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Después de todo, Alec iba a tener razón: yo era una diosa. Era la única explicación que le encontraba a que el mundo se hubiera detenido y, aun así, todo en mi habitación se mantuviera intacto: la ropa, mis libros, la cómoda, la silla colgante, la cama. La cama en la que había otro dios que me ayudaba a mantener a raya la destrucción a mi alrededor. No sabía si el mundo continuaba más allá de las paredes o la ventana de mi cuarto, pero la verdad es que no me importaba tampoco.
Lo único que me importaba en ese momento era la sensación de electricidad que notaba en cada poro de mi piel. ¿Siempre había sido así cuando tenía a Alec cerca, o era porque no me esperaba disfrutarlo después de tanto tiempo? Ni siquiera parecía real. Seguro que no lo era. No, no podía serlo; sí, seguro que me lo estaba imaginando. Seguro que estaba dormida en el sofá del salón de su casa, con la cara pegada a los cojines empapados, y sólo estaba soñando con él porque su casa olía irremediablemente a él y a lo feliz que había sido entre sus cuatro paredes, y…
Alec empezó a respirar con fuerza, como si se estuviera conteniendo para no abalanzarse sobre mí y cantarme las cuarenta, y entonces yo recapitulé mi día: el desayuno desganado, la partida de Shasha nada más llegaron mis amigas, la visita al despacho de Fiorella, la conversación con ella, el camino de vuelta a casa…
¿No subes a cambiarte? ¿Le pasa algo a tu móvil? Entonces deberías subir a cargarlo. ¿Por qué no subes a cambiarte?
Me ayudarás con lacena siempre y cuando te cambies, señorita.
Sube. Sube. Sube. Eso me habían dicho mis padres. Lo que se habían callado era que iba a subir al cielo, y no a mi habitación. Y que mi rey, mi sol, mi dios, estaba esperándome allí. En el único rincón en el que había sido auténticamente suya y del todo feliz, donde no había tenido miedo ni inseguridades ni desconfianza de nada más que de lo que pudiera quitármelo. Donde le había visto desnudo por primera vez, y me había desnudado para él por primera vez, y nos habíamos hecho el amor de una forma tan suave que resultaba incluso dolorosa.
En los sueños, apareces en un lugar sin ser capaz de decir cómo habías llegado hasta allí; eras producto de una generación espontánea, de teletransporte. Sin embargo, yo era capaz de desandar mis pasos hasta el punto en el que Alec me había llamado por teléfono, hacía ya casi un mes, y me había confesado un pecado imperdonable que resultó no ser cosa suya.
Lo enfoqué de nuevo, su piel morena, besada por el sol; su pelo más rubio de lo que se lo había visto nunca, con las puntas prácticamente quemadas, un poco más largo desde la última vez que había pasado los dedos por él; sus manos más curtidas, sus brazos más musculosos, su ceño fruncido.
Joder. Está aquí de verdad.
Me estaba taladrando con la mirada, esperando que yo saliera de mi trance para lanzarse a por mí con la fiereza de un león ansioso por defender a su clan.
Joder. Estaba preciosa. Incluso con la boca abierta como un pececillo, incluso con los ojos como platos, saltones igual que los de algunos de los animales con que nos habíamos cruzado durante nuestras expediciones, incluso con el pelo pegado a la piel en la nuca, con un poco menos de volumen a que me tenía acostumbrado por la cantidad de veces que se había pasado las manos por la melena para tratar de apartársela de la cara. Y, aun así, resplandecía igual que una estrella recién nacida, de esas que quieren eclipsar a las demás con sus ganas de brillar: tenía los ojos más luminosos de lo que los recordaba, el pelo más oscuro, más pecas en la nariz, más curvas en la silueta y más chocolate en la piel.
Ni Miss Universo sería capaz de competir con ella. ¿Y creía que Perséfone tenía posibilidades conmigo? Por Dios bendito. Mírate, bombón. Míranos.
No te voy a engañar: a cada segundo que pasaba, me cabreaba más y más con ella, porque me daba cuenta de lo impresionante que era y las ganas que tenía de pasar el resto de mi vida a su lado, y de la suya con ella al mío, y sellar por fin ese destino que nos habíamos prometido antes de que yo me marchara. Que tuviera que venir a pelearme con ella porque era incapaz de ver que daría lo que fuera por estar a su lado, que renunciaría a todo, y que encima fuera porque pensaba que había otras mejores que ella o con las que yo prefiriera estar… BUF. Me ponía negro. En serio. Tenía el campo de visión rodeado de una aureola roja que palpitaba al ritmo de mi corazón.
Y aun así, era capaz de apreciar cada detalle que la componía. Sus rizos, sus ojos, su nariz, su boca, su cuello, sus pechos, sus caderas, sus piernas y los tobillos. ¿Había perdido peso? Parecía más delgada. No está comiendo.
Y me cabreé más al pensar que yo le estaba haciendo todo eso. La estaba poniendo a saltar de un lado para otro en un anillo de fuego y me sorprendía de que le salieran ampollas allí donde casi le alcanzaban las llamas.
Tú sí que no te la mereces, tío. No importa los aviones que cojas, el tiempo que la esperes, la distancia que recorras, las cartas que le escribas o los orgasmos que le des, dijeron las voces en mi cabeza, y yo no pude evitar sonreír. ¿Ah, sí? Si no me la merecía, ¿por qué, de todos los chicos que había en el mundo, Sabrae me había elegido a mí? Quizá no se tratara de los méritos que cada uno hiciera para estar a la altura del otro, sino de la cadena de casualidades que nos había llevado a estar juntos. Puede que yo no pudiera hacer nada para que ella quisiera estar conmigo o no, sino que dependiera de una valoración que sólo ella podía hacer, igual que me pasaba a mí. Mi destino estaba en sus manos, y el de ella en las mías. De eso se trataba estar enamorados y querer estar juntos: de considerarnos suficientes el uno para el otro y caminar en la misma dirección. De mirarnos y saber qué pensábamos sin necesitar decirlo en voz alta. De no dudar en coger aviones, chuparnos nueve horas de vuelo a cambio de una hora viéndola. Joder, volaría durante 24 horas seguidas sin problema si supiera que iba a verla aunque fueran diez minutos. ¿Estar dispuesto a eso no me hacía merecérmela?
¿Y saber que ella jamás había dudado de que conseguiría lo que me propusiera como sí había pasado con Perséfone no la hacía merecedora de mi amor? No me jodas. Si no estábamos hechos el uno para el otro, no sabía quién podía estarlo.
Además, si no me la mereciera, ¿podría hacer esto?
Ven, dije en mi cabeza, imaginándome que cogía el lazo dorado que nos unía, que jugueteó entre mis dedos, y tiraba suavemente de él.
Y Sabrae salvó la distancia que nos separaba de dos zancadas rapidísimas, saliendo de su trance como una gacela que intuye un guepardo entre la hierba, más allá, y se abalanzó sobre mí.
Dos lobos que luchaban dentro de mí. Yin y yang. Una batalla tan antigua como el mundo, la que había enfrentado a sol y luna, a noche y día, a mar y tierra, a cielo e infierno. Y, entonces, la eternidad: las estrellas, el amanecer, la playa, el limbo. Un paraíso del que jamás serían capaces de echarme.
Ve con él, instó una voz por encima de la cacofonía de los gritos de “es imposible que esté aquí” y “no puedes estar imaginándote esto”. Me hice consciente de nuevo de mi cuerpo, de la potencia que tenía en unos músculos que había dejado de utilizar durante demasiado tiempo, de lo intenso que podía ser el vínculo que me unía a Alec cuando los dos estábamos juntos, y más aún a solas, y todavía más en una habitación.
Ve con él, me había dicho mi cabeza, y lo siguiente que recuerdo es que estaba sobre él, prácticamente me había abalanzado sobre mi novio, que era imposible que hubiera venido desde tan lejos para echarme la bronca, y sin embargo era algo tan típico de él que… no podía creérmelo. En serio, no podía. Y, con todo, no lo cuestionaba lo más mínimo; era algo imposible para todos salvo para Alec. Si había alguien que pudiera coger un avión sin dudar para echarme la bronca, ése era él. Si había alguien que pudiera hacerme sentirlo al otro lado del planeta, ése era él. Si había alguien que pudiera ver el vínculo que le unía a la chica que le gustaba, ése era él.
Es broma, sol.