Creciendo en conexión con la naturaleza en una región que
se ha ganado el título de Paraíso Natural hace que veas las hermosura en todo y
que en muy pocas ocasiones veas lo malo, que pienses mal de la gente o que
creas que hay malas intenciones detrás de lo que la gente te hace. Siempre he
tenido esta tendencia de tratar de justificar el daño que me hacían y
culpabilizarme por sentir dolor incluso cuando veía a alguien sonreír mientras
me abría en canal; me empeñaba en pensar que eran imaginaciones mías y que mi
dolor era sólo culpa mía, por alguna especie de malentendido que la(s) otra(s)
persona(s) estuviera(n) haciendo patente. Precisamente por creer que el mundo
se asienta sobre cimientos hechos de nenúfares me ha costado mucho luchar por
mí misma, validar mis emociones y pensar qué es lo que me merezco y qué no,
cuándo me están dando de más, cuándo lo que me corresponde y cuándo me están
robando.
Lo
cierto es que llevaba años así, quizá por haber sido siempre un cometa a la
deriva que no se integró jamás en uno de los complicados sistemas solares
sociales que se forman en el instituto, y los malos hábitos son difíciles de cambiar.
El dicho de “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer” hace más bien
que mal, especialmente a los que nos sentimos encerrados en una jaula que es
amplia de sobra para nosotros, cuyos materiales no nos lastiman y de hecho puede
que incluso nos agraden, pero que ansiamos ver qué hay más allá de donde alcanza nuestra vista.
A
finales de 2019 y principios de 2020 empecé un viaje que no terminé hasta
entero de este 2023; tres años muy intensos en los que se podía leer entre
líneas lo que estaba pasando en esas entradas que siempre hago en tono
agradecido al final de año, porque, en parte, no puedo dejar de estar agradecida
de haber sobrevivido a otro año más. Lo entiendo como un privilegio y también
como la excusa perfecta para esconderme en no tratar de pedir más, porque por
experiencia, cuando he pedido siempre se me ha negado lo que deseaba, como si
fuera algo maquiavélico y totalmente extralimitado a mi condición ya no de ser
humano, sino de amiga.
Aprender
a caminar sola de nuevo es una de las cosas que me he llevado en estos años y
que más me han hecho crecer, no sólo por ver con quién puedo invertir mi tiempo
y con quién no debo malgastarlo, sino porque me ha hecho ver que todo lo que estaba
dispuesta a perderme por no tener con quién compartirlo eran experiencias
increíblemente enriquecedoras estando sola. Mi punto de inflexión fue junio,
primero, y octubre-noviembre, después; ir a una fiesta en agosto sin miedo a
nada más que equivocarme de letra mientras gritaba las canciones de mi banda
preferida en el mundo, ésa que ya no está y que, contra todas promesas, ya no
volverá. Hacer cameos en vídeos de desconocidas me ha hecho ver que soy
divertida; dejar de enviar mensajes que no obtienen respuesta en sus grupos me
ha hecho ver que no soy culpable de que esos grupos se mueran y de que otras
personas se equivoquen, aprovechen cualquier ocasión para entender en mis
palabras un ataque, y decidan que no son hipócritas por el mismo comportamiento
por el que me acusan a mí; quedarme en una posición bastante mediocre en una
bolsa de empleo para un Ayuntamiento me ha hecho ver que mi valor no se define
en un número ni en lo bien que lo haga en dos horas; en fin, esta peregrinación
hacia la persona que soy hoy me ha hecho descubrir que no soy estúpida por mirar
las cosas desde un punto de vista positivo ni por albergar esperanza, porque la
verdad es que todo puede verse de varias maneras distintas.
Los cambios
son una pérdida, sí, pero también son un lastre que ya no llevas a tu espalda.
Tenía
buenas sensaciones con este año, que tiene un número que me encanta y que se ha
convertido en mi favorito, muy a pesar el 17; y, aunque entré de culo esas dos
primeras semanas, me las he apañado para caer de pie y recuperar esa fe de esa
niña que hacía años había dejado de ser, empeñada en compararme con los demás,
con lo que ellos tenían y yo no, con lo que habían conseguido y yo no, y todo
porque no lo deseaba ni resonaba conmigo como resonaba con ellos. Vomitar el
desayuno por dejar de hablar con gente que no me quería y que me echaría en
cara a la mínima oportunidad que se le presentara que hablara de cómo me hacían
sentir, no poder retener nada en el cuerpo mientras esperaba a tomar posesión,
pedir los días de libre disposición que me quedaban libres para no tener que volver
a mi antiguo ayuntamiento y obligarme a compartir mis últimos momentos con mis
amigas allí con una jefa que no había hecho sino amargarme la existencia los
últimos meses, o pedirme unas vacaciones a regañadientes para desconectar en Navidades
sólo fueron las pruebas por las que el universo me hizo pasar para entregarme
lo que ahora tengo: ilusión por el futuro, confianza en que soy capaz, y la
certeza de que, cuando te cuidas, el universo también te cuida.
No
soy mucho de pensar en la providencia y no quiero creer que mi historia esté
escrita en piedra y no pueda modificarla, pero como escritora que soy, tampoco
puedo dejar de apreciar esos bandazos aleatorios que luego resultan ser los
giros en los que se sustenta la trama final. Ser mapa está muy bien, pero no
hay nada como un buen momento brújula en el que te dejas llevar, escribes algo
que no sabes cómo vas a resolver ahora, pero que más adelante tendrá más
sentido incluso que tus planes originales, o te llevará a un destino mejor. Pensar
hace siete años que tienes muchísima suerte por estar sentada al lado de tu
mejor amiga mientras vais a una fiesta en el bus no te garantiza que hace
cuatro que no quieras verla ni en pintura; creer que no podrás sobrevivir a no
hablar con tus mejores amigas en dos semanas, y luego en tres meses, y luego en
años no quiere decir que no vayas a lograrlo; desmontarte por cachitos para
completar a los que quieres sí puede acabar contigo, como casi hace conmigo.
El dolor
es un mecanismo de defensa que te indica que algo no te hace bien y que tienes
que extirpártelo: no deberías preocuparte de que tus palabras se
malinterpreten, no deberías no decir nada por miedo a sentirte pesada, ni
deberías pensar en no aceptar un trabajo porque te hayan dicho que lo vas a
pasar mal. Simplemente tienes que probar: busca quien no te malinterprete, busca
quien aprecie todo lo que le cuentas y te diga que los personajes de tus
novelas parecen tus amigos por la forma en que hablas de ellos, amigos a los
que les encantaría conocer; vete a ese nuevo sitio, sé tú misma con tus
compañeros, y confía en que las preguntas que te hacen son consultas para
resolver tus dudas y no exámenes para probar que eres tonta y no tienes ni idea
de lo que has estudiado. Vete sola a esa fiesta. Vete sola a esa playa. Vete sola
a ver esa película. Dile a esa amiga con la que hace tanto que no hablas que te
has leído ese libro del que tanto habla. Dile a ese chico al que no conoces muy
bien que a ti también te encanta esa película. No salgas de tu zona de confort:
expándela; la vida ya es bastante difícil como para convertirla en una batalla
eterna, pero ¿quién quiere un juego de circuito cerrado pudiendo tenerlo de
mundo abierto? Hay mil sitios ahí fuera por descubrir, mil sitios que te esperan
y a los que te mereces ir; mil personas ansiosas por conocerte y por que las
hagas reír.
Solo tienes
que empezar a creerte que de verdad te están llamando, porque es así. Esa voz
infantil que tienes dentro y que hace que lamentes no hacer algo debería tomar
el micrófono y pasar a ser la cantante. Una vez que empiezas a escucharla, ya
no puedes parar. Te dirá que te mereces cosas buenas, te lo creerás, y las
empezarás a ver a tu alrededor.
Te
dirá que te alejes del veneno, lo harás, y te sentirás mejor. Y un día te
levantarás, desayunarás, te lavarás los dientes, te vestirás, te irás a
trabajar, y te darás cuenta a medio camino de que no has vomitado el desayuno,
que ya no tienes ansiedad, y que ya no te apetece contarles nada, ni bueno ni
malo, a los que te hicieron daño; esos a cuyo silencio creías que no ibas a
sobrevivir. Has sobrevivido. Te estás cuidando. Vas en la buena dirección, ésa
en la que te negabas en redondo a mirar a pesar de que tu instinto te giraba la
cabeza a la mínima oportunidad.
La dirección hacia la que se orientan todas tus constelaciones. ¿De verdad te crees más lista
que tus estrellas? Prueba otra vez. Dales una oportunidad.
Te prometo
que no volverás a levantar la vista al cielo y a mirarlas igual cuando dejes
que empiecen a hacer su magia.