viernes, 23 de abril de 2021

La razón por la que existe la astronomía.

 ¡Hola, flores! Voy a intentar, y subrayo el intentar, subir capítulo este lunes 26, en celebración del cumpleaños de Sabrae. Y digo "intentar" porque este domingo 25 son los Oscar, así que no sé cuánto podré escribir el fin de semana ni lo cansada que estaré el lunes para terminarlo (es probable que mucho, así que no te hagas demasiadas ilusiones, por favor; detestaría decepcionarte). Para el caso de que no suba capítulo el 26, tendréis uno el día 1 de mayo, en celebración de la adopción de nuestra pequeña reina. Estad atentas a mi twitter para ver cómo avanzo con la escritura, que quizá tengamos suerte y volvamos a vernos antes ☺
Que disfrutes del capítulo, feliz cumpleaños de Scott, y feliz Día del Libro🎆🎆🎆 

 
¡Toca para ir a la lista de caps!

Noté cómo el palo de la fregona que las limpiadoras se habían dejado en mi habitación comenzaba a doblarse a medida que mis amigos hacían más y más presión en la puerta, y por enésima vez, lamenté haberlos llamado a todos. ¿Por qué había sido tan gilipollas de pedirles ayuda a Jordan, Tommy, Scott, Logan y Max cuando podría apañarme sólo con Jordan? Tampoco es como si partiera de cero; Sabrae me había escogido la ropa que llevaría al día siguiente, cuando me dieran el alta y pudiera regresar a casa y, por fin, estar con ella.
               Al hecho de que mi estancia había sido larguísima, elevando la media de convalecencias en todo el hospital en casi dos semanas, teníamos que añadir que el viernes me habían traído a un compañero de habitación que reclamó su espacio, como es natural, en los armarios y las estanterías comunes. Su nombre era Josh, tenía once años, y lo habían trasladado a mi habitación porque estaban reparando una fuga en el área de Pediatría, así que tenían que reubicar a todos los pacientes de su planta como buenamente podían. Claire había sido la encargada de darme la noticia, preparada para defender la decisión de la gerencia del hospital contra mis reticencias a perder la poca independencia de que había gozado durante mi convalecencia alegando que me vendría bien tener un compañero con el que entretenerme, pero la verdad es que no protesté. Me parecía una locura haber aguantado mes y medio sin compañía en el hospital; sospechaba que los de administración habían hecho auténticos malabares para conseguir que la cama a mi lado estuviera siempre vacía para que mi madre pudiera dormir en ella entre semana (y no descartaba que las galletas que les horneaba regularmente tuvieran algo que ver en sus esfuerzos).
               Además, me gustaban los críos. Claire lo sabía. Así que no tendría ningún problema con un enano al que chinchar cuando nos dejaran solos. Aunque me hundió un poco ver el estado de mi compañero; no sé por qué, en mi cabeza me había imaginado a un crío relativamente sano, con una pierna escayolada como mucho, no un pequeño delgaducho de piel pálida y pelo rapado prácticamente al cero. Se me hundió el estómago al darme cuenta de qué enfermedad lo tenía encerrado en el hospital, el tiempo que llevaba y el que aún le quedaría, haciendo que lo mío fuera un paseo. Sin embargo, pude recomponerme rápido gracias a esos reflejos de jaguar que me caracterizaban; aún no había perdido todas mis dotes de boxeador (solamente el físico, por desgracia), algo que agradecieron sus padres. De modo que, cuando el crío entró con timidez y curiosidad a la vez, me incorporé en la cama y le dediqué la más amplia de mis sonrisas, mientras mi madre miraba a los padres del pequeño con mal disimulada lástima.
               -¡Hey! ¿Qué pasa, figura? Soy Alec, tu compañero de farra.
               -Yo soy Josh.
               -Ah, qué guay, como Josh Hutcherson. El de Los juegos del hambre-especifiqué cuando vi que arrugaba la nariz-. Venga, ¿no has visto la peli?
               -No.
               -Bueno, ya tenemos algo que hacer, entonces. ¿No crees? Podríamos hacernos unas palomitas, bajar las persianas, correr las cortinas y montarnos una buena sesión de cine, ¿qué opinas?-me dedicó una sonrisa radiante, de dientes un poco torcidos.
               -¡Guay!
               -¡Genial! Tenemos plan. Choca-estiré la mano y él me la golpeó con ganas, pero yo sabía que podía hacer más-. ¡Más fuerte, hombre, que no se diga!-le insté, y él me dio con más fuerza, riéndose. Me daba la sensación de que llevaba tiempo sin que nadie le dijera que podía hacer más de lo que hacía. Le entendía. Es jodido estar en un lugar en el que no te dejan hacer nada y que todo el mundo te atosigue diciendo que lo estás haciendo fenomenal simplemente por respirar-. ¡Au! ¡Hala, qué fuerza tienes, tío! ¡Acorde con ese pelo de tipo duro que me traes de campeón de lucha libre!
               El crío y yo tardamos aproximadamente cinco minutos en adorarnos, con lo que pude dejar apartadas mis comeduras de coco respecto a mi aspecto físico ahora que Sabrae tenía la obligación de comportarse para no traumatizarlo. Al final, hasta me había venido bien que viniera.
               Claro que no había previsto que Sabrae aprovecharía la necesidad de recoger los bártulos de la habitación para escoger la ropa que luego me quitaría, eligiendo el envoltorio de su regalo más esperado como un niño privilegiado que se aprovecha de que ya sabe quiénes son los Reyes y que ya conoce lo que va a recibir con detalle para planear su tiempo de juegos. Me había dejado una camisa de un suave tono anaranjado, una de mis preferidas, los vaqueros claros y las Converse blancas, y se las había apañado para escoger precisamente lo que más grande me quedaba. Dado que la camisa y los vaqueros eran de lo que más me gustaban de mi armario, Sabrae y yo prácticamente nos peleábamos por usarlos, de modo que se habían estirado por el uso y estaban adaptados a mi cuerpo de antes del accidente, que nada tenía que ver con el de ahora.
               ¿Y no se me ocurre a mí, el mayor subnormal de todo Reino Unido, coger y llamar a mis amigos para pedirles auxilio? Josh estaba recibiendo quimio y no volvería hasta dentro de un par de horas, pues sus padres dejaban que dormitara en el parque infantil con el resto de los amiguitos que había ido haciendo a lo largo del tiempo, así que yo tenía cancha para convertirme en el rey del drama que había nacido para ser. Cuando mis amigos llegaron a la habitación, atacados de los nervios, algunos saltándose las clases y otros las entrevistas que tenían que grabar esa tarde, me encontraron hecho un manojo de nervios, correteando por la habitación porque no estaba físicamente preparado para subirme por las paredes.
               Si estuviera físicamente preparado para subirme por las paredes, no tendría necesidad de hacerlo, ya que estaría también físicamente preparado para echarle a Sabrae el polvazo que se merecía… y que también me apetecía echarle, la verdad sea dicha. Llevábamos demasiado tiempo de sequía, joder. No podía tirarme en la cama como si fuera una estrella de mar y dejar que ella hiciera todo el trabajo.
               -Tendrás que tomártelo con calma-me dijeron a principios de semana, cuando empecé a dar por culo preguntando cuándo me iban a soltar-. Que te vayas a casa no significa que puedas hacer vida normal.
               -¿Cómo que me lo tome con calma?-protesté-. Si no queréis que folle, no me deis el alta.

domingo, 18 de abril de 2021

La comodidad que viene del amor.

¿Sabéis qué día es el viernes? Jeje.
¡Nos vemos muy pronto!

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Sabrae estaba preciosa. No, no preciosa; arrebatadora. Puede que los protagonistas de la noche fueran los finalistas, pero se las había apañado para acaparar todos los focos, o por lo menos los que yo manejaba. Se había puesto para la ocasión un vestido azul sin tirantes, con mangas abullonadas que le dejaban los hombros al descubierto, revelando así que no llevaba sujetador. Eso había hecho las delicias de los periodistas, frente a los que había posado como una auténtica estrella de cine de la época dorada de Hollywood del siglo pasado. Lo que más les había gustado a los fotógrafos era, como a mí, su piercing.
               También llevaba el maquillaje a juego con su indumentaria, con los ojos difuminados en un tono azul turquesa que le daba más profundidad a su mirada y destacaba el bronceado de su piel. Sabía que me estaba contradiciendo con todas las veces en que la había visto llevar un solo tono de color, pero el azul definitivamente le pertenecía. Sobre todo cuando se ponía ese tono azul bebé que ahora la convertía en la única diosa posible, y me empujaba a querer darle un nuevo sentido a esos colores.
               A pesar de que estábamos en público y todavía no habían terminado de hacerme efecto los calmantes que me habían suministrado en el hospital, me veía corroído por la necesidad imperiosa de poseerla. Mientras la veía posar frente a las cámaras, pasándoselo en grande con sus hermanos o en soledad, no podía dejar de maravillarme de que, de todas las personas que había en el mundo, yo fuera la única a la que Saab le había concedido el enorme privilegio de tener el derecho a reclamarla como mía. A pesar de por todo lo que había pasado y toda la mierda que aún tenía dentro, me sentía como si estuviera en el ojo del huracán, pero el huracán se moviera conforme a lo hacía yo, de manera que todo a mi alrededor estuviera patas arriba pero sin llegar a afectarme.
               Me sentía elegido, como si las nubes se hubieran abierto sobre mi cabeza y un rayo de luz solar me hubiera señalado como el preferido de todo el universo. Y eso que apenas había podido acercarme a ella en lo que llevábamos de noche, incluso estando tan cerca el uno del otro que podría cogerle la mano si quisiera.
                Dado que ni mis amigos ni yo habíamos salido en televisión a lo largo del programa, y sólo nos ponían cara las fans más acérrimas del grupo de Scott y Tommy, no habíamos tenido que pasar por la alfombra roja que habían preparado para el programa para apoyarlos y, de paso, generar más dinero y expectación. Las familias sí lo habían hecho, pero de todos los que tenían relación con los concursantes, sólo había una persona compartiendo lazos familiares a la que reclamaran en soledad, y esa había sido Sabrae. Lo cual me había permitido observarla desde la distancia, a un lado de la alfombra mientras esperaba para que nos validaran los pases preferentes, y ella sintiera mis ojos sobre su cuerpo y se girara para mirarme.
               En cuanto nuestras miradas se encontraron, me recorrió ese chispazo tan familiar que siempre explotaba en mi interior cuando me volvía repentinamente consciente de que ella no era producto de mi imaginación. Empecé a preguntarme cómo había hecho para convencerme a mí mismo de que sería capaz de alejarla de mí, hacerla odiarme cuando lo único que quería era como mínimo su indiferencia para poder idolatrarla.
               Luego, Sabrae me había sonreído y mis amigos habían tenido que sujetarme para que no me cayera el suelo. Literalmente. Sentí cómo mis rodillas cedían, y pude escuchar en mis oídos el tintineo de su risa por encima de los flashes de los fotógrafos, encantados con ella casi tanto como yo.
               Y ahora ahí estaba de nuevo, caminando entre la multitud, deteniéndose a agradecer a  cualquiera que se le pusiera por delante y le dedicara unas palabras de apoyo la forma en que habían apostado por ella. Se hacía fotos, se reía, firmaba autógrafos a pesar de que decía que ésta era la noche de su hermano, y no la suya, pero yo sabía que disfrutaba con esas atenciones. Ahí fue  cuando supe que nuestra relación funcionaría sin importar el tiempo y la distancia que nos separara: Sabrae era la nueva estrella, la novedad, la persona más importante de la sala en la que entrara por el mero hecho de ser el último gran descubrimiento. La habían hecho para subirla a un pedestal y adorarla, y el mundo hacía eso igual que se había maravillado con el lanzamiento del primer teléfono móvil, la primera canción de su artista favorito, o el descubrimiento del fuego tantos años atrás. Desgraciadamente, esas atenciones se iban tal y como llegaban; por eso Sabrae las estaba disfrutando tanto.
               Porque, conmigo, no tenía la prisa de exprimir hasta el último momento. Me salía solo, y yo la disfrutaría toda mi vida, sorprendiéndome incluso de que alguien como ella, tan divino y perfecto, necesitara respirar, comer o dormir. Incluso de anciano seguiría mirándola dormir a mi lado y le acariciaría la melena salpicada de canas; le prepararía con amor los platos más elaborados y sabrosos que el tiempo me fuera enseñando, y me pondría las colonias masculinas que a ella más le gustaran por el simple hecho de sentir que mis moléculas se mezclaban con las suyas con cada una de sus inhalaciones.
               Ardía por ella. Ardía en un fuego lento, como el de la llama olímpica que llevaba encendido desde el origen de los tiempos. La violencia con que lo hacía equivalía a la de los demás (si por mí fuera, le haría el mismo número de fotos que le estaban haciendo todos los fotógrafos juntos, le pediría los mismos autógrafos y también me arrodillaría para pedirle que fuera mi esposa, cosa que nadie se había atrevido a hacer), pero las ansias con las que me apetecía reclamarla no se debían a que tuviera que agotar mi interés por ella, sino al entusiasmo que me despertaba.
               Sabrae hacía bien llamándome “sol”. Mientras los demás eran incendios forestales, destructivos e impresionantes, yo era más fuerte, más poderoso, y, especialmente, más longevo. Incluso podría mirarlos con ternura pues, a pesar de que no dejábamos de estar compuestos de lo mismo, ellos no eran más que chispas comparados con cualquiera de mis aspectos: intensidad, duración, importancia. El público que ahora adoraba a Sabrae no eran más que las gotas de lluvia salpicando un parque a principios de verano; yo era el océano del que habían salido las nubes que habían generado la tormenta.
               Y me encantaba mirarla así. Tan libre, tan despreocupada, recibiendo todo el amor que se merecía. Rayano en lo infinito a pesar de que, por desgracia, se terminaría; incontable incluso cuando la propia Sabrae no podía vivir eternamente.

domingo, 11 de abril de 2021

Tsunami.


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El tema de la demanda le había dado a Alec la excusa perfecta para tener algo en lo que centrar sus esfuerzos. Le daba una esperanza, algo con lo que obsesionarse y, a la vez, algo que esperar en la distancia, un poco más allá del voluntariado que tenía a la vuelta de la esquina, y que me daba la sensación de que lo agobiaba más que lo aliviaba.
               Además, también le proporcionaba alivio en uno de los problemas que más le preocupaban: el dinero.
               Así que me costaba un poco comprender por qué había vuelto a su ánimo taciturno al poco de darle mi madre la gran noticia. Apenas mamá y Annie habían comenzado a discutir los detalles del juicio, Alec se había encerrado en su propia burbuja de abstracción, mirando por la ventana y mordisqueándose la cara interna del labio como hacía siempre que algo le preocupaba. Y, siendo protector como era, yo sabía que se negaría en redondo a compartir conmigo aquello que le rondaba por la cabeza, no sólo por mí, sino también por su madre. Ya había visto lo mucho que le importaba cuidar del bienestar de Annie, pero el accidente le había vuelto mucho más cuidadoso y responsable emocionalmente del bienestar de ella, hasta el punto de que Alec prefería comerse la cabeza solo, o cuando estaba conmigo, para poder fingir estar bien en presencia de su madre.
               Me tocó esperar. Esperé mientras mamá y Annie perfilaban la estrategia primigenia del juicio, animándome cuando le dirigían una pregunta a Alec y éste salía de su trance y contestaba, ilusionándome con que lo haría con más entusiasmo del que luego terminaba exhibiendo. Intenté calmarme a mí misma, justificar su comportamiento, decirme que lo único que sucedía aquí era que estaba tratando de decidir en qué invertiría el dinero que mi madre le conseguiría (puede que yo no pensara en un millón de libras como lo hacía alguien que trabajaba en jornadas laborales intensísimas, pero me daba para calcular lo que sería una vida relajada, sin tantas preocupaciones como las que acosaban a mi chico), y lo que eso supondría. Oportunidades. Tranquilidad. Descanso. Sueños cumplidos.
               No agobiarse tanto con lo supuestamente inmerecedor que era de mí, y los caprichos que no podría concederme. Estaríamos un poco más al mismo nivel.
               Pero la expresión que le distorsionaba las facciones no era la de alguien que estuviera haciendo planes con ilusión, sino la de un naviero en un barco velero cuyas velas ajadas no soportarían la tormenta que oscurecía el horizonte, y que venía directamente hacia él.
               Para cuando nuestras madres se fueron, se había hecho de noche otra vez. Alec apenas había dicho diez frases desde que soltó la bomba respecto a su nueva situación laboral, y aunque me apetecía hablar con él para tranquilizarlo y decir que todo estaba bien, le notaba demasiado ausente. Demasiado distraído. Demasiado… no sabía cómo.
               De la misma manera que había reaccionado como todo el mundo que lo conociera se esperaría de él cuando vino a buscarme con la manta para evitar que tuviera frío, ahora estaba irreconocible. En sus ojos no había ese chispazo que le había caracterizado, y que debería haber resucitado, tras una semana languideciendo, después de las noticias que le había dado mamá.
               Si no fuera completamente absurdo, diría que incluso parecía más preocupado, si cabe. Más desanimado. Más otoñal, y menos primaveral. Era como si el tiempo que llevaba esperando a que le dieran el alta en el hospital hubiera aumentado hasta multiplicarse por diez desde aquella noticia. Quizá fuera eso lo que le preocupaba: que, para reclamar lo máximo posible, mamá insistiera en que se quedara allí todo el tiempo que le permitieran los médicos.
               Los dos nos negaríamos, por supuesto. Alec necesitaba salir. Era un animal de interiores, un pájaro tropical que necesitaba ir de rama en rama, disfrutando de sol y lluvia por igual. Si uno de los dos estaba hecho para tolerar las jaulas y sentirse feliz con las comodidades de una vida de interior, no era él, sino yo. Por eso, no debía temer. Le defendería, a él y a la necesidad que tenía de salir fuera, a capa y espada.
               Con disimulo, como si no fuera consciente de lo que hacía, doblé una de las mantas de la cama, me solté las trenzas y me desenredé el pelo con los dedos. Alec continuó sin mirarme.
               Apenas me echó un vistazo cuando me quité la parte de arriba de la ropa. Era como si la vista de mi busto vestido sólo con el sostén no le interesara lo más mínimo (aunque, para ser justos, tampoco es que me hubiera puesto una pieza de lencería precisamente para ir a visitarlo). Me quité el sujetador y sus ojos se detuvieron un poco más en mi cuerpo, pero el pijama llegó después de que él apartara la mirada, en lugar de antes.
               Le pasaba algo. Y yo no podía hacerle decirme qué era si él no quería.
               -¿Todo bien, Al?-pregunté, sin molestarme ya en disimular que estaba tratando de atraer su atención y soltarle la lengua. Me había quedado con la camiseta del pijama solamente, que dejaba entrever las marcas de mi piercing, que le volvían loco, y tenía las piernas al aire. Si no estuviera usando una camiseta suya sino mía, incluso se vería la curvatura de mis bragas y el valle formado por el monte de Venus de mi entrepierna, que solían atraer la atención de Alec como una señal de neón a un lado de una carretera por lo demás mal iluminada.

domingo, 4 de abril de 2021

Huracán.


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Algo me decía que Alec estaba recayendo otra vez en esa espiral autodestructiva en la que se había sumido a principios de año, cuando se había dejado llevar en la cama y había hecho conmigo algo que había aprendido del porno, pero que achacaba a sus recuerdos. Era normal que estuviera más ausente de lo habitual; desde que había confirmado con el ginecólogo que mi retraso con la regla podía deberse al gran disgusto que me había llevado con su accidente, había decidido que ya estaba bien de que ambos nos lamiéramos las heridas, así que me había propuesto ocupar todo el tiempo que estuviera con Alec con cosas que le fueran útiles de cara al futuro.
               No había podido consultarlo directamente con su psicóloga por lo incompatibles que eran nuestros horarios, ya que ella siempre veía a Alec de mañana, cuando yo tenía clase, de modo que había tenido que tirar tanto de mi propia investigación por internet como de los conocimientos de la psicóloga con la que mamá compartía despacho (creí que se resistiría a contestar a mis preguntas porque Alec era un chico, y en el despacho de mi madre no se ocupaban de casos cuyos clientes fueran hombres, excepto si eran directivos de compañías verdes), a la que aproveché para abordar en una de las tardes que Alec pasaba con Bey o con Jordan, justo antes de uno de mis ensayos. Le había dejado un billete de cincuenta libras encima de la mesa, como retribución a los servicios que tenía pensado requerir de ella y para asegurarme de que todo lo que yo le dijera se quedara entre nosotras, amparado por el secreto profesional.
               -Cielo, con eso no tendrías ni para empezar en una consulta privada-sonrió, empujando el billete en mi dirección e invitándome a que lo guardara para darme algún caprichito con mi novio.
               -De eso precisamente quería hablarte, Fiorella-expliqué, y la psicóloga arqueó sus cejas oscuras en un evidente gesto de curiosidad. Fiorella no me conocía tan bien como lo hacía la psicóloga con la que mamá llevaba trabajando desde que abrió el bufete: después de que el número de casos de violencia de género de que se ocupaba el despacho aumentara exponencialmente gracias al boca a boca de las mujeres que mi madre había conseguido salvar a tiempo, el crecimiento jurídico se había visto reflejado en un crecimiento de la parte psicológica, si acaso no tan acusado. Por cada veinte abogadas en el despacho, había una psicóloga atendiendo a las clientas. Claro que, ahora, Oxford enviaba más estudiantes en prácticas que nunca, amén de las que ya se habían ganado un contrato, con lo que el número de mujeres trabajando bajo el mismo techo, estudiando textos legales y consultando jurisprudencia, rozaba la cincuentena. Así que ahí había entrado Fiorella hacía unos tres años: había hecho prácticas con Gwen, la psicóloga titular del despacho de mi madre, y después de apreciar las socias fundadoras la necesidad de alguien que la ayudara, su nombre había sido el primero y el último en considerarse.
                Como su nombre indicaba, era de origen italiano, lo cual siempre suponía un plus. Las mujeres tenían más tendencia a sincerarse con alguien a quien consideraban una igual, que hubiera sufrido de la misma forma que ellas, si acaso en sectores distintos. La piel aceitunada de Fiorella, sus ojos oscuros y su pelo negro todavía era motivo de miradas acusadoras en el metro, y cuando abría la boca y hablaba con su acento danzarín, esas miradas se convertían en muecas de disgusto.
               Fiorella estaba menos ocupada que Gwen, así que, aunque me resultara más fácil acudir a la socia de mi madre, sabía que lo correcto era ir con alguien que podría permitirse perder una tarde con mis absurdas consultas. De modo que le solté la carpeta en que había recopilado los artículos de psicología a lo largo de la semana en los que pretendía basar mi tesis encima de la mesa, y me dispuse a exponerle la condición de Alec. Ella ojeó los impresos, torció la boca y entrelazó varias veces las manos mientras yo hablaba y hablaba. No se molestó en tomar notas, aunque al final, recordaría absolutamente todo.
               -Por lo que me cuentas-comenzó por fin, cuando yo terminé un alegato digno de un caso del Tribunal Supremo. Tenía las manos, con uñas perfectamente cuidadas y pintadas de un suave tono nacarado que tenía pensado pedirle antes de marcharme, alrededor de una taza de té verde que se había hecho en mitad de mi monólogo. Había subido los pies al diván de cuero color crema en el que estaba sentada, gemelo del mío, y se había pasado las manos de vez en cuando por el pelo corto sobre los hombros-, creo que tu novio tiene principio de depresión-dejó la taza sobre la mesa de cristal que nos separaba y entrelazó de nuevo las manos sobre su regazo-. ¿Está diagnosticado?
               -Le han diagnosticado ansiedad.
               -Sí, las crisis son sin duda ansiedad, pero a juzgar tanto por el tiempo que lleva ingresado y el ritmo de vida que llevaba antes, amén de los hechos que tuvo que vivir en su más tierna infancia, estoy bastante segura de que tiene algo más. La ansiedad es relativamente sencilla de tratar, y los ataques pueden controlarse con entrenamiento, pero… la depresión, es más complicada.
               -Yo no me atrevía a calificarlo así porque, bueno… no soy psicóloga-puse los ojos en blanco-. Pero llevo sospechando algo así desde que empezó a apagarse. La terapia le viene bien, o le venía-me corregí-. La verdad, ya no estoy muy segura de si le está ayudando o le está haciendo empeorar.
               -Me imagino que estarán haciendo terapia de choque con él. Tendrá sentimientos reprimidos que ahora están saliendo a borbotones, y le están generando todo esto. Supongo que estarán escarbando en su memoria para terminar de extirpar lo que tiene dentro.
               -¿Es lo que tú harías?
               Fiorella asintió.
                -De acuerdo, vale-me relamí los labios y me aparté el pelo de la cara-. El caso es que he estado buscando maneras de revertir la situación, porque parece ser que…-me quedé callada. Eso de explicarle una enfermedad mental a una psicóloga estaba un poco feo.
               -¿… hay pacientes que han pasado por los mismos retos mentales que tu novio cuando han estado tanto tiempo ingresados?-sugirió, alzando una ceja, y yo sonreí.
               -Sí, exacto. Y todos los blogs que he consultado coincidían en que el principal factor desencadenante de todos estos problemas es la cantidad de tiempo libre de que se dispone. Tiempo libre que tampoco se puede disfrutar. Muchos recomendaban volver a la rutia, tratar de volver a ocupar al paciente en la medida de lo posible, y… bueno, el caso es que mi chico no podía permitirse estar un mes sin estudiar. Ya iba bastante justo, y eso que yo había empezado a ayudarlo cuando tenía algún examen, pero los dos disponíamos del tiempo de que disponíamos, y…
               -Si me estás preguntando si creo que lo mejor es que recuperéis la rutina cuanto antes, la respuesta es sí.
               Me mordisqueé el labio de nuevo.
               -Nuestra rutina consistía en follar.
               Agradecí en ese instante no estar hablando eso con Gwen. No sabía qué tendría que decir de mi temprano despertar sexual. No es que creyera que fuera a juzgarme, pero nunca se sabe. En cambio, alguien joven como Fiorella no tenía por qué aducir a que yo era una niña y debía limitarme a juegos con los que no pudiera quedarme embarazada.
               O tener retrasos en el período.
               -¿Nada más?-Fiorella inclinó la cabeza hacia un lado-. ¿No había apoyo emocional, ni nada más allá del sexo?
               -¡Por supuesto que sí! Yo le apoyaba muchísimo, y él a mí. ¡Aún lo hacemos!
               -Menos mal. Porque, de no ser así, la relación tendría serias carencias-constató, y yo puse los ojos en blanco.
               -La relación con Alec es la más plena que he tenido en mi vida. Y estoy bastante segura de que él diría lo mismo de mí.
               Fiorella se llevó un dedo a los labios, semiocultando una sonrisa.
               -¿Tu novio se llama Alec?
               -Esto… sí. Así es. ¿Por?