jueves, 31 de diciembre de 2020

2O2O, gracias, ¡adiós!

 


Es curioso cómo, justo el año en que menos tiempo he pasado fuera de Asturias (ni siquiera 30 minutos, y gran parte dentro de un coche), es uno en los que más lejos he llegado. Y no ha sido fácil, como siempre, pero también soy consciente de que he sido muy afortunada de no haber perdido a nadie, ni haber tenido a nadie cercano contagiado por esta pandemia que ha maldecido un año que, en un principio, tenía pintas de que iba a ser genial, aunque sólo fuera por los planes que había hecho en el pasado y a los que me aferraba desesperadamente en enero.
               Enero. Todavía se me hace un nudo en la garganta pensando en lo que esconde esa palabra. A veces siento que lo finales de año son un poco venenosos para mí, viéndome otra vez sumergida bajo el agua mientras todo el mundo disfruta hasta el punto en el que puede. Claro que, por suerte, esta vez no parece que vaya a tener los fantasmas revoloteando por encima de mi cabeza, diciéndome que para qué seguir adelante si no sabes qué va a pasar después, robándome la motivación hasta el punto de hacer que renuncie al tiempo libre y siga trabajando porque prefiero estar fuera de casa (yo, que soy lo más casero del mundo) a dentro, donde las ideas sobre el suicidio me asaltan a cada minuto que pasa sentada en el sofá, preguntándome qué hago, aparte de, por supuesto, estar sola. Sé que sonará duro, e incluso egoísta, pero el confinamiento me hizo bien; me hizo bien sentir que, por una vez, iba al ritmo del resto del mundo, y no me estaba perdiendo gran cosa. Me hizo bien sentir a gente que estaba lejos un poco más cerca, aunque fuera por el mero hecho de que su tiempo libre crecía y yo conseguía colarme en él, no porque realmente hicieran un esfuerzo por incluirme en sus planes. Me hizo bien porque hizo que consiguiera salir de ese círculo vicioso horrible que me estaba succionando viva a finales de febrero, cuando una parte de mi cabeza ya me había puesto fecha de caducidad, y caminaba por inercia más que por las ganas de llegar a ningún sitio.
               El ciclo volvería a iniciarse a finales de agosto, pero por suerte, el año ya me había hecho más fuerte y, si bien esas ideas que me angustiaban y me hacían pensar en desaparecer volvieron, lo cierto es que no lo hicieron con la intensidad de antes. Por lo menos, agosto no me estropeó un 23. No tuve tan sólo media hora de felicidad, que extrañaré siempre, entre publicar un capítulo y confesar lo que me pasa por la cabeza, sólo para que quienes lo escuchan lo conviertan en un ataque contra mí y hagan de mi felicidad cenizas en la boca.
               Para mí, 2020 ha sido un buen año porque, para empezar, me ha permitido llegar hasta su final, algo que antes era prácticamente un derecho y ahora es un privilegio. Pero, sobre todo, porque ha sido una especie de jarro de agua fría (helada, más bien), que me ha hecho abrir los ojos. Los primeros espasmos del diafragma indicándome que, así, no puedo más. Que tengo que sacar la cabeza del agua si no quiero hundirme. Y, por suerte, saqué la cabeza del agua. O me hicieron sacarla: pequeños grandes momentos y personas de los confines de mi círculo social que entraban como cometas de una inmensa órbita en el más cercano, agujeros negros que por fin se alejaban y dejaban de absorber energía, fantasmas del pasado que se hacían de carne y hueso, y nuevas personas que aparecieron en mi vida para hacerme ver que, sí, hay vida más allá de lo que tenía en 2019.
               A pesar de mi pésimo estado mental, lo cierto es que enero y febrero fueron meses, por lo demás, buenos. Conseguir un 10 en un Trabajo de Fin de Máster que yo creía que no cumpliría con lo que se me pedía fue un dulce bocado de miel en una semana (la semana) en que yo sentía que todo a mi alrededor se desmoronaba. Incluso fue divertido descubrir que uno de los miembros de mi tribunal tenía las mismas raíces que yo. Quizá no conseguí Matrícula de Honor ese día, pero salí y me lo pasé bien porque yo quería, a pesar de mis reticencias.
               Febrero fue el Último Mes: el último mes de prácticas, el último mes en que salí de fiesta con un grupo nuevo, el último mes de bingo presencial (aunque también el primero) en el que descubrí por qué a las jubiladas les encanta tanto un juego tan simple como ése, y el último mes en el que me permití estar mal. Porque entonces, llegó marzo, y apenas un par de días antes del final de la vida tal y como la conocíamos, recuperé a dos personas que ahora son importantísimas en mi vida, y que funcionaron de talismán: presenté el penúltimo día una solicitud para unas prácticas de las que había oído in extremis, y todo salió a pedir de boca, a pesar de las colas para presentar la documentación y los nervios por si estaba todo, o no me lo admitían.
               Y entonces, llegó el confinamiento. Los meses comenzaron a confundirse, aunque sé que tuve suerte por tener un jardín en el que sentarme a tomar un poco el sol, por el que pasear, y fingir que estaba de vacaciones mientras el mundo entero se volvía loco. Fue entonces cuando acepté que no puedo cargar con el cadáver de una amistad simplemente por los buenos momentos, y algo dentro de mí cambió en cuanto llegué a esa conclusión: hice clic. Las “vacaciones” eran un retiro espiritual, en el que podía querer y ser querida, y alejarme si me apetecía, a reflexionar sobre lo que me pasaba y cómo podía solucionarlo. A una par de decenas de kilómetros de mí, se estaba cociendo una oportunidad que todavía me hace sentir tremendamente afortunada, y que ha servido para que sonría al darme cuenta de que no me da lástima no poder contársela a la persona que perdí. Había ganado a más de las que había perdido, mejores amigas (y también amigos). Realmente la naturaleza es sanadora, como pude comprobar cuando se permitió por fin la movilidad entre municipios.
               Hice el Examen de Acceso a la Abogacía, y conseguí aprobarlo todavía no sé cómo, ya interiorizadas las grandes noticias que había recibido el 12 de junio: iba a empezar a trabajar. Todo lo que le había dicho a mi madre sobre que no se preocupara por el dinero, que pronto trabajaría y no tendríamos que agobiarnos por llegar a fin de mes, pasaban de ser palabras tranquilizadoras a promesas que hacía sin tener un plan fijado, pero con la esperanza de que sucedería.
               Y sabiendo que empezaba a trabajar, empecé a aprovechar el verano todo lo que la situación lo permitía: con cuidado, paseé por pequeños pueblos costeros que sólo había visitado en mi infancia, conduje por carreteras de montaña que me sacaron de mi Asturias durante el tiempo que tardé en encontrar el camino de vuelta; me familiaricé más con el mapa de Gijón, y celebré no uno, ni dos, sino tres cumpleaños. Porque, por primera vez, mi círculo social era lo bastante grande como para ser demasiado para las restricciones.
               Sé que uno de mis mejores años, social y emocionalmente hablando, parece más patético que otra cosa comparado con otros, incluso cuando estos otros son los peores. Pero, la verdad, no puedo dejar de estar agradecida y de sentirme tremendamente afortunada. Por primera vez desde que me durmiera llorando mis últimas noches de 17 años, me veo con un futuro más allá de la universidad. Me veo con algo a lo que aspirar y por lo que luchar, más allá de objetivos a corto plazo basados, fundamentalmente, en el mundo del entretenimiento, del que siempre tendré una espinita clavada en mi corazón. Me veo con una motivación para seguir levantándome por las mañanas más allá de que tengo que escribir Sabrae (para la que, por cierto, estrené portada este año, mi favorita de toda la historia). Me veo con un objetivo, un propósito que, si bien no es tan espectacular y glorioso como el que tenía de adolescente, por lo menos está ahí, sobre el horizonte. Indicándome el camino, animándome a seguir.
               A estas alturas de la película, ya no sé si soy buena alumna, o es que tengo mucha suerte. Puede que un poco de ambas. Puede que, para mí, florezcan oportunidades que se escapan al resto, y que, a la vez, las que yo tengo me resulten más abundantes, y más hermosas, porque las recuerdo mejor. No todos los días, ni tampoco todos los años, se encuentra una un trabajo como el que yo he encontrado, y para colmo en medio de una pandemia, lo cual es el triple de suerte. No todos los años, ni mucho menos todos los días, consigue una nuevas lectoras para su novela, ésa larguísima a la que tanto cariño le pone, ésa que iba a durar 10 capítulos y ya va por 154, que estén tan entusiasmadas como yo por los personajes, y que esperen ansiosas cada domingo o cada día 23.
               Y, desde luego, no todos los años son el año en que ha nacido Sabrae. Mi pobre niña, qué año ha ido a escoger. Se merecía un año con más suerte, un año sin pandemia, un año en que la celebraran como yo querría celebrarla, un año en que también pudiera celebrar que me siento más querida que nunca (aunque, a veces, espere de los demás lo que yo doy de mí: mi todo), un año que me ha enseñado que hay personas buenas a la vuelta de la esquina, que no son los años, sino la calidad de los cuidados lo que determina lo buenas que son las relaciones, y que merezco que me escuchen como a una igual. Dramas literarios incluidos. Anécdotas de Pasapalabra incluidas.
               Idas de olla emocionales incluidas, sin convertirlas en armas.
               Es por esto que yo, a pesar de ser totalmente consciente de lo malo que ha sido este año para muchísima gente, para casi toda, tengo que decirlo: gracias, 2020.


Libros leídos este año: 18.
Películas vistas este año: 186.
Total de películas vistas hasta la fecha: 1263 (95 días, 16 horas y 56 minutos)
Capítulos: 1673 (68 días, 19 horas y 26 minutos)


lunes, 28 de diciembre de 2020

Buganvilla.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Di unos toquecitos en la puerta antes de entrar, echando de menos un mayordomo que dijera mi nombre para que Alec decidiera si quería verme o no. Algo dentro de mí, un instinto nuevo que se había ido perfilando durante esos meses, gracias a lo mucho que había llegado a conocerle, me decía que a pesar de que mi cercanía era una de las mejores medicinas que pudiera administrársele a Al, lo que había sucedido esa tarde cuando ésta ya se estaba vistiendo de noche haría que quisiera poner un poco de distancia entre nosotros.
               Y yo, por primera vez, estaba dispuesta a concedérsela. No me preocupaba que pudiera tener una recaída durante la noche (bueno, sí que me preocupaba, pero aquel no era el mayor de mis temores), pues sabía que había gente de sobra encargada de cuidar de él, y yo misma le vigilaría aunque fuera desde la sala de espera; ni siquiera me preocupaba que él creyera que lo último que había sugerido antes de que mi madre nos echara a mí y a Shasha de la habitación habría hecho que mi opinión respecto a él cambiara. Me preocupaba lo que había en su interior. Aquellas lagunas hechas de un mejunje pestilente y pegajoso con las que podría asfixiarse. Unos demonios con los que tenía que enfrentarse solo, pues cada vez que se asomaban a la superficie, me alejaba de él, temiendo que sus fauces pudieran alcanzarme a mí, que sus garras llegaran a secuestrarme como habían hecho con él hacía demasiados años. Tantos, que parecía no tener escapatoria.
               Sabía que tenerme cerca de él no haría sino aumentar sus preocupaciones, añadiéndonos a mí y a Shasha a una ecuación ya de por sí demasiado complicada como para intentar hacerla de cabeza, sin tan siquiera el uso de lápiz y papel, ya no digamos de una calculadora o incluso un ordenador. Alec tenía ya demasiada gente por la que preocuparse, demasiada gente en la que concentrarse, y tenerme allí, con él, alzándome orgullosa como un nuevo punto débil, el mayor que tenía ahora, no le ayudaría en absoluto.
               Yo deseaba que me quisiera cerca. Que me dejara acurrucarme contra él, darle un beso en su costado vendado, acariciarle el pecho y le dijera que todo iba a salir bien. Inhalar su aroma tan familiar pero con un deje extraño, como si hubieran sacado una nueva edición de su perfume corporal en la que se le añadían los ingredientes secretos propios del hospital. Relajarme escuchando su respiración dentro de su caja torácica, en lugar de en los pitidos de las máquinas. Necesitaba estar cerca de él. Pero yo no era la prioridad ahora.
               Alec giró la cabeza cuando escuchó el sonido de mis nudillos martilleando suavemente en la madera de la puerta. Estaba mirando por la ventana, observando las luces del corazón de Londres, que continuaba con su vida ajena a que el mundo de Alec se había detenido por completo y había comenzado a girar en otra dirección. Nos dedicamos una sonrisa triste, demasiado alejada de lo que nosotros éramos realmente. Era como si la presencia del otro nos resultara incómoda.
               Es curioso. La única persona con la que me sentía más fuerte y perfecta, incluso estando desnuda, era también con la que podía sentirme más vulnerable, más infinitamente insuficiente. Ojalá pudiera ser todo lo que él necesitaba, proporcionarle la ayuda que conseguiría hacer que sacara la cabeza de debajo del agua.
               -Hola-saludé con timidez.
               -Hola-respondió él, con la misma emoción en su voz. Se mordisqueó el labio inferior, la punta de su lengua asomando por entre sus dientes. Tenía el aspecto de un niño que había crecido demasiado, y demasiado rápido: a pesar de que se notaba que era mucho más alto que yo incluso estando en la camilla, mis ansias de protegerlo por la pureza que había en su alma me arrastraban hacia él como un torbellino arrastra a los barcos que se atreven a surcar sus aguas. La ausencia de la barba, a la que me había acostumbrado hasta ayer, cuando me pidió que se la afeitara (las enfermeras habían insistido en que las auxiliares lo harían, pero ninguno de los dos lo permitiría; sólo yo podía tocarlo de una manera tan íntima, tener de esa extraña forma su vida en mis manos), no hacía más que reforzar esa expresión de niño de seis, siete, ocho o, como mucho, nueve años, que mira a su profesora preferida con arrepentimiento, sabiendo que lo ha hecho mal y que está a punto de perder su favor. Quise correr para abrazarlo, estrecharlo tan fuerte entre mis brazos que tuvieran que volver a cambiarle las vendas, pero me contuve. Lo único que hizo que sólo diera un paso, lento y deliberado, con opciones a detenerme en cuanto quisiera, fue lo mucho que necesitaba esa distancia.
               No me di cuenta de que estaba jugueteando con mis dedos, toqueteándome las puntas de los de la mano izquierda con los de la derecha, hasta que bajé la mirada al entrelazarlos sobre mi vientre. Alec esperó. Y yo también esperé. A que se me ocurriera una excusa para marcharme, o a que se le ocurriera a él. A que alguno de los dos dijera que, quizá, sería mejor que yo no pasara la noche con él.
               Tragué saliva sonoramente, y me dio la sensación de que el ruido rebotó en las paredes blancas de la habitación. Observé que, durante el tiempo que habían estado con Alec a solas, el personal del hospital había cambiado las sábanas de las dos camas. Me entristeció darme cuenta, y me entristeció hacerlo entonces: antes, estaba tan ansiosa por estar a su lado, que ni me había percatado de un cambio tan importante.
               -¿En qué ha quedado la cosa?-pregunté, señalando la puerta con el dedo pulgar y una inclinación de la cabeza. Forcé una sonrisa que me salió más natural de lo que me esperaba, y antes de que nos diéramos cuenta, la tensión entre nosotros había desaparecido, y volvíamos a ser nosotros. Alec y Sabrae. Enfermo y enfermera. Enfermedad y medicina.
               Sol y tierra. Luna y estrellas.

miércoles, 23 de diciembre de 2020

Fénix.


¡Toca para ir a la lista de caps!

 Y yo que pensaba que no podía haber más tensión y peligro en un espacio cerrado, y que era imposible que esa sensación de seguridad se quedara adherida a las paredes del hospital. Que, cuando Brandon se fuera, milagrosamente sin haberse encontrado con su exmujer, Alec simplemente emitiría un bufido de relajación, pondría los ojos en blanco y lanzaría unos cuantos tacos para terminar de expulsar todo el veneno que su padre había puesto dentro de él.
               Siempre había creído que la suerte me sonreiría sin importar la situación. Que, sin importar cómo se torcieran las cosas, todo terminaría saliendo bien. ¿Qué posibilidades había tenido yo de encontrar a mi familia hacía casi quince años, cuando me abandonaron frente a la puerta de un orfanato en un pequeño capazo con una nota en la que sólo venían mi nombre y mi fecha de nacimiento? ¿Qué posibilidades había tenido yo de que Scott se parara frente a mí, de que nos miráramos a los ojos, y todo hubiera ido rodado desde entonces? ¿Qué posibilidades había tenido de que mi padre fuera cantante, y me regalara el premio más importante que se otorgaba en la música con una canción que llevaba mi nombre? ¿Qué posibilidades había tenido de que mi mejor amiga fuera insistente conmigo, ajena a mis continuos rechazos por mis ansias de ser desdichada en soledad los primeros días de cole? ¿Qué posibilidades había tenido de que Alec, un sol como no había ningún otro caminando sobre la faz de la Tierra, se enamorara de mí?
               Prácticamente ninguna. Pero todo había pasado, así que en lo más profundo de mi ser, me consideraba una de las pocas elegidas por Dios para que todo le saliera bien. No sabía qué había hecho para merecerlo, pero durante años, me había creído su favorita. De ahí había surgido una positividad rayana en la más desvergonzada inocencia, un sentimiento de supervivencia contra el que nada podría competir.
               Pero el universo es cruel, Cruel con mayúscula, y lo que Dios da, también lo quita. Supongo que había agotado toda mi suerte en ese momento, cuando Annie abrió las puertas del ascensor mucho antes de que Brandon se marchara de la habitación, dándose por vencido por primera vez en su vida. Quizá había abusado de mi suerte y no había tenido la suficiente como para evitar ese fatídico encuentro. Quizá, después de todo, estaba deseando imposibles. No sabía nada más que pinceladas generales de la historia de aquellos dos, las que Alec había estado dispuesto  contarme, pero con aquello me bastaba para sospechar que las cosas simplemente estaban siguiendo su curso. Que Brandon había luchado por conservar a Annie a su lado (no, no a su lado; más bien, bajo su yugo) con uñas y dientes, y que, igual que un jaguar, ahora que volvía a tenerla a tiro, no la pensaba soltar.
               Los dos padres de Alec se miraron en silencio durante un instante, como midiéndose. Pude ver que la expresión de Brandon cambiara ligeramente; podía intentar engañarse a sí mismo y también a Alec, a quien no conocía, cuyo rostro no le resultaba más familiar que por el parecido con su otro hijo y el suyo propio, pero Annie llevaba demasiados recuerdos pintados en sus facciones como para poder fingir que la terapia había obrado un cambio real en él. Alec no lo conocía, no del todo, al menos, así que podía intentar engañarlo, sobreponerse a las mentiras que su madre le hubiera contado con respecto a él, convencerlo de que todo eran exageraciones propias de una mujer histérica que se había inventado una historia tan truculenta como maligna para poder abandonarlo e irse con el calzonazos de su amante arquitecto.
               Con Annie, en cambio, no podía fingir ser otra persona. Ella había visto el monstruo que llevaba dentro. Había invocado la maldad de su interior. Y no podía hacer nada contra esa maldad… ni aunque quisiera.
               Brandon abrió la boca para decir algo, seguramente empezar el concurso de insultos en el que no tendría rival. Annie se achantaría como llevaba haciendo años, como había hecho siempre, como aún se achantaba cuando tenía una pesadilla en la que no había escapado de casa a tiempo, en la que aún seguía con él, y el sonido de unas llaves en la cerradura le recordaban a las trompetas indicando la llegada del Juicio Final. De la misma manera que los traumas de Annie se abalanzaban sobre ella cuando nadie estaba mirando, ya fuera para protegerla o simplemente por curiosidad, estos irían de nuevo a por ella y Brandon no tendría rival.
               O eso pensábamos todos, incluido Alec, que se revolvió en la cama, intentando atraer la tención de su padre de nuevo hacia él. Pero Annie nos sorprendió.
               Por segunda vez en su vida y también en la de Alec, fue ella la que cogió el toro por los cuernos. Hacía quince años que había cogido a sus dos hijos, había hecho una maleta apresurada y había salido corriendo (literalmente) de su casa en mitad de la noche, pero dentro de ella aún quedaba ese fuego que la había invitado a escapar. Puede que ya no fuera más que una chispa, pero por lo menos había conseguido levantar el globo aerostático que era su ánimo del suelo. Lo cual era mucho más que lo que podía decirse de Alec.
               -Perdonad lo mucho que he tardado, chicos, había unas colas terribles. Esta hora es horrible para conseguir dulces, parece ser-se encogió de hombros y se acercó nosotras, esquivando con habilidad a Brandon, que incluso tuvo el pequeño detalle de dar un paso atrás, acercándose más a Alec de una forma un tanto peligrosa para su estabilidad emocional. Sin embargo, mi chico estaba demasiado ocupado aterrorizándose por su madre como para fijarse en las pequeñas variaciones de las piezas del rival, ahora que la reina había entrado en el tablero. Curiosamente, en ese ajedrez mental que Alec estaba jugando, la pieza más importante no era el ente masculino con movilidad reducida, sino la figura femenina con libertad de movimientos-. Shasha, cielo, como no sabía muy bien qué te gustaba, te he traído un pequeño surtido. Para la próxima, ya me aprenderé tus preferidos-Annie le dedicó a mi hermana una cálida sonrisa que chisporroteó un momento en sus ojos.

domingo, 13 de diciembre de 2020

Ignición.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Aquel que diga que el oxígeno es el ingrediente esencial para la vida, miente. Aquel que diga que es un gas, miente. Aquel que diga que es imprescindible para sobrevivir, miente.
               El oxígeno arde en los pulmones.
               El oxígeno es un líquido que se te mete en el pecho y te ahoga más que una tonelada de agua.
               El oxígeno es un veneno que te paraliza el corazón.
               Y si a mí me estaba haciendo daño en lo más profundo de mi ser, no quería ni pensar en lo que le estaría haciendo a Alec. Si yo me asfixiaba, Alec ardía por dentro. Si en mí el oxígeno era líquido, para Alec era un sólido que le arañaba los alveolos. Si a mí se me había parado el corazón, a Alec se le había deshecho, directamente.
               No era para menos, todo hay que decirlo. Mientras Brandon observaba a mi chico (me negaba en redondo a atribuirle un poder sobre él en forma de posesivo que había perdido hacía mucho, mucho tiempo), yo pude detenerme a examinarlo con más atención. La primera impresión a causa de la sorpresa me había revelado a un hombre fuerte en todos los aspectos: a pesar de que sus hombros estaban hundidos, había una fuerza y una seguridad en ellos que no casaban bien con la situación, como si no estuviera acostumbrado a humillarse ante nadie y no supiera muy bien cómo intentarlo siquiera. Como reforzando mi teoría, su mandíbula, más marcada que la de mi hombre favorito en el mundo, se movía a un lado y a otro, rechinando unos dientes que no me extrañaría que hubieran masticado carne humana. Su pelo, un poco menos revuelto que el de Alec, parecía sin embargo el cabello de Medusa, tan mortífero como su dueño, retorciéndose en su cabeza como serpientes del mismo color negro que teñía las raíces de su primogénito.
               Y la nariz parecía hecha para inhalar el olor de la putrefacción, del miedo, del pánico. La tenía ligeramente arrugada, cualquiera diría que por la preocupación, pero a mí me daba la sensación de que se debía, más bien, a que no había encontrado en la habitación a su víctima preferida, y acababa de descubrir que tendría que conformarse con su hijo, a quien había conseguido salvar hacía demasiado tiempo, aunque no el suficiente como para que la herida no siguiera escociendo. La boca, curvada hacia abajo en una mueca de disgusto, se me antojó la de un león rabioso: bien podría ser Scar quien estaba frente a mí, a punto de arrojar a Mufasa a la estampida de búfalos.
               Sus ojos tampoco me engañaban. Por mucho que hubieran pintado una expresión triste en unos iris marrones que, sin embargo, no tenían nada que ver con los de Alec, yo podía ver más allá. Podía ver que no había un alma tras ellos por cuya redención mereciera luchar.
               Podía ver que, por mucho que las facciones más masculinas de Alec fueran herencia de aquel hombre, sus parecidos no podrían ser más distintos. En Alec, los brazos eran sinónimo de protección; la espalda ancha, de apoyo; el pelo, de un campo de juegos para cuando estabas triste; los ojos, dos pozos de chocolate caliente en los que hundirte en los días más crudos del invierno, y la boca una fuente de amor, consuelo y pasión por igual. En Brandon, los brazos eran martillos; la espalda, el yunque; los ojos, dos carniceros; y la boca, la desgarradora.
               Si Alec significaba “protector”, estaba bastante segura de que Brandon significaba “destructor”. No necesitaba buscarlo en Internet. Era evidente la diferencia entre ambos, cómo conjugaban las dos caras de una moneda, el yin y el yan. La diferencia radicaba en que Alec había sido capaz de existir perfectamente sin él, pero Brandon, no estaba tan claro.
               Pude analizarlo tan sólo unos segundos más, unos segundos preciosos en los que Brandon sólo tenía espacio en su retorcida mente para ocuparse de su hijo. En qué estaba pensando, era imposible adivinarlo, pero la tensión que había en el ambiente no parecía haberlo alcanzado aún a él. Mientras que Alec y yo ya estábamos tensos, en un modo lucha-o-pelea en el que jamás nos habíamos encontrado estando juntos (ni tan siquiera cuando fuimos a aquella pelea épica con la que se había desencadenado todo), él parecía completamente ajeno a todo aquello. Cualquier espectador externo que no conociese de su pasado, habría pensado que aquél sólo era un padre ausente que se preocupaba por el bienestar de su hijo, malherido en el hospital.
               Alguien como Shasha, por ejemplo. Shasha. Su nombre reverberó en mi cabeza y se me aceleró el corazón un poco más si cabe. El estómago se me retorció incluso más fuerte que antes, y mi subconsciente me traicionó: mi instinto de protección de hermana mayor era más fuerte que el de supervivencia, y me vi abocada a girarme para comprobar cómo estaba Shash sin poder remediarlo, moviéndome entonces de una manera estúpida, justo lo que no debemos hacer las presas cuando el cazador está mirando en nuestra dirección.
               Si Brandon era un zorro, yo era un conejo. Y acababa de ponerme de pie sobre mis patas traseras, asomándome sobre la hierba.
               Inevitablemente, sus ojos pasaron de los de Alec a mí, y me recorrió un escalofrío que intenté disimular como pude. Me aferré a la barandilla de la cama con disimulo, buscando una estabilidad que necesitaba más que ese venenoso oxígeno que me entraba entonces en los pulmones, y a duras penas conseguí tragar saliva. Le sostuve la mirada conteniendo mis ganas de estrangularlo con mis propias manos por el mero hecho de haber puesto así de nervioso a Alec; de haber tenido la mente un poco más lúcida, me habría regodeado en cómo lo torturaría por todo lo que le había hecho en su infancia.

martes, 8 de diciembre de 2020

Dorado.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Aquel sonido me parecía tan propio de una época de mi vida tan alejada como añorada que, por un momento, mi cuerpo no le ofreció la respuesta que le había obligado a interiorizar después años y años escuchándolo.
               Una parte de mi cerebro se desperezó, tratando de localizar la fuente del sonido para, así, saber qué conducta correspondía. Me resultaba vagamente familiar. Me sonaba, valga la redundancia. Esa dulce música que había ido poco a poco in crescendo, bailando en un rincón  sin identificar de mi mente antes de que pudiera fijar mi atención en ella…
               Un cuerpo se removió a mi lado, más cerca de lo que acostumbraba a tener compañía. Sentí su respiración como una presencia cálida y regular mientras los dos nos despertábamos, ella acusando tanto tiempo de funcionamiento a máxima potencia que no era capaz de ponerse en marcha; yo, con tanto banquillo chupado que todavía no era consciente del poder de mi cuerpo. Apenas era capaz de procesar que yo tenía un cuerpo.
               Hasta que…
               -Mm-jadeó Sabrae a mi lado, en ese tono característico que tenía de buena mañana, cuando había pasado tan buena noche que no quería que se terminara. Entonces, por fin, adiviné qué era aquel sonido: el despertador de su móvil. La dulce melodía con la que empezaba los días de clase, pues si se ponía un despertador a la vieja usanza, se sobresaltaba y se pasaba media mañana nerviosa.
               Me giré para mirarla, ignorando el millón de pinchazos de dolor que siguieron a aquel movimiento en el momento exacto en que Sabrae comenzaba a estirarse. Recordé entonces, vagamente, girarme y mirarla a la luz del amanecer, mientras ella se encogía y fruncía el ceño, acusando el frío de la habitación cuando nos pasábamos toda la noche con el aire acondicionado puesto (mamá era la encargada de apagarlo, pues a mí siempre se me olvidaba que estaba ahí, disponible para nosotros), protestando desde sus sueños por lo pronto que salía el sol siempre. Cuando el astro rey había terminado de besar sus párpados y Sabrae había abierto los ojos, me había encontrado mirándola como lo que era: la reina ante la que me postraría hasta el último de mis días. Es curioso, pero por muchas cosas extrañas que me hubieran pasado a lo largo de las últimas dos semanas (la visita de mi hermano, el coma, el accidente, o descubrir que la chica de la que estaba enamorado era amiga de mi cantante preferido), siempre habría alguna que superaría a las demás, eclipsándolas en asombro: la existencia de Sabrae.
               Como si tuviera la suficiente creatividad como para imaginármela solito, cada vez que abría los ojos y me la encontraba durmiendo a mi lado, ya fuera en una cama pensada para compartir o en una improvisación como la que había hecho la noche anterior, me asaltaba la sorpresa de que ella fuera real. Que no hubiera soñado con ella, simplemente, y nuestro contacto se viera restringido al mundo de los sueños.
               -Buenos días-saludé, estirando la mano y apartándole un rizo de color negro y brillo dorado de la mejilla, encontrándome así mejor con sus ojos.
               -Buenos días-respondió ella en el mismo tono suave e íntimo con el que la había saludado yo. Nuestro tono de las mañanas-. ¿Ya te has despertado, novio mío?
               No sé por qué, pensaba que mis heridas internas me causaban más sueño que dolor. Si ella supiera que lo único que no se había vuelto patas arriba en mi vida era mi capacidad para sentir cuándo amanecía, y despertarme a la vez que el nuevo día… eso, y quererla, por supuesto.
               -No del todo. Debo seguir soñando.
               -¿Por?-sonrió.
               -Oírte llamarme así es un sueño.
               Su sonrisa se había ampliado, se había vuelto sonora, y se había semiocultado en el colchón. Sus ojos habían encontrado los míos, y allí se habían quedado, a vivir en mi cuerpo igual que esperaba que su alma lo hiciera en la mía.
               Sus ojos se habían hundido en los míos, su alma se había mezclado con la mía, y nos quedamos así un rato, ignorando al amanecer hasta que éste se dio por vencido, comprendiendo por fin que lo más bonito sobre lo que podían posarse mis ojos no era él. Después de que las luces del cielo pintaran la piel de Sabrae de tonos hermosos, de chocolate con mezcla de oro, bronce, melocotón y después naranja, cuando la primavera dio paso al celeste, Sabrae rodó por el colchón de su cama, se dejó caer suavemente sobre el suelo, y bajó las persianas, sumiéndonos de nuevo en la oscuridad.
               Habíamos vuelto a dormirnos cogiéndonos de la mano, y ella se las había apañado para abrazarse con cuidado a mi brazo vendado, de tal manera que sintiera mi presencia junto a ella, pero no me hiciera sentir dolor a mí.
               Ya en nuestro presente, Sabrae rodó hasta quedar tumbada sobre su espalda y se apartó la melena de la cara, mirando hacia el techo un momento, disfrutando de ese oasis de paz en el que no existíamos más que nosotros. No había habido accidente. No había habido coma. Todo lo que había en aquella habitación éramos nosotros y nuestras ganas de vivir el futuro que se nos presentaba en el horizonte.
               Un futuro que le había quitado 40 minutos de sueño a Sabrae. Bostezó sonoramente antes de frotarse los ojos, sopesando si levantarse o no.
               -Yo no me quejaré si decides quedarte-le dije, asumiendo con orgullo el papel de ser la peor influencia que tenía en su vida. Ella se rió.
               -Hoy tengo un examen.
               -Tampoco sería el primero que no haces por mi culpa.
               Giró la cara para poder mirarme, sus rizos esparcidos por la almohada como los rayos de una estrella, como el halo de una virgen.
               -¿Porfa?-intenté, poniendo ojitos. Es increíble la facilidad con la que me espabilo cuando hay peligro de que Sabrae se vaya. Se volvió a reír de nuevo, negando con la cabeza y buscando mi mano en la penumbra. Al otro lado de la persiana de plástico, las enfermeras se preparaban para empezar la jornada con los pacientes. Habían hecho el cambio de turno hacía menos de media hora, pero la mañana ya se les estaba haciendo cuesta arriba como sólo a un trabajador puede hacérsele. Que me lo digan a mí.
               -¿Qué planes tienes?-inquirió, acariciándome el pecho por encima del pijama, siguiendo las dobleces de las vendas allá donde éstas daban vueltas y vueltas sobre mi torso.
               -Si te los contara, te enfadarías conmigo. Una vez, hace tiempo, decidiste imponerme que nada de sexo en las mañanas lectivas.
               -Oh, lo recuerdo-asintió con la cabeza, rodando de nuevo para tumbarse lo más cerca posible de mí, con el vientre sobre el colchón, el rostro muy cerca del mío, y sus ojos brillantes-. Pero siempre podemos hacer una excepción, ¿no te parece?
               -¿Es en serio?-jadeé, dejando que mi corazón comenzara a galopar. No sabía qué era lo que había cambiado durante la noche; quizá había sido la cercanía, quizá el ver a su hermano hundido y a ella en su mejor momento, amorosamente hablando, pero el hecho de que Sabrae  estuviera dispuesta a cambiar las reglas de juego sobre la marcha, sabiendo lo estricta que era, era motivo de celebración. Joder, estaba entusiasmado. Quizá demasiado. Puede que las enfermeras vinieran a ver qué me pasaba, por qué me latía el corazón a la velocidad a la que lo hacía, pero, ¿qué más me daba? Lo único que importaba era que tenía a Sabrae ahí, a mi lado, dolorosamente disponible, a centímetros de mi cuerpo, a punto de entregarse a mí de nuevo, en esa etapa de mi nueva vida en la que…
               -No-sonrió, retirándose con una risita malvada tras encender la luz sobre mí, el único motivo por el que se me había acercado tanto.
               … nuestra interacción principal seguiría siendo Sabrae dejándome con las ganas.