jueves, 23 de febrero de 2023

Cereza.


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Scott me había dicho una vez que, si el mundo se detuviera de repente, nadie se percataría, porque nadie continuaría existiendo: el propio aire nos aplastaría, destruyendo edificios, materia orgánica e inorgánica por igual, convirtiendo los océanos en muros de kilómetros de altura y haciendo de todas las maravillas que había construido la humanidad durante milenios indistinguibles de las huellas que quedaran de los desiertos.
               Después de todo, Alec iba a tener razón: yo era una diosa. Era la única explicación que le encontraba a que el mundo se hubiera detenido y, aun así, todo en mi habitación se mantuviera intacto: la ropa, mis libros, la cómoda, la silla colgante, la cama. La cama en la que había otro dios que me ayudaba a mantener a raya la destrucción a mi alrededor. No sabía si el mundo continuaba más allá de las paredes o la ventana de mi cuarto, pero la verdad es que no me importaba tampoco.
               Lo único que me importaba en ese momento era la sensación de electricidad que notaba en cada poro de mi piel. ¿Siempre había sido así cuando tenía a Alec cerca, o era porque no me esperaba disfrutarlo después de tanto tiempo? Ni siquiera parecía real. Seguro que no lo era. No, no podía serlo; sí, seguro que me lo estaba imaginando. Seguro que estaba dormida en el sofá del salón de su casa, con la cara pegada a los cojines empapados, y sólo estaba soñando con él porque su casa olía irremediablemente a él y a lo feliz que había sido entre sus cuatro paredes, y…
               Alec empezó a respirar con fuerza, como si se estuviera conteniendo para no abalanzarse sobre mí y cantarme las cuarenta, y entonces yo recapitulé mi día: el desayuno desganado, la partida de Shasha nada más llegaron mis amigas, la visita al despacho de Fiorella, la conversación con ella, el camino de vuelta a casa…
               ¿No subes a cambiarte? ¿Le pasa algo a tu móvil? Entonces deberías subir a cargarlo. ¿Por qué no subes a cambiarte?
               Me ayudarás con lacena siempre y cuando te cambies, señorita.
               Sube. Sube. Sube. Eso me habían dicho mis padres. Lo que se habían callado era que iba a subir al cielo, y no a mi habitación. Y que mi rey, mi sol, mi dios, estaba esperándome allí. En el único rincón en el que había sido auténticamente suya y del todo feliz, donde no había tenido miedo ni inseguridades ni desconfianza de nada más que de lo que pudiera quitármelo. Donde le había visto desnudo por primera vez, y me había desnudado para él por primera vez, y nos habíamos hecho el amor de una forma tan suave que resultaba incluso dolorosa.
               En los sueños, apareces en un lugar sin ser capaz de decir cómo habías llegado hasta allí; eras producto de una generación espontánea, de teletransporte. Sin embargo, yo era capaz de desandar mis pasos hasta el punto en el que Alec me había llamado por teléfono, hacía ya casi un mes, y me había confesado un pecado imperdonable que resultó no ser cosa suya.
               Lo enfoqué de nuevo, su piel morena, besada por el sol; su pelo más rubio de lo que se lo había visto nunca, con las puntas prácticamente quemadas, un poco más largo desde la última vez que había pasado los dedos por él; sus manos más curtidas, sus brazos más musculosos, su ceño fruncido.
               Joder. Está aquí de verdad.
               Me estaba taladrando con la mirada, esperando que yo saliera de mi trance para lanzarse a por mí con la fiereza de un león ansioso por defender a su clan.
 
 
Llevaba un vestido rojo de topos de cuya falda me acordaba perfectamente. Se le ceñía el talle a la cintura y le caía suelto por las piernas de forma que apenas podías apreciar su culo salvo que ella te lo quisiera enseñar, y ella lo había hecho un montón de veces.
               Joder. Estaba preciosa. Incluso con la boca abierta como un pececillo, incluso con los ojos como platos, saltones igual que los de algunos de los animales con que nos habíamos cruzado durante nuestras expediciones, incluso con el pelo pegado a la piel en la nuca, con un poco menos de volumen a que me tenía acostumbrado por la cantidad de veces que se había pasado las manos por la melena para tratar de apartársela de la cara. Y, aun así, resplandecía igual que una estrella recién nacida, de esas que quieren eclipsar a las demás con sus ganas de brillar: tenía los ojos más luminosos de lo que los recordaba, el pelo más oscuro, más pecas en la nariz, más curvas en la silueta y más chocolate en la piel.
               Ni Miss Universo sería capaz de competir con ella. ¿Y creía que Perséfone tenía posibilidades conmigo? Por Dios bendito. Mírate, bombón. Míranos.
               No te voy a engañar: a cada segundo que pasaba, me cabreaba más y más con ella, porque me daba cuenta de lo impresionante que era y las ganas que tenía de pasar el resto de mi vida a su lado, y de la suya con ella al mío, y sellar por fin ese destino que nos habíamos prometido antes de que yo me marchara. Que tuviera que venir a pelearme con ella porque era incapaz de ver que daría lo que fuera por estar a su lado, que renunciaría a todo, y que encima fuera porque pensaba que había otras mejores que ella o con las que yo prefiriera estar… BUF. Me ponía negro. En serio. Tenía el campo de visión rodeado de una aureola roja que palpitaba al ritmo de mi corazón.
               Y aun así, era capaz de apreciar cada detalle que la componía. Sus rizos, sus ojos, su nariz, su boca, su cuello, sus pechos, sus caderas, sus piernas y los tobillos. ¿Había perdido peso? Parecía más delgada. No está comiendo.
               Y me cabreé más al pensar que yo le estaba haciendo todo eso. La estaba poniendo a saltar de un lado para otro en un anillo de fuego y me sorprendía de que le salieran ampollas allí donde casi le alcanzaban las llamas.
                Tú sí que no te la mereces, tío. No importa los aviones que cojas, el tiempo que la esperes, la distancia que recorras, las cartas que le escribas o los orgasmos que le des, dijeron las voces en mi cabeza, y yo no pude evitar sonreír. ¿Ah, sí? Si no me la merecía, ¿por qué, de todos los chicos que había en el mundo, Sabrae me había elegido a mí? Quizá no se tratara de los méritos que cada uno hiciera para estar a la altura del otro, sino de la cadena de casualidades que nos había llevado a estar juntos. Puede que yo no pudiera hacer nada para que ella quisiera estar conmigo o no, sino que dependiera de una valoración que sólo ella podía hacer, igual que me pasaba a mí. Mi destino estaba en sus manos, y el de ella en las mías. De eso se trataba estar enamorados y querer estar juntos: de considerarnos suficientes el uno para el otro y caminar en la misma dirección. De mirarnos y saber qué pensábamos sin necesitar decirlo en voz alta. De no dudar en coger aviones, chuparnos nueve horas de vuelo a cambio de una hora viéndola. Joder, volaría durante 24 horas seguidas sin problema si supiera que iba a verla aunque fueran diez minutos. ¿Estar dispuesto a eso no me hacía merecérmela?
               ¿Y saber que ella jamás había dudado de que conseguiría lo que me propusiera como sí había pasado con Perséfone no la hacía merecedora de mi amor? No me jodas. Si no estábamos hechos el uno para el otro, no sabía quién podía estarlo.
               Además, si no me la mereciera, ¿podría hacer esto?
               Ven, dije en mi cabeza, imaginándome que cogía el lazo dorado que nos unía, que jugueteó entre mis dedos, y tiraba suavemente de él.
               Y Sabrae salvó la distancia que nos separaba de dos zancadas rapidísimas, saliendo de su trance como una gacela que intuye un guepardo entre la hierba, más allá, y se abalanzó sobre mí.
 
 
Dentro de mi cabeza había una discusión entre dos fuerzas enfrentadas, una que gritaba que era imposible que Alec estuviera allí, que a la fuerza tenía que estar inventándolo, y otra que aseguraba que no era capaz de imaginármelo así. Ya no sólo por los cambios que había procesado a duras penas, que se marcaban en su piel como las líneas de un boceto sobre el cuadro definitivo, el carboncillo intuyéndose intuyéndose a medias entre las pinceladas; sino por el nivel de detalle con que lo había diseñado.
               Dos lobos que luchaban dentro de mí. Yin y yang. Una batalla tan antigua como el mundo, la que había enfrentado a sol y luna, a noche y día, a mar y tierra, a cielo e infierno. Y, entonces, la eternidad: las estrellas, el amanecer, la playa, el limbo. Un paraíso del que jamás serían capaces de echarme.
               Ve con él, instó una voz por encima de la cacofonía de los gritos de “es imposible que esté aquí” y “no puedes estar imaginándote esto”. Me hice consciente de nuevo de mi cuerpo, de la potencia que tenía en unos músculos que había dejado de utilizar durante demasiado tiempo, de lo intenso que podía ser el vínculo que me unía a Alec cuando los dos estábamos juntos, y más aún a solas, y todavía más en una habitación.
               Ve con él, me había dicho mi cabeza, y lo siguiente que recuerdo es que estaba sobre él, prácticamente me había abalanzado sobre mi novio, que era imposible que hubiera venido desde tan lejos para echarme la bronca, y sin embargo era algo tan típico de él que… no podía creérmelo. En serio, no podía. Y, con todo, no lo cuestionaba lo más mínimo; era  algo imposible para todos salvo para Alec. Si había alguien que pudiera coger un avión sin dudar para echarme la bronca, ése era él. Si había alguien que pudiera hacerme sentirlo al otro lado del planeta, ése era él. Si había alguien que pudiera ver el vínculo que le unía a la chica que le gustaba, ése era él.
 
 
Sabrae, por el amor de Dios. No “me gustas”. Estoy ENAMORADO DE TI. ¿Cuántos gestos grandiosos tengo que hacer para que te empieces a referir a ti misma como te mereces, eh?
 
 
Mm, no sé, ¿hay algún tope?
               Es broma, sol.
               Si había alguien que pudiera ver el vínculo que le unía con la chica a la que amaba, ése era él.
               Si había alguien que pudiera hacerme creer que medio mundo no era nada, ése era él.
               Me había sonreído con esa sonrisa torcida suya que era capaz de ponerme la vida pata arriba, que me había puesto la vida patas arriba, pero en sus ojos había determinación, y por encima de todo, chulería. Era como si acabara de vencer ahora mismo a sus demonios, como si por fin se hubiera convencido de que se merecía la admiración que despertaba en todos aquellos que le conocíamos y le queríamos, y como si estuviera alimentándose del poder que te da saber que tu vida es genial, y que te mereces todo lo bueno que te pase. Además, Alec no sólo estaba haciendo lo que quería, sino también lo que tenía que hacer. Lo correcto.
               Y Alec seguro de sí mismo es el Alec más atractivo que existe, uno al que yo no podía resistirme. Así que imagínate: fue un cúmulo de circunstancias.    Yo estaba triste, llevaba un mes sintiéndome sola, echándome de menos, dándome placer a mí misma pensando sólo y exclusivamente en él, y  ahora que le tenía delante me daba cuenta, una vez más, de que por muy vívida que fuera mi imaginación y mucho que la hubiera entrenado con los libros, no había comparación entre lo que Alec era en mi cabeza y lo que era en realidad. Supongo que lo más parecido a imaginarlo y vivirlo es ver las representaciones de los cristianos y su Dios en las paredes de las iglesias, y saber que el óleo jamás podrá brillar en la oscuridad como sí que lo hacía Él. Como lo hace Al.
               Cuando lo toqué, fue como si todo mi cuerpo cobrara vida de nuevo, como si me despertara de un coma muy profundo…
 
Conozco esa sensación. Y debo decir que despertar del coma no es nada comparado con lo que hicimos a continuación.
 
…y darme cuenta de que no había soñado con las sensaciones que había vivido antes de dormirme.
               Apenas tuve tiempo a procesar lo que sucedió a continuación. Le cogí la cara entre las manos mientras saltaba sobre él, y Alec me capturó con las suyas, cargadas de habilidad y gloriosa velocidad, sosteniéndome de la cintura mientras yo me sentaba a horcajadas sobre él y acercaba mi cara a la suya y…
               Dios mío.
               Dios mío.
               Cuando nuestros labios se tocaron y nuestras lenguas entraron en contacto, fue como si el mundo entero estallara en llamas. No me extrañaría nada que el Big Bang no hubiera sido más que la descarga de energía que sobraba de dos amantes cósmicos que se encontraban después de un angustioso mes de separación, y a juzgar por la sensación de ingravidez y el calor que sentía dentro de mí, juraría que los culpables del Big Bang habíamos sido Alec y yo, viviendo una de nuestras anteriores mil vidas.
               Alec me puso sus manos también en la cara, apartándome mi pelo para que no nos molestara y hundiendo los dedos en mi melena, orientándome de manera que pudiera degustarme mejor. Emitió un sonido a caballo entre un gruñido y un bufido mientras mi lengua y la suya se enredaban en nuestras bocas, saludándose, reconociéndose después del tiempo transcurrido no como iguales, sino como las dos mitades de un todo. Sentí cómo su pecho reverberaba del gruñido de puro gusto que le nació de lo más profundo, donde él era más hombre y yo era más mujer, cuando le puse una mano en el esternón y tiré de su camiseta para pegarlo más a mí. Le estaba besando como si no me importara nada más que su cuerpo, como si necesitara vivir de él y de la electricidad que había traído de Etiopía, porque era exactamente así como me sentía. El frío que me había rodeado como los lobos a un cordero extraviado del rebaño se retiraba ahora a un lugar del que nunca podría volver. Ya me daba igual todo: Perséfone, el bien que le hiciera, los sacrificios que ella jamás le pediría, o el esfuerzo que le suponía estar conmigo. Lo único que me importaba era la sensación de mi boca en la suya, de mi sexo abriéndose para él, expectante, de mis caderas ardiendo allí donde él tenía posados los dedos, de sus otros dedos en mi melena, y los ruiditos deliciosos que estaba haciendo mientras nos besábamos. Joder, no me acordaba de que Alec reaccionara así cuando nos besábamos.
               Debo decir que nunca nos habíamos besado como lo estábamos haciendo ahora, creo que ni siquiera cuando él se había despertado del coma.
               Me estaba gustando. Me estaba encantando. Si el voluntariado iba a hacernos esto, había hecho muy bien en decirle que se fuera. Sólo separándonos podríamos ver hasta qué punto nos echábamos de menos, cuánto nos necesitábamos, lo lejos que llegaríamos por luchar por el otro.
                Seguramente él te diría que lo estaba besando como si fuera una fruta prohibida que me echaría del Edén, y por la que había decidido que merecía la pena vivir una eternidad de castigos, y que él estaba respondiendo a mi beso por el mismo entusiasmo. Pero decir eso sería quedarse muy, muy corto para lo que estábamos haciendo. Nos echarían del paraíso sin miramientos, regodeándose en que nos habían dado una lección, porque no sabían que mi paraíso bien podría ser un páramo en el que pudiera estar con él. Nada más me importaba. Sólo él. Él y esa deliciosa sensación de estar bien porque era suya. Y no iba a ser capaz de apartarme jamás de su lado.
              
 
Saab, una vez más, me sobrevalora. A mí no se me ocurren las cosas que se le ocurren a ella para hablar de nosotros; a lo sumo puedo ponerme un poco poético hablando de ella, porque eso es lo que es ella para mí: la idea que subyace en todos los poemas de amor, y que ningún poeta ha conseguido capturar del todo bien, pero… me gusta lo del Edén, me gusta lo de ser su fruta favorita, y sobre todo me gusta lo de que aceptaría cualquier castigo con tal de estar conmigo, porque yo me siento exactamente así.
               Me asombraba que nos hubiéramos besado así antes y yo hubiera sido capaz de subirme a un avión con la expectativa de verla al cabo de un par de meses. ¿Qué coño? ¡Me sorprendía el haber sido capaz de dormirme por las noches sabiendo que no la volvería a sentir hasta dentro de unas horas! Haber tenido la audacia de estar con ella y haberme ido de su lado era algo que no me perdonaría.
               Pero, joder, no me digas que no son dulces las despedidas ahora que sabes que gracias ellas existen reencuentros como éste. Tenía todo el cuerpo en tensión, como si acabara de nacer de nuevo, como si estuviera canalizando la energía de mil soles por mi piel. Su pelo me hacía cosquillas en la cara, su respiración acelerada me embotaba los sentidos, y estaba gimiendo de puro gusto de una forma que iba a hacerme perder la razón. No podía respirar, y a la vez no quería respirar, porque los únicos estímulos que tenía ahora mismo eran gracias a Saab, e incluso el oxígeno me parecía una pérdida de neuronas si le dedicaba más de media para poder sobrevivir.
               Me estaba volviendo loco. Sabrae tenía la piel húmeda por el calor del día, y era cálida al tacto de una forma que nunca antes había sabido apreciar bien; aunque no estaba moviendo las caderas, el simple contacto con ella y la presión del peso de su cuerpo allí ya era suficiente para desquiciarme hasta lo irreversible. La tenía tan dura que incluso me dolía, y aun así, me bastaba con sólo besarla. Me bastaba y a la vez ni follármela de forma que la mayor cantidad de piel posible estuviera en contacto una con otra sería suficiente para mí.
               Después de una eternidad para cualquiera que nos viera y de dos nanosegundos para nosotros, Sabrae finalmente recuperó la cordura y volvió en sí. Sus besos se volvieron más lentos, menos insistentes, pero no por eso perdieron en profundidad. Varias veces rompió el contacto entre nuestras bocas para respirar, con los ojos aún cerrados y las frentes todavía juntas, y luego volvía a la carga.
               Y entonces… Sabrae se retiró un poco, rompiendo el contacto entre nuestras caras, abrió los ojos y me miró.
               Juro que vi cómo pensaba en todas las cosas que habíamos pasado juntos, buenas y malas, pero sobre todo, las buenas. Nuestros viajes, nuestras tardes sin hacer nada, las risas, las películas de fondo mientras nos enrollábamos y las que habíamos visto cuando no podíamos hacer nada, nosotros cuidándonos el uno al otro. Los polvos.
               Especialmente, los polvos. En esta cama, en la mía, en el iglú, en casa de Mamushka, en Mánchester; en baños, en el cuarto del sofá de la discoteca de Jordan, en probadores, en playas desiertas, en mi cama de Mykonos, en los muelles de Mykonos.
               Joder. Lo que había sido eso. Lo que puto había sido eso. Creo que mis ojos nunca verían nada tan hermoso como a Sabrae mirándome y diciéndome que me quería mientras yo la poseía suavemente, con el Mediterráneo postrándose ante nosotros y las estrellas cubriéndonos como una cúpula hecha de terciopelo y piedras preciosas. Creo que nada me iba a gustar más; ni tan siquiera verla dándoles el pecho a nuestros hijos, siendo una madre como no la había habido nunca, ni la volvería a haber, de los niños con más suerte de todo el mundo.
               Aunque lo que estaba viendo ahora se quedaba bastante cerca. Manda huevos que hubiera tenido que irme a la otra punta del globo para que nos besáramos así. A duras penas recordaba por qué había venido, y luché por escarbar aquellos recuerdos de mi mente y sacarlos de nuevo a la superficie. Creo que era algo importante. Algo que me tenía preocupado y cabreado y que tenía que resolver urgentemente.
               Entonces, Sabrae se apartó un mechón de pelo de la cara, lo dejó tras su oreja rozándome los dedos con los suyos… y se remojó los labios con la lengua. Fue un gesto tierno, inocente, del que puede que ni siquiera se diera cuenta.
               Pero sirvió para sacar lo peor que había en mí.
               -Me cago en mi madre-gruñí.
               Y esta vez fui yo el que me lancé a por ella.
 
Necesitaba tomar un poco de perspectiva para poder procesar que estaba ahí, que no le estaba soñando, pero entonces él hizo algo a lo que me tenía más que acostumbrada cuando nos veíamos en estas situaciones de cercanía, en la que eran nuestros cuerpos y no nuestros cerebros los que mandaban: tomó el control.
               Tenía los ojos fijos en los de él, que no pudo evitar volver a mirarme la boca, y entonces…
               -Me cago en mi madre-gruñó, y se lanzó a por mí. Me agarró de nuevo de la mandíbula, tiró de mí para pegarme otra vez a él, y nuestros labios volvieron a encontrarse. O, esta vez, diría que más bien chocaron. Sus besos se volvieron más ansiosos, más rabiosos, más de lava pura y la bravura del océano. Había una rabia en su boca y su lengua e incluso sus dientes que… me encantó.
               Era como si quisiera hacerme daño, como si quisiera marcarme. Como si quisiera dejar en mí una huella que jamás se borraría, de la que nunca iba a poder escapar, y que disuadiría a los demás hombres que se cruzaran en mi camino de intentar algo conmigo, pues no sólo mi corazón y mi alma le pertenecían: también lo hacía mi cuerpo.
               Joder. Me encantaba cuando se ponía así de territorial.
               Su lengua empujó la mía, su respiración me lamió la piel, sus dientes capturaron mi labio inferior y sus manos se anclaron en mi carne como si fuera una sirena a la que quisiera echarle el anzuelo para meterla en un tanque y asegurarse de que siempre le volvería loco con su canto. Lo que no sabía era que esta sirena estaba deseosa de seguir su barco por los siete mares.
               La temperatura de la habitación había subido varios grados, y mi piel ardía con una nueva intensidad que nada tenía que ver con el sol veraniego que poco a poco descendía por el cielo. Esa mañana me había levantado bajo un cielo encapotado y con un día desesperante por delante que se arrastraría ante mí como una babosa, y ahora… tenía ante mí un rey, un sol, un dios que había conseguido que la tarde se pasara en un suspiro y que volviera a sonreír pensando en el futuro, aunque fuera el más reciente.
               Las conclusiones a las que había llegado en Nueva York no habían sido más que el producto de una cadena de errores que habíamos ido engarzando ya desde que habíamos decidido seguir adelante con el voluntariado, pero no porque no pudiéramos sobrevivir a él ni este fuera a hacernos mal, sino porque habíamos subestimado el poder de Alec para gestionarlo y sobrevalorado el mío, como si por ser yo la que me quedaba en casa apenas fuera a darme cuenta de su ausencia, cuando la realidad es que no había habido ni una sola cosa que hubiera vivido que no me hubiera hecho echarlo terriblemente de menos.
               Dejarlo había sido una decisión desesperada y estúpida como la que había tomado a la carrera cuando me pidió ser su novia y yo le respondí que no; ponerle puertas al campo, tratar de contener la furia de un maremoto simplemente extendiendo las manos, como si con eso fuera a bastar. Lo cierto es que no sería capaz de decirle adiós ni aunque quisiera, ni aunque él mismo me lo dijera, porque esto que teníamos estaba tan bien, era tan real y tan poderoso y tan elemental como las moléculas que me componían.
               Sólo estaba asustada. Tenía ante mí un año entero sin ver a mi novio, una decimoquinta parte de mi vida en la que no dejaría de echar de menos, aunque lo hiciera de una forma en la que, a veces, pudiera ignorar mis emociones. Me daba miedo enfrentarme a aquello yo sola, porque por mucho que Alec estuviera al otro lado, enviándome cartas, regalándome videomensajes programados y haciéndome ver lo increíblemente afortunada que era de tenerlo conmigo, al final del día, su cama olería a su colonia y a su suavizante, pero no a él; la ropa que me había regalado sería suya y no mía, y yo sería la única prueba de que lo nuestro había existido más allá de ese paréntesis en el que ahora estábamos sumidos.
               Pero creía. Joder, que si creía. Había dejado de hacerlo con la misma intensidad con que lo hacía ahora que lo tenía conmigo, pero la conversación con Fiorella, y sobre todo el contacto con Alec habían sellado esa fuga que había en mi corazón. Creía en nosotros, creía en el amor que él me tenía, y ahora también creía en el mío. Sabía que era capaz de esperarlo, y que lo haría con la paciencia con la que Penélope había ido tejiendo su alfombra y destejiéndola cada noche, porque nadie más que él podría cruzar medio mundo sin dudarlo por estar una hora conmigo.
               Ningún otro hombre me podría hacer sentir en el paraíso. Mi paraíso era Alec. Cualquier lugar precioso y apacible en el que él no estuviera apenas conseguiría pasar por jardín, ya no digamos del Edén.
               No pude evitar sonreír mientras me besaba, una estrella creciendo en mi pecho y resplandeciendo desde dentro hacia afuera. A pesar de que no podía verlo, supe que el lazo que nos unía no sólo nos tenía bien pegados el uno al otro, sino que flotaba alrededor de una habitación, danzando, enredándose en el aire y jugueteando igual que un dragón custodiando un tesoro.
               El tesoro era Alec. El tesoro era yo cuando estaba con él.
 
 
Estaba borracho de ella. Saciado y, a la vez, cada vez más y más hambriento. Haber sido capaz de marcharme cuando sus labios tenían este sabor me parecía una tarea hercúlea, una hazaña propia de emperadores con los que compartía nombre. Quizá mamá selló mi destino cuando me puso el mismo nombre que a Alejandro Magno, pensé. Puede que tenga el imperio más extenso de la historia, pero ya no sea un terreno fácil de fijar en un mapa, sino el corazón de esta diosa.
               Podía imaginarme a ese hombre que había hecho llorar a Julio César porque no había conseguido lo que él a su edad retorciéndose en su tumba, dando las gracias de no haber nacido al mismo tiempo que yo, porque, entonces, no sería nadie.
               Tenía los sentidos embotados, una sed tremenda y unas ganas terribles de escuchar su voz. Hacía demasiado que no lo hacía en persona, y el teléfono no podía compararse a esto. Si hay algo mejor que oírla hablar, es ver cómo esos deliciosos labios se mueve mientras lo hace.
               Saab era igual que un musical. Las canciones están bien, pero la escenografía, el elenco y las canciones lo hacen pasar al siguiente nivel. La convierten en una experiencia como no has vivido muchas, y así me sentía yo entonces.
               Además… joder, tenía un regusto dulce en la lengua que no podía dejar de admirar.
               Esta vez fui yo el que se separó de ella, que dejó la boca entreabierta, su aliento pasando a través de esa deliciosa puerta que eran sus labios y que yo tanto admiraba. Afiancé mi mano en su cabeza, los dedos hundidos en su pelo sedoso, y jadeé, admirado:
               -Joder. Ya no me acordaba de lo delicioso que era tu sabor, bombón.
              
 
Justo cuando pensaba que mi corazón iba a darse por vencido y me rendiría completa y absolutamente ante él, Alec se separó de mí, dejándome a medias de un beso que debería haber durado un milenio. Con la boca aún entreabierta, abrí los ojos y lo miré. Lo tenía tan cerca que sus pestañas casi rozaban las mías.
               -Joder-dijo, mordiéndome el labio. Déjame recordarte que es inglés, así que esa palabra, fuck, era un arma de destrucción masiva: no sólo me recordaba mi actividad preferida para hacer con él, sino que encima me mostraba cómo se mordía el labio, matando dos pájaros de un tiro-. Ya no me acordaba de lo delicioso que era tu sabor, bombón.
               No sé qué fue peor para mi estabilidad emocional: si su “joder”, que me llamara “deliciosa”, que hiciera mención a mi sabor, algo de lo que hablaba mucho cuando lo tenía entre mis piernas, o ese “bombón” que echaba tantísimo de menos.
               Dios mío. No te voy a superar en mi vida.
               Empezó a apetecerme jugar en el acto; sé que había venido para resolver otras cosas, pero, dado el progreso que había hecho con Fiorella en su despacho, no veía la necesidad de ahondar en aquello si no nos iba a reportar ningún placer. En cambio, había ciertas cosas que teníamos al alcance de la mano y que se nos daban igual de bien.
               Sacudí la cabeza, su mano aún en mi mejilla, sintiendo ya su lengua en mi entrepierna.
               -Pues tú…-respondí, inclinándome y pasándole la punta de la lengua por el labio superior, su arco de Cupido y terminando arqueándola para rozarle la punta de su nariz-, sabes a tabaco.
               Creí que me miraría a los ojos, que vería cómo se le oscurecían, que sonreiría con esa maldad que a mí me encantaba y me respondería:
               -¿Ah, sí? Bueno, se me ocurre algo que puedo hacer para que me perdones y, de paso, remediarlo.
               Creí que me levantaría el vestido, me quitaría las bragas y se abalanzaría a devorarme como más le gustaba, y que me bajaría los tirantes del vestido para liberar mis pechos y poder manosearlos mientras se daba un festín conmigo. Sin embargo no sucedió nada de eso.
               En su lugar, Alec echó un poco la cabeza hacia atrás, contuvo el impulso de poner los ojos en blanco, y contestó, mordaz:
               -¿Sí? Pues tú sabes a retrasada.
               Uf, ¿en serio? Con el tiempo que hacía que no nos veíamos, ¿y prefería discutir a follar? Puse los ojos en blanco.
               Aunque debo decir que me gustaba cómo me estaba mirando. Podía ver que estaba cabreado conmigo, lo cual no me hacía especial gracia, pero… mientras nos besábamos y él se resistía con desgana a mí, me había mirado como mi novio.
               Ahora me estaba mirando como si fuera mi marido. Y déjame decirte que lo único más sexy que un fuckboy redimido que se ha convertido en novio es un fuckboy redimido que se ha convertido en marido. Ay, cómo entendía a Jennifer López.
                
 
Si tantas ganas tienes de que sea tu marido y tan feminista eres, ¿por qué esperar a que te lo pida yo? ¿Por qué no me lo pides tú a mí?
 
 
¿Y confirmarte que me gustas? Paso.
 
 
La mención al tabaco me había sacado de mi trance. Porque, vale, sabía que no había ido allí porque me apeteciera darme unos besos con Saab (quiero decir, que me apetecía, pero esa no era la razón principal), pero era difícil acordarse de ella cuando la tenía sentada encima de mí y dándolo todo con la lengua como si fuera una panificadora a plena potencia.
               Pero si había fumado antes de besarla era porque había estado ansioso, y si había estado ansioso era porque había pasado algo gordo.
               Todo lo que me había empujado a coger el avión y plantarme en Inglaterra se abalanzó sobre mí con la rabia de una manada de ñus. Y, al igual que aquel desfiladero en el que Simba se había quedado huérfano de padre había dejado de tener espacio para él, yo me había colmado de nuevo con el cabreo que me había supuesto las ideas que se le habían metido en la cabeza a Sabrae respecto a nosotros y Perséfone. Mírala. Míranos. Ninguna otra chica me habría hecho recorrer medio mundo para verla, todo ira volcánica y determinación de cazador, y habría conseguido que se me pasaran todos los males con simplemente tocarme.
               Teníamos que dejar todo esto atrás. Había ido al voluntariado para que pudiéramos avanzar, tanto como pareja como como personas, pero si la separación sólo hacía que Sabrae fuera hacia atrás… al final nos quedaríamos en el punto de partida, pero exhaustos y sin ganas de luchar.
                Por mucho que me apeteciera ser el objeto de su deseo y la vía por la que desfogaba su apetito sexual, no había venido para que echáramos un polvo y se nos pasara el calentón que llevábamos acumulando un mes. Había venido para asegurarme la casa a la que volver dentro de un año. Once meses, me recordé. Ya habíamos pasado la primera hoja del calendario; quedaban once.
               -¿Sí? Pues tú sabes a retrasada.
               La taladré con la mirada. Vale que me hubiera hecho perder la razón y que tuviera la polla más dura que un tronco, y aproximadamente con el mismo grosor, pero mi apetito y mis necesidades no iban por delante de las voces que, parece ser, se habían mudado de mi cabeza a la suya. Si éste era el precio que tenía que pagar por estar tranquilo en Etiopía, llamaría por teléfono a Valeria, le confesaría que me había escapado, y pagaría la fianza que me exigiera con tal de quedarme en casa. El altruismo y ayudar a los más necesitados, anden sobre dos o cuatro patas, está muy bien; pero ¿quién en su sano juicio elige la tierra pudiendo entrar en el Olimpo?
               Y si ya me cabreaba el saber que se le había pegado la misma enfermedad que me azotaba a mí, imagínate cómo me puse cuando ella tuvo la poca vergüenza de poner los ojos en blanco y sacar la lengua, como si aquello fuera una tontería. Era de todo menos una tontería. Yo no cogía aviones por tonterías ni me la jugaba como lo estaba haciendo por una tontería, y si se pensaba que había venido a demostrarle que no podía dejarme a base de echarle polvos que nadie más podría echarle estaba muy, pero que muy equivocada.
               -¿Es necesario que hagamos esto?-preguntó, jugueteando con uno de los tirantes de mi camiseta. Recordé cómo había jugueteado con el cuello de mi camisa durante mi graduación y casi me derrito en el proceso-. Quiero decir, has venido desde tan lejos…
               La muy sinvergüenza incluso ronroneó esto último como una gatita. Como se le ocurriera empezar a frotarse contra mí como si estuviera en celo, la iba a matar.
               A polvos.
               Pero la iba a matar.
               Apreté la mandíbula y tragué saliva, algo que causó estragos en su estabilidad emocional, ya de por sí muy precaria.
               -Teniendo en cuenta que me he chupado 9 horas de avión para venir a hacer mi segunda cosa favorita en el mundo… sí, Sabrae. Es absolutamente necesario que hagamos esto.
               Sabrae se mordió el labio, sonriente, e incluso soltó una risita.
               -¿Y qué hay de la primera?
               Incliné un poco la cabeza y arqueé una ceja.
               -Me jodiste la primera negándote a aparecer hace una hora. Zorra-dije, dándole una palmada en el culo, y ella se echó a reír-. ¿Qué te hace tanta gracia? No estoy de puta coña, Sabrae. Ya veremos si te hace tanta gracia cuando te deje plantada en el altar durante una hora.
 
 
Vaya, vaya. Hablando de desesperación por contraer matrimonio…
 
 
Cierra la boca.
               -No seas chulo, Alec-coqueteó, pegándose a mí, apoyándose sobre sus rodillas de modo y manera que su cara estuviera a un poco más altura que la mía, de forma que su boca pudiera planear sobre la mía. Tenía los labios a escasos centímetros de los míos-. Fijo que acampas a las puertas de la iglesia la noche de antes.
               Sus pechos estaban rozando el mío, y como no llevaba sujetador, podía sentir perfectamente la dureza de sus pezones y el piercing allí donde mi boca había conseguido despertarlos. Definitivamente, la iba a matar. A polvos, pero la iba a matar.
               -No me insultes, Sabrae-protesté, levantando la barbilla y dejando la punta de la nariz al lado de la suya. Ahora era mi boca la que se acercaba a la de ella-. Me plantaré allí con la tienda de campaña como mínimo una semana antes.
               -Suena a plan-susurró, pasándome los brazos por la espalda y anclando los codos en mis hombros.
               -Suena a planazo-la corregí-. Y ahora-le puse las manos en las caderas-, deja de zorrearme. Tenemos que hablar en serio. Quítateme de encima.
                Saab alzó una ceja, inclinando la cabeza a un lado.
               -Sí que te ha cambiado el voluntariado. Antes me suplicabas que me pusiera encima de ti.
               Valiente zorra estaba hecha. Era como si supiera exactamente qué tecla tocar para desconcentrarme (aunque, si tengo que ser completamente sincero, debo decir que tampoco es tan difícil adivinar qué decir para que yo me ponga  pensar en sexo; cualquier palabra que contenga vocales servirá): fue decirme aquello y mi mente echar a correr a todas las ocasiones en que yo había estado encima de ella, o a su lado, o incluso debajo, pero haciendo el misionero; y yo le había suplicado que se pusiera encima y me montara como a su semental preferido. La visión de ella disfrutando de mi polla, que entraba y salía de su interior, mientras sus tetas rebotaban arriba y abajo, arriba y abajo, y sus caderas se movían en círculos, y mi polla entraba y salía, y su pelo flotaba y flotaba, y sus tetas rebotaban y rebotaban y rebotaban y rebotaban…
               Mierda. Al final íbamos a hacer mi primera cosa favorita en el mundo y tendríamos que dejar la segunda para otra ocasión en la que ella fuera todavía más subnormal, aunque dudaba que tuviera mucho más margen para empeorar.
               -Quítateme de encima, Sabrae. No me he hecho nueve horas de avión para que ahora se me pase el cabreo con cuatro besos. He venido aquí a pegarte ochenta y ocho gritos por segundo y, como sigas en este plan, pues… te bessssssssssaré.
               Para demostrarle que iba en serio, me incliné a darle un pico y ella se echó a reír. Me devolvió el beso, al que le añadió lengua, y luego me puso las manos en el pecho como había hecho en otras ocasiones en que quería separarme de ella.
               O como hacía cuando se ponía encima y quería empujarse para que yo entrara más profundo.
               -Como ordenes, hubby.
 
 
Alec abrió la boca y se me quedó mirando, estupefacto.
               -Qué hija de puta.
               Me reí. A pesar de que no me hacía ninguna gracia pensar en poner distancia entre nosotros, en realidad tenía que admitir que tenía razón. Hablar de esto con Fiorella me había servido para enfrentarme al problema, pero sólo podría vencerlo con Alec. Y la cercanía sólo nos haría ser incapaces de dejar de manosearnos.
               -Todo vale en el amor y en la guerra, mi amor.
               Me puse en pie y me dirigí hacia la silla colgante del centro de mi habitación, pero Alec capturó mi mano con las suyas y protestó:
               -Oye, ¿adónde vas?
               -A poner distancia.
               -Te he dicho que te me quitaras de encima, no que te cambies de zona horaria. Tampoco me he hecho nueve horas de avión para que te me sientes lejos y nos pongamos a hablar como si estuviéramos en terapia.
               -La terapia es adictiva.
               -Sí, especialmente cuando te la hace una lesbiana. La fantasía de cualquier fuckboy o reina bisexual.
               Me agarré las faldas del vestido e hice una reverencia antes de sentarme en la silla. Alec bufó.
               -Vuelve a la cama.
               -Eso ya es algo que diría el Alec que me plantó hace un mes.
               -¡Yo no te planté, Sabrae! ¡Fuiste tú la que me dijo que me tenía que marchar!
               -¿Y te arrepientes de haberte ido?
               -Sí-dijo sin dudar, los ojos fijos en mí, y yo bajé la mirada y apoyé la mejilla en la silla. Pasé un brazo por las tiras de mimbre y me relamí los labios, la mirada gacha. Era culpa mía. Estaba disfrutando del voluntariado (salvo por lo del beso, claro); había encontrado su sitio en el mundo y se estaba sintiendo útil, sanando de unas heridas muy anteriores a su accidente y que ni siquiera yo había sido capaz de curarle del todo; a lo sumo había podido desinfectárselas. Y ahora… ahora él desearía que nada de esto hubiera pasado. El problema era que mis heridas eran daños colaterales de su curación, y yo no quería renunciar a ella.
               -¿Por mi semana en Nueva York?-pregunté, aunque no necesitaba hacerlo. Igual que Alec tampoco necesitaba contestar… pero asintió con la cabeza, y yo suspiré-. No quiero que pienses que lo que hemos pasado no sirve de nada.
               -El problema, y si he venido, es precisamente porque no pienso que lo que hemos pasado no sirva de nada. Ha servido de mucho. Para darme cuenta de que lo de Mykonos no se quedó en Mykonos, para empezar. ¿Desde cuándo tienes dudas?
               Me relamí los labios, rehuyendo su mirada. Y él, presto a protegerme, se levantó de la cama y se arrodilló frente a mí.
               -Saab.
               Me recordó tanto a cómo me comportaba yo cuando él se cerraba en banda… pero ahora entendía por qué lo hacía. Odiaba esa vergüenza que me hacía no sentirme suficiente ni digna de a quien yo más quería.
               Odiaba que él se hubiera sentido así alguna vez.
               Me cogió las manos y ahí sí que ya no pude seguir con la vista fija en otro lugar.
               -No me dejes encerrado fuera.
               -Me da vergüenza-dije con un hilo de voz.
               -¿El qué?
               -No haber sido capaz de gestionarlo sola. O gestionarlo mejor. Y que hayas tenido que venir por mi culpa.
               -Nada de lo que tenga relación contigo es culpa tuya para mí, sino más bien gracias a ti. Si quieres hablar de culpas, échaselas a Jordan. Fue él quien me llamó.
               -Pobre Jordan-sonreí, notando que se me llenaban los ojos de lágrimas. Me limpié una con el dorso de la mano mientras Alec me observaba desde abajo, los ojos brillantes también-. Lo está haciendo lo mejor que puede. Y se le da genial. Es sólo que yo soy muy complicada a veces. No sé cómo tú me gestionas tan bien, teniendo en cuenta que soy tu primera novia.
               -Las leyendas sólo se forjan entre leyendas-sonrió, besándome la mano y jugueteando con mis dedos-. Ven a la cama-me pidió de nuevo, esta vez en tono más suave.
               -¿Le liberarás de la promesa que te hizo de cuidarme?
               -No. La necesita tanto como tú o como yo. Tú serás la conexión que tengamos él y yo mientras yo esté fuera. Además… no confiaría en nadie más que en él para ocuparse de ti mientras yo no estoy. Ni siquiera en tu hermano. Hay cosas que sé que Jordan hará pero que Scott ni se plantearía siquiera.
               -Pobre Jor. Vaya año vamos a darle.
               -Sí, se merece que le pongamos un piso en la playa.
               -Y que nos turnemos para hacerle masajes el resto de su vida.
                -Puag, eso no. Al único tío que le voy a hacer masajes yo será a Chad.
               Me reí de nuevo, cansada, y me limpié las lágrimas.
               -Vamos a la cama, mi amor-me pidió una última vez, y yo cedí y me levanté. Dejé que me condujera a mi cama y me senté a su lado en el borde del colchón, las rodillas orientadas hacia él. Teníamos las manos unidas, y su pulgar me acariciaba el arco entre el pulgar y el índice.   Dejé que mis ojos reposaran allí un rato, renovando mis energías y obligándome a mí misma a interiorizar que Alec estaba allí, conmigo. Que había venido desde muy lejos simplemente porque no había sido capaz de gestionar bien lo que estábamos pasando, y porque por un instante me había creído capaz de lo peor: de no confiar en él.
               Me relamí los labios.
               -¿Estoy siendo una mala novia?-pregunté, los ojos aún en nuestras manos unidas.
               -Eh, eh, eh, ¿por qué dices eso, bombón?
               Negué con la cabeza.
               -Es sólo que… no dejo de pensar en lo fácil que fue para mí olvidarme de todo lo que me habías prometido y de los sacrificios que has estado haciendo por mí desde que nos conocimos hasta ahora durante esos días en los que yo pensé que…-sacudí la cabeza y aparté la mirada-. Tú nunca me harías eso.
               -Pero eso tú no sabías.
               -Pero debería saberlo-repliqué-. Alec, debería saberlo. Debería saber que tú nunca… al margen de que la ansiedad te estuviera comiendo o que no hubieras previsto lo que Perséfone se proponía hacer. Debería saber que tú nunca responderías, y no debería haber dejado que me convencieras. Scott se dio cuenta de que pasaba algo en cuanto le dije la verdad, lo que tú me habías dicho de manera literal y no cómo lo adorné yo, y…
               -Scott me conoce desde hace más tiempo-me cortó-, y me ha visto hacer más gilipolleces de las que tú me verás hacer en la vida, porque lo creas o no, me comporto bastante en tu presencia. Tu hermano ya sabe que soy imbécil perdido. Tú sólo lo sospechas.
               Bajé la mirada de nuevo y tragué saliva. Las diferencias evidentes entre nosotros hacían que nuestras manos encajaran a la perfección: las suyas eran más claras y más grandes; las mías, más oscuras y pequeñas; tenía las palmas curtidas por el trabajo que había venido desempeñando durante las últimas semanas, y las mías estaban suaves de no hacer nada más que sentarme en mi casa a comérmela cabeza y pensar en las cosas que había hecho mal, y que resultaban ser una infinidad.
               Hablar con Fiorella me había ayudado a aclarar mis ideas y a darnos una oportunidad, pero ahora que le tenía delante y que sabía lo lejos que era capaz de llegar con tal de hacerme sentirme bien, no podía dejar de preguntarme si yo haría lo mismo. Si lo de creerlo capaz de ponerme los cuernos no había sido más que un tropezón, o sucedería más a menudo; no ya en cuestión de infidelidades, sino por otras cosas en las que creyera que él podría decepcionarme. No quería tener once meses de dudas por delante, y menos aún quería estar en casa pensando en las cosas que podían poner mi relación en jaque mientras que Al sabía que no habría nada que pudiera hundirnos.
               Me apartó el pelo de la cara, dejándomelo tras la oreja, y me acarició la piel.
               -Estás haciéndolo otra vez.
                Tomé aire y lo solté despacio en un suspiro que me vació por dentro.
               -Voy a hacerte una pregunta-le dije-, y quiero que seas completamente sincero conmigo, ¿vale? ¿Me lo prometes?
               -Te lo prometo, Saab.
               -¿Crees que confío en ti?
               Alec parpadeó y abrió la boca, como si no supiera muy bien qué querían decir aquellas palabras que había ordenado de una forma tan extraña, sonidos tan exóticos que no parecían de este mundo.
               -¿Por qué me preguntas eso?
               -Contéstame, por favor.
               -Claro que lo creo. Claro que lo haces. ¿Por qué me preguntas esto, Sabrae? Tú me quieres. Estamos juntos en esto. No podrías quererme si no confiaras en mí.
               -Creo que la confianza y el amor son cosas que pueden ir separadas.
               -Pues yo creo que el amor no es más que la confianza más afinada. Es decir… vale-dijo, inclinándose hacia atrás, estirando las piernas y cruzándose de brazos-, tienes razón en parte, y lo que me gusta de la confianza es que es más difícil de ganar y más fácil de perder que el amor, pero… tú no me quieres con rabia ni con rencor. Y ese tipo de amor, el amor sano, que es el que tenemos tú y yo, no puede existir si no hay confianza. Piensa, no sé, en Scott cuando descubrió a Ashley poniéndole los cuernos. Ya no confiaba en ella y seguía queriéndola, pero lo hacía de una forma en la que se avergonzaba y que odiaba, porque ese amor no le reportaba más que dolor. Yo sé que lo nuestro es bueno y nos da más alegrías que disgustos, aunque nos haya tocado alguna pena de vez en cuando, sobre todo por mi parte, pero… Saab, no dejes que el hecho de que yo te convenciera durante unos días de que te había puesto los cuernos te haga dudar de tu buen juicio.
               -Es que llevo unos días…-negué con la cabeza-. Diana casi tiene una sobredosis, ¿sabes?-dije, y abrió la boca.
               -Joder, ¿y está bien? ¿Cómo está Tommy?
               Me dieron ganas de comérmelo a besos simplemente por eso. Preocuparse por sus amigos era algo natural para él, como el saber que cuando llovía se formaban charcos.
               -Bien. Ya están bien. Pero el caso es que ella se pasó con las drogas estando sola, y él removió cielo y tierra para encontrarla de una manera que… Alec, lo de tú y Perséfone me hizo darme cuenta de que…
               -No hay ningún “yo y Perséfone”-respondió, tajante-. Sólo estamos tú y yo.
               -El beso-me corregí-. El beso me hizo darme cuenta de que yo no apuesto por ti al cien por cien. No lo hago, Alec-insistí cuando él empezó a negar con la cabeza-. No lo hago. Si lo hiciera, no habría dejado que me convencieras de que me habías puesto los cuernos. O…
               -Sí que apuestas. Joder, Sabrae, claro que apuestas. Estoy aquí, vivo, gracias a ti.
               -Ibas a despertarte del coma de todos modos, te hubiera tratado de despertar yo o no. De hecho, la que consiguió despertarte fue Mimi. Yo sólo…
               -No, niña-protestó, sosteniéndome la cara entre las manos y manteniéndome allí-. No. Para empezar, no me refiero a eso. Y, además, tú influiste en que yo me despertara. No paré de soñar contigo mientras estaba dormido, y juro que te sentía a mi lado cada vez que te ponías en la silla. Te lo juro. No sé cómo lo hacía ni por qué, pero sabía que estabas ahí. Mimi estaba ahí cuando me desperté, pero la razón de que lo hiciera fuiste tú. Me desperté gracias a una canción que relaciono contigo y literalmente soñé que tú me guiabas de vuelta a mi cuerpo. Así que no me vas a decir que no influiste en que yo saliera del coma, porque si lo hice rápido fue precisamente porque necesitaba volver a ti.
               »De todos modos, yo no estaba hablando del coma. Hablo de todo en general. Me has curado heridas que ni sabía que tenía, y me has hecho hablar de cosas de las que ni siquiera sabía que necesitaba hablar. ¿Tienes idea de lo que ha mejorado mi vida desde que tú estás en ella, Saab?
               -¿Cómo de seguro estás de que yo soy responsable de las cosas buenas que te han pasado en lugar de que simplemente haya coincidido así?
               -La madre que me parió-respondió él, echándose a reír y presionándose el puente de la nariz. Se abrazó el vientre y sacudió la cabeza, todavía con la cara medio tapada-. ¿Te estás escuchando?
               -No te pongas a la defensiva, Al. Sólo quiero aclarar las cosas.
               -¡Joder, Sabrae, claro que me pongo a la defensiva! ¿Estás oyendo la cantidad de gilipolleces que estás diciendo? ¡Es que me estoy poniendo negro otra vez!-protestó, poniéndose en pie y pasándose la mano por el pelo y sacudiendo la cabeza-. Habías conseguido que se me pasara el cabreo con tus besos, pero es que no sé qué coño puedes hacerme para que no me parezca fatal esto de lo que estás intentando convencerme. No hay blasfemias en ninguna religión que se comparen a esto.
               -Es que creo que te ciega el cariño que me tienes.
               -¿¡El cariño que te tengo!? ¡Esta que es buena! Sabrae, yo no te “tengo cariño”-respondió, acuclillándose frente a mí-, quiero tener putos críos contigo. Creo que esto pasó de cariño hace ya bastante. Te tenía cariño cuando eras una cría graciosa y risueña de 3 años; lo que siento ahora, y lo que tú sientes también, aunque ahora estés emperrada en que no es así, es amor. Amor del que hablan las canciones de la puñetera Taylor Swift. Ese amor.
               Se mordisqueó el labio y volvió a sacudir la cabeza, pasándose la lengua por las muelas.
               -Hace quince días me pusiste de vuelta y media porque casi consigo que rompamos y tú sabías que lo que tenemos es algo con lo que muchos se pasan soñando toda la vida, ¿y ahora me vienes con esta mierda de que creo que me haces bien porque simplemente ha coincidido una buena época de mi vida en la que tú y yo somos más cercanos? No me jodas, Sabrae. eres la buena época de mi vida.
               -Es que hace quince días yo creía que no importaba.
               -¿El qué no importaba?
               -El que yo no te diera una oportunidad.
               -Es que no importa, porque siempre me las das.
               -No lo hice.
               -Me perdonaste, ¿no?
               -¡No hiciste nada!
               -¡Pero querías perdonarme!
               -¡Pero no hiciste nada y yo aun así estaba tratando de justificar mi comportamiento de mierda con que…! No sé. Con que me juzgarían, con que me convencerían de que no me merecías, cuando la realidad es bien distinta. Por eso me pareció que sería mejor dejarte ir.
               -¿Adónde, a la mierda?
               -Lejos de mí.
               Rió entre dientes y sacudió la cabeza.
               -Esto es increíble.
               -Necesito tiempo para pensar, ¿vale?
               -¿Qué tienes que pensar?
               -Si yo te hago bien o no.
               -Dios mío de mi vida, Sabrae.
               -¡Es importante para mí, ¿vale?! Te quiero muchísimo, y lo que estamos haciendo te supone un gran sacrificio.
               -Sí, especialmente neuronal.
               -No me refiero a lo que estamos haciendo ahora, en este instante-puse los ojos en blanco-. Me refiero al voluntariado. Me refiero a la cantidad de experiencias que te estás perdiendo por estar conmigo, experiencias que literalmente están a la vuelta de la esquina y no dudan en saltarte encima.
               -Ah, y como quieres que viva esas experiencias, pues rompemos y punto, ¿no?
               -No lo sé, Alec. Por eso tengo que pensar. Saber que no me fío del todo de ti me ha puesto el mundo patas arriba, y... no sé.
               Alec esperó a que yo me aclarara las ideas, pero estaba tan hecha un lío que veía imposible solucionarlo en una semana, ya no digamos en un momento. Arqueó una ceja y yo no dije nada, y él asintió con la cabeza, hizo sobresalir su labio inferior y se dio una palmada en las rodillas.
               -Sabrae, ¿tú me quieres?
               -Claro que te quiero.
               -Pues entonces no sé qué coño más tienes que pensar.
               -Todo. Si tú te mereces que yo siga con esta relación o si te mereces ser libre para hacer lo que te dé la gana…
               Alec me miró de lado, sacudió la cabeza, se levantó y cogió mi bolso. Hasta que no lo vi encaminarse hacia la puerta no me di cuenta de que estaba imitando la famosa salida de Annalise Keating en How to get away with murder.
               -Hala, pues me piro a Heathrow. Espero mi carta dentro de una semana. Y más te vale no escatimar en detalles sobre las guarradas que me piensas hacer en Navidad.
               -¿Has oído lo que te he dicho?
               -Sí, claro. ¿Y tú a mí? Cualquiera diría que no me conoces, Sabrae-añadió, apoyándose en el pomo de la puerta y cruzando los pies-. Es que me la sudan las pajas mentales que tienes pensado hacerte. Mientras tú me sigas queriendo, no voy a aceptar que me dejes y punto. Ale, me voy al aeropuerto a pillar la hora feliz del Starbucks.
               -No estoy de coña, ¿sabes, Alec?
               -¿Y entonces por qué cojones me da la sensación de que te estás despollando de mí?-ladró, y yo me puse de pie.
               -¡Porque eres un gilipollas y un chulo que es incapaz de reconocer que no tiene razón, y que puede que yo no te merezca!
               -¿¡QUE YO NO TENGO RAZÓN!? ¿¡QUE NO ME MERECES!? ¡¡ME CAGO EN DIOS, SABRAE!! ¿YO SOY EL CHULO? ¿YO SOY EL GILIPOLLAS? ¡ESTÁS DICIÉNDOME QUE NO TIENES NADA QUE VER EN LO BUENO QUE ME HA PASADO ESTE ÚLTIMO AÑO CUANDO LO ÚNICO QUE HE HECHO HA SIDO DEJAR QUE ME GUIARAS! ¡¡Me hiciste ir al psicólogo, Sabrae!! ¡¡¡ME CONVENCISTE DE QUE NO SOY EL PRODUCTO DE UNA PUTA VIOLACIÓN!!! ¡Te sentaste conmigo a estudiar y has conseguido que me gradúe! ¿Quién coño puede merecerme más que tú? ¿Quién puede ser más digna de que yo la quiera que tú?
               Su nombre ardía en mi lengua igual que el reino que dominaba, pero tenía que decirlo de todos modos. Alec estaba hecho de fuego, así que podía ser compatible con la reina del infierno.
               -Perséfone.
               Sacudió la cabeza y exhaló una risa por la nariz.
               -Ya. Perséfone. ¿Te refieres a la Perséfone que me miró en el aeropuerto como si creyera que no fuera a llegar siquiera a coger el avión? ¿A la Perséfone que me dijo que puede que no merezca la pena intentar arreglar las cosas contigo a pesar de lo que siento por ti? ¿A la Perséfone que se echaba novio cada año y que lo dejaba en agosto sólo para poder follar conmigo sin tener cargo de conciencia? ¿Esa Perséfone?
               -Me refiero a la Perséfone que no dudó en llamarme por teléfono para convencerme de que te perdonara y no rompiera contigo a pesar de que es evidente que está enamorada de ti. Yo no creo que fuera capaz de hacer algo así. No hay más que ver que me he pasado estos días hecha una mierda porque me he dado cuenta de que teníamos que romper…
               -¿Quién lo dice? ¿El artículo 26 de la Convención Internacional De Las Novias Subnormales?
               -… en lugar de simplemente armarme de valor, hacerlo y punto.
               -Vamos, nena. Si no lo has hecho no es porque te falte valor, sino porque sabes de sobra que no lo pienso aceptar. En el fondo no te ha sorprendido una mierda que yo esté aquí, ¿a que no?-atacó, y yo me puse colorada, y él sonrió-. Claro que no. Porque sabías que lo haría. Tarde o temprano yo vendría a cantarte las cuarenta y a demostrarte que estás equivocada. Porque lo estás, Sabrae. ¡Joder, que si lo estás! ¿Te preocupa que Perséfone sea mejor para mí? Y entonces, ¿cómo es que no tiene nada que hacer contigo, eh? Ella no quería que me fuera y yo me fui. Me besó y yo no respondí. Y sin embargo tú mueves un dedo en la dirección que indica que me quieres apartar de ti y yo salgo corriendo para impedírtelo. ¿Qué parte de “no tienes nada que envidiarle a Perséfone” es la que no entendiste en Mykonos? ¿Es que acaso no te follé lo suficientemente fuerte para que te entrara en la cabeza?
               -Te creí entonces y te creo ahora-contesté a la defensiva-. Y sé que lo decías de corazón. Pero las personas cambian, Alec. ¿Y si esto es una señal?
               -¿De quién? ¿De tu Dios?-respondió, poniéndome las manos en las rodillas y pegando su cara a la mía-. ¿Ése al que le pones mi cara y en el que empezaste a creer en serio la primera vez que te masturbaste pensando en mí? ¿Ése del que renegarías si yo te lo pidiera? ¿Y si existe de verdad y está tratando de alejarnos porque sabe que somos demasiado fuertes los dos juntos, o que yo puedo hacerte más feliz que Él?
               -Tienes que admitir que es, cuanto menos, curioso que Perséfone siempre se cruce en tu camino en el momento menos pensado. Es como si estuviera omnipresente.
               -También lo estás tú, solo que de una forma más sutil. Vamos, nena, ¿en serio te crees que tengo algo de esto con nadie más? No lo he tenido en mi vida; ni así, ni con esta intensidad. Si Perséfone fuera purpurina, tú serías una puta nebulosa, Sabrae. Deja de menospreciar así a mi novia, porque estoy empezando a cabrearme en serio.
               Se me llenaron los ojos de la pura rabia. ¿Tan difícil era de comprender lo que estaba tratando de decirle? Que Perséfone estuviera en Etiopía y yo no podía significar algo, y por lo menos teníamos que valorarlo. En Mykonos habíamos creído que ella era una parte de su pasado; importantísima, sí, pero de su pasado al fin y al cabo. Pero ahora ella estaba en Etiopía y yo no, así que era ella la que era su presente y yo la que estaba en su pasado.
                Ahora teníamos más información sobre todo. Y yo tenía con quién compararlo.
               -Escúchame. Escúchame, ¿vale?-le dije, tirando de él para levantarlo y hacer que se sentara en mi cama. Lo hizo a regañadientes-. Escúchame y luego me gritas todo lo que quieras, pero lo primero, escúchame. Creo en lo que pasó en Mykonos-aseguré, mirándolo a los ojos-. Creo que todo lo que pasó allí fue verdad y cada segundo que estuvimos juntos fue absolutamente maravilloso, y no me preocupaba en absoluto por Perséfone hasta… bueno, hasta ahora. Porque, Al, no creo que hubieras creído que habías besado a ninguna otra chica que no fuera ella; de hecho, no creo que nadie más que ella hubiera sido capaz de cogerte por sorpresa como lo hizo. Pero todo ha pasado, y… lo de Nueva York me ha hecho reflexionar, especialmente lo de Diana y Tommy. Porque ahí también está involucrada Layla. Y no dejo de pensar… no he dejado de pensar desde que lo he visto desesperado por salvar a Diana que Tommy está con Layla para que Layla no esté sola. Y no sé si eso es lo que nos pasa a ti y a mí-Alec abrió la boca-. ¡Cállate! No digas nada. Todavía no he acabado. Sé lo que tenemos. Sé que es real. Sé que es precioso y puro y poderoso pero… sé que puede haber parejas que sean de tres, como les pasa a ellos. Lo que he dicho sobre Layla ha sido cruel, pero es que siento que Tommy no iría a los extremos a los que va por Diana si fuera por ella. Y no he podido dejar de pensar en qué pasaría si lo nuestro es también un triángulo. ¿Y si también tienes que estar con Perséfone?
               Me quedé callada, esperando su chaparrón, pero dijo simplemente:
               -Hay una diferencia.
               -¿Y cuál es?
               -Que Tommy quiere a Layla y yo no quiero a Perséfone.
               -Sí que la quieres.
               -Vale, sí, la quiero, pero no como Tommy a Layla y desde luego, ni de coña como a ti.
               -Cuando me dijiste que os habíais besado, lo peor de todo es que yo le encontré el sentido. Yo me sentí la sustituta, como si me estuviera interponiendo entre nosotros.
               -Bueno, es que igual tus padres eran hermanos y por eso te dieron en adopción; porque no podían ocuparse de ti. Has tardado en manifestarlo, pero…-se encogió de hombros.
               -Alec, lo digo en serio.
               -¿Te piensas que yo no?
               -Hace más tiempo que te relacionas con ella que conmigo. Tenéis una historia que no puedes negar. Y… no sé. Lo que nos une está hecho de oro, pero, ¿qué pasa si lo que te une a Perséfone está hecho de platino?
               -El platino se confunde fácilmente con la plata; el oro no tiene con qué confundirse.
               Pensé en la pirita de hierro, pero lo dejé estar.
               -Además… estás partiendo de la base de que tú eres Layla. ¿Qué pasa si eres Diana? En el hipotético caso de que Tommy no las quisiera lo mismo a ambas-añadió-. ¿Por qué estás tan segura de que no eres Diana?
               -No sé. Me identifico más con Layla. Es más buena y más tranquila y…
               -Tú no eres tranquila, Sabrae.
               -Bueno, yo creo que sería Layla en esta historia, y punto-sentencié-. Además… y de esto sí que vas a decir que es una tontería… pero también creo que el lenguaje es muy importante. Y tú, ¿cómo me llamas?
               -¿Quieres que te conteste o te parece que ya te he insultado lo suficiente?
               -Mi luna. Mis estrellas. Cosas que sólo puedes ver de noche y… Alec, no se puede vivir de noche. Necesitas el sol y la luz para poder vivir, y…-me encogí de hombros.
               -¿Crees que he llamado de forma cariñosa a Perséfone alguna vez como lo hago contigo? No sé, Saab, pero de todo lo que podrías decirme, creo que esto es con diferencia lo más surrealista que me podrías soltar. ¿Se supone que es malo que te llame así? ¿O que estés relacionada con la noche? ¿No te has parado a pensar ni un solo segundo, niña, que yo no quiero vivir siempre de día? También necesito la noche para sobrevivir. Es mi parte preferida de toda mi vida. En la noche te encontré. Y no pienso dejar que te apagues simplemente porque tiene que salir el sol.
               Se sentó con la espalda recta y las manos en las rodillas.
               -Escucha, sé perfectamente que te he puesto en una posición muy jodida y lo entendería si no quisieras hacer este sacrificio, pero, al menos, tienes que reconocerlo, Sabrae. Tienes que decirlo y encontraremos una solución los dos juntos. No quiero renunciar a ti. ¿Qué coño? Es que no lo voy a hacer. Prefiero estar muerto a estar sin ti.
               Se me aceleró el corazón.
               -No me mires así. Te lo digo de verdad, tal y como lo siento. Creo que hemos pasado el punto en que nos guardamos el as bajo la manga; nos prometimos sernos sinceros hace tiempo y yo tengo intención de cumplir con mi promesa-dijo, acariciándome el pelo, hundiendo los dedos en mis rizos-. Yo también tengo derecho a elegir a quién tengo o no en mi vida, y te quiero en ella. Eres la única persona a la que creo que no podría renunciar. Y me está matando que creas que no te mereces el hueco que ocupas, cuando la realidad es que ni un trono justo en el centro sería suficiente para ti, pero ahora mismo estamos en una situación en la que estamos lejos y… no quiero perderte. No quiero que el voluntariado me cueste lo que más quiero en la vida y por lo que más voy a luchar, Saab. Eres buena. Eres buenísima. Y además eres inteligente, eres divertida, eres amable y eres preciosa. No hay mujeres en mi mundo desde que tú entraste en él. Tú no me pediste que te fuera fiel; yo te lo prometí porque quise, sin pedirte nada a cambio, porque era lo que sentía que tenía que hacer para merecerte. No quiero que te salgas de mi vida así, sin más. No lo voy a permitir. Eres mi novia. Yo también tengo algo que decir, sobre todo si lo que pasa es que dices que no me mereces. Porque… mira, tienes razón. No, no lo haces. Te mereces a alguien mejor que yo, pero me quieres a mí, y yo te quiero a ti, y a mí con eso ya me basta para ir a la guerra si hace falta. Si alguien intenta meterse entre nosotros lo mataré. Te lo juro por lo que más quieras, Sabrae. Lo mataré. Nadie te va a apartar de mi lado-dijo, tirando de mí hasta dejarme sentada sobre su regazo, acunándome contra su pecho-, y puedes apostar a que tampoco lo vas a hacer tú.
               Me rodeó con los brazos y me besó la cabeza, y un sentimiento de tranquilidad como ningún otro desde que se había marchado arrasó con todo en mi interior. Que hubiera venido desde África para convencerme de que me lo merecía y que si por él fuera nos moriríamos de viejos cogidos de la mano era la guinda del pastel de que no lo hacía. No me lo merecía.
               Pero es que a mí me encantan las cerezas.
               Así que imagínate cuando se inclinó y me susurró al oído:
               -Yo no te voy a abandonar en un capazo a tu suerte. Eso no te va a volver a pasar, Saab.
              
 
Tenía el corazón en un puño, pero quería que lo supiera. Quería que supiera que yo sabía por qué le preocupaba y por qué se estaba martirizando tanto. Perséfone sólo era la gota que había colmado un vaso que se había llenado poco a poco durante quince años, un vaso del que yo mismo había tenido que beber también.
               Es jodido cuando quien se supone que tiene que protegerte es el protagonista de tus peores pesadillas, sin importar si es el monstruo que provoca los gritos de tu madre, o la mano que desaparece después de hacerte la última carantoña.
               Sólo había hablado de su adopción conmigo, y que yo estuviera en África, de todos los continentes posibles, tenía que estar llenándola de unas dudas que ni siquiera se atrevía a reconocer.
               Sabrae se echó a llorar en mis brazos, escondiendo la cara en mi cuello, aferrándose a mí como si su vida dependiera de ello, y yo me quedé tranquilo y a la vez no, porque al menos mi salvación estaba a salvo, y la suya también, pero ahora ella la necesitaba y yo pronto se la arrebataría.
               -Lo siento. Lo siento muchísimo, Alec. Lo siento tanto.
               Eso me resultaba familiar. ¿Hundirse en la mierda y llorar suplicando perdón? Por favor, eso era mi especialidad. Literalmente lo había inventado yo. Pero me destrozaba que ahora le tocara a Sabrae, ya no solo porque ella me había ayudado a salir de mi pozo personal, ni tampoco porque no se mereciera sufrir por nada, y menos por su origen; sino también porque se lo estaba haciendo yo. Yo tenía la culpa de que no tuviera con quién hablar sobre su adopción, un tema con un velado tabú que había en su casa, del que nadie hacía mención y con el que en ocasiones se bromeaba, pero en el que unos y otros no querían ahondar por no abrir ninguna herida. Por eso Sabrae sangraba y sangraba, sin darse cuenta de que lo hacía, y luego llegaba a la noche absolutamente agotada.
               -Siento haberte hecho venir para esto. Lo lamento de verdad.
               -Eh, eh, eh. No te disculpes, bombón. Como dijo tu padre en Stole my heart: no hay ningún otro lugar en el que prefiriera estar que aquí, contigo, esta noche.
               Sabrae se aferró a mi-su-nuestra-camiseta y sollozó con desesperación.
               -Vas a odiarme, pero esto es otra prueba que añadir al montón de las que yo tengo de que no te merezco.
               Le acaricié la espalda y le besé la cabeza hasta que se tranquilizó un poco, lo suficiente como para dejar de jadear y me pudiera oír bien. La acuné despacio y, cuando por fin supe que estaba tranquila, le dije:
               -Voy a decirte algo que alguien súper sabio y a quien yo le hago más caso que a nadie en el mundo me dijo una vez, así que escúchame bien, ¿vale, bombón?-dije, apartándole un rizo de la frente y besándosela. Ella asintió, sorbiendo por la nariz-. Bien, pues allá va: no se trata de lo que tú creas que te mereces cómo te trate yo, sino de si yo creo que te mereces cómo te trato. Y yo estoy seguro de que te lo mereces-añadí, levantándole la cabeza para que me mirara-. De hecho, creo que te mereces que te trate un millón de veces mejor de lo que lo hago, pero es que no lo puedo hacer mejor.
               -En realidad-dijo ella, jugueteando con el vello de mi pecho, y sonrió con malicia-, lo haces mejor de lo que yo me merezco.
               -Sabrae, en serio, ¿me tengo que enfadar? Porque no me he hecho diez horas de avión para venir a discutir nada más.
               -¿No eran nueve?
               -Pero bueno, Sabrae, ¿qué día es hoy? ¿El Día Nacional De Llevarles La Contraria A Nuestros Novios? Ya está bien. Me estoy cabreando.
               -Sigue-rió-. La verdad es que me está gustando.
               Joder, no podía creerme que me hubiera despertado esa mañana en Etiopía y ahora estuviera viendo cómo se ponía el sol por la ventana de la habitación de Sabrae, con Sabrae en brazos.
               -Menos mal, porque lo voy a seguir haciendo. Voy a luchar por ti a saco, por si n te ha quedado claro. Y me voy a volver loco si eso es lo que tengo que hacer para mantenerte a mi lado. Eres mía-gruñí-, y nadie te me va a quitar. Nadie. No te vas a alejar de mí, salvo que dejes de quererme. Es que literalmente sólo voy a aceptar eso, Sabrae, y ninguna otra mierda más. Y menos esta pollada de que no me mereces. ¡Joder! Yo no te merezco. Yo. Tengo que ponerme zancos para tu altura. ¡Joder, tía! ¡Necesito un puto cohete espacial para que esto esté un poco equilibrado!
               Sabrae rió por lo bajo, y si ese no era mi sonido favorito en el mundo…
               Me asaltó una idea peligrosísima.
               -Saab…
               Puede que pudiera aprovecharme de las circunstancias, después de todo. Tenía el viento a favor, todo apuntaba en la misma dirección, y yo… quería tenerla conmigo. Creo que no iba a ser capaz de marcharme; puede que por eso Valeria me lo hubiera prohibido de madrugada, no por las gestiones que supondría mi visado, sino porque corría el riesgo de no regresar.
               La misma pregunta de hacía un mes y medio. De nuevo el mismo acto de cobardía, pero esta vez, con la diferencia de que ya me sabía un miserable. No había música a la que echarle la culpa.
               -¿Quieres que me quede?
               -Sí-dijo sin dudar, y yo me relamí los labios.
               -No. Me refiero a que si quieres que me quede de a hecho. Que no vuelva a Etiopía.
               Y entonces, ella se separó de mí para poder mirarme a los ojos y decirme que me tenía que ir, que tenía responsabilidades, que me había comprometido, que mis promesas tenían que valer algo.
               -Ya lo sé-dijo, sin embargo-. Y sí. Sí, Alec. Claro que quiero que te quedes.
               Bueno, pues ya está. Había venido a echarle la bronca del siglo y a convencerla de que la distancia no sería capaz de separarnos para, al final, que no volviera a haber distancia entre nosotros. No puedo decir que no me alegrara de que hubiera tomado esa decisión, aunque… también había de admitir que una parte de mí echaría de menos el voluntariado; a los compañeros, a Luca, a Pers. Los animales, el clima sofocante, los dorados de las puestas de sol y los tonos rosados del amanecer. Sería raro ver mis videomensajes enviarse solos al teléfono de Sabrae, pero no pensaba conformarme con dormir en mi cama sin más. No pasaría una noche más durmiendo a solas; a partir de ahora, me amoldaría a su rutina y la compañía en algo tan elemental de mi sueño como mis sábanas o mi cama. Eso sí que no lo extrañaría: el catre de la cabaña.
               La visión de la foto de Sabrae con la mariposa encuadrada en buganvillas colgada de la pared de mi cama y resplandeciendo con las luces del atardecer… creo que ni un millón de noches viéndola serían suficientes.
               Aunque, claro, no se comparaba a su protagonista en persona.
               -Pero no puedes.
               ¿Eh? ¿En serio? ¿Iba a ilusionarme con que me quedara, con ese futuro que nos habíamos dicho que nos esperaría y al que ahora nos colaríamos, adelantando a todos los demás por el carril derecho, y ahora me decía que no podía? ¿Quién decía que no podía? Ya estaba en casa. Era tan fácil como no coger el avión que salía en… bueno, apenas el tiempo que faltaba para que cruzara Londres de vuelta a Heathrow.
               -No podemos. El voluntariado nos hará bien-dijo, no muy convencida. Incluso torció la boca y todo-. Tiene muchas oportunidades…
               -No nos está haciendo bien, Saab-dije, haciéndome eco de lo que me había dicho Perséfone. Puede que la griega no hubiera sido muy justa con las oportunidades que le había dado a Saab, pero tenía que admitir que dos crisis masivas nada más marcharme eran algo por lo que estar pendiente.
               Además, me conocía, y la conocía a ella. Sabía que mi efecto tranquilizador podía diluirse con el paso del tiempo, y volverían las dudas; lo sabía porque lo había vivido en mis propias carnes. Su energía siempre me había purificado mientras estaba conmigo, pero bastaba que se alejara para que yo volviera a escuchar, aunque apenas inaudibles, los susurros de mis demonios de nuevo en mi cabeza.
               No me gustaba dejarla en las garras de esos seres que casi me habían hecho perderla tantas veces que ya no era capaz siquiera de contarlas.
               -Eso es porque no hemos pasado nunca por esto-respondió, poniéndome una mano en el brazo y acariciándome con la otra el pecho, sus ojos derretidos en una taza de chocolate con avellanas que me habría encantado tomarme en cualquier época del año, sin importar la temperatura-. Estamos explorando territorios desconocidos, y nos cuesta estar sin el otro. Pero lo necesitamos, Al. Tenemos que hacerlo. Tenemos que ser nuestras propias personas. Tú tienes tu historia-dijo, colocando la palma de su mano sobre mi corazón-, y yo tengo la mía-levantó la vista a través de unas pestañas larguísimas-. Aparte de la nuestra, quiero decir.
               Se relamió los labios y mis ojos fueron en caída libre hacia allí. Quería probarlos. Saborearlos. Perderme en ellos. Perder el avión. Que fuera evidente que Valeria iba a echarme y no regresar siquiera.
               -No me perdonaría nunca que renunciaras a una oportunidad como esta por quedarte aquí cuidándome-dijo, apartándose el pelo de los hombros con un movimiento de la cabeza-. Fiorella me ha hablado de esto. Me cuesta adaptarme porque todo mi mundo es igual, salvo por el hecho de que ya no tengo un sol que orbitar. Pero aprenderé a orientarme en la noche y cazar en la oscuridad, Al. De verdad. No tienes que preocuparte por mí.
               -Es que yo tampoco quiero separarme de ti. El sol no es nada si no tiene planetas a su alrededor, ni tampoco formar parte de una galaxia más grande. No quiero dejar de preocuparme por ti, Saab. Preocuparme por ti es lo que hago.
               -Y lo haces genial, pero tu preocupación no debería condicionar tu felicidad. Y creo que eras feliz allí.
               -Lo soy más contigo, bombón.
               -Lo sé, mi amor, pero que seas más feliz conmigo no impide que puedas ser feliz en otros lugares-me acarició la mandíbula-. Yo sólo quiero asegurarme de que tomas la decisión correcta. De que no echarás la vista atrás a este momento dentro de diez años y pensarás “renuncié a un montón de cosas que quería por ella”. Amar no es renunciar, sino compartir.
               -Exacto, y no voy a renunciar a ti. Así que si crees que no podemos con esto… no voy a dejar que mi yo soltero de hace un año y pico condicione la vida que ahora tengo, y que es la que quiero, y la que no sabía que siempre quise hasta que tú me la diste. Así que si no podemos con esto, no lo haremos, y punto.
               Sabrae se relamió los labios, la sonrisa de una abuela comprensiva en su boca.
               -¿Vas a venir en Navidad?-preguntó, y yo me la quedé mirando y arqueé una ceja. Técnicamente no iba a ir en Navidad, pero sabía a qué se refería.
               Conseguí engañarla, pues sonrió con ilusión, una quinceañera enamorada que se cree que puede con todo.
               -Entonces podremos. ¡Ah!-sus ojos chispearon-. Y cenas en mi casa en Nochebuena.
               -¿Presidiendo la mesa?
               -Por supuesto. Serás el invitado de honor-ronroneó, abrazándose a mi brazo y frotando la mejilla contra mi bíceps, que estaba un poco más abultado desde la última vez que la vi.
               -Scott no lo va a soportar-reí-. Me encanta.
               Sabrae se rió conmigo y, joder, si ése no era el son que bailaban las estrellas…
               Levantó la mirada por debajo de sus pestañas larguísimas, compartiendo mi idea. Nos encantaba el sonido de nuestras risas juntas por todo lo que implicaban: tanto que estábamos juntos, como que estábamos felices, algo que se suponía que siempre debía coincidir, pero que no siempre se daba así.
                Sabrae respiró hondo y ajustó la posición de su cuerpo junto al mío. Sus dedos se aferraron un poco más a mis músculos, y movió los pies sobre la cama, de modo que las sábanas destaparon un poco el colchón. Lo miró largo y tendido, y luego, me miró con la típica mirada de buena chica que te suelen poner las mascotas, como diciendo “me he portado bien, ¿me das ahora mi premio?”.
               -Sutil, Malik-me reí de nuevo, y Sabrae se mordisqueó los labios y miró el reloj.
               -¿Cómo vas de tiempo?
               Mal. Fatal. Ya debería haber salido por la puerta hacía unos diez minutos. Debería estar camino de la autopista.
               Claro que también llevaba toda la vida llegando tarde a los sitios, salvo cuando quedaba con Sabrae.
               No sé por qué, recordé las clases de historia contemporánea hablando de la Guerra Fría, y la importancia de la carrera espacial. La misión Apolo 11 era lo que había hecho que medio mundo creyera que Estados Unidos había superado con creces a la Unión Soviética, pero de tres hombres que habían ido hasta la Luna, solo dos la habían pisado. El tercero de ellos había sido el mayor pringado de la historia, flotando sobre su superficie sin llegara tocarla nunca. Yo estaba en esa misma situación ahora: había recorrido medio mundo para reunirme con mi novia, había sorteado cada obstáculo que me había puesto para impedir que me dejara…
               … ¿de verdad iba a irme de vuelta a Etiopía sin acostarme con ella? ¿Había llegado tan lejos para quedarme justo a las puertas?
               ¿En serio le vas a quitar el puesto a Michael Collins como el mayor pringado de la historia, Whitelaw?
                




             
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2 comentarios:

  1. BUENO MIRA PARA EMPEZAR VOY COMENZAR HACIENDO HINCAPIÉ EN EL GUIÑO QUE ME HAS HECHO (verás como no sea y soy una flipada de mierda simplemente) CON LO DEL PISO EN LA PLAYA Y LOS MASAJES EN LOS PIES A JORDAN, TE QUIERO MUCHO 🥹🥹

    Continuo con que a mi esta gente me hace mal y me ha destruido y encantado a partes iguales el cap por el mero hecho de que como Alec resalta estamos acostumbradisimos a la dinamica de Sabrae haciéndolo entender algo a Alec y rompiéndose los cuernos para que entre en razón y verlo al revés de esta manera es que simplemente me encanta.
    Adoro como has descrito explicamente los morrenos, que se va a ir y va a coger ese avión recien follado lo sabe hasta Pedro Sanchez vaya.

    Termino diciendo que me ha gustado la conver pero siento que aun queda un poquito que resarcar y espero que eso sea trabajo personal de Sabrae porque lo cierto es que como dice Al la chiquilla es retresada.

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  2. Lo he pasado regu con el cap la verdad.
    Me ha encantado el principio con ellos simplemente mirándose (asimilando que el otro realmente está ahí y el “ven” y “ve con él” en sus respectivas cabezas) y evidentemente como has descrito los besos es que MUERO DE AMOR.
    En cuanto al resto del capítulo, decir que ha sido muy interesante (y duro) ver como en persona los dos han sido conscientes de que han cambiado las tornas entre ellos. Han visto que ahora es Sabrae la que va a necesitar que Alec le diga que quiere estar con ella y que le merece, y eso es algo que, con Alec en el voluntariado, les va a poner las cosas complicadas.
    El momento “Yo no te voy a abandonar en un capazo a tu suerte. Eso no te a volver a pasar, Saab.” Me ha destruido completamente, me parte el corazón que Sabrae este teniendo estos pensamientos y que Alec no vaya a estar para ayudarla.
    Por otro lado, estoy contenta de que Alec este disfrutando tanto el voluntariado, porque a él realmente le está viniendo muy bien y se ve cuando piensa en la pena que le daría no volver al voluntariado.
    Con ganas del siguiente!! <3
    pd. confío en que no se te ocurrirá que Alec se vaya sin follarse a Sabrae porque TE MATO

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