lunes, 15 de agosto de 2022

Trescientos sesenta y cuatro insomnios.

 
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Los barrotes de hierro estaban cálidos al tacto, todavía conservando el calor del último de los días de verano para mí, y haciendo que los envidiara: al contrario que ellos o el océano después de batir récords de temperatura en época estival, yo no iba a transicionar por un otoño dulce en el que pudiera ponerme faldas ocres y granate por encima de la rodilla y blusas vaporosas en los mismos tonos de los que se teñían los árboles. Yo ya estaba en el invierno, el invierno más crudo de mi vida, uno en el que el sol jamás se levantaría por el horizonte.
               Trescientos sesenta y cuatro días, me dije mientras miraba cómo el avión en el que iba Alec enfilaba por la pista de aterrizaje, deslizándose tranquilamente por el asfalto recalentado, mientras el cielo se teñía de rosa y dorado. Es dorado, es líquido, se mueve y está vivo.
               El avión se colocó recto en la pista mientras otro levantaba el vuelo, abriendo paso en las nubes para la mayor catástrofe de mi vida. Las ventanas eran como agujeros en una calabaza de Halloween demasiado perfectos para no ser intencionados, pero tan pequeños que no causaban el efecto de dar miedo, o por lo menos no en alguien que no supiera lo que iba en ese avión. Conté las luces para calcular las filas, y mis ojos se anclaron en la del asiento de la quinta fila en el momento en que una sombra cambiaba su forma, un huevo que eclosionaba en una luna creciente. Se me detuvo el corazón por un instante, pensando en las posibilidades, en la manera en que todo mi ser parecía responder a esa llamada que yo ni siquiera era capaz de escuchar. ¿Sería él, o mis esperanzas estaban modelando mi visión?
               El minuto de cortesía que unos aviones se dejaban entre sí se me hizo eterno, y cuando los motores empezaron a rugir, calentándose para el inicio del vuelo, mis dedos se aferraron contra los barrotes de hierro del aeropuerto que impedían que pasaras a la pista de despegue.
               El avión empezó a moverse; primero con parsimonia, luego, con más y más decisión. Mientras se acercaba hacia el final de la pista con el rugido de un dragón presto a ir a la batalla, se me revolvió el estómago al pensar qué sería de mí si ese avión no conseguía despegar. Había algo demasiado precioso en su interior, ¿y si se fastidiaba todo por la manera en que mi alma suplicaba que Alec no se fuera?
               El avión levantó el morro y empezó a escalar hacia el atardecer, las alas balanceándose a un lado y a otro, como si por muchos kilómetros que recorrieran fueran incapaces de creer aún en su poder. Ascendió rápidamente en dirección hacia las nubes de algodón de azúcar que se esparcían perezosas por el cielo, la lluvia que albergaban descendiendo por mis mejillas, los manantiales que eran mis ojos muy atentos de cada detalle del despegue de Alec. El avión se convirtió en un reflejo sobre el horizonte mientras giraba, y cuando terminó de hacerlo, en la sombra de un submarino que se había equivocado de medio.
               Tuve que girarme sobre mis talones para poder seguir su trayectoria, soltando así los barrotes y dejando mis manos libres para que cualquiera las agarrara. Todavía notaba el sabor de sus labios en los míos, su olor corporal haciéndome cosquillas en la nariz, el peso de su cuerpo anclando el mío en el colchón. Mi nombre en su voz, sus dientes en mis senos, su miembro en mi sexo, y sus manos en las mías cuando salimos de la habitación del hotel.
               Unos dedos largos y demasiado delgados para ser los de él recorrieron mi palma y buscaron el hueco entre los míos. Ni Mimi me miró ni yo la miré a ella cuando cerré los dedos en torno a los suyos, detestando que su mano no se pareciera a la de su hermano y, a la vez, consolándome en que al menos era la mano de un Whitelaw. No del que yo quería o necesitaba, pero de un Whitelaw al fin y al cabo. Por mucho que te apetezca bogavante, tu boca no le hace ascos al pan cuando llevas días con el estómago vacío.
                Y así era como me sentía yo: como si llevara días sin Alec, y eso que no hacía ni una hora que nos habíamos separado.
               Ya desaparecido el avión de Alec en la distancia, me limpié rápidamente las únicas lágrimas que iba a permitirme derramar por su marcha. Si había algo real entre nosotros, algo que Alec había sido capaz de ver, estaba segura de que ese algo sería capaz de transmitirle a Alec cómo me sentía yo desde la otra punta del mundo, y no quería que sufriera. Ya lo haría yo por los dos, y si tenía que contener mis emociones para garantizar que disfrutara lo máximo posible, así lo haría. Es dorado, es líquido, se mueve y está vivo.
               Como el néctar que bebían los dioses. Una prueba más de su existencia.
               Mimi sorbió por la nariz: ella no tenía ningún problema con externalizar sus sentimientos, ya que su hermano lo esperaba de ella. Había visto la manera en que una parte de Alec se había regocijado al ver el dolor de su hermana al despedirse, como si no se creyera del todo que ella le correspondiera. Era bobo si no podía ver que Mimi besaba el suelo que Alec pisaba, pero ya era tarde para hacérselo ver.
               -Cuando estéis listas, chicas-dijo Dylan, la voz rota de tanto llorar. Cuando Alec había desaparecido en la terminal, lejos por fin de nuestras miradas cariñosas, Dylan se había permitido derrumbarse finalmente. Ya no tenía que hacerse el fuerte para no impedir que Alec se marchara, y cuando había dejado de ver a su hijo, por fin había podido respirar. Sollozó como un niño pequeño mientras Annie trataba de consolarlo, acariciándole el pelo y los hombros y rodeándolo con los brazos para que se sintiera protegido; un gesto que sin duda había aprendido de su hijo.
               -Creía que podría aguantar por ti-le dijo a su esposa, mirándola con ojos desesperados-, pero me ha llamado papá.
               Para Dylan habría sido más fácil que Alec lo hubiera llamado por su nombre. Le habría recordado que era su padrastro y que su principal deber era cuidar de su madre y de su hermana.
               Pero Alec nunca se perdonaría haberse ido de Inglaterra sin despedirse de Dylan con un “papá” que le hiciera ver lo que era realmente para él: su verdadero padre. Una de las razones de que fuera el hombre tan maravilloso que era, y el modelo en que se había basado para ser tan excepcional.
               -¿Quieres que lleve yo el coche?-se ofreció Annie, con diferencia la menos llorosa de los tres Whitelaw que todavía pisaban tierra. Dylan negó con la cabeza, extendiendo la mano abierta en dirección a su mujer.
               -No te preocupes. Me tranquilizará.
               Echaron a andar en dirección al aparcamiento con pasos cortos y pesados: cada metro que recorrían era un metro que los separaba más del hijo que tenían en común, la razón de que estuvieran juntos. Por supuesto que era difícil para ellos. Era como escalar una montaña sin más ayuda que la de tus uñas destrozadas por la subida.
               Mimi me dio un suave apretón en la mano antes de soltármela, algo que Alec también les había transmitido a las mujeres de su familia. Era como si sus manos se despidieran de las mías, un adiós silencioso que a mí siempre me había gustado, ya que Alec sólo se separaba de mí cuando era inevitable, y aquello hacía su presencia un poco más notoria, más difícil de confundir con un sueño. Abrazándose a sí misma, dio un par de pasos en dirección a sus padres, abriéndose hueco entre la gente que se congregaba en torno a la barrera para despedir a sus allegados.
               Cuando yo no me moví, se giró de nuevo.
               -¿Quieres quedarte un poco más?
               Volví a poner los ojos en el cielo, exactamente en el punto en que el corazón me indicaba que estaba el avión de Alec, a pesar de que ya no podía verlo. Se había perdido en la maraña de nubes rabiosamente magenta… pero, justo encima de ellas, asomaba una estrella. Demasiado brillante para que el sol, que perdía la batalla contra la noche, pudiera contenerla más, y demasiado estática para ser uno de sus hermanos a millones de kilómetros de distancia: Scott me había explicado que las estrellas más brillantes del cielo nocturno no eran estrellas, sino planetas, porque a pesar de que no emitían luz propia, su cercanía a nosotros hacía que menos fotones se perdieran en la atmósfera, por lo que siempre parecían las luces más potentes del cielo, con el permiso de la Luna.
               Algo me dijo que era Venus, el planeta que portaba el nombre de la diosa del amor, indicándome dónde estaba ahora el mío y dónde debía poner mi atención.
               Notaba varios grupos de personas mirándome. Scott y el resto de Chasing the Stars habían hecho ya varios conciertos a lo largo del país junto con sus compañeros de The Talented Generation, así que mi cara era más célebre que nunca también entre la gente de mi edad. Ya no pertenecía al círculo de las glorias del pasado, sino que mi nombre se había grabado en el reluciente salón de celebridades de esta generación, y eso tenía un precio que llevaba toda la vida pagando en cómodas cuotas: falta de intimidad en momentos puntuales.
               Pero me daba igual. Me daba igual que esta gente me hubiera dado mi vida a través de mi padre y ahora estuviera cumpliendo los sueños de mi hermano. Era una persona antes que una celebridad, una chica antes que una atracción de feria, y una novia separada del amor de su vida antes que una coincidencia de la que presumir. No les daría opción a que rentabilizaran mi dolor, y menos cuando Alec volvería más tarde que temprano y terminaría viendo lo que me había hecho. Así que me tragué el nudo que tenía en la garganta y negué con la cabeza.
               -No. Ya no hay nada que me retenga aquí. Vámonos.
               Aceptando la mano que Mimi me tendía, eché a andar hacia el aparcamiento, no sin antes echar un vistazo por encima del hombro… sólo por si acaso.
               Debo confesar que se me rompió un poco más, si cabe, el corazón al ver que ninguna figura de casi metro noventa atravesaba la pista de aterrizaje a todo correr, decidiendo a última hora que ese “continuará” que yo le había prometido gritándole a los cuatro vientos no podía esperar. Que tenía que ser ya.
               Pero allí no había nadie. La pista estaba vacía, salvo por el personal del aeropuerto, los vehículos transportando maletas, y los aviones cargados de gente que se asomaba con curiosidad por las ventanas de su avión, registrando todo a su alrededor sin poder creérselo del todo, como quien está viviendo un sueño.
               La única que acababa de empezar una pesadilla era yo.
 
 
-Lo decimos en serio-dijo Annie, girándose para mirarme cuando estiré la mano para abrir la puerta del coche-. Puedes quedarte a dormir en casa si quieres. Que Alec se haya marchado no quiere decir que no seas bienvenida. Todo lo contrario.
               Sonreí con cansancio. La vuelta del aeropuerto había sido diez veces más larga de lo que había sido la ida, y todo porque notaba mis manos demasiado vacías, el hueco del asiento de en medio, en el que debería haber ido Alec, demasiado grande. El silencio en el que nos habíamos sumido era opresivo, ninguno de los cuatro molestándose en tratar de llenar un hueco que sabíamos demasiado grande y doloroso como para gastar esfuerzos siquiera en intentarlo. Cada uno estaba reproduciendo en bucle sus momentos preferidos con la persona que había dejado ese hueco, negándonos a compartirlo con los demás porque cada uno tenía una versión de Alec que los demás no conocían. Yo era la que menos tenía para rememorar con nostalgia porque era la que menos tiempo había pasado con Alec, aunque nuestros momentos compartidos fueran más intensos, y aunque me habría ido genial escuchar a Annie, Dylan e incluso a Mimi hablar de él, no estaba dispuesta a pagar el precio que suponía tener que  renunciar a eso que sólo era nuestro.
               Así que negué con la cabeza.
               -Ha sido un día muy largo y necesito descansar. Y dudo que pueda hacerlo en su habitación.
               Mentira, mentira, mentira. Claro que iba a poder descansar en su habitación. Si me escondía bajo las sábanas y cerraba los ojos, estaba segura de que sería capaz de convencerme a mí misma de que estaba sola en su cama de forma momentánea, de que él se había ido al baño y enseguida volvería. Podría dormirme después de mucho luchar contra mí misma, y cuando la luz del amanecer me acariciara los ojos a través de la claraboya, tendría que hablar del día de la marcha de Alec en pasado.
               Lo cual no estaba mal, salvo por un pequeño detalle: el día en que nos habíamos acostado por última vez, en que nos habíamos besado por última vez y en que nos habíamos mirado por última vez también habría pasado. Y yo no quería eso. Si por mí fuera, estaría despierta todas las noches hasta que él regresara, y sólo entre sus brazos me permitiría poder dormirme otra vez. No quería que las pesadillas que me asaltaran por la noche resultaran atractivas en mis despertares, porque incluso aunque me pasaran cosas horribles en mis sueños, al menos Alec seguiría conmigo.
               Además, mi casa estaba un poco más cerca del campamento en que estaría en Etiopía que la suya, y cada kilómetro, cada metro, cada milímetro contaban para mí. Me imaginaba lo que nos unía como un animal precioso que se estiraba y se estiraba y se estiraba, y ¿quién sabe hasta dónde podía llegar? No pensaba poner a prueba a esa preciosa criatura por rendirme a un consuelo que sería temporal.
               Y también estaba Shasha. Quería ver cómo estaba mi hermana y que ella me ayudara con la transición con esos dones, que le había dado nuestra madre sin saberlo, vigilando cada rincón del espacio aéreo y tratando de verlo en las cámaras de seguridad de los aeropuertos.
               Annie asintió con la cabeza. Se imaginaba por lo que yo estaba pasando mejor que nadie en ese coche; despedirte de tu alma gemela es muy parecido a despedirse del hijo que te ha salvado la vida y te dio en el pasado la valentía que necesitabas para luchar por tu felicidad.
               -Ven a cenar el viernes, entonces, Saab. Y quédate a dormir el sábado para desayunar con nosotros también el domingo.
               -Sería bonito-dijo Mimi al ver que yo dudaba. Terminé por asentir con la cabeza, sonriendo con timidez.
               -Sería como si estuviera-acepté, y me puse a echar cuentas de cuántas micro siestas tendría que echarme para llegar viva sin casi dormir desde un miércoles hasta un sábado. Serían muchas, pero con suerte, lo lograría.
               La pregunta era qué haría por las noches ahora que Shasha ya no tenía insomnio y no podía acompañarla en la oscuridad, compartiendo una tarrina de helado y críticas de los personajes que se presentaban a todos los realities.
               -Que lleguéis bien-me despedí al salir del coche y cogiendo la puerta para cerrarla.
               -Descansa, cielo-me dijo Annie.
               -Y vosotros. Nos vemos mañana, ¿verdad?-le pregunté a Mimi. Como las dos sabíamos que nos costaría mucho acostumbrarnos a la nueva situación con su hermano, habíamos quedado en pasar el día juntas para aclimatarnos poco a poco a la presencia de la otra. Mimi me acompañaría a ir a ver a Josh en representación de los Whitelaw. Ella asintió.
               -Vale, bonita. Hasta mañana.
               -Hasta mañana, Saab-dijo Dylan, mirándome por el retrovisor. Esperó a que subiera las escaleras del porche y abriera la puerta de mi casa para poner en marcha de nuevo el coche. Agité la mano en el aire viendo cómo desaparecían por la calle, y sólo cuando giraron la esquina me atreví a cerrar la puerta.
               Toda mi familia estaba esperándome en el salón, mirándome como si fueran unos retoños traviesos que habían roto el jarrón heredado desde hacía generaciones, y yo una madre particularmente severa.
               -¿Qué tal ha ido?-preguntó papá. Me encogí de hombros.
               -Bien.
               Todo lo bien que podía ir cuando se había subido al avión, claro.
               -Mamá ha hecho tarta de tres chocolates-dijo Scott-. Te hemos guardado un poco en la nevera.
               -No tengo hambre.
               -Tiene virutitas de chocolate blanco por encima-replicó Scott.
               -No me apetece.
               -Tienes que comer algo, chiquitina-me recordó mamá con suave paciencia.
               -Hemos cenado en el aeropuerto, y ya habíamos comido mucho a la hora del almuerzo, así que…-me encogí de hombros, mirando en todas direcciones. Mi casa no parecía mi casa. No se sentía como mi casa. Y todo porque ya no me levantaría a la carrera cuando sonara el timbre, entusiasmada ante la posibilidad de encontrarme a Alec al otro lado de la puerta.
               Trescientos sesenta y cuatro días. Toda una eternidad.
               Cumpliría sola los dieciséis. Bueno, no sola del todo, ya que tendría a mis amigas y a mi familia, pero la persona más importante no estaría allí para cogerme la mano cuando soplara las velas, mirarme y sonreírme cuando me preguntara qué deseo había pedido y yo le respondiera que no tenía nada que desear, que todo lo que podía querer estaba allí, conmigo.
                Ni siquiera tenía la esperanza de que mi próximo cumpleaños fuera a ser como el anterior, en el que había creído que no lo disfrutaría con él y había terminado demostrándome, una vez más, la obsesión que tengo con subestimarle. Y mis 17 años quedaban todavía demasiado lejos como para esperarlos con ilusión.
               -Bueno, lo tienes en el primer cajón de la nevera, por si cambias de opinión más adelante. ¿Qué te apetece hacer?-ofreció mamá, dando unas palmaditas en el sofá a su lado-. Tu hermano ha sido muy amable cediéndote la posibilidad de elegir película. Entre papá y él han rescatado todas las comedias románticas de la casa-señaló la pila de cajas de DVD y Bluray que había junto a la tele y sonrió-, para que luego digan que no quedan caballeros, ¿mm?-ronroneó, acariciándole la barba a papá mientras Scott hacía una mueca, poniendo los ojos en blanco y sacudiendo la cabeza.
               -Creía que hoy dormías en casa de Tommy-respondí, mirando a mi hermano, que se limitó a encogerse de hombros.
               -Me apetecía estar de chill con vosotros. Estoy un poco saturado de Tommy.
               Otro mentiroso en la familia: Scott nunca se cansaba de Tommy. Yo sabía muy bien por qué había decidido quedarse en casa: por mucho que protestara por lo repelente y pegajosa que podía ser yo a veces, la verdad es que le encantaba esa faceta mía y no renunciaría por nada del mundo a ella. Sabía, además, que tampoco serían fáciles para mí los primeros días sin Alec, y quería facilitarme todo lo posible la transición. El problema es que a mí me daba miedo pegarme demasiado a mi hermano, que en breves se marcharía de tour primero, y después a estudiar, y me dejaría sola con una sensación de vacío incrementada, ya que estaba acostumbrada a echarle de menos, pero no a Alec. Y que Scott volviera a entrar en mi vida para tratar de sustituir a mi novio para marcharse nuevamente era como quitarle la tirita a una herida a punto de terminar de cicatrizar para  colocarla en una que aún supuraba.
               Me daba miedo pensar en lo que sería de mí cuando Scott se marchaba si me apoyaba demasiado en él ahora que Alec se había ido. No quería sentirme doblemente sola. Y, por mucho que tuviera a mis amigas, a mis hermanas y a la nueva hermana en que Mimi iba a convertirse para mí, de vez en cuando una chica necesita los mimos de los hombres de su vida, no de las mujeres.
               Ya no digamos cuando esos hombres te habían dado tu nombre y el sentido del mismo, respectivamente.
               -Bueeeeno-baló papá, levantándose-. ¿Qué va a ser, Saab?-inquirió, recogiendo dos DVD de la pila. Eran los que más alto estaban, posiblemente porque creían que eran los que yo más ganas tendría de ver.
               Miré a Shasha, que estaba sentada en una esquina del sofá, los pies desnudos subidos a los cojines, estirando su pelo y comprobando sus puntas. No se había atrevido a mirarme desde que entré en casa, no sé si porque le daba vergüenza haberle dicho a mi novio que le quería delante de mí mucho antes de lo que todos nos esperábamos, o porque constatar que estaba sola era demasiado para ella. Tenía una forma de averiguarlo.
               -Quiero ver el vuelo de Alec-dije, y Shasha levantó los ojos por fin, clavándolos en mí con una interrogación en la mirada. Quería una confirmación de que había entendido bien el significado de mis palabras, mis silencios y mis esperas. Podía entrar perfectamente en cualquier página de rastreo de vuelos para vigilar el avión de Alec en el mapa, pero ver su vuelo era algo un pelín distinto.
               Shasha se levantó todavía con los ojos puestos en mí.
               -Voy a por mi ordenador.
               Se dio una prisa que no se había dado en toda su vida, lo que me hizo darme cuenta de que Shasha no se había atrevido a mirarme no por lo que le había dicho a Alec, sino por lo que suponía mi presencia a solas en casa. Se sentó en su sitio de nuevo, y se revolvió cuando yo me senté a su lado, mirando cómo tecleaba a toda velocidad y abría una página de rastreo de vuelos.
               -¿Sabes si el avión tiene cámaras?
               Aunque fuera de una compañía de Etiopía la que cubría la ruta desde Heathrow hasta el aeropuerto de la capital, Addis Abeba, le daba un voto de confianza a la aerolínea y confiaba en que no hubiera diferencia entre las que tenían más renombre, como British o Turkish Airlines. No sería muy antirracista de mi parte creer que Alec iba en una carraca simplemente por su destino.
               -Podemos comprobarlo-respondió, cogiendo la referencia del vuelo y abriendo un montón de páginas que parecían aleatorias. Chasqueó la lengua y susurró para sí misma-: Va en un Airbus A350… ahora sólo tengo que ver el modelo…-continuó murmurando, entrando en páginas y más páginas, abriendo y cerrando pestañas a tanta velocidad que apenas me daba tiempo de ver lo que hacía. Torció la boca-. Tiene cámaras.
               -¿Puedes entrar?
               -Suelen tener un circuito cerrado-respondió, mirándome de reojo y arqueando las cejas, como diciendo “estás loca”. Ya se enamoraría y veríamos entonces cómo se comportaba.
               -¿No puedes entrar en las cámaras frontales que ponen en los aviones para entretener a los pasajeros pero sí en las cámaras de seguridad de Buckingham Palace?
               Shasha entrecerró los ojos, fulminándome con la mirada mientras decidía si estaba lo suficientemente cabreada conmigo como para ignorar la tristeza que ambas compartíamos y engancharme de los pelos.
               -No tienen nada que ver uno con otro. No hay manera de hackear algo que no tiene ningún tipo de conexión con el exterior.
               -Pero los aviones tienen conexión con el exterior. Si no, habría mínimo diez accidentes al día.
               -¡Por radio, Saab!
               -¡Inténtalo de todos modos!-ordené, señalando el teclado con un dedo amenazante. Lo haría yo misma si supiera, pero no sabía, así que detestaba tener que depender de mi hermana, especialmente si se ponía de esa manera cuando normalmente adoraba tener la menor excusa para poner a prueba sus habilidades con el ordenador.
               Shasha sacó la lengua y puso los ojos en blanco, negando con la cabeza mientras abría una nueva ventana y se ponía a teclear como una loca. Lo intentó varias veces en varios lugares distintos, y justo cuando pensé que estaba a punto de darse por vencida, exhaló un gritito emocionado y levantó las manos en el aire.
               -¡Lo tengo! Creo-añadió con más precaución al ver la pantalla negra que se extendía ante nosotras. Minimizó la pestaña y la puso en un rincón mientras vigilaba la trayectoria del avión-. No lo entiendo-dijo-. Deberíamos estar viendo la puesta de sol.
               -Dejad al avión de Alec tranquilo-ordenó mamá cuando Duna se acercó a nosotras para echar un vistazo de lo que hacíamos. Scott estiró el cuello intentando ver la pantalla también.
               -¿Vas a hacer eso cuando estemos de concierto?-preguntó, y Shasha ni siquiera se molestó en mirarlo cuando le respondió:
               -¿Para qué? Ya te tengo muy visto.
               Scott rió por lo bajo y la llamó gilipollas, lo que le hizo ganarse una reprimenda.
               -Puedo intentar entrar por…
               -¿¡No me habéis oído!?-ladró mamá-. ¡Dejad el avión tranquilo! Esto no es un proyecto de informática en el que tienes que descifrar un código, Shash. ¡Hay vidas en juego! ¿Qué pasa si desconectas algo sin querer y terminas haciendo que el avión vuele a ciegas?
               -¡No voy a desconectar nada!
               -¡O CIERRAS ESA PÁGINA O TE QUITO EL ORDENADOR!
               -¡Quiero ver por dónde va Alec!-lloriqueó, poniendo ojos de corderito degollado. Mamá hizo amago de levantarse y Shasha cerró la tapa del portátil rápidamente-. ¡Vale, vale, valevalevalevale vale! Seremos buenas. Nos portaremos bien.
               -No ibais a ver nada de todos modos-dijo papá, echando un vistazo por la ventana-. Ya es casi de noche.
               -Me da igual-protesté-. Yo quiero ver lo que esté viendo Alec. Así estará un poco menos solo- y yo también, pensé, pero no lo dije-. Si no ve nada porque es de noche, yo tampoco quiero ver nada.
               -Seguramente esté sobando-murmuró Scott en tono tranquilizador-. Si es listo, aprovechará para dormir y llegar descansado a Etiopía.
                Se me revolvió el estómago al pensar que no le conocía en absoluto. Alec lucharía por no dormirse durante el vuelo, estaba convencida. Por mucho que me hubiera dicho que tenía intención de aprovechar para dormir todo lo que pudiera, yo sabía que se dedicaría a comerse el coco durante las nueve horas que duraba el trayecto.
               -¿Quieres que lo intente otra vez?-susurró Shasha por lo bajo.
               -A ver si tiráis el avión-repitió papá, en tono más paciente que enfadado, antes de que mamá nos lanzara una mirada asesina.
               -¿Por dónde va?-quiso saber Scott, y Shasha abrió la pestaña con el mapa en el que el avión de Alec ocupaba justo el centro, desplazándose a trompicones en dirección al sur. Acababa de atravesar el canal de la Mancha y estaba ya sobrevolando el norte de Francia.
               -Acaba de entrar en Francia.
               -Pobre-soltó Scott-. Dejadlo que salga  y luego, ya, si eso, que tenga una muerte digna. ¿Por dónde tiene que ir?
               -El rastreador de vuelos no te enseña la ruta prevista, sino la que ha ido haciendo el avión.
               -A ver si sale rápido de ahí.
               -¿No se supone que tienes un concierto en París?-inquirí. Cuando les habían anunciado que serían los primeros concursantes del programa en traspasar nuestras fronteras con la gira de tanta proyección internacional como habían tenido, había sido imposible aguantar a Scott. Se le había subido a la cabeza de una forma bestial, y no había desaprovechado ni una sola oportunidad de recordarlo a todo aquel que quisiera escucharlo, creando él mismo las oportunidades para chulearse cuando nadie se las proporcionaba.
               -Mm-mm-asintió, aburrido, jugueteando con su teléfono. Entrecerré los ojos.
               -¿Y cómo piensas hacerlo si odias a los franceses?
               -Borracho-contestó, dedicándome una sonrisa radiante. Duna se rió por lo bajo, pero a mí me hirvió la sangre. Con el esfuerzo que le había supuesto a papá llevarnos hasta donde estábamos, ¿y ahora Scott quería ponerse a hacer el gilipollas y no demostrar profesionalidad? Que cancelara alguna que otra entrevista y evento promocional por estar con sus amigos cuando estos estaban a punto de separarse era una cosa, pero aquello era una subnormalada demasiado grande incluso para él.
               -Ya, claro. Como que Eleanor te va a dejar salir así-asentí, poniendo los ojos en blanco. Gracias a Dios, Eleanor era tajante respecto a su carrera. No era para menos: a mi hermano le había caído de rebote, pero Eleanor había trabajado para conseguir lo que estaba consiguiendo desde que era una niña. Mientras mi hermano se tomaba las cosas a pitorreo, Eleanor hacía malabares con su agenda para conseguir la mayor conciliación laboral y personal posible. No había cancelado ni una sola entrevista desde que había salido del concurso, y las pocas que había tenido que cambiar de fecha por sus viajes o por eventos importantes habían sido las prioritarias a la hora de hacer su agenda semanal.
               -¿Cómo crees que va a salir ella? Es inglesa y española. No quiere ir. Dice que no va a ir, de hecho. Que se va a poner mala o algo así-sonrió, agitando la cabeza.
               -Privilegios de ganadora. Ella puede faltar, pero tú no-sonrió papá, y Scott lo fulminó con la mirada.
               -Al menos yo quedé segundo.
               -El segundo es el primero de los perdedores.
               -Al menos hay alguien que quedó primero en esta casa.
               -Puto crío de los…
               -¡LO CONSEGUÍ!-chilló Shasha, levantando los puños en el aire en gesto de victoria. La pantalla mostraba ahora una imagen pixelada en la que se intuía la línea del horizonte más brillante que la parte superior. De no tener contexto, no sabrías qué estabas viendo, pero para mí era suficiente. Me acurruqué junto a Shasha, ignorando las miradas envenenadas de mamá, y observé el dibujo del horizonte con los ojos fijos durante tanto tiempo que empezó a dolerme la cabeza. Mi cuerpo protestaba por la falta de sueño, pero no le daría el privilegio de descansar mientras Alec se alejaba de mí.
               Cada minuto que pasaba, Alec estaba más y más lejos. Cada minuto que pasaba era lo más cerca que Alec iba a estar de mí en un año. No pensaba desperdiciar esos segundos deliciosos por un poco de consuelo en la almohada.
               Y Shasha tampoco. La cámara del avión no dejaba entrever nada, más allá de destellos esporádicos de luz, pero nosotras seguimos con la vista puesta en la pantalla incluso cuando nuestros padres, Duna y Scott se fueron a la cama.
               Ni siquiera el todopoderoso ecuador consiguió que la luz permaneciera en la pantalla, por lo que tuvimos que renunciar a tratar de ver figuras que nos orientaran sobre lo que Alec estaría viendo. Cuando el avión atravesó la frontera griega y continuó con el trayecto, directo hacia el cielo de Mykonos bajo cuya mirada Alec me había hecho irremediable e irrevocablemente suya, no pude evitar reprimir el impulso de hacerle una foto para enviársela junto con un mensaje en broma deseando que se lo pasara bien en casa. Qué fácil sería fingir que volvería pronto a mí, que volvería a tenerlo conmigo a finales del verano, y que sólo nos habíamos separado para que él reconquistara esa isla que se había negado tan tozudamente a estar bajo su dominio.
               Ya había hecho la foto, y de hecho tenía el pulgar encima del icono de Telegram, cuando la fantasía se rompió. No tenía sentido enviarle ningún mensaje porque tardaría un año en verlo, y yo no tendría noticias de él en ese tiempo. Como si quisieran compensar el silencio de mi novio, casi todos mis contactos habían decidido que hoy era un buen día para recordarme su existencia: los globos de notificaciones con números que no paraban de subir se contaban por decenas en los iconos de las aplicaciones que más usaba, pero yo no estaba de humor para entretener a nadie ni dejar que me entretuvieran. Tampoco quería comprensión ni compasión: quería estar mal, me apetecía estar mal, tener la excusa de tener tiempo para mí y regodearme en ese dolor que me recordaba que lo que había vivido con Alec era real, que lo que teníamos era real y no un producto de mi imaginación. Yo no estaba en las páginas de ninguno de mis libros favoritos, y no podía volver a esos momentos simplemente retrocediendo al inicio del capítulo o volviendo a los pasajes que había marcado con pegatinas de colores pastel, sino que tenía que hundirme en mi memoria. No tenía tiempo para los que trataban de extender la mano para sacarme a la superficie: las profundidades de mi ser era donde yo quería estar.
               De modo que activé el modo “no molestar” y entré en la galería a empaparme del álbum de fotos que tenía con Alec, y que estaba plagado tanto de momentos chorra con él como de fotos preciosas que me encantaría enmarcar, y que puede que enmarcara ahora que no le tenía para reírse de lo intensa que podía llegar a ser.
               Un año entero de posibilidades se extendía ante mí, un año en el que no dejaría de hacer fotos de las cosas que hiciera y me pasaran para poder enseñárselas cuando regresara y que él sintiera que no habíamos perdido el tiempo ni yo había cambiado demasiado. Ya podía acostumbrarme a ese rincón de mi galería, ya que era lo único que tendría de él durante trescientos sesenta y cuatro días.
               Incluso pensé en escribir un diario. Así podría contarle con pelos y señales todo lo que me había pasado, las cosas que no podía capturar en imágenes. Lo que sentiría y pensaría. Mis planes y mis miedos, mis deseos y mis sueños. Observando el avión de Alec adentrarse en el Egeo, sopesé la imagen de mí con una de sus camisetas, un poco más alta y posiblemente también más delgada (no salir a cenar con él todas las semanas me haría adelgazar varios kilos de peso y muchísimos de felicidad, estaba más que segura), de pie delante de él, tumbado en la cama con el pelo revuelto, también un poco más alto y con la piel más bronceada, sonriendo mientras yo le leía lo que había hecho durante ese año.
               El problema es que la página estaba en blanco. ¿Qué iba a hacer este año? Yo no tenía ninguna expectativa ni ningún plan que me ilusionara como le había pasado a él. Incluso cuando no quería irse de voluntariado, pensar en lo que haría le haría mucha ilusión. Lo único que iba a pasarme a mí era que lo echaría de menos. No tendría nada que contar. Me volvería aburrida y triste, y casi podía ver cómo sus ojos se entornaban y su mirada se entristecía, pensando que el año se le había pasado volando por todo lo que había hecho durante ese tiempo, y lo despacio que había ido para mí, cuya única misión había sido echarlo de menos.
               Le contaría que estaba muy triste y que quería llorar, pero que no podía hacerlo porque tenía que ser fuerte por los demás y por él, para no preocuparlos por la forma en que me había apagado durante ese ocaso en el que había perdido mi pareja, pero no había recuperado mi soltería.
               Pero tenía que esforzarme. Por ellos, por Alec, y también por mí. No podía reservar todo el amor que tenía en mi cuerpo para mi novio, por mucho que deseara concentrarlo y enviarlo volando esos seis mil kilómetros que nos separaban: tenía que sobrevivir a ese año. Y no podría sobrevivir si dejaba que la tristeza me comiera. Tendría que fingirlo lo mejor que pudiera, pero tenía que esforzarme por él, y por mí. Por los dos. Para que pudiera contarme todo lo que había hecho, lo mucho que había crecido, lo lejos que había llegado y lo profundamente que había sanado, sin morderse la lengua porque yo me había caído en un pozo sin fondo y completamente oscuro, en el que el que ni siquiera existía el concepto de “sol”.
               De modo que miré a Shasha, tan concentrada o más que yo en el radar, y, como tantas otras noches, le pregunté:
               -¿Vemos un reality?
                
 
Si Sabrae dice que es la que peor lo pasó de los dos es porque es una diva melodramática a la que le encanta ser quien más atención atrae. Porque, mientras ella se atiborraba a gominolas para tapar el vacío que yo había dejado con mi marcha mientras veía telebasura en la que los maromos que salían en ella, luciendo más musculito que cerebro, yo estaba echando el alma por la boca.
               Y por los ojos.
               Más por los ojos que por la boca.
               -Chao, chao, hubby-había ronroneado ella cuando yo me iba, y juro que en ese instante pensé en dejarlo todo, postrarme a sus pies y suplicarle que me convirtiera de verdad en su marido. Ya no quería que me llamara más por mi nombre, ni sol, ni ninguno de los apodos que había estado utilizando de forma cariñosa desde que habíamos empezado a salir, fuera de forma oficial o no. Esa palabra corta y cariñosa tenía demasiados matices en su interior como para que yo la pasara por alto: convivencia, planes de futuro, estabilidad, críos. Todo lo que no íbamos a tener durante un año, aquellas dos sílabas juguetonas lo enceraban. Por eso me había lanzado a besarla: porque en ese momento su boca sabía a un futuro en el que mi voluntariado ya era el pasado, lo habíamos superado y ya no había nada que pudiera separarnos, ni tampoco detenernos.
               Con lo que mayor fue la hostia una vez nos separamos. Jamás la olvidaría tal y como estaba en el aeropuerto: guapísima y resplandeciente con ese colgante del elefante, el vestigio de la promesa que le había hecho, brillando en su cuello hecho de bronce y oro.
               No dejé de reproducir su despedida en bucle en mi cabeza mientras hacía cola para pasar el control de seguridad. Y en ello encontré las fuerzas que necesitaba para avanzar y vaciar mis pertenencias en la bandeja de plástico. El sonido del detector de metales indicando que estaba limpio, una vez dejé el colgante que ella me había regalado, con la chapa de Barcelona y su anillo, se escondió tras el sonido de su despedida. Chao, chao, hubby. Chao, chao, hubby. Chao, chao, hubby.
               Y justo cuando creí que ya no podría hacer nada para mejorarlo, se las apañó para que escuchara mi nombre entre el barullo del aeropuerto y repitió la promesa y la concesión que me había hecho hacía meses: continuará.
               Me hice mierda en cuanto dejé de verla, incapaz de transmitirle ni aunque tuviera toda la vida lo que significaba aquella palabra para mí. Era esperanza, luz y calor; frescura y el viento hinchándome las velas en la travesía más larga de mi vida, el jugo de la fruta más dulce deslizándose por mi boca, las estrellas marcando la senda que tenía que seguir para no perderme en la oscuridad. Continuará, continuará, continuará.
               Me eché a llorar una vez atravesé el pasillo que conducía a la zona de descanso de la terminal y ya no pude parar. Ni siquiera lo intenté: tenía demasiada tensión acumulada y había estudiado lo suficiente con Claire como para saber que aquello podría terminar haciendo que reventara, así que mejor expulsarlo. Me daba igual que me miraran con preocupación o incluso con miedo, ya que ¿qué cosa le puede pasar a un chico de metro ochenta y siete y musculatura parecida a la de las esculturas griegas para que llore como un niño desconsolado que ha perdido a su madre? Sólo algo que había resquebrajado su alma y que podía reducir un país entero a cenizas con un mero soplido de sus pulmones.
               Seguro de que si no entraba pronto me terminaría rajando y echaría a correr de vuelta a Sabrae, me metí en lo más profundo del tranvía que conectaba la zona principal de la terminal con las zonas de embarque, y me coloqué en la cola justo delante de un matrimonio con tres hijos alborotadores que me tirarían al suelo si me atrevía a dar la vuelta. Las azafatas que  recogieron mi pasaporte y comprobaron mi visado y el billete me miraron con una preocupación que parecía sincera en unos ojos que habían aprendido a forzar la empatía, y cuando me senté en el asiento, a punto de terminar el paquete de pañuelos que había guardado a mano en mi mochila (porque soy un Machote™ pero también soy un Piscis concienciado con su condición sensiblera), me dejaron con discreción un nuevo paquetito de pañuelos en el asiento de al lado, aún vacío, y un vasito transparente de agua fría en la bandeja de éste.
               Qué has hecho. Qué has hecho, puto gilipollas. No vas a aguantar un año sin ella. No vas a aguantar ni dos meses. Ni siquiera vas a ser capaz de aguantar este vuelo. Bájate del avión.
                La tripulación de cabina cerró la puerta del avión y el finger empezó a retirarse, reflejando la luz de un crepúsculo que le sentaría genial a Sabrae. Las azafatas empezaron las comprobaciones mientras el hombre trajeado que iba sentado a mi lado miraba en todas direcciones antes de moverse al asiento del pasillo, poniendo una distancia prudencial entre él y yo.
               Bájate del avión, bájate del avión, bájate del avión, bájate del avión.
               No vas a aguantar un año sin ella, no vas a aguantar ni dos meses; ni siquiera vas a ser capaz de aguantar este vuelo. Bájate del avión.
               Ya estaba bien de hacer el gilipollas.
               Mi familia, mis amigos, mi novia. Toda mi vida estaba en Inglaterra. ¿Qué cojones tenía que buscar en medio de la selva de Etiopía?
               A ti, me dijo la voz de Sabrae en mi interior. Vas a buscarte a ti.
               -Pero yo estoy donde tú estés-gimoteé, sorbiendo por la nariz. El hombre de negocios me miró alucinado, los ojos enormes como platos, y se apresuró a ponerse unos auriculares.
               Necesitas estar solo para aprender a quererte, y ver hasta qué punto te las arreglas sin mí.
               Sólo así podrás curarte.
               Bájate del avión, replicó la voz de mi cabeza. Bájate del avión.
               Me giré para mirar por la ventanilla entre el océano de lágrimas que me caían por la cara, y…
               …y…
               Sabrae. Apenas un puntito en la distancia, al otro lado de la barrera donde acababa la terminal, en la que muchos familiares tenían por costumbre congregarse para despedir al avión.
               Recordé cómo me había esperado en la playa de aguas cristalinas y arena blanca en la que el sol relucía pero no quemaba, la sonrisa tranquilizadora que había esbozado cuando me vio llegar justo después de tener el accidente, cuando había estado muerto.
               Ven conmigo, me había dicho, tendiéndome la mano. Y yo había creído que lo que quería era acompañarme al Más Allá.
               Lo único que quería era hacer que regresara con ella. Y de eso se estaba asegurando ahora también: de que me iba sano y salvo y de que me esperaría con paciencia, con la calma de quien se sabe dueño del destino de otra persona que se ata a ti voluntariamente.
               Pegué la mano en el cristal, acariciando con un dedo la motita que era Sabrae. Te quiero, te quiero, te quiero.
               Un pequeño destello nació en su pecho en respuesta: el colgante del elefante reflejando la luz del sol poniente.
               Una promesa bidireccional: para mí, “te estaré esperando”. Para ella, “voy a volver a ti”.
               Los motores del avión arrancaron con un rugido, y el aparato empezó a moverse perezosamente. Se me paró el corazón mientras la pista se iba convirtiendo poco a poco en un borrón a mi alrededor, y entonces el piloto levantó el morro del avión; Sabrae se perdió en la distancia y, pronto, lo hizo también el aeropuerto.
               Y yo venga y venga a llorar. No podía parar. No sé qué cojones me pasaba: por supuesto que creía que iba a pasarlo muy mal marchándome, pero de ahí a ponerme como un loco… entre la maraña de pensamientos, se me ocurrió que puede que fuera un ataque de ansiedad, así que saqué la oruga de goma de colorines que me había regalado Claire, pero no me tranquilizó.
               Porque no era ansiedad. Sólo tristeza.
               Había huecos vacíos aquí y allá en el avión, pero en general, estaba bastante lleno. Las filas delanteras, entre las que yo iba (la WWF quería que descansara lo máximo posible para sacarme todo el partido que pudieran lo más pronto que pudieran), tenían más huecos vacíos que las traseras, más económicas pero también más apretujadas. El chasquido de los cinturones fue una sinfonía resumida cuando el piloto apagó la luz de obligatoriedad de los mismos, pero pronto el avión volvió a sumirse en un silencio intranquilo, en el que el gruñido constante del motor era la base para la que mis gemidos y sollozos eran mi sinfonía.
               Encendí la pantalla del ordenador mientras me limpiaba las lágrimas con el dorso de la mano y ni me molesté en mirar las películas que había: sabía que no le prestaría atención a ninguna y que nada me haría el viaje más corto. Así que activé la cámara del avión y me quedé mirando el horizonte mientras por debajo de éste todavía se distinguían las luces de las ciudades. Cuando las mismas dieron paso a los chispazos del campo, y más tarde a la hegemonía resplandeciente de un mar que se despedía con crueldad, puse el mapa para ver por dónde iba el avión.
               Me gustaría poder decir que no di el espectáculo volviéndome loco a llorar como un mocoso cuando salimos del espacio aéreo inglés.
               También me gustaría poder decir que había acudido a una orgía organizada por Sabrae en la que también participaban Sher, Diana, Bey, Chrissy, Pauline y unas cuantas modelos más compañeras de Diana de Victoria’s Secret, pero de ilusiones vive el tonto de los cojones.
               Menos mal que en el interior del avión no había cámaras. Conociendo a Shasha y Sabrae, fijo que intentaban hackearlas para ver cómo llevaba el vuelo, y se quedarían vigilándome incluso si me dedicaba a roncar como una avioneta.
               Revolví entre mis cosas en busca inútilmente de mi móvil, cuando sabía perfectamente que lo había dejado en Inglaterra porque no tenía sentido llevármelo a un sitio en el que no tenía cobertura ni Internet. Me había descargado del correo electrónico las instrucciones de la directora de la fundación para poder llegar hasta el campamento del voluntariado, y los billetes descansaban en una funda de plástico para no arrugarse en medio de todo el caos que había en mi mochila. Lo que no se le había ocurrido a este increíble cerebro mío era imprimir unas cuantas fotos con Sabrae para mirarlas de forma anhelante mientras atravesaba el cielo.
               El avión cruzó el continente europeo, salpicaduras de luz delatando a las ciudades en el negro del suelo ahora que ya era noche cerrada. Reconocí el contorno sinuoso y familiar de Grecia mezclándose con el mar, besándolo y peleándose a la vez, y cuando entramos en el Egeo, decidí sacar la cámara de fotos y esperé a sobrevolar Mykonos para hacerle una foto borrosa que atesoraría como oro en paño.
               Cuando entré en la galería de la cámara, sin embargo, me quedé pillado. Aquella no era la primera foto que se hacía, sino la segunda, según indicaba el contador. Toqué la rueda con los controles y la giré para pasar a la primera foto, y me deshice en más y más lágrimas cuando me encontré con que era una foto de Shasha sosteniendo un folio que decía “para echarnos menos de menos, entra en el álbum de fotos de mi iPod”.
               Revolví en la mochila hasta encontrar el iPod, que había dejado al fondo temiendo que me lo robaran, y cuando lo encendí, me encontré con que más de cien fotos llenaban su memoria.
               Me puse tan mal viendo que Shasha había metido todas las fotos de Sabrae, mi familia y mis amigos en el pequeño aparato que me había  prestado con la excusa de amenizarme el viaje que una de las azafatas vino a verme.
               -Disculpa, ¿necesitas algo? ¿Te da miedo volar?
               -Estoy bien-respondí, sorbiendo por la nariz y tratando de enfocar en medio de las dos azafatas borrosas e idénticas que tenía delante. Me limpié los mocos con el dorso de la mano y me la froté con el pañuelo.
               -No lo parece. ¿Podemos traerte algo? Tenemos ansiolíticos a bordo por si acaso hay alguna emergencia-me miró con una preocupación que denotaba que claramente consideraba que mi nombre debía ser “una emergencia”, y no el que ponía en mi pasaporte.
               Mi compañero de fila abrió un ojo, me echó un rápido vistazo y luego volvió a fingirse dormido. Otro que pensaba que mi madre se había equivocado de nombre al bautizarme.
               -Estoy bien. No me da miedo volar. Es solo que… me marcho de voluntariado un año a Etiopía-expliqué entre hipidos, y la azafata esperó pacientemente a que terminara para explicarme-.  Tengo novia. Estábamos muy bien, así que… la echo mucho de menos. No dejo de pensar que esto ha sido un error.
               La azafata sonrió.
               -Seguro que ella te esperará y te echará mucho de menos también. Debe de sentirse muy orgullosa de ti.
               Me la quedé mirando, estupefacto. Ni siquiera había pensado… Sabrae se había centrado tanto en lo bueno que sería el viaje para mí, como una peregrinación hacia mi estabilidad emocional y mental, que ni siquiera me había mencionado que aquello también sería beneficioso para ella. Mientras sus amigas se echaban novios que sólo miraban para sus ombligos, yo habría renunciado a un año entero de mi vida por hacer el bien a otras personas que ni siquiera conocía.
               Recordé la forma en que me había mirado en mi graduación, arrugando un poco la nariz, sus ojos chispeando con su sonrisa. La forma en que su cara se iluminaba cuando hablaba con sus amigas de las cosas que yo hacía. Cómo me había mirado cuando la defendí de las chicas de Grecia, y luego había mirado a su hermano cuando me había defendido de mis “amigos” de Grecia.
               Garantizarme esa mirada de los ojos de Sabrae por siempre bien merecía mi dolor. Lo dignificaba y lo glorificaba. Me hacía sentirlo mejor, castigarme un poco menos porque ya no era tan culpa mía y tan evitable como antes.
               -Supongo-reconocí, sorbiendo por la nariz. La azafata me tendió un nuevo pañuelo, que yo acepté, y se marchó. Regresó al poco con una botellita de agua fría, una almohada y una manta que colocó cuidadosamente en el asiento de al lado, poniendo mucho cuidado en no tocar al empresario, que estaba haciendo el papel de su vida fingiendo que dormía.
               Me guiñó el ojo cuando me señaló una chocolatina que había escondido entre las mantas para que nadie se enterara, y regresó al morro del avión con el resto de la tripulación. Al principio pensé en rechazarlo, como si estuviera haciendo una especie de penitencia, pero luego recordé la forma en que el azúcar tranquilizaba a Sabrae cuando estaba con la regla.
               Me la imaginé en su casa, acurrucada en el sofá, mirando mi vuelo en una página de esas de las que te muestran la ubicación en tiempo real de los aviones y atiborrándose a bombones y gominolas. Pronto le vendría la regla, así que tendría los antojos por las nubes.
               No era tan gilipollas como para pensar que se dormiría mientras yo estaba de viaje, así que cogí la chocolatina, la abrí con cuidado de no hacer ruido, apoyé la cabeza en el fuselaje al lado de la ventanilla, y me puse los cascos. Ya que lo iba a pasar mal, por lo menos dar un buen espectáculo.
               Y la banda sonora no podía ser otra que las canciones que se habían escrito sin saberlo pensando en ella. La música que yo había preservado del resto de mujeres y que sólo le había consagrado a la que quería para pasar el resto de mi vida a mi lado. The Weeknd.
               Empezaríamos, como no podía ser de otra manera, por Often.
              
 
Me sabía muy mal por el tiempo que había aguantado despierta, pero necesitaba de sus servicios. El amanecer hacía sangrar oro de las paredes, y yo necesitaba ver a mi chico sol en el primer día en que no iba a tener sus videomensajes mostrándome la salida del sol. Faltaban dos minutos para que el avión de Alec aterrizara, y tenía la esperanza de que el aeropuerto de Addis Abeba tuviera cámaras de seguridad a las que Shasha pudiera acceder.
               Le puse una mano en el hombro y la sacudí despacio.
               -Shash, despierta. Está a punto de aterrizar. Tienes que entrar en el aeropuerto-le indiqué. Shasha se desperezó estirando los brazos y bostezando sonoramente. Miró la pantalla de la tele, en la que había seguido reproduciendo los realities que habíamos puesto una vez se durmió, pero sin el sonido, y tardó un poco en espabilar. En el piso de arriba, papá abrió el grifo de la ducha. Se suponía que hoy iba a grabar más canciones para su disco y para el que estaban preparando a modo de sorpresa One Direction; una buena excusa para no dormirme en todo el día si me dejaba acompañarlo para entretenerme más.
               Shasha cogió las riendas del ordenador y empezó a teclear en él, de modo que perdimos el contacto con la página de rastreo de vuelos. La busqué en la pantalla de mi móvil y seguí mirando cómo el avión de Alec se preparaba para descender, ralentizando poco a poco su velocidad, mientras Shasha tecleaba y tecleaba. Se estiró para coger un tronquito de regaliz recubierto de azúcar para reponer energías, y el avión de Alec se detuvo en seco. La página me indicó que acababa de aterrizar.
               Shasha tardó un par de minutos en conseguir acceso a las cámaras; para cuando por fin pudo entrar en el sistema de seguridad del aeropuerto, sin embargo, el avión de Alec todavía rodaba por la pista. Esperó a que una furgoneta fuera a recogerlo a toda velocidad, y siguió al pequeño vehículo con la docilidad propia de las bestias mansas.
               Shasha fue cambiando de cámaras rápidamente para poder seguir la trayectoria del avión, y cuando por fin encontró de nuevo el aparato, al que ya se aproximaba un finger madrugador, se levantó y fue a la cocina a por unas galletas y un tetra brick de leche. Yo no había dormido nada y notaba la cabeza como un bombo, así que le pedí un café; me daba miedo tomar algo que no tuviera cafeína y caerme redonda en el suelo del salón, haciendo así que el día que había pasado con Alec terminara para siempre. Sabía que, en cuanto cerrara los ojos y me durmiera, sus caricias dejarían de ser tan nítidas en mi piel, y el olor a él que todavía notaba en mi cuerpo se evaporaría, de manera que ya no podría volver a sentirlo por mucho que hundiera la nariz en su ropa.
               Observamos cómo el personal del aeropuerto de Addis Abeba recorría la plataforma y sacaba las maletas de la bodega del avión. Hicieron varias comprobaciones de seguridad antes de abrir la puerta del aparato desde fuera, recibiendo el saludo afectuoso de azafatas de todas las razas: las había árabes, negras, y también una rubia de ojos claros, la más joven de todas y también la más nerviosa, posiblemente en sus primeros vuelos. Las azafatas se hicieron a un lado y empezaron a despedir a los viajeros.
               Entre los que se encontraba Alec.
               Pegué un grito cuando lo vi aparecer en la puerta del avión: fueron apenas unos segundos, pero suficiente para que me doliera el pecho al verlo. Me parecía mentira que estuviera a miles de kilómetros de mí, en otro continente, a literalmente medio mundo, cuando todavía llevaba la ropa que se había puesto por la mañana, cuando nos fuimos del hotel. Esa misma ropa que yo había deseado quitarle.
               Desapareció igual que había aparecido, pero Shasha estaba preparada: había ido trazando la ruta de las cámaras de seguridad por los ángulos que enfocaban, y consiguió marcar todo el recorrido de Alec, al que vimos desde todas direcciones, caminando con los hombros hundidos y la cabeza girándose con pereza en varias direcciones, como si buscara algo que sabía que no iba a encontrar.
               Me dio un vuelco el corazón al darme cuenta de que, inconscientemente, estaba buscándome a mí.
               Se sacó el billete del segundo vuelo que tenía que coger de la mochila y, tras leer lo que ponía, se acercó a una pantalla con la información de los vuelos. Se giró en dirección a la puerta que le correspondía y, tras mirar en derredor, echó a andar hacia ella.
               Atravesó andando tranquilamente la terminal: le quedaba una hora y media hasta que saliera su próximo vuelo y no tenía que preocuparse de las maletas. Una vez encontró su puerta, que comprobó de nuevo en el billete que le habían mandado desde la fundación, guardó el billete y el pasaporte en lo más profundo de su mochila para asegurarse de que no se lo robaban y, colgándosela de nuevo del hombro, se dirigió a una pared.
               La pared en cuestión resultó ser el baño. Sabedora de que estaría cambiándose para estar presentable frente a todos los voluntarios con los que le tocaría convivir (incluso si había conseguido dormir bien en el avión, cosa que dudaba bastante, había vivido demasiado el día anterior como para que la ropa que llevaba puesta no acusara el trayecto), me permití subir yo también al mío a hacer mis necesidades y adecentarme un poco. Me cepillé el pelo, que había perdido esos rizos tan preciosos que a él tanto le gustaban, me lo recogí en una coleta y me lavé los dientes. Bajé a la carrera para no perderme nada justo en el momento en que él salía de los aseos, ahora vestido con una camiseta blanca de manga corta con un dibujo de Palm Springs en amarillo naranja y unas bermudas caqui. Se acercó a una terraza de la terminal, se frotó los ojos y se encendió un cigarrillo que fumó rápidamente. Luego miró en derredor, y al ver que no había nadie preocupado por su salud para reñirle, se fumó otro, esta vez ya más despacio. Cuando se lo terminó, por pura costumbre, se metió un chicle en la boca, que masticó mientras paseaba al lado de la puerta de embarque, mirando con aburrimiento las tiendas de regalos y comestibles que había repartidas a lo largo y ancho de todo el gran edificio. Se detuvo a mirar unos libros y, tras comprarse una botella de agua, se dirigió a un Starbucks (son universales igual que nuestra amor, al parecer) a pedirse un café de avellana con caramelo. Casi pude escuchar cómo le recitaba a la chica las instrucciones para que se lo hiciera como a él le gustaba: con mucho café, dos dedos de caramelo y tres de leche, y nata montada por encima con un chorrito de sirope de chocolate con avellana, porque a ésta (“ésta” era yo) no le apetece tomar café hasta que no me ve con el mío. Eso hacía que las baristas del Starbucks soltaran una carcajada sincera y me fulminaran con la mirada con más sinceridad aún justo antes de cumplir con su pedido, resistiéndose a la tentación de escribirle su número de teléfono a un chico que estaba demasiado pillado como para siquiera molestarse en averiguar si su novia estaba lo bastante zumbada como para pegarse por él (spoiler: definitivamente sí). También se pidió un bagel de huevo frito y beicon, que se comió despacio en una de las mesas de la terracita del Starbucks. Dio un sorbo a su café. Se levantó a por servilletas, dejando la mochila en el suelo, bien escondida y a salvo de manos demasiado largas. Dio otro bocado a su bagel mientras miraba la pantalla del iPod que le había prestado Shasha.
               Sacó unos papeles, pero al darse cuenta de que no había cogido boli, se apresuró a una tienda de regalos. Cogió el más barato y volvió rápidamente, dando un rodeo absurdo por la terraza. Se pasó una mano por el pelo y yo me temí lo peor: que le hubieran robado sus cosas y no tuviera manera de contactar con la fundación para que le facilitaran nuevos billetes.
               Entonces, Alec levantó la cabeza y se quedó mirando a la cámara de seguridad.
               Shasha y yo nos quedamos muy quietas. Podría ser casualidad con cualquiera menos con él: todos mirábamos al menos una vez a una cámara de seguridad en espacios públicos, pero la manera en que lo estaba haciendo Alec…
               Shasha abrió la boca y dijo, sin despegar la vista de la pantalla:
               -¿Lo has invocado tú?
 
Llevaba teniendo la sensación de que un ente invisible me vigilaba prácticamente desde que había salido del pasillo del avión. Y no fue hasta que no me metí en la terraza de los fumadores cuando me di cuenta de qué era.
               Las cámaras de videovigilancia. Aunque algunas estaban fijas, cada vez que pasaba por delante de una de las móviles éstas me seguían como moscas a la miel. Pude ver cómo la que tenía a mi espalda ajustaba su posición mientras yo me paseaba por la terraza de fumadores, reflejada en la ventana que daba a la pista en la que los aviones cumplían su función.
               Y confirmé mi teoría paseando por las tiendas de regalos para ver con qué me entretenía durante esas casi dos horas que tenía por delante, y de paso qué le cogía a Sabrae como regalo de reunión, cuando me di cuenta de qué era. Di varias vueltas sobre el mismo sitio, vigilando de reojo la cámara de seguridad que no me quitaba la lente de encima.
               Fui al Starbucks decidiendo si estaba bajo el punto de mira de las aduanas y me iban a despelotar y hacerme lo que Sabrae se moría de ganas por probar conmigo (meterme cosas en el culo y ver si me retorcía), o había una explicación mucho más sencilla.
               Mi cuñadita la hacker.
               Sentí un agradable tirón en la boca del estómago cuando consideré la posibilidad de que Shasha estuviera vigilándome, porque eso significaba que había otra persona con ella. Sin embargo, no tenía manera de comunicarme con ellas más que por señas, y como dudaba que fueran capaces de hackear el sistema de altavoces del aeropuerto (lo cual habría sido una idea genial), tendríamos que recurrir a métodos más simples, como los que usaba Matt Damon en Marte.
               Me fui a por un rotulador en la tienda de regalos más cercana: me había traído unos folios y un bolígrafo con los que pretendía escribirle una carta a Sabrae nada más montarme en el avión para poder echársela en el buzón en cuanto aterrizara, pero mis lágrimas me lo habían impedido. Escribirle una carta a mi amor era una buena forma de matar el tiempo, contándole todo lo que me había pasado en el vuelo (la manera en que había coqueteado con la deshidratación, los fuegos artificiales en Egipto todavía no sabía por qué, y las turbulencias de quince minutos sobre Sudán en las que pensé que gastaría otra de las siete vidas con que había nacido), pero comunicarme con ella incluso cuando pensaba que ya nos habíamos despedido era mejor que ponerme tontorrón a través de un mensaje.
               Así que, después de confirmar que la cámara efectivamente me seguía, me la quedé mirando. Y sonreí.
               La cámara se quedó quieta, enfocándome en la parte central de su pantalla. Me moví despacio, con los ojos fijos en ella, mientras iba a mi asiento de nuevo. Aparté lo que me quedaba del bagel y extendí un folio delante de mí. Escribí con letras grandes y gruesas, lo más nítidas posibles, una palabra.
               Y luego levanté el cartelito, ignorando completamente a todos los que se me quedaron mirando como si fuera gilipollas.
 
 
Alec se había contoneado delante de la cámara en dirección a su asiento, y luego, cuando creímos que se había quedado pillado pensando en sus cosas con la vista fija en un punto aleatorio que resultó coincidir milagrosamente con nosotras, sacó unos folios y se puso a dibujar en ellos.
               Observamos cómo trazaba líneas gruesas en el papel, inclinándonos hacia delante en la pantalla, intentando adivinar qué era lo que hacía.
               Y, cuando terminó, Alec lo levantó para que lo viéramos. No había hecho ningún dibujo, sino que había escrito una palabra.
               WIFEY?”
               Me reí. Una chispa de felicidad inesperada en un mar de tristeza.
               -Éste es gilipollas-comenté con amor, y Shasha me miró con el ceño fruncido.
               -¿Por qué te llama así?
               -Porque estamos enamorados. Venga, salúdalo.
               -¿Qué quieres que haga, Sabrae?-ironizó-. ¿Hackear el sistema de altavoces y que te pongas a hablar con él?
               -¿Tienen hilo musical en la terminal?
               -Nop.
               Me quedé mirando el cuadrito con las pantallas anunciando los vuelos en una esquina del menú de cámaras de Shasha. Justo a su lado había uno con una pantalla con anuncios.
               -Tengo una idea.
              
Casi podía escucharla en su casa. “Éste es gilipollas”. Me recosté en el asiento y me pasé la mano por el pelo en ese gesto que tanto le gustaba. No podía creerme que estuviera flirteando con ella a través de una cámara de seguridad, pero allí estábamos.
               Supuse que no podía contestarme de ninguna manera, así que le escribiría que la quería y que ya la echaba de menos. Le di la vuelta al folio y empecé a dibujar un corazón gigante para ahorrar espacio, cuando vi que la cámara empezaba a moverse. Levanté la vista y me la quedé mirando, analizando el movimiento por si se trataba de algún tipo de respuesta.
               La cámara se quedó anclada en dirección a las ventanas, y yo me desinflé un poco. Puede que estuviera montándome películas en mi cabeza y no se tratara más que de algún vigilante que me había encontrado demasiado guapo o demasiado sospechoso o las dos cosas a la vez y que se había propuesto vigilarme muy, muy de cerca.
               Entonces, miré un momento en la dirección a que apuntaba la cámara y me quedé pasmado.
               La cámara se giró de nuevo para mirarme y yo la miré también a ella. Habían aprovechado una de las pantallas de publicidad para emitir un vídeo en bucle de un anuncio del tour que One Direction acababan de anunciar hacía una semana como celebración de sus 25 años juntos.
               Lo cual no sería sospechoso si no fuera por el minúsculo detalle de que habían usado precisamente el vídeo de Story of my life en el que salía yo sosteniendo a Sabrae. Algo en lo que ella había insistido hasta la saciedad, y que sólo habían emitido un par de veces antes de sustituirlo por spots en los que se vieran las caras de los integrantes de One Direction, que vendían más que un don nadie y un bebé al que nadie era capaz de reconocer.
               Y, en la pantalla de publicidad de al lado, un anuncio de turismo de Etiopía que rezaba “BIENVENIDO, SOL”.
               Garabateé rápidamente una respuesta y la levanté para que la vieran.
               “ESTÁIS CHIFLADAS”
               Casi pude escucharlas riéndose en su habitación. Y, luego, cogí otro folio.
 
Alec volvió a levantar un folio, esta vez con una pregunta.
               “¿HAS DORMIDO ALGO?”
               Volví a reírme. No “has dormido bien”, ni “has descansado”, no. “Has dormido algo”, como si supiera que iba a pasarlo mal y a regodearme en mi sufrimiento.
               -Mueve la cámara-le pedí a Shasha, que movió la cámara a un lado y a otro, negando con ella. Alec hizo una mueca, frunciendo el ceño e hinchando los carrillos como hacía yo cuando me decía algo que no me gustaba. Levantó otro cartel.
               “YO TAMPOCO”
               Hicimos que la cámara negara más rápidamente y Alec se rió. Apoyó la cabeza en la mano y se quedó mirando la cámara. Le dio la vuelta al folio y escribió de nuevo.
               “TE QUIERO”
               -¿Puedes escribir en la pantalla?-le pregunté a Shasha. Ella negó con la cabeza.
               -Nop. Sólo fotos.
               -Entonces pon una foto de un corazón y la que subí cuando volvimos de Mykonos-ordené-. En la que está riéndose y tratando de tapar la cámara.
               -Sí, señora-asintió Shasha, tecleando en su ordenador. Alec se quedó esperando, mirando las pantallas, y sonrió con un gesto de absoluta felicidad cuando vio lo que le contestaba.
               “TE ECHO DE MENOS”
               -Ésta está chupada-sonrió Shasha, buscando Miss you-Louis Tomlinson en Google y enlazando la foto que Louis había hecho hacía años como promoción de uno de sus primeros singles.
               Alec sonrió. Luego, se llevó una mano al cuello y fingió cortárselo. No quería que nos pillaran.
               Le pedí a Shasha que pusiera una foto de un elefante en las pantallas y Alec sonrió más. Se limpió las lágrimas y sacudió la cabeza. Vi que decía que me quería con los labios.
               -Medio mundo no es nada-me dijo, a más de seis mil kilómetros de distancia.
               -Medio mundo no es nada-repetí, agarrándome al colgantito del elefante como si me fuera la vida en ello.
               Así era, en cierto modo.
               Me aferré a cada segundo de visionado en las cámaras como me había aferrado a cada metro que nos separaba, ahora con el tótem del elefantito entre mis dedos como el símbolo de la promesa que Alec y yo nos habíamos hecho. Para cuando él se marchó de nuevo, esta vez por última vez y de manera definitiva, yo tenía esperanzas renovadas en la energía que corría por mis venas: una energía pura, cristalina, líquida y, por supuesto, dorada. No podía ser de otra forma tratándose de él.
               Me froté los ojos una última vez después de que él me tirara un millón de besos hacia la cámara, ignorando las miradas extrañadas e incluso fastidiadas de las personas que iban a subirse al avión con él, justo antes de desaparecer por la pasarela que le llevaba a la última parada antes de su futuro. Seguí con la misma atención que hacía casi doce horas el desfile de su avión hacia la pista de despegue, y cuando éste desapareció del ángulo de visión de la última de las cámaras, ya  tenía preparada la página de rastreo de vuelos para seguirlo. Apenas tardó media hora en llegar hasta el aeropuerto de su destino, y cuando el avión desapareció del rastreador de vuelos, una parte de mí se apagó. Me sentí como un globo aerostático al que le apagan la llama de su centro y lo dejan a merced de las corrientes de aire que, perezosas, lo único que quieren hacer es soltarlo. Se me fue el subidón de haberlo visto por sorpresa, cuando yo no me lo esperaba, y una sensación de irremediable soledad me saltó encima como un puma que había estado esperando al acecho a que cometiera un error o me separara de mi manada.
               Luché contra un bostezo, pues pensaba que exhibir el sueño que tenía era una manera de ceder ante él y poner en peligro el éxito de mi misión de insomnio, pero apenas lo logré. Me froté los ojos y decidí que necesitaba otro café, y estaba ya en la cocina cuando Scott apareció por la puerta. Se cruzó de brazos y se apoyó en el marco de la puerta. Le eché un rápido vistazo: estaba en calzoncillos, como dormía en verano, y a pesar de que también tenía los músculos mejor definidos de lo que los tenía papá a su edad, no podía ser más distinto de Alec. En Scott había bocetos tímidos donde en Alec había líneas sólidas, con relieve incluso después del tiempo de inactividad que le había traído también las cicatrices. Y estaba la piel, por supuesto. La de mi hermano era del café.
               La de mi novio era igual que caramelo tostado con miel. Hubo un tiempo en que el moreno de Scott había sido exactamente el tipo de piel que consideraba perfecto, porque era el mismo moreno que el de nuestras hermanas y nuestros padres, pero ahora… ahora me gustaba que mi piel pareciera incluso más oscura, y poder notar los cambios que hacía el sol en el cuerpo junto al que me dormía cada noche y me despertaba cada mañana.
               -¿No vienes a dormir?-me preguntó Scott. Había estado contando con que tarde o temprano me metería en su cama, igual que hacía siempre que estaba baja de ánimo y necesitaba un achuchón. Claro que todas aquellas veces en que el calorcito del cuerpo de mi hermano había obrado milagros era porque no conocía el ardor del sol. Y cuando el sol te hace el amor cada noche y te promete que está enamorado de ti, ni el mayor de los incendios forestales te parece suficiente cuando empiezas a sentir frío.
               Además, había otra cosa en la que era distinto de Alec y que me hacía acusar todavía más su ausencia: mientras que Scott me preguntaba, Alec me pedía. Scott ofrecía y Alec ronroneaba.
               -Ven a la cama-me había dicho él en varias ocasiones, vestido igual que él, pero con intenciones muy distintas. Intenciones que yo necesitaba ahora.
                -No tengo sueño-respondí, rodeando el café con las manos. Estaba frío y sabría a rayos, pero sería mejor que dormirme. Scott se rió.
               -Ya, y el agua no moja. Vamos, Saab. Tienes unas ojeras de aquí a Nueva York. ¿Cuánto tiempo llevas sin dormir? ¿Veinticuatro horas?
               -Ya he aguantado más otras veces.
               Había participado en maratones de lectura de cuarenta y ocho horas echándome siestas de quince minutos cada tres o cuatro horas. Podía hacerlo. Llegaría al viernes y puede que me echara una cabezadita en la cama de Alec, tan mullida y cómoda y fresquita…
               -¿Las otras veces habías estado follando toda la noche anterior?-me preguntó, y yo puse los ojos en blanco y di otro sorbo del café. Se mordió el piercing y dio un par de pasos hacia mí-. Oye, Saab, sé que para ti es difícil, pero negarte a estar sana no va a hacer que Alec venga antes, ni…
               Lo fulminé con la mirada.
               -No pongo en peligro mi salud para que Alec vuelva primero. Estoy bien. Solo es que no quiero dormir, eso es todo. Tengo cosas que hacer.
               -¿Cosas tan urgentes que no te permiten subir a la cama?
               -¿Y a ti qué? Creía que te gustaba dormir con Eleanor más que conmigo.
               -Puede-admitió-, pero me gusta más la forma en que consigo consolarte a ti que a Eleanor.
               Parpadeé antes de fulminarlo de nuevo con la mirada.
               -Yo no necesito que tú me consueles. No puede consolarme nadie.
               -Ah, guay, ¿y por eso te vas a esconder por las esquinas para comportarte como si fueras una Cullen a la que no puede darle el sol? Ya sabía yo que dejarte hacer tantos maratones de Crepúsculo con tus amigas no podía ser bueno.
               -¡Para empezar, a los Cullen les puede dar el sol sin problema! Son los vampiros de las historias antiguas los que se queman con el sol. ¡Y no voy a esconderme en ninguna esquina! Solamente quiero disfrutar del último día que he pasado con mi novio antes de que se fuera todo lo posible. Y preferiría que nadie me molestara.
               -¿Por qué?
               -Porque eres jodidamente repelente e insoportable cuando te lo propones, Scott, y…
               -No, piojo-Scott negó con la cabeza-. Digo que por qué quieres “disfrutar del último día que has pasado con tu novio todo lo posible”. Ya lo has pasado-me recordó-. Os fuisteis de hotel para echar polvos tranquilos toda la noche, ¿recuerdas?
               -Como para olvidarlo-respondí, chula, dando otro sorbo al café. Cada vez sabía peor. Le echaría un poco de leche condensada para suavizarlo, si encontraba…
               Scott me cerró la puerta de la alacena y me miró con ojos inquisidores, como diciendo “soy tu hermano mayor y debes respetar mi autoridad simplemente porque yo estaba primero en el ovario, así que me fecundaron a mí antes”. Hay veces en que detesto la biología.
               -Tú nunca vas a saber por lo que yo estoy pasando porque Eleanor no se va a separar jamás de ti así, pero… no sabes lo que es el pensar que tengo un año entero por delante en el que no voy a ver a mi novio ni una sola vez, Scott. Ni una. ¿Cómo te sentirías tú si te dijeran que no ibas a ver a Eleanor? ¿O a Tommy? ¿No te aferrarías a cada instante que tuvieras con ellos y tratarías de postergarlo en la medida de lo posible?
               Scott apartó el brazo lentamente de la alacena, mirándome.
               -No puedo irme a dormir sin más. No puedo. Sé que me despertaré y empezaré a llorar y no podré parar hasta dentro de un año. Ojalá hubiera sido lo suficientemente cobarde como para admitir que no voy a poder con esto-se me quebró la voz-. Ojalá le hubiera suplicado de rodillas a Alec que se quedara cuando tuve la ocasión. Pero no lo hice, y ahora tengo que vivir con eso, y yo… no quiero irme a dormir todavía. No quiero pensar que la última vez que lo besé fue “ayer”. Necesito que hoy dure doce meses. Sé que no lo voy a conseguir, pero cuanto más alargue el día, más fácil será la subida. Cuanto más tarde en dormirme, menos días me quedarán por delante. Y no creo que pueda sobrevivir a trescientos sesenta y cuatro días. Estoy bastante segura de que no podré. En cambio, con trescientos sesenta y tres o trescientos sesenta y dos… puede que tenga una oportunidad. Por eso no puedo irme a la cama. Porque si lo hago, el día se acabará. Y hoy es lo último que tengo de Alec.
               Scott se me quedó mirando, los ojos anegados en lágrimas. No sé si le dolía mi dolor o le dolía haberse dado cuenta de que yo no me pondría así por él. Es duro descubrir que a partir de ahora sólo vas a poder aspirar a la plata cuando llevas toda la vida ganando el oro.
               -Alec no querría que te pusieras así por él. Querría que disfrutaras. Me pidió que te cuidara. Joder, soy tu puto hermano y…-se echó a reír, dos lágrimas deslizándose por sus mejillas-. Me pidió que te cuidara.
               Y yo, egoísta como soy, le respondí:
               -La mejor manera que tenía de cuidarme era no marchándose.
               -Vete a dormir, Sabrae-insistió Scott-. No me hagas suplicártelo.
               -Me da igual que me lo supliques-contesté con un hilo de voz, aunque no estaba muy segura de mi farol. Por suerte, Scott se lo tragó.
               -¿Tengo que cabrearme contigo?
               -También me da igual que te cabrees. Tú más que nadie deberías entenderlo. Me han quitado a mi Tommy. Esta soy yo aferrándome a lo último que me queda de él.
               Scott me miró con muchísima atención, estudiándome como lo había hecho pocas veces en su vida. Entonces, suspiró y asintió con la cabeza, derrotado.
               -Vale. Está bien. No te duermas si no quieres, pero tienes que venir conmigo a mi habitación.
               -¡No! ¿Por qué?-protesté, retrocediendo. No, no, no. La habitación de Scott olía a él, no a Alec. No había estado con Alec allí. Eso sería borrar su olor de mí antes de tiempo.
               -Porque mamá quiere que te vayas a la cama, y no se dejará convencer tan fácilmente como lo he hecho yo. Paso de que se cabree conmigo por dejar que me manejes como te da la puta gana. Así que vienes a mi habitación, cerramos la puerta, bajamos la persiana y no harás ruido mientras haces lo que sea que tengas pensado hacer este puto año mientras Alec está por ahí vendándoles las patas a las jirafas cojas o lo que cojones sea que ha ido a hacer a Etiopía. Puto gilipollas-gruñó, rascándose la cabeza-. No había campamentos de refugiados en la parte europea de Turquía, que tenía que irse al puto cuerno de África a hacerse el blanquito salvador.
               -Etiopía no está en el cuerno de África.
               -A mí no me respondas, niña-ladró Scott-. ¡Tira ahora mismo para la  cama!
               Obedecí, y seguimos su plan: cerramos la puerta, bajamos la persiana, me puse una camiseta de Scott a modo de pijama (sabía que no conservaría el olor de Alec en la cama de mi hermano, así que renuncié a él para preservarlo más adelante) y me acurruqué a su lado, dejando que su calor traicionero me lamiera la piel.
                -Pellízcame cada poco-le pedí, y él lo hizo inmediatamente-. ¡Au! ¡Todavía no, imbécil!
               -Voy a disfrutar esto muchísimo-se rió en la oscuridad. Escuchamos los pasos amortiguados de mamá al otro lado de la puerta, y cómo le decía a Duna que no hiciera tanto ruido jugando, que yo necesitaba dormir. Scott dejó caer la cabeza sonoramente sobre la almohada y bufó.
               -¿Qué?
               -Me pregunto si todavía estarás en periodo de garantía. No te habríamos recogido en el orfanato si supiéramos que te ibas a volver así de loca con tu primer novio.
               -Alec no es mi primer novio. No era una doncella virginal cuando nos acostamos por primera vez, ¿recuerdas?
               -Vale, princesita. Lo que tú digas. Sigue engañándote a ti misma y diciéndote que montarías este numerito por Hugo también.
               Me reí. Lo cierto es que lo dudaba mucho. Claro que Hugo ni siquiera se habría planteado el voluntariado en primer lugar.
               Scott jugueteó con mis mechones de pelo, pensativo.
               -Alec no es tu Tommy-dijo por fin, y yo lo miré en la oscuridad-. Yo no aguantaría un año sin Tommy. Tú sí vas a aguantar un año sin Alec. Eres más fuerte que yo. Y Alec es más fuerte que Tommy.
               Tenía razón. Alec no era mi Tommy. Era mucho más que mi Tommy. Nuestra conexión era completa en todos los sentidos. Con el sexo teníamos esa pieza que encajaba todo lo demás, y que a Scott y Tommy les faltaba.
               -Aun así, echo de menos los tiempos en que te morías por dormir conmigo, Saab.
               Me reí en silencio.
               -Yo no echo de menos los tiempos en que no estaba enamorada, S. Aunque dolieran menos.
               -El dolor mola si es por cosas así. Te da perspectiva y las hace reales.
               Al menos tenía ese consuelo. Lo de Alec me dolería mucho, muchísimo.
               Eso significaba que era muy, muy real.
                
 
Tiré con disimulo el paquete de pañuelos vacío que había gastado en el último vuelo, llorando a moco tendido como un manatí al que ponen a dieta. Aunque lo de Sabrae y Shasha había sido increíble y lo repetiría mil veces, me había hecho desandar todo el camino que había recorrido durante las horas de viaje. La distancia no me había dado perspectiva, pero sí tranquilidad.  Había decidido que contaría las horas en vez de los días para volver con ella, y entre sollozo y sollozo, había echado cálculos y me había encontrado con que… guau. Eran 1848 horas. Parecían muchas, pero viendo que había bajado una desde que me despedí de ella hasta que me bajé del avión en el aeropuerto de Arba Minch, el más cercano al Parque Nacional de Nechisar donde iba a hacer mi voluntariado, estaba un poco más animado.
               Podía hacerse. Sí. Podía hacerse. La cuestión era cómo.
               Y no me parecía que ganándome la fama de llorón en el campamento de WWF fuera la manera de hacer que el tiempo pasara más rápido. Por eso me había limpiado apresuradamente las lágrimas que me quedaban, me había echado agua en la cara y había recogido mi maleta a toda hostia para poder salir cuanto antes a la zona de llegadas. Un tío de tez más oscura incluso que la de Jordan sostenía un cartel con mi nombre y el logo del panda de la fundación mientras oteaba con aburrimiento el horizonte, pero abrió mucho los ojos cuando vio que el tal Alec Whitelaw que tanto se había hecho de rogar era yo.
               -¿Tú eres Alec?
               -Yup-dije, tendiéndole la mano. Me la estrechó con una fuerza que me sorprendió, y sonrió con satisfacción cuando vio que se la devolvía.
               -Kebe. A Valeria le encantará conocerte. Necesitamos más fortachones como tú.
               Tócate los huevos. Si casi me habían amenazado con echarme del programa y no devolverme el dinero porque les dije que necesitaba recuperarme.
                El tal Kebe era un hombre de pocas palabras al volante, pero respondió a las pocas preguntas que le hice sobre el campamento, las instalaciones, y la directiva. Valeria Krasnodar se ocupaba de varios campamentos en la zona y había tenido que ausentarse unos días por “un asuntillo”, por lo que lamentaba mucho no haber podido recibirme como a los demás.
               El campamento estaba a menos de cuarenta y cinco minutos en coche desde el aeropuerto, lo cual me sorprendió. Se suponía que estábamos en una reserva natural con la intención de preservar el hábitat de los animales que estaban en peligro de extinción, ¿y poco más y teníamos 5G y fibra óptica? Me parecía la hostia.
               Una carretera comarcal pasaba al lado de un bosque tupido en cuyo suelo ni los rayos del sol se atrevían a aventurarse, y diversos senderos conducían directamente al corazón de ese infierno oscuro. Antes de que pudiera siquiera pensar en que a Sabrae le habría encantado el contraste de desierto y selva, Kebe dio un volantazo y atravesó uno de los senderos derechito a la selva. Condujo durante lo que me pareció una eternidad (otros treinta minutos, en realidad) y, por fin, llegamos al campamento, en cuya entrada había una barrera con…
               Joder. ¿Eso eran tíos armados con fusiles?
               Intercambiaron unas palabras con Kebe, me miraron con hostilidad, como diciendo “aléjate de nuestras mujeres o te dejaremos como un colador, puto blanco” y, por fin, levantaron la barrera y nos dejaron pasar.
               -Que no te asusten los soldados. Son más amables de lo que parecen, y están aquí por tu seguridad.
               -¿Para protegernos en el caso de que una manada de leones desquiciados decidan que seremos su merienda?-pregunté, y Kebe se echó a reír sonoramente.
               -No. Es por los furtivos.
               -Ah. Me dejas mucho más tranquilo.
               HOSTIA PUTA. DÓNDE ME HE METIDO. ME QUIERO IR DE AQUÍ.
               Pasamos por delante de una hilera de cabañas construidas con madera que parecía autóctona en dirección a una pequeña plazoleta presidida por una cabaña un poco más grande. Por aquí y allá había gente de todas las nacionalidades, si bien la tez que predominaba era la morena. Kebe detuvo el coche frente al edificio y cogió mi bolsa de viaje.
               -Puedo yo…
               -No te molestes. Es mi trabajo. Estarás cansado y, además, tienes que rellenar los papeles de llegada. Mbatha te espera. Ven, por aquí-dijo, abriendo la mosquitera y luego la puerta para abrirme paso a una amplia oficina en la que había varias mesas esparcidas por aquí y allá. Estantes y estantes con archivadores cubrían las paredes, y donde no había estantes, había mapas de toda la zona coloreados en distintas tonalidades y, algunos, con chinchetas y alfileres de colores clavados en ellos. Una chica con el pelo recogido con los típicos moñitos africanos estaba al teléfono, hablando con dulzura con alguien en un idioma que no conseguí situar. Kebe le dijo algo y la chica nos miró. Tapó el micrófono del teléfono, me miró de arriba abajo y dijo mi nombre entre varias palabras más. Kebe asintió y ella sonrió. Sacó un archivador del cajón de su mesa y se despidió de su interlocutor antes de colgar el teléfono.
               -Alec-celebró, su piel oscura casi resplandeciendo al decir mi nombre-. Ven, siéntate. Teníamos muchas ganas de conocerte. ¿Qué tal el vuelo?
               -Bien.
               -¿Te ha pillado la tormenta de arena de Sudán?
               -Ah, ¿era una tormenta de arena? Creí que era el apocalipsis.
               Mbatha se echó a reír.
               -Eres gracioso. ¡Me gusta! Nos vienen bien chicos graciosos como tú por aquí. Hay que tener buen ánimo para hacer el trabajo duro. Soy Mbatha. Me ocupo de la gestión del asentamiento de Nechisar cuando Valeria no está. Creo que ya conoces a Valeria, ¿no?
               -No en persona, pero me he escrito con ella, sí.
                -Valeria es muy buena, ya lo verás. Está bastante ocupada estos días por un percance que hemos tenido en el norte, pero confía en que pronto podrá volver y conocerte. Voy a necesitar que me cubras estos formularios, Alec-dijo, tendiéndome un taquito de folios ya impresos y un bolígrafo-. Y que me des tu documentación. Tengo que sellarte el visado del voluntariado para que sea válido. ¿Has tenido algún problema en la frontera?
               -Bueno, casi me quitan el tabaco, pero…
               Mbatha levantó la vista de los papeles que le había tendido y se me quedó mirando.
               -¿Has traído tabaco? Tenemos un protocolo muy estricto sobre el tabaco.
               -¿Ah, sí?
               Por Dios, no me digas que no puedo fumar aquí, que estoy ESTRESADÍSIMO.
               -No está permitido fumar en todo el complejo.
               De puta madre. ¡Me piro de aquí! Mañana mismo me rajo las venas y voy a bailar en bolas delante de una manada de hienas. Yo mismo me sazonaré el vientre.
               -¿Ah, sí?-repetí, y Mbatha asintió.
               -Aparte de por los residuos que genera, puede ocasionar incendios. Lo dejamos claro en la información previa al voluntariado. Espero que no te suponga ningún problema.
               -Hombre, teniendo en cuenta que para desestresarme me dedico a fumar o a follar, y tengo novia… pues un poco de problema sí que me resulta.
               -Será muy bueno para tu salud-respondió. Quise decirle “tengo ansiedad, señora. Veremos si es bueno para mi salud que me llevéis al puto límite de mis posibilidades”-. Aunque no creas que no estamos preparados para esto. No eres el primero que viene sin saber que tiene que dejarlo. Tenemos parches de nicotina por aquí… en alguna parte…-susurró, más para mí que para ella-. Bueno, da igual. Si no los tengo yo a mano, puedes ir y pedirlos en la enfermería. Está al fondo del campamento. Para que esté más cerca de la aldea de la selva.
               -Ah, qué bien.
               -Vale, veo que te has puesto todas las vacunas, y no sólo las obligatorias… chico listo. ¿Enfermedades de transmisión sexual tienes?
               -¿Perdón?
               -Son preguntas rutinarias.
               -Tengo novia.
               -Te sorprendería la cantidad de gente que viene aquí con novia y a los nueve meses de irse hay por aquí algún niño paseándose clavadito a ellos-dijo, poniendo los ojos en blanco-. También tienes preservativos en la enfermería. Son gratuitos, pero sólo puedes coger dos por semana.
               -Será coña. Dos no me dan ni para tres horas-dije, y Mbatha levantó la ceja.
               -¿Tú no tenías novia?
               -Sí, o sea… quiero decir, si os preocupa la natalidad, igual no deberíais poner un límite que le costaría cumplir hasta una monja. Digo yo.
               -Nuestros recursos son limitados-suspiró-. Créeme que si por mí fuera tendríamos orgías de continuo, pero…
               Kebe carraspeó y Mbatha se puso colorada.
               -Bueno, eso son cosas que igual deberías discutir con Valeria cuando ella vuelva. ¿Has terminado con los formularios? Genial… mañana te daremos la chapa identificativa. No te preocupes, es para facilitarte el tránsito por la zona. Supongo que ya habrás visto a los guardias. Tranquilo, son inofensivos con los voluntarios. Claro que si pretendes salir de aquí con un trozo de marfil o algo, yo de ti me preocuparía. ¡En fin! Has tenido un viaje muy largo, así que te dejaremos descansar antes de enseñártelo todo. Kebe te enseñará los baños de camino a tu cabaña. Es la número 26.
               La número 26. El cumpleaños de Sabrae.
               -Servimos la cena a las 8 en el comedor principal-sonrió Mbatha de la que cogía mis cosas-. ¡Bienvenido a Nechisar, Alec!
               -Gracias.
               Creo.
               Procuré no pensar mucho en el hecho de que no había baños privados en las cabañas cuando Kebe me los enseñó. Estaba demasiado cansado como para detenerme demasiado en ese detallito. Francamente, ahora que me había dado por fin el bajón por el viaje, sólo quería meterme en la cama y no despertarme en… no sé.
               ¿Un año?
               Kebe se detuvo ante la puerta de la cabaña y la golpeó con el puño.
               -¡Luca!-llamó-. ¡Mbatha ha sido muy clara con el tema del pestillo! ¡Sólo durante la noche! ¡Abre! ¡Tu compañero ha llegado!
               Se escuchó ruido al otro lado de la puerta, con los grandes ventanales de la cabaña tapados por los estores que impedían la entrada de luz solar. Kebe golpeó con más violencia la puerta.
               -¡LUCA!-bramó, y justo cuando iba a golpearla de nuevo, la puerta se abrió de golpe y una chica rubia salió disparada corriendo, envuelta en una sábana y con el pelo ondeando al viento con violencia.
               -Ma, ¿qué es esto?-protestó un chico de tez olivácea, ojos verdes y pelo negro y rizoso cuya mano giró en un mandoble perfecto terminado en el gesto universalmente italiano del pellizco-. ¿Es que uno ya no puede ni complacer a una dama sin que le apuren para que termine?
               -Odalis tenía tarea. Y también. Como Valeria se entere de que has vuelto a incumplir el horario.
               -Sólo oigo siempre Valeria esto, Valeria lo otro, nunca los elefantes esto, los elefantes lo otro. Yo vine aquí para salvar a los elefantes, no para salvar a Valeria. ¡Bah!-protestó, entrando en la cabaña y agitando la mano en el aire-. Cazzi! Ma che cosa… ni que hubiera matado al Papa-empezó a protestar en italiano.
               Kebe puso los ojos en blanco y me miró.
               -Es buen chaval. Te acostumbrarás a él. Os dejo para que os vayáis conociendo.
               -Siempre las normas, siempre, siempre, siempre las normas. Uno no puede ni divertirse. Trabaja como un mulo, como eso trabaja uno, y aun así, no le dan ni medio minuto para pasárselo bien. No sabía que hubiera vuelto la esclavitud-escupió por encima del hombro-. Seguro que os estáis vengando por todo lo que mis ancestros le hicieron a los vuestros. Como si yo tuviera culpa… Presto! Tú debes de ser mi compañero-dijo, extendiendo la mano y dedicándome una sonrisa flamante. Parpadeó ante la diferencia de altura, pero no se amedrentó-. Ya creía que te habías rajado. Luca Ferragioli, para servirte. En todo, menos en lo de los preservativos. No sé si te habrán dicho lo de la cuota semanal… así no hay quien se lo pase bien.
               -Estoy al tanto, créeme. Y a mi novia le habría encantado que me hubiera rajado, pero… aquí estoy. Alec Whitelaw.
               -Perdona el numerito, Álex. Me dijeron que llegarías más tarde y, bueno, pensé en aprovechar mientras podía…
               -Alec-dije.
               -¿Qué?
               -Que es Alec. Con C.
               -Ma scusa, abbiamo molte di Al… Ay, disculpa.
               -Niente. Parlo italiano como se fosse la mia lingua.
               -Che cossa!-celebró, sonriente-. ¿Has estado en Italia?
               -Una semana, este verano. Pero escucho mucha música. Ahora es cuando te digo que me encanta Maneskin y nos hacemos súper colegas.
               -Ma che peccato-protestó, negando con la cabeza-. Tienes que pasar mínimo un año sólo para conocer Roma.
               -Vi lo suficiente como para que me dieran ganas de volver. Y también a gente.
               -Tenemos las mujeres más bellas de toda la galaxia-dijo, dejándose caer en su cama revuelta. Recogí un trapo del suelo que claramente eran unas bragas.
               -¿Tu amiga también es italiana?
               -¿Odalis? Qué va. Noruega. Hay que practicare cuantos más idiomas, mejor.
               -¿Conmigo aquí?-me reí.
               -Intentaré no meterme.
               -Tranqui, tío. Esta era tu cabaña antes que mía, así que yo me adapto a  ti.
               -No te molestaré.
               -Tío, si me hubieras pillado hace unos meses, me habría encantado esta bienvenida-respondí, tirándole las bragas. Las cogió al vuelo y se rió.
               -¿Qué pasó en estos meses?
               No pude evitar sonreír. Qué no había pasado.
               -¡Oh! Una ragazza!
               -Siempre son ragazzi, ¿no?
               -¿Cómo se llama?
               -Sabrae-dije.
               -Sabrae-repitió, paladeando su nombre-. Suena a templo de amor-ronroneó, alargando la R final. Me empecé a descojonar.
               -Yo no podría haberlo descrito mejor.
               Así me sentía yo estando con ella.
               -Hay que llevarla a Roma-me urgió.
               -Ya lo hice. Fui con ella y mi hermana y una amiga de mi hermana.
               -¿Y cómo se llama tu hermana?
               -Mary. Bueno, la llamamos Mimi.
               -¿Y está soltera?-preguntó. No perdía el tiempo, el tío.
               -¡Tío! Hay que ver cómo sois los putos italianos. ¡Que me acabas de conocer! ¿Y ya quieres que te presente a mi hermana?
               -Quiero que triunfe conmigo igual que tú lo has hecho con Sabrae, Alecssssssssssssss-siseó, riéndose. Puse los ojos en blanco.
               -Cuidado, espagueti. No quieres empezar mal.
               -¿Y de dónde eres, Alecsssssssss?-preguntó, colgándose de mi cama mientras yo dejaba las cosas sobre ella.
               -Inglaterra. Aunque mi familia es de Grecia.
               -Oh, Grecia. Un país bello, bellissimo.
               -¿De Inglaterra no dices nada?-me burlé.
               -No quiero faltarte al respeto nada más conocerte. Tienes pinta de dar hostias como panes.
               Me descojoné de nuevo.
               -Sí, la verdad es que me defiendo bastante bien.
               -Eso te vendrá bien aquí. Muchos de los chicos creen que lo más peligroso que hay por aquí son los leones, pero si vieras a algunas de las mujeres, te lo pensarías dos veces antes de ir al comedor…
               Como si la hubiera invocado, la puerta de nuestra cabaña se abrió de par en par, y una chica de pelo castaño apareció en la puerta como un auténtico ciclón.
               -¡Tú!-bramó-. ¡Sucio cerdo hijo de puta! ¡Así que estabas limpio, ¿eh?! ¡Sólo ibas a follar conmigo y te mantendrías lejos de las demás! ¡¡Como coja algo por tu culpa, te juro que…!!
               -Amore, amore, amore-ronroneó Luca, poniéndole las manos sobre los brazos a la chica para que dejara de golpearlo-. No querrás causar una mala primera impresión delante de mi compañero, ¿verdad?
               -Me importa una mierda tu…-respondió, girándose, dispuesta a matarme a mí también si era preciso. Los dos nos pusimos pálidos. Ella, por no haberme visto. Y yo, por no haberla reconocido.
               Claro que en mi defensa diré que yo nunca la había escuchado hablando en inglés… sólo en griego.
               -¿Alec?
               -¿Perséfone?
 
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2 comentarios:

  1. ESTOY QUE ME SUBO POR LAS PAREDES TENGO MUCHAS COSAS QUE COMENTAR
    - Primero de todo, yo no aguanto viendo a Sabrae sufriendo así todo el voluntariado ósea con lo de “La única que acababa de empezar una pesadilla era yo” te has pasado. Como te gusta hacer sufrir a tus personajes.
    - No sé si te lo había dicho alguna vez, pero me encantan los capítulos en los que vas intercalando la narración de los dos.
    - Cada vez que leo “Es dorado, es líquido, se mueve y está vivo” me dan ganas de tirarme por la ventana.
    - Estoy deseando ver como se desarrolla la amistad de Mimi y Sabrae.
    - Me ha encantado que Scott se haya quedado en casa para estar con Sabrae, la conversación que han tenido, cuando les ha comparado con Tommy y él…
    - Todo el momento Shasha hacker ha sido una autentica FANTASÍA.
    - Scott y Eleanor no queriendo cantar en Paris el contenido que merezco.
    - Cuando ha empezado a narrar Alec me has matado osea de verdad deja de hacerles sufrir tanto por favor te lo pido.
    - Con la sorpresa de Shasha en el ipod lloro lloro y luego lloro un poquito más.
    - Alec pensando “Mi cuñadita la hacker” me ha puesto MUY tiernita.
    - He adorado cuando se han puesto a hablar por las cámaras del aeropuerto. “WIFEY?”
    - El momento Alec llegando al campamento con lo de los soldados, que no se puede fumar, lo de los condones… que puta risa.
    - Que la cabaña de Alec sea la 26 necesario la verdad.
    - Y bueno, he necesitado un total de dos frases para adorar a Luca “Sólo oigo Valeria esto, Valeria lo otro, nunca los elefantes esto, los elefantes lo otro. Yo vine aquí para salvar a los elefantes no para salvar a Valeria.” JAJAJAJAJAJAJ ES QUE ME DESCOJONO. Y bueno sino haces que Perséfone acabe con él haz que acabe con Bey o Mimi por favor te lo pido.
    - Y ESE FINAL?????? SALTÉ DE LA CAMA CUANDO LO LEÍ OSEA MENUDO PLOTWIST MENUDA FANTASÍA Y MENUDO TODO. Encima es que empecé el capítulo expectante por el final por lo que dijiste, pero se me había olvidado leyendo el cap entonces cuándo he llegado al final ha sido maravilloso.

    Me ha encantado el capítulo, hemos podido ver un poco cómo va a ser el voluntariado, personajes nuevos (y no tan nuevos pero de los que estoy deseando ver más), que se viene un año muy duro para los dos (pero especialmente para Sabrae)… estoy con muchísimas ganas de lo que se viene la verdad.

    NECESITO EL SIGUIENTE CAPÍTULO YA DE YA ERI!!! <3

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  2. Bueno voy a empezar a comentar sobre este CAPÍTULO DEL DEMONIO diciendo que me ha hecho mil gracia la aversión de Scott por los franceses. I feel you mi niño.

    Por otro lado he muerto con mi pobre bebé llorando en el avión y he resucitado con la escena del aeropuerto. Hay que tener un cerebro gordísimo para inventar algo así señora. Me ha encantado que se hayan puesto a comunicarse así de verdad me ha parecido tierno y a la vez me ha dado tanta penica que casi he llorado.

    Y hablando de llorar lo de Saab no queriendo dormir me ha partido en dos. Este párrafo;
    “Cuanto más tarde en dormirme, menos días me quedarán por delante. Y no creo que pueda sobrevivir a trescientos sesenta y cuatro días. Estoy bastante segura de que no podré. En cambio, con trescientos sesenta y tres o trescientos sesenta y dos… puede que tenga una oportunidad. Por eso no puedo irme a la cama. Porque si lo hago, el día se acabará. Y hoy es lo último que tengo de Alec.”

    Me ha traído lagrimas a los ojos literalmente y encima mencionando a Scott también llorando lo has acabado de joder para mí. No se como aguantaré sin llorar todos los capítulos lacrimógenos que quedan hasta que se reencuentren.

    *mencion especial al párrafo de: “Alec no es tu Tommy-dijo por fin, y yo lo miré en la oscuridad-. Yo no aguantaría un año sin Tommy. Tú sí vas a aguantar un año sin Alec. Eres más fuerte que yo. Y Alec es más fuerte que Tommy” PORQUE SCOMMY FOREVER.

    Bueno y ahora termino el comentario cagandome en todos tus ascentros mala pécora resabida porque LO DE PENÉLOPE NO LO VI VENIR NI UN POCO Y HAY Q SER ZORRA PARA DEJAR UN CLIFFHANGER ASÍ.

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