domingo, 7 de junio de 2020

Mamushka.


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El silencio en el que nos habíamos sumido cuando giramos la esquina de la calla de la casa de la abuela de Alec cayó sobre mí como un jarro de agua fría. Llevaba ansiosa toda la mañana, desde que nos habíamos despertado: mientras que el día anterior me había dedicado exclusivamente a preocuparme por si me gustaría el mundo de Alec y si encajaría bien en él (lo cual era una prueba importantísima que nuestra relación debía pasar, y de cuya importancia yo era plenamente consciente), ahora que había comprobado que su mundo bien podía ser el mío, en mi interior se había desbloqueado un nuevo miedo: ¿y si no encajaba con su familia? ¿Y si a su abuela, de la que con tanto respeto reverencial hablaba, no le caía bien? ¿Lograríamos superarlo? Puede que no debiera estar planteándome eso a esas alturas de la película, pues a fin de cuentas, su abuela vivía en la otra punta del país y su madre me adoraba, pero aun así… quería que todo con Alec fuera absolutamente perfecto.
               -Estoy nerviosa-le había confesado mientras nos lavábamos los dientes en el minúsculo baño del piso de Miles, aquel en el que habíamos dormido en nuestra primera noche de viaje juntos por primera vez. Había suspirado con cierto alivio cuando entramos en el piso y vi que era algo pequeño y más bien humilde, pues así sabía que Alec se relajarían con el tema del hotel de Barcelona. No me lo decía, pero yo tampoco era tonta: sabía que estaba recortando gastos de todos lados para conseguir ir a un sitio un poco mejor que el hotel en el que habíamos hecho la reserva, sin querer creerse que yo dormiría feliz debajo de un puente siempre y cuando estaríamos juntos. Si compartíamos una cama enana en una habitación minúscula y un piso ínfimo, Alec se daría cuenta de que no era el continente lo que me importaba, sino el contenido.
               -No tienes por qué-había respondido él, dándome un beso en la punta de la nariz-, le gustarás-lo había dicho con total confianza, limpiándome la espuma de la pasta de dientes que su beso había dejado sobre mis labios, como un copo de nieve tardío que quería reivindicar la importancia que tiene el invierno en las relaciones amorosas. No en vano, nuestra relación había terminado de cuajar con las primeras nieves.
               Aquella seguridad, sin embargo, se evaporó en cuanto salimos de casa de Miles, Alec cargando con nuestra bolsa de viaje sobre el hombro derecho y su mano izquierda, rodeando la mía. Apenas echamos a andar en dirección a los suburbios de la zona industrial, donde me explicó que se habían afincado sus abuelos cuando éste consiguió trabajo en una de las fábricas de Manchester, Alec empezó a vomitar palabras como si le fuera a vida en ello… exactamente igual que había hecho cuando me hizo mi primer regalo el día de San Valentín. Yo me había quedado callada, asintiendo con la cabeza, escuchando su perorata y preguntándome si habría mejorado un poco la situación que hubiera cogido ropa un poco más… formal. Había decidido ir bastante recatada para lo que yo solía ser cuando estaba con Alec: en cuanto éste me dijo que podíamos aprovechar para dejarnos caer por casa de su abuela y que yo la conociera, saqué inmediatamente el top anudado a la espalda con el que tenía pensado secarle la boca durante todo el viaje de vuelta. A cambio, había metido en la bolsa, cuidadosamente doblada, una blusa amarilla con escote palabra de honor y mangas abullonadas que disimulaba bastante bien mis amplias caderas y me estilizaba la figura, amén de que me echaba unos años encima que nunca venían mal. Quería parecer una chica respetable y formal en mi primer encuentro con la mujer que le había enseñado a Alec una de sus lenguas maternas, de manera que, ¡fuera los vaqueros rotos! Llevaría unos de color azul oscuro, bien apretaditos, que me quedaban de infarto porque me levantaban el culo y puede que mantuvieran mis rebeldes muslos un poco en su sitio (todo lo “en su sitio” que ese par de sinvergüenzas podían llegar a estar, al menos). Y de calzado… las botas de tacón del día anterior servirían; sólo esperaba que no me hicieran demasiado daño, o al menos el suficiente como para no preocuparme por las ganas de vomitar.
               Alec me cogió de la mano y entrelazó mis dedos con los suyos mientras esperaba a que contestaran al timbre. Estábamos en un portal de una de las innumerables calles de Manchester que rodeaban las fábricas del extrarradio, con la pintura desconchada y la madera de la puerta del portal algo ennegrecida por los siglos de exposición al carbón. En condiciones normales, me habría llamado la atención que la abuela de Alec, la suegra de un arquitecto acomodado que vivía en la capital del mundo, viviera en un edificio así de desdejado, que llevaba décadas clamando por una capa de pintura. En ese instante, sin embargo, estaba tan atacada que apenas podía respira, ya no digamos reflexionar sobre el movimiento arquitectónico inglés del año en que se habían construido aquellos edificios de los que el ayuntamiento se había olvidado.
               Aunque, claro, visto en retrospectiva… lo cierto era que a la abuela de Alec le pegaba no querer mudarse de la casa en la que había construido su hogar. Rechazar un regalo mejor por algo que había conseguido con el sudor de su frente era algo que me recordaba a alguien…
               Sus pulgares acariciaron mis nudillos mientras tomaba aire, tratando de contener las ganas de empezar a hablar.
               -Le vas a encantar a Mamushka, ya lo verás-dijo, más para él que para mí. Yo le sonreí, todavía no sé cómo, y le besé el dorso de la mano, y él se volvió como un resorte hacia el telefonillo cuando una voz de mujer mayor respondió-. Mamushka, soy yo.

               La mujer respondió con alegría y a su voz le siguió el sonido de un timbre que indicaba que la puerta acababa de abrirse. No pude comprender sus palabras: no sabía si se debía a mis nervios, o que se había dirigido a su nieto en el idioma que le había enseñado. Alec empujó la puerta con la mano libre lo suficiente como para abrir una abertura y que yo pasara dentro, y después me siguió al interior del portal, tan estrecho que no podíamos pasar a la vez, sino que debíamos ir en fila. Del techo pendía una bombilla desnuda que acarició el pelo de Alec cuando éste  se colocó a mi lado, y los dos dimos un brinco al ver nuestras sombras bailar con el balanceo de la luz. Nos echamos a reír en cuanto nos dimos cuenta de lo que había sucedido.
               -Fíjate-comentó él, aún con la risa floja en la boca-. Debo de haber crecido algo desde el verano. Es la última vez que estuve aquí. Allí ya decía que medía 1,87, pero se ve que he pegado otro estirón. Manda huevos, llevo meses perdiendo la oportunidad de recordarle a tu hermano que soy unos pocos centímetros más, más alto que él… debería venir aquí más a menudo…. Y traerte a ti, por supuesto-ronroneó, rodeándome la cintura con el brazo y besándome el hombro desnudo. Un calambrazo me recorrió la espina dorsal, generado en el punto exacto en el que los labios de Alec tocaron mi piel. Tal vez hubiera sido mejor idea ponerme el jersey de cuello vuelto que había traído por si no me sentía lo suficientemente valiente como para vestir mi blusa… claro que, si la abuela de Alec era como todos los ancianos, y tenía la estufa a todo plato, me pondría a sudar como una cerdita.
               Pasados los buzones, Alec continuó con la perorata que había iniciado comentando su altura; la tregua que había traído girar la esquina de la manzana del edificio de su abuela se había acabado, y ahora los dos estábamos histéricos.
               -Le vas a encantar, te lo digo yo-comentó como si yo le hubiera repetido mis miedos de por la mañana, aunque supuse que no hacía falta. Me latía el corazón tan rápido que estaba segura de que él podía oírmelo-. Y ella a ti. Es encantadora; al principio puede parecer un poco fría con las personas que no conoce, pero ya verás cómo enseguida se abre. Es que es un poco tímida, pero tú no te preocupes. Seguro que te adora. Estoy convencido. No estés nerviosa.
               -Vale-sonreí, y decidí no decirle que el hecho de que él estuviera nervioso me ponía más nerviosa aún, pues también me enternecía verlo así, como un niño pequeño que se presenta en casa de sus padres con un juguete que ha robado de la guardería, con la esperanza de que no le riñan ni le obliguen a devolverlo. Me encantaba aquella faceta de él que había visto únicamente en otra ocasión con anterioridad: en San Valentín; adoraba su inquietud, su nerviosismo rayano en la desesperación porque todo saliera bien.
               -Mamushka es buena, te va a tratar genial, y te adorará en cuanto te conozca un poco-murmuró, y aprovechó la esquina de un rellano para adelantarme y comenzar a tirar de mí escaleras arriba. Nuestros pasos resonaban en el minúsculo pasillo que hacía las veces de rellano mientras subíamos las escaleras. Intenté no jadear, pero fracasé: las piernas de Alec eran demasiado largas para mí-. Ya verás. Tengo muchas ganas de que la conozcas. Es súper buena, y súper tierna. No te dejes engañar por la cara de señora gruñona que pone: quiere colártela, hacerte creer que es la típica señora que te pegaría un bolsazo sin dudarlo si sospechara que quieres coger la pera a la que le ha echado el ojo en la frutería, pero es más buena que el pan. Es súper protectora, ¿sabes? Tiene el instinto maternal súper desarrollado. Es como si mi madre no hubiera dejado de ser nunca un bebé, así que ella está dispuesta a morder a todo el que se acerque a nuestra familia. Por supuesto, eso no te incluye a ti; me refiero a cualquiera que quisiera hacernos daño. ¿Sabes? Es hasta divertido: durante el divorcio de mis padres, los abogados de mi padre pidieron una orden de alejamiento que impidiera que mi abuela se lo cargara. En cuanto se enteró de lo que había pasado mi madre, fue a por él con toda la artillería. Por eso la admiro un montón-sonrió-. Es mi modelo a seguir. Además, fue ella la que se ocupó de cuidarme mientras mi madre se divorciaba de mi padre, ¿sabes? Por eso hablo ruso. Trató de consentirme en todo lo que ponía, y cuando mamá me reñía por algo siendo yo pequeño y ella estaba en casa, me consolaba en ruso. ¡Como si mi madre no lo hablara!-se echó a reír-. Supongo que por eso me gusta tanto ese idioma-se detuvo en medio de un escalón, tapándolo todo con su inmensa figura,  y se giró para mirarme-. Oye, ¿qué tal estoy? ¿No tengo manchas de pasta de dientes, no?
               -¿Y yo?-pregunté con un hilo de voz, y Alec me miró.       
               -Saab, estás increíble. No estés nerviosa, de verdad. Pareces un ángel de Nutella bajado de los cielos de chocolate para bendecirnos a todos con diabetes.
               -¿Un ángel de Nutella?-repetí, conteniendo una risita. Alec asintió con la cabeza.
               -La Nutella está más buena que el chocolate a secas, ¿no? Y tú estás buenísima. Joder, no me creo que hayas accedido a venir conmigo a Mánchester y que te vaya a presentar a mi abuela. Me parece flipante. ¿A ti no? El año pasado, no soportabas estar en la misma habitación que yo. ¿Qué digo, el año pasado? ¡Hace cuatro meses!-se echó a reír de nuevo-. Acojonante, acojonante… es increíble lo que puede cambiar tu vida en unos meses, ¿no crees? Sólo espero que Mamushka…-se quedó callado y miró una puerta de color roble con una mirilla un poco oxidada, y un felpudo al que se le habían borrado las letras hacía tiempo. Tragó saliva y se pasó una mano por el pelo, y yo, que supe leer el nerviosismo de ese gesto, le puse una mano en el brazo.
               -Al, no estés nervioso. Seguro que se alegra muchísimo de verte, y probablemente no te dé más que un tirón de orejas por llevar tanto tiempo sin pasarte por aquí. Además, no puede pretender que vengas cada fin de semana. Son bastantes horas de tren…
               -No, si no estoy preocupado por eso. Lo que me preocupa es lo que pueda decirte a ti. Yo sé manejarla, pero tú…-me miró desde arriba, mordiéndose el labio, y por primera vez en bastante tiempo, y desde luego en toda la historia que llevaba con él, mi color de piel me asaltó.
               Era perfectamente consciente de las miradas que mi tez aún despertaba en ciertos sectores de la sociedad, pero yo había tenido la suerte de nacer en una familia de gente que tampoco era blanca, y que, al convivir con el racismo desde el día en que llegaron al mundo, no iban a practicarlo. Sin embargo, ése no era el caso de la familia de Alec. Incluso aunque sus orígenes de desperdigaban por todo un continente, mucho más desconcentrados que los míos, su árbol genealógico echaba raíces sólo en tierras blancas.
               -¿Es que es racista?-pregunté-. Porque puedo soportarlo, créeme-le aseguré, poniéndole una mano en el brazo para tranquilizarme. Procuré no detenerme demasiado a acariciar su bíceps, porque no me convenía entrar cachonda en casa de una racista. Miré a Alec a los ojos, esos preciosos ojos de color avellana que tan sinceros me resultaban. Esos ojos jamás me habían mentido. Incluso cuando nos habíamos enfadado, habían seguido mirándome con adoración, con un amor que yo no había experimentado nunca en mi vida, y que no quería experimentar si no era con él.
               O… espera. Alec me había dejado muy claro lo importante que era para él que su abuela y yo nos lleváramos bien. ¿Y si quien le preocupaba era yo? Era reivindicativa, abanderada de los oprimidos… o contestona, según se mire.
               -Me morderé la lengua si es lo que tú quieres.
               -¿Qué? ¡No! No, mi abuela no…-empezó, y volvió a mirar por encima del hombro hacia la puerta. Se mordió el labio, pensativo-. Bueno, nunca se ha dado el caso, ahora que lo pienso, pero… si te soltaran alguna racistada, jamás te pediría que te quedaras callada. Es más, incluso te defendería. Pero… no es por eso, no. Es que… bueno, si te dice cosas raras… tú síguele el rollo, ¿vale?-me pidió-. Es la edad.
               Me quedé allí plantada un segundo, con el ceño fruncido, intentando adivinar a qué se refería Alec. Él subió los últimos escalones que nos quedaban de una zancada, y al ver que me quedaba atrás, me tendió la mano y me dio un tirón para hacerme subir. No calculó su fuerza, algo que le pasaba muy a menudo cuando estábamos en la cama (pero a mí me encantaba, así que jamás había protestado) y choqué contra su pecho con un golpe sordo.
               Me mareé en cuanto mis pechos presionaron su pecho, tremendamente acogedor. Sus ojos cayeron sobre los míos y su aliento penetró por entre mis labios como, de repente, quise que lo hiciera él en mis partes íntimas. ¿Cuánto tiempo tardaría en proporcionarme un orgasmo delicioso que me relajara? ¿Lo suficiente antes de que su abuela abriera la puerta? Parecía imposible que consiguiera hacer que me corriera en unos pocos segundos, pero tratándose de Alec, todo era posible.
               La mano de Alec ascendió por mi brazo hasta que sus dedos rozaron mi rostro en una cariñosa caricia. Tragó saliva, de manera que la nuez de Adán subió y bajó en su cuello de una forma tremendamente seductora. Alec era pura seducción, incluso cuando no quería más que tranquilizarme.
               -Por Dios…-susurró, más para mí que para él-. Que salga bien.
               ¿El qué? ¿Mi presentación a su abuela? ¿Nuestro viaje a Mánchester? ¿El año que pasaríamos separados? ¿Mi parto de nuestro tercer hijo? ¿Las ochenta y cuatro reencarnaciones en las que seguiríamos enamorados?
               Porque me postraría ante quien fuera para unirme a la plegaria resumida que Alec acababa de lanzar al aire.
               No tuve ocasión de preguntarle, porque sus labios se posaron sobre los míos en un beso de fuego tan tierno como el más dulce de los postres, y me quedé sin aliento. Sus pestañas se entrelazaron con las mías mientras depositaba ese suave beso en mi boca, y cuando sus labios se separaron de los míos, tenía tan poco control de mí misma que apenas pude abrir los ojos.
               -Me apeteces-jadeé en voz baja, con un hilo de voz que nada tenía que ver con mis nervios.
               -Me apeteces-contestó él, acariciándome la mandíbula. Miró el timbre como el caballero que mira al dragón al que tiene que matar para salvar a su princesa, tragó saliva y lo presionó.
               El eco del timbre apenas había dejado de sonar cuando la puerta se abrió de par en par, mostrando que el ansia que Alec sentía por ver a su abuela estaba equiparada con la que su abuela sentía por verlo a él. Una mujer oronda de cabello cano anudado en un moño en la nuca nos recibió con una sonrisa en los labios y los ojos chispeantes de felicidad, la felicidad propia de la mujer que vive sola y que recibe una visita de alguien muy querido después de mucho tiempo deseando que ese momento se produjera.
               Mamushka!-celebró Alec, abriendo los brazos-. ¡¡Privet!!
               Alec se inclinó hacia su abuela, que sin embargo hizo un mohín y dio un paso atrás. Cuando por fin los vi juntos, pude comprobar que la mujer le llegaba a Alec por debajo de los hombros. Fácilmente tenía sus propios hombros a la altura de la cintura de su nieto: era incluso más baja que yo, lo cual me sorprendió, a pesar de que Annie tampoco era, precisamente, candidata a jugar a baloncesto a jugar por su altura.
               -No hables con ese acento-le recriminó-, que llevas sabiendo ruso toda la vida.
               Alec se echó a reír; no fue hasta ese momento cuando me di cuenta por fin de que había exagerado tremendamente el acento inglés al decir aquellas dos palabras: había modulado tanto la R que la había convertido en una especie de W. Alec susurró algo, ya su voz cambiada y adaptada completamente a la pronunciación del idioma de su familia materna, y estrechó a su abuela entre sus brazos. Mientras los dos se fundían en ese cálido abrazo de reencuentro en el que Alec bien podía haberle descoyuntado la columna vertebral a su abuela, yo tragué saliva, notando cómo el nudo en mi estómago se hacía cada vez más y más duro, apretándose hasta el punto de que estaba segura de que no podría pronunciar palabra sin vomitar. Intercambiaron un par de palabras en su idioma, poniéndose al día mientras yo intentaba respirar con normalidad.
               Mientras íbamos a Mánchester, había intentado memorizar una sencilla frase en ruso: “buenos días, señora Parker, es un honor para mí conocerla”, que había puesto en el traductor de Google y me había dedicado a repetir en voz baja mientras Alec dormitaba a mi lado, con un brazo sobre mis hombros y la sien pegada a la ventanilla, ajeno al paisaje que se abalanzaba a toda velocidad a nuestro lado. Quería darles una sorpresa a  él y a su abuela, creyendo que el detalle de haberme esforzado por descubrir aquel idioma pesaría más que mi horrible acento extranjero y mis más que probables errores de pronunciación. Pero ahora, viendo que su abuela era tremendamente exigente con él…
               -Mamushka-Alec se separó de su abuela, cogiéndola por los hombros, y yo supe que había llegado el momento en que yo entraba en escena, con fuegos artificiales y petardos. Sólo esperaba que los fuegos artificiales no se engancharan en el telón y prendieran fuego a todo el teatro, o que los petardazos pudieran confundirse con pedorretas-. Quiero presentarte a alguien-la abuela de Alec levantó unos ojos inteligentes, que no habían envejecido un solo día desde que alcanzaron la mayoría de edad, en dirección al que sospeché que era su nieto preferido-. Ésta es Sabrae.
               La mujer clavó aquellos ojos inteligentes y calculadores en mí. Me escaneó de arriba abajo en un santiamén, tan rápido que apenas tuve tiempo de reaccionar. Como si fuera un personaje de los animes que veía Shasha, tiré de mi bolso hasta hundirlo en mi vientre y con un hilo de voz, musité:
               - Dobroye utro, missis Parker. Dlya menya bol'shaya chest' poznakomit'sya s vami-lo solté a toda velocidad, tan rápido que ni siquiera tomé aire al final de la primera frase, y se me encendieron las mejillas tanto que la temperatura del planeta ascendió varios grados. Me quería morir. Seguro que lo había hecho mal. Tanto Alec como su abuela habían abierto los ojos como platos, mirándome. Alec sonrió un segundo antes que su abuela, comprendiendo a qué se debía mi repentino interés durante el viaje en tren por conocer el apellido de soltera de su madre.
               -¿Para qué quieres saberlo?-preguntó, y yo me había encogido de hombros.
               -Quiero saber cómo debo llamar a tu abuela.
               -Llámala Mamushka-entonces, quien se había encogido de hombros había sido él-. Le gustará-de modo que había tenido que terminar recurriendo a Mimi, que me habría enviado en un mensaje la partida de nacimiento de todos sus antepasados si yo se la hubiera pedido.
                Pasaron un total de tres angustiosos segundos antes de que la señora reaccionó, segundos que a mí se me antojaron horas, y que borbotearon en mis entrañas como lava incandescente que yo no era capaz de digerir del todo bien. Lo único que me impidió vomitar en el rellano fue la vergüenza que estaba pasando: por hacerlo mal, por mi blusa escotada, más propia de la primavera que del invierno y que seguro que gritaba cómo había empezado la relación con su nieto; por mi terrible acento hablando ruso y mi pésima idea de intentar presentarme en aquel idioma que era incapaz de aprender por muy paciente que fuera Alec tratando de enseñarme; y, por supuesto, por haber memorizado como había podido una frase del traductor de Google, del que yo no entendía dos palabras seguidas si se me ocurría poner algo en urdu. Acababa de quedar como una lerda, y la mujer me mandaría de vuelta a mi casa de una patada en el culo. Me negaría la entrada y le diría a Alec que se merecía alguien mejor que yo, alguien más a su altura, que supiera cuál era su lugar y que no hiciera el ridículo de aquella manera tratando de impresionarla…
               Entonces, la abuela de Alec me dedicó una sonrisa radiante, amplia como la del gato de Chesire, y se abalanzó sobre mí, escupiendo una retahíla de palabras en ruso que yo no entendí. Se inclinó para darme dos besos, y yo me quedé anonadada cuando volvió a dármelos inmediatamente, y así, una tercera vez, mientras continuaba parloteando. Miré a Alec con ojos como platos, sólo para descubrir que el muy cabrón estaba esforzándose por no echarse a reír a mandíbula batiente: se le habían humedecido los ojos a base de tratar de contener las carcajadas, aunque se había dado por vencido y jadeaba por lo bajo, tratando de no subir el volumen con su risa.
               La abuela de Alec continuó con su retahíla, ajena a que yo no comprendía absolutamente nada. La cabeza empezó a darme vueltas cuando pensé que quedaría como una estúpida mocosa pretenciosa si sacudía la cabeza con el gesto compungido de los turistas y decía que, en realidad, me acaba de marcar un farol. Desde luego, la anciana parecía entusiasmada  con poder hablar en su idioma con su nieta política. Odiaba pensar en que le daríamos dos decepciones esa tarde, porque la gente mayor es delicada y puede que no sobreviviera a la primera, que consistía en mi desconocimiento total del idioma en que se habían escrito clásicos como Guerra y paz. Del hecho de que ni siquiera era su nieta política, mejor ni hablábamos.
               -Mamushka, Mamushka-instó Alec, aún riéndose, poniéndole una mano en el hombro y dándole un suave apretón-. Eh, eh, eh. Tranquilízate. Sabrae no habla ruso.
               La mujer me miró sin entender. Había decidido dejar pasar mi tremendo patinazo en lo que respectaba al acento y la pronunciación a cambio de que hiciera el esfuerzo de aprender su idioma, uno de los más complicados de Europa. Hundí un poco los hombros en señal de humillación, sintiendo que su mirada pesaba dos toneladas en mi espalda, con las mejillas cada vez más y más rojas.
               -Pero… ¿y la presentación?-preguntó, dirigiéndose a su nieto con un suavísimo acento que, estaba segura, mantenía por voluntad propia. Alguien que se había mudado a Inglaterra tanto tiempo atrás no podía tener aún ese deje extranjero; seguramente fuera un homenaje a la patria que había dejado atrás. Alec sonrió.
               -Estoy tan sorprendido como tú, porque yo no le he enseñado a decir eso. ¿Saab?-inquirió, alzando las cejas. Levanté el móvil despacio, en señal de rendición.
               -Traductor de Google-comenté, y la anciana parpadeó-. Quería tener un detalle con usted, señora Parker. Alec me ha hablado mucho de usted. Sé que él habla ruso porque usted le enseñó, y…
               -Ha sido un bonito detalle-respondió, pero creí notar cierta frialdad en su contestación-. Claro que deberías ser capaz de construir una frase así tú sola…-añadió, lanzándole una mirada de advertencia a Alec, que simplemente se pasó una mano por el pelo.
               -Dame un respiro, ¿quieres, Mamushka?-inquirió, poniendo los ojos en blanco. Justo cuando pensaba que la hostilidad de la mujer se iba a dirigir a ambos, concentrándose en mí un poco más de lo que podría manejar, se volvió y me dedicó una sonrisa cálida.
               -Supongo que tenéis tiempo de sobra para que aprendas a hablar ruso como es debido. Sólo espero que este gañán te enseñe bien.
               -Perdona, ¿qué? ¿Me has llamado “gañán”?-Alec se echó a reír, pero su abuela le dio un manotazo en el brazo.
               -No te quedes ahí plantado, ¡vamos! ¡Invítala a pasar!
               -Mamushka, es tu casa.
               -Sí, pero es tu invitada-sentenció, haciendo un gesto con la mano en dirección a la puerta, y atravesándola con la dignidad de una emperatriz. Alec puso los ojos en blanco, farfulló algo por lo bajo, su abuela le contestó, él le respondió en tono cortante, pero sonrió cuando me miró.
               -Tú primera, bombón-invitó, poniéndome una mano en la espalda y mostrándome el camino con una mano-. Intenta mantener una actitud abierta y positiva, ¿vale? No te la tomes muy en serio.
               -Claro-respondí, aunque no sabía muy bien a qué se debía su preocupación. De acuerdo, puede que la opinión que se había formado su abuela de mí no fuera aún muy nítida, pero habíamos empezado con buen pie. Bueno, medio empezado. Me daba la sensación de que, si bien le había disgustado la perspectiva de perder una tarde hablando en ruso por respeto a mí, le había gustado el detalle que había tenido con ella de tratar de aprender algo en su idioma.
                Atravesé la puerta de madera y me encontré con un pasillo de no más de varios metros y que daba a una cocina de suelos de color crema, igual que las paredes. En los laterales del pasillo, había dos puertas: una, cerrada; la otra conducía a una habitación aún más pequeña que la que habíamos ocupado Alec y yo la noche pasada. La cocina era bastante luminosa, pues una gran ventana iluminaba la estancia de no más de diez metros cuadrados. En el lado contrario de la ventana, volvía a haber dos puertas, haciendo de la casa una caja de cerillas bien compartimentada.
               A pesar de que era una vivienda minúscula, mucho más pequeña que el salón de mi casa (o, si me apuras, mi habitación), lo cierto era que no se sentía en absoluto sofocante, sino todo lo contrario. Las paredes estaban decoradas con fotografías de gente que le sonreía a la vida a pesar del paso del tiempo: algunas eran realmente antiguas, tomadas probablemente con una cámara de las que necesitaban trípode; otras, sin embargo, tenían los colores propios de una cámara digital.
               Incluso había fotografías en las alacenas, pegadas con celo o con cinta aislante, que hacían de la madera de color avellana un mosaico de rostros sonrientes en distintas escenas. La abuela de Alec caminó despacio hacia la encimera, revolvió en una olla que tenía a fuego lento en la vitrocerámica, y se volvió para mirarnos.
               -¿Qué hacéis ahí de pie? ¡Sentaos, venga! La comida estará lista enseguida.
               Dejé mi bolso sobre la mesa, cuyo mantel de cuadros azules estaba rayado por el uso, sobre todo por el desplazamiento durante años de un frutero de piedra que imitaba a granito tallado con las formas propias de las decoraciones de los templos griegos.
               -¿Qué estás preparando, Mamushka?
               -Es sorpresa.
               -Mamushka-gruñó Alec, fingiendo frustración, pero su sonrisa me indicó que aquello era un juego típico de ambos.
               -¿A ti qué? Tienes más tragadera que una morsa de Siberia. No he visto a nadie comer como lo haces tú. Es un milagro que no estés fofo-replicó su abuela.
               -Sí, el milagro del boxeo-replicó Alec en voz baja, tirando de una silla para que yo me sentara. Posé el culo suavemente sobre mi asiento, sintiendo que estaba siendo tremendamente maleducada por no esperar a que lo hiciera la señora Parker, y traté de cruzar las piernas por debajo de la mesa. Me giré para terminar de contemplar el resto de la habitación, encontrándome con un armario bajo en el que se almacenaría más comida, supuse, y en cuya superficie había varios utensilios de cocina, amén de diversos souvenirs. Reconocí una bolita de nieve de Chipre al lado de la televisión, situada en una esquina, y me pregunté si sería Alec quien se la habría llevado.
               -Alec, ¿podrías echarle un vistazo a la televisión? Hace un par de semanas que no enciende.
               Alec bufó por lo bajo.
               -¿Por qué siempre esperas a que me siente para pedirme las cosas, Mamushka?
               -Deja de quejarte y ayuda a tu abuela, a la que tienes abandonada desde el verano.
               Alec rió, jugueteando con el servilletero.
               -Si vinieras a Londres a vivir con nosotros…
               -¿A qué voy a ir yo a Londres? Menuda ciudad infernal. No se me ha perdido nada en Londres.
               -No, qué va. Sólo tu hija y tus nietos-respondió Alec, rodeando la mesa para aprovechar el paseo y darle un beso en la mejilla a su abuela, que se dejó mimar.
               -Yo no pinto nada en esa casa tuya; la habéis decorado como una villa de la Toscana. A tu madre se le ha ido completamente la cabeza. Cualquiera diría que es griega de octava generación.
               -Mamushka, la Toscana está en Italia, y si mal no recuerdo, fuiste la que decidió parirla en Grecia. Además, la casa la diseñó Dylan antes de que se conocieran. ¿Tienes algo en contra de mi padrastro?
               -Tu padrastro es un sol y un santo, por aguantaros a ti y a tu madre.
               Me reí por lo bajo cuando Alec se pasó una mano por el pelo y se rascó la nuca.
               -Sí, me pregunto de quién habremos sacado lo insoportable. ¿Ha habido una tormenta, o algo así?
               La abuela de Alec dejó de revolver un momento en la olla y lo miró.
               -Alexéi-espetó, y yo fruncí el ceño cuando Alec puso los ojos en blanco-. Esto es Inglaterra. ¿Cuándo no hay tormentas aquí?
               -¿La desenchufaste durante la última tormenta?
               -Claro. Yo sigo paso a paso todo lo que me dices que tengo que hacer con estos aparatos infernales. Debes de pensar que soy tonta.
               -¿Y volviste a enchufarla después de la tormenta?
               La señora Parker parpadeó. Alec alzó una ceja, apoyándose sobre la mesa. Su abuela se giró de nuevo hacia la olla.
               -Me abandona en mi soledad y encima me trata de boba… con todo lo que yo hice por él-y empezó a balbucear en ruso mientras Alec enchufaba la tele y la encendía, como por arte de magia. Se giró sobre sus talones mientras yo me aguantaba la risa y levantó las manos.
               -¡Milagro!-festejó. Su abuela le contestó en ruso y él le devolvió la contestación en el mismo idioma; ella sonaba cortante, pero él se lo estaba pasando bomba. Alec rodeó la mesa por el lado contrario al que lo había hecho la otra vez y me acarició los hombros de la que pasaba por detrás de mí, arrastrando mi melena con los dedos de forma que una visión deliciosa de la curva de aquellos quedara de nuevo al aire. Descubrí que no sentía nada de frío en aquella habitación, y me felicité a mí misma por no haber traído el jersey de cuello vuelto, pues con él ya me estaría asando.
               -Sabrae, ¿quieres algo de beber?
               -Estoy bien, gracias, señora Parker.
               -Venga, mujer. Es de mala educación rechazar una bebida de tu anfitriona. ¿Te gusta el café?
               -Claro.
               -Yo no quiero café-la pinchó Alec.
               -Tú tomarás lo que yo te diga-sentenció su abuela, encendiendo una cafetera-. Dios mío, menuda cruz me ha tocado cargar contigo. Y todavía quieres que me vaya a vivir a ese palacio infernal, con ese demonio peludo que habéis metido en casa…
               -Está feo que hables así de Mary Elizabeth, Mamushka. No está aquí para defenderse-rió Alec, cogiendo una manzana y llevándosela a la boca. Su abuela le fulminó de nuevo con la mirada mientras la cafetera empezaba a chirriar y gruñir al ir licuando el café-. Además, ¿no eras tú la que querías quedarte en Mánchester?
               -Claro. Aquí estoy tranquila, sin aguantar tus tonterías. Bastante tengo con lo mío como para encima tener que aguantarte, Alexéi-Alec cuadró la mandíbula al volver a escucharla, pero no dijo nada. Puso los ojos en blanco y apartó la mirada-. Mírame cuando te hablo-le devolvió la mirada a regañadientes, parpadeó despacio en su dirección y empezó a sonreír muy, muy lentamente. Su abuela no pudo mantenerse seria mucho tiempo-. Eres un payaso.
               Me mordisqueé la uña del pulgar para no empezar a sonreír yo también.
               -Pero es por eso por lo que me adoras.
               Me pasé una mano por el pelo, conteniendo el impulso de asentir con la cabeza. Su abuela suspiró.
               -Qué remedio me queda. Eres el único nieto varón que tengo. El futuro de la familia recae sobre tus hombros.
               -Pobres de nosotros-rió Alec, dando un mordisco a la manzana. Fruncí el ceño y no pude aguantar más la curiosidad, pues no me cuadraban los datos: si aquella mujer fuera la madre del padrastro de Alec, el comentario estaría más que justificado. Sin embargo, la señora Parker había tenido a Annie, no a Dylan. Y Annie tenía un hijo.
               -Pero… ¿qué pasa con Aaron?-pregunté, odiando tener que abrir la caja de Pandora, pero necesitaba respuestas. Alec y su abuela se miraron y se echaron a reír al unísono.
               -Oh, sí, mi querido Aaron. Siempre me olvido de él-rió, sacando unas tazas de las alacenas, a las que a duras penas alcanzaba… pero para las que no quería ningún tipo de ayuda, tal y como pude comprobar por la mirada reprobatoria que le lanzó a Alec cuando éste hizo amago de levantarse. Me sentía muy incómoda no echándole una mano, pero por lo poco que la conocía ya sabía que era una mujer de armas tomar, y que me convenía no enfadarla.
               -Eres una abuela pésima. Mi amado hermano-comentó Alec, girando la manzana en sus dedos y sonriéndole a las partes que ya había mordisqueado-. Él no se merece esto. Con lo que te quiere.
               -Y yo a él-contestó su abuela en un tono que dejaba entrever todo lo contrario-. ¿Cómo está?
               -Como siempre.
               Alec levantó la vista y miró a su abuela. Los dos sonrieron.
               -¿Sigue igual de gilipollas?-preguntó su abuela, y yo abrí la boca, estupefacta. Jamás, en mi vida, habría creído que una abuela podría hablar así de un nieto… claro que también estaba el hecho de que ninguna de mis abuelas tenía un nieto como Aaron, que se hubiera puesto de parte de su padre maltratador.
               -Cada día más.
               -Y yo que pensaba que no se podía ir más para abajo-suspiró la anciana, colocando las tazas sobre la mesa y sacando el azucarero.
               -Esto es como el vino. Se acentúa con la edad. Se ha echado novia.
               -¿De veras? Vaya. Me pregunto a qué pobre infeliz habrá conseguido embaucar con sus tretas de demonio. ¿Quién es la desgraciada a la que tiene engañada?
               -Mamushka, vives a 500 kilómetros de él. No vas a conocerla.
               -Sólo quiero saber la identidad de la chiquilla por la que tendré que rezar todas las noches a partir de ahora. Se me están quedando unas plegarias muy largas-suspiró, depositando la cafetera sobre un trapito que había colocado en el mantel para evitar que se quemara, y sacando unas pastitas-. Me voy a hacer vieja pronunciándolas.
               -Mamushka, tú ya eres vieja-sonrió Alec, tomándole una mano arrugada y minúscula entre las suyas y acariciándosela con el pulgar. Su abuela le miró.
               -Y la culpa es tuya.
               -¿Mía? ¿Por qué?-Alec se echó a reír.
               -Envejecí veinte años el día que naciste. No me has dado más que disgustos.
               Alec se rió entre dientes, negando con la cabeza.
               -Me pregunto por qué me sigues queriendo.
               -¿Quién ha dicho que te quiera?
               Mi chico abrió los ojos y la boca, anonadado. Se llevó una mano al pecho y se repantigó en la silla, fingiendo que había muerto. Tanto su abuela como yo nos reímos.
               -¡Qué mala eres, Mamushka! Me has tenido engañado todo este tiempo.
               -De alguien tenía que haberlo aprendido Aaron-sentenció su abuela, vertiendo un poco de café en una taza-. ¿Cómo lo quieres, Sabrae?
               -Sólo unas gotitas. Lo suelo tomar más bien clarito.
               -Le gustan las cosas claritas-se rió Alec, echándose sobre la mesa con los brazos entrelazados y mirándome por entre el hueco de estos como un niño fascinado con su profesora favorita, de la que está enamorado desde el primer día de curso. No pude evitar volver a sonrojarme. Por Dios, ¿qué me pasaba? Normalmente era una sinvergüenza estando con Alec. Él no conseguía sacarme los colores delante de nadie por mucho que lo intentara, y eso que lo intentaba con más ahínco cuanta más gente hubiera.
               Supongo que era la trascendencia de la situación en sí. El estar con su abuela, y no con sus amigotes, con los que fardaba más que otra cosa. Lo cierto es que ahora era completamente distinto a como era cuando estábamos con gente, se comportaba… bueno, como mi Alec. Mi sol. El chico que era cuando estábamos solos. Del que me había enamorado, y me había hecho ver que también me gustaba su faceta bravucona, sobre todo porque ya conocía el inmenso corazón que había tras aquella prepotencia fingida.
               Noté la mirada estupefacta de la señora Parker saltando de uno a otro, esperando mi reacción. Alec también se dio cuenta de ella, porque miró a su abuela y, desde esa posición de cocodrilo, le tomó el pelo.
               -Oh, vamos, Mamushka, no nos mires así. Sabrae es perfectamente consciente de que es negra. En casa tiene espejos. Y también se ha dado cuenta de que yo soy blanco-le guiñó un ojo-. Me ha visto las marcas del bañador.
               -¡ALEC!-chillé, notando cómo me ponía roja como un tomate y escondiendo la cara entre las manos. Su abuela dejó escapar una estridente carcajada mientras Alec me preguntaba qué pasaba.
               -Te incluiré a ti también en mis plegarias, niña. Necesitarás mucha ayuda para poder manejar a este demonio-señaló a Alec con la cabeza y yo me reí.
               -No supone un esfuerzo... la mayoría de las veces.
               -Gracias a la elasticidad femenina-comentó Alec, acercándome el azucarero. Su abuela le dio un manotazo.
               -Haz el favor de comportarte, ¿quieres? Pareces un babuino. Ya sabemos que estás con las hormonas revolucionadas, pero intenta controlarte un poco. ¿Qué decías, Sabrae?-se volvió para mirarme, entrelazando los dedos. Soplé sobre mi café.
               -Bueno, a veces Alec se pone un poco insoportable.
               -¿Insoportable?-preguntó él.
               -¿A veces?-inquirió su abuela.
               Mamushka!
               -Pero-continué, y no pude evitar sonreír-, también me gusta así. Es muy buena persona, aunque él no lo sabe. Es esfuerza en siempre ver su lado malo, como si el bueno no fuera veinte veces superior, más potente y más grande. Aunque creo que, poco a poco, estamos consiguiendo entre los dos que salga del cascarón y se quiera un poquito más cada día-sonreí, perdiéndome en los ojos chocolate de Alec, que me devolvió la sonrisa, me cogió la mano y me besó los nudillos-. Y él también me ayuda muchísimo con cosas mías, ¿sabe, señora? Yo… bueno. En ocasiones es difícil no compararse con otras chicas, ya me entiende. Y a veces siento que estoy jugando en una liga que no me corresponde estando con Alec, pero él es tan bueno que siempre consigue convencerme de que no es así. Consigue hacer que me lo crea-susurré, saboreando cada palabra. Porque sí, así era. Conseguía que me lo creyera absolutamente todo: podría decirme que el sol era negro, y yo me lo creería; que la Tierra era plana, y yo me lo creería; que las estrellas eran luciérnagas flotando muy lejos en el cielo nocturno, y yo me lo creería.
               Incluso podía decirme que el amor perfecto, omnipresente y omnipotente existía, y yo sabría que decía la verdad. Porque era eso lo que yo sentía cada vez que le miraba: que el tiempo no podría con nosotros, que la distancia no sería más que un pequeño salto que conseguiríamos salvar incluso con los ojos cerrados.
               -Sí que es bueno-coincidió ella, rompiendo el hechizo de que estábamos solos, flotando en el cosmos, hechos de polvo de estrellas que giraba y giraba y giraba alrededor uno del otro, orbitando y orbitando y orbitando, cada vez más cerca y más cerca y más cerca, mezclándose y mezclándose y mezclándose hasta ser un sola estrella, una sola estrella, una sola estrella. Alec la miró y le devolvió una sonrisa cálida, un prisma del amor que sentía por mí: más amplio por el tiempo que había transcurrido asentándose, pero no tan intenso. El arcoíris será más hermoso, pero no te deja leer como te lo permite la luz de sol-. Y me alegro de que tenga a alguien a quien escuche-comentó en tono suave, que sin embargo tomó cierto retintín cuando formó la siguiente frase-. Sinceramente, Alexéi… ya era hora de que te echaras novia. Estaba empezando a preocuparme-comentó, terminando de servirse su café y dándole un sorbo con las cejas formando la silueta de una montaña rusa. Alec y yo nos miramos un segundo, estupefactos. Parecía que el tema de conversación fuera a discurrir por los derroteros de la orientación sexual de Alec, que estaba más que clara en mi ciudad, pero que para su abuela bien podía ser un misterio.
               La sola idea de que alguien pudiera pensar que, de todas las personas que había en Londres, formara parte del colectivo homosexual me parecía tan esperpéntica que no pude evitar reírme. Por suerte, Alec llegó a la misma conclusión que yo, y también a la vez, por lo que nuestras carcajadas se sincronizaron, sin llegar a resultarle ofensivas a su abuela.
               -Mamushka, Sabrae y yo no somos novios-respondió él, pero me daba la sensación de que su diversión no se debía a la confusión con nuestro estatus, sino a si le gustaban los hombres. Su abuela lo miró con la confusión pintada en la cara, sus ojos saltaron de mí a Alec y de vuelta hacia mí como una rana que intenta sobrevivir por todos los medios a una marejada en su charca preferida.
               -Pero... si no sois novios, entonces, ¿qué sois?-me miró con gesto acusatorio, como si de mí dependiera que su nieto se cambiara de acera o no. La fe de todas las mujeres que esperaban poder acostarse un día con Alec caía sobre mis hombros, obligándome a soportar la pesadísima carga de hacer que la balanza se inclinara en nuestro favor en lugar del de los chicos-. Porque jamás ha traído a ninguna amiga a conocerme-frunció los labios, de manera que las arruguitas de expresión que los cubrían se multiplicaron por diez.
               -Pues…-empezó Alec, buscando las palabras. La manera en que podíamos calificar nuestra relación en la cama, con las luces apagadas y nuestros cuerpos entrelazados no era tan fácil de explicar a plena luz del día, cuando nos acompañaba otra persona. Si no le conociera tan bien, incluso diría que por las noches, Alec se conformaba, pero por el día quería más, y le costaba aceptar mis límites. Sin embargo, como le conocía mejor que a mí misma, sabía que en ningún momento a Alec le resultaba suficiente lo que teníamos, y sin embargo estaba más que dispuesto a conformarse sin importar en qué dirección apuntaran las agujas del reloj.
               La solución era bastante sencilla, en mi opinión. En realidad, nuestra relación sí que tenía un nombre específico que se le aplicara, con la salvedad de que, normalmente, los lados de las personas en nuestra situación estaban un poco desequilibrados en lo que se refería al número.
               -Soy su concubina-solté, encogiéndome de hombros, esperando que aquella respuesta satisficiera a la señora Parker. Alec se me quedó mirando como un ciervo a los faros de un camión a punto de atropellarlo, incapaz de procesar que acabara de hacer ese triple salto mortal en su presencia, tan nerviosa como estaba. Puede que no hubiera sido tan buena idea, después de todo, a juzgar por la manera en que su abuela me miró, como si estuviera zumbada.
               Definitivamente, mis decisiones dejaban bastante que desear en lo que se refería a lógica y saber estar. Que dijera eso delante de mis padres, o de los de Alec, vale; después de todo, me conocían, pero su abuela… acababa de verme farfullar en ruso algo que no había resultado ofensivo por suerte, ¿y ahora le tomaba el pelo con nuestra vida sexual?
               Pensaría que había empezado a odiarme en ese mismo momento, de no ser porque se echó a reír, una risa escandalosa, casi un estruendo que nada tenía que ver con su anterior carcajada.
               -Así que concubina, ¿eh?-miró a su nieto con un cierto orgullo que yo no logré identificar-. No hay príncipe de Rusia que se precie que no haya tenido una concubina, ¿no?
               -Por eso lo hago, Mamushka-sonrió Alec, dejándose acariciar el mentón por su abuela-. Hay que mantener las tradiciones vivas, ¿no te parece?
               -¿Cuánto hace que os conocéis?-quiso saber ella, bebiendo otro sorbo de su café. Algo en mi interior me decía que aquella pregunta tenía trampa, y que lo que en realidad quería saber era desde cuándo me acostaba con su nieto, en lugar del tiempo que llevaba asociando su nombre a su rostro.
               -Pues…-esa vez, la que vacilé fui yo. Alec se rió e intervino en mi lugar.
               -¿Qué quieres saber exactamente, Mamushka? ¿Cuándo nos conocimos de verdad, o cuándo empecé a suspirar por las esquinas por ella?-me quedé mirando a Alec, que sin embargo no me devolvió la mirada. ¿Suspirar por las esquinas? Eso no parecía propio de él. De hecho, me sonaba a una broma privada de la que no me había hecho partícipe.
               La señora Parker le miró.
               -¿Es que una abuela no puede sentir curiosidad por la vida sentimental de su nieto?
               -Nos conocemos desde pequeños. Es la hija mayor de Sherezade-la señora Parker me miró con ojos como platos, como reconociéndome. Chasqueó la lengua, incapaz de recordar en qué momento nos habíamos cruzado en la vida: ella, algo más joven, y yo, meramente un bebé.
               -¿Cuántos años tienes, querida?
               -Cumplo 15 el mes que viene.
               -15-reflexionó, pensativa-. ¿Te llevas 6 meses con Mary Elizabeth? ¿Cómo es posible?-entrecerró los ojos, pero Alec le cogió la mano.
               -Deja de someterla a la condicional. Sher no se quedó embarazada de ella.
               -Soy adoptada-expliqué, y la mujer entrecerró aún más los ojos.
               -Eso explica que nunca nos cruzáramos. Así que adoptada, ¿eh? ¿Y no tienes ningún tipo de contacto con tu familia?
               -Su familia son los Malik, Mamushka-la reprendió con severidad Alec, dispuesto a defenderme de quien fuera, incluida la abuela que había ayudado a criarlo.
               -No sabemos nada de mi familia biológica-respondí con un hilo de voz, luchando contra el temblor que notaba iniciarse en el fondo de mi garganta. Jamás había tenido inconveniente en hablar de mis orígenes con nadie, pero me resultaba algo violento tener que explicarle a aquella mujer, a la que no conocía de nada, que mis padres me habían abandonado en una cestita de mimbre a la puerta de un orfanato, sin explicarme si me dejaban atrás porque no me querían o porque no podían hacerse cargo de mí-. Lo único que tengo que me vincula a la mujer que me trajo al mundo es…
               -No tienes por qué hablar de esto si tú no quieres-me dijo Alec, en tono cómplice y protector que, sin embargo, tenía un mensaje claro también para su abuela: “no la presiones”. Me había cogido la mano, así que la acaricié con las mías, tranquilizándole.
               -No pasa nada, de verdad. No me importa. Es quien soy.
               -No-Alec sacudió despacio la cabeza-. Lo que te pasó en tus primeras horas de vida no te define. Lo que llevas haciendo años, sí. Y eres una Malik. La hija de la mujer que le salvó la vida a la hija de mi abuela-miró a la señora Parker-, y con saber eso a ella le basta, ¿no es así, Mamushka?
               Su abuela asintió despacio, con los ojos clavados en su nieto. El ambiente era denso, como si nos hubiéramos teletransportado en el tiempo a un local de alterne de la misma década del siglo pasado, donde el humo de los puros le daba un aire espectral a la estancia, sin importar cuántos focos había en el techo.
               -No pretendía hacer que se sintiera incómoda-se excusó ella, más con Alec que conmigo.
               -No se preocupe, señora Parker-Alec frunció los labios al escucharme pronunciar las dos últimas palabras. Me imaginé que esperaba que su abuela me dijera que la llamara por su nombre de pila (que, ahora que me daba cuenta, yo desconocía), pero a mí no me importaba. De hecho, me encajaba más con la imagen que me estaba formando de ella que me hiciera llamarla por su apellido que el que me pidiera que sólo me dirigiera a ella por su nombre. Era regia incluso en sus formas redondeadas, altiva incluso en su menudez.
               -Si te sirve de consuelo, niña, en esta casa todos sabemos lo que es tener que dejar de echar la vista atrás porque el pasado duele tanto que jamás podrás superarlo-reflexionó, dando de nuevo un sorbo de su café. Carraspeé.
               -Alec me contó que conoció a su abuelo estando en Grecia.
               La mujer asintió.
               -Éramos… una especie de refugiados. Yo pasé gran parte de mi infancia a caballo entre mi Rusia natal, y Grecia. Grecia era más segura para nosotros en aquella época, pero la casa siempre es la casa, y te llama-sonrió-. Es curioso; desde que me vine a Inglaterra para casarme con su abuelo, no he vuelto a pisar mi país. Me pregunto si aún seré persona non grata-sonrió, y yo fruncí el ceño.
               -¿Por qué dice eso?
               Alec se acodó en la mesa y se pasó una mano por la cara, frotándosela, anticipándose a lo que venía. Evitó deliberadamente la mirada de la anciana, que lo miró con una sorpresa nada disimulada. A juzgar por la forma en que fruncía ligeramente el ceño, diría que incluso estaba ligeramente ofendida.
               -¿No le has dicho quién eres de verdad, Alexéi?
               -Ella sabe quién soy-respondió Alec, jugueteando con unas migas de la pastita que acababa de comerse-. Y mi nombre no es Alexéi.
               -No es Alexéi aquí.
               Alec puso los ojos en blanco y suspiró.
               -Lo que tú digas, Mamushka.
               -Tu linaje es importante.
               -Mi linaje ni siquiera importa ya… y eso si es el que tú dices que es.
               Su abuela se envaró.
               -¿Cómo te atreves? Llevas la sangre de reyes en tus venas, ¿cómo puedes decir que ni siquiera importa ya?
               -La madre Rusia tal como la conocían tus padres lleva décadas sin existir, Mamushka-protestó Alec, enfrentándose a ella por fin. La miró con ojos llameantes, dispuestos a pelear. Me mordisqueé los labios del ansia, y escuché cómo mis botas rallaban el suelo cuando moví los pies involuntariamente.
               -Perdón, pero… estoy un poco perdida. ¿Qué pasa con… bueno, con Rusia? Al margen de que sea su patria, quiero decir-me apresuré a añadir, temiendo ofender a la señora. Sus ojos llameantes pasaron de su nieto a mí.
               -¿Te ha dicho alguna vez cuál era mi apellido de soltera, antes de que lo dejara todo por amor y me viniera a vivir a este ridículo país minúsculo?
               Alec rió por lo bajo.
               -Mamushka, no he tenido tiempo para comentarle todo mi supuesto árbol genealógico. De hecho, ahora que lo pienso, creo que nunca le he dicho a Sabrae cuál es tu nombre.
               La señora Parker levantó la barbilla, miró a Alec con gesto altivo y anunció con tono ostentoso, eco de una gloria que había perdido mucho antes de que empezara su juventud.
               -El nombre con el que nací es Ekaterina Vladimirovna…-anunció, y yo intenté echar la vista atrás en mis clases de historia, pero después de la Revolución Rusa, había un inmenso vacío en lo que respectaba a mujeres. Sólo nos comentaban, muy de pasada, quiénes habían sido los líderes del país una vez había terminado la revolución, y yo sólo recordaba a los más famosos: Lenin, y Stalin. Por supuesto, no me sonaba que ninguno de ellos hubiera tenido relación con nadie con un apellido como el de la abuela de Alec.
               Miré a Alec, rogándole que me echara una mano, y sólo me encontré con su gesto de fastidio ante la pomposidad de su abuela. Estaba claro que le estaba echando cuento.
               -… de la casa Romanov.
               Volví la vista a toda velocidad a la anciana, que había esbozado una sonrisa orgullosa.
               -¿Perdón?-no pude evitar soltar, pero la mujer sonrió.
               -Entiendo que te sorprenda, pequeña, sobre todo si Alec no te había comentado nada. Descendemos directamente de la estirpe del último zar de Rusia. A mi padre lo llamaban Vladimir I, pero jamás tuvo ningún trono sobre el que sentarse. Todo eso se acabó el día que la Revolución cayó sobre el Palacio-comentó con cierta tristeza.
               Miré a Alec, perpleja. ¿Alec descendía de… la familia real rusa? ¿Era un príncipe? Aquello no tenía ningún sentido. Ninguno en absoluto.
               -Síguele el rollo-me pidió Alec en silencio, vocalizando lo suficiente como para que no me resultara difícil leerle los labios. Su abuela, por supuesto, no le vio. Asentí despacio con la cabeza, volviendo la vista a mi anfitriona, que esperaba mi reacción.
               -Alec nunca me… había comentado nada-susurré, jugueteando con la cucharilla de mi café. De repente, no tenía nada de sed. Es más, se me había cerrado de nuevo el estómago: todo lo que las charlas insustanciales, cómplices y divertidas habían generado en mí, en lo referente a tranquilidad, se evaporó como un charco en un día tremendamente caluroso y seco. Me daba vueltas la cabeza. Con razón Alec se había mostrado tan nervioso de la que íbamos a su casa: debía preocuparle que su abuela, convencida de que tenía sangre real en las venas, se volviera loca ante la perspectiva de que su nieto se casara con una plebeya que había nacido sin apellido, que no tenía orígenes más allá del día en que su hermano la encontró en un capazo abandonado de madrugada en un orfanato.
               -Eso es porque ha decidido que soy una vieja chiflada que se ha inventado toda su vida.
               -Mamushka, a ver, yo no creo que estés loca, pero… un poco disparatado sí que es. Básicamente porque en la biografía de mi supuesto bisabuelo no apareces mencionada ni una vez.
               -Porque soy hija natural-le recordó con cierto tono furioso en la voz, y Alec puso los ojos en blanco.
               -Oh, sí, se me olvidaba que eso no influenciaba para nada en mis expectativas al trono de Rusia, ése que lleva más de un siglo esperándome-se cruzó de brazos, pagado de sí mismo.
               -Eres el mayor descendiente valor de la única rama de la familia que consiguió sobrevivir. Tienes obligaciones.
               -Si lo hubiera interiorizado antes, lo habría aprovechado para ligar-rió Alec, mirándome-. Tu hermano no podría competir contra alguien de la realeza. Fíjate, Sabrae, le das calabazas a un príncipe.
               -Lo que no entiendo es… no es que no la crea, señora Parker. Quiero decir… Vladimirovna-me corregí, pero ella hizo un gesto con la mano, sacudiéndome las culpas.
               -Mi apellido es ahora Parker, niña. No te preocupes.
               -Pues eso, que… no sé qué ha podido pasarle para que pasara de ser de la corte a… bueno, esta casita. Que está muy bien-me apresuré a añadir, justo después de hacer un gesto con la mano abarcando la pequeña cocina-, no me malinterprete, pero… en fin, ¿no le parece que es un cambio… radical?
               -Yo no llegué a conocer el Palacio donde se suponía que debería haberme criado-comentó con cierta tristeza-. Lo cual no obsta de que no viviera relativamente bien. Jamás me faltó de nada; ni a mi madre, ni a su familia. Gracias a mi nacimiento, el que debiera ser el zar en aquella época nos proveyó con una buena casa, con varios criados. Grecia era nuestra vía de escape, el hogar de mi familia materna. Cuando las cosas se ponían tensas en Rusia, regresábamos allí. Nadie podía saber quién era la chica que acompañaba a la que reclamó el trono a la vez que yo, a pesar de ser más joven, en cada evento social. Me mantenía en un discreto segundo plano, y no me importaba: aunque disfrutaba de las fiestas, yo no tenía ningún interés en las pretensiones de mi padre. Me gustaba el moderado lujo que se me permitía, y no envidiaba a mi hermanastra María por el simple hecho de que los focos sólo la enfocaban a ella, y yo tenía toda libertad para hacer lo que quisiera. Aunque no pienses que era frívola las veinticuatro horas del día, niña-me instó-. También tenía mis labores sociales. No me quedaba en casa de brazos cruzados. Podía ver el tremendo cambio que había entre mi vida en Rusia y mi vida en Grecia, y quería trabajar para mejorar la situación de aquellos que compartían las circunstancias de mi madre, pero que no habían tenido la suerte de que alguien de un estrato superior se fijara en ellas.
               -¿Y qué le pasó?
               Por primera vez desde que había sacado el tema del dichoso temita, sonrió. Miró a su nieto con una calidez muy dulce, y le tocó la mano.
               -Conocí a su abuelo. Me enamoré locamente nada más verlo. Era tan apuesto, tan alto… todo lo que esperabas de un lord inglés. Desde luego, me trataba como a una marquesa, como había visto que trataban a mi hermanastra delante de mí, sin que aquello me escociera. Hacía que me sintiera como una zarina, con corona y todo, sentada en el salón del trono del Palacio de Invierno, que jamás había visto, y cuyo único objetivo era despertar la más absoluta adoración. Cuando me confesó que estaba sin blanca, me dio igual. Me pidió que me fuera con él a Inglaterra, y acepté. Prefería mil veces pasar hambre con él que volver a aquellos festines de los que había disfrutado sabiendo que no le tendría a mi lado. Incluso el arroz me resultaría más delicioso que el faisán si estábamos juntos. Se podría decir que no tenía alternativa. Mi familia me amenazó con repudiarme. Mi padre parecía contento con que estuviera dispuesta a marcharme; se iba un problema incómodo conmigo, y no tendría que preocuparse de la mala prensa, y de lo que podía descubrir, nunca más. Supongo que por eso a mi madre le sentó tan mal-sonrió-. Casi no asiste a la boda. No fue la boda que yo me esperaba siendo una niña, con miles de invitados y vestidos de gasa, como si viviéramos aún en la Rusia Imperial, pero la disfruté. Fue uno de los días más felices de mi vida, porque me casaba con el hombre que amaba. Después, tuve a mi Annie. Y Annie me dio a Alec, que me recuerda tanto a su abuelo… es igual de bueno que él, aunque físicamente apenas se parezcan.
               -¿Cómo se llamaba su esposo, señora Parker?
               Sonrió.
               -Theodore. Theodore Nicholas Parker.
               Miré a Alec, que sonrió y asintió con la cabeza. Así que su segundo nombre era por su abuelo…
               -Claro que yo siempre le llamaba Nicholas, aunque el resto del mundo le llamara Theodore. Me hacía recordar de dónde venía.  Me parecía algo casi providencial que su segundo nombre fuera el mismo que el del último zar de Rusia. Por eso insistí a Annie en que le pusiera ese nombre a su primogénito, pero su padre tenía otros planes-puso los ojos en blanco y Alec sonrió-. Pero Alec… Alec era enteramente para mí. Me lo prometió, y cumplió su promesa. Luego, este pequeño demonio se cambió el nombre. Al menos aún conserva el de mi marido-hizo una mueca de disgusto, sonriéndole a su nieto preferido.
               -Me lo puse porque sabía que te haría ilusión, Mamushka.
               La señora Parker parpadeó.
               -Te lo pusiste porque te gustaba cómo sonaba. Tenías tres años.
               -El corazón tiene razones que la razón desconoce-se burló Alec, y después de darle otro beso en la mano, se giró para mirarme-. Es lo que me digo cada vez que me pregunto por qué prefiere vivir en esta ratonera antes que mudarse conmigo.
                -Yo tampoco querría mudarme contigo-respondí, riéndome. Alec era único consiguiendo que un momento intenso y tremendamente emotivo perdiera esa atmósfera de trascendencia, relajando el ambiente de forma consecuente-. En ocasiones eres un poquito insoportable.
               -¿Sólo un poquito? Algo estaré haciendo mal-se burló, dando un sorbo de su café. Después, me dio un beso en la mejilla, y yo me dejé mimar, ¿por qué no? El relato de la vida de la abuela de Alec me había hecho darme cuenta de que, quizá, no fuera muy fría conmigo, sino más bien prudente. Después de todo, no me conocía de nada; aunque no me parecía muy probable, quizá Alec no le había hablado de mí, y mi presencia en su casa desde luego la había cogido por sorpresa. Conseguía incluso empatizar con ella: si mi nieto predilecto, al que apenas veía, se presentara un día en mi casa con una chica del brazo que ni siquiera era su novia de manera oficial, yo le sería, cuanto menos, hostil. Me estaba tratando mejor de lo que me esperaba, y desde luego también mejor de lo que me merecía.
               La señora Parker miró con un amago de sonrisa feliz en los labios cómo Alec depositaba ese beso en mi mejilla, y noté sus ojos sobre mí cuando nos separamos un poco y nos miramos. En aquella mirada, Alec me dio las gracias por no haberme reído en la cara de su abuela, pero, ¿cómo podría hacerlo? La mujer se había sincerado conmigo, me había contado su verdad, y no me había juzgado lo más mínimo cuando yo le revelé mis orígenes, así que lo justo era que yo me comportara como lo estaba haciendo: agradecida de que me hubiera reservado un asiento en su mesa y me acogiera bajo su techo, se hubiera interesado por mí y se hubiera molestado en contarme su vida para que yo pudiera comprenderla mejor.
               Además, que se hubiera mudado de país por amor era algo que me conmovía y me aliviaba a partes iguales. Me demostraba que la vena romántica y detallista que Alec tenía conmigo era algo genético, fruto tanto del amor que le corría por la sangre como de su propio esfuerzo por ser imaginativo y sus ganas de hacer algo que me hiciera ilusión a mí. Y también me hacía sentir comprendida, porque si eres capaz de darle la vuelta a tu vida por una persona, seguro que comprendes mejor que nadie el miedo que puede generar la distancia.
               -Bueno, Sabrae… ahora te toca el turno a ti-susurró, acariciando el asa de su taza. Había alzado sus finas cejas perfiladas con un lápiz que no me parecía su color natural de pelo-. He oído maravillas de ti, aunque por partes que no son muy objetivas-miró a Alec, que se pasó una mano por el pelo.
               -¿Le has hablado de mí a tu abuela?-pregunté, anonadada, conteniendo una explosión de ilusión en mi interior.
               -Un poco, aunque la que la ha puesto al corriente de todo lo nuestro ha sido mi madre, más bien.
               -Éste no suelta prenda de lo que hace o deja de hacer ni bajo tortura china-acusó la señora Parker-. Me costó horrores conseguir que me dijera tu nombre en su cumpleaños. Ni siquiera conseguí sonsacarle tu apellido.
               -Quería proteger su identidad, Mamushka.
               -¡Y una mierda!-la señora Parker sacudió la mano en el aire-. Tú lo que quieres es mantener a tu abuela en la sombra, para no tener que invitarla a la boda. Porque pensáis casaros, ¿verdad?-entrecerró los ojos de nuevo, como sólo una anciana puede hacerlo ante la perspectiva de vivir en pecado. Alec se rió.
               -Mamushka, ni siquiera somos novios del todo. Déjanos ir a nuestro ritmo, ¿vale?
               -Cada día os inventáis una cosa nueva los jóvenes de hoy en día para huir del compromiso, es increíble. Ni siquiera quiero que me lo contéis-levantó una mano para detenernos, por si acaso se nos ocurría tratar de excusarnos-. Pero en fin… dime, Sabrae, ¿tienes más hermanos que el pequeño Scott?
               -Scott de pequeño ya no tiene mucho, señora Parker-sonreí-. Cumple los 18 el mes que viene, 3 días antes que yo.
               -Da miedo cómo pasa el tiempo cuando una se hace vieja…
               -No eres  vieja, Mamushka, sólo experimentada.
               -¿No serás tú el mayor galán de Inglaterra? Qué rico-la anciana le acarició de nuevo la cara a su nieto, un gesto con el que yo me sentía muy identificaba, porque cuando tenía el rostro de Alec a tiro tampoco podía dejar de manosearlo.
               -Tengo dos hermanas más. Shasha, y Duna. Son de mis padres-aclaré, no fuera a pensar que Scott era un acontecimiento aislado: el milagro de mi familia era yo no, no mis hermanos, que eran tres contra una.
               -Todos sois de vuestros padres-respondió la mujer, en un tono que denotaba cierta sorpresa por mi comentario, o más bien la manera en que lo había expresado.
               -Me refiero a que son hijos biológicos de mis padres.
               -Lo sé, lo sé, querida. Bien, ¿y qué tal eres con los estudios? ¿Aplicada?
               -Soy la mejor de mi clase-anuncié con orgullo.
               -Podrías ayudar un poco a este merluzo.
               Mamushka! ¡Que estoy aquí!
               -De hecho, ya lo hago. A veces, cuando quedo con mis amigas para estudiar en la biblioteca, Alec se viene con nosotras, y me aseguro de que se concentre-le di un pellizquito en el hombro a Alec, que asintió con la cabeza.
               -Tiene un método de enseñanza bastante convincente-comentó él.
               -Apuesto a que sí-murmuró la señora, que no necesitaba más detalles para saber que nos referíamos al sexo como premio. Si Alec se portaba mal en la biblioteca, desconcentrándome o distrayéndose, no hacíamos nada después de nuestra sesión de estudio; en cambio, si estaba centrado, trabajando en silencio e interiorizaba las cosas… había sorpresa de noche.
               El método había sido más efectivo de lo que yo pensaba. Lo habíamos probado sólo un par de veces, con resultados dispares: la primera, Alec se lo había tomado a pitorreo, convencido de que yo no iba en serio con lo de la abstinencia en el caso de que no trabajara, y se había sentado a mi lado a ver series en su iPad, confiando en que esa noche triunfaría. Cuando me puse firme después de salir de la biblioteca y me negué a hacer nada, aprendió la lección, y la siguiente vez que quedamos para estudiar, me llamó la atención varias veces cuando me pilló cogiendo el móvil para mirar mis redes sociales, siseó en mi dirección y la de mis amigas, y me pasó una notita con un acusador ESTUDIA, VAGA cuando me pilló dibujando en un borde de mi cuaderno.
               La forma en que me lo follé esa noche fue bestial, comparable con mi alegría cuando me dijo que había sacado un seis en el examen que se había dedicado a preparar a mi lado… en una asignatura en la que no subía del dos y medio.
               -¿Y qué expectativas tienes para la vida, niña?
               -Bueno… me gustaría ir a Oxford, como mis padres; por eso me estoy esforzando tanto en pulir mi expediente. Me gustaría estudiar una carrera de la rama de Ciencias Sociales, como Ciencias Políticas o quizá Sociología… me gustan mucho las causas sociales. Supongo que me viene de familia-sonreí.
               -Doy fe. Me arrastró a la manifestación del 8 de marzo. ¿Has oído, Mamushka? ¡Ahora soy un antisistema que se pasa la vida en manifestaciones! ¡Lo que hace el amor, ¿verdad?!
               -¡¿MANIFESTACIONES?!-bramó su abuela, furiosa y espantada-. ¡¿Es que te has convertido en un cerdo bolchevique?!
               Alec se echó a reír, previendo ese cambio brusco en el humor de su abuela.
               -Vamos, vamos, Mamushkiiiii-ronroneó-. Te estoy tomando el pelo. Sólo he ido a una manifestación, y ha sido para defenderos a las mujeres. No te pongas nerviosa-le guiñó el ojo y su abuela bufó.
                Cogí una pastita y le di un mordisco; estaba deliciosa, con ese toquecito de dulce mantequilla pegándosete en el paladar. Cogí mi taza para dar otro sorbo del café a la vez que lo hacía Alec.
               -Lo de los estudios y todo eso está muy bien-concedió la señora Parker-, como mujer del siglo XXI que eres, tienes la obligación de formarte. Pero eso no está reñido con formar una familia. En los tiempos que corren, el equilibrio entre la carrera profesional y la familiar en la vida de las mujeres está cada vez más perfeccionado. ¿Quieres tener hijos?
               Me atraganté con lo repentino de la pregunta, a pesar de que la señora Parker se había dedicado a prepararme el terreno a lo largo de su perorata. Por la sorpresa, se me fue un poco de café a los pulmones, y empecé a toser de manera descontrolada.
               Mamushka!-le recriminó Alec, y su abuela lo miró, alarmada.
               -¿Qué pasa? ¡Sólo quiero saber si está dispuesta a darme bisnietos!
               -¡La conoces de hace tres segundos!
               -¡Por tu culpa! ¡Si vinieras a visitarme más a menudo, podría habérselo preguntado en otra ocasión! Simplemente quiero asegurarme.
               -¿Asegurarte de qué?
               -Pues de que no vais a desperdiciar esas caderas.
               Me puse roja como un tomate… igual que Alec.
               MAMUSHKA!-rugió como un león enjaulado, y empezó a gritarle en el idioma en que ellos dos se comunicaban. Jamás habría adivinado lo que le estaba diciendo, pero me imaginaba que no era nada bonito a juzgar por la expresión furiosa de Alec y las veces que puso los ojos en blanco su abuela, la friolera de siete ocasiones.
               Alec fue bajando el volumen, pero su voz se volvió más cortante, como si hubiera pasado de utilizar una ametralladora a una espada, y de ésa, a un cuchillo, para terminar de dar muerte a su presa. Escupió algo con desidia que hizo que su abuela se girara hacia él como un resorte, dando un brinco en la silla como si le hubieran pellizcado.
               -¡Soy la hija mayor del último primo vivo del zar cuando cayó el fuego de la Revolución sobre el Palacio de Invierno, y eres mi mayor descendiente varón, el heredero del imperio! ¡No me parece tan insultante que le pregunte a la chica por sus deseos de ser madre!
               -¡“La chica” tiene nombre! ¡Y lo que quiera hacer o no con su vida no es asunto tuyo, Mamushka!
               -¡Tu deber es perpetuar la estirpe!
               -¡Yo no tengo deber de nada!-protestó Alec.
               -¡Llevas la sangre de grandes reyes en tus venas!
               -¡Su sangre puede, pero no su apellido!
               -Naciste con el apellido equivocado-constató su abuela con tranquilidad, encogiéndose de hombros-, de todos modos. Aunque la culpa no la tienes tú, ni tampoco tu madre. Si no me hubiera enamorado de un inglés…-suspiró, derrumbándose frente a su taza. Alec le puso una mano en el hombro con gesto protector; su mano era tan grande, o sus hombros tan pequeños, que casi podía tocar el codo de su abuela con la yema de los dedos.
               -Pero lo hiciste, Mamushka. Y si no te hubieras enamorado de un inglés, yo no estaría hoy aquí, ¿recuerdas? Un octavo ruso es mejor que nada-sonrió con calidez Alec, y su abuela se relajó también.
               -Sí-coincidió, acariciándole la muñeca-. Y ahora te tengo a ti-clavó los ojos en mí-. Y me gustaría saber si hay posibilidades de que haya un minitú en un futuro cercano.
               -Bueno, a comer-anunció Alec, poniéndose en pie y recogiendo su taza.
               -Os saldrían niños muy monos.
               -He dicho a comer, Mamushka.
               -Ella es muy guapa
               -Gracias, señora Parker.
               -Y eso que no la has visto desnuda.
               -¡Alec!
               -Espero sinceramente que vuestros hijos saquen su cerebro, porque como se parezcan a ti mentalmente, estamos apañados-rió su abuela, incorporándose. Alec la miró de arriba abajo.
               -Oh, ¿ahora os habéis hecho amiguitas? ¿Me voy a dar una vuelta para que podáis seguir tomándoos un cafetito y criticándome a gusto?
               -A mí no me molestas aquí-reí, terminándome la bebida e incorporándome para llevarlo al fregadero. Tanto Alec como su abuela me reprendieron: yo era la invitada y debía comportarme como tal, sin mover un dedo por hacer las tareas del hogar. Mi comodidad era misión de ambos, y se afanaron en tenerme entre algodones.
                Disfruté viendo cómo pululaban por la cocina, Alec asumiendo un papel de pinche que le resultaba natural con su abuela. Cada vez que ella levantaba la mano para alcanzar algo de las alacenas, Alec hacía lo mismo y recogía lo que le pidiera. Al principio, le hablaba en inglés, pero pronto cambiaron al ruso, como estaba segura que habían hecho tantísimas otras veces. No me molestaba en absoluto no comprenderlos, pues sabía, por el tono de sus palabras, que la señora Parker le daba indicaciones a Alec sobre lo que tenía que hacer. Corta esto, pon esto ahí, sácame esto… todo sonaba de la misma forma con independencia del idioma en que se pronunciara, o el lugar del mundo en que se hicieran las peticiones.
               Alec era increíblemente atento con su abuela. Cada vez que sus ojos se cruzaban, le dedicaba una sonrisa; en ocasiones, también un beso en la mejilla. Le acariciaba los brazos y le presionaba suavemente los hombros, le preguntaba si todo bien (aquello era de las pocas cosas que había conseguido enseñarme) y se separaba de ella para dejarle espacio. Se puso de rodillas para sacar un bol del armario bajo la vitrocerámica, y cuando su abuela lo cogió, le rodeó la cintura con los brazos, pegó su mejilla a su vientre y susurró con suavidad la palabra con la que se refería a ella. Su abuela, por su parte, se rió, le acarició el pelo, le dio un beso en la mejilla y le susurró algo que hizo que Alec se pusiera en pie, le cogiera la mano, le acariciara los nudillos, le diera un último beso en la mejilla y empezara a cortar el pan.
               Estaba muy agradecida de que Alec me hubiera llevado a conocerla. Por estrambótica que pudiera parecer por su historia, lo cierto es que se notaba que aquella mujer era una buena persona. Quería con locura a su nieto, y si era dura con él era porque quería sacar lo mejor de él. No le importaba mostrarse cariñosa incluso aunque estuviera presente una chica a la que apenas conocía, pues importaba más aprovechar el tiempo juntos que guardar las formas.
               Y, por supuesto, adoraba esta versión de Alec que no había visto hasta ahora. Me gustaba cómo cuidaba de ella, cómo se mantenía pendiente de lo que hiciera con independencia de lo que se suponía que debía estar haciendo él, cómo la cuidaba, cómo le ponía facilidades a todo, perfectamente consciente de que el tiempo había hecho estragos en su cuerpo y que debía tener paciencia.
               En cierto modo, me recordaba a cómo me cuidaba a mí. Y, a la vez, no se parecía en nada. Por eso me gustaba verlo desenvolverse en otros ambientes, porque me hacía ver que era bueno de por sí, me daba argumentos con los que demostrarle que  sus demonios no le definían, y que las voces de su cabeza estaban sólo allí dentro, susurrándole mentiras que él no debía creerse.
               Agradecía en el alma que me dejaran disfrutar de momentos tan íntimos y dulces como aquel, cocinando los dos mano a mano, como si llevaran haciéndolo toda la vida, pues de alguna manera, así era. Estaba echando un vistazo a la infancia de Alec, la historia de su vida, esa parte de él a la que no había tenido acceso hasta entonces… y me encantaba, igual que el resto de sus innumerables facetas.
               Alec era como el rosetón de una catedral. La parte más hermosa de cuanto lo rodeaba, lo que aportaba luminosidad y colorido a la vida, el pilar fundamental de la felicidad de tanta gente que no me sorprendía que disfrutara del amanecer cada día, asomándose a saludar a su gemelo sol, de quien obtenía toda esa energía buena y luminosa que se dedicaba a repartir después por las zonas más oscuras, igual que la luna ilumina la noche en base a reflejar al sol.
               Alec sacó un mantel de tela del interior de uno los cajones y lo extendió frente a mí. Me incorporé en el momento para ayudarlo, y cuando hizo una mueca de disgusto ante mi imposibilidad de permanecer quieta y sin hacer nada, le respondí que aquello era lo mínimo que podía hacer.
               Su abuela se me quedó mirando mientras me estiraba para colocar el mantel perfectamente igualado por todos lados. A continuación, coloqué el servilletero justo en el centro, y ayudé a Alec a colocar los platos, los cubiertos y los vasos. Mientras él se inclinaba para coger el primer cuenco con comida, la señora Parker susurró algo, y Alec se la quedó mirando.
               -Mamushka-advirtió, y ella rió por lo bajo, de repente con 60 años menos, una niña a la que pillan haciendo una travesura.
               -¿Qué ha dicho?
               -Nada-se apresuró a decir él, pero se había puesto rojo. Sonreí sin comprender.
               -Alec.
               -Que tienes unas caderas grandes y que me darás muchos hijos-confesó a regañadientes, poniéndose más y más colorado. Me dieron ganas de reírme; ¿por qué podíamos hablar sin problema de que queríamos tener hijos juntos, y él usaba a esos niños para expresarme lo mucho que me quería cada vez que se le presentaba la ocasión, si luego se cortaba en cuanto alguien más lo mencionaba? No es que fuera un secreto, precisamente, que los dos veíamos nuestra relación en un futuro a largo plazo. ¿Por qué le daba tanto corte que lo hicieran los demás?-. Y está encantada-añadió.
               -Igual que tú, ¿no?-susurré, sonriéndole, y él me devolvió una mirada tan intensa que me sorprendió no derretirme. Dejó el bol con la comida sobre la mesa, sin apartar sus ojos de mí, y esperó a que me sentara para hacerlo también él.
               -Mi hombre-suspiró su abuela, besándole la cabeza-. Ya eres todo un hombre, mi pequeño bebé…
               -Eso es un poco contradictorio, ¿no crees, Mamushka?
               -Venga, ¡a comer! Estaréis hambrientos después de vuestro viaje de ayer. ¿Qué tal fue todo? ¿Cómo fue el combate?-quiso saber ella, sirviéndome hasta los topes un plato de sopa sonrojada que, como me explicaron, se llamaba borsh. Me dio un miedo tremendo que no me gustara el plato cuando lo coloqué frente a mí, y lo olfateé con disimulo mientras la señora Parker llenaba de sopa roja el plato de Alec. Éste esperó a que ella se sirviera y, a continuación, se giró para mirarme.
               -Come, Sabrae-instó su abuela, y yo me llevé la cuchara a la boca con precaución, decidida a disimular mejor que ninguna actriz de Hollywood si el plato no me gustaba. Por supuesto, no había pensado que ir a comer a casa de la abuela de Alec supondría una prueba más hasta que me vi colocando el mantel, y había vuelto a ponerme nerviosa. ¿Y si no me gustaba la cocina de la señora Parker? ¿O la cocina rusa, en general?
               Y, como siempre, me preocupé en vano, porque en cuanto me metí la cuchara en la boca y mi lengua entró en contacto con el líquido que transportaba, me estremecí de pies a cabeza. La explosión de sabores que siguió a la entrada de la sopa en mi garganta me recordó a los fuegos artificiales del Año Nuevo Chino: debía de tener, por lo menos, diez ingredientes diferentes, todos perfectamente definidos y distinguibles entre sí.
               Alec y su abuela intercambiaron una mirada orgullosa, propia de quien introduce a alguien en su cultura y disfruta con lo maravillado que se queda el novato con la riqueza de los detalles. A la sopa le siguieron dos platos de carne cuyos nombres y recetas me explicaron mientras yo daba buena cuenta de ellos, y que se me terminaron olvidando antes de que pudiera finalizar con los platos, de los que repetí en una ocasión.
               Para cuando la abuela de Alec sacó una especie de tarta de la nevera, yo estaba que reventaba. Sólo comí un trocito minúsculo, diciéndome que para no ofenderla, pero en realidad lo que quería era probarla también. Me gustó descubrir que incluso los dulces eran de mi agrado, aunque no tanto como a su abuela, que parecía complacida de que estuviera forzando a mi estómago a meterse tanta comida como fuera posible.
               -¿Todo a tu gusto, niña?-preguntó la abuela de Alec, y yo asentí con la cabeza, peleándome con la última cucharada de cremosa tarta. Alec se sirvió otro trozo y no pudo evitar sonreír viendo cómo me esforzaba en terminarme el plato, no fuera a ofender a su abuela, a pesar de que había comido un tercio de lo que él… y él estaba tan pichi. A veces me daba la sensación de que podría comerse una vaca entera y seguir con hambre, aunque para mí no era ningún misterio cómo conseguía mantener una figura tan perfecta como la tenía: por cada caloría que quemaba, consumía tres, y dos era conmigo. En ocasiones le detestaba, porque si tuviéramos el mismo metabolismo, yo tendría el cuerpo de una supermodelo y podría hacerle competencia a Diana.
               -Estaba delicioso. Muchísimas gracias.
               -No hay de qué, mujer. Una de las cosas que más echo de menos de que mis hijas estén en casa es tener a alguien para quien cocinar. A veces me da miedo perder mis dotes culinarias.
               -Pues no te preocupes, Mamushka, porque está todo de muerte-ronroneó Alec, relamiéndose un poco de nata de las comisuras de los labios.
               -Se hace aburrido cocinar para una sola persona-suspiró, hundiendo los hombros, y yo sentí que el estómago se me encogía. Jamás había pensado tanto en la soledad de los ancianos como aquella semana: con la marcha de Scott, había empezado a pensar que todo lo que daba por sentado en la vida y tenía garantizado, en realidad no eran más que situaciones pasajeras: llegaría un momento en que mis hermanas y yo nos iríamos de casa, dejando a papá y mamá solos, quién sabe en qué estado. Viendo cómo les había afectado la marcha de mi hermano, sospechaba que lo pasarían muy mal cuando la última de nosotras, previsiblemente Duna, abandonara el nido. Si papá ya estaba acusando la ausencia de Scott cuando estaba en una casa aún llena de gente, ¿cómo sería cuando sólo tuviera a mamá bajo el mismo techo?
               O peor, ¿cómo sería cuando uno de los dos muriera? Era un pensamiento angustioso, por descontado, pero no puedes dejar de plantearte la viudedad cuando estás sentada frente a alguien que lleva conviviendo con ella varios años. ¿Querrían mis padres mudarse a vivir conmigo y con la familia que yo formara cuando llegara aquella situación? ¿O se empecinarían en quedarse en la que había sido su casa toda la vida hasta su último aliento? ¿Cómo de legítimo era abandonar el hogar? ¿Estarían dispuestos a decirle adiós a la casa en la que habían criado a sus hijos y habían sido tan felices con tal de escapar de la soledad que la embargase el día que la cama sólo le perteneciera a uno de los dos?
                -No te pongas triste, pequeña-instó la abuela de Alec, inclinándose para coger mi mano a través de la mesa. Era la primera vez que me la cogía, y estaba sorprendentemente suave al tacto, a pesar de los años que habían pasado por ella y que no habían perdonado ni manchas, ni arrugas-. Soy muy feliz en esta casa. Quizá parte sea el eco de lo que lo fui cuando Nicholas aún vivía, pero… el caso es que estoy muy bien aquí. No es lo suficientemente grande como para que me sienta sola, y tengo muchas vecinas en mi misma situación. Tenemos entretenimientos de sobra. A veces hasta me agobio con la cantidad de vida social que tengo, ¡ni cuando era joven tenía tantos compromisos!-se echó a reír, y yo no pude evitar sonreír. No me había dado pena en ningún momento la abuela de Alec por la sencilla razón de que la casa, llena de fotografías, transmitía de todo menos soledad. Me pregunté si las instantáneas cumplían un papel de defensa contra ese sentimiento, o si por el contrario se limitaban a conservar los recuerdos… y si mis padres recurrirían a empapelar nuestra casa el día que nos fuéramos con nuestras fotos, congelándonos en el tiempo y manteniéndonos siempre con ellos como si los minutos no pasaran.
               -Seguro que te mueres de ganas de ver a tus amigas para poder presumir de nieto, ¿a que sí, Mamushka?-comentó Alec, acariciándole el brazo con cariño.
               -Ya lo creo-se burló ella, pagada de sí misma-. Y más cuando les cuente que por fin me has traído a tu novia-ninguno de los dos hizo amago de corregirla, lo cual decía bastante del momento que atravesaba nuestra relación y la importancia que tenían mis reticencias: nula-. Llevan toda la semana cacareando con que tengo que conseguir una foto de los dos para enseñársela. Deberíais darme una-reflexionó, y se giró para echar un vistazo a las alacenas-, podría haceros un hueco justo ahí… aunque tendría que forrar la foto primero, para que no se estropee con los vapores del aceite…
               -Es una buena idea. Deberíamos hacer un álbum de fotos, o algo así-comenté, mirando a Alec, que hizo una mueca.
               -Oh, oh. Has pronunciado la palabra tabú: “álbum de fotos”-puso los ojos en blanco cuando los ojos de su abuela se encendieron como dos mechas.
               -¡Cierto! Debería… aparte de la que me traigáis, también quiero una para el álbum familiar…-murmuró, más para sí que para nosotros, incorporándose. Alec apuró la última cucharada de tarta y se levantó.
               -Ya voy yo, Mamushka. Quédate ahí.
               Nos dejó a solas en la cocina mientras se internaba en una de las habitaciones. Para ahorrar tiempo, me incorporé y empecé a recoger.
               -No hagas eso-protestó la abuela de Alec en tono lastimero, como si de verdad le doliera verme en movimiento-. Eres mi invitada.
               -No es molestia, de verdad. Es lo menos que puedo hacer. En mi casa, todos colaboramos. Somos seis, así que no queda más remedio. Me siento rara quedándome sentada mientras usted lo hace todo. Considérelo mi manera de darle las gracias por la comida.
               -No se merecen-respondió la señora Parker, dejándose caer de nuevo trabajosamente sobre la silla. Prestaba la suficiente atención en casa de mis abuelos como para saber que el abuelo Yaser se echaba una siesta de mínimo una hora después de comer, así que supuse que la abuela de Alec estaría en la misma situación que yo.
               Mientras terminaba de colocarlo todo en el fregadero, Alec regresó con un par de álbumes viejos que colocó con respeto casi religioso sobre la mesa, después de que su abuela enrollara el mantel. Mi chico lo sacudió por la ventana mientras yo cogía una silla y me sentaba al lado de su abuela.
               La señora Parker acarició el lomo de la portada del álbum de fotos, en la que una pareja de recién casados sonreía a la cámara en una foto desteñida por el tiempo.
               -¿Es usted con su marido?-la señora Parker asintió-. ¡Qué guapos!
               -Alguien ha heredado la percha de su abuelo-comentó Alec con retintín, guardando el mantel en un cajón y abriendo el grifo para, ¡sorpresa, sorpresa!, ponerse a fregar. No fue hasta entonces cuando me di cuenta de que le daba vergüenza presenciar el paseíto por el pasado que iba a darme su abuela.
               La señora Parker abrió el álbum con mucho cuidado y pasó las páginas despacio, con más recelo aún, esmerándose en tocar las fotografías lo menos posible. Me mostró retazos de su juventud, la infancia de Annie, el crecimiento de ésta y su hermana, Sibyl. Sus dos hijas en la adolescencia, sus dos hijas casadas, sus dos hijas siendo madres.
               -¿Ves al bebé más guapo del álbum? Soy yo-se jactó Alec. Su abuela levantó la vista y lo miró.
               -¿Estás lavando con agua caliente?
               -Claro, Mamushka.
               Pero el agua empezó a humear sólo después de que ella le preguntara.
               De Alec y el resto de nietos pasamos a niños, y luego a adolescentes. No tenía ninguna foto de ningún adulto aún, porque Alec era el mayor de todos ellos (sin contar a Aaron, claro, que jamás apareció en una foto en solitario).
               -Hay que seguir completándolo-comenté, sonriente-. Alguien debería inaugurar la sección de adultos.
               -Cierto. Alec, cariño, ¿te has hecho alguna foto desde que tienes los 18?
               -Estaba reservándome para hacérmela contigo, Mamushka.
               -Serás zalamero-se rió su abuela, negando con la cabeza-. Deberíamos salir a dar un paseo cuando terminemos. Hace un día precioso, y están poniendo farolas nuevas en el parque. ¿Sabías que ahora hay farolillos alrededor de los estanques? Parece el jardín de algún palacio imperial japonés.
               -¿De veras? Qué guay, Mamushka.
               -Claro que no lo sabes-bufó ella-. Tienes a tu abuela abandonada.
               Alec puso los ojos en blanco y no dijo nada. Cuando se sentó a la mesa y comprobó que habíamos empezado con un álbum de fotos más antiguas, lamentó en el alma no tener nada que hacer. Apoyó el codo en la mesa y miró con aburrimiento las fotos que su abuela me iba mostrando, cada vez más y más antiguas, de gente cada vez más y más importante. Se volvían más escasas y espaciadas en el tiempo, pero descubrí que algunos rostros me resultaban familiares por estudiarlos en los libros de historia.
               Me sorprendí a mí misma comprobando que el relato de la abuela de Alec cada vez tenía más y más fundamento, y que probablemente fuera verdad pues, ¿cuáles eran las posibilidades de que una plebeya tuviera en su poder fotos de la realeza rusa? Tenían que habérselas regalado, como si constituyeran una disculpa por el futuro que se había perdido cuando nació fuera de la línea legítima familiar. Ya que no podía llevar el apellido que le conferiría derechos, por lo menos podría dibujar su genealogía hasta la Edad Media, como mínimo.
               Me quedé mirando a Alec, que me devolvió la mirada, cuando la señora Parker se detuvo en una foto de un zar, no recordaba cuál, y algunos nobles. Comparé sus facciones con las del hombre del centro de la fotografía, el más condecorado, cada vez más convencida de que estaba frente al descendiente de aquella persona, y que había algún rasgo en común entre ellos dos.
               -¿Qué?-preguntó él después de un minuto de escrutinio, y yo negué con la cabeza y volví la vista a la foto. No quería ser maleducada, pero tenía demasiada ansia por saber si aquello era verdad. Tenía que discutirlo con él en privado, cuando las palabras de ninguno pudieran herir los sentimientos de la mujer. Sólo una conversación con Alec podía disuadirme de aquella locura, pero, ¿por qué estaba cada vez más segura de que él no veía el parecido con los hombres de aquel álbum por pura tozudez? No hay ceguera peor que no querer mirar, decía el dicho.
               Llevaba reflexionando varios minutos sobre cómo abordar el tema con Alec y tener una visión lo más objetiva posible de la situación, cuando llegamos a la última foto y dimos por concluida la visita por el pasado de Alec. El sol comenzaba a remolonear por los huecos entre los edificios, entre los que teñiría el cielo de un tono anaranjado que pronto se volvería dorado, y después de pasar por un dulce melocotón, negro.
               El tiempo que teníamos con la abuela de Alec tocaba a su fin; pronto tendríamos que recoger nuestras cosas y poner rumbo a la estación de tren para regresar a Londres. Para mi sorpresa, descubrí que no quería regresar a casa, a pesar de que llevaba toda la semana unida a mis padres, y todo el fin de semana echándolos de menos, desde que me había subido al tren con Alec. Por primera vez en un día, tenía un respiro de mi vida actual, en la que no existía la ausencia de mi hermano ni el vacío que había dejado en casa, sino simplemente el mundo de posibilidades que se abría ante Alec y ante mí.
               La abuela de Alec miró por la ventana, la mano abierta sobre el álbum de fotos.
               -¿Os apetece dar un paseo con esta anciana?-preguntó, y yo miré a Alec. Quería quedarme, a pesar de todo. Puede que pudiéramos cambiar los billetes, coger un tren más tarde. ¿No había uno por la noche? No me importaba viajar de madrugada; reclinaría el asiento y me acurrucaría contra Alec. Incluso compraríamos una mantita de ésas que se vendían en las tiendas de tránsito de las estaciones.
               -Vale-aceptó Alec, leyendo mi expresión-, pero… puede debamos recortar el itinerario, Mamushka. Sabrae y yo tenemos que coger un tren.
               -¿Habéis comprado billete de vuelta?-quiso saber la mujer-. Porque, si no es el caso, me gustaría que os quedarais a dormir. Incluso te he hecho la cama-comentó, y se volvió hacia mí-. Si queréis, por supuesto.
               Alec me miró.
               -Hacemos lo que tú quieras.
               -Me gustaría quedarme-sonreí, aceptando la propuesta-, pero primero tengo que hablar con mis padres, por si les parece bien.
               -Por supuesto-sonrió la abuela de Alec, señalando la otra puerta que daba a una de las habitaciones, que resultó ser una pequeña salita en la que un sofá de cuero descansaba opuesto a un armario de madera oscura como una noche sin luna-. Llama a casa. ¿Necesitaréis pasaros a comprar un pijama?
               -Duermo desnudo, Mamushka-sonrió Alec-. Como buen hijo de la madre Rusia que soy.
               -Aquí hace calor-coincidió su abuela-. ¿Y tú, querida?
               -Yo…
               -Mamushka… no te dije nada de que iba a venir acompañado porque me veía venir que me harías la cama para que me quedara. Seguro que mamá ni me espera esta noche, ¿verdad?-su abuela esbozó una sonrisa traviesa, propia de quien es pillada en plena trastada… y Alec puso los ojos en blanco-. Lo sabía. El caso, bueno… que no quería que le hicieras la cama también a Sabrae.
               La abuela de Alec frunció el ceño y le puso una mano sobre la suya.
               -Alexéi-pronunció con cierto tono de reproche, algo marisabidilla-. No vivo en el medievo. Ya sé que os acostáis. Ni siquiera yo llegué virgen al matrimonio-soltó, y Alec se puso en pie.
               -¡Guau, Mamushka! ¡¡Demasiada información!!
               -¿Te pensabas que tú inventaste el sexo? ¿De quién crees que lo has sacado? No eres el primero en esta familia que va de flor en flor.
               -Sabrae, no llames a casa. Nos vamos ahora mismo, antes de que mi abuela siga traumatizándonos.
               Me eché a reír y entré en el pequeño salón. Podría haber llamado por el móvil a mis padres, pero ya que la señora Parker me había invitado a usar su teléfono, no quería privarles de la oportunidad de estar solos. Me senté en el sofá y marqué de memoria el número de mamá, que sabía sería más proclive a dejar que me quedara. Mi estómago se retorció un poco al recordar una ocasión similar, cuando les había pedido permiso a mis padres para hacer el viaje que tenía planeado con Alec a Barcelona, antes de que nuestra relación avanzara tanto como ya estaba ahora. Incluso entonces, ya éramos más formales que cualquier pareja que llevara varios años junta, pero por aquel entonces yo seguía teniéndole pánico a cierta palabra que terminó por aflorar en la conversación.
               -Mamá, papá... veréis, a Alec le gusta mucho The Weeknd, y como va a participar en un festival en Barcelona, había pensado que quizá estaría bien que fuéramos a pasar el fin de semana. ¿Os parece bien?
               Todos en la mesa se me habían quedado mirando como si me hubiera crecido un tercer ojo en la frente. Y entonces Scott, que estaba al tanto de cada paso que daba nuestra relación, me pinchó:
               -Sabes que eso es lo que hacen los novios, ¿no?
               -¡ALEC NO ES MI NOVIO!-había chillado entonces.
               -¿Pero no te gustaba?-preguntó Shasha, y yo asentí con la cabeza.
               -Sois bichos raros, las mujeres. No hay quien os entienda-coincidió papá.
               -¿Verdad?-asintió Scott.
               -Yo vivo con cuatro y cada día que pasa entiendo menos, porque no saben lo que quieren.
               -Es increíble.
               Mamá había fulminado a papá con la mirada, que se había dado más que por aludido.
               -Hoy duermo en el sofá, ¿eh, Sher?
               -¿A ti qué te parece?-y justo cuando pensaba que tendría que reunir el valor que me había llevado pedirles permiso a mis padres, como si alguna vez me hubieran dicho que no a algo (aunque realmente lo veía factible, porque sabía que no era lo mismo ir al centro con mis amigas que al extranjero con Alec), se había vuelto hacia mí y había respondido-: Pues claro que sí, tesoro. Siempre y cuando no vayáis a ninguna zona peligrosa ni os metáis en líos.
               -Hecho-casi había saltado en la silla, lo cual hizo que Scott se riera. Siempre se podía confiar en que mamá sería benevolente; por eso tenía la esperanza de que me dijera que sí si acudía a ella.
               Para mi sorpresa, no fue mi madre quien atendió.
               -Despacho de Sherezade Malik-anunció Shasha con el tono profesional que poníamos cuando un número que no estaba guardado en la agenda de mi madre la llamaba al móvil-, le atiende Shasha, ¿en qué puedo ayudarle?
               -Soy yo, cara culo. Pásame con mamá.
               -¡Pero bueno! ¿Desde dónde llamas, culo gordo? ¿El teléfono de la clínica abortiva a la que te has ido para que papá y mamá no te echen la bronca?
               -Para empezar, eso es de un mal gusto que te cagas. Los abortos no son cosa de risa, Shasha. Tu madre tuvo uno, ¿recuerdas? Ten más respeto.
               -Ya, y luego te adoptó a ti, así que no debió de ser el peor momento de su vida, dado que decidió traerte a casa-atacó.
               -Que no me cuentes tu vida, payasa. Pásame con mamá; no tengo tiempo para perderlo hablando con sinvergüenzas de tu calibre.
               -Mamá está ocupada.
               -Pues moléstala. Te dejaré comerte mi postre una semana.
               Shasha suspiró, se levantó del sofá y se paseó por la casa. Sabía de sobra qué estaba haciendo mi madre para no tener el teléfono consigo, así que me cagué en toda la estirpe de mi hermana cuando escuché la voz de papá al otro lado de la línea.
               -¿Sí?
               Mierda, pensé. No es que no me lo esperara, porque Shasha era una verdadera hija de puta, pero no creí que fuera a buscarme las cosquillas mientras estábamos a medio país de distancia. Se iba a cagar, esa zorra. Ya podía ir despidiéndose de su lustrosa melena: un día no muy lejano, se despertaría con la cabeza rapada.
               Y sabría de sobra que la deuda habría sido saldada.
               -Papi-balé como un inocente corderito.
               -¡Pequeña! ¿Desde dónde llamas?-escuché que se incorporaba, y que mamá preguntaba a su lado qué ocurría-. No conozco este número. ¿Ya has llegado a casa? Creía que ibas a coger el tren dentro de un par de horas. ¿Necesitáis que vayamos a buscaros?
               -En realidad… quería saber si os importaba que me quedara en Mánchester-expliqué. Se hizo el silencio al otro lado de la línea-. Nos ha invitado la abuela de Alec, y, bueno, me da apuro decirle que no-bueno, vale, en realidad quería quedarme-. Lo siento mucho, papi, ya sé que no es buen momento, pero no encuentro la manera de…
               -Tonterías, peque. No pasa nada. Quédate si es lo que quieres, no hay problema. ¿Lo estás pasando bien?-asentí con la cabeza, y al darme cuenta de que no podía verme, respondí:
               -De fábula. Me está gustando mucho la ciudad. Además, Alec me está enseñando un montón de cosas-como que es el heredero al trono del desaparecido imperio ruso, por ejemplo-. Y su abuela es muy simpática-me ha preguntado si tengo intención de tener hijos.
               -Genial, pequeña. Me alegro mucho de que te lo estés pasando bien. Te dejo entonces, ¿vale? Diviértete. Avísanos cuando compres los billetes de tren para que podamos ir a recogerte, ¿de acuerdo?
               -Vale, papi, gracias.
               -No hay de qué, mi vida. Te echamos de menos.
               -Y yo a vosotros. ¿Ha llamado Scott?
               -Sí, hace un rato. Dijo que volvería a llamar por la noche para hablar contigo; le diré que te llame al móvil.
               -Genial. Gracias, papi. Te dejo. Adiós.
               -Vale, mi niña, pásatelo bien. Te quiero, peque, hasta luego.
               -Y yo a ti. Hasta luego.
               Colgué el teléfono con la satisfacción de saber que acababa de dejar a Shasha con la palabra en la boca, y me acerqué a la puerta. Me limpié unas miguitas de pan de los vaqueros y acerqué la mano al pomo, sólo para descubrir que Alec y su abuela estaban hablando de mí.
               -Entonces… ¿te gusta?-preguntaba Alec. Me quedé quieta en el sitio. Sabía que estaba mal, pero no podía resistirme a escuchar lo que tuviera que decir la mujer. Después de todo, se trataba de mí, ¿no? Tenía derecho a saber su opinión, sin que Alec me la maquillara para no herir sus sentimientos.
               Por un momento creí que tendría que quedarme con las ganas de saber qué opinaba de mí, porque le respondió en ruso, lo cual no parecía muy buena señal. Hasta que, entonces…
               -Mamushka, no me voy a casar con ninguna rusa-espetó Alec con fastidio-. Eso se te puede ir quitando de la cabeza.
               -Pero vendría bien para la familia y tus derechos…
               Mamushka!-protestó Alec, y ella suspiró.
               -Claro que también hemos tenido reinas extranjeras, y no ha pasado nada…
               -No estás contestando a mi pregunta. ¿Te gusta, sí, o no?
               -Es muy guapa-concedió su abuela, y yo sentí que el estómago se me hundía. A pesar de que era un cumplido…
               -Sí que lo es-coincidió Alec.
               … aquello no era una respuesta.
               -… pero eso no es una respuesta. ¿Te gusta?
               -Alexéi-instó su abuela, y pude sentir cómo Alec ponía los ojos en blanco. Con lo que le gustaba su nombre, debía de fastidiarle muchísimo que se lo cambiara-. Si no me gustara, no querría que os quedarais para conocerla mejor, ¿no te parece?
               Pude escuchar la sonrisa aliviada de Alec en su jadeo, y cuando yo también suspiré de puro alivio y abrí la puerta, me lo encontré rodeando los hombros de su abuela con el brazo y dándole un beso en la mejilla. Se incorporó y me sonrió.
               -¿Buenas noticias?
               -Las mejores: me han dicho que sin problema. Va a tener que sufrirme bastantes horas más de las previstas, señora Parker.
               -Oh, cariño, no es sufrirte para nada. Eres una delicia de criatura. Pero, por favor, deja de llamarme “señora Parker”-puso los ojos en blanco-. Me haces parecer un dinosaurio. Iré a cambiarme-se incorporó de la silla y rodeó la mesa-. Si es verdad que nos vamos a hacer fotos, Alec, tendré que ponerme guapa para darles envidia a mis amigas.
               -Tú estás guapa siempre, Mamushka.
               Ella sonrió, negando con la cabeza.
               -No permitas que deje de tratarte así en ningún momento-me indicó, y yo asentí.
               -Lo tendré en cuenta.
               -No tenía pensado-contestó Alec, sentándose en la mesa con los brazos cruzados.
               Ekaterina cerró la puerta de la habitación en la que había entrado, buscando intimidad. Si para ella o para nosotros, no sabría decirlo. Tampoco es que fuera a preguntar para confirmarlo: en cuanto nos dejó solos, me metí entre las piernas de Alec y él me pasó los brazos por detrás de la espalda. Sus manos caían justo sobre mi culo. Me puse de puntillas para darle un beso en los labios, y cuando nos separamos, le miré a los ojos y sonreí.
               -Así que… Alexéi, ¿eh?
               Él puso los ojos en blanco.
               -Ni se te ocurra empezar a llamarme tú así.
               -Suena exótico.
               -Suena a otra persona-suspiró, negando con la cabeza.
               -Alexéi Theodoriev Whitelawovna-canturreé, acurrucándome contra su pecho. Alec frunció el ceño, luchando contra una sonrisa.
               -La gente cuyos apellidos terminan en –ovna son mujeres. Además… yo sería Dylanievich, o algo así-miré su mandíbula desde abajo.
               -Suena bien.
               -¿No suena mejor Alec Whitelaw?-preguntó, cogiéndome la cara entre las manos y lamiéndome el puente de la nariz con la puntita de la lengua. Me eché a reír, dándole un empujón para apartarme y limpiarme.
               -Sí-concedí por fin-. Pero… ¿no hay nada de lo que quieras que hablemos?
               -De noche-me prometió. Aquello no me gustó a mí, ni tampoco a su abuela, que hizo todo lo posible por dejarnos instantes a solas para que la conversación tomara ese rumbo en cuanto salimos de su casa. Al principio, yo ni siquiera me daba cuenta: creía que se distraía con cualquier cosa o que era de las típicas que se paraba a hablar con todo el mundo, pero pronto me quedó claro que estaba intentando que habláramos de su linaje, sobre todo porque la señora no era tonta y sabía que yo estaba más por la labor de creerla que su nieto.
               La cosa se volvió descaradamente evidente cuando nos dejó solos en el parque con la excusa de que iba a darles pan a las palomas con sus amigas, unas señoras que la saludaron sentadas en un banco.
               -¿No vas a hacer que tu pobre abuela deje de empujarnos lejos de ella?
               Alec frunció el ceño.
               -¿A qué te refieres?
               -A la pobre señora ya no se le ocurren más trolas.
               -¿Por qué dices eso?
               Levanté la bolsa que llevaba en la mano, en la que habíamos traído el pan para las palomas. Alec torció la boca.
               -Ah.
               Le cogí la mano y paseé con zancadas largas, pero pausadas, conduciéndolo por debajo de la luz de las farolas. Alec tenía la cabeza gacha, sumido en sus pensamientos.
               -¿Te disgusta que hablemos de esto?
               -Me da igual. Sólo me preocupa que le des más importancia de la que tiene a las chifladuras de mi abuela.
               -Pero Alec, ¿y si no son chifladuras?-me quedé parada delante de él para poder estudiar su reacción, que simplemente fue de incredulidad.
               -Sabrae, venga. Tú eres más lista que eso. ¿Cómo vamos a ser…? Es imposible-sacudió la cabeza-. Además, en el caso de que fuera verdad, eso no significa nada. Por si no te has enterado, para empezar, Rusia es una república. Mi abuela ni siquiera pertenece a la familia, así que yo no tendría ningún derecho que reclamar. Y no es por nada, pero que yo fuera el varón de mi generación más mayor no cambia nada, porque las cosas no funcionan así. Y está mi hermano. Y está…
               -No hablo de que vayas a ser el rey de Rusia, ni nada por el estilo. Me refiero a que…
               -En Rusia había zares, pero aprecio el esfuerzo-puso los ojos en blanco y yo le di un manotazo.
               -Quiero decir que esto hace palpable lo que yo ya sé: que eres alguien importante.
               -¿Y eso qué más da?
               -Pues que ya tienes una razón para empezar a hacerme caso. Deberías valorarte más si eres… un príncipe heredero, o algo así-intenté no atragantarme con las palabras ante lo surrealista de la afirmación, y Alec alzó las cejas.
               -Ah. Que a la nobleza hay que valorarla. Entiendo.
               -No estoy diciendo eso, Al. No seas obtuso, ¿quieres? Sólo digo que… si no te sirve con lo que ves cuando te miras en el espejo, la bondad que hay en tus ojos… por lo menos empieza a pensar que vales algo por tu sangre. No me parece tan complicado de entender.
               -Es que si empiezo a valorarme por mi sangre, Sabrae… si soy un príncipe heredero, también tengo algo en mi sangre que merece la pena que me asuste. Algo que que está demostrado, no como la movida ésta de que soy un Romanov. ¿Pillas lo que te digo?
               Parpadeé. Lo cierto es que entendía su postura mejor de lo que podía entenderla nadie. Había visto cómo casi se había autodestruido cuando pensó que era digno hijo de su padre. Había visto cómo se había creído tan indigno de mí que había puesto nuestra relación en peligro, apuñalándola tanto que fue un milagro que no se desangrara. Y como él decía, aquella parte de sí mismo tenía un origen que podíamos rastrear con facilidad, pues había vivido la maldad de primera mano, y su padre aún vivía.
               -La sangre no es nada-susurré, acariciándole la mano.
               -No-coincidió Alec-. La sangre no es nada. Pero el linaje puede serlo todo-miró a su abuela, que no observaba con disimulo-. Y el linaje no deja de ser sangre. Mira, lo sentiría mucho por mi abuela si fuese cierto, pero… todo pasa por algo. Nadie debería vivir en un palacio mientras su pueblo se muere de hambre. La vida que llevo ahora que trabajo y me esfuerzo es mil veces más digna que la que llevaría si no hubiera pasado nada y si las fantasías de mi abuela fueran verdad. Y no te tendría-añadió, poniéndose frente a mí y cogiendo mi rostro entre sus manos. Nubecitas de vaho se escapaban de su boca, acariciando mis facciones-. ¿De qué me serviría un palacio si no podría tenerte en él? No querría un imperio si tú no pudieras ser mi zarina. Te elegiría a ti un millón de veces antes que a un millón de concubinas-sonrió, mordisqueándose el labio mientras sus ojos saltaban de mi boca a mis ojos-. No me interesan las historias épicas que me cuenta mi abuela; jamás me han interesado, pero ahora que estoy viviendo algo épico y mágico contigo, me interesan aún menos.
               Sonreí, mirándolo a través de mis lágrimas.
               -Pero, ¿no te llama la atención? Considéralo un momento. Tendrías todo lo que pudieras querer jamás…
               -Yo ya tengo todo lo que podría querer jamás, Sabrae. Y en tamaño de bolsillo, para que sea más cómodo transportarlo-sonrió y me frotó la nariz con la suya. Se inclinó y me besó tan despacio que me dolió-. Esto es lo que soy. Alec, no Alexéi.
               -Y me gusta que seas Alec, no Alexéi. Te prefiero mil veces así. Es sólo que… tiene cierto morbo, ¿no te parece? Que fueras de la realeza, quiero decir. Si fueras un príncipe heredero, tendría que empezar a arrodillarme ante ti.
               -Bueno, tampoco es que necesitaras mucha excusa con respecto a mi sangre para hacerlo-comentó, echándose a reír. Abrí los ojos como platos y le di un fuerte manotazo en el costado.
               -¡Eres tan jodidamente odioso! ¡No te soporto, te lo juro!-protesté, intentando zafarme de su abrazo, apartándome cuando trató de besarme, pero rindiéndome lo suficientemente rápido como para que él no dejara de intentarlo aún. Me encantó el beso que me dio, cálido, húmedo, el típico beso que se dan los protagonistas de las películas románticas justo al final; la diferencia estaba en que nuestra historia, al contrario que la que encarnaban los actores, era real, y no había hecho más que comenzar.
               Ekaterina nos miraba con ilusión desde el banco que ocupaba con sus amigas, y después de las presentaciones de rigor, nos dijo que estaba cansada y nos pidió volver a casa. Lo hicimos cogidas de los brazos de Alec, una a cada lado, e incluso me dejó cocinar para ella. Mientras Alec terminaba de limpiarse los dientes, pues el baño era tan pequeño que no cabíamos los dos, yo me asomé a su habitación.
               -¿Ekaterina?
               -¿Sí, bonita?
               -Sólo venía a darle las buenas noches.
               -Oh, hija, ¿cuándo vas a dejar de tratarme de usted? No soy tan vieja.
               -Perdón, jo—reí, sonrojándome-. Quería darte las buenas noches, y también las gracias.
               -¿Por qué? Nada de gracias. Cuida de mi nieto. Es lo más valioso que tengo; vale su peso en oro, aunque es un poco bravucón. Ya iba siendo hora de que se centrara y se echara novia. Se nota el bien que le has hecho, niña. Anda, dame un beso y ve a dormir, que ha sido un día muy largo-abrió los brazos y me estrechó con fuerza entre ellos cuando yo me incliné para depositar un beso en su mejilla marcada por el paso del tiempo, como tantas otras personas habían hecho antes que yo. Me acarició la espalda y me susurró al oído-: gracias a ti por venir. De verdad. Me ha encantado conocerte.
               -Y a mí también, Ekaterina.
               -Mamushka-me corrigió, y yo sonreí.
               -Mamushka-acepté, dándole un apretón en la mano y saliendo de la habitación. Me crucé con Alec en el pasillo, que me miró de arriba abajo y sacudió la cabeza. Como contaba con dormir con él en un sitio donde todos sabían cómo era de puertas para afuera, había cogido un pijama de verano (por guardar las formas, más que nada) cuyos tirantes a duras penas conseguían mantener cubiertos mis pechos, y cuyos pantaloncitos me dejaban media nalga al descubierto. Supongo que no era el mejor atuendo para despedirte de la abuela de tu chico, pero a aquellas alturas del día yo ya sabía que la tendría de mi parte incluso si me paseaba por su casa en tanga y top less.
               Esperé a Alec sentada en la cama, bajo las mantas. Estaba encantada porque nos tocaría dormir acurricaditos otra vez, aunque tenía muy claro que eso jugaría en nuestra contra a la hora de comportarnos como personas civilizadas. Después de unos minutos, Alec abrió la puerta y la cerró detrás de él. Apoyó la nuca un momento en la puerta y bufó.
               -Tú quieres que te folle, ¿verdad?-preguntó, y no esperó a que le contestara-. Eres una enferma. Mi abuela está al otro lado de la pared.
               -Podríamos hacerlo en silencio-coqueteé, encogiéndome de hombros. A Alec se le oscurecieron los ojos.
               -Hazme sitio-instó, atolondrándose al quitarse la camiseta y abalanzarse sobre mí.
               -Espera, espera, tigre-me reí, poniéndole una mano en el pecho-. Va a venirme la regla de noche. Me he puesto un tampón para no manchar.
               -Realmente sabes cómo joderme la diversión, ¿verdad?
               -Pero sigo teniendo la boca libre-le guiñé un ojo. Alec se tumbó sobre su espalda en el colchón y se tapó la cara con las dos manos.
               -Madre mía… qué enferma estás, Sabrae… venga, a ver qué sabes hacer.
               Me eché a reír y le di un beso en los labios; después, fui dándole mordisquitos por la mejilla, la mandíbula, el cuello… cuando le mordisqueé el pezón, Alec dejó escapar un gemido y me agarró del brazo.
               -Estás como una cabra.
               -Debes de pensar que me importa algo que tu abuela esté al otro lado de la pared.
               -Debería. Eres una sinvergüenza.
               -Mira quién habla.
               -Yo ya lo sabía; no soy yo el que va de bueno por la vida. Eres peor que yo. Uf-suspiró, metiéndose bajo las mantas y acurrucándose a mi lado. Me dio un beso en el costado y yo me estremecí de pies a cabeza.
               -¿Puedo preguntarte algo?
               -Dieciséis centímetros en reposo, y la máxima de veintidós con siete…
               Le pegué un almohadazo.
               -Gilipollas, no quiero saber lo que te mide el rabo.
               -Es verdad. Como si no lo supieras ya-me dio un beso en el hombro-. Di.
               -Antes… cuando ibas a tocar el timbre parecías… preocupado. ¿Qué te pasaba?
               -Ah-puso los ojos en blanco-. Me daba miedo que estuviéramos yendo demasiado rápido para ti. O sea… tampoco es que te diera mucha opción a conocer a mi abuela. No sabía si me habías dicho que sí porque te apetecía conocerla o por no herir mis sentimientos, y… bueno, conocer a la familia es algo de novios, ¿no?-preguntó con inocencia, y yo lo miré desde arriba.
               -Y eso es lo que somos, Al-respondí, cogiéndole la mano y sonriendo-. Novios. En funciones, pero… novios, al fin y al cabo.

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1 comentario:

  1. Me ha puto encantado el capítulo. PERO PUTO ENCANTADO.
    La narrativa de Alec siendo descendiente de los Romanov es pura fantasía y estaba deseando que la abordases y me ha encantado como lo ha contado su abuela y toda la historia.
    Lo que más me ha gustado del capítulo ha sido sin duda que la frase final ha resumido al completo los últimos caps y también esté y es que al fin y al cabo y a pesar de toda la movida de African, son y siempre han sido novios, pero no quiero reconocer que lo son porque están cagados de dejar de serlo.

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