Claire me daba la espalda mientras buscaba en una de sus
estanterías la libreta que me había dedicado exclusivamente a mí. La había
pillado por sorpresa presentándome de sopetón en su consulta, pero no lo había
hecho porque quisiera asustarla, sino porque necesitaba su ayuda, y la
necesitaba con urgencia.
Me
había dicho hacía unos días que podía contar con ella para lo que fuera, y que
no dudara en mandarla buscar si la necesitaba, pero por la cara que puso cuando
me encontró en su despacho nada más llegar, a primera hora de la mañana, empecé
a pensar que, quizá, no lo decía del todo en serio. Quizá lo decía por cumplir.
Quizá era una de esas frases que sólo son sinceras en las series sobre médicos
ya que, a fin de cuentas, los médicos sólo existen en los 45 minutos que dura
el capítulo. Supongo que cuando eres médico, o enfermero, o psicólogo, no te
hace tanta gracia que tus pacientes se salten a la torera tus horarios. Sobre
todo si tu consulta no es privada y no puedes cobrarles un ojo de la cara por
cada minuto de tiempo libre que te roben.
-Alec,
¿qué haces aquí?
-No
podía esperar a verte. Buenos días-hice amago de levantarme, pero mis costillas
protestaron. Tenía la rodilla hecha una mierda por el tiempo que había pasado
fuera de la cama el día anterior, paseándome de un lado a otro como si mi vida
fuera normal. Cuando Sabrae entraba en escena, mi dolor retrocedía hasta una
expresión tolerable, haciendo que creyera que podría curarme y volver a mi
rutina de siempre en un tiempo récord.
Luego
Sabrae se marchaba y el dolor recuperaba todo el terreno perdido, ensañándose
en cada milímetro que ella le había arrebatado sin tan siquiera saberlo.
Incluso me había obligado a coger las muletas y atravesar despacio el hospital,
ignorando por completo el desayuno. De todos modos, tampoco tenía hambre.
Dudaba que pudiera meterme nada entre pecho y espalda; no después del batallón
de pesadillas que había tenido a lo largo de la noche, y que me habían hecho
despertarme empapado en sudor. Me había costado horrores conseguir que ella se
fuera al instituto, y si lo había hecho, había sido porque yo le había
insistido hasta la saciedad en que no nos hacía un favor a ninguno empezando a
faltar clases.
Como
si necesitara detestarme aún más por las atrocidades que había creado mi
subconsciente a lo largo de la noche (tenerla cerca y poder olerla no me hacía
bien cuando vencía la ansiedad), había tenido que despedirme de ella fingiendo
que aceptaba que no le diera importancia a sus ojeras.
Ojeras
que yo le había puesto ahí. Ojeras de
preocupación, en lugar de placer. Por lo menos, no me sentiría culpable por las
segundas. Las primeras, sin embargo…
-Me
levantaría, pero creo que está a punto de saltárseme otro punto-jadeé, y Claire
se apresuró hacia mí con una mano extendida, como una madre que ve que su niño
ha cruzado la calle persiguiendo su pelota en el momento en que se acerca un
coche.
-De
eso nada. ¿Cuánto hace que estás aquí?
-Acabo
de llegar.
Claire
suspiró, sus ojos zafiro recriminándome la mentirijilla que había tratado de
colarle.
-Estás
frío-acusó en tono suave, como si creyera que lo había dicho para no
preocuparla. Es mi psicóloga; se supone que tengo que preocuparla.
Un
momento… sí que lo había dicho para no preocuparla.
Mierda.
¿Por eso estaba teniendo esas pesadillas? ¿Porque ahora centraba mis energías
en no preocupar a Claire, en vez de a Sabrae?
-¿Cuánto
llevas realmente?-sacó una manta del armario de la pared y me la pasó por los
hombros.
-No
miré el reloj cuando entré.
-Algo
aproximado-luchó por poner los ojos en blanco, y fracasó. Bueno, quizá no pueda
poner cachondas a las lesbianas, pero sí molestarlas; peor es nada.
-¿Diez
minutos?
-Así
que cuarenta-respondió, pasándose una mano por la dorada coleta en tono
pensativo. Asintió despacio con la cabeza, me dio un toquecito en el hombro, y
fue a por un café para cada uno. También trajo bollitos, y a juzgar por su
pinta (mejor de los que me traían a mí), supuse que los había sacado de alguna
sala común del personal de Salud Mental. Insistió en que cogiera los que
quisiera, y sólo se dio por satisfecha y accedió a preparar la sesión cuando me
vio darle un tímido mordisco a uno.
-Necesitaba
que me hicieras hueco lo antes posible-le dije mientras revolvía en sus
cajones, sacando sus materiales y preparándose para escucharme. Después de
colocarme un cojín en la espalda para que estuviera más cómodo, se había
dirigido a su estantería. Y así estaba ahora, abriendo y cerrando puertas,
recopilando toda la información que le había proporcionado sobre mí. Tenía para
varias tesis doctorales con todas las chifladuras que había ido anotando a lo
largo de nuestras sesiones, y aun así, parecía no saciar su curiosidad.
No es curiosidad, me vi
obligado a reprenderme. Su trabajo es
ayudarme, y para ayudarme me tiene que conocer.
Pero
era difícil pensar que no iba a juzgarme cuando escuchara lo que yo tenía que
contarle de la noche anterior.
-Tengo
hueco ahora.
-¿Fijo?
No quiero descuadrarte la agenda ni…
-Alec,
soy una mujer adulta. Sé enfrentarme a los imprevistos-como ilustrando su
afirmación, sacó una caja de pañuelos desechables de una bolsa de plástico que
había dejado al lado de su escritorio en cuanto entró, en la que yo apenas
había reparado. La agitó en el aire con una sonrisa de suficiencia antes de
dejarla sobre su escritorio, lo más cerca posible de mí. No podía reprimir la
sonrisa, y la verdad es que a mí también me hizo un poco de gracia: una de las
primeras cosas que había hecho en la primera sesión que habíamos tenido (la
primera en serio, no aquellas chorradas que hicimos con anterioridad) fue sacar
el paquete de pañuelos del primer cajón, y colocármelo lo más cerca posible de
mí. Yo me había puesto chulo, como el Machito™ (machito con mayúscula y marca
registrada, según Sabrae) y le había dicho que no había necesidad de esas
“mariconadas”.
Sobra
decir que tardé aproximadamente tres minutos y dieciséis segundos en coger el
primer pañuelo. ¿Lo cronometré? Sep. Fue bastante humillante.
Sobre
todo porque Claire tuvo que ir a su bolso y darme su paquetito personal, porque
con la caja del hospital resultó no ser suficiente.
-Bueno,
comenzamos cuando quieras-Claire entrecerró las manos y yo tomé aire. Abrí la
boca para empezar a hablar, y justo cuando iba a empezar a vomitar palabras sin
sentido, me fijé en que Claire no había tocado su reloj de arena, aquel que
siempre se traía en su bolsa blanca de Juego
de Tronos para marcar el tiempo del que disponíamos. Decía que a los
pacientes nos relajaba tener algo en que concentrarnos como un calmado reloj de
arena, que, además, no era tan intrusivo como el tic-tac de un reloj, ni tan
impersonal como un reloj digital.
-¿No
le das la vuelta?-pregunté, y Claire se giró. Sonrió, sacudió la cabeza, y casi
se piensa en decirme que no, que no había prisa.
Pero
sabía que yo necesitaba sentir que tenía el control, de modo que lo giró. Y,
cuando la arena comenzó a caer en una diminuta pero firme cascada, intenté
concentrarme en una sola de las líneas de mis pensamientos, enmarañados como
una bola de lana compartida por una camada entera de gatitos.
-Las
cosas van… mal-dije finalmente. Porque me merezco un puto premio. Porque
Einstein, a mi lado, es un puto subnormal. Porque había tardado un mes en
reconocer en voz alta que tener un accidente que casi me mata, estar una semana
en coma, un mes encamado, y necesitar terapia significaba que “las cosas iban
mal”.
Claire
asintió despacio con la cabeza, mordisqueándose los labios.
-¿Por
qué dices que van mal?
-Pues
porque van mal-me defendí. No quería cerrarme herméticamente, pero algo me
impedía abrirme con ella. Y yo sabía lo que era ese algo.
Se
llamaba vergüenza.
Puede
que fuera un puto monstruo, pero había fingido ser normal durante el tiempo
suficiente como para aprender a imitar los sentimientos de los humanos. Me
gustaba su mundo. Me gustaba que ellos estuvieran a gusto conmigo. No quería
que me tuvieran miedo. Con que yo me acojonara por los demás, ya era
suficiente.
Y
asustaría a Claire.