jueves, 23 de febrero de 2023

Cereza.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Scott me había dicho una vez que, si el mundo se detuviera de repente, nadie se percataría, porque nadie continuaría existiendo: el propio aire nos aplastaría, destruyendo edificios, materia orgánica e inorgánica por igual, convirtiendo los océanos en muros de kilómetros de altura y haciendo de todas las maravillas que había construido la humanidad durante milenios indistinguibles de las huellas que quedaran de los desiertos.
               Después de todo, Alec iba a tener razón: yo era una diosa. Era la única explicación que le encontraba a que el mundo se hubiera detenido y, aun así, todo en mi habitación se mantuviera intacto: la ropa, mis libros, la cómoda, la silla colgante, la cama. La cama en la que había otro dios que me ayudaba a mantener a raya la destrucción a mi alrededor. No sabía si el mundo continuaba más allá de las paredes o la ventana de mi cuarto, pero la verdad es que no me importaba tampoco.
               Lo único que me importaba en ese momento era la sensación de electricidad que notaba en cada poro de mi piel. ¿Siempre había sido así cuando tenía a Alec cerca, o era porque no me esperaba disfrutarlo después de tanto tiempo? Ni siquiera parecía real. Seguro que no lo era. No, no podía serlo; sí, seguro que me lo estaba imaginando. Seguro que estaba dormida en el sofá del salón de su casa, con la cara pegada a los cojines empapados, y sólo estaba soñando con él porque su casa olía irremediablemente a él y a lo feliz que había sido entre sus cuatro paredes, y…
               Alec empezó a respirar con fuerza, como si se estuviera conteniendo para no abalanzarse sobre mí y cantarme las cuarenta, y entonces yo recapitulé mi día: el desayuno desganado, la partida de Shasha nada más llegaron mis amigas, la visita al despacho de Fiorella, la conversación con ella, el camino de vuelta a casa…
               ¿No subes a cambiarte? ¿Le pasa algo a tu móvil? Entonces deberías subir a cargarlo. ¿Por qué no subes a cambiarte?
               Me ayudarás con lacena siempre y cuando te cambies, señorita.
               Sube. Sube. Sube. Eso me habían dicho mis padres. Lo que se habían callado era que iba a subir al cielo, y no a mi habitación. Y que mi rey, mi sol, mi dios, estaba esperándome allí. En el único rincón en el que había sido auténticamente suya y del todo feliz, donde no había tenido miedo ni inseguridades ni desconfianza de nada más que de lo que pudiera quitármelo. Donde le había visto desnudo por primera vez, y me había desnudado para él por primera vez, y nos habíamos hecho el amor de una forma tan suave que resultaba incluso dolorosa.
               En los sueños, apareces en un lugar sin ser capaz de decir cómo habías llegado hasta allí; eras producto de una generación espontánea, de teletransporte. Sin embargo, yo era capaz de desandar mis pasos hasta el punto en el que Alec me había llamado por teléfono, hacía ya casi un mes, y me había confesado un pecado imperdonable que resultó no ser cosa suya.
               Lo enfoqué de nuevo, su piel morena, besada por el sol; su pelo más rubio de lo que se lo había visto nunca, con las puntas prácticamente quemadas, un poco más largo desde la última vez que había pasado los dedos por él; sus manos más curtidas, sus brazos más musculosos, su ceño fruncido.
               Joder. Está aquí de verdad.
               Me estaba taladrando con la mirada, esperando que yo saliera de mi trance para lanzarse a por mí con la fiereza de un león ansioso por defender a su clan.
 
 
Llevaba un vestido rojo de topos de cuya falda me acordaba perfectamente. Se le ceñía el talle a la cintura y le caía suelto por las piernas de forma que apenas podías apreciar su culo salvo que ella te lo quisiera enseñar, y ella lo había hecho un montón de veces.
               Joder. Estaba preciosa. Incluso con la boca abierta como un pececillo, incluso con los ojos como platos, saltones igual que los de algunos de los animales con que nos habíamos cruzado durante nuestras expediciones, incluso con el pelo pegado a la piel en la nuca, con un poco menos de volumen a que me tenía acostumbrado por la cantidad de veces que se había pasado las manos por la melena para tratar de apartársela de la cara. Y, aun así, resplandecía igual que una estrella recién nacida, de esas que quieren eclipsar a las demás con sus ganas de brillar: tenía los ojos más luminosos de lo que los recordaba, el pelo más oscuro, más pecas en la nariz, más curvas en la silueta y más chocolate en la piel.
               Ni Miss Universo sería capaz de competir con ella. ¿Y creía que Perséfone tenía posibilidades conmigo? Por Dios bendito. Mírate, bombón. Míranos.
               No te voy a engañar: a cada segundo que pasaba, me cabreaba más y más con ella, porque me daba cuenta de lo impresionante que era y las ganas que tenía de pasar el resto de mi vida a su lado, y de la suya con ella al mío, y sellar por fin ese destino que nos habíamos prometido antes de que yo me marchara. Que tuviera que venir a pelearme con ella porque era incapaz de ver que daría lo que fuera por estar a su lado, que renunciaría a todo, y que encima fuera porque pensaba que había otras mejores que ella o con las que yo prefiriera estar… BUF. Me ponía negro. En serio. Tenía el campo de visión rodeado de una aureola roja que palpitaba al ritmo de mi corazón.
               Y aun así, era capaz de apreciar cada detalle que la componía. Sus rizos, sus ojos, su nariz, su boca, su cuello, sus pechos, sus caderas, sus piernas y los tobillos. ¿Había perdido peso? Parecía más delgada. No está comiendo.
               Y me cabreé más al pensar que yo le estaba haciendo todo eso. La estaba poniendo a saltar de un lado para otro en un anillo de fuego y me sorprendía de que le salieran ampollas allí donde casi le alcanzaban las llamas.
                Tú sí que no te la mereces, tío. No importa los aviones que cojas, el tiempo que la esperes, la distancia que recorras, las cartas que le escribas o los orgasmos que le des, dijeron las voces en mi cabeza, y yo no pude evitar sonreír. ¿Ah, sí? Si no me la merecía, ¿por qué, de todos los chicos que había en el mundo, Sabrae me había elegido a mí? Quizá no se tratara de los méritos que cada uno hiciera para estar a la altura del otro, sino de la cadena de casualidades que nos había llevado a estar juntos. Puede que yo no pudiera hacer nada para que ella quisiera estar conmigo o no, sino que dependiera de una valoración que sólo ella podía hacer, igual que me pasaba a mí. Mi destino estaba en sus manos, y el de ella en las mías. De eso se trataba estar enamorados y querer estar juntos: de considerarnos suficientes el uno para el otro y caminar en la misma dirección. De mirarnos y saber qué pensábamos sin necesitar decirlo en voz alta. De no dudar en coger aviones, chuparnos nueve horas de vuelo a cambio de una hora viéndola. Joder, volaría durante 24 horas seguidas sin problema si supiera que iba a verla aunque fueran diez minutos. ¿Estar dispuesto a eso no me hacía merecérmela?
               ¿Y saber que ella jamás había dudado de que conseguiría lo que me propusiera como sí había pasado con Perséfone no la hacía merecedora de mi amor? No me jodas. Si no estábamos hechos el uno para el otro, no sabía quién podía estarlo.
               Además, si no me la mereciera, ¿podría hacer esto?
               Ven, dije en mi cabeza, imaginándome que cogía el lazo dorado que nos unía, que jugueteó entre mis dedos, y tiraba suavemente de él.
               Y Sabrae salvó la distancia que nos separaba de dos zancadas rapidísimas, saliendo de su trance como una gacela que intuye un guepardo entre la hierba, más allá, y se abalanzó sobre mí.
 
 
Dentro de mi cabeza había una discusión entre dos fuerzas enfrentadas, una que gritaba que era imposible que Alec estuviera allí, que a la fuerza tenía que estar inventándolo, y otra que aseguraba que no era capaz de imaginármelo así. Ya no sólo por los cambios que había procesado a duras penas, que se marcaban en su piel como las líneas de un boceto sobre el cuadro definitivo, el carboncillo intuyéndose intuyéndose a medias entre las pinceladas; sino por el nivel de detalle con que lo había diseñado.
               Dos lobos que luchaban dentro de mí. Yin y yang. Una batalla tan antigua como el mundo, la que había enfrentado a sol y luna, a noche y día, a mar y tierra, a cielo e infierno. Y, entonces, la eternidad: las estrellas, el amanecer, la playa, el limbo. Un paraíso del que jamás serían capaces de echarme.
               Ve con él, instó una voz por encima de la cacofonía de los gritos de “es imposible que esté aquí” y “no puedes estar imaginándote esto”. Me hice consciente de nuevo de mi cuerpo, de la potencia que tenía en unos músculos que había dejado de utilizar durante demasiado tiempo, de lo intenso que podía ser el vínculo que me unía a Alec cuando los dos estábamos juntos, y más aún a solas, y todavía más en una habitación.
               Ve con él, me había dicho mi cabeza, y lo siguiente que recuerdo es que estaba sobre él, prácticamente me había abalanzado sobre mi novio, que era imposible que hubiera venido desde tan lejos para echarme la bronca, y sin embargo era algo tan típico de él que… no podía creérmelo. En serio, no podía. Y, con todo, no lo cuestionaba lo más mínimo; era  algo imposible para todos salvo para Alec. Si había alguien que pudiera coger un avión sin dudar para echarme la bronca, ése era él. Si había alguien que pudiera hacerme sentirlo al otro lado del planeta, ése era él. Si había alguien que pudiera ver el vínculo que le unía a la chica que le gustaba, ése era él.
 
 
Sabrae, por el amor de Dios. No “me gustas”. Estoy ENAMORADO DE TI. ¿Cuántos gestos grandiosos tengo que hacer para que te empieces a referir a ti misma como te mereces, eh?
 
 
Mm, no sé, ¿hay algún tope?
               Es broma, sol.

domingo, 19 de febrero de 2023

Chile dulce.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Si el sonido de un teléfono de madrugada ya suele ser mala señal en una casa, imagínate en mitad de la jungla, donde es el único que hay a kilómetros a la redonda, donde el acceso al mismo está restringido para llamadas que, bueno, perfectamente suelen ser por la mañana.
               Normalmente el destinatario de esa llamada tenía el consuelo de que no se escuchara su nombre entre el barullo de voces dando instrucciones o cuerpos trabajando, pero la noche le pertenecía a los depredadores, y estos eran tan silenciosos que dejaban que las malas noticias retumbaran como lejanos tambores de guerra.
               Los de la madrugada no tenían tanta suerte. Aunque las desgracias nunca se fijan en el ángulo de las agujas del reloj, que un teléfono te sacara de la cama parecía ser más grave que el que te sacara de tus labores. Por eso todos abríamos los ojos de a una, quedándonos quietos en la cama unos segundos antes de mirar a nuestros compañeros de cabaña y confirmar que no lo estábamos soñando. Y, cuando lo hacíamos, tocaba levantarse y salir hacia la oficina. Le lancé los pantalones a Luca, que me los había tirado justo antes de quedarse frito, y me puse los míos antes de salir. Con los pies descalzos del italiano siguiendo las huellas de los míos, bajé los escalones de la cabaña y me uní a la procesión fantasmal que se veía atraída por el teléfono como un séquito de marineros extraviados ante un canto de sirena que sabían que acabaría con sus vidas, pero al que no eran capaces de resistirse.
               Nadie dijo nada en el larguísimo minuto en que el teléfono estuvo sonando, la tensión entre nosotros creciendo con cada timbrazo. Si era algo tan urgente que no podía esperar a despertar a quien fuera el encargado de responder, por fuerza tenía que ser malo. Nuestras cabezas se giraron al unísono como las de una manada de cebras que observan cómo un guepardo le da caza a una gacela cuando Valeria atravesó el patio del campamento, introdujo la llave de su oficina en la cerradura, y entró corriendo en el interior.
               Los timbrazos dejaron de sonar y me di cuenta de que estábamos aguantando la respiración, unidos en una sincronía que no tenía nada que envidiar a la de las bandadas de pájaros que atravesaban medio mundo para encontrar aires más cálidos en invierno o las de los peces que se defendían de los depredadores convirtiéndose en un solo bloque. En nuestras cabezas retumbaba un coro de plegarias silenciosas que, sin embargo, no fueron lo suficientemente efectivas: Valeria salió con el semblante igual de sombrío como lo habíamos anticipado todos. Varios de mis compañeros tomaron aire sonoramente; yo no fui uno de esos. A pesar de que era incapaz de retener mi nerviosismo, tenía la certeza de que no diría mi nombre. Mis llamadas con Sabrae se habían dado por terminadas; nos habíamos prometido que no volveríamos a oírnos hablar hasta que no volviéramos a estar juntos, así que yo no esperaba que fuera mi nombre el que hubieran pronunciado al otro lado de la línea.
               Aun así, estaba intranquilo. Después de todo, no es agradable que te despierten en medio de la noche y te den una mala noticia delante de una familia que has adquirido hace apenas un mes. Todavía no teníamos la suficiente confianza como para rompernos sin problema delante de un grupo tan grande de personas, con algunas de las cuales sólo coincidíamos a la hora de comer. Fuera quien fuera al que reclamaran, lo sentiría por él y sería de los primeros en ofrecerle mi apoyo. La fría distancia que había entre mis nulas posibilidades de ser reclamado y las de los demás hacía que se me diera la vuelta el estómago, pero no por mí, sino por ellos: se merecían estar aquí de pie y preocuparse por sus compañeros en lugar de por sí mismos.
               Y entonces Valeria clavó los ojos en mí.
               Y dijo mi nombre.
               -Alec.

martes, 14 de febrero de 2023

Miel picante.


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El viaje en avión de vuelta a casa había sido todo lo que yo no me había esperado que fuera cuando me había encontrado en la misma situación días atrás. Era como si hubiera desarrollado un nuevo miedo a volar que poco tenía que ver con lo surrealista que era que varias toneladas de metal flotaran en el aire sin nada sólido que las sostuviera, las nulas posibilidades de supervivencia si algo salía mal, o el malestar que te producía el estar lejos de tu elemento: eras un animal diseñado para estar en la tierra, el cielo no es lo tuyo. Supongo que por eso me había terminado despertando del sueño que era estar con Alec sin remordimientos.
               No, la verdad es que mis ganas de vomitar no tenían nada que ver ni con la fobia a volar que yo aún no había desarrollado (o que puede que hubiera superado durante mi infancia sin yo saberlo), ni con la comida del aeropuerto o del avión, de la que yo de todos modos había probado bocado. No; tenía el estómago cerrado porque sabía que, cuanto más me alejaba del espacio aéreo estadounidense, más me alejaba de ese oasis del que había hablado Scott, un oasis en el que yo había podido estar relativamente tranquila y posponer mis decisiones. Si no era capaz de comer y miraba las nubes con nostalgia por lo intangibles que eran (algo tan esponjoso de seguro no tenía responsabilidades, ni tampoco era lo suficientemente denso como para poder sentir dolor) era porque cada minuto, cada segundo, me acercaba más a mi país, en el que pronto me estaría esperando una carta de mi novio, al que yo no sabría qué decirle, ni tampoco cómo.
               Lo último que quería era romper con él, de veras que sí. Sabía que con todas las promesas que nos habíamos hecho, con lo mal que lo habíamos pasado, con lo mal que lo había pasado él creyendo que me había hecho daño, no era justo que ahora renunciara a lo que teníamos cuando apenas habíamos tenido que empezar a luchar por nosotros. Si mientras trastabillábamos en el camino había creído que estábamos sorteando balas, ahora que me veía en un auténtico fuego cruzado no hacía sino echar de menos el dolor que habíamos compartido antes, porque al menos era de ambos y al menos nos habíamos sanado el uno al otro. Ahora era distinto: ahora era yo la que tenía un puñal en mis manos y la que debía decidir si sacrificaba nuestra relación por una felicidad de Alec de la que yo no iba a disfrutar. Una felicidad que sólo llegaría si yo me haría el harakiri. Tenía que alejarme de él por su bien, pero… no podía. Es que no podía. Es que no veía la manera de haberle prometido tanto, de haberle hecho soñar con un futuro que era de ambos y que a él le encantaba, que veía como idílico, y ahora quitárselo porque simplemente… ¿qué? ¿Se me había despejado la niebla mental y me había dado cuenta de que lo que compartíamos no podía continuar porque mis esfuerzos jamás serían suficientes?
               Creo que todo sería mucho más soportable y más fácil si yo hubiera dejado de quererle. No era tan estúpida como para creer que podría tener la inmensa suerte de que otro chico se cruzara en mi camino y me hiciera tener dudas de que lo que sentía por Alec era lo más fuerte que iba a experimentar en mi vida, porque, igual que él me juraba que le pasaba conmigo, yo ya no veía a ningún otro hombre desde que él había entrado en mi vida. Aunque debo decir que eso no tenía ningún mérito: era bueno, generoso, inteligente, divertido, sensible, guapo, y siempre me ponía por encima de sus necesidades (por eso, precisamente, nos habíamos metido en este lío; porque él se estaba conformando conmigo); y todo eso lo hacía de una manera tan soberbia que ningún otro podría igualarle. No es que no hubiera ningún otro chico capaz de reunir sus mismas cualidades y superarlo: es que no había ningún otro chico que lo superara en ninguna de ellas por separado. Así que sólo podía aferrarme a la idea de que algo dentro mí se estropeara y yo saliera de su embrujo, pero sabía que eso no iba a pasar. No iba a pasar nunca y yo… yo tenía que encontrar la manera de que Alec aceptara mi decisión, se diera cuenta de que era por su bien y siguiera adelante. No necesitaba un ancla, sino viento con el que desplegar sus alas.
               La comparación del oasis de Scott había sido muy bonita y todo eso, pero Alec no era una travesía en el desierto; Alec era una isla que necesitaba un mar de color turquesa a su alrededor, y no la sequía que era yo. Yo no había sido capaz de darle el perdón incondicional que Eleanor le había brindado a mi hermano, y sólo por eso ya sabía que yo no era más que un espejismo interponiéndose entre Alec y su supervivencia. Había alguien mejor para él ahí fuera,  y él tenía que quedarse con ella. Seguramente ya la había encontrado y yo… bueno… no hacía más que interponerme entre ellos dos.
               Me había dedicado a mirar por la ventana como una zombi durante todo el trayecto; no había cogido un libro ni una sola vez, ni tampoco me había puesto los auriculares, algo que habría hecho saltar las alarmas de mis padres si no tuvieran problemas mayores de los que ocuparse.
               Mientras Tommy, Scott y yo velábamos a Diana en su habitación de hospital, mientras yo todavía me permitía imaginarme a Alec a mi lado como si fuera factible hacerlo volver conmigo y que aliviara mi dolor, todos los integrantes de One Direction junto con sus respectivas esposas se habían reunido en una sala de espera más tranquila que la que ocupaban Layla y Chad para hablar de lo que había pasado. Todos sabían que Diana no era la persona más estable del mundo en el tema de adicciones cuando sus padres la mandaron a Inglaterra (ésa era una de las razones por las que yo sospechaba que la habían hecho ir), pero el episodio de esa noche había hecho evidente algo que les resultaba terriblemente familiar. Se habían tomado el hecho de que Diana hubiera llegado a su límite con tal de actuar, poniendo en juego incluso su vida, como una señal de que ya estaban exprimiendo a la banda al límite de sus posibilidades antes incluso de lo que les había sucedido a ellos. Después de todo, One Direction había sido todo potencial durante el tiempo que tardaron en sacar su primer disco; Chasing the Stars ya ni siquiera tenían ese descanso. Eran la repetición de algo irrepetible del pasado cristalizada. Bastaba con ver sus niveles de ventas, la manera en que estaban promocionándolos a saco, incluso más que a Eleanor, para saber que esperaban grandes cosas de ellos y que el público no decepcionaría estas expectativas.

domingo, 5 de febrero de 2023

La oscuridad.


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Si El Pensador de Rodin hubiera tenido color, sus ojos habrían sido azules. Azules como el mar en un día de tormenta; embravecido, con toda la determinación de los elementos en sus olas, haciendo retroceder al cielo por miedo a quemarse con su superficie.
               Así eran los ojos de Tommy mientras miraba a Diana, que yacía dormida en una cama de hospital, en una postura que a mí me resultaba dolorosamente familiar. Pero él había querido que yo estuviera allí, con él, y yo no había podido negarme, porque sabía lo importante que era tener un ancla que te guiara de vuelta a casa mientras te pasabas el día entero surcando el vacío en busca de alguien que no te contestaba, pero al que no podías renunciar.
               Estaba sentado con las piernas separadas, los codos anclados en las rodillas, las manos entrelazadas, la nariz apoyada en ellas casi como si rezara, y observaba a la americana como si de su fuerza de voluntad dependiera que ella fuera a despertarse. No se movía ni un ápice: apenas podías apreciar la manera en que subían y bajaban sus hombros mientras respiraba, como si el aire a su alrededor estuviera hecho de cemento o una complicadísima telaraña lo conectara con Diana y el bienestar de ésta.
               Scott estaba apoyado en la esquina del baño de la habitación, una de las mejores en el mejor hospital de todo Nueva York, desde la que había unas vistas increíbles del puente de Brooklyn a cuyos parpadeos nadie le hacía el mejor caso. Perfectamente podríamos estar en medio de un bombardeo y no darnos cuenta ninguno de nosotros. No obstante, mi hermano sí que se movía de vez en cuando: cambiaba el peso de su cuerpo de un lado a otro, descruzaba o cruzaba los brazos, movía las piernas, miraba por encima del hombro hacia atrás, comprobando que Layla y Chad seguían el pasillo, sentados en las sillas de plástico cedidas y desteñidas por el paso del tiempo; o se mordisqueaba los nudillos con los ojos puestos de vez en cuando en mí. Sabía los recuerdos horribles que estar sentada en la cama al mismo lado que lo había estado de la de Alec me estaba despertando, y por la forma en que resoplaba sonoramente cuando no podía evitar mirarme más sabía que estaba luchando consigo mismo para no sacarme de allí, pero… no podía. No podía, igual que yo no podía dejar de pensar en cómo Tommy estaba haciéndome una imitación perfecta: me sentía un poco como si yo hubiera patentado la espera hasta que la persona de la que estás enamorada abra los ojos, y la postura en que debías hacerlo para invocar esa situación más rápido.
               La habitación me daba vueltas y sentía un pitido en la parte de atrás de la cabeza, pero no me podía ir.
               En el fondo, creo que todos sabíamos que Diana no iba a soportar la noche entera incluso a pesar de la manera en que había sacado energía de hasta debajo de las piedras y cómo nos había sorprendido a todos siendo capaz de terminar el concierto, pero nadie sospechaba tampoco que ella, que había llameado como el más devastador de los incendios en el escenario, se apagara tan repentinamente como una vela sobre la que soplas con decisión. A mí se me había hundido el corazón al verla, y más cuando me di cuenta de que ella creía que no iba a sobrevivir, y por eso se había despedido de sus compañeros de banda. Por eso había luchado con uñas y dientes para dar aquel concierto, el último de Nueva York: porque la Diosa de Nueva York había vuelto a su casa como la hija pródiga para cumplir con su destino y ser sacrificada por la gloria de su ciudad. Diana había vuelto a casa y había luchado por ese concierto porque su vida ahora era la música, y quería terminarla como había empezado el universo: con una explosión, no con un gemido. Ya había dejado las cosas a medias una vez en su casa; no permitiría que fueran dos.
               Igual que una supernova explotando y formando un agujero negro en la última etapa de su vida, absolutamente todo el mundo se había abalanzado hacia ella para tratar de levantarla y hacerla volver en sí. Tommy fue el primero en alcanzarla a pesar de que no era el que estaba más cerca de ella, pero algo en esos segundos que duraron eones que tardé en alcanzarla yo me hizo pensar que yo también haría lo mismo por Alec, y Alec también haría lo mismo por mí. Dios, incluso estando como estábamos ahora, a miles de kilómetros de distancia, si a mí me pasaba algo el primero en llegar para ayudarme sería mi novio, y no mi hermano, al que tenía justo al lado de mí.
               Diana se había golpeado la cabeza al desplomarse, y Tommy la había cogido por los hombros y la había levantado y le había sostenido la cabeza con cuidado, comprobando que en sus manos no había sangre. Sólo hubo gritos después, gritos que se mezclaron con los del público pidiendo más. Yo estaba arrodillada al lado de Diana, y al segundo siguiente me habían empujado al suelo para que Layla pudiera tener espacio para examinarla mientras Chad chillaba que llamaran a un médico, Scott trataba de abrirles hueco a todos para que respiraran, y Eleanor se peleaba con su compañía de teléfonos para conseguir que la pusieran con el número de emergencias.
               Y Tommy estaba llorando encima de ella.
               -No me hagas esto, no me hagas esto, no me hagas esto, no me abandones…