno de los dos se fuera, no perderíamos el contacto. A fin de cuentas, habíamos follado demasiado para marcarnos un “si te he visto, no me acuerdo”.
               Ni siquiera me subí la capucha del impermeable de la empresa cuando salí a la calle. Casi me atropella un coche, lo cual habría sido de agradecer; así ya no tendría que preocuparme de pensar una manera de romper con Sabrae y que ella no consiguiera que le soltara que era una broma cuando terminara con mi retahíla de razones por las que estábamos mejor separados. Subí penosamente las escaleras del edificio a pesar de que había ascensor, y me olvidé de pedir una firma en la casa donde me recogieron el pedido, así que tuve que volver cuando Chrissy me comentó que no le salía nada en la pantalla de su teléfono.
               -Vale, cuando terminemos con el reparto, vamos a parar en algún sitio y me vas a contar qué te pasa. Estás rarísimo-sentenció ella, incorporándose al tráfico y mirándome un momento. Volvió a fijarse en mis moratones, en los que habían reparado todos en el curro cuando me presenté en el almacén el día anterior, que ni siquiera tenía turno. Le había contado una mentirijilla piadosa a Sabrae para que ella no viniera a buscarme por la tarde; sí que tendría una semana intensita, pero no de trabajo, sino por pensar cómo podía poner punto final a lo nuestro. Había subido a hablar con los de administración para ver si había paquetes sin adjudicar, y después de que me dieran un par, me ofrecí a ocuparme de otros de mis compañeros para hacerles más liviana la tarde.
               -Hay una parte del salario que va por reparto-me recordó Rosalie con cansancio, limpiándose las gafas de carey.
               -No me importa.
               -A tus compañeros, sí.
               -Me refiero a que no me importa que no me lo incluyáis en la nómina de este mes-aclaré, y Rosalie frunció el ceño. Dejó su té suspendido en el aire, a centímetros de su boca.
               -¿Estás seguro? Porque, si lo que te pasa es que necesitas un extra, puedo ponerte como preferente en los repartos, y adjudicarte los de envío en dos horas solamente a ti.
               -Sólo quiero… currar-comenté, agitando los brazos, dando palmadas por delante y por detrás de mi cuerpo, como si fuera un subnormal. Me ardía la garganta de las ganas de vomitar. Rosalie parpadeó, asintió con la cabeza, se volvió a la pantalla de su ordenador, y empezó a hacer clics con el ratón.
               -No puedo transferirte los pedidos, pero voy a poner que estás haciendo horas extra para que te lo computen por si en algún momento te quieres pedir el día libre…
               -No voy a querer-la interrumpí. Para lo único que podía querer pedirme los días libres era para estar con Sabrae, y eso se acabó.
               -Bueno. Como tú veas. Pero yo te lo pongo igual. Así, al menos, estarás asegurado por si te pasa algo. Dios no lo quiera…-musitó por lo bajo, sincera, y yo le di las gracias y salí del cubículo, pensando en la suerte que tendría si me caía un piano encima esa tarde, como en las películas.
               -Lo siento-me disculpé con Chrissy, que no me miró-. Te estoy haciendo trabajar de más.
               -Eso me da igual, Al. Está claro que no estás bien, así que no me importa echarte una mano. ¿Está todo bien en casa?
               -Sí. Todo va genial. No te preocupes, es sólo que… no paro de darle vueltas a una cosa, eso es todo.
               Chrissy frunció el ceño y me miró, pero no dijo nada. Supongo que entendió que se trataba de algo de lo que me daba vergüenza hablar o de lo que me sentía un traidor comentando, así que quería darme mi espacio. Me repugnaba pensar en lo que había hecho con Sabrae y en todo lo que eso implicaba, pero estando con ella, solos bajo la lluvia y los truenos, me di cuenta de que, quizá, si compartía mis preocupaciones, éstas se harían menos pesadas.
               -De hecho… ¿te importa si te doy el coñazo?-Chrissy canturreó un suave “mm-mm”, que claramente significaba “tira, que libras”-. Mira, es que…-me aclaré la garganta y me puse de costado en el asiento, mirándola mientras conducía-. No dejo de darle vueltas a una cosa.

domingo, 10 de noviembre de 2019

Príncipe de la noche más oscura.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Troté en dirección a Diana, Tommy y Eleanor en cuanto los vi esperándonos en el cruce en el que mi hermano siempre había quedado con el mayor de los Tomlinson para ir juntos a clase, y en mi apresurada carrera dejé atrás a Shasha, algo a lo que mi hermana no estaba muy acostumbrada.
               Acababa de decidir que me encantaban los lunes. Por primera vez en mi vida, me había pasado la noche contando las horas para que el sol volviera a levantarse por la mañana, anunciando la llegada de una nueva semana. Me había pasado las primeras horas de soledad nocturna en mi cuarto, leyendo novelas románticas (las partes que tenía señaladas con marcadores de colorines de plástico, al menos; es decir, las más ñoñas con diferencia de cada libro), balanceando los pies en el aire, suspirando con cada pasaje, y deslizando el dedo por la pantalla de mi móvil, examinando todas y cada una de las fotos de sí mismo que me había mandado Alec. Y, ¿por qué no? También masturbándome. Era imposible no hacerlo si recopilaba todas las fotos subidas de tono que me había enviado a lo largo de las semanas; ya no digamos las que nos habíamos hecho en la intimidad de mi habitación o de la suya, y los dos vídeos que habíamos colgado en nuestras redes sociales eran la guinda de un pastel cuyo glaseado no era otra cosa que su sudadera, que aún olía a él incluso entre las sábanas de mi cama. No dejé de inhalar su aroma profundamente impregnado en la tela y recordar todo lo que habíamos hecho durante el fin de semana: abrirnos el uno al otro un poco más en aquella bañera, hacernos más amigos en el sofá, viendo una peli, y enamorarnos más en su cama, cuando nos mirábamos a los ojos y entrelazábamos las manos mientras hacíamos el amor, o gimiendo nuestros nombres cuando follábamos. Había sido un fin de semana de contrastes: frío de su sofá, calidez de su cama, ardor de su cuerpo desnudo frente al mío. Sequedad durmiendo con él y humedad bañándonos; hambre por la tarde y empacho de madrugada; comida basura nada más llegar, y delicias caseras antes de irme.
               Lo había tenido todo, y aunque hacía sólo unas horas de aquello, yo ya lo echaba terriblemente de menos. No mentía cuando le dije que me sentiría muy sola esa noche, pero no en el mal sentido: a pesar de que me gustaría estar con él, sentir su cuerpo firme y cálido al lado del mío, no me importaba tampoco tener un momento para mí y terminar de asimilar lo que había pasado. Nos habíamos dicho que nos queríamos en el idioma en que Alec había aprendido a hablar, me había regalado su sudadera preferida y me había dejado tomarme fotos con su chaqueta de boxeador. Me había hecho suya viendo una película que me sorprendía que no le molestara por asimilación con el pasado de sus padres, y me había utilizado para darse el placer que más deseaba mientras la música de The Weeknd, una banda sonora que había restringido a todas las demás chicas, era lo único que cubría mi cuerpo (al margen de la dulce capa de sudor que sus empellones rociaban en mi piel).
               Lo había tenido todo, le había tenido a él, y en unas horas así volvería a ser.
               Por eso galopé a toda velocidad en dirección a los Tomlinson y Diana, que me esperaban con una sonrisa en los labios. Ellos eran la prueba de que el lunes había llegado, por fin.
               Haciendo gala de una falta de modales y un favoritismo que empezaban a caracterizarme, impacté contra el pecho de Diana, que me esperaba con los brazos abiertos. Ella había sido la encargada de acompañarme en mi sesión de compras de preparación para la noche que habíamos pasado Alec y yo juntos: necesitaba estar a la altura, y, ¿quién mejor para asesorarme que una modelo profesional, que iba a desfilar en unos meses para la marca de lencería más famosa de la historia?
               Diana había sido un amor y me había despejado la agenda a la velocidad del rayo en cuanto le envié un mensaje diciendo que necesitaba de su consejo de experta, e incluso había movido sus hilos (los suyos, no los de su familia) para que su chófer viniera a buscarme a casa en lugar de coger el transporte público.
               -No sé cómo de eco friendly puede ser esto-comenté entre risas cuando Diana me abrió la puerta trasera desde dentro y me hizo hueco en el asiento.
               -Podría ser peor.
               -¿Ah, sí?
               -Sí. Podría haber pedido que nos trajeran la limusina. Aunque, viendo las ganas que tengo de fundirme la tarjeta de crédito en cosas con las que quitarle el hipo a Tommy, creo que habría sido más prudente-me miró por encima de sus gafas de sol de ojo de gato con montura blanca y cristales negros, que combinaban a la perfección con su jersey y sus botas.
               -No hagas que me sienta mal por hacer que te gastes el dinero que ganas con el sudor de tu frente sólo por acompañarme-me burlé, regodeándome en el asiento.
               -¡Qué mona!-Diana soltó una carcajada-. ¡Ni que fuera un sacrificio por mi parte! Créeme, yo tengo más ganas que tú de ir juntas por un centro comercial. Ir de compras es mi segundo deporte favorito.
               -No sé si necesito preguntarte cuál es el primero-esta vez, la que se echó a reír fui yo.
               -El sexo, por supuesto-Diana se unió a mis carcajadas y se colocó las gafas de sol a modo de diadema-. Bueno, cuéntame cuál es tu plan.
               -Pues… hemos hablado de que yo cojo algo para llevar y voy a su casa, que se supone que va a estar despejada, y… bueno, realmente no hemos concretado mucho más.
               -No, Saab. Me refiero a qué tienes pensado para él.
               -¿Debería pensar algo? Porque estoy hecha un lío. Quiero estar a la altura, ¿sabes? Él estuvo genial. Fue un caballero en todos los sentidos. Cuando tenía que serlo, quiero  decir. Y como era todo improvisado, o lo tenía todo planeado, la verdad es que me da miedo cagarla. Por eso te he pedido ayuda. Mis amigas me han dicho que cualquier cosa que se me ocurra, le gustará a Alec, pero… quiero sorprenderle, así que necesito consejo en todo. Estoy hecha un lío, Didi. De verdad. Para empezar… ¿cómo voy vestida?
               -Con escote, por supuesto-me interrumpió Diana, tajante.
               -Y el pelo, ¿cómo lo llevo? Porque a él le gusta cuando lo llevo suelto, pero yo estoy más cómoda con las trenzas…
               -Hombre, el pelo suelto a veces es un coñazo, pero cuando estás a cuatro patas y él te lo engancha y se lo rodea a la muñeca con firmeza, mm-se estremeció, poniendo los ojos en blanco, y yo me eché a reír.
               -¿Y qué llevo de muda? ¿Debería llevar pijama?
               Diana abrió tantísimo los ojos que pensé que se le saldrían de las órbitas.

domingo, 3 de noviembre de 2019

Ritual.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Cuando atravesamos el marco de la puerta de mi habitación, Sabrae giró sobre sí misma como una experta bailarina y, con la mano aún agarrándome con determinación la mía, se puso de puntillas y me dio un beso en los labios que decoró con una risa, colocándole así la guinda del pastel. Me estremecí de pies a cabeza al escucharla, pues aunque era la risa de una niña inocente, a la vez ocultaba una travesura que yo sabía que iba a disfrutar. No debería, pero iba a disfrutarla.
               Trufas se había quedado por el camino, abandonado a su suerte en el momento en que nos pusimos de pie y, sin tener que hablarlo, decidimos poner rumbo a mi habitación. Necesitábamos intimidad, buscábamos intimidad, y el conejo lo sabía, así que nos iba a dejar en paz.
               -¿De qué te ríes?-pregunté, notando cómo las comisuras de mi boca se curvaban en la típica sonrisa de quien no se entera de una, pero aun así está feliz. Me gustaba escucharla reírse, y me gustaba pensar que yo era la causa de que lo hiciera, aunque dudaba que fuera ése el caso, ya que no estaba haciendo nada que no se saliera de mi línea. Claro que a Sabrae también le hacía gracia todo lo que yo hiciera, con independencia si lo hacía para divertirla o no.
               Todo… salvo una cosa.
               Por suerte para mí, antes de tener que dedicar el más mínimo esfuerzo a apartar esos pensamientos tóxicos de mi mente, mi chica volvió a hablar.
               -De nada-respondió, cogiéndome las manos y tirando de mis brazos como si estuviéramos bailando un twist. Volvió a llenar mi habitación con una carcajada mientras yo me dejaba arrastrar.
               -Algo pasará.
               -Es que… estoy pensando en una cosa que me dijiste hace nada-se tocó los labios con la yema de los dedos, conteniendo su risa, y sin previo aviso, me soltó y trotó cual hada en dirección a mi cama, a la que se subió de un salto. Permaneció sentada con las rodillas dobladas, a la japonesa, mirándome con unos ojos chispeantes que me hacían creerme el ser más importante del universo, el que había colocado las estrellas en su lugar-. ¿No adivinas qué es?
               -Digo muchas cosas a lo largo del día, Saab. Como no me des una pista...-medité, haciendo un puchero. Me acerqué a ella, que volvió a sonreír y lanzó una mirada cargada de intención al pie de la cama, en el pequeño escalón oscuro de madera donde se asentaba el colchón, en cuyo interior guardaba mis objetos más preciados, los que ausentaban mis pesadillas: todos mis recuerdos de la época de boxeo. ¿Habría encontrado, quizá, mi santa sanctórum? ¿Estaría intentando convencerme de que se lo enseñara sin tener que decírmelo explícitamente, seduciéndome con la idea? Porque, de ser así, estaba perdiendo el tiempo. No tenía necesidad de jugar: le enseñaría todo lo que quisiera.
               -¿No ves nada raro?-coqueteó, removiéndose en el sitio, sentándose con las piernas cruzadas, cambiando de la cultura nipona a la india, para luego volver a portarse como una geisha. Se estaba mordiendo el labio de una forma adorable, y se apartó un mechón de pelo detrás de la oreja en el gesto de una niña concentrada en portarse lo peor posible sin perder su reputación de buena chica. Volví a mirar el escalón que formaba parte de la cama, y entonces, lo vi.
               Sobre la superficie negra que hacía de soporte de mi colchón, hecho un gurruño, una tela negra esperaba ser descubierta. Su escaso tamaño y la forma curiosa en que estaba retorcida, casi olvidada, me hicieron sospechar en el acto de qué se trataba. Abrí la boca, alucinado, y levanté la vista para mirar a Sabrae, que se echó a reír, se dejó caer sobre el colchón, y dio varias palmadas, divertidísima por la situación.
               -¿Eso son… mis calzoncillos?-pregunté, y ella se incorporó, alzó una ceja y respondió en tono de sabihonda:
               -Querrás decir mis calzoncillos. Me los prestaste para que no fuera por ahí con el culo al aire, ¿recuerdas? Bueno, pues dado que tu sudadera es lo bastante larga como para que mis nalgas no se queden de exposición, y lo bastante calentita como para que no haya peligro de que coja un resfriado, decidí que no tenía por qué pasar calor durante la comida… y que te merecías un poco de diversión. Claro que lo que yo no me esperaba era que te hiciera tanta ilusión que llevara puesta tu ropa interior-aclaró, riéndose-. De haberlo sabido, me habría estado quietecita. Todo sea por no romperte el corazón-me guiñó un ojo y yo intenté tragar saliva de forma un tanto desastrosa, pues me atraganté y tuve que ponerme a toser para no ahogarme.
               -¿O sea que… todo este tiempo… has estado…?-empecé, sin querer imaginarme la escena. No podía pensar en ella cruzando las piernas como lo había hecho a mi lado, acariciándome con el pie en el gemelo, riéndose e inclinándose hacia mí y dejándome acariciarla y acariciándome ella, todo mientras su sexo florecía entre sus muslos, abierto y descubierto para que yo lo alcanzara y le diera las atenciones que se merecía. No podía pensar en ello. No debía, o la poseería en el suelo de mi habitación. La arrastraría fuera de la cama y la haría mía sobre la alfombra.
               Pero, claro, de lo que yo podía y debía hacer a lo que Sabrae iba a  dejarme hacer había una diferencia abismal. Con una sonrisa triunfal que esperaba que no se le quitara nunca, tiró de la sudadera hasta subírsela por encima del muslo, arrastrándola con un dedo como una red de pesca que sale del agua por acción de un anzuelo. No me enseñó el cáliz de su pubis, tanto por la posición en la que se encontraba como por el cuidado que puso en no descubrir el paraíso que tenía entre las piernas, pero sí consiguió que yo  supiera que no había ninguna barrera entre su cielo personal y yo: se levantó la sudadera, dejando su glúteo al descubierto, y mostrándome el inicio de su costado, con unas caderas de chocolate en las que debería haber un envoltorio de algodón y espándex.