martes, 13 de julio de 2021

Pirómanos.

 
¡Toca para ir a la lista de caps!

Me sentía tan orgullosa de él que resplandecía, literalmente. Cada vez que me miraba al espejo, encontraba un dulce rubor en mi piel que no había estado ahí meses antes, como si mi cuerpo se hubiera convertido en una estrella que poco a poco se calentaba y comenzaba a cobrar luminosidad. En cuanto me sentaba frente al espejo de mi habitación, notaba los efectos secundarios de la esperanza manifestándose en mí como la culpabilidad de un asesino que se ha cobrado una venganza de la que siempre ha tenido dudas.
               Las semanas se arrastraban poco a poco frente a nosotros, y sin embargo el horizonte inexorable de la época de las recuperaciones de Alec corría a nuestro encuentro a gran velocidad. A pesar de que hacía demasiado que no disfrutábamos de una tarde en la que fuéramos solo nosotros dos, tal vez sin ropa y definitivamente sin libros ni apuntes de por medio, cada vez estaba más cómoda y feliz con lo que estábamos viviendo.
               Al principio, a Alec le había costado horrores adaptarse al vertiginoso ritmo de trabajo que yo le había impuesto. Acostumbrado como estaba a hacer lo que le daba la gana cuando le daba la gana, como le daba la gana, le había costado sangre, sudor y lágrimas (no literalmente, gracias a Dios, sobre todo en el tema de la sangre) interiorizar que ahora ya no podía asumir un papel secundario en las tardes de estudio, que no daba igual que sacara el iPad y se pusiera a ver vídeos en la biblioteca mientras yo hacía esquemas o subrayaba apuntes, que tenía que memorizar tanto o más que aquellos a los que había ido a acompañar. Varias veces me había tomado el pelo diciendo que la bibliotecaria se sorprendía de que supiera leer y escribir, y yo sólo había caído en la trampa de reírle la gracia un par de veces. A la segunda tarde en que se dedicó más a contar chistes para arrancarme una sonrisa y yo me di cuenta de que estaba más pendiente de qué tonterías se le ocurrían que de los libros que tenía delante, tuve que ponerme firme y volverme un poco borde para conseguir que se aplicara. Había sido muy duro para ambos, pero por fin Alec había cambiado el chip y ya sabía que, cuando entrábamos en la biblioteca, a lo más que podía aspirar era a que yo le lanzara un bufido después de darme un beso en la mejilla. Nada de mordisquitos en el cuello, ni susurrarme lo que quería hacerme en el baño, ni ponerme la mano en la rodilla e ir subiendo hasta acariciarme la cara interna del muslo aprovechando la llegada del buen tiempo y que me ponía vestidos cortos porque no soportaba la combinación de humedad y calor.
               No, si quería que le contestara a los mensajes o le diera coba en las pocas ocasiones en las que accedía a ir a su casa.
               También había sido muy complicado para mí. Las primeras veces en que había conseguido que se sentara y no cogiera el móvil en una hora seguida, Alec había querido una recompensa que se había ganado con mucho esfuerzo. Le costaba mantener la concentración con cosas que no le interesaban, y asignaturas que no le llamaban demasiado la atención pero que había cogido por no separarse de sus amigos podían hacérsele muy cuesta arriba. Yo había aprendido a apreciar cada resoplido de él al pasar a la página siguiente, cosa que me desesperaría en circunstancias normales, porque era el sonido de su resistencia. Era la manera en que decía “otra más, venga, Al, una más, tú puedes”. Estaba convencida de que se animaba mentalmente pensando en el premio que yo le daría si conseguía ser un buen estudiante el tiempo suficiente; por eso se me hacía mucho más complicado decirle que no.
               Cada vez me costaba más encontrar una excusa para no quedarme a dormir en su casa y convertir el sexo en una moneda de cambio, como Fiorella me había advertido que podía sucedernos, en lugar de algo de lo que disfrutábamos simplemente porque nos gustaba estar juntos. Podía resultar peligroso que Alec empezara a asociar los estudios con el sexo, porque eso supondría que no estaría haciendo las cosas por el motivo correcto o, siquiera, por la persona correcta.
               -Él también disfruta del sexo-repliqué cuando Fiorella me puso las cartas sobre la mesa, en su despacho personal en la oficina de mi madre, mientras apretaba los dedos contra el vaso de té con hielo que me había preparado en la sala común-. No le supone ningún sacrificio practicarlo, ya no digamos conmigo.
               -Puede-respondió Fiorella, tamborileando con las uñas en la botella húmeda de Pepsi fría, que creaba una laguna caoba a sus pies con cada gotita que se caía por la condensación-, pero ya no se trata sólo de él en esto. También se trata de ti.
               -A mí me encanta follar con él.
               -¿Y te encanta por la sensación, o te encanta por lo que le gusta?-quiso saber ella, alzando las cejas-. Los mejores hobbies son los que no se capitalizan. Si por ejemplo, te gusta pintar, te relajará más si lo haces en tu tiempo libre a si te conviertes en pintora. Así sólo lo harías cuando te apeteciera, o cuando lo necesitaras, no sólo por cumplir con una agenda o que no te pille el toro en un plazo vencido. ¿Estás dispuesta a convertir el sexo con Alec en algo que podrías deberle, y arriesgarte a dejar de disfrutarlo simplemente porque puede llegar un punto en que lo hagas por obligación?
               Me había quedado en silencio ante esa pregunta de mi psicóloga, lo que había hecho que Fiorella esbozara una sonrisa engreída que estaba segura de que Claire no le ponía a Alec cuando lo metía en un callejón sin salida y lo acorralaba hasta hacerle admitir algo que había tratado por todos los medios de esconderle. En mí, no se trataba exactamente de que estuviera intentando no llegar a esa conclusión con Fiorella, sino que simplemente ni me había planteado que pudiera pasarme eso con el sexo con Alec. Después de todo, él era tan bueno y comprensivo que sería incapaz de presionarme para hacer algo que yo no quisiera. La única vez en que había insistido un poco y no había aceptado mis “no”, había sido porque sabía que eran palabras huecas que decía en voz alta para tratar de que reverberaran en mi interior, y ganaran terreno a los “sí”.
               Pero cada día se volvía más difícil que el anterior. No quería que Alec estudiara para tenerme contenta, sino porque era realmente bueno para él. Necesitaba adquirir unos hábitos de estudio que le servirían a la larga, fuera lo que fuera lo que se estuviera planteando. Porque algo se estaba planteando. Lo había cazado varias veces metido en páginas web de las universidades de la zona, y antes de que se percatara de mi presencia y cerrara las páginas a toda velocidad, había podido ver que se trataba de planes de estudios o de requisitos de admisión.
               -¿Qué haces metido en la página web de Cambridge?-le había pinchado una vez, la única en la que Alec no había corrido a bajar la tapa de su portátil para que no viera qué hacía. Me enternecía que se pusiera nervioso cuando lo cazaba con las manos en la masa, aunque me daba un poco de pena que todo eso viniera de que le daba vergüenza albergar esperanzas.
               -Estaba mirando qué titulación exigen para poder preparar a los guiris para que aprueben sus exámenes de inglés-me mintió con todo el descaro del mundo, esbozando su sonrisa torcida más personal. Me eché a reír.
               -Sabes que mamá no me dejaría salir con un pringado de Cambridge en el hipotético caso de que me diera un tremendo golpe en la cabeza y me liara con un pringado de Cambridge, ¿verdad?-comenté, entrelazando mis manos sobre su pecho y dándole un beso en la mejilla mientras mis codos se anclaban en sus hombros.
               -Las mujeres de tu familia siempre le habéis tenido miedo al buen gusto, Saab. Menos mal que parece que a ti se te está quitando.
               -Le diré a papá que has dicho eso-me reí.
               Así que, si quería entrar en una buena universidad, conseguir una buena carrera y labrarse un buen futuro, Alec tenía que pensar un poco menos en mí y un poco más en él. Dado que le resultaba imposible ser completamente abnegado en lo que a mí respectaba, me tocaba a mí hacer el papel de poli malo. Apenas habíamos hecho nada desde que empezamos a estudiar en serio, todo gracias a una férrea determinación por mi parte y a una imaginación que me podría convertir en la mejor de mi promoción sin importar la rama del conocimiento, ciencia o artes, en que me graduara. Podría esculpir una estatua igual de gloriosa que un vuelo interestelar, y ambas proezas parecían a mi alcance en vista de mi manera de esquivar los embistes de Alec.
               No pensé que se pudiera pedir sexo de tantas maneras distintas, a cada cual con un nivel distinto de elegancia y rudeza. Me había invitado a “quedarme a dormir”, “quedarme a cenar”, “quedarme a ver una peli”, “un poco de Netflix y lo que surja” (a lo que había añadido codazos y guiños), “ver una serie”, “follar de una vez, Sabrae, que me tienes a pan y agua y sé que tú quieres, lo noto en la forma en que te me comes con la mirada cada vez que me ves”, y “jugar al mahjong”. A lo último había tenido que entrar al trapo, porque me parecía tan currada la oferta que no estaba muy segura de si no iba en serio.
               -¿Me lo estás pidiendo en serio?
               Había parpadeado en mi dirección como si pensara que era tonta.
               -¿Te apetece más jugar a un puto juego chino que no entiende ni Dios que follar con tu novio, que lo hace que te cagas y encima la tiene enorme? ¿En serio?
               -Sólo quiero saber qué es lo que me estás pidiendo-sonreí, abrazándome las rodillas, sentada en el centro de un sistema solar de folios pintarrajeados con colores.
               -Mírame los pantalones, Sabrae-espetó Alec en ese tono de hastío que tanta gracia me hacía-. Creo que es bastante evidente qué es lo que te estoy pidiendo en realidad.
               Había exhalado un gruñido de frustración cuando yo me reí entre dientes y negué con la cabeza.
               -¿Pasa algo? ¿Es que me huele el aliento, o algo por el estilo?-me preguntó. A modo de contestación, tanto para calmarlo como para que me dejara tranquila, le di un buen morreo. Cuando nos separamos, él jadeante y yo con la cabeza embotada y sin motivación ninguna para seguir estudiando, soltó en voz baja-. ¿Es que quieres que me depile los huevos y no sabes cómo decírmelo?
               Ahí había soltado una carcajada, le había acariciado la mandíbula con cariño, le había dicho que sus huevos estaban perfectos tal y como estaban, y había puesto todo mi empeño en no abalanzarme sobre él.
               Pero, poco a poco, se me habían ido agotando las excusas, ya no digamos las ganas de inventármelas. Ya no podía aludir a ningún compromiso familiar inexcusable, o a algún plan con mis amigas surgido esa misma mañana y que requería de toda mi atención nocturna. Tampoco surtía efecto decir que lo que había para cenar no me gustaba (sobre todo porque Alec, herido en su orgullo, no tenía inconveniente en soltárselo a Annie cuando ella también me invitaba a cenar; sospechaba que Annie no estaba compinchada con su hijo, pero no podía arriesgarme a que se hiciera tan tarde que no me dejaran irme a mi casa, y no era tan tonta como para pensar que podía dormir con Alec conservando las bragas en su sitio). Y tampoco podía lloriquearle a Alec diciendo que estaba sin depilar, porque él sabía mejor que yo lo poco que había llegado a importarme la situación capilar de mi pubis o mis piernas después del increíble esfuerzo que había hecho mi madre para meterme en la cabeza que debía depilarme si me apetecía y que era perfecta tal y como era, sin necesidad de adornarme de ninguna forma.
               Y lo peor de todo es que cada vez me apetecía más y más. Mi cuerpo también acusaba la falta de actividad con Alec, y me descubría a mí misma mirando sin ver la pantalla de la tele, o del ordenador, o la página del libro que tuviera delante, sin prestarle atención realmente. Ya no había ningún desencadenante específico, podía tratarse de una escena de sexo como de un anuncio de cereales; el caso es que un minuto estaba ahí, presente, y al siguiente estaba tumbada debajo de Alec, o encima de él, o sentada, o pegada contra la pared, y él gruñía contra mi oreja mientras me daba lo que me correspondía, haciendo que gimiera como una loca y le arañara la espalda, o el pecho, o los brazos, mientras le pedía que me lo hiciera más fuerte, más fuerte, más fuerte…
               Esa semana, ya había tenido que irme a mi habitación para estar sola, relajarme o masturbarme (lo que antes sucediera), sin prácticamente mediar palabra con la persona a la que estuviera acompañando: mamá haciendo yoga, papá pintando, Shasha y Duna viendo una peli. Daba lo mismo. Cada vez se me hacía más difícil decirle que no a Alec, cada vez encontraba menos razones, y cada vez tenía más ganas.
               Entonces, justo cuando estaba decidida a abrirme la blusa e invitarle a hundir la cara entre mis tetas, echándome el polvo del siglo, Alec dejó de insistirme. Me había puesto un conjunto de encaje a juego y había tratado de mantener la calma mientras Alec estudiaba a mi lado, con esas gafas de contable que tan cachonda me ponían. Me lo había comido con los ojos de una manera en que podría haber sido procesada por acoso, había mantenido todos los lápices lejos de mi para no mordisquearlos como un castor enloquecido, y me había recogido el pelo para que no me hiciera cosquillas en la espalda o el busto como lo hacían sus dedos cuando follábamos.
               ¿Y él cómo había respondido a eso? Ignorándome. Centrándose. Chasqueando la lengua cuando vio la hora que era, comentando que ya era hora de que me acompañara a casa, quitándose las gafas, y cambiándose de ropa delante de mí. Me había dejado verle casi desnudo, disfrutar de su cuerpo que, poco a poco, recuperaba su forma…
               … y luego me había dado un beso en la frente y se había despedido con un dulce “buenas noches, bombón” cuando me dejó en casa. Se fue sin mirar atrás, seguramente a jugar tan tranquilo a la consola. Yo tuve que pegarme una ducha de agua fría y, aun así, no pude bajarme del todo del calentón. Tuve que atrancar la puerta de mi habitación con una silla para que no me molestaran, y enterrar la cara en la almohada para que no les molestara yo a ellos.
               Porque lo peor de estar tanto tiempo con Alec y no hacer nada con él no era el no hacer nada, sino estar con Alec. Poco a poco, estaba recuperando el músculo que había perdido durante su larga estancia en el hospital. Gracias a las sesiones de entrenamiento en las que Jordan ponía los límites, y Alec las ganas, mi chico estaba esculpiendo de nuevo esos abdominales, bíceps y pectorales que tan loca me habían vuelto en el pasado.
               Con ellos, esos instintos oscuros de mi interior iban ganando terreno. Donde antes dormía de un tirón toda la noche, con sueños apacibles y relajados, ahora me despertaba con más o menos regularidad, empapada en sudor y con el sexo palpitándome, acusando el vacío al que lo había condenado al ser expulsada de ese mundo de sueños en el que Alec no hacía más que poseerme. Podía sentirlo: alrededor de mí, junto a mí, dentro de mí… Soñaba con él por las noches, y pensaba en él todo el rato por el día. Se me ponía la carne de gallina, se me erizaban los pezones, se me empapaba la entrepierna, todo respondiendo a una llamada más antigua incluso que la especie humana, repitiendo mi nombre con su voz rizándose en el viento.
               Quizá un día de descanso no estaría mal. Se lo había ganado. Y yo también. Ya bastaba de sonreír durante la comida mientras pensaba en él, y sonrojarme cuando mi familia me tomaba el pelo con lo mismo. Se creían que llevaba varias semanas haciéndolo sin parar, todas las noches antes de volver a casa, con Alec. Se pensaban que nos pasábamos la tarde metidos en la cama, desnudos, rodeados de papeles, y que cada vez que terminábamos un tema, le dábamos al otro. Creían que disimulaba de cine los efectos del sexo, y que volvía cansada por culpa de Alec, y no por lo mucho que teníamos que estudiar.
               Ojalá mi vida fuera tan interesante como Scott pensaba que era. Pero, hoy, estaba decidida a dejar de posponer al destino y engañar a mi familia. Basta de excusas. Basta de noes. Sólo quería síes.
               Me apreté un poco más la coleta negra y me giré para ponerme de espaldas en el espejo, analizando mi espalda y la manera tan grácil en que mi melena caía sobre ella, entrelazada con las tiras de seda del pañuelo a juego con el vestido que me había anudado en el pelo. Mi  nuevo vestido de la suerte, el vestido blanco con estampado de limones. Me lo había comprado en una tarde de compras con mis amigas en la que me había centrado en mirar cosas para Alec, convencida de que su autoestima mejoraría si tenía ropa que se adaptara a las nuevas formas de su cuerpo. Me había enamorado nada más verlo en un maniquí en el escaparate de una tienda a la que nunca habíamos entrado en el centro comercial, pero el parecido con el que había dejado guardado en el hospital por si acaso venían a visitar a Alec más familiares era tal que me había alejado del cristal con el estómago encogido. Momo me convenció de llevármelo: a pesar de que el patrón estaba inspirado en la misma fruta, hasta ahí llegaban las semejanzas: el nuevo tenía escote corazón, tirantes amplios cruzados en la espalda, no tenía nada elástico que obligara al vestido a ceñirse mi cuerpo, y los limones del estampado eran mucho mayores. Era ideal para un día de verano, me dijo.
               Ideal para pasear por Grecia si Alec conseguía cumplir su promesa este año y me llevaba.
               No pude evitar sonreírme en el espejo, imaginándome la sensación del vestido acariciándome los muslos mientras la brisa marina de Mykonos lo hacía revolotear alrededor de mis piernas.
               Me encantaba lo que estaba viendo. Tenía la piel resplandeciente, el pelo suave y brillante, y sentía que cada milímetro de mi piel estaba genial, preparado para la noche. Algo dentro de mí me decía que el día iba a ser increíble, y los retortijones que tenía en el estómago, mezcla de nervios y anticipación, me hacían considerar el día como una primera cita.
               Me apliqué un poco de gloss en los labios, jugueteé con los mechones de pelo que me había soltado del amarre de la cinta, entrelazada en mi nuca para poder retirarme el pelo de la cara y, luego, recogerlo de nuevo en una coleta. Alec me había visto hacerlo una vez mientras estudiábamos, cuando había perdido la última goma elástica que tenía guardada en el estuche para este tipo de continencias, y había comentado con admiración mis dotes para controlar mi melena con cualquier cosa que tuviera a mano, hasta una bufanda.
               Me giré de nuevo en el espejo, comprobando el vuelo de mi falda y mi aspecto desde todos los ángulos. Satisfecha, cogí mi bolsito de mimbre con un pañuelo azul celeste como lazo y salí de la habitación.
               Brinqué escaleras abajo con el silencio que sólo mis zapatillas de lona blancas podían proporcionarme, y me dirigí hacia la puerta de casa.
               -¿Adónde vas tan guapa?-me preguntó mamá, acusando que ya ni siquiera me molestaba en coger la mochila cuando decía que iba a estudiar con Alec.
               -A estudiar-anuncié en un canturreo, y papá alzó las cejas.
               -¿Y qué vas a estudiar? ¿A Alec? Porque ahí no te caben los libros.
               -Los tiene él. Es que luego vamos a dar una vuelta. No me esperéis para cenar.
               -Avísame si al final no puedes andar, y necesitas que vayan a buscarte en coche-me pinchó Scott, mordisqueándose el piercing al sonreír, pero no le hice caso. Le saqué la lengua, les di un beso a modo de despedida a papá y mamá, y me fui de casa jugueteando con el donut acolchado de mi llavero, tratándolo como si fuera una pelotita antiestrés.
               Recorrí el trecho que me separaba del punto en que quedaba con Alec para ir a la biblio en tiempo récord, y aun así, ya me lo encontré esperándome. Él también estaba guapísimo, con una camisa blanca con estampado de minúsculos melocotones (los dos sonreímos al ver que nos habíamos puesto de acuerdo para ir a juego sin hablarlo siquiera) y pantalones vaqueros azul claro, casi blanco. Llevaba la mochila del instituto colgada sólo de un hombro, y estaba terminando de fumarse un cigarrillo cuando me vio. Sonrió automáticamente, tiró el cigarrillo al suelo, y echó mano de la mochila para sacar un paquete de chicles. Había vuelto a fumar cuando empezamos a estudiar en serio, pero me había prometido que lo dejaría de nuevo cuando terminara con los exámenes. Como sabía que le relajaba, decidí dejarlo estar, y me prometí a mí misma que no haría ninguna mueca cuando notara el repulsivo regusto de la nicotina al besarme.
               No me sorprendía que no me molestara en absoluto, y menos esa tarde.
               -Hola, bombón-saludó, comiéndoseme con los ojos mientras me acercaba a él-. Qué guapísima estás hoy-alabó, estirando la mano para rodearme la cintura y darme una palmada en el culo mientras me daba un piquito, a modo de saludo. Luego, se metería el chicle en la boca y lo mascaría de forma frenética a un lado y otro, asegurándose de quitarse el sabor a tabaco para que no me resultara desagradable besarlo.
               Como si a mí no me encantaran sus besos.
                Esa tarde, sin embargo, fue diferente. En lugar de solamente ponerme de puntillas para rozarle brevemente los labios a modo de saludo, estiré el brazo libre y me colgué de él para prolongar el beso, haciéndolo más interesante y también más placentero. Un gruñido nació en el pecho de Alec cuando él, sorprendido, bajó la otra mano y me la colocó también en el culo, tirando de mí para acercarme aún más a él. Se entregó al beso con entusiasmo, con la misma pasión rabiosa con la que nos desnudábamos después de mucho calentarnos y demasiado tiempo teniendo que comportarnos por estar en sociedad.
               -Guau-comentó contra mi boca cuando nos separamos, después de un buen rato en el que nuestras lenguas se reconciliaron del el tiempo perdido. No pude evitar soltar una risita que hizo que sonriera y volviera a darme un pico; cuando alguien que ha probado mil bocas de mil mujeres se sorprende con un beso tuyo, es que algo estás haciendo bien. Es que eres importante. Es que eres especial-. ¿He hecho algo genial de lo que no me acuerdo?-preguntó, acariciándome la cintura. Negué con la cabeza, y luego arrugué la nariz.
               -¿Nacer cuenta?-respondí, y esta vez fue él quien soltó una risita. No obstante, también se inclinó para darme un beso en los labios-. Nada en especial. Nada que no hayas hecho estas últimas semanas, quiero decir-añadí, acariciándole los brazos, de los codos a los hombros, de los hombros a los codos, y luego vuelta a empezar-. Te estoy metiendo mucha caña…
               -Nada que no pueda soportar-me guiñó el ojo-. Ya sabes que tengo aguante.
               -Sí, pero bueno. De vez en cuando, no está de más que te recompensen por tus esfuerzos, ¿no te parece?
               -Pues me encanta la recompensa-ronroneó, rodeándome la cintura y tirando de mí de nuevo para darme un beso. Adoraba sentirlo sonreír junto a mis labios.
               -Me apetece muchísimo lo de hoy, sol-comenté contra su boca, posando la frente en su barbilla.
               -A mí también, nena.
               Me dio una palmadita en el culo y entrelazó sus dedos con los míos para conducirme de nuevo hacia la biblioteca. La sesión de estudio de esa tarde iba a ser menos intensa, ya que no apuraríamos hasta última hora para marcharnos de la biblio. Los carteles salpicando los barrios como los lunares de una mariquita inmensa habían servido como recordatorio de una de las mejores cosas de la llegada del verano: el festival de las flores.
               Todos los años, a principios de junio, el parque y las calles adyacentes se llenaban de puestos de vendedores que ofrecían las flores que habían cultivado en primavera al mejor postor. Los puestos permanentes de comida de los restaurantes adaptaban sus ofertas al festival, ofreciendo bebidas, helados o gofres adornados con flores, y las tiendas del barrio ponían puestos con todo tipo de objetos que tuvieran relación con la primavera y su final: desde pendientes de margaritas hasta bolsos con forma de girasol, pasando por diademas de orquídeas o llaveros de rosas y amapolas.
               Además, todo el mobiliario del parque se adornaba con las flores, de modo que éste parecía disfrazarse de escenario de cuento de hadas, cobrando la vida de un bosquecillo de ensueño en el que podías ver un hada revoloteando por entre los arbustos si te concentrabas en lo que se intuía por el rabillo del ojo.
               Me encantaba ese festival, y siempre le insistía a mamá para que me llevara. No recordaba ni un solo final de primavera en el que no nos hubiéramos dejado caer por allí ni hubiéramos comprado algo, o nos hubiéramos hecho multitud de fotos. El año pasado, mismamente, habían hecho una especie de iglú gigante compuesto por orquídeas en lugar de por hielo, y había llenado mis redes sociales de fotos en lo que mamá y yo habíamos bautizado como “el bosque de orquídeas”. Se rumoreaba que el éxito había sido tal que planeaban repetirlo este año, pero yo me había asegurado de silenciar todo lo relacionado con el festival para no chafarme la sorpresa.
               Este año, no obstante, me había encontrado con el problema de mi agenda. Una parte de mí sabía que Alec no podía perder ni un minuto, y que una hora de estudio podía suponer la diferencia entre su graduación o no. Cada segundo que dedicáramos a estudiar contaba, y la cosa no estaba para ponerse a hacer excursiones caprichosas a festivales que se repetían todos los años.
               Y, con todo, otra parte de mí, más fuerte y egoísta, insistía en que Alec se merecía un descanso. Estaba a punto de quemarlo si continuaba por ese camino, y machacarlo tanto podía ser contraproducente. No hacíamos más que estudiar, apenas teníamos tiempo para estar solos, y los dos teníamos ganas de un ratito para estar juntos. A eso había que añadirle, por supuesto, el hecho de que el año que viene tampoco podríamos ir, por motivos muy diferentes. Ya que era el primero de nuestra relación, y el último de Alec siendo adolescente… tampoco era tan malo perder un par de horas dando una vuelta por un túnel de orquídeas, ¿no?
               Además… estaba también el hecho de que no me aguantaba las ganas que le tenía. Cada día que había pasado, Alec se había vuelto más maduro y más centrado, y yo me había dado cuenta de que no sólo me encantaba esa faceta suya despreocupada, en la que dejaba que todo fluyera y confiaba que terminaría saliendo del atolladero en que se hubiera metido en tal o cual momento, sino que también adoraba su versión más luchadora y con más tesón. Estaba avanzando poco a poco con la moto, más rápido de lo que a mí me gustaría pero también mucho más despacio de lo que él querría o yo me habría esperado. Dedicaba la mayor parte del tiempo a estudiar, solo o acompañado, así que era bastante probable que no pudiera tenerla terminada antes de que se marchara al voluntariado. Todavía estaba concretando la fecha con la delegada de la Fundación, a la que le había escrito un correo explicando su situación y pidiéndole disculpas por la tardanza. Por lo menos no tenía que repetir los trámites, pero yo sabía que estaba preocupado por si su retraso afectaba tanto a la Fundación que decidieran prescindir de sus servicios. Al menos, la directora no le escribía borde, y se mostraba bastante comprensiva, aunque no paraba de insistirle en la falta que hacía allí, como si se oliera que Alec quisiera quedarse.
               Cada vez que lo veía sentado frente a su ordenador, con las gafas puestas, redactando despacio un correo que me pedía que leyera para darle mi opinión, una parte de mí se retorcía del gusto, y no necesariamente un gusto inocente. Había pasado de usar las gafas de manera ocasional a sacarlas de la mochila nada más llegar a la biblioteca, o tenerla ya puestas cuando yo llegaba para acompañarlo, y eso causaba estragos en mí.
               Cada noche, mientras me acompañaba a casa, sacaba uno de sus libros y le hacía decirme lo que había estudiado ese día. Había empezado a llamarme “profe”, lo cual no dejaba de tener su gracia, porque había aprendido de él bastante más de lo que yo podría enseñarle jamás.
               -Te alegrará saber que lo he petado en la recuperación de hoy-me informó. Había vuelto al instituto a la semana siguiente de que le dieran el alta, pero se había perdido tantos exámenes que todavía estaba haciendo recuperaciones o repeticiones-. Me dejaban quedarme con la plantilla del examen, así que anoté las respuestas que me salían y se las enseñé a Scott. Me equivoqué en dos ejercicios, pero los otros tres estaban bien, así que S cree que sacaré como un siete. Confía en que, como he hecho bien el planteamiento de las ecuaciones, me pondrán un punto extra. Lo cual no está de más.
               -¡Eso es genial, sol!-brinqué a su alrededor como una cabra extasiada y enamorada y le di un pico. Alec sonrió. Lo que más le gustaba de que le salieran bien los exámenes era el entusiasmo desmesurado con que reaccionaba yo cuando me lo contaba, pero no era para menos. Sabía lo mucho que le costaba concentrarse, lo tenía delante mientras lo hacía; no era que fuera tonto o que las cosas tardaran en entrarle en la cabeza, y ahí estaba la prueba de que lo que necesitaba era una buena motivación.
               Alec asintió con la cabeza, satisfecho consigo mismo, y giró una esquina para dar un rodeo en nuestro camino a la biblioteca. Cada día me llevaba por un sitio distinto porque se había encontrado con un punto débil en mi férrea disciplina: no le avasallaba con los planes que teníamos para ese día hasta que no llegáramos a la biblioteca, y besaba y me dejaba besar todo lo que él quisiera siempre y cuando continuáramos avanzando. En ningún momento le había dicho que teníamos que tomar el camino más recto o el más rápido, de modo que él se había tomado como misión personal el alargar el trayecto en la medida de lo posible, dando rodeos que, si bien nos robaban un tiempo precioso que invertiríamos mejor estudiando, me arrancaban una sonrisa por la manera tan imaginativa que había encontrado para estirar el chicle y tenerme lo más posible en el papel de novia, y lo menos, de profesora particular.
                Ayer mismo nos había conducido hasta el parque y se había dedicado a dar vueltas y más vueltas en espiral, haciendo la silueta de una caracola, hasta llegar al centro del jardín. Tuvo la picardía, incluso, de llevarme siempre por caminos distintos, para que yo no pudiera ni echarle en cara que estuviera repitiendo el itinerario. Cuando se lo dije en la biblioteca, sin embargo, se hizo el loco, me dijo que no sabía de qué estaba hablando, y se volcó en los ejercicios que Scott, Tommy y él tenían que repasar para el examen del día siguiente.
               Eso me dio una idea. Puede que estuviera sacándole demasiado brillo, y que eso fuera en detrimento suyo. Nos vendría bien un descanso. Nos haría bien relajarnos.
               El festival de las flores había sido una buena idea, pero no era la única que tenía en mente.
               Hice balancear nuestras manos adelante y atrás, como lo hacía Duna cuando nos dábamos un paseo. Alec sonrió al ver mi expresión distraída, y supe que estábamos pensando en lo mismo: la manera en que mi hermanita se abalanzaba a por él cada vez que lo veía, ahora que sabía que no había nada que pudiera hacer para retenerlo en casa. Cada minuto que pasábamos juntos contaba, y no necesariamente era en presencia de mi familia.
               -Estaba pensando, Al… ¿te apetece que lo hagamos en la biblioteca?-pregunté con tono inocente, como si estuviera hablando del tiempo que iba a hacer o de los nuevos subrayadores que me había regalado Taïssa, después de que me pasara la mañana del día anterior lamentándome de que se me hubieran acabado justo al final del curso. Me preocupaba que no aguantaran todo el verano, y no necesariamente por secarse: a Duna le había dado ahora por pintar dibujos que brillaban en la oscuridad, y había descubierto que mis subrayadores tenían precisamente la composición que necesitaba.
               -¿Tomarme la lección?-preguntó, frunciendo el ceño. Por la forma en que me miró, supe que pensaba que estaba como una cabra. Es decir, ya lo veía imaginándose susurrándome al oído todo lo que había aprendido ese día para que yo me cerciorara de que había aprovechado las sesiones de estudio, tal y como hacía cuando terminábamos y me acompañaba a casa.
               Tuve que echarme a reír. No podía creerme que, de todas las personas en el mundo, fuera justo Alec el que no pillara a qué me refería con “hacerlo”. ¿A qué podía referirme, sino al sexo? Pobrecito, hacía tanto que no le dejaba ponerme la mano encima de esa manera que ya pensaba como un casto pastorcillo del corazón de la campiña.
               -No, Alec-dije entre risas que no hacían más que acentuar su ceño-. Follar.
               Parpadeó y sus ojos se iluminaron mientras sus párpados se retraían, demostrándome la felicidad que le proporcionaba ese pensamiento. ¿En serio no se le había pasado por la cabeza? Me había hablado muchas veces del morbo que le daba hacerlo en la biblio, uno de los pocos edificios que le faltaban por tachar de su lista de fantasías sexuales. El hecho de que apenas la hubiera pisado antes de ir conmigo influía bastante en que la tuviera vetada; las chicas se lo comían con los ojos nada más atravesaba las puertas de entrada, y yo sentía un oscuro orgullo regodeándome en la manera en que me fulminaban con la mirada al ver que iba acompañándome, que me pertenecía igual que yo a él.
               Que lo disfrutaba como ellas deseaban hacerlo.
               Que, si se levantaba para ir al baño, la única que podía seguirlo y hacer travesuras con él era yo.
               Yo me había negado en redondo y había zanjado el tema con rotundidad cada vez que él había hecho amago de sacarlo, pero no por eso se había rendido. Sabía que le ponía, y a mí también me ponía. Incluso antes que él, ya me había dedicado a fantasear con meterme en los baños y arriesgarme a que me vetaran la entrada de uno de mis edificios favoritos del barrio. Echaría de menos el jardín central con las mesas redondas, desperdigadas como gotitas de lluvia bajo la cúpula de cristal del techo a través de la que se filtraba la luz del sol, pero… en la vida había prioridades, y la mía medía metro ochenta y siete y era Piscis.
               -¿Me lo puedes repetir?-me pidió, seguro de que no me había oído bien, como si el rubor de mis mejillas o mi manera de sonreír tontamente no fueran indicio suficiente de que me había escuchado perfectamente. Le di un golpecito en el pecho.
               -Cómo te gusta hacerme sufrir, ¿eh?
               -Mira quién habla. Sabrae, de verdad, esto es un sinvivir-su actitud relajada había desaparecido, sustituida ahora por un anhelo que me derritió completamente. Cuando alguien que ha probado a mil mujeres se muere por saborearte, no puedes dejar de considerarte un manjar-. ¿Me has pedido sexo en la biblioteca en serio?
               Tenía los ojos brillantes por la ilusión. Cualquiera diría que llevábamos meses sin hacerlo. Ni siquiera le había visto tan entusiasmado cuando lo hicimos por primera vez después de su alta.
               Claro que, en aquel momento, estaba más preocupado por sus cicatrices y su estado físico en general de lo que lo estaba ahora. Ahora me estaba dejando ver al Alec que yo quería. Al Alec que yo deseaba. El Alec que me había hecho mujer antes incluso de que yo misma supiera lo que eso significaba, el que me había hecho disfrutar del sexo antes incluso de que él mismo me tocara como sólo él sabía y podía.
               Estaba tan acostumbrado a mis noes el pobre, que se le había olvidado lo dulce de mis síes.
               -Sí. Hace mucho que no lo hacemos, y te estás esforzando mucho, y dado que hoy la tarde es más light, creo que tenemos tiempo de… ¡Alec!-protesté, riéndome, cuando él dio media vuelta y rehízo el camino que habíamos andado desde el punto en el que siempre quedábamos para ir juntos a la biblioteca, tirando de mí como si su objetivo en la vida fuera llevarme lo más rápido posible al inmenso edificio.
               Las bibliotecarias del recibidor levantaron la vista y entrecerraron ligeramente los ojos al vernos atravesar jadeando las puertas de entrada. De las tres que había en la mesa en forma de U, ninguna pudo dejar de sonreír al ver cómo Alec me sostenía la puerta para que pasara, lamentándose de que él fuera el único chico al que veían hacer eso en todo el día. Me consideraban afortunada: no sólo era disciplinado y apuesto, sino que también era educado; más que los gañanes a lo que tenían que reñir cada dos por tres porque trataban de fumar en los rincones más resguardados de las zonas comunes en lugar de salir a la calle, eso por descontado.
               Sin embargo, algo en nuestro comportamiento las alertó. No solíamos entrar correteando, ni tampoco sonreír como lo estábamos haciendo entonces. Tampoco entrábamos como si fuéramos a un funeral, pero sí que había algo diferente en nosotros esa tarde.
               -Buenas tardes-canturreamos Alec y yo a la vez. Alec incluso se llevó dos dedos a la frente, haciendo el saludo militar. Ellas respondieron con un sincronizado asentimiento de cabeza, como si fueran los tres pares de ojos de Cerbero guardando el inframundo.
               De nuevo, Alec me sostuvo abierta la puerta de cristal que daba a la sala ajardinada para que pasara, y exhaló un gruñido bajo cuando clavó los ojos en mi culo. Se me pasó por la cabeza que había sido mala idea decirme lo que pretendía hacer esa tarde en la biblioteca, porque decirle a Alec que me apetecía hacerlo con él era lo mismo que darle una cerilla y un bidón de gasolina a un pirómano.
               No pudo resistirse y me pasó una mano de forma posesiva por el culo, hundiendo los dedos en mi carne de una forma que no debió de gustarles nada a las bibliotecarias. Pero, dado que no había ningún cartel prohibiendo el manoseo, no tenían motivos para echarnos.
               -Eres una cabrona-susurró contra mi oreja, inclinándose hasta rozarla con sus labios-. Te has puesto ese vestido a propósito. Sabes que me vuelvo loco viéndote la espalda.
               -Llevo un escote de infarto, ¿y tú comentas mi espalda?
               -Lo dices como si no me volvieran loco tus tetas incluso cuando vas con cuello alto-soltó, dándome una palmada en el culo-. Lo tenías todo planeado, ¿verdad?
               -¿Qué puedo decir?-respondí, dejando el bolso en la mesa central, que estaba libre milagrosamente-. Me gusta mucho cuando te pones en modo semental conmigo, y cuanto más tiempo te obligo a aguantarte las ganas, con más intensidad me empotras luego.
               -Tendré que decirle a Diana mi marca de vino preferida, entonces.
               -¿Por qué?
               -Porque te voy a dejar paralítica. Menos competencia para ella. Sólo espero que aquí tengan alguna silla de ruedas de emergencia-se giró sobre sí mismo, mirando en derredor. Comprobé que varias mesas de chicas habían abandonado sus maratones de preparación para inspeccionarlo como quien inspecciona la sugerencia del chef de un restaurante caro.
               Rompí a reír.
               -No creo que yo sea competencia para ella, pero gracias por el cumplido, sol-ronroneé, dando unas palmaditas en el banco a mi lado.
               -Tienes razón. Si las modelos del mundo tienen carrera, es porque a ti no te ha dado por meterte en la industria de la moda. Deberían darte las gracias todas y cada una de ellas, y no sólo Diana.
               -Pero qué rico eres-ronroneé-. Ven aquí.
               Esperé a que se sentara para acariciarle el cuello, apartarle un par de mechones tras la oreja y besarlo en los labios. Alec me puso la mano en la cintura y me la acarició con el pulgar. Sólo nos separamos cuando noté la presencia furiosa de una de las bibliotecarias, la mayor de todas, aproximándose a nosotros a gran velocidad para echarnos la bronca por nuestro comportamiento: aquello era una biblioteca, no un parque ni un picadero. Si queríamos liarnos, estaría encantada de recomendarnos pensiones de mala muerte en cuyas habitaciones sólo se ofertaban camas y cerrojos; más que suficiente para lo que pretendíamos hacer.
               Nos sentamos bien pegados, las espaldas relativamente rectas y las piernas rozándose. De vez en cuando le acariciaba el gemelo a Alec con la punta de mi pie, y él me respondía atrapando los mechones de pelo que había dejado sueltos entre los dedos y colocándolos tras mi oreja.
               -¿Cuánto se supone que tengo que memorizar hoy? Lo digo para hacerme chuletas para cuando me preguntes lo que he estudiado.
               -Céntrate-me reí, dando lo que yo pretendía que fuera un golpe sentenciador con el bolígrafo en la pila de papeles que tenía frente a él, todos apuntes tomados con la pulcra letra de Bey.
               -Dime cuánto tengo que esperar. La incertidumbre me está matando-gimió, pasándome la mano por el cuello y descendiendo por mi espalda. Un escalofrío ascendió por mi columna vertebral. Céntrate, me dije a mí misma. Inconscientemente presioné los muslos, y Alec sonrió al ver mi gesto, comprendiendo lo que significaba. Se inclinó para acariciarme la clavícula, el hombro y el cuello con la nariz-. No puedo esperar a hundirme en tu interior.
               -¡Alec!-le reñí, escandalizada. Sin embargo, él me puso la mano en la rodilla y ascendió por mi pierna, metiendo los dedos con habilidad por el espacio que había entre ellas, a pesar de que las tenía juntas.
               No había nadie como él metiendo mano, eso tenía que concedérselo.
               -Hueles genial-jadeó contra mi piel, inhalando la mezcla de mi perfume de fruta de la pasión, nombre que le venía que ni pintado, mi champú de manzana y ese aroma característico que cada cuerpo poseía, que no se iba del todo, y que tanto podía llegar a gustarte si le pertenecía a la persona correcta-. No sabes cómo te echo de menos. Voy a chuparte y lamerte entera.
               Y, como si creyera que necesitaba que me lo probara, Alec abrió la boca y me pasó la lengua por el punto en el que el cuello se unía al hombro. Me estremecí de pies a cabeza, notando un latigazo de placer encendiendo mi entrepierna. Mi sexo comenzó a palpitar, abriéndose como una flor de loto en llamas.
               -Eres un sinvergüenza.
               -Joder, sí, ya sabes lo que me pone que te hagas la santa conmigo-rió, colando una mano entre mis piernas y masajeando los pliegues de mi sexo por encima de mis bragas-. Joder, estás tan húmeda…
               No podía dejar de jadear en voz baja aun sabiendo que varias mesas nos estaban mirando. Estábamos dando el espectáculo, él y yo, pero no podía importarme menos. Le necesitaba. Le deseaba. Hacía demasiado tiempo que no lo tenía, demasiado tiempo que no estaba completa.
               Tan concentrada como había estado esas semanas en mantener a raya los peligrosos pensamientos de “mi hombre, mi hombre, mi hombre” que reverberaban en mi interior cada vez que Alec decía o hacía algo que pudiera llamarme la atención (o sea, todo; incluido respirar), me había olvidado de aquellas voces que ahora clamaban por ser liberadas y escuchadas.
               Un coro se alzó del interior de mi ser, de un rincón tan profundo que era ignoto para todas las personas salvo para una, la única que podía invocar esas voces.
               Echo de menos ser mujer. Echo de menos ser mujer. Echo de menos ser mujer.
               Y la única forma en que era mujer era estando con él.
               Alec se separó de mí, abrió los ojos y me dejó zambullirme en la negrura de sus pupilas. A pesar de que las tenía tan dilatadas que apenas podía ver sus iris de color café, no me daba miedo la oscuridad que había en ellas. Sabía que eran agujeros negros en los que quería ser devorada, que activarían cada átomo de mi cuerpo; tinieblas que reptarían por mi piel, poniéndome la carne de gallina y haciéndome ver que la oscuridad no es mala, no cuando la luz te impide obtener lo que deseas. Allí donde la oscuridad reina, no hay intimidad, e intimidad era lo que Alec y yo necesitábamos para volver a fundirnos en un solo ser, juntando de nuevo lo que nunca debería haberse separado.
               Nuestras respiraciones eran pequeños huracanes arremolinándose en el hueco entre nuestros torsos. Las bocas, el último bastión por conquistar para un rey cuyo imperio se extendía más allá de los dominios del sol.
               Estiré una mano para desabotonarle un botón de su camisa, sintiendo mi cuerpo extremadamente sensible, despierto, atento a cada uno de sus movimientos. Alec, que nunca había tenido vergüenza en lo que respectaba a las chicas, y menos iba a tenerla conmigo, siguió explorando mi entrepierna, impasible a todos aquellos que nos rodeaban y que esperaban a que empezáramos a desnudarnos para sacar sus móviles y convertirnos en el escarnio viral de la semana, del mes, o incluso del año.
               Levanté una pierna tanto para dejarle espacio como para poder incorporarme y llevármelo al baño, tirando por la borda todo aquello que había planeado cuidadosamente mientras fingía concentrarme en mis libros: cada uno iría por su lado, nos encontraríamos en la máquina de café, subiríamos al segundo piso para que nadie nos molestara, pues esos baños estaban siempre libres, y el piso, prácticamente vacío. Ahora, si conseguíamos llegar al baño, podíamos dar gracias.
               Entonces, lo noté. Una intensa sensación de déjà vu cayó sobre mí con la intensidad de un maremoto, rememorando un momento hacía unos meses, en la que me había dado cuenta, como ahora, de que no estaba húmeda.
               Estaba pegajosa.
               Me quedé clavada en el sitio y le agarré la mano a Alec, que se puso rígido al instante, notando que algo no iba bien. Era increíble lo perceptivo que era conmigo, la facilidad con la que notaba mis cambios de humor. El día que quisiera esconderle algo, me lo haría imposible.
               -¿Qué ocurre?
               Mi mente trabajaba a toda velocidad. Los pechos hinchados esta mañana, los retortijones. La sensación de que el vestido me sentaba como un guante, a pesar de que cuando me lo había probado en la tienda me había sobrado un poco. Las piernas cansadas.
               La insistencia de Alec las semanas anteriores. La manera en que apenas había sido capaz de mantener las manos apartadas de mí, mucho menos que antes. Lo difícil que me había resultado decirle que no, la constante lucha entre razón y corazón, mi constante estado de embriaguez sexual.
               Había estado ovulando. Alec sólo respondía a los estímulos que mi cuerpo le enviaba sin yo saberlo.
               Y ahora, por fin, me había venido la regla.
               -Creo que me acaba de bajar la regla.
               Alec parpadeó con estupefacción un par de segundos, procesando lo que acababa de decirle. Hacía tanto tiempo que no le volvía con esas que seguramente se le hubiera olvidado que… bueno… se suponía que estaba en edad fértil. Es decir, no usábamos condón por vicio. Yo confiaba en él, así que no lo utilizábamos porque temiera que me pegara alguna enfermedad, o viceversa.
               Sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas. Aquí no. Ahora no. Dios. Con todo lo que quería hacer…
               Mi vestido.
               No me atrevía a levantarme para pedirle que me dijera si estaba manchada, no con todo el mundo mirándonos como lo hacían. Intenté mantener la compostura, pero en mis ojos se agolpaba un ejército de lágrimas.
               -¿Qué pasa, nena? ¿Te duele? ¿Quieres que te vaya a por unas pastillas? ¿Va todo bien?
               Asentí con la cabeza, hincando los codos en la mesa y pasándome las manos por el pelo. Mierda, mi puta costumbre de sentarme siempre en el centro de la sala me iba a pasar factura. Todo el mundo podría verme. Seguramente hasta me harían fotos. Sería el hazmerreír de Internet. Alguien con tantos seguidores como tenía yo no podía permitirse estos deslices. Puede que incluso saliera en las portadas de las revistas de cotilleos; mamá se encargaría de echarlas abajo lo más rápido posible, pero no lo suficiente como para que la imagen de mi vestido manchado de rojo no circulara por todo internet.
               Sabía que no debía avergonzarme, que era un accidente y no era culpa mía, pero no podía dejar de pensar en lo que dirían de mí. Todo el mundo estaba ansioso por echársele encima al famoso de turno, y esta vez, la famosa de turno sería yo.
               -Háblame, Sabrae. ¿Necesitas algo? ¿Qué puedo hacer? ¿Te duelen las piernas?-recordó, y yo negué con la cabeza. Sorbí por la nariz y le acaricié el mentón, adorando la expresión preocupada de mi chico, que le volvía un niño a ojos de todos.
               -Lo siento muchísimo, Al, de verdad.
               -Eh, eh, tranquila. No pasa nada, ¿vale? No pasa nada. Tú no te agobies, ¿vale? Dime, ¿qué quieres que hagamos?
               -Quiero irme a casa.
               -Vale, sin problema. No hay problema ninguno. Algo que podemos hacer, ¿ves?-dijo, empezando a recoger. Le puse una mano en el brazo para detenerlo, y una parte de mí se regodeó en la fuerza que ya se intuía en sus músculos.
               -No podemos irnos todavía.
               -¿Por?
               -Hay muchísima gente. Todos nos miran.
               -Normal, es que eres muy guapa.
               -Acabamos de dar el espectáculo.
               -Vamos, nena, aquí nadie es virgen. Ni siquiera las plantas. No hacen más que polinizarlas. No te rayes por…
               -No, Alec. Me refiero a que todos nos miran-insistí, y luego dije en voz baja al ver su expresión confundida-. Tengo el vestido manchado, estoy segura de ello.
               Se miró la mano, los dedos que había utilizado para volverme loca hacía unos segundos. Los dos identificamos una suave sombra rubí en sus huellas dactilares. Apenas me había tocado, y si ya tenía los dedos así… no quería ni pensar en cómo sería la mancha de mi falda. Como si no fuera suficiente con llevar un vestido blanco, la tela era de las típicas que podía convertir una gotita en una mancha inmensa, y todo eso en un instante. Si estuviera más de una hora, como era mi caso, seguramente se extendía ya por todo mi culo.
               No quería moverme y que la gente se diera cuenta de lo que sucedía. Podía dar gracias de que no se hubieran puesto a grabarnos mientras nos comportábamos como hienas en celo en la biblioteca; sabía que no tendría tanta suerte en el caso de que me levantara y tuviera una mancha en el culo. Incluso si no fuera por las burlas de los chicos, las chicas ya me tenían ganas solamente por la manera en que me comportaba cuando iba allí acompañada de Alec, como si dirigiera el cotarro, como si todos me pertenecieran.
               Chulearse no estaba bien, y ahora iba a pagarlo. Eso me pasaba por estúpida. Mamá y papá me habían inculcado la importancia de la humildad, y yo lo había seguido a pies juntillas hasta que Alec había entrado en mi vida. Desde entonces, me había comportado como una imbécil que se creía más que nadie simplemente por a quién se tiraba.
               Pero, claro, era tan fácil que se me subiera el ego viendo cómo me miraba Alec…
               -¿Quieres que mire si estás manchada?-preguntó él, y yo me lo pensé un segundo antes de negar con la cabeza.
               -No-dije en un susurro, tan bajo que se tuvo que inclinar hacia mí para poder oírme-. Sé que lo estoy. Es imposible que no lo esté. Mierda, y ni siquiera tengo compresas…
               -¿Quieres que vaya a por unas?
               -¿Y dónde me las pongo, Alec?-escupí, y al ver su expresión dolida, me di cuenta de que me había pasado. Le puse una mano en el brazo y le acaricié la cara interna con la yema de los dedos-. Perdona, sol, yo… no debería… lo siento muchísimo. Tú estás intentando ayudarme, y yo me vuelvo una zorra contigo.
               -No te preocupes. Estás agobiada, y yo lo entiendo. Además, lo que te he ofrecido ha sido una gilipollez. Olvídalo. No tengo nada que perdonar, en serio-me dio un beso en la sien mientras me rodeaba la espalda y me acariciaba el hombro-. ¿Qué puedo hacer por ti?
               Me lo quedé mirando con lágrimas en los ojos. No me lo merecía. Ni viviendo mil años sería capaz de hacer las suficientes cosas como para merecérmelo.
               -¿Tienes algo para taparte? ¿Una chaqueta, o algo así?
               -¿Una chaqueta? ¿Con el calor que hace?
               -Estamos a veinte grados clavados, Sabrae.
               -Eso es calor-protesté, y Alec se echó a reír.
               -Madre mía, qué ganas tengo de llevarte a Grecia y ver cómo andas desnuda por las calles de mi infancia. Que esto es calor-se rió entre dientes y a mí me dieron ganas de pegarle, pero luego me di cuenta de lo que estaba haciendo: distraerme. Sabía que no podía pensar con claridad estando nerviosa, y que no se me ocurriría nada mientras no saliera del bucle de terror social en el que me había metido de cabeza.
               No obstante, no estaba lo suficientemente ida como para no apreciar el detalle que tuvo conmigo no diciéndome que no pasaba nada por mis manchas de sangre. Sabía que mamá trataría de hacerme ver que las cosas que provenían de mi anatomía y de mi condición de mujer no tenían que generarme vergüenza, porque eran naturales. Alec, por el contrario, simplemente se puso en mi piel. Ni minimizó el problema para que yo no le diera tanta importancia, ni hizo amago de hacerme espabilar ni de presionarme para que tomara una decisión, aun sabiendo que el tiempo corría en nuestra contra. Si no nos íbamos pronto, no tendríamos tiempo para hacer todo lo que habíamos hablado en el festival de las flores.
               No me regañó. No me dijo que había más problemas en el mundo. No me dijo que no debía avergonzarme de mi cuerpo. Simplemente asumió su vergüenza como suya y se puso a mi disposición. Me comprendió, como la persona tan buena e increíble que era, un dios entre mortales, un hombre entre niños que no dudarían en apuntarme con un dedo acusador y someterme a escarnio público por ser tan boba que no había sido capaz de interpretar correctamente unas señales con las que llevaba conviviendo años.
               -¿Me dices si se me ve mucho?-pregunté, girándome para apoyarme sobre una pierna de modo y manera que mi culo quedara a su vista. Alec hizo una mueca.
               -Sí, es bastante.
               -¿Si me pongo la mochila crees que se tapará?
               Se lo pensó un momento, mirándola. Finalmente, negó con la cabeza.
               -No, se te puede ver igual.
               -Bueno… podemos esperar a que cierren-sugerí-. Ser los últimos… cuando oscurezca, no se me notará tanto.
               -Hacemos lo que tú quieras, nena, pero, ¿no estás incómoda? Además, todavía estás a tiempo de salvar el vestido, creo. Si lo dejas un par de horas más, quién sabe si conseguirás quitar la mancha.
               El vestido era lo de menos. Podía comprarme otro. Papá y mamá no me dirían absolutamente nada, sobre todo después de verme tan ilusionada cuando me lo probé en casa y desfilé por las escaleras como una princesa el día de su puesta de largo, cuando va a ser presentada en sociedad y entra en el juego de buscar un futuro rey para su patria.
               -Quiero irme-decidí, a pesar de todo. No iba a concentrarme estando así, y ya que íbamos a desperdiciar la tarde, por lo menos que lo hiciéramos en un sitio en el que ambos estuviéramos a gusto-. ¿Te importaría ir a tu casa y traerme algo que ponerme por encima? Cualquier cosa servirá. Una sudadera con cremallera, con capucha, la de boxeo… lo mismo me da.
               Alec torció la boca un segundo, pensando, decidiendo qué prenda no le importaba tirar.
               O eso pensaba yo. Porque, de repente, su rostro se iluminó con una idea. Cuadró los hombros y se llevó las manos a los botones de la camisa.
               -¿Qué haces?-pregunté en un jadeo asustado. ¿Es que iba a quitarse la ropa para que lo miraran a él y no a mí?
               -Te vas a tapar con mi camisa-explicó, terminando de abrírsela con dedos hábiles, acostumbrados a quitarse la ropa a la velocidad del rayo.
               -Pero, Al… tus cicatrices…-empecé, y él me fulminó con la mirada, como si no le costara aún ponerse frente al espejo, como si no eliminara las fotos que se hacía del torso después de enviármelas porque no soportaba encontrárselas sin querer cuando miraba la galería.
               El Alec de hacía unos meses entraría desnudo y exudando confianza en sí mismo en la biblioteca. Se habría comportado como si hubiera nacido para hacer aquello, como si estuviera hecho para que todos lo admiraran, como si la ropa le restara en vez de sumarle. Ése era el Alec que me había atraído y enamorado.
               El Alec de ahora, no obstante, se sentaría en una esquina para no llamar la atención. Se miraba en el espejo en busca de músculos que asomaban con demasiada timidez, más despacio de lo que a él le gustaría. No se ponía delante de un espejo con el torso al descubierto, mucho menos si yo estaba también desnuda a su lado. Ése era el Alec por el que ahora estaba peleando.
               Y los dos eran el Alec del que yo estaba enamorada, el Alec valiente y bueno, el que te ponía por delante de él sin importar las consecuencias. El Alec generoso, el Alec cariñoso, la encarnación de todo lo bueno que había en el mundo. Mi hombre.
               -Me dan puto igual mis cicatrices, nena-dijo, quitándose la camisa como lo hacía en casa, cuando estábamos a punto de acostarnos. Me lo comí con los ojos, a todo él resplandeciendo con la determinación que sólo los campeones como él pueden tener. Me tendió la camisa y puso los brazos en jarras, observando cómo me la pasaba por la cintura y me la anudaba en el vientre, haciendo con ella un pareo. Ahora podía levantarme sin temor a que se me viera nada, y cuando lo hice y comprobé que nadie me miraba con asco ni sacaba ningún teléfono para convertirme en el siguiente fallo de la sociedad, sonreí. Alec se puso en pie también, un puño en la cintura, y me guiñó el ojo mientras se colgaba la mochila al hombro.
               -Vamos, bombón. Tenemos mucho que estudiar.
               La cogí la mano que llevaba libre y caminé muy digna en dirección a la puerta, combatiendo el nudo que se me había formado en el estómago al sentir las miradas de todos posadas en nosotros… en Alec.
               Claro que él no tenía tiempo para esas historias. No quería empequeñecerse, no cuando yo le necesitaba grande y glorioso, colosal como una estatua que custodiara la entrada al puerto de la ciudad más hermosa jamás construida a orillas del mar.
               -¿Qué cojones miráis?-ladró, y todos los ojos que había puestos en nosotros se retiraron de vuelta a sus apuntes, a sus libros, a sus pies, a los de sus compañeros. Nadie osó volver a ponernos la vista encima, pues el tono cabreado de Alec había bastado para ponerlos a todos en su sitio.
               Alec ignoró deliberadamente a las bibliotecarias cuando empezaron a chillarle si no tenía vergüenza, si le parecía normal andar así por la biblioteca, si esperaba que le dejaran volver al día siguiente. Caminó con la cabeza muy alta, pendiente sólo y exclusivamente de mí. Me sostuvo la puerta abierta para que pasara, pero eso ya no les pareció un gran gesto a las empleadas municipales.
               Me rodeó la cintura de camino a casa, y cuando por fin subimos los escalones de mi porche, se permitió soltar un suspiro de alivio que chocaba con el tono desenfadado con el que habíamos estado charlando hasta entonces. Ese suspiro me confirmó que todas las tonterías que había estado diciendo eran para tranquilizarme y que no pensara en lo que me había pasado.
               Estaba bien. Estaba con él.
               No podía estar mejor.
               Se pasó una mano por el pelo mientras yo revolvía en mi bolso, sorprendida de que en un espacio tan pequeño pudieran perderse algo como las llaves. Por fin, las rocé con los dedos, y entramos en casa para sorpresa de mi familia. Papá y mamá estaban acurrucados en el sofá, con la televisión como pretexto para meterse mano; en el piso de arriba, la música atronadora y los golpes rítmicos que retumbaban desde la habitación de Duna indicaban que mi hermana estaría aprendiéndose la coreografía de una nueva canción de kpop.
               Y, en el jardín, Tommy y Scott compaginaban una partida de cartas con la vigilancia de nuestros hermanos más pequeños, que en ese momento estaban haciendo una batalla de globos de agua. Scott le tiró una carta a Tommy y éste lanzó un gruñido de frustración.
               -Vete a tomar por culo, puto tramposo de mierda-gruñó.
               -Dame la pasta, dame la pasta, dame, dame, dame damedamedamedamedame-instó Scott un segundo antes de que Alec y yo hiciéramos nuestra aparición estelar en el salón. Papá, que estaba a punto de proponerle a mamá subir al piso de arriba y continuar en un ambiente más íntimo lo que estaban haciendo, parpadeó con pereza al vernos llegar.
               -Se me ha hecho corta la tarde-soltó, y mamá, que en ese momento estaba mordisqueándole el cuello a papá, se giró para poder mirar qué era lo que había distraído a su marido, arrebatando las atenciones de sus mimos.
               -¡Habéis vuelto súper pronto! ¿No habéis ido a la biblioteca?-preguntó mamá. Scott y Tommy metieron la cabeza en el interior de la casa.
               -¿Quién está ahí?-quiso saber Scott.
               -¿Refuerzos?-dijo Tommy.
               -Hacía un montón que no me llamabais así-se chuleó Alec, hinchándose como un pavo.
               -Donde no hemos ido ha sido al festival de las flores-expliqué, haciendo caso omiso de los chicos y de su inminente competición de testosterona. Mamá frunció el ceño.
               -¿Por qué? ¿Ha pasado algo?
               -Nada que deba preocuparos.
               -¿Qué haces sin camiseta, Alec, por cierto?
               -Este cuerpo serrano no hay que esconderlo, T-Alec se dio una palmada en el vientre y yo puse los ojos en blanco. Me desanudé la camisa de la cintura y se la entregué para que se la pusiera si quería, confiando en que no tendría ninguna mancha que la estropeara.
               -Se te nota el cambio-escuché alabar a Tommy, y me dieron ganas de comérmelo a besos. De los tres, era el más considerado con los demás, el que menos caña daba y el que más defendía. Cualquiera diría que era el benjamín de todo el grupo, cuando tenía un instinto paternal tan poderoso como el de Alec, el mayor de todos.
               -Le pasó un coche por encima, Tommy-le recordó Scott mientras yo me cambiaba de ropa, ya en mi habitación. Me quité el vestido por la cabeza, me puse unos pantalones vaqueros cortos y una camiseta de tirantes, y me quedé mirando mi reflejo en el espejo mientras escuchaba los pasos de Alec subiendo las escaleras.
               -Si te apetece más quedarte en casa, por mí no hay problema.
               -¿No quieres ir?
               -El festival dura varios días, y sé cómo te pones cuando te acaba de venir la regla. Además… si vamos ahora, no podrás hacerte fotos con el vestido de limones.
               Me eché a reír, admirando lo bien que me conocía. Le di un pico y me cambié los pantalones cortos por unos de andar por casa, con los que estaría más cómoda y que no me importaría ensuciar.
               -¿Bajamos a estudiar al sol?
               -Vale-canturreó Alec, encogiéndose de hombros. Comprobé con alivio cuando se dio la vuelta que su camisa estaba en perfectas condiciones; si acaso, un poco arrugada.
               Scott y Tommy nos hicieron sitio en las tumbonas en las que estaban sentados, hicieron una mueca cuando vieron a Alec sacar el contenido de la mochila con la que había estado cargando, e intercambiaron una sonrisa orgullosa cuando Al se sentó con los pies entrelazados, las piernas estiradas y la espalda contra la pared, a continuar repasando lo que estaba mirando en la biblioteca. Los niños se tiraban globos de agua indiscriminadamente, correteando de acá para allá y respetando nada más que la casa; seguramente mamá les hubiera reñido por lanzarlos contra los ventanales, poniendo así en peligro los cristales.
               -Bueno, y ¿cómo vas con las recuperaciones?-preguntó Tommy, tumbándose como un león perezoso que vigila la sabana desde la roca que hace las veces de trono para sus dominios-. ¿Chungo?
               -Ahí voy.
               -¿Sabrae te mete caña?
               -Mucha, pero ninguna de la que yo quiero-hizo un puchero y Tommy se echó a reír. Yo le tiré un cojín de borlas de colores.
               -¿Ya has puesto la lavadora, S?-decidí no entrarle al trapo a Alec, porque las cosas podían terminar muy mal. Ahora que estaba en un espacio seguro para mí, me sentía más tranquila y lista para una pelea, si él me buscaba lo suficiente.
               Mi hermano me miró por debajo de su ceño fruncido.
               -¿Qué eres? ¿Mi asistente? No me rayes, que estoy de vacaciones. Soy una estrella internacional relajándose antes de su primer tour, no debería poner la lavadora.
               -Papá tiene Grammys y pone la lavadora. Y mamá ha hecho que cambien leyes por demandas suyas, y también pone la lavadora. Hoy te toca a ti.
               -Eleanor no pone la lavadora en casa, ¿a que no, T?
               -Pero Eleanor ganó el concurso-sonrió Alec-. Tú quedaste segundo.
               Scott se lo quedó mirando con absoluto desprecio.
               -Eres graciosísimo, tío. Graciosísimo.
               -Me corre prisa que la pongas. Acabo de echar a lavar un vestido y me apetece ponérmelo cuanto antes.
               -Uuuh, ¿es que hay que quitarles toda la ropa a las chicas para que no queden rastros de los polvos?-picó Scott a Alec, dándole un pellizco en la pierna-. Así no pueden cogerte el ADN de las blusas que les has manchado para endosarte a un bebé.
               -A mí no necesitan cogerme el ADN de ningún sitio, S. Si me vienen con una falta, sé que el crío es mío. Algunos tenemos puntería, y otros… bueno… otros tenéis el morbo de la fama y del apellido.
               -¿Por ese orden?-quiso saber Tommy, arqueando las cejas.
               -¿Por qué le entras al trapo, Thomas? ¿No ves que nos tiene envidia porque somos talentosos y exitosos y está desesperado por amargarnos un poco la existencia?
               -Scott, mira qué cara tengo. No os tengo envidia a ninguno de los dos, créeme.
               -Bueno, cuidado con Adonis aquí presente, que nos va a dejar ciegos con su belleza despampanante.
               -¿Hacemos una encuesta a ver quién de los tres es más guapo?
               -Vale, pero que Sabrae no participe. Te la estás tirando, su opinión no es fiable.
               -Yo iba a votar por Tommy.
               -¿Disculpa?-protestó Alec.
               -¡Ole!-clamó Tommy, levantando los puños cerrados al cielo. Abrió la mano y chocó los cinco conmigo.
               -Tiene los ojos azules-me encogí de hombros-. Son más bonitos porque son menos comunes.
               -Ya, bueno, Hitler tampoco era muy común y no es que fuera precisamente un bellezón-espetó Alec, y Tommy lo fulminó con la mirada.
               -¿Acabas de compararme con Hitler? Tío, que yo siempre me pongo de tu parte cuando te peleas con Scott.
               -Porque te encanta rabiar a Scott. Y sí, te he comparado con Hitler, pero ha sido para apreciar tus cualidades. Deberías sentirte orgulloso-le dio una palmada en el hombro a Tommy y se encendió un cigarro.
               -Preguntémosles a las crías-decidió Scott-. Dundun, Ash, Dan, ¿podéis venir un momento, porfa?
               -Sí, S, pregúntale a Duna quién de los tres es más guapo, que para nada está enamoradísima de Alec-Tommy puso los ojos en blanco y se reclinó en el asiento, echando un vistazo a las cartas que Scott había dejado boca abajo sobre la mesa que habían colocado entre ellos. Se llevó un dedo a los labios cuando se dio cuenta de que le había pillado haciendo trampas, y yo me reí.
               -¡Duna!-protestó Scott-. ¡Ven aquí ahora mismo, que te tengo que preguntar una cosa!
               -Qué borde eres, chico-se quejó Alec.
               -Es que está estresado-dijo Tommy.
               -¿Por?
               -Iba perdiendo la partida.
               -No es verdad-corrigió Scott mientras los niños se acercaban al trote.
               -¿Te jode perder, S? Vaya-Alec le dio un manotazo en la espalda-. A estas alturas, juraría que ya deberías estar acostumbrado.
               -¡Alec!-bramó Duna, procesando por fin que mi (nuestro) chico se había dejado caer por casa. Corrió hacia él como una bala y brincó hacia su pecho, confiando en que él la cogería en volandas.
               Se me detuvo el corazón viéndolo, pero, por suerte, Duna pesaba mucho menos que yo y todavía no suponía un problema para Alec.
               -Hola-canturreó Al, y Duna soltó una risita.
               -¿Has venido a verme?-preguntó, toqueteándole la camisa, aprovechando así para acariciarle el pecho. A Duna siempre le había parecido que cualquier excusa era buena para manosear a Alec, que nunca se quejaba y al que incluso le hacía gracia el entusiasmo de mi hermana por simplemente estar a su lado-. Hace mucho que no me visitas-protestó, hinchando los carrillos, y Alec se echó a reír-. Si quieres que dejemos de ser novios, ¡dímelo!-le puso una mano a centímetros de la cara, con el dramatismo que sólo las niñas que ven muchos realities en compañía de sus hermanas mayores pueden tener.
               Noté cómo Dan fulminaba a Alec con la mirada, detestando incluso la respiración de él por la manera en que Duna dejaba todo lo que hacía en el momento en que él entraba en escena. No podía culparlos a ninguno de los dos.
               Ignorando lo siguiente que dijo Alec, que claramente iría en su beneficio, tiró un globo de agua al suelo y entró en tromba en casa. Tommy le preguntó adónde iba, pero no obtuvo respuesta, así que se levantó para ir tras él.
               -Quiero que dejemos de ser novios-dijo Alec, todo serio. Duna se quedó a cuadros, Astrid se llevó una mano a la boca, escandalizada, y empezó a gritar:
               -¡Retíralo, retíralo!
               Sin embargo, Duna no estaba por la labor de rendirse tan fácilmente.
               -Bueno-dijo, con aire casual, bajándose de su pecho y reuniéndose con su amiga-. Te voy a dejar un tiempo para que te lo pienses bien.
               -Es el momento, S-me reí, y mi hermano cogió a la pequeña de la mano para que no se le escapara.
               -Dundun, espera un segundo. ¿Me podrías decir quién es el más guapo de los tres para ti?
               -¿De qué tres?
               -Alec, Tommy o yo.
               Duna se zafó del abrazo de Scott.
               -Estoy demasiado disgustada con Alec como para ponerme a piropearlo. Tiene que aprender la lección-sentenció, cogiendo otro globo del cubo y saliendo disparada tras Astrid. Se echó a reír a carcajada limpia cuando la alcanzó con un globo de agua, pero lanzó un alarido cuando Dan llegó para defender a su hermana.
               -¿Me ha elegido a mí?-preguntó Tommy, y Scott puso los ojos en blanco y recogió las cartas para reiniciar la partida-. ¡Oye! Espero que al menos me hayas anotado el tanto.
               -Calla y baraja.
               -¿Vosotros no tenéis que estudiar también?-les preguntó Alec, y Tommy y Scott se giraron para mirarlo como si acabaran de salirle otra cabeza y otro brazo. Intercambiaron una mirada estupefacta y luego, Scott me dijo:
               -Deberías darle un poco de descanso al chaval. Claramente tiene tanta sangre concentrada en la polla que no le llega suficiente riego al cerebro y no piensa con claridad.
               Alec le pegó a Scott en la cabeza con el taco de folios enrollado que tenía en las manos, y se enzarzaron en una pelea en la que ni Tommy ni yo hicimos amago de tratar de separarlos. Sabía que Scott no le haría daño a Alec, y que Alec no quería quedar mal rompiéndole la cara a mi hermano delante de mí, por muy subidito que estuviera éste.
               Terminamos la tarde tumbados el uno al lado del otro, compartiendo hojas de apuntes, intercambiando subrayadores y señalando partes que nos parecían importantes de las materias que teníamos que estudiar. Cinco veces le ofrecieron Scott y Tommy a Alec que se uniera a las partidas, y cinco veces Alec rechazó el ofrecimiento aludiendo a las tareas que tenía pendientes.
               Para lo único para lo que se desconcentraba Alec era para preguntarme si estaba bien, si necesitaba algo: un vaso de agua, una onza de chocolate, una bolsa de gominolas o algo de comida basura. Todo lo que se me antojara, él me lo daría. Yo siempre negaba con la cabeza y le decía que estaba bien, porque era la verdad.
               Me sentía feliz, plena y útil por primera vez en mucho tiempo. Estaba ayudando a revertir los efectos del accidente a la par que aprovechaba para pasar el mayor tiempo posible con Alec, todo eso sin asfixiarnos. Y, de la misma manera que sus amigos le suponían un alivio, también podía suponérselo yo.
               Adoraba cómo se había comportado conmigo en la biblioteca. La tranquilidad con la que había manejado la situación, su comprensión, la forma en que había reaccionado cuando vio que todo el mundo nos miraba, como si no tuviera nada que ocultar, nada de lo que avergonzarse. Como si esos dos meses en los que había estado ingresado no hubieran existido, como si el accidente jamás hubiera sucedido.
               Tommy, Scott, Duna, Astrid y Dan se habían metido en casa hacía tiempo cuando mamá salió al jardín, trayendo consigo el aroma de la cena que estaba preparando.
               -Al, ¿te quedas a cenar?-preguntó. Alec se incorporó un poco en el asiento, pensando qué excusa le ponía a mamá para rechazar su oferta. Se nos había hecho tarde entre una cosa y otra, y no nos habíamos dado cuenta de lo mucho que había avanzado el sol en el cielo, o de que la luz que usábamos para estudiar ya no era la del astro rey, sino la de la bombilla del jardín; tampoco nos habíamos dado cuenta de la brisa fresca que se había levantado con la puesta del sol, sino que simplemente nos habíamos acurrucado el uno junto al otro y habíamos seguido repasando, concentrados en lo que teníamos que hacer, centrados en un objetivo común que yo sabía que íbamos a conseguir.
               Lo conseguiría.
               Alec estaba luchando como un jabato. La única vez que le había visto poner más empeño en lograr algo, había sido en conseguir que yo le diera un sí. Y ahora, aquí estábamos, acurrucándonos el uno junto al otro, luchando por construir planes de futuro que poco a poco iríamos conquistando.
               -Sí-respondí por él-. Se queda a cenar. Y también a dormir.
               Mamá sonrió, asintió con la cabeza y entró en casa, dejándome a solas con la mirada de comprensión de Alec. Sabía lo que le estaba pidiendo, lo que le estaba ofreciendo. Llevábamos mucho tiempo posponiendo aquello, esperando a que estuviera preparada.
               Ahora, por fin, lo estaba.
               Aunque tampoco necesitaba esperar. Me trató como a una reina cuando nos metimos en la cama, como habría sido nuestra primera vez juntos si él hubiera sido la mía. Más que nunca, se aseguró de que estuviera cómoda, de que estuviera disfrutando, de que me lo pasara bien y no quisiera parar, sólo seguir. Siguió y siguió y siguió hasta que no pudimos más, y cuando lo recogimos todo, me dieron ganas de llorar por la suerte que me había dado cuenta de que tenía. A pesar de que nada había salido como lo había planeado y que la tarde había sido bastante más aburrida de lo que esperaba, Alec había hecho que todo el día mereciera la pena al caer la noche. Ya no había ningún tipo de barrera ni tabú entre nosotros, éramos uno, la misma persona.
               Dormirme abrazada a él, sintiendo su respiración junto a la mía, su pecho acunando suavemente la sensibilidad de mis pechos y sus manos acariciándome las piernas para relajarme los dolores que volvieron al diluirse los efectos del sexo en mi sangre, fue de las mejores sensaciones de mi vida. Nunca me había sentido tan a salvo y tan segura estando con él.
               Fui feliz esa noche. Feliz como hacía tiempo que no lo era.
               Por eso me chocó tanto que esa felicidad pudiera durar tan poco. Parecía tan poderosa y luminosa que era imposible que no fuera eterna, ya no digamos tan efímera como lo fue.
               Todo porque, al día siguiente, cuando llegué a casa de Alec, me lo encontré tumbado en la cama, mirando hacia el techo sin ver realmente nada, con la vista perdida en la maraña de sus pensamientos, y los ojos un poco húmedos, de rabia y tristeza a partes iguales.
               Me fijé en que había arrojado sus libros a la basura, y que su escritorio estaba barrido como por la acción del tsunami que seguramente habían sido sus brazos. Ahora, esos brazos que tan destructivos podían llegar a ser, y tan protectores cuando estaban conmigo, estaban cruzados sobre su vientre, entrelazados en las manos, mientras Alec respiraba como si estuviera haciendo un esfuerzo por no ponerse a hiperventilar.
               -¿Al? ¿Qué ocurre? ¿Estás bien? ¿Qué hacen los libros…?
               -Estamos perdiendo el tiempo.
               Me quedé pasmada en el sitio, sin saber qué decir ni tampoco qué hacer. ¿A qué se refería? Íbamos genial, estaba mejorando mucho sus notas; si seguíamos a este ritmo, conseguiría graduarse con los demás. No podría hacer las pruebas de acceso a la universidad a la vez que el resto del grupo, vale, pero sí las haría con Tommy y Scott. Ellos también tenían que ir a alguna evaluación extraordinaria, pero lo conseguirían, igual que él.
               -¿Qué quieres decir?
               -Voy a dejar de estudiar.
               -¿Por qué dices eso?-pregunté, con los pies de plomo anclados en el suelo. Alec se echó a reír con cinismo, se incorporó y clavó unos ojos furiosos en mí.
               -Porque es la verdad, Sabrae. No sirve para nada. Para lo único que sirve es para que perdamos el tiempo. Me voy en un par de meses; como muy tarde, a finales de verano ya no estaré aquí. Y no quiero pasarme lo poco que nos queda antes de que me vaya encerrado en la puta biblioteca o en mi habitación. No si no sirve para nada.
               -¡Claro que sirve, Alec! ¿Cómo puedes decir eso? Vas genial. Escucha, sé que es duro a veces, pero no puedes tirar la toalla. No ahora que vas tan bien. Quizá soy demasiado dura contigo, puede que te esté machacando demasiado, y si es así, te pido perdón. Los descansos son tan importantes como…
               -¿Te estás oyendo, Sabrae? ¿Demasiado dura? ¿Descansar? ¿De qué cojones me serviría descansar para todo lo que estoy obteniendo? No voy bien, Sabrae-escupió, rabioso-. No voy bien. No debería haber dejado que me convencierais para hacer esto. Ya lo tenía todo organizado. Ahora me he hecho ilusiones, como un puto gilipollas, como si no supiera lo que iba a pasar…
               -¿De qué estás hablando, Al? ¿Qué ilusiones?
               Me fulminó con la mirada, pero supe que no estaba enfadado conmigo, sino consigo mismo.
               -Si no hubiera creído que creías en mí por algo, sino por la confianza ciega que tienes en mí, la hostia dolería menos. Por un momento creí que iba a graduarme, como un jodido imbécil, y dejé que volcaras todos tus esfuerzos en lograrlo. Y ahora, míranos.
               -¿Qué es lo que tengo que mirar?
               -Mira cómo perdemos el tiempo. Mira cómo nos tratamos más como compañeros de estudios que como novios. Mira cuánto hace que no te toco como lo hice anoche.
               -Eso va a cambiar, Al. He sido muy estricta contigo, pero eso se acabó, ¿me oyes?
               -Joder, ya lo creo que se acabó, Sabrae. Porque no me voy a graduar.
               -Tú eso no lo sabes.
               -Sí-sentenció, incorporándose y metiendo la mano en la papelera, de la que extrajo una pelotita de papel. La estiró entre las manos temblorosas y me la entregó-. Sí que lo sé.
               Con sus ojos llameando rabia clavados en mi rostro, bajé la vista. La hoja arrugada que me había dado era una fotocopia.
               De un examen.
               Con una cara entera tachada con un rotulador grueso.
               En la parte superior, justo encima de su nombre, un mensaje con la típica letra de los profesores, apresurada e ilegible.
               Esfuérzate más.
                Y, en la esquina superior derecha, un número.
               Tres con cinco.

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2 comentarios:

  1. Dios, me ha gustado mucho este cap.
    Me ha encantado ver como Alec ha puesto por delante sus fantasmas a la comodidad de Sabrae, me han dado ganas de llorar lo juro, me ha parecido precioso y tiernísimo ese gesto, de verdad que me han dado ganas de llorar y todo por lo que significa para el ahora mismo quitarse asi la camisa delante de tanta gente.
    Me ha encantado la parte de Scommy (como los echo de menos me csgo en mi vida tía, me encuentro mal) y tmb la parte de Dan y Duna, estoy deseando leer su historia aunque falten mil milenios para eso.
    Me ha dado mucha pena ese final tía, era obvio que no todo saldría bien y en algun momento sucedería un traspiés pero estoy segura de que saldrá adelante, mi pobre niño.

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  2. No me esperaba para nada que el cap fuese a ser así, pero me ha ENCANTADO, creo que era necesario un capítulo así para ir avanzando.
    Comento cositasS:
    - Me encanta que Fiorella sea la psicóloga de Sabrae.
    - Me he descojonado con Alec diciendole a Sabrae que si quería jugar a mahjong.
    - Todo el momento en la biblioteca y la regla me ha encantado osea ver a Alec siendo Alec, poniendo a Sabrae por delante suyo una vez más ha sido súper bonito :’)
    - Los momentos Scommy ME DAN LA VIDA es que les quiero son los mejores.
    - Necesito la historia de Dan y Duna, quiero saberlo todo todo todo.
    - El final del capítulo me ha dejado tristísima osea Alec no merece. Osea después de ver todo lo que se está esforzando me ha dejado tristísima.
    En fin, que he disfrutado UN MONTÓN UN MONTÓN UN MONTÓN el capítulo (a pesar de que el final me ha dejado un poco plof) y tengo muchas ganas de leer más <3

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