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-Ya sé qué día me voy.
Suspiró después de soltar la bomba, sus hombros subiendo y bajando al ritmo que marcaban sus pensamientos y su miedo a hacerme daño. Me giré para mirarlo. Estábamos tumbados en mi cama, con los pies en el suelo, las piernas dobladas y la espalda apoyada en el colchón. Teníamos la vista fija en el techo y los cuerpos a una distancia prudencial, la suficiente como para darnos espacio pero no como para no poder salvarlo si nos echábamos de menos, incluso juntos como estábamos.
Alec tenía los ojos fijos en mí, esperando mi reacción. Creo que creía que me iba a echar a llorar en cuanto me lo dijera, y seguramente tenía razón, de modo que levanté la vista y la clavé de nuevo en el techo, concentrada de repente en los minúsculos surcos que hacía la pintura y que me había acostumbrado a examinar en mis tardes de aburrimiento, soledad o tristeza.
Se me ocurrió entonces que mi vida había sido un entrenamiento para lo que me esperaba a partir de la fecha que iba a decirme Alec. Había estado ignorándola todo lo que había podido, intentando apartar de mi cabeza los pensamientos de que el videomensaje que abría cada día por la mañana era uno menos a tachar de la lista de los que tenía disponibles por lo menos durante un año. Tenía que apartar esa idea porque sólo me hacía tener miedo. Miedo de haber sido demasiado débil, miedo de no haberme mantenido lo suficientemente firme, miedo de lo que el voluntariado de Alec nos haría. Yo era sincera cuando le decía que nada cambiaría en lo que sentía por él, pero me daba miedo pensar en lo que cambiaría para él. Conocería a gente nueva, haría cosas increíbles, planes especiales, se convertiría en otra persona… y puede que tal vez esa nueva persona que iba a nacer en Etiopía ya no estaría tan interesada en mí como yo en ella.
Y me aterraba pensar que había metido la pata rectificando el mayor error de toda mi vida. Aunque fuera sólo un instante cuando pensaba eso, ese instante bastaba para que todo mi cuerpo se revolviera en espirales de rabia y tensión, rechazando la idea por lo antinatural que era. Alec era lo mejor que me había pasado en la vida, y de lo único que me arrepentía con relación a él era, precisamente, de cómo había perdido el tiempo diciéndole que no cuando quería decirle que sí, en cómo el miedo, mi miedo, nos había condicionado cuando todavía no tenía ni derecho a sentirlo. En los meses en que fui estúpida y egoísta, creyendo que podría luchar contra mis sentimientos y conseguir que la razón triunfara sobre el corazón, el voluntariado de Alec era apenas una sombra en el horizonte, tan difusa y cercana a éste que parecía más bien una ilusión.
Sin embargo, ahora estaba a punto de engullirme el tsunami. Allí estaba yo, plantada frente a él, con el estruendo del agua rugiendo por encima de mi cabeza en la pared más alta que hubiera visto en toda mi vida, preparándome para el impacto, tratando de decirme a mí misma que estaba tranquila.
Y, ahora que lo tenía encima, sabía lamentar los errores que había cometido.
Tomé aire y aguanté la respiración, esperando que la gigantesca ola se apiadara de mí y me permitiera salir a una superficie devastada por sus consecuencias, pero vivita y coleando.
Noté los dedos de Alec estirándose hacia los míos, su meñique acariciándome el dorso de la mano.
-¿Cuándo?-quise saber.
El principio del final me lamió los pies con su espuma de sal.
Suspiró después de soltar la bomba, sus hombros subiendo y bajando al ritmo que marcaban sus pensamientos y su miedo a hacerme daño. Me giré para mirarlo. Estábamos tumbados en mi cama, con los pies en el suelo, las piernas dobladas y la espalda apoyada en el colchón. Teníamos la vista fija en el techo y los cuerpos a una distancia prudencial, la suficiente como para darnos espacio pero no como para no poder salvarlo si nos echábamos de menos, incluso juntos como estábamos.
Alec tenía los ojos fijos en mí, esperando mi reacción. Creo que creía que me iba a echar a llorar en cuanto me lo dijera, y seguramente tenía razón, de modo que levanté la vista y la clavé de nuevo en el techo, concentrada de repente en los minúsculos surcos que hacía la pintura y que me había acostumbrado a examinar en mis tardes de aburrimiento, soledad o tristeza.
Se me ocurrió entonces que mi vida había sido un entrenamiento para lo que me esperaba a partir de la fecha que iba a decirme Alec. Había estado ignorándola todo lo que había podido, intentando apartar de mi cabeza los pensamientos de que el videomensaje que abría cada día por la mañana era uno menos a tachar de la lista de los que tenía disponibles por lo menos durante un año. Tenía que apartar esa idea porque sólo me hacía tener miedo. Miedo de haber sido demasiado débil, miedo de no haberme mantenido lo suficientemente firme, miedo de lo que el voluntariado de Alec nos haría. Yo era sincera cuando le decía que nada cambiaría en lo que sentía por él, pero me daba miedo pensar en lo que cambiaría para él. Conocería a gente nueva, haría cosas increíbles, planes especiales, se convertiría en otra persona… y puede que tal vez esa nueva persona que iba a nacer en Etiopía ya no estaría tan interesada en mí como yo en ella.
Y me aterraba pensar que había metido la pata rectificando el mayor error de toda mi vida. Aunque fuera sólo un instante cuando pensaba eso, ese instante bastaba para que todo mi cuerpo se revolviera en espirales de rabia y tensión, rechazando la idea por lo antinatural que era. Alec era lo mejor que me había pasado en la vida, y de lo único que me arrepentía con relación a él era, precisamente, de cómo había perdido el tiempo diciéndole que no cuando quería decirle que sí, en cómo el miedo, mi miedo, nos había condicionado cuando todavía no tenía ni derecho a sentirlo. En los meses en que fui estúpida y egoísta, creyendo que podría luchar contra mis sentimientos y conseguir que la razón triunfara sobre el corazón, el voluntariado de Alec era apenas una sombra en el horizonte, tan difusa y cercana a éste que parecía más bien una ilusión.
Sin embargo, ahora estaba a punto de engullirme el tsunami. Allí estaba yo, plantada frente a él, con el estruendo del agua rugiendo por encima de mi cabeza en la pared más alta que hubiera visto en toda mi vida, preparándome para el impacto, tratando de decirme a mí misma que estaba tranquila.
Y, ahora que lo tenía encima, sabía lamentar los errores que había cometido.
Tomé aire y aguanté la respiración, esperando que la gigantesca ola se apiadara de mí y me permitiera salir a una superficie devastada por sus consecuencias, pero vivita y coleando.
Noté los dedos de Alec estirándose hacia los míos, su meñique acariciándome el dorso de la mano.
-¿Cuándo?-quise saber.
El principio del final me lamió los pies con su espuma de sal.