lunes, 29 de marzo de 2021

La antítesis del Rey Midas.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Claire me daba la espalda mientras buscaba en una de sus estanterías la libreta que me había dedicado exclusivamente a mí. La había pillado por sorpresa presentándome de sopetón en su consulta, pero no lo había hecho porque quisiera asustarla, sino porque necesitaba su ayuda, y la necesitaba con urgencia.
               Me había dicho hacía unos días que podía contar con ella para lo que fuera, y que no dudara en mandarla buscar si la necesitaba, pero por la cara que puso cuando me encontró en su despacho nada más llegar, a primera hora de la mañana, empecé a pensar que, quizá, no lo decía del todo en serio. Quizá lo decía por cumplir. Quizá era una de esas frases que sólo son sinceras en las series sobre médicos ya que, a fin de cuentas, los médicos sólo existen en los 45 minutos que dura el capítulo. Supongo que cuando eres médico, o enfermero, o psicólogo, no te hace tanta gracia que tus pacientes se salten a la torera tus horarios. Sobre todo si tu consulta no es privada y no puedes cobrarles un ojo de la cara por cada minuto de tiempo libre que te roben.
               -Alec, ¿qué haces aquí?
               -No podía esperar a verte. Buenos días-hice amago de levantarme, pero mis costillas protestaron. Tenía la rodilla hecha una mierda por el tiempo que había pasado fuera de la cama el día anterior, paseándome de un lado a otro como si mi vida fuera normal. Cuando Sabrae entraba en escena, mi dolor retrocedía hasta una expresión tolerable, haciendo que creyera que podría curarme y volver a mi rutina de siempre en un tiempo récord.
               Luego Sabrae se marchaba y el dolor recuperaba todo el terreno perdido, ensañándose en cada milímetro que ella le había arrebatado sin tan siquiera saberlo. Incluso me había obligado a coger las muletas y atravesar despacio el hospital, ignorando por completo el desayuno. De todos modos, tampoco tenía hambre. Dudaba que pudiera meterme nada entre pecho y espalda; no después del batallón de pesadillas que había tenido a lo largo de la noche, y que me habían hecho despertarme empapado en sudor. Me había costado horrores conseguir que ella se fuera al instituto, y si lo había hecho, había sido porque yo le había insistido hasta la saciedad en que no nos hacía un favor a ninguno empezando a faltar clases.
               Como si necesitara detestarme aún más por las atrocidades que había creado mi subconsciente a lo largo de la noche (tenerla cerca y poder olerla no me hacía bien cuando vencía la ansiedad), había tenido que despedirme de ella fingiendo que aceptaba que no le diera importancia a sus ojeras.
               Ojeras que yo le había puesto ahí. Ojeras de preocupación, en lugar de placer. Por lo menos, no me sentiría culpable por las segundas. Las primeras, sin embargo…
               -Me levantaría, pero creo que está a punto de saltárseme otro punto-jadeé, y Claire se apresuró hacia mí con una mano extendida, como una madre que ve que su niño ha cruzado la calle persiguiendo su pelota en el momento en que se acerca un coche.
               -De eso nada. ¿Cuánto hace que estás aquí?
               -Acabo de llegar.
               Claire suspiró, sus ojos zafiro recriminándome la mentirijilla que había tratado de colarle.
               -Estás frío-acusó en tono suave, como si creyera que lo había dicho para no preocuparla. Es mi psicóloga; se supone que tengo que preocuparla.
               Un momento… sí que lo había dicho para no preocuparla.
               Mierda. ¿Por eso estaba teniendo esas pesadillas? ¿Porque ahora centraba mis energías en no preocupar a Claire, en vez de a Sabrae?
               -¿Cuánto llevas realmente?-sacó una manta del armario de la pared y me la pasó por los hombros.
               -No miré el reloj cuando entré.
               -Algo aproximado-luchó por poner los ojos en blanco, y fracasó. Bueno, quizá no pueda poner cachondas a las lesbianas, pero sí molestarlas; peor es nada.
               -¿Diez minutos?
               -Así que cuarenta-respondió, pasándose una mano por la dorada coleta en tono pensativo. Asintió despacio con la cabeza, me dio un toquecito en el hombro, y fue a por un café para cada uno. También trajo bollitos, y a juzgar por su pinta (mejor de los que me traían a mí), supuse que los había sacado de alguna sala común del personal de Salud Mental. Insistió en que cogiera los que quisiera, y sólo se dio por satisfecha y accedió a preparar la sesión cuando me vio darle un tímido mordisco a uno.
               -Necesitaba que me hicieras hueco lo antes posible-le dije mientras revolvía en sus cajones, sacando sus materiales y preparándose para escucharme. Después de colocarme un cojín en la espalda para que estuviera más cómodo, se había dirigido a su estantería. Y así estaba ahora, abriendo y cerrando puertas, recopilando toda la información que le había proporcionado sobre mí. Tenía para varias tesis doctorales con todas las chifladuras que había ido anotando a lo largo de nuestras sesiones, y aun así, parecía no saciar su curiosidad.
               No es curiosidad, me vi obligado a reprenderme. Su trabajo es ayudarme, y para ayudarme me tiene que conocer.
               Pero era difícil pensar que no iba a juzgarme cuando escuchara lo que yo tenía que contarle de la noche anterior.
               -Tengo hueco ahora.
               -¿Fijo? No quiero descuadrarte la agenda ni…
               -Alec, soy una mujer adulta. Sé enfrentarme a los imprevistos-como ilustrando su afirmación, sacó una caja de pañuelos desechables de una bolsa de plástico que había dejado al lado de su escritorio en cuanto entró, en la que yo apenas había reparado. La agitó en el aire con una sonrisa de suficiencia antes de dejarla sobre su escritorio, lo más cerca posible de mí. No podía reprimir la sonrisa, y la verdad es que a mí también me hizo un poco de gracia: una de las primeras cosas que había hecho en la primera sesión que habíamos tenido (la primera en serio, no aquellas chorradas que hicimos con anterioridad) fue sacar el paquete de pañuelos del primer cajón, y colocármelo lo más cerca posible de mí. Yo me había puesto chulo, como el Machito™ (machito con mayúscula y marca registrada, según Sabrae) y le había dicho que no había necesidad de esas “mariconadas”.
               Sobra decir que tardé aproximadamente tres minutos y dieciséis segundos en coger el primer pañuelo. ¿Lo cronometré? Sep. Fue bastante humillante.
               Sobre todo porque Claire tuvo que ir a su bolso y darme su paquetito personal, porque con la caja del hospital resultó no ser suficiente.
               -Bueno, comenzamos cuando quieras-Claire entrecerró las manos y yo tomé aire. Abrí la boca para empezar a hablar, y justo cuando iba a empezar a vomitar palabras sin sentido, me fijé en que Claire no había tocado su reloj de arena, aquel que siempre se traía en su bolsa blanca de Juego de Tronos para marcar el tiempo del que disponíamos. Decía que a los pacientes nos relajaba tener algo en que concentrarnos como un calmado reloj de arena, que, además, no era tan intrusivo como el tic-tac de un reloj, ni tan impersonal como un reloj digital.
               -¿No le das la vuelta?-pregunté, y Claire se giró. Sonrió, sacudió la cabeza, y casi se piensa en decirme que no, que no había prisa.
               Pero sabía que yo necesitaba sentir que tenía el control, de modo que lo giró. Y, cuando la arena comenzó a caer en una diminuta pero firme cascada, intenté concentrarme en una sola de las líneas de mis pensamientos, enmarañados como una bola de lana compartida por una camada entera de gatitos.
               -Las cosas van… mal-dije finalmente. Porque me merezco un puto premio. Porque Einstein, a mi lado, es un puto subnormal. Porque había tardado un mes en reconocer en voz alta que tener un accidente que casi me mata, estar una semana en coma, un mes encamado, y necesitar terapia significaba que “las cosas iban mal”.
               Claire asintió despacio con la cabeza, mordisqueándose los labios.
               -¿Por qué dices que van mal?
               -Pues porque van mal-me defendí. No quería cerrarme herméticamente, pero algo me impedía abrirme con ella. Y yo sabía lo que era ese algo.
               Se llamaba vergüenza.
               Puede que fuera un puto monstruo, pero había fingido ser normal durante el tiempo suficiente como para aprender a imitar los sentimientos de los humanos. Me gustaba su mundo. Me gustaba que ellos estuvieran a gusto conmigo. No quería que me tuvieran miedo. Con que yo me acojonara por los demás, ya era suficiente.
               Y asustaría a Claire.
               -¿Eso es lo que te parece tan urgente decirme, hasta el punto de que no podías esperar a que fuera a verte en tu turno normal?-contesto ella con ironía y paciencia a la vez. Era increíble la manera en que sabía exactamente cómo debía tratarme: con cariño pero firmeza, dándome de mi propia medicina pero rebajada, para que las cosas no salieran de madre.
               Claire era como Sabrae. Solo que blanca, rubia, de ojos azules, y lesbiana. Y, bueno, yo no estaba enamorado de ella, así que tampoco tenía por qué protegerla como lo hacía con mi reina.
                -Eh… no, supongo que no. No es urgente por… eso. Es urgente porque todo está yendo a peor.
               -Explícate-me pidió, abriendo la libreta y cogiendo su boli. Me tranquilicé y me tensé al instante, como un puente colgante que comenzaban a cruzar un grupo de turistas: sabía que estaba cumpliendo con mi función, pero su peso hacía que me costara más trabajo resistirme a la gravedad.
               -He tenido más ataques de ansiedad.
               -Vale-garabateó en sus notas-. Confírmame esto, ¿has hablado en plural?-me miró por debajo de sus cejas, y asentí-. ¿Cuántos, exactamente? ¿Un par? ¿Tres?
               -Seis y medio.
               Claire levantó la vista y puso mis ojos en mí. Volví a asentir  con la cabeza, a pesar de que me asustó que ella se asustara. Durante un instante, dejó que sus emociones la dominaran, y fue incapaz de ocultar su preocupación. Fue menos de un segundo, pero suficiente como para que yo lo viera.
               -¿Seis? ¿Y medio?
               -Pude controlar uno. El primero. Fue bastante raro, la verdad. Creo que también iba a ser el más intenso, pero conseguí pararlo a tiempo, todavía no sé muy bien… no sé cómo lo hice. Quizá fue el propio ataque el que se autosaboteó. ¿Eso es posible?
               -A ti te ha pasado, así que mejor será que no lo descartemos. ¿Cómo fue?
               -Bueno, yo estaba muy preocupado por… una cosa. Y empecé a agobiarme. A agobiarme de veras, ya sabes. Taquicardia, puntos en la visión, los bordes del campo de visión oscurecidos… el paquete completo, vamos. Tenía la cabeza como un bombo, no podía dejar de pensar a toda velocidad en mil cosas distintas, y me martilleaba el corazón en los oídos, pero entonces oí… una voz. Esto, Claire, ¿los pacientes ingresados en Psiquiatría pueden recibir visitas?
               -¿Qué?
               -Oigo voces. ¿Estoy chalado? ¿Vais a empastillarme? ¿Puede ser algo suave? ¿Y pueden venir mis amigos a visitarme? Mi mejor amigo acaba de perder la virginidad. Lleva contándome el polvo tres días. Es un momento importante para Jordan; cuando por fin lleguemos al momento en que ese puto inútil rompe el condón de lo nervioso que está, quiero estar lo suficientemente espabilado como para descojonarme en su cara. Además, estamos a punto de acabarnos el modo historia del Assassin’s Creed. ¿Podré bajar la consola?
               -Alec, te daré la medicación que necesites, pero te prometo que no te separaré de tu consola.
               -¿Qué medicación?
               -Todo depende de cómo estés.
               -Claire, he tenido seis putos ataques de ansiedad en menos de 24 horas. Me parece que se ve que no estoy muy bien-insistí, alzando las cejas.
               -¿Quieres que te ingresemos?
               -Ya estoy ingresado.
               -En mi ala-especificó, poniendo los ojos en blanco. Joder, la llevaba al límite de su paciencia. Me encantaba aquello. Cabrear a una psicóloga es casi tan satisfactorio como hacer que Sabrae haga squirting, porque a esa gente le enseñan a tener más paciencia que a un santo-. ¿Quieres que te trasladen a Salud Mental?
               Me lo pensé un momento. ¿Quería? Bueno, me gustaba mi habitación. Me gustaban las vistas, me caían bien las enfermeras, y ahora que había empezado a pasearme por el pasillo, me gustaba lo cerca que estaba de los ventanales que daban a los jardines donde jugaban los críos de Pediatría. Además, le había prometido a Mimi que iríamos a Maternidad, a ver a los bebés recién nacidos, y Maternidad estaba al extremo opuesto de Salud Mental. Porque, claro, ninguna madre recién estrenada necesita que vaya un loquero a verla; están felices y radiantes con sus retoños en brazos.
               Cosa que no me pasaría a mí. De momento. Quizá me vendría bien. Quizá… quizá estar rodeado de gente que podía estudiarme y estar dándome pautas las 24 horas del día para controlar esta mierda que me reconcomía por dentro haría que me recuperara antes.
               Pero me gustaba mi habitación. Y me gustaba Claire. No quería que me viera ninguna otra persona, y mucho menos esos putos vejestorios que seguro que terminarían sonsacándome cómo me follaba a Sabrae, o cómo era ella desnuda (bueno, vale, realmente nadie tiene que sonsacarme cómo es Sabrae desnuda; simplemente tienen que darme un poco de alcohol y esperar a que me ponga a parlotear sin parar sobre lo guapísima que es, lo perfectas que son sus tetas y lo delicioso que es lo que tiene entre las piernas –eso sólo lo había comentado una vez, y gracias a Dios, había sido con ella. ¿Te imaginas que me pongo a radiar en la cena de empresa el sabor del coño de Sabrae? Me despedirían fijo. O me nombrarían presidente, la verdad es que no lo sé-).
               Además, aquí abajo no tendría la libertad que tenía en mi habitación. No dejarían venir a tanta gente a la vez, no dejarían que nadie se quedara conmigo a dormir… seguro que Salud Mental era el sitio del hospital que más se parecía a una cárcel, y bastante mal estaba llevando ese encierro ya.
               -¿Tú qué me recomiendas?
               -Venir a Salud Mental.
               Parpadeé.
               -Ya. ¿Y como lesbiana?
               Claire soltó una sonora carcajada, y yo no pude evitar sonreír. A pesar del poco tiempo que hacía que nos conocíamos, lo cierto es que ya sabíamos lo suficiente el uno del otro como para poder torearnos a gusto. Ella estaba en camino de saber todas las mierdas sobre mí; a mí, con su orientación sexual me bastaba.
               Lo cierto es que era agradable estar en una habitación con una tía y dedicarme a lanzarle pullitas sexuales sin tener miedo de que tratara de hacerme serle infiel a mi novia. Sobre todo cuando mi papel de amante se había visto reducido a ser básicamente un consolador ecológico, que no necesita pilas ni tampoco tiene batería.
               -Como lesbiana te recomiendo que solicites que te aumenten las sesiones con tu terapeuta, la más aplicada, preparada, inteligente y también guapa de toda la plantilla del hospital-se pasó una mano por la coleta, como si fuera Medusa y ésta, la serpiente preferida de su cabellera, y sonrió.
               -¿Vas a dejar de atenderme tú?
               La sonrisa de Claire se congeló en su rostro. Me fulminó con la mirada y se relamió los labios.
               -No sé ni por qué coño me molesto… en fin. Continuemos con tu disertación. Oíste unas voces-anotó en su libreta-. ¿Las conocías?
               -Siempre las conozco.
               -¿Quiénes eran?
               -Fue sólo una. De Scott.
               -Scott-repitió ella, mirando sus notas, tratando de concentrarse.
               -Scott Malik-especifiqué, y sus ojos se levantaron de nuevo para encontrarse con los míos, con una chispa de reconocimiento en ellos-. El que sale en la tele. Mi amigo de toda la vida. Ahora resulta que también es mi cuñado-solté, y me quedé pasmado al escucharme decir esa palabra. “Cuñado”. Casi sonaba a insulto. Pero era lo que Scott era con respecto a mí: mi cuñado.
               Y yo era su cuñado también. Puaj. Parecíamos cuarentones. Menuda puta comedia. Seguro que se le bajaban los aires de súper estrella del rock que traía cuando se lo dijera.
               En cuanto saliera de esa puta consulta, lo llamaría para recordárselo.
               -¿Y por qué crees que has oído la voz de Scott en particular?
               Automáticamente, se me llenaron los ojos de lágrimas.
               -Porque Scott era el único que podía pararme en ese momento.
               -¿Pararte?
               -Sí. No podía tener un ataque de ansiedad justo entonces. Sabrae… me necesitaba.
               Claire me tendió la caja de pañuelos, y yo saqué un par y me soné en ellos con el estruendo de un coro de trompetas.
               -Sabrae-repitió Claire. Se dio unos golpecitos con el boli en la palma de la mano mientras esperaba a que yo siguiera hablando.
               -Hace una semana y pico, me preguntaste si ella era la culpable de algún ataque de ansiedad. Y yo me comporté como un gilipollas contigo, cuando tú sólo estabas haciendo tu trabajo.
               -No pasa nada.
                -Pero el caso es que a mí me parecía aberrante en ese momento que nadie pudiera siquiera pensar que Sabrae…
               Me quedé callado. Sabrae, mi roca. Sabrae, mi templo. Sabrae, mi cielo. Sabrae, mi jardín. Sabrae, mi patria. Sabrae, mi sueño.
               Mi ansiedad estaba tratando de convertirla en mi marea, mis ruinas, mi infierno, mi desierto, mi exilio, mi pesadilla. Había descubierto mi único punto fuerte, lo único de lo que estaba seguro, y estaba abalanzándose contra él como un tigre enjaulado que encuentra un barrote oxidado, más débil que los demás.
               -Y ahora… ahora lo único que me preocupa es ella. Nunca había tenido una crisis tan intensa, ni siquiera cuando Tommy intentó suicidarse-me relamí los labios y negué con la cabeza, con la vista perdida en mis recuerdos: en la expresión de absoluto terror de Sabrae, en cómo temblaba con el test en las manos.
               Lo jodidamente impotente que me había sentido en ese momento.
               -¿Qué crees que te generó el ataque de ansiedad?
               Se me secó la boca. Mierda. Mierda, mierda, mierda. No estaba preparado para hablar de eso. Todavía no le habían dado los resultados de la analítica; se la había hecho por la mañana, justo antes de comerse algo e irse al instituto, y nos habían dicho que los pondrían con los urgentes, pero que hasta la hora de comer, seguramente no estuvieran. Ya sé que se había hecho un montón de test de embarazo, pero la única ley de la que nadie podía escapar, era la de Murphy.
               Claire se incorporó.
               -Alec, te has puesto pálido. ¿Te encuentras bien?
               -Tiene una falta-me escuché decir, a pesar de que ni moví la lengua, ni los labios, ni inhalé, ni tampoco exhalé aire. Simplemente lo escuché como quien es de repente consciente de una canción en el supermercado, salvo que el intérprete de la canción tenía una voz ridículamente idéntica a la mía.
               -Oh. Oh-repitió, asintiendo con la cabeza. Volvió a posar el culo en la silla-. Verás, es perfectamente normal que a tu edad te agobie…
               Claire no pudo terminar la frase. No se lo permití. Inhalé una bocanada de aire y solté un gemido, notando cómo el corazón me iba otra vez a mil por hora. Se me nubló la vista como no se me había nublado nunca, los pulmones se me llenaron de pegajoso y contaminante alquitrán, y el aire comenzó a golpearme con la intensidad de mil boxeadores, cada uno peleando por un título en particular, que sorprendentemente ostentaba yo.
               El ataque de ansiedad que me había parado Scott, me lo había reiniciado mi psicóloga. Y ahora era mil veces peor. Durante un par de horribles milenios, creí que no sería capaz de sobrevivir a aquel. La cabeza me daba vueltas a una velocidad que no había alcanzado nunca, la temperatura de la habitación había descendido hasta el cero absoluto, algo que Scott me había explicado que era físicamente imposible; y el aire a mi alrededor pesaba una tonelada, tan espeso que era incapaz de tragarlo, como si me hubiera caído en una piscina en la que estuvieran preparando el mayor flan del mundo.
               Las imágenes de esa noche se deslizaron de nuevo por mi interior, incrustándoseme en las retinas y negándose a dejarme ni un solo recoveco al que mirar para tratar de calmarme.  Sabrae acurrucada en una esquina, tratando de hacerse lo más pequeña posible para no seguir llamando la atención de la sombra de mi padre, que empezaba en mis pies. Sabrae agarrándome la mano, primero para darle fuerzas mientras empujaba a nuestro bebé fuera de sí, y luego para impedir que yo lo sacara a golpes de su interior.
               Sabrae en un callejón oscuro, con las llaves entre los dedos, mirándome con determinación y pánico a partes iguales en la mirada, las piernas separadas, lista para luchar, pero las rodillas temblorosas.
               Yo encima de Sabrae, que gritaba y suplicaba que parara, que no siguiera haciéndole lo que le estaba haciendo, y de repente Sabrae era mi madre y yo era mi padre.
               Oí una voz calmada muy lejos, en el límite de la bruma de mi mente, allí donde todo el mundo era feliz, donde yo no me merecía estar jamás. Era una voz de chica, en la que resultaría agradable concentrarse si fuera capaz, para dejar de escuchar a Sabrae sollozando que parara, que por favor, que no siguiera, que le estaba haciendo muchísimo daño, Alec, por favor…
               No me gustaba que me suplicara así. No me gustaba que mi nombre se cayera de sus labios de aquella forma, destrozándose completamente en el proceso. No me gustaba que lo que antes había sido una súplica para que no parara, se convirtiera en una súplica para que lo hiciera. No me gustaba hacerle daño cuando antes le había dado placer.
               -Alec, concéntrate en mi voz. ¿Me escuchas?-me pidió la voz con paciencia, abriéndose paso entre la niebla. Gemí y asentí con la cabeza. La imagen de Sabrae retorciéndose debajo de mí titiló, como perdiendo fuerza. Era un reflejo en la superficie de un lago al que acababan de arrojarle una piedra-. Extiende las manos. Así, lo estás haciendo muy bien. Concéntrate en esto. ¿Puedes decirme qué es?
               -Una pelota con… tentáculos-oí de lejos, con una voz demasiado parecida a la mía como para que no fueran mis propias palabras las que estaba escuchando, pero ¿cómo había hecho para hablar?
               -¿De qué color es?
               -Es rosa.
               -Rosa, ¿cómo?
               -Rosa fucsia.
               No sonrosada como la entrepierna de Sabrae, ese lugar que estaba profanando. Rosa fucsia, como un top que se había puesto una vez que habíamos quedado por la noche. Estaba guapísima con él. Me había encantado besarle los pechos por encima del borde de su ropa, volverla completamente loca con mi boca.
               Y ahora…
               -¿Qué más me puedes decir de ella?
               Cerré los ojos. Concéntrate, Alec.
               Alec, susurró una voz a mi espalda, acariciándome el mentón con el cariño con el que sólo me tocaba una persona. Abrí los ojos y me giré. Sabrae me estaba mirando. Sabrae me estaba mirando en una playa de arena blanca, aguas cristalinas, con una corona de flores blancas sobre los rizos negros y un vestido vaporoso, también blanco, que dejaba entrever las curvas de su anatomía. La ligera brisa marina era suficiente para que el tejido de su vestido, que se anudaba en su cuello, se ciñera a su cuerpo, marcando el hoyuelo de su entrepierna y la prominencia de sus pechos, las dos montañitas de sus pezones.
               Sabrae estiró la mano hacia mí, ofreciéndome su ayuda, pero yo retrocedí.
               -Te estaba haciendo daño.
               Esbozó una sonrisa triste.
               -Me gusta que me hagas daño. Tú eres mi excepción-me recordó, inclinando ligeramente la cabeza hacia un lado. Y entonces, estalló en una lluvia de sangre y llamas, mi puto apocalipsis personal.
               -Alec, intenta concentrarte en la bolita. ¿Qué me puedes decir de ella? ¿Es dura?
               Descubrí demasiado tarde que mis manos no estaban en torno al cuello de Sabrae, como yo pensaba, sino en mi regazo, manipulando una especie de pelota antiestrés con pelitos de goma. Como un erizo.
               -Es blanda-dije tras presionarla, alejándome de Sabrae, que seguía gimiendo debajo de mí. Me costó horrores cerrar mis ojos mentales para no seguir mirándola.
               -¿Se te parece a algo? ¿A algún animal, quizás?
               -Es como un erizo de goma.
               -Exacto. Lo estás haciendo muy bien. Mira, tengo otra cosa aquí para ti-Claire me tendió un nuevo juguete, que colocó sobre mis manos. Estaba compuesto del mismo material que la pelota, pero no tenía la misma forma-. ¿Me podrías decir qué es?
               -Un muñeco antiestrés.
               -Ajá, pero, ¿a qué imita?
               Eran varias bolas de colores, pegadas unas a otras. La primera de todas tenía dos antenas, dos ojos y una boca. Las demás, tenían patitas.
               -A una oruga.
               -Una oruga, genial. ¿En qué se convierten las orugas?
               -En mariposas.
               -Perfecto. ¿De qué color crees que va a ser esta mariposa?
               -Yo… no lo sé.
               Sabrae gimió en mi imaginación, y volví mi atención a ella.
               ALEC, POR FAVOR.
               Noté cómo me resbalaba el sudor por la espalda.
               -Una pista: tendrá los mismos colores que la oruga.
               -Morado, naranja, rosa, amarillo, y… y…
               Sabrae me estaba poniendo las manos en la cara, tratando de alejarme de ella.
               -¿Y…?
               -Azul.
               Vete, me pidió Sabrae. Vete, vete, vete, vetevetevete.
               Y yo me fui. Me dejó marcharme. Me dejó desintegrarme en mil pedazos, y poder mirar a través de mis ojos otra vez. Pero todavía me quedaba dejar de oírla, y volver a respirar.
               -¿Me dices en orden alfabético los colores de la oruga?
               -Amarillo. Azul. Morado. Naranja. Rosa.
               -¿Cuántas patitas tiene?
               Sabrae estaba callada.
               -Ocho.
               -¿Y antenas?
               -Dos.
               -¿Y ojos?
               -Dos.
               -¿Y boca?
               -Una.
               -Bien-Claire sonrió-. Vamos a recuperar la respiración, ¿te parece?
               -Vale.
               -Sigue mis movimientos, ¿de acuerdo?-arrodillada frente a mí, Claire puso mis manos sobre sus hombros. Con los ojos fijos en los míos, me hizo inhalar y exhalar, inhalar y exhalar, inhalar y exhalar hasta que pude volver a respirar como un adulto normal.
               Cuando por fin hube salido de aquellas aguas oscuras e infestadas de los tiburones que nadaban en mi mente, Claire me miró con aprensión. Me dio un apretón en la rodilla y se incorporó.
               -¿Quieres seguir con la sesión?
               Asentí con la cabeza.
               -¿Seguro?
               Volví a asentir. Claire se relamió los labios, consultó un momento el reloj de arena, en cuyo contenedor superior quedaba todavía un montículo (no sabía cuánto habíamos malgastado en mi puto ataque de pánico de mierda) y arrastró una silla para ponerla frente a mí. La suya del escritorio estaba demasiado lejos.
               -De acuerdo, si eso es lo que quieres… pero creo que, primero, tenemos que hablar seriamente de una cosa, Alec-colocó las manos sobre su regazo, tratando de tranquilizarse, y cuando se dio cuenta de que me había dado cuenta, cruzó las piernas en un gesto calculado y entrelazó las manos para que no la traicionaran de nuevo-. Hasta ahora, no hemos considerado con seriedad la posibilidad de recetarte medicación que te ayude a sobrellevar tu enfermedad. Sin embargo, viendo que los ataques están siendo cada vez más habituales, y que están ganando en intensidad, creo que deberíamos reconsiderar nuestra postura respecto a tomar algún tipo de ansiolítico que te ayude a mantenerlo a raya.
               -No voy a tener ansiolíticos en África-respondí.
               -¿Estás seguro de eso?-Claire inclinó la cabeza hacia un lado-. Porque, que yo sepa, en África también tienen sistemas de salud. Hay farmacias. No todo es desierto o jungla, según donde vayas. De todos modos, incluso si no tuvieras acceso a ellos allí, podrías llevártelos en tu viaje; con la misma receta…
               -Me voy un año.
               -Podríamos pedir que te los enviaran por correo. Vas a tener correo, ¿verdad? No pueden retener medicación que necesites en la aduana.
               -No quiero depender de pastillas mientras esté de voluntariado. Voy a ayudar, no a que me ayuden a mí.
               -Aun así, incluso si no quieres tomarla entonces, creo que sería bueno... podríamos tomarla para ahora e ir viendo cómo…
               -Claire, mira, de verdad, no te ofendas, pero paso de la puta medicación. Aprecio de verdad el esfuerzo que estás haciendo, pero me conozco. Sé cómo soy. Tomar ansiolíticos o lo que sea sólo me ayudaría ahora, pero el problema seguiría creciendo dentro de mí. Y no puedo arriesgarme a depender de una pastilla cuando esté a seis mil kilómetros de aquí, sin nadie a quien yo conozca. Tú me has enseñado que el único que va a acompañarme siempre soy yo mismo, ¿verdad? Vale, pues quiero que me enseñes a controlarme. Quiero que me cures sin tener que recurrir a otra cosa que no sea… esto-hice un gesto con la mano, abriéndola como si estuviera acariciando un gigantesco animal frente a mí, abarcándolas tanto a ella como a su escritorio, con todos los materiales que había en él-. Estoy seguro de que a mucha gente le ha ayudado, y no te niego que yo no lo necesite, pero no quiero darme por vencido tan pronto. Quiero intentar otros métodos primero.
               -Alec, no te estás venciendo pronto, ni mucho menos. Estás aguantando más que mucha gente. Me sorprende que hayas llegado hasta aquí en tu estado de salud.
               -Si esa es una forma de decir que te sorprende que no esté completamente chiflado, bueno, tengo noticias para ti-me eché a reír sin ganas y negué con la cabeza. Claire se mordisqueó el labio, pensativa.
               -De verdad creo que…
               -La medicación no va a ayudarme-sentencié, cruzándome de brazos. Claire suspiró, se estiró y cogió de nuevo su libreta.
               -¿Y por qué crees eso?
               Tomé aire y miré alrededor, intentando poner en aire mis pensamientos.
               -Porque ya me detesto bastante cada vez que te hago perder el tiempo conmigo, cuando podrías estar tratando a otra gente que te necesita más que yo, y…
               -Tengo que pararte aquí, Alec. Tú me necesitas. Eres mi trabajo. La crisis que acabas de tener lo corrobora: necesitas terapia, así que no tienes por qué sentirte culpable por pedir que te presten una ayuda que no sólo mereces, sino que deberías llevar recibiendo mucho más tiempo del que la llevas recibiendo.
               -Ya, bueno, pero aun así… lo que intento decirte es que si incluso ahora me siento un cabrón, un llorica y un inútil por estar montándote estos numeritos, imagínate si ahora encima empiezo a quitarle a otra persona una medicación sin la que no puede pasar. Yo he llegado hasta aquí, ¿no? Estoy vivo. Y relativamente bien, dentro de lo que cabe. De verdad, no necesito los ansiolíticos.
               -¿Por qué te refieres a tus crisis como “numeritos”? No son numeritos. Estás enfermo.
               -Bueno, a ver, no es que yo tenga una vida de mierda, precisamente. Tengo una familia que me quiere, unos amigos que me apoyan y una novia que me adora. No sé por qué me pasa… esto. Hay críos trabajando en minas de tantalio desde que pueden coger un pico y una pala; mujeres embarazadas que paren en los talleres en los que trabajan, y clanes matándose entre sí para controlar una minúscula parte de las cosas que consumimos en Occidente. Sin olvidar que soy blanco, soy heterosexual, y soy hombre. Estoy en la cúspide de la sociedad, no tengo derecho a… estar mal.
               -¿Quién te ha dicho eso?
               -Nadie.
               -Voy a hacerte una pregunta, y quiero que seas sincero conmigo. No te pongas a la defensiva. No estoy atacando a nadie, ¿entiendes?
               Eso hizo que me pusiera a la defensiva en el momento. Se me erizó el vello de los brazos, y sentí un escalofrío recorrerme la espalda, pero luché por disimularlo.
               -Está bien.
               -¿Esto te lo ha dicho tu novia?
               Efectivamente, hice bien poniéndome a la defensiva.
               -No-respondí-. ¿Qué te hace pensar eso?
               -Bueno, varias veces me has comentado que a raíz de estar con Sabrae, eres mucho más consciente de…-pasó varias páginas en su libreta- “tus privilegios”-me citó, y yo me relamí los labios-. ¿Dentro de tus privilegios se encuentra la posibilidad de tener una salud mental óptima simplemente porque no experimentas la opresión que otra gente sí?
               -Bueno… la gente de la que te he hablado no tiene tiempo, ni energías, para ponerse a lloriquear por las cosas por las que lloriqueo yo.
               -Tú no lloriqueas.
               -Ya me entiendes, Claire-respondí con fastidio, poniendo los ojos en blanco.
               -Es cierto; te entiendo, y más de lo que tú crees. Sé que es tu ansiedad la que está hablando ahora mismo, y no tú. Y mi paciente eres tú, no tu ansiedad. Para llegar al fondo de este asunto, tenemos que aprender a separar las cosas por las que debemos estar agradecidos de las cosas por las que necesitamos ayuda. Que tengas un techo bajo el que dormir y comida caliente en la mesa no quiere decir que, automáticamente, no puedas sentir que tienes problemas.
               -Vale, pero mis problemas no son tan importantes como los de otra gente. Es decir…
               Me quedé callado. Sabía que, si me metía en ese callejón, Claire iría detrás de mí. Y a mí me costaría muchísimo salir solo, así que ya no digamos con alguien que estuviera animándome a seguir. El fondo estaba oscuro, frío y húmedo; era la auténtica cara del infierno, aquella que no salía ni en los textos sagrados, para no aterrorizar a sus fieles.
               -¿Sí?
               Tragué saliva. Me relamí los labios. Las palabras me taponaban la garganta, se enredaban en mi lengua. No querían salir. No querían salir. No querían salir. Y, sin embargo, tenían que hacerlo. Yo no aguantaría mucho tiempo más la respiración.
               Puse las manos sobre las piernas y apreté los dedos hasta hacerme daño en los músculos, tanto de las extremidades superiores como de las inferiores. En ese dolor podía concentrarme: estaba focalizado. No me componía, al contrario del que me estaba destruyendo por dentro.
               -Todo esto es culpa de lo que me pasó con mi padre.
               Claire contuvo una sonrisa a duras penas. Me di cuenta de que había sido ella la que se había detenido frente a este callejón en particular. Sabía que teníamos que meternos por ahí. Sabía el origen de mis problemas. Lo que no sabía era qué había al fondo.
               Un monstruo horrible, encarnado en un cursor parpadeando en mitad de una frase sin terminar.
               -Continúa.
               -He tenido pesadillas esta noche. En todas... aparecía Sabrae. Supongo que por eso podemos decir que también me genera ataques de ansiedad.
               -¿Y qué le sucedía a Sabrae?-Claire ancló el codo sobre las piernas cruzadas, la mandíbula en el puño. Con la mano libre, balanceaba el boli a un lado y a otro.
               -Le sucedían cosas… malas. Yo… yo se las hacía.
               -¿Quieres decirme qué cosas?
               -Cosas horribles-respondí, sintiendo que se me anegaban los ojos-. Cosas que ninguna persona debería hacerle a otra. Cosas que normalmente los hombres...-me quedé callado. Escuché la voz de Sabrae en mi interior. La única razón por la que los hombres encontráis amenazante el feminismo es porque pensáis que se trata de vengarnos. Creéis que queremos cambiar las tornas, y empezar a haceros lo que nosotros lleváis haciéndonos cinco mil años. No se trata de impedirnos avanzar, sino del pánico que os produce que, algún día, nos demos la vuelta y echemos la vista atrás.
               -… los hombres os hacemos a las mujeres.
               Claire no necesitó preguntarme qué cosas eran esas. Las sabía de sobra. Puede que para mí fueran pesadillas, pero para ella y el resto de la mitad de la población mundial a la que pertenecía, eran su día a día.
               Se quedó en silencio, esperando a que continuara.
               -Mi madre tomó ansiolíticos gran parte de su vida-le confesé-. Se despertaba en mitad de la noche y venía corriendo a ver si Mimi y yo estábamos bien, o si Aaron, mi hermano, seguía en su cama. Crecí escuchándola gritar por las noches, primero con mi padre, luego con sus recuerdos. Tardé casi diez años en descubrir que a las mujeres no os dan miedo las llaves, que era simplemente… la secuela de lo que mamá había tenido que pasar con mi padre. Por eso no puedo tomarlos. A mí mi padre no me hizo nada. Apenas me acuerdo… el daño que me ha hecho, me lo ha hecho a través de mi madre. Por eso no tengo derecho a estar mal por eso-me miré las manos-. Porque mi madre fue la que lo vivió. Yo apenas era un bebé cuando nos fuimos de casa.
               -Alec-Claire se inclinó hacia mí y me dio un apretón en la mano-. Todos tus sentimientos son válidos.
               -No. No cuando eres yo. No cuando eres…
               Me quedé callado de repente. Estábamos a punto de llegar al final del callejón.
               -Tu ansiedad, tus crisis, y tu reacción a la noticia de que puede que Sabrae esté embarazada son perfectamente normales. Alec, los niños que sobreviven a situaciones de maltrato tan extremo como la que viviste tú, suelen hacerlo con síndrome de estrés postraumático. Especialmente, si son tan intensas como lo fue la tuya.
               -¿Síndrome de estrés postraumático? ¿Eso no es lo de las pelis de guerra?
               Claire asintió, una sonrisa triste asomándole en la boca.
               -Sí. Es exactamente eso. Significa que crecen… crecéis con secuelas similares a los veteranos de guerra. Porque es lo que sois. Veteranos de guerra. Sobrevivís a situaciones límite que hacen que vuestros cerebros estén siempre en guardia; no tenéis ningún momento de descanso en el momento en que se os está desarrollando el cerebro, de manera que siempre estáis al límite de vuestra capacidad. Por eso las crisis que has ido teniendo a lo largo de tu vida, pero que no has sido capaz de identificar como tales hasta empezar a hablar conmigo. Para ti, eran normales. Propias de crecer. Igual que lo que me cuentas de tu madre. Pero no es así.
               -Pues yo no me siento ningún veterano en nada. Quizá en el sexo-reflexioné, echando un vistazo por la ventana, al cielo encapotado de principios de mayo-, pero ahora, después del accidente, ni siquiera sé si…
               Me quedé callado. La verdad es que no me había parado a pensar en qué pasaría cuando me daban el alta. ¿Tendría el cuerpo resentido? ¿Ya no lo haría tan bien como antes? ¿Disfrutaría menos Sabrae conmigo? Tal vez lo ideal fuera que la animara a masturbarse. Puede que eso de esperar no fuera tan buena idea como pensábamos en un principio.
               -No tienes por qué preocuparte por eso todavía. Aún tienes tiempo para recuperarte.
               -Lo sé.
               -Pero, para empezar a recuperarte, tenemos que llegar al inicio del camino. ¿Estás preparado?
               Se me volvió a disparar el pulso, pero intenté controlar mi respiración. Clavé la vista en el reloj de arena, y descubrí, con alivio y a la vez pánico, que nuestro tiempo estaba a punto de acabarse.
               Al final, las últimas 24 horas de mi vida se habían reducido al poder de dos relojes de arena: uno digital, y otro real. El de Sabrae, y el de Claire.
               ¿Estaba preparado?
               No. Nunca iba a estarlo. Pero quería esto. Quería curarme. Quería ser bueno para Sabrae. Quería…
               … quería poder vivir en la ilusión de ser bueno para Sabrae.
                Quería tener algo que me atara a ella para siempre, algo que no tuviera nadie más que yo.
               Así de hijo de puta soy: quería que Sabrae estuviera embarazada. Quería que siguiera adelante con ello. Quería que tuviera un crío, y que el crío fuera mío. Me daba igual absolutamente todo lo que no conllevara que Sabrae pudiera abandonarme. Si estuviera embarazada, tendría una excusa para no ir a África, y así no tendría que pasarme un año entero angustiándome porque Sabrae podía estar dándose cuenta de que yo no era tan bueno como le había hecho creer.
               ¿Cómo de egoísta, miserable, e hijo de puta hay que ser para querer destrozarle la vida a tu novia de 15 años simplemente para tenerla atada a ti para siempre?
               Y así se lo dije a Claire, cuando le confesé que los test que se habían hecho habían dado negativo.
               -Sabrae te proporciona una calma que no has sentido con nadie más. Es perfectamente normal que quieras estar con ella el máximo tiempo posible. Se llama reflejo de supervivencia. Viene del mismo lugar del que proviene el impulso que sientes de agarrarte a algo cuando sientes que te estás cayendo.
               -Buena metáfora, porque así es como me siento.
               Claire sonrió.
               -Tú no eres así.
               -Estoy hecho un puto lío, la verdad. Porque, aquí sentado, me es más fácil pensar que soy más cabrón de lo que creo cuando estoy con ella.
               -La gente que queremos saca lo mejor de nosotros.
               -Y aun así…
               -¿Aun así?
               -Aun así siento que... no puedo dejarme llevar por estas mierdas que tengo dentro.
               -¿Por qué? ¿Qué es lo que te da miedo?
               -No estar a la altura-me escuché decir-. Y no ser un buen padre.
               La última frase quedó flotando entre los dos como una nube de humo en un espacio de no fumadores. Acusadora, venenosa, inevitable, ineludible.
               Ahí estaba. El monstruo. Su sombra.
               -¿Por qué no ibas a ser un buen padre?
               -Porque no lo tengo en mí.
               Algo brillante y amarillento a unos metros de mí. Sus dientes. Estaba sonriendo.
               Respirar era un suplicio, y me costaba un triunfo a la vez.
               -Alec, ya hemos tratado el tema de la genética.
               -Lo sé, y sé que mi modelo a seguir es Dylan, que ha sido un padre de diez conmigo, pero…
               Dios mío. Tenía cola, además de unas garras afiladas que podían partirme por la mitad si lo pretendía. Claro que no tendría tanta suerte. Me haría pedazos con rabia calculada, asegurándose de que sintiera hasta la última gota de sangre que me hiciera derramar.
               -Me marcan las circunstancias en que me concibieron.
               Claire parpadeó. La última frase ya no era una nube de humo, sino lluvia ácida cayendo sobre los dos.
               -¿A qué te refieres?
               Ahí estaba. Para eso había estudiado, y le pagaban: para enseñarme el precipicio, invitarme a asomarme, y entonces, empujarme hacia abajo.
               Me quedé callado. No puedo hacer esto. Sería la primera vez en mi vida que lo pusiera por palabras. No podía hacerlo, y sin embargo… sin embargo, si no lo hacía ahora, no lo haría nunca.
               Mejor. Mejor no decirlo nunca. Era demasiado horrible, demasiado intimidante, demasiado verdad. A la gente no le gustan las verdades como la que yo ocultaba.
               -Claire-sonreí, cansado-. Ya sabes que mi padre tuvo a mi madre sometida en una relación abusiva. Creo que no hace falta  ser muy listo para deducir en qué circunstancias me engendraron, y tú tienes una carrera universitaria.
               -Mi titulación no me capacita para leer mentes, por mucho que a mis pacientes les gustara. Les quitaría mucha responsabilidad de la terapia, pero es la responsabilidad, precisamente, lo que les cura.
               Me dejó un tiempo para que hablara, pero al ver que no lo hacía, continuó:
               -Tarde o temprano, tendrás que verbalizarlo. No puedes guardártelo todo dentro y pretender curarte, sin aprender a quererte primero.
               -Es que yo no puedo quererme, Claire. Tú no te querrías si estuvieras en mi situación. Si tú fueras lo que yo soy… que es absurdo, ¿no? Debería tenerlo asumido ya. Después de todo, son 18 años, pero… bueno, es jodido saber que tu madre se acuerda de todo lo que pasó cada vez que te mira. De todas las circunstancias.
               -¿Qué circunstancias?
               La fulminé con la mirada. Al reloj de arena apenas le quedaba un dedo de contenido ocre y dorado.
               -No quiero que la historia se repita. Por eso me da miedo ser padre, porque sé que no sería bueno. Así que lo mejor es que no lo sea. Pero con Sabrae… con Sabrae es todo tan distinto… ella quiere hijos, y yo quiero tenerlos con ella, y… joder, es todo complicadísimo. Es complicadísimo-me pasé una mano por el pelo.
               -¿Qué historia ha de repetirse? ¿Y por qué te da tanto miedo no ser bueno, cuando los dos sabemos que lo eres?
               -No lo soy. No puedo ser bueno siendo… lo que soy.
                Se me llenaron los ojos de lágrimas otra vez, pero mi pulso seguía normal. Supongo que fue por eso por lo que Claire me empujó contra la pared.
               -¿Qué eres?
               Volví a mirar el reloj. Ya apenas quedaba arena.
               -Alec, tienes que verbalizarlo.
               -Mi hermano es como mi padre-me defendí. No tenía pruebas, pero sí la certeza de que, efectivamente, así era. Aaron era igual que mi padre. Terminaría haciéndole a Yara lo que nuestro padre le había hecho a mamá.
               Y, si tenían hijos, seguro que uno de ellos acabaría como yo. Sentado en la consulta de un psicólogo, atragantándose con su esencia, esperando como un cobarde a que se acabara el tiempo para poder salir de allí.
               -Tu hermano es como tu padre porque se ha criado con él. Eso no tiene por qué influirte.
               -Tú no lo entiendes.
               -No lo entiendo si no me lo explicas.
               -Sabes de soba de qué estoy hablando.
               -No, Alec. Te lo digo de verdad-se puso una mano en el corazón-. No lo sé.
               Justo en ese momento, el último grano del primer continente se precipitó hacia el segundo. Se había acabado el tiempo.
               El monstruo salió de las sombras y se agazapó para atacarme.
               A la mierda. A la mierda. A la putísima mierda. A la putísima mierda, joder.
               Se había acabado el tiempo. Ya no tendría que enfrentarme a su mirada de horror. No podía echarme si yo iba antes.
               Así que me lancé de cabeza hacia las fauces del monstruo.
               -No puedo ser buen padre porque soy el producto de una violación.
 
 
Sabía que era completamente absurdo no fiarme de las innumerables pruebas que me había hecho a lo largo de esa semana, pero… me sentía rara. No, rara no: detestaba todo lo que había a mi alrededor, como si el mundo estuviera emitiendo sus ruidos al doble de decibelios de los permitidos en un día en el que yo me había levantado con una terrible jaqueca.
               Me había costado horrores terminar la semana manteniendo el tipo, a pesar de que realmente sólo había tenido clase un día después de ir a ver a Alec y descubrir que, ¡sorpresa!, me pasaba algo que no sabían qué era. Había pasado el fin de semana sin pena ni gloria, tratando de distraerme con mis amigas, las únicas que sabían de mi situación.
               A pesar de que se lo había prometido a Alec, todavía no había hablado con mis padres. La verdad, no sabía cómo afrontar el tema: ¿sentarlos a la mesa después de pedirles que por favor me concedieran unos minutos, y decirles “mamá, papá, tengo una falta, pero no estoy embarazada”? ¿Soltarles a bocajarro lo que me pasaba durante la comida? ¿O quedarme callada, sola y triste en mi habitación, buscando por Internet casos de chicas que hubieran tenido hijos a pesar de que los test de embarazo siempre les salían negativos?
               Me había visto arrastrada a la última opción antes de siquiera ser capaz de considerar las demás, pero ahora me veía en una especie de limbo del que no era capaz de salir. Porque, vale, había encontrado a un par de chicas (una en la década de los 90, y otra en la pasada) que habían sufrido una especie de embarazo fantasma, pero ninguna de ellas se había sometido a una prueba en un hospital que le hubiera fallado también.
               Así que eso sólo me llevaba a ponerme en lo peor: no era un bebé, era otra cosa.
               Me había resistido durante toda la semana a buscar información sobre enfermedades del aparato reproductor femenino (me daba igual de qué índole fueran o cómo se transmitieran; cualquiera me bastaría), pero el lunes había tocado fondo y, tras una sesión de mimos particularmente apegada con Alec (cada vez que le veía, me aferraba a él como si estuviera peleando por mi vida) y había terminado buscando por Internet los síntomas.
               Algo que nunca, nunca, nunca hay que hacer. Yo lo sabía. Todo el mundo con dos dedos de frente lo sabía. Pero ahora, estaba desesperada. Desesperada porque no veía la forma de contárselo a papá y mamá sin que se enfadaran por lo mucho que había tardado en sincerarme con ellos, o que se enfadaran con Alec después de encontrar una manera retorcida y cruel de echarle la culpa de mis males, exactamente igual que hacía él… y bastante convencida de que tenía cáncer.
               Pero, ¡ah, qué bien! Acababa de cumplir los quince, no los dieciocho. Me había estado informando, y resulta que, hasta que no se es mayor de edad, no se puede acudir al médico sin un tutor legal, así que tampoco podía pedir que me hicieran más pruebas ni nada por el estilo. El análisis de sangre que me habían hecho al día siguiente de volver de Praga había sido algo muy de andar por casa, y totalmente fuera de protocolo.
               Incluso había considerado la posibilidad de tratar de falsificar la autorización de guarda que mis padres le habían hecho a Alec para nuestro viaje a Barcelona, para que las fechas abarcaran el tiempo que necesitaran en el hospital para hacerme pruebas. Pero sabía que no habría colado. Seguro que lo comprobaban con algún registro gubernamental. Y eso que cabrearía a mis padres.
               De modo que allí estaba. Entre la espada y la pared, manteniendo el tipo a duras penas, y odiando cada segundo que pasaba sin tener una respuesta. Era incapaz de distraerme con nada, y eso que me había esforzado en hacer planes con mis amigas para tratar de rellenar los huecos vacíos en casa, y que así no notaran nada de mi cambio de humor.
               A lo que teníamos que añadirle que Eleanor me había pedido que la acompañara en una de sus últimas actuaciones en el programa. Dado que ya era finalista, tenía muchísima más libertad a la hora de preparar sus números finales, y me había pedido que colaborara con ella en otra canción que Nicki había hecho con una cantante a la que ella idolatraba, su artista femenina predilecta: Ariana Grande. Evidentemente, no había podido negarme, sobre todo porque me encantaba la canción que había escogido, Side to side, y me encantaría ver cómo el mundo se volvía loco conmigo otra vez, Alec incluido.
               Claro que eso era antes de que me viera más gorda, más torpe, más tonta y más insoportable que nunca, todo porque era incapaz de descubrir qué era lo que había en mi interior. Los primeros ensayos habían sido un desastre, con Eleanor más paciente que nunca conmigo, sin insistir en que me pasaba algo ni tratar de sonsacármelo a la fuerza, y me estaba comportando como una auténtica desquiciada en las pruebas de vestuario. Querían ponerme un mono de látex rosa, muy parecido a uno que ya había llevado Nicki en una ocasión, y se habían dedicado a tomarme las medidas a lo largo del fin de semana para empezar a hacérmelo a medida. Cuando la estilista había bromeado con que tendría que cuidar la línea, me había imaginado a mí misma con una barriga de nueve meses que en realidad estaba vacía, y me había agobiado tanto que me había echado a llorar y me había ido corriendo al baño. A la estilista casi la despiden. Eleanor malgastó una preciadísima hora de su muy medido tiempo en tratar de sacarme del habitáculo en que me había encerrado. Luego, cuando consiguió que saliera, me abrazó con la paciencia de la perfecta hermana mayor. El incidente llegó a oídos de Scott, que se presentó en el baño de las chicas como un ciclón, arrebatándome de brazos de Eleanor y acunándome hasta que conseguí tranquilizarme lo suficiente como para que él pudiera tratar de razonar conmigo.
               Lo peor de todo esto era que tenía que mentirle a Scott. No podía decirle qué era lo que me pasaba, porque les iría con el cuento a mamá y papá. Como si eso no fuera razón suficiente para estar callada, sabía que necesitaba estar lo más concentrado posible: el único que iba a decidir si Chasing the Stars ganaba o perdía el concurso era él. Todo el concurso se reducía a un pulso entre él y Eleanor. Y yo, por mucho que quisiera a Eleanor y fuera feminista, quería más a mi hermano y era más Malik que ninguna otra cosa. Quería que Scott ganara, y para ganar, tenía que estar concentrado. Estaban preparando unos números espectaculares, y no podía tener en mente qué coño le pasaba a su hermana pequeña.
               Por eso le mentí. Le dije que no sabía lo que me pasaba, que llevaba unos días muy sensible, que quizá fuera la regla (casi vomito al hacer mención a esa pobre excusa, pero no por las razones por las que lo había hecho en el pasado) y  que toda la situación de Alec me estaba superando.
               -Bueno-Scott me dio un apretón en el hombro a modo de achuchón-. Piensa que, dentro de una semana aproximadamente, ya no vas a seguir siendo la hermana mayor.
               Porque ah, sí. Encima, se me acababa el tiempo. Cuando el concurso terminara, Scott volvería a casa; nos lo había confirmado en Praga, después de saber que, evidentemente, iba a pasar a la final. Nos compensaría a todos por el tiempo perdido, especialmente a mí, que era la que peor había llevado su ausencia.
               Ahora, ni siquiera me hacía ilusión. Otra cosa que me había quitado esta enfermedad de mierda, que ni siquiera quería dar la cara.
               Me sentía una estafadora. Un auténtico fraude de los pies a la cabeza que, por lo menos, tampoco levantaba mucho del suelo. Cada vez que me preguntaban si estaba bien, me sentía mezquina y sucia, como si estuviera mintiéndoles por el placer de saberme más lista que nadie, y no porque me creyera la más tonta e inocente del mundo.
               Esa tarde, me tocaba incluso aguantarme las ganas de llorar. Tommy acababa de llevarme a un aparte, dejándose caer por nuestra sala de ensayo durante su pausa de descanso, y me había cogido de la mano y apartado hacia un rincón, bajo la atenta mirada de nuestros hermanos.
               -De acuerdo, Saab. ¿Qué pasa? Y no me digas que no es nada, porque todos aquí tenemos ojos en la cara. Estás muy rara.
               -No te lo puedo decir, T-repliqué, retorciéndome la sudadera de Alec, que ya apenas me quitaba, entre los dedos. Tommy entrecerró los ojos.
               -¿No puedes, o no quieres?
               -No puedo. De verdad. No, si no quiero que se lo cuentes a Scott. No quiero que Scott se entere-los ojos de Tommy se posaron en mi hermano, que se había acercado a Eleanor para hablar de mí sin molestarse en disimular siquiera. Tommy se relamió los labios.
               -Esto tiene que ver con Alec, ¿a que sí?-preguntó, y por la forma en que sus ojos chispearon, supe que acababa de delatarnos a ambos. Su expresión inquieta pasó a auténtico pánico, como si acabara de decirle que había asesinado a todo el vecindario y hubiera echado sus cuerpos al batido de proteínas de por la mañana, al que le había invitado-. Sabrae, tienes que hablar con tu familia.
               -No puedo.
               -¿Por qué? Necesitas su ayuda. Ellos no te juzgarán.
               -Siento muchísima vergüenza…
               -Pues no tienes por qué. Sea lo que sea lo que…-me puso una mano en el hombro y yo lo miré.
               -No quiero que digas nada.
               -¿Qué?
               -No le digas a nadie que sospechas qué es lo que me pasa.
               -Sabrae, Scott está preocupado por ti.
               -Lo sé. Pero créeme, es mejor así. No quiero… todo es demasiado complicado. Alec me necesita con él.
               Alec llevaba muy mal desde el jueves. Había tratado de ocultármelo, pero era casi imposible que no me diera cuenta de lo que le pasaba: apenas hablaba ya de la terapia, el nivel de chistes estaba al mínimo, y si ya antes tenía poca hambre, ahora apenas probaba bocado. Creo que se había dedicado a hacer lo mismo que yo: buscar mis síntomas y comerse la cabeza, pensando que mi interior, un jardín, estaba infestado de malas hierbas.
               -¿Y no crees que prefiere que estés bien?
               -No puedo arriesgarme a que nos alejen, Tommy, por favor. Tú, más que nadie, sabes lo necesaria que puede ser la persona a la que más quieres cuando estás hundido. Por favor.
               -¿Quién es el que está hundido de los dos, Sabrae?-me preguntó, tomándome del mentón y haciéndome mirarle. Se me empañaron los ojos. No podía más, yo lo sabía. La situación era insostenible y yo tenía que hacer algo. Pero…
               … no sabía qué. Había dejado pasar demasiado tiempo con mis padres, ganándome más y más opciones para una bronca. No sólo por lo que había pasado, fuera lo que fuese, y que había desencadenado todo esto, sino por el tiempo transcurrido. Cada minuto que pasaba era una oportunidad perdida de solucionarlo, yo lo sabía, pero habían transcurrido ya tantos que no podía simplemente dar la vuelta y plantarle cara a la situación. Las cosas no funcionan así.
               Papá vino a buscarme. Me estrechó entre sus brazos con más fuerza de la acostumbrada, sintiendo mi preocupación, y cuando le dije que me encontraba bien después de preguntármelo, consiguió disimular su cara larga ayudándome a abrocharme el cinturón.
               Me esperaba otra apasionante tarde tirada en la cama, mirando el techo y toqueteándome el vientre en busca de algún bulto que hiciera que sintiera que se me venía el mundo encima. Ya ni siquiera me ponía música; las listas de reproducción que había puesto para intentar tranquilizarme me ponían más nerviosa, y eso que era música relajante que en circunstancias normales me habría encantado. Ahora, las tenía completamente desechadas. Ya no podría volver a tomarme un bañito de espuma con aroma a frutas tropicales escuchando esos sonidos tan cariñosamente escogidos para mí por los desconocidos del mundo. Siempre me recordarían a ese momento.
               Con los pantalones del pijama ya puestos, el pelo hecho un asco y la sudadera tapándome la barriga para amortiguar mis dedos, no dejaba de pensar en el tiempo que tendría de margen si, efectivamente, me encontraba un bulto. Había dejado de ser optimista y preguntarme si tenía un tapón o algo así hace tiempo, después de una sesión de exploración que me recordó a la primera vez que me masturbé, sin tener ni idea de cómo hacerlo y descubriendo rincones de mi cuerpo que en su momento creí que no me llamarían la atención.
               ¿Y si es cáncer?, me pregunté. ¿Y si estoy haciendo el gilipollas…? ¿Y si estoy perdiendo el tiempo porque me dan miedo cosas mucho menos importantes?
               No, no puedo ponerme en lo peor. En la familia no hay antecedentes. No tiene por qué…
               Dios mío. No lo sabíamos. Era adoptada. No teníamos ni idea de si mis antepasados habían muerto pacíficamente en la cama a los cien años, o en una horrible enfermedad antes de cumplir los treinta. Hasta donde nosotros sabíamos, yo podía ser la quinta generación de mi rama familiar biológica, o ser huérfana de madre, que podía haber muerto al poco de darme a luz.
               Se me llenaron los ojos de lágrimas una vez más. Normalmente, fantaseaba con haber salido del vientre de mamá, con ser una de esas pulguitas que nos enseñaban en las ecografías. Ojalá me hubieran conocido antes del 1 de mayo de 2020. Ojalá hubieran sabido de mi existencia y hubieran tenido más que unos minutos para elegir mi nombre. Ahora, todo eso iba mucho más allá.
               Ojalá tuviera la sangre de mamá y papá, para poder saber cómo se estaba dibujando mi futuro.
                No quiero ser adoptada, pensé con frustración, con tristeza y con rabia. No debería sentirme así. Me habían elegido. Era el descubrimiento más importante de la vida de Scott, mamá y papá. Su mejor decisión. Su…
               Me limpié rápidamente las lágrimas con la yema de los dedos y cogí un libro cuando llamaron a la puerta.
               -Adelante-dije con un hilo de voz, esperando que mi visitante no lo notara. Luego vi que se trataba de mamá, que asomaba la cabeza con timidez en mi habitación, así que supe que estaba jodida.
               -Te traigo una sorpresa. ¿Te pillo en mal momento?
               -Pasa, mamá-contesté, sentándome a lo indio (siempre me reñía por leer boca abajo, ya que era malísimo para la espalda) y dejando mi libro a un lado. Me aparté el pelo de la cara, que ahora ni me molestaba en recoger en una trenza.
               -He pensado que estarías cansada por el ensayo de hoy. Duna y yo estamos haciendo cupcakes de unicornio-reveló, tendiéndome un platito con un cupcake negro, rosa, morado y blanco. Se me hizo la boca agua automáticamente al ver las líneas de la mezcla de masas de chocolate, frambuesa, nata y arándanos-. Lo ha decorado ella-señaló la superficie del cupcake, recubierta con una espiral de nata a la que le habían echado bolitas plateadas. A pesar de todo, sonreí. La verdad es que era muy mono. Y se notaba la mano de Duna: el cupcake no era perfecto, ni mucho menos, pero en él se notaba el esmero de una niña de ocho años preocupada por su hermana mayor, que ya no quiere jugar con ella.
               -Es precioso. Dale las gracias a la chef de mi parte-sonreí, pasándole el dedo por la nubecita de nata y metiéndomelo en la boca. Mm. Era la mezcla de queso que mamá preparaba para hacer relleno de red velvet.
               Por el rabillo del ojo, vi que Duna se asomaba a la puerta y se retorcía de gusto al ver cómo daba un generoso mordisco del dulce. Me sentaba bien. Necesitaba algo con lo que consolarme. Mucha, mucha azúcar.
               -Ha puesto mucho esmero en prepararlos; quería darte una sorpresa. Últimamente estás un poco taciturna, cariño-mamá me apartó un par de mechones de pelo del rostro-. ¿Va todo bien entre Alec y tú?
               -Todo va estupendamente-contesté. Simplemente no sé si el tiempo que me queda con él es significativamente menor del que nos esperábamos.
               -Me alegro, cielo. Entonces, ¿hay algo que te preocupe? ¿Los estudios, o algo? Tus notas son excelentes, ¿estás un poco agobiada? ¿Necesitas irte por ahí un fin de semana para despejar, o algo por el estilo?
               -El instituto va bien. No es nada, mamá.
               Mamá me miró con tristeza. Sabía que había algo que le ocultaba por primera vez en mucho, mucho tiempo, pero decirlo en voz alta sólo contribuiría a poner más distancia entre ambas. Sé que no estaba siendo justa con ella, pero veía muy complicado volver a ser la que había sido antes. La Sabrae de antes se habría dirigido a su madre antes que a nadie, habría buscado con ella una solución después de exponerlo todo sin miedo, no habría creído que la juzgaría… y allí estábamos ahora, ella tendiéndome la mano para sacarme del agua, y yo preguntándole de qué agua hablaba.
               -Me lo dirías si te pasara algo, ¿verdad, tesoro?-se aseguró, tendiéndome un último puente. La inercia habló por mí: asentí con la cabeza y susurré un tímido “sí” que murió en el cupcake al pegarle yo otro mordisco. Antes de que pudiera darme cuenta de que el tren había hecho una segunda parada, creyendo que quería subirme, éste ya había echado a rodar de nuevo.
               Sin embargo, podía subirme corriendo, como en las películas. No había dejado de ser esa Sabrae. No del todo. Aún no.
               Es tu madre, escuché la voz de Alec en mi interior. Ella es la persona más indicada para ayudarte. Ya se ha visto en tu situación. Ya sabe por lo que estás pasando. Conoce este camino como te conoce a ti, como la palma de su mano.
               -Mamá…-empecé, y procuré no pensar en lo feliz que haría a Alec que dijera las siguientes palabras, a pesar de todo lo que significaban, por todo lo que implicaban. Mamá se detuvo con la mano en el marco de la puerta, y se giró despacio, temiendo asustarme. Como si fuera a cambiar de opinión si se mostraba demasiado ansiosa conmigo.
               -Sí que me pasa algo. Yo… por favor, no te enfades-se me llenaron los ojos de lágrimas y mamá se acercó a mí. Se arrodilló frente a mí y me cogió las manos, dándome un beso en los nudillos, prometiéndome que estaba conmigo.
               -No me enfado, mi pequeña. Dime qué te pasa, princesita. Tu padre y yo estamos muy preocupados.
               -Tengo… una falta-expliqué. Y, nada más decirlo y ver la expresión de mi madre, supe que había sido una completa imbécil. Porque en sus ojos no llameó ningún tipo de furia, no había reprobación, ni tampoco decepción. Simplemente se derritieron como dos muros de hielo construidos para que nadie acceda al corazón que ocultan tras ellos, impidiendo tanto que le hagan daño como que lo alivien con más amor.
               -No te preocupes, mi amor. No llores-me dio un beso en la frente mientras yo me inclinaba hacia ella. Ahora entendía por qué Alec quería que hablara con mis padres. Por mucho que adorara sus abrazos, los de mamá eran más reconfortantes. Alec era una fortaleza inexpugnable, el castillo que jamás caería en manos enemigas, pero mamá era un hogar-. No te preocupes, no pasa absolutamente nada. Lo solucionaremos juntas. ¿Cuándo te has dado cuenta?
               -La semana pasada. Cuando le vino la regla a Shasha.
               Esa era otra. La pobre Shasha había tenido que enfrentarse a sus antojos de regla y a todos los cambios de humor que se producían en ella sola. Yo no había estado ahí para ayudarla, para decirle que era normal, que tenía todo el derecho del mundo a ser más gruñona que antes, o a empezar a ser mimosa. A todos nos darían igual sus cambios, excepto si se volvía más cariñosa. Normalmente, yo estaría encantada de la vida de poder abrazarla y besarla todo lo que ella me pidiera, pero esta estúpida enfermedad que me aquejaba nos había quitado también eso.
               -¿Has estado todo este tiempo agobiándote tú sola?
               -Se lo conté a Alec. Tenía que saberlo.
               -Sí, tenía que saberlo-asintió mamá-. Has hecho bien, mi vida. Está bien, te diré lo que vamos a hacer: primero, iremos a la farmacia a por unos cuantos test de embarazo. ¿Te parece bien?
               -Ya me he hecho-mamá parpadeó, pero no parecía sorprendida, sino, más bien… curiosa.
               -¿Ah, sí? ¿Cuándo?
               -Hace una semana, cuando me di cuenta. Fue con Alec.
               ­-Nenita, tienes una familia que te quiere y te apoya pase lo que pase. No quiero que me vuelvas a ocultar algo así. Tu padre y yo respetaremos tus decisiones, sean cuales sean, pero como mínimo merecemos conocerlas, ¿no crees?-me regañó, y yo asentí.
               -No hay ninguna decisión que tomar. Dieron negativo. También me hice un análisis de sangre, y también dio negativo.
               -Bueno, eso es una buena noticia, creo-mamá asintió con la cabeza, pensativa-. Y, ¿por qué no me lo dijiste antes?
               -Yo… no lo sé.
               -¿Estás completamente segura?-asentí, y mamá se sentó a mi lado en la cama-. Porque si dieron positivo, no me enfadaré. Estas cosas pasan. Por eso quiero que tengamos una comunicación amplia y sincera. Tomáis precauciones, ¿no es así? Porque, cielo, por mucho que te insista Alec, tenéis que tomarlas siempre. A veces los chicos se ponen un poco pesados con el tema de que disfrutan más sin condón, pero no hay estudios que indiquen que haya diferencia de sensibilidad en cuanto…
               -Mamá, Alec jamás me ha dicho ni media palabra sobre si disfruta más con el condón o no. Supongo que parte de por lo que me he callado esto es porque no quería tener esta conversación. Él no tiene culpa de nada. Él no… nunca me ha pedido hacerlo sin protección. De hecho, absolutamente todas las veces que lo hemos hecho sin tomar precauciones, era porque yo insistí. Me pongo bastante pesada si quiero. Así que, por favor, no le ataques. Bastante mal lo estamos pasando ya ambos con lo suyo, como para que encima también os volváis en contra de él.
               -No era mi intención, cielo, te lo aseguro-mamá me dio unas palmadas en el muslo-. Y lo siento si ha sonado como un ataque hacia Al. Sabes lo muchísimo que le quiero; incluso si no fuera como un hijo para mí, por lo feliz que te hace yo no sería capaz de decir absolutamente nada malo de él.
               -Simplemente quería aclararlo-contesté, arrebujándome contra ella-. De hecho, si hay alguien que lo haya hecho mal aquí, soy yo. En cuanto le dije lo que había, me dijo que tenía que contároslo. Me prometió que no hablaría con vosotros directamente, pero si le preguntarais...
               -No nos mentiría-adivinó mamá. Asentí-. Porque te quiere y te conoce, pequeña. Sabe que nos necesitas para ser feliz. ¿A que ahora te sientes un poco mejor?
               -Sí. Pero sigo asustada.
               -Es normal. Pero no tienes  de qué preocuparte, ¿vale? Mira-me cogió la mano-. Seguramente no sea nada. A mí se me ha desajustado la regla un par de veces a lo largo de mi vida, por situaciones de mucho estrés. Cuando Scott se puso tan mal con el tema de Ashley, estuve dos meses sin tenerla. Zayn no sabía si celebrar que íbamos a tener otro hijo o limitarse a esperar, pero yo estaba segura de que mis nervios me habían jugado una mala pasada.
               Me la quedé mirando.
               -¿Por qué iba yo a estar nerviosa?
               Mamá se echó a reír.
               -Bueno, pequeñita, según tengo entendido, te has llevado un disgusto bastante gordo hace relativamente poco, ¿no?
               Me quedé pasmada, mirándome en el espejo. Tenía los ojos abiertos como platos, la boca entreabierta en una mueca de sorpresa, y la mirada ausente. ¿Lo mío era… consecuencia de lo de Alec? ¿No me pasaba nada? ¿Simplemente me había llevado tal susto con él que mis hormonas se habían revolucionado, y mi útero se había puesto en huelga de autodestrucción?
               -¿Ves por qué tenías que hablarlo con nosotros?-mamá se echó a reír, apartándome el pelo de la cara. Llevas unos días muy rara, y muy arisca. Momo incluso ha venido a hablar conmigo esta tarde y me ha pedido que te ayudara.
               -Espera, ¿Amoke ha hablado contigo?
               -Sí, pero ni se te ocurra enfadarte con ella, o yo lo haré contigo, ¿estamos, bichito testarudo?-me dio un toquecito en la nariz cuando yo fruncí el ceño. Ya pillaría yo a Momo, ya-. Está preocupada por ti. Es una buena amiga, y no quería que sufrieras más. Francamente, pensaba decirte algo a finales de semana, seguramente después de proponerte alguna escapadita que tú seguro que rechazarías, pero viendo qué te sucede, me alegro de no haber  esperado. Aunque debería haberle hecho caso a tu padre, y haberte abordado antes. Papá  lleva queriendo hablar contigo desde que volvimos de Praga.
               -¿En serio?
               -Ya te notamos rara entonces, y viendo que sólo ha ido a peor… pero yo insistí en que necesitabas tu espacio. ¿Me he equivocado?
               -Ahora ya está hecho, mamá. Si alguien tiene la culpa de esto, soy yo-me mordí el labio y mamá sonrió. Me limpió unas miguitas de cupcake de la comisura del labio, y dio una palmada, uniendo las manos frente a ella, como si rezara.
               -Vale, cariño. Te diré lo que haremos. Te pediré cita con el ginecólogo para lo antes posible; iremos juntas, y le pediremos que te haga una revisión, ¿de acuerdo? Le pediré que nos dé esos análisis y nos dé una segunda opinión, aunque poco margen de maniobra hay en temas de embarazo. Y luego…-empezó a hacerme cosquillas y yo chillé, cayéndome sobre el colchón y retorciéndome debajo de ella-. Te daré muchísimos mimos y muchos dulces para consentirte, pero a cambio de que me prometas una cosa.
               -¿Qué?-pregunté entre jadeos. Mamá sonrió.
               -Que me prometas que me contarás estas cosas en cuanto te sucedan, y que no lo pospondrás. Son importantes, pequeña. ¿Me lo prometes?
               -Te lo prometo, mamá. Y gracias-me abracé a ella como un koala a su eucalipto preferido, y ella me dio un beso en la sien.
               -No se merecen. Es mi deber. Ya lo entenderás. Pero no te des prisa, ¿vale?-me besó la cabeza y me acarició el hombro-. Mi melocotoncito-ronroneó, cariñosa.
               A pesar de que ahora tenía el peso de mamá sobre los hombros mientras me achuchaba, lo cierto es que pocas veces me había sentido así de ligera. Me retorcí de gusto al sentirme importante, querida y protegida. Mamá no sólo era un hogar, sino también el castillo que representaba Alec. Tener a alguien en quien confiar y a quien poder acudir en estas situaciones era esencial, y tenía que hacer que Alec entendiera que confesarle sus secretos más oscuros y dolorosos a otra persona no tenía nada de vergonzoso, ni de peligroso.
               Mamá, papá, Scott, Shasha, Duna, mis amigas (aunque fuera a matar a Momo) y Alec eran mi red de seguridad. Igual que sus amigos, su familia, su psicóloga y yo lo éramos de Alec. Había números de circo en los que la red de seguridad era parte del espectáculo, y que eran tan buenos como aquellos en los que el trapecio era el único protagonista.
               Ahora que ya no tenía por qué preocuparme por mí, podía volver a centrar mis energías en Al, que era lo que realmente importaba. En Al, en que se curara, y en disfrutar de él tanto como él me dejara. Adoraría esperar a su lado al día en que reaccionáramos distinto cuando yo tuviera una falta. Me moría de ganas.
               Pero tampoco quería dejar de ser una niña, ni dejar de disfrutar de los brazos de mi madre convenciéndome de que no había mal que pudiera alcanzarme mientras estuviera con ella.
 
 
El sonido del sujetador de Sabrae desabrochándose no produjo en mí la reacción que solía provocarme otras veces. No me puse a salivar como un loco, se me nubló la vista ni se me agolpó toda la sangre en un punto en concreto del cuerpo.
               Bueno, vale. Agolpárseme, sí que se me agolpó.
               Pero si, incluso determinado como estaba a hacer que me dejara, Sabrae no me ponía cachondo, es que tenía un problema.
               Me quedé mirando su espalda a medio desnudar cuando se sacó el sujetador tirando con maestría de los tirantes por debajo de las mangas de la camiseta que me había “cogido prestada” (me la había robado, y punto, pero yo ni iba a quejarme ni a pedirle que me la devolviera), muriéndome de ganas de recorrer su piel. A la mierda, pensé, y dejé que mis dedos acariciaran la línea que seguía su columna vertebral mientras ella continuaba quejándose.
               -… es que no me lo puedo creer, Al. No me lo puedo creer, te lo juro. Me va a oír. ¿Quién coño se cree que es? Es amiga mía, no de mi madre. Debería respetar mis tiempos. Me parece súper mal que le haya ido con el cuento a mamá de que estoy mal. Uf, estoy estresadísima. No sé si serás capaz de deshacerme estos nudos…-murmuró, apartándose el pelo de la cara y acercándose más a mí. Su culo tocó fondo en mi entrepierna y yo tuve que hacer un esfuerzo tremendo para no empezar a frotarme contra ella.
               Ahora que sabía que teníamos el tiempo contado, y no precisamente por años, cada movimiento suyo me parecía un baile en sí mismo. La forma en que se apartaba el pelo de la espalda, estirando los dedos con la maestría de una diosa griega, me parecía digna de estudio. La manera en que su pelo caía por su espalda o sobre sus pechos me recordaba a los sauces llorones de los jardines de los templos griegos. Su piel no era del color del chocolate con leche, sino que el chocolate con leche había sido el borrador que los dioses habían utilizado para perfeccionar su tono de piel.
               Y su culo. Joder. No me hagas hablar de su culo.
               -Haré lo que pueda-me reí mientras continuaba despotricando.
               -Es que no me lo puedo creer, te lo juro. ¡Será puto bocas! Mañana le pienso montar un pollo que igual hasta me expulsan del instituto.
               -Seguro que Amoke no lo ha hecho con mala intención-respondí, metiendo la mano por debajo de la camiseta y presionando suavemente sus hombros. Me encantaban sus hombros. Los tenía suaves y redondeados, en armonía con el resto de su cuerpo, perfecto en todos los sentidos.
               Por eso tenía que alejarme de ella. No podía mancillarla. Que no la hubiera corrompido aún era un puto milagro.
               -Me da igual con qué intención lo haya hecho, Al. Ha sido una hipócrita. ¿Es que se te ha olvidado el pollo que me montó cuando tú te metiste entre nosotras para defenderme?
               Me quedé parado un segundo. Me había pillado desprevenido. No me esperaba que sacara a relucir tan ricamente el único momento en que habíamos estado a punto de destruirnos el uno al otro. Yo casi la pierdo, y casi me pierdo a mí mismo. Pero, por aquel entonces, todavía no sabía lo que tenía dentro, así que había luchado por ella como si no hubiera un mañana.
               Eso haría que me costara muchísimo más alejarnos de nuevo, porque sabía que una palabra mía bastaba para hacer que nos encontráramos en mitad de la noche en un punto en común.
               Sabrae se giró y me miró; estaba tardando demasiado en darle una respuesta, y en lugar de castigarme, me recompensaba sin pretenderlo ofreciéndome una vista deliciosa de uno de sus pechos. Arqueó las cejas, ansiosa por una respuesta.
               -Como para que se me olvidara-murmuré, y ella puso los ojos en blanco.
               -Menos mal. Gracias. Estaba empezando a pensar que me había vuelto loca, o algo así.
               -¿No lo están las mejores personas?
               Sabrae sonrió.
               -Sinceramente, nena, no sé a qué viene tanto alboroto. Yo creo que Amoke ha hecho bien. Ya sabes que yo haría lo mismo por ti.
               -Pero no es lo mismo. Esto es algo que te atañe, y aun así, me prometiste que no les dirías nada. A Momo ni le va ni le viene. Y, además, tú eres mi novio.
               Sí, pero espero que por poco tiempo.
               Se volvió para darme un pico y se me curaron todos los males. (Bueno, casi todos.)
               -Y ¿ya sólo porque soy tu novio, tengo permiso para hacer cosas que a otra gente no le consientes?
               -Bueno, tú tienes maneras de pedirme perdón un poco más imaginativas-ronroneó, frotándose contra mí. Negué con la cabeza y solté una risotada, empujándola para que me dejara tranquilo. Últimamente los dos estábamos revolucionados, pero ella más que yo. Hacía comentarios sugerentes y subidos de tono más a menudo de lo que me tenía acostumbrado, y por regla general, a mí me encantaba. Me invitaba a soñar con lo que pasaría después de mi alta.
               Ahora, no obstante, ya no podía permitirme esos sueños. Dolían demasiado y me hacían dudar de mi determinación, tentándome a seguir adelante y estrellarnos los dos, porque lo haríamos juntos, y siempre disfrutábamos de lo que hacíamos juntos.
               -Tú no quemes los puentes con tus amigas, ¿vale? Te agradezco que me tengas en tanta consideración, pero si te soy sincero, creo que todo el mundo habría hecho lo mismo en la situación de Amoke. Además, ya sabes que yo soy partidario de intervenir, suponga lo que suponga. En Nochevieja no participé como novio, sino como amigo, así que las entiendo.
               Sabrae cerró los ojos y se inclinó hacia un lado, siguiendo los movimientos de mis manos. Estaba disfrutando de lo lindo de este masaje, pero nada comparado con lo que lo estaba haciendo yo. Era uno de los últimos, ahora lo sabía. Sólo tenía que darme tiempo a mí mismo.
               Se quedó callada, dejando que mis manos hablaran por los dos. Suspiró, cerró los ojos, y arqueó ligeramente la espalda.
               Comenzó a gemir, y eso me puso nervioso. No porque no me gustara que gimiera; créeme, me encantaba. Cualquier excusa es buena para sobarla, y más cuando ella es tan vocal con lo que le gusta y con lo que no.
               El problema es que esos gemidos me estaban poniendo cachondo,  porque sonaban igual que sus gemidos durante el sexo. Y yo no me podía permitir ponerme cachondo ahora, no cuando todavía no había conseguido que me prometiera que sería paciente con sus amigas, que no se enfadaría con ellas a la mínima de cambio.
               De repente, se quedó quieta, como si hubiera llegado a la misma conclusión que yo. Estaba siendo demasiado tajante. Quizá Amoke se había sobrepasado en sus límites, pero sus intenciones habían sido buenas, y había actuado a la desesperada. Le había dejado margen suficiente para actuar, y al ver que no lo hacía, había decidido darle el empujoncito que Sabrae necesitaba.
               Tenía los ojos abiertos, las manos sobre mis rodillas.
               -¿Quieres que pare?-le pregunté, odiando lo poco que me había dejado toquetearla. Me pregunté si sabía a qué se debía mi esmero; tenía un sexto sentido cuando se trataba de adivinar lo que se me pasaba por la cabeza. Ni diciéndolo en voz alta le daría una idea mejor.
               -¿Quieres parar?-replicó.
               ¿Quería parar? No. Por supuesto que no. Había nacido para tocar su cuerpo, para adorar su espalda, para darle masajes, besarla y darle placer. Por supuesto que no quería parar.
               -No.
               -Entonces, no-respondió ella.
               Y, sin embargo, paré. Era lo correcto. Era lo que tenía que hacer. Y un buen indicio de que sería capaz de ir por el camino adecuado una vez llegáramos a la intersección. Era esencial que Sabrae continuara confiando ciegamente en sus amigas porque ellas eran las únicas que no habían tenido miedo de expresar sus reservas hacia mí.
               Necesitábamos esas reservas ahora más que nunca, ahora que yo también iba a empezar a alejarla de mí. No podía seguir conmigo. No cuando  todo lo que yo tocaba se marchitaba al instante, como si fuera la antítesis del Rey Midas.
               Sé que lo había intentado varias veces a lo largo de nuestra relación, y que lo había hecho más a menudo ahora que estaba en el hospital. Pero, si  estaba decidido a alejar a Sabrae de mí, era porque ahora sabía a ciencia cierta que ella no se merecía a alguien como yo. Decir en voz alta lo que había dicho en el despacho de Claire sólo había servido para quitarme una venda de los ojos con la que había ido por el mundo toda la vida.
               Yo no estaba bien. No estaba nada bien, y Sabrae no se merecía tener que cargar con este bagaje emocional que era ser mi novia. Se merecía ser feliz, crecer como una flor, alzarse hacia el cielo como la más hermosa de las plantas, emitiendo su aroma con la llegada de la primavera. Y yo no se lo iba a permitir.
               Especialmente ahora, que ya conocía las secuelas del accidente.
               Decidido a hacer las cosas bien por una vez en mi vida, le había pedido a la doctora Watson permiso para que me dejara salir del hospital por la final de The Talented Generation. Se celebraba en el O2, y Scott y Tommy nos habían conseguido entradas de primera fila, así que yo no iba a fallarles. Claramente, nos estaban pidiendo apoyo, y yo estaba resuelto a acompañarlos. Si tenía que escaparme del hospital, lo haría. Pero quería hacerlo bien, y por eso, había hablado con Theresa para saber cuál era su opinión respecto a una pequeña excursión al mundo real. Me había hecho prometerle antes que nada que no me desmadraría demasiado, y que procuraría controlar mi entusiasmo hasta el punto de no ponerme a dar botes como un poseso (yo había cruzado los dedos por debajo de la sábana, así que esa promesa no era válida).
               Y luego, había decidido examinar mis heridas. Decía que estaban mejor de lo que se esperaba, y que si tenía cuidado, en unas semanas ya estaría fuera del hospital. Debía ir con muletas al O2, sentarme en cuanto me sintiera cansado, rodearme de amigos por todas partes para que no me dieran empujones, y hacer caso de todas y cada una de sus recomendaciones. La buena noticia era ahora me cambiarían los vendajes a diario, e incluso me dejarían las heridas al aire unos minutos para que, poco a poco, la carne fuera oxigenando.
               El mayor error de mi vida fue pedirles que me dejaran echar un vistazo a mi pecho. La verdad es que no tenía tan mala pinta como pensaba cuando me vi tumbado en la cama, todavía con moratones allá por donde me había llevado la peor parte. Envalentonado al ver que sólo tenía una herida en el pecho, bastante más pequeña de lo que el dolor dejaba entrever, cuando las enfermeras me dejaron solo, fui al baño.
               Me desabotoné la camisa con ceremonia, como había hecho la primera vez que me desnudé para Sabrae.
               Ni de coña volvería a hacerlo así a partir de entonces.

Estoy

Hasta

Los

Cojones

De

Que

La

Más

Mínima

Cosa

Sirva

Para

Hundirme

En

La

Mierda

.

               Decir que tenía una pinta horrible sería quedarse muy, muy corto. Puede que tuviera la cara como siempre, sin acusar el accidente más que en el peso que había perdido y en la manera en que se me marcaban los pómulos (pero a Sabrae le gustaba, así que yo no lo veía como una desventaja). Sin embargo, me parecía imposible que le gustara lo que tenía delante de mí.
               El hombro que el hierro me había atravesado tenía ahora una fea costra en el centro, enrollada sobre sí misma en una maraña de hilos que supuraban una espuma amarillenta. Tenía el brazo izquierdo mucho más delgado que el derecho por culpa de la escayola, que había llevado el tiempo suficiente como para perder todo el músculo que me delataba como boxeador. El brazo derecho tampoco estaba para tirar cohetes, pero por lo menos se notaba la bola del bíceps, siquiera tímidamente.
               Las piernas también eran asimétricas, pero de una forma extraña. Los pantalones no me permitían verme bien los cambios, pero sí que notaba que la pierna izquierda, también inmovilizada con anterioridad, no era tan fuerte como la derecha, y un poco más delgada. Tenía el tobillo de varios colores, ninguno de los cuales era un tono propio para una piel sana: amarillo, negro, rojo, morado. Todo lo que me dolía al apoyarlo en el suelo, se veía a simple vista.
               Pero lo peor no era eso. No lo eran ni la pérdida de musculatura, ni los moratones, ni los arañazos que ahora se estaban convirtiendo en cicatrices de menor o menor tamaño, dependiendo de la zona (más cerca o más lejos del codo o la rodilla), o del tiempo que los sanitarios habían tardado en retirar los trozos de Londres que habían entrado en mi cuerpo.
               Lo peor era, con diferencia el pecho. Mi pecho. Mi puto torso de boxeador, el elemento que más me enorgullecía de mi anatomía junto con mi polla. Allí donde antes había abdominales, pectorales y fuerza, ahora había laceraciones, moratones, vulnerabilidad.
               Tenía todo el pecho arañado y salpicado de heridas que me hacían parecer la puta Luna, con sus cráteres de distinto tamaño haciendo las veces de recordatorio de cada impacto de meteorito del que había salvado a la tierra. Mi pecho estaba hundido como nunca, con los músculos prácticamente desaparecidos. Los abdominales eran apenas una sombra en mi vientre, y OH, DIOS MÍO, ¿ESO ERA UNA LORZA?
               Pero no podía preocuparme de nada de eso. No, viendo la enorme, gigantesca, apoteósica y aberrante cicatriz que me recorría desde el punto en el que se unían las clavículas hasta dos dedos por encima del ombligo. Era como si mi esternón se hubiera convertido en una cuchilla gigantesca, y me hubiera abierto en dos. Era una herida oscura, inmensa, con ambos lados de mi pecho unidos a duras penas por unos hilos que me prometieron que pronto me quitarían.
               Lo que desde arriba parecía algo llevadero, en el espejo era un cataclismo.
               No conocía al chaval que tenía frente a mí al espejo. Era el zombi de lo que yo había sido en otra vida. Ni siquiera era la cáscara vacía del dios que había hecho que todas las tías en Londres se postraran ante él hacía apenas seis meses. Un cadáver putrefacto. Un quinto de todo lo que había tenido hasta entonces.
               Llegó en ese momento. El ataque de ansiedad que tenía que tener sí o sí. Aproximadamente a la vez que Sabrae le confesaba a Sher su secreto, yo tuve la crisis más cruel de mi vida: no fue como las demás, tan intensa que resultaba completa y absolutamente abrumadora. Me impidió respirar, pero no pensar. Me impidió tratar de aferrarme a algo, pero no dejar de verme en el espejo.
               Lo primero en que pensé viendo mi nuevo cuerpo, aquel con el que tendría que convivir toda la vida, fue, cómo no,  en Sabrae. Adoraba acariciarme el pecho. Adoraba gemir que estaba buenísimo mientras me la follaba. Me arañaba el pecho y se frotaba contra mí como una gatita en celo, gimoteando por la supuesta suerte que tenía de estar conmigo.
               Ahora ni siquiera estoy bueno, pensé, y las voces en mi cabeza se callaron, porque, ¿para qué hablar cuando yo iba a decirlo todo? ¿Por qué tratar de hundirme cuando yo me lanzaba de cabeza a las arenas movedizas?
               Soy imbécil, estoy chalado, no tengo futuro, y ni siquiera estoy bueno. No tengo nada que ofrecerle a alguien que lo tiene todo, y que se merece más aún.
               Los demonios se regodearon en mi interior cuando recordé, escandalizado, que Sabrae llevaba mi inicial en platino colgada de su cuello.
               Sé un hombre, y déjala libre. Deja de ser un puto cobarde, me dijo una voz en mi cabeza. Era mi voz modulada para hacerme daño.
                Pero yo la quiero. Y ella me quiere a mí, trató de resistirse el poso que aún quedaba del champán que había sido en otra época, hacía un mes o un eón.
               ¿Cómo va a querer a esto?, replicó la voz de mi cabeza, con un coro infernal. Ella es perfecta. Y tú ya no.
               Tenía razón. Tenía razón. Tenía que parar esto. Sabrae tenía una vida que vivir, y no podría si estaba atada a mí. No importaba si le hacía daño ahora; me lo agradecería más adelante.
               ¿Serás capaz de hacerle daño?, inquirió una nueva voz, y el chico que había en el espejo, que se movía a la vez que yo y se detenía a la vez que yo, se puso pálido.
               Era la voz de mi padre.
               Sí, respondí con frágil determinación. Sí, si era lo correcto. Sí, si así la salvaba. Si sólo haciéndole daño le daba otra oportunidad, se lo haría.
               Sabía que terminarías haciéndolo. Lo llevas en los genes, hijo mío, ronroneó la voz en mi cabeza, y de repente, al lado del chico del espejo, estaba mi padre. Le puso una mano en el hombro y yo me aparté, temiendo sentirla sobre mí, pero, de momento, Brandon Cooper sólo estaba en el cristal.
               -Te equivocas-le dije-. No voy a destrozarla como tú hiciste con mamá. Yo la quiero. Y o voy a disfrutar con esto.
               Brandon sonrió.
               Quizá sí.
               Inclinó la cabeza hacia un lado, y yo lo supe. No lo había visto nunca, pero no necesitaba hacerlo: era la misma sonrisa, el mismo gesto, que le dedicó a mi madre mientras cerraba los dedos en torno a mi cuello de dos años.
               Me eché a temblar. No podía tardar mucho, o terminaría echándome atrás.
               No hay vuelta atrás para esto, hijo. La primera vez que te lo planteas es la última vez que puedes huir de ello.
               -Que te jodan, hijo de puta. Yo no soy tu hijo-le grité al espejo, antes de darle un puñetazo que lo destrozó en mil pedazos, haciendo que mi padre desapareciera de él, y girarme a vomitar lo poco que quedaba de mi yo de marzo.


 
¡Toca la imagen para acceder a la lista de capítulos!
Apúntate al fenómeno Sabrae 🍫👑, ¡dale fav a este tweet para que te avise en cuanto suba un nuevo capítulo! ❤🎆 💕

Además, 🎆ya tienes disponible la segunda parte de Chasing the Stars, Moonlight, en Amazon. 🎆¡Compra el libro y califícalo en Goodreads! Por cada ejemplar que venda, plantaré un árbol ☺

2 comentarios:

  1. Pedazo capítulo te has marcado hija de puta, flipante a más no poder.
    La parte de la sesión de Alec me ha gustado muchísimo, has expresado muy bien todo lo que tenía que ser a mi modo de ver y he llegado incluso a sentir la desesperacion y la angustia en la lengua.

    La parte de Sabrae la pobre ya me la veía venir porque era lógico que lo de regla fuese más que nada por la angustia y el disgusto.
    Ahora bien, la parte final del capítulo me ha dejado temblando y a la vez muy confusa. No consigo caer del todo en si con esa frase final Alec por fin a empezado a deshacerse de los fantasmas de su padre o por el contrario ha vuelto al run run de querer dejar a Sabrae por el bien de ella. Espero que sea por favor lo primero.

    ResponderEliminar
  2. Este capítulo me ha parecido brutal, pero que mal lo he pasado de verdad.
    Quiero destacar la relación paciente-psicóloga de Alec y Claire, creo que se entienden muy bien y ella sabe llevarle perfectamente.
    La frase: “Sabrae, mi roca. Sabrae, mi templo. Sabrae, mi cielo. Sabrae, mi jardín. Sabrae, mi patria. Sabrae, mi sueño. Mi ansiedad estaba tratando de convertirla en mi marea, mis ruinas, mi infierno, mi desierto, mi exilio, mi pesadilla.” Me parece PRECIOSISIMA EN SERIO
    Con la parte de Sabrae lo he pasado un poco mal la verdad, menos mal que se lo ha acabado diciendo a Sher (creo que Momo hizo lo que tenía que hacer).
    Luego lo paso realmente mal con Alec y todo lo que le está pasando. Sus ataques de ansiedad son cada vez peores y yo NECESITO que empiece a avanzar con Claire. Y bueno qué mierda es esa de que va a dejar a Sabrae?!? Pensaba que esto ya lo habíamos superado :/
    Y el puto final me ha destrozado osea de los peores ataques de ansiedad sin duda. Creo que Alec ha tocado fondo al verse tan mal físicamente (porque realmente eso era lo único con lo que se sentía seguro de sí mismo). Espero que a partir de ahora todo vaya a mejor, pero no las tengo todas conmigo.
    Y jo, sé que este capítulo era necesario y muy importante, pero joder que mal lo he pasado. Tengo miedo y ganas de leer el siguiente <3

    ResponderEliminar

Dedica un minutito de tu tiempo a dejarme un comentario; son realmente importantes para mí y me ayudarán a mejorar, al margen de la ilusión que me hace saber que hay personas de verdad que entran en mi blog. ¡Muchas gracias!❤