domingo, 23 de abril de 2023

Huérfana de país.

¡Hola, flor! Antes de entrar en el capítulo y al Drama Masivo™, quería detenerme un momentito en un día tan importante como hoy para darte las gracias por haberme ayudado a que Sabrae cumpla hoy seis años. Como bien sabes, es el cumpleaños de Scott, y el mismo día que él nacía me embarqué en esa aventura que no me esperaba que durara tanto (una cosa es decir que tendría 10 capítulos y otra disponerme a publicar el 258). Han sido seis años maravillosos en los que he crecido mucho como persona y como escritora, y en parte ha sido gracias a ti. Tu apoyo con tus visitas y, en especial, tus comentarios (si me los dejas, y si no, pues, ¡anímate, que no muerdo!) ha convertido este hobby mío en uno de mis más queridos. Y, aunque me lo tomo a veces como un trabajo, me hace muy feliz decir que, valga la redundancia, soy muy feliz escribiendo y explorando este mundo y a estos personajes a los que me siento tan afortunada de dar voz. Así que gracias, gracias, gracias, gracias, gracias, gracias por estar aquí seis años después. Ya estuvieras entre las originales a las que avisé en 2017 o llegaras más tarde… si medio mundo no es nada es, también, por ti.
¡Feliz cumpleaños de Scott, feliz día del libro, y feliz sexto aniversario de Sabrae!
 
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Todos los imperios que habían trascendido al paso del tiempo y habían sobrevivido a las derrotas a manos de sus enemigos habían tenido una cosa en común: sus jardines. Ya fuera en sus ciudades, como en Babilonia; o en las residencias de sus reyes, como sucedía con Versalles o los palacios faraónicos junto al Nilo, todos habían hecho de sus jardines un símbolo de la prosperidad de sus imperios, y nenúfares, lirios u orquídeas de todos los colores habían servido tanto de corona como de escudo en sus momentos más difíciles. La decadencia llegaba cuando el enemigo arrancaba las plantas, secaba los estanques, talaba los jardines y prendía fuego a las ruinas de esos jardines. Incluso nuestra monarquía era incapaz de resistirse a la ostentosidad de un imponente edificio rodeado de hectáreas y hectáreas de verde en el que destacaban aún más sus construcciones, como una perla en un colgante engarzado de esmeraldas. Ninguna reina que se preciara carecería de un laberinto de setos floridos entre los que pasear con sus damas, ni dos amantes podrían considerar fuerte su amor hasta que no se besaran bajo dos árboles entrelazados tras siglos de cuidados.
               Supongo que cuidar de la flora no era sino una manifestación de nuestro pasado como agricultores, en que la tierra nos había dado lo necesario para sobrevivir y habíamos tenido que aprender a amarla, respetarla y agradecer que nos mantuviera durante los cambios de estación.
               Supongo que por eso resultaba tan terapéutico arrodillarse y arrancar hierbajos, cortar brotes secos y despejar la base de los tallos: era un modo de conectar con el pasado, en el que no había dolor, no había problemas, y la única preocupación que podías tener era cuántos frutos daría el árbol cuya sombra te cobijaba en verano o cuyas hojas abultaban tu colchón en el otoño. El dolor en las rodillas, que protestaban por el tiempo en la misma posición; el sudor que se deslizaba por mi sien mientras me afanaba en despejar de malas hierbas los narcisos de Annie, la rabia con que el sol me castigaba los hombros y la espalda; todo eran molestias que me conducían a un lugar mejor, como las agujetas que hacen de preludio de la bajada en la báscula después de una víspera de intensísimo ejercicio.
               Un lugar en el que mis preocupaciones no podían encontrarme, donde yo era más rápida que ellas y conseguía darles esquinazo. Un lugar en el que yo, y no mi destino, era la que escribía el camino que había recorrido, el que estaba recorriendo e iba a recorrer. No estaba segura de si cambiaría si Alec estaría conmigo o si permanecería en Etiopía, descubriéndose a sí mismo y lo que era capaz de hacer; pero lo que sin duda sería diferente habría sido el día anterior.
               Tirando de los hierbajos con cuidado de no llevarme ninguna planta por delante, me concentré sólo en mi tarea, obligando a retroceder a un lugar bien apartado de mi cabeza a ese silencio que se había extendido por todo mi cuerpo cuando mamá me soltó aquella bomba nuclear. Estaba segura de que, en cuanto no me quedaran más plantas de las que ocuparme (ya había despejado todas las macetas del invernadero de cristal de Annie), sus palabras caerían sobre mí como buitres famélicos y reverberarían en mi interior tan fuerte que ni un concierto de heavy metal sería capaz de acallarlas.
               Ya no me hace tanta gracia que estés con él.
               Hierbajo fuera. Un puñadito de tierra que saqué del montoncito en el que Alec tiraba el césped cada vez que lo cortaba para ir haciendo compost e ir haciendo abono para las plantas para cubrir el hueco que había abierto el hierbajo.
               Ya no me hace tanta gracia que estés con él.
               Una cáscara de caracol vacía retirada. Dos hojas resecas cortadas.
               Ya no me hace tanta gracia que estés con él.
               Me había quedado tan helada cuando la escuché decir eso que no pude reaccionar de ninguna manera. Simplemente le había mirado parpadeando como una estúpida, sin sentir nada más que mi corazón latiendo a toda velocidad y mis mejillas ardiendo ante la brusca bajada de la temperatura. Mamá me había devuelto la mirada durante unos eternos diez segundos, posiblemente esperando que explotara y le diera motivos para prohibirme estar con Alec, pero yo no hice nada. No me moví, no respiré, no sentí nada más que ese vacío mordiéndome con rabia por dentro.
               Mamá se había colgado la mochila de Duna a un hombro y había cogido la de Astrid, había salido y me había dejado sola con mi estupefacción y mi corazón rotos. Como un borrón, Scott y Shasha pasaron frente a mí, me dijeron palabras que no comprendí, y se quedaron en el piso inferior cuando les dije que no me encontraba bien, que no iba a ir a la piscina de bolas con las niñas y que me iba a mi habitación.
               Cuando supe que la casa estaba vacía, cogí las llaves de casa de Alec y mi móvil y salí de mi casa. Sólo me permití desmoronarme y echarme por fin a llorar cuando eché el cerrojo de su puerta, y ni siquiera fui capaz de dar un paso en el vestíbulo: me rompí allí mismo, con la espalda apoyada contra la puerta, deslizándome hacia el suelo hasta quedar sentada y sintiendo que se me habría una brecha en el pecho que me triplicaba en tamaño. Me daba miedo pensar en lo que podía suponer que mamá ya no quisiera que estuviera con Alec, porque Alec ahora también era mi familia; algún día él sería parte de mi familia y me ayudaría a crear la mía propia. No quería que mamá me hiciera elegir entre ella y él. No quería que mamá se interpusiera entre nosotros. Necesitaba que me apoyara, que me acunara por las noches, cuando mi cama me pareciera inmensa, insípida y fría ahora que ya no estaba él para invadirla, para darle su olor, para calentármela con su cuerpo; necesitaba que me recordara que todo saldría bien, que no seríamos como las demás parejas de adolescentes que no sobrevivían a estar separados más de dos semanas. Necesitaba que me recordara que había tomado una buena decisión pidiéndole que se marchara, apostando por su crecimiento personal y no por mi comodidad.
               Necesitaba que me dijera que era normal tener dudas, no que me hiciera dudar de él.

lunes, 17 de abril de 2023

Montaña rusa.


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-¿Podemos echar purpurina en la tarta?-preguntó Astrid, con unos ojos como platos que transmitían toda la bondad del mundo, una bondad que hacía bastante tiempo que las niñas habían abandonado, según sospechaba. Eran demasiado espabiladas y sabían aprovecharse demasiado bien de las situaciones como para creer que conservaban esa inocencia con la que habían venido al mundo, por mucho que nosotros nos hubiéramos esforzado en tratar de prevenir su desaparición.
               Esos ojitos de corderito degollado me sonaban mucho, tan típicos como eran en mi hermana… y que no desaprovechaba la ocasión de poner, como ahora.
               Hoy era 5 de septiembre, el cumpleaños de las niñas. Astrid y Duna habían llevado la sincronización de Scott y Tommy un paso más allá, e incluso habían nacido el mismo día. Si bien el parto de Astrid había sido el más largo de las dos, también era la mayor, superando a la benjamina de los Malik por apenas unas horas que parecerían críticas en auténticas gemelas. Estaban destinadas a ser mejores amigas desde que nacieron: después de dar a luz a Astrid, Eri había pedido que la llevaran a una habitación en la que la otra cama estuviera libre simplemente para que mamá pudiera estar allí también con ella, sus maridos a cada lado, y Tommy y Scott no tuvieran que separarse de sus padres ni vivir el uno lejos del otro la experiencia de conocer a la última hermanita que reforzaría su papel de hermanos mayores. Si ya de por sí los eventos importantes en nuestras familias eran compartidos con la otra (Tommy no se había perdido ni uno solo de mis cumpleaños, ni Scott se había perdido tampoco los de Dan, simplemente porque eran Mejores Amigos Del Alma y no concebían una fiesta sin la presencia del otro), el hecho de que Dundun y Ash hubieran nacido el mismo día nos daba una excusa perfecta para juntarnos. Siempre habían tenido una fiesta conjunta, en la que las dos niñas eran las reinas de la casa y a las que casi nunca se les decía que no, salvo que su petición fuera excesivamente descarada.
               Aunque mamá solía dar rienda suelta a nuestra vena creativa y rara vez trataba de ponerle puertas a nuestra imaginación, seguramente por cómo papá la había hecho avergonzarse al ponerse como una fiera porque Scott se había hecho un piercing y señalándole que él estaba lleno de tatuajes y eso no le suponía un problema para tirárselo, la purpurina en la comida estaba fuera de toda negociación. Eri simplemente se giró para lanzar a las niñas una mirada de advertencia, pues sabía de sobra que Astrid había preguntado ya con el bote abierto, más por cortesía que por querer respetar la autoridad de su madre.
               -No. No está en la receta.
               -Pero, ¡mamá!-baló Duna, golpeando con sus puñitos de cumpleañera la mesa sobre la que estaban removiendo la masa de una de las tartas entre ella, Dan y Astrid-. ¡No es una tarta unicornio si no tiene purpurina!
               -Esa purpurina no es comestible.
               -¡Pero…!
               -¡He dicho que no, señorita!-respondió mamá, girándose y poniendo las manos en los bordes de la encimera-. ¿Has visto que Pauline te pusiera purpurina en los cupcakes que nos hizo para que eligierais vuestras tartas?
               Duna tuvo la decencia de agachar la cabeza cuando respondió con un tímido “no”, retorciéndose las manos como si estuviera arrepentida. Luego miró a mamá por debajo de las cejas. Ahí estaba. La carita de “soy un angelito y no deberías gritarme, porque me disgustaré y se me olvidará cómo salir volando de vuelta al cielo”. Esa cara hacía estragos en todos los que no pasaban mucho tiempo con ella, e incluso Scott a veces tenía que esforzarse para resistirse. Alec se había pasado una noche entera sin pegar ojo porque Duna le había puesto esa cara al preguntarle si podía dormir con nosotros al enterarse de que él se iba a ir de voluntariado.
               -Por una noche tampoco pasará nada…-se había lamentado, con el corazón en un puño, pero yo sabía que tenía que hacerme la dura o jamás nos libraríamos de ella, y así se lo dije.
               -Si la dejamos dormir hoy con nosotros, terminarás durmiendo en su cama cada vez que se le antoje, ya lo verás.
               -Solo sería una noche.
               -Alec, conozco a mi hermanita. No lo va a dejar estar. Hay que cortarlo de raíz. Duérmete, venga-le había dado un beso en la mejilla y le había apoyado la cabeza sobre el pecho, esperando escuchar el sonido de su respiración o sus latidos ralentizándose cuando se sumiera por fin en ese sueño que tan íntimo me parecía.
               -No tienes corazón-dijo sin embargo, y yo sonreí.
               -Si no puedes decirle que no a tus cuñaditas, ¿cómo se lo vas a decir a tus hijas?
               -Ah, es que no tengo pensado-sonrió en la penumbra, mirando al techo-. Ya las educará su madre-me dio un pellizquito en la cintura y yo me reí.
               Dios, lo echaba tanto de menos… puede debiera haberle pedido a Duna que le pusiera esa cara al suplicarle que no se marchara. La pequeña había sacado la artillería pesada al echarse a llorar, pero no sabía que Alec era más vulnerable a las dagas que a las bombas nucleares.
               La que era completamente inmune a todo era mamá.
               -Pues eso. No vamos a cambiar su receta delante de sus narices. Sería de una mala educación terrible, y no quieres faltarle al respeto, ¿verdad? Con las molestias que se está tomando por vuestro cumple.
               -No es molestia, Sherezade-sonrió Pauline. Después de que Alec viniera a verme y yo haber salido de mi trance obsesivo con que tenía que dejarle, me había dedicado a pasearme por los sitios que él había frecuentado para regodearme en mi dolor, echarlo más de menos y castigarme por lo que había intentado. Había tenido que quedar con Chrissy porque no sabía exactamente dónde estaba el almacén en el que había trabajado Al, o si me dejarían entrar, y la pastelería de Pauline había supuesto un buen lugar en el que reunirnos. Allí les había contado la terrible idea que había barajado durante unos días que habían sido horribles y ellas alzaron las cejas, incrédulas, sorprendidas y un poco escépticas de que me mereciera a Alec si era capaz de ser tan tonta, y cuando había llegado a la parte en la que él aparecía como por arte de magia en mi habitación, las dos lanzaron sendos chillidos.
               -¡Joder, esto es la hostia! Pauline, no sólo es guapo, folla que te cagas y la tiene grande-se quejó Chrissy, cogiéndola del brazo-. ¡También se comporta como el protagonista masculino de una novela romántica! ¡Y tú y yo fuimos tan tontas que lo dejamos escapar!
               -Quiero arañarte la cara-dijo Pauline simplemente-. ¿No podías hacer que se quedara?
               -Tenía que irse.
               -¿Quién lo dice?
               -Eh… me pareció lo más acertado-dije, encogiéndome en el asiento mientras las dos me miraban como si estuviera loca.
               -También te pareció más acertado romper con él porque creías que te habías creído desde el principio que te había puesto los cuernos. ¿No has aprendido ya que no se te puede dejar sin supervisión, Sabrae?
               -Oye, si te estabas agobiando en la relación y necesitabas distancia, yo estaría encantado de acogerlo en mi casa entre semana. Eso sí, con la condición de que se comportara conmigo como cuando estaba soltero-bromeó Chrissy.
               -¡Ojalá fuera porque me estaba agobiando en mi relación! Qué va, cuando me estoy agobiando es ahora. ¿Creéis que he hecho mal?-me encogí un poco más en el asiento. Lo había hablado ya con mis amigas, y las tres me habían dicho que había sido una decisión valiente y desinteresada, la mejor que podía tomar, y también la más difícil; después me habían prometido, y luego jurado por su vida, que no me lo decían porque la distancia con Alec las beneficiara porque así tenía más tiempo para dedicárselo a ellas, pero… bueno, no estaba tan segura. Llevaba solamente un mes sin Alec y ya me había peleado con mamá, que seguía rara entonces y seguía rara ahora, en el cumpleaños de las niñas.
               Puede que tuviéramos que encontrar otra manera de escribir nuestras historias por separado, después de todo.
               O eso pensé bajo el escrutinio de Chrissy y Pauline.
               -¿Para tu vida sexual? Definitivamente.

lunes, 10 de abril de 2023

Pegaso.


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Amoke salió disparada a toda velocidad en cuanto escuchamos el timbre; casi tan rápido que se podría decir que la reacción fue simultánea al estímulo.
               No parecía importarle demasiado el hecho de que estuviéramos en mi casa, y no en la suya, o que no sólo estuviera mi grupito, sino también el de mi hermana, ocupando un salón saturado de hormonas femeninas y el color rosa, para comportarse como la anfitriona. Una anfitriona ansiosa por que su grupo aumentara y por tener todavía más trabajo que hacer.
               Todo era demasiado reciente para que yo relacionara el comportamiento de mi mejor amiga con algo en concreto, ya que sólo había gozado de la gestión impecable de mi novio en otra ocasión.
               -Ya voy yo-había anunciado, incorporándose como un resorte y corriendo hacia el vestíbulo como alma que lleva el diablo; si no tuviéramos ya la copiosa cena distribuida por el salón, en el que Taïssa, Momo, Kendra, las amigas de Shasha, mi hermana y yo nos habíamos congregado en torno a la tele para ver realities mientras nos poníamos ciegas a comida basura, híper calórica y con extra de picante, me habría preocupado de que se propusiera secuestrar una de las bolsas de comida para llevar con el propósito de no compartirla.
               -No hace falta, Mo…-empecé, levantándome tras ella y pasando del salón al vestíbulo también, justo en el momento en que ella abría la puerta sin mirar y…
               -¡JORDAN!-bramó al ver al mejor amigo de mi novio, ahora también amigo mío… y, si lo que decía de sus conversaciones intercambiándose memes era verdad, también suyo-. ¡Qué sorpresa!
               Amoke se giró para mirarnos a Taïs, Ken y a mí, mostrándonos una sonrisa radiante que hizo que mis rodillas cedieran un poco. Ni tan siquiera fui capaz de no poner los ojos en blanco ante lo evidente que era su plan y lo tonta que había sido yo por no haberme dado cuenta de ello.
                Cuando me había levantado esa mañana, había comprobado que la naturaleza seguía su curso sin remedio, y que el mundo no se detenía ante nadie por mucho que yo deseara que el sol dejara de asomarse en el horizonte y el último beso que me había dado con Alec no siguiera alejándose de mí en el tiempo. Las mujeres lo teníamos muchísimo más complicado para simular quedarnos congeladas en un momento en concreto de nuestra vida o en una fecha especial  en el calendario, y todo por nuestro ridículo calendario hormonal. Llevaba varios días sintiendo las molestias que precedían a las manchas en la ropa interior, y cuando fui al baño esa misma mañana, lo primero que hice fue suspirar por lo impasible del paso del tiempo. Deseé que Alec estuviera conmigo una vez más mientras abría el envoltorio de la compresa y me la ponía en una muda limpia, y más que dispuesta a fingir que mi negatividad estaba justificada (porque, si lo pensaba con calma, un día más  lejos de la visita relámpago de Alec y de su último beso era un día más cerca de Navidad y del descanso que nos daríamos de nuestra distancia), me tumbé en la cama a hacer lo que mejor se me daba cuando tenía la regla: ponerme sentimental y mimosa. Lo cual se traducía en echar de menos a mi novio, arrebujarme en la cama, inhalar el aroma casi diluido de su cuerpo en la ropa que me había dejado para que me la racionara y que yo había agotado prácticamente el primer día, y ponerme a ver fotos y vídeos de nosotros dos, a solas o con más gente, e imaginármelo que estaba allí, conmigo. No en el sentido sexual; podría superar, más o menos, al Alec que era en la cama cuando estaba encima de mí; pero el Alec que era cuando yo me sentía cansada o algo enferma era insuperable. Así que, acurrucada bajo mis sábanas, me dediqué a reproducir sus videomensajes para escuchar su voz, cerrar los ojos y fingir que las manos que me recorrían las piernas doloridas eran las suyas y no las mías.
               Por suerte para mi soledad y por desgracia para mi amor propio si algún día necesitaba superarlo por lo que fuera, Alec me había dado contenido de sobra en el que pensar. No contento con ser el mejor novio del mundo a base de plantarse en mi casa el mismo día que sabía que me veía la regla y meterme un paño de cocina en la nevera para aliviarme la hinchazón que notaba en las piernas, había decidido convertirse en el Mejor Novio De La Historia, así, con mayúsculas, cuando me compró una toalla de algodón estampado de los osos amorosos sobre fondo lila y bordes azules. Era tremendamente suave: estaba hecha de algodón egipcio exclusivamente, y chillé cuando lo vi en la etiqueta, porque seguro que costaba un ojo de la cara.
               -Todo para mi princesita-había ronroneado él, que era todavía peor que yo cuando me bajaba la regla; parecía que llevara dieciocho años esperando a poder expresar sus sentimientos sin tapujos, y que sintiera que sólo lo podía hacer en mis días del mes.
               -¿Cuánto te ha costado?-le insistí, y él puso los ojos en blanco.
               -¿Sabes que es de tope mala educación preguntar el precio de los regalos, Sabrae?
               -Alec, literalmente me trago tu semen. Creo que hace bastante que dejamos de guiarnos por lo que es de buena educación y lo que no.
               -Los robé en Harrod’s-dijo, poniendo los ojos en blanco. Lo miré.
               -¿“Los”?
               -También le pillé uno a Mary Elizabeth. De My Little Pony. Por favor, dime que no lo preferirías. Y si vas a echarme la bronca por no haberlos comprado, ahórratelo. He sido un engranaje más en la maquinaria capitalista durante el tiempo suficiente como para merecerme robar dos toallas para niñas pijas en Harrod’s sin que nadie me lo eche en cara. Además, si he sido capaz de quitarles la alarma dentro de la tienda, es porque me merecía llevármelas gratis.

domingo, 2 de abril de 2023

Hijos de la mitología.


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 El momento en el que el avión de Alec abandonó la tierra y técnicamente él dejó de estar en la misma isla que yo fue igual de desgarrador que la primera vez. Pensar que le vería en menos tiempo del que tenía proyectado cuando me despedí de él a principios de agosto no me ayudó como debería, ni tampoco me consolé en pensar que pronto recibiría una nueva carta suya hablándome de todo lo que había hecho la semana anterior, ésa que se había convertido en un paréntesis en nuestra visita y de la que no habíamos hablado, demasiado ocupados como habíamos estado reconociéndonos con los labios y luego discutiendo con los corazones en la mano, ninguno de los dos deseando lo que yo quería provocar y él luchando por defendernos.
               Sentía que me estaban arrancando una parte de mí que yo misma había dicho que ofrecería en su momento, creyendo que el sacrificio merecería la pena y que no tendría miedo cuando vinieran a reclamarla. Sentía que me habían entregado un cuchillo oxidado y, sin mirarme a los ojos, me habían pedido me abriera el pecho en canal y dejara que la vida y el alma se me escaparan por allí.  Sentía el lazo que me unía a Alec tensándose y tensándose, una pregunta resonando en el hueco entre las estrellas, “¿por qué le ha dejado marchar otra vez?”. Sabía lo increíblemente afortunada que era de poder considerarme suya y a él llamarlo mío, y apostarlo todo para que pudiéramos crecer, arriesgándonos a hacerlo en distintas direcciones, ya no me parecía tan buena idea como lo había sido cuando lo había tenido delante. No podía ser tan fuerte ni tan valiente estando sola como cuando estaba con él, y dudaba de mi juicio cuando lo tenía delante, porque me sentía más grande, más poderosa, más invencible. Creía que no miraba a nadie de la forma en que me miraba a mí, y que jamás dejaría de hacerlo, cuando sus ojos se posaban en mí y me hacían sentir como si fuera la única chica del mundo. Luego él se iba y yo dejaba de estar embobada por su presencia y veía a todas las demás, ésas que se suponía que yo no debía de ver como competencia y que, a pesar de todo, eran amenazas para mí. La suerte que me había sonreído podía volverse igual de generosa con cualquier otra chica,  y dejarme en el más absoluto desamparo.
               La sensación que te embargaba antes de cruzar el océano en una travesía hecha con un pequeño velero no era igual cuando estabas en tu templo, encomendándote a tu dios y rogándole que fuera benévolo contigo, a cuando veías las nubes de tormenta oscureciendo un horizonte en el que ya no reinaba el sol. Anticipar un vuelo en el que harás paracaidismo no tiene nada que ver con ese tirón en el estómago que sientes cuando abren la puerta del avión y el viento te empuja hacia atrás antes de tratar de succionarte hacia afuera.
               Esto no iba a ser fácil. En agosto yo no contaba con que Perséfone estuviera allí, con él, haciendo que todo mi mundo se tambaleara y que lo que me había dicho en Mykonos y que yo había aceptado como una verdad insondable ahora fuera simplemente una teoría. Le había creído cuando me había dicho que no tenía nada de qué preocuparme con ella igual que la había creído a ella cuando me había dicho que no le devolvió el beso; le había creído cuando me dijo que por Perséfone no cogería un avión sin dudarlo como lo había hecho conmigo, ni se habría ofrecido a renunciar al voluntariado a pesar de que en tan solo un mes ya habíamos visto sus efectos beneficiosos en su alma, porque no preferiría estar con ella antes que allí. Pero conmigo sí. Le había creído, y todavía tenía esperanza de estar bien, porque todavía mi cuerpo olía a su piel y podía sentir la calidez de sus dedos acariciándome, sus labios besándome, o sus dientes mordiéndome mientras me recorría con dos manos que parecían un millar. Le había creído y lo hacía ahora y había conseguido estar tranquila en el viaje y permanecer entera para no hacérselo más difícil porque él era el viento en mis alas, las constelaciones guiándome, la sombra de consuelo en un día caluroso y la fuerza en mis piernas y brazos para seguir escalando.
               Pero sabía que el viento se acabaría, que el cielo nocturno se nublaría, que dejaría de haber sombras a mediodía y que terminaría cansándome si no paraba a retomar el aliento. Y, ¿cómo retomabas el aliento colgada de una pared totalmente vertical, cortada como a cuchillo? En julio me había permitido tener esperanza, confiar en que lloraría lo que necesitara y que no embotellaría mis emociones; decirme que sería capaz de distraerme y que, entre ataque de celos y ataque de celos, puede que me gustara imaginármelo aprovechando el permiso que yo le había dado y acostándose con otras… y pensando en mí mientras las tenía debajo.
               Y luego había llegado septiembre y me había hecho la gran putada de obligarme a despedirme de él sabiendo todo aquello, redescubriendo lo bien que sabían sus besos y… ansiando la sensación de tenerlo de nuevo en mi interior, sellando nuestra unión y haciéndome ver que allí, conmigo, entre mis brazos y también mis piernas, era donde se suponía que Alec debía estar. Sí, de acuerdo, amar es dejar libre y confiar en que volverán contigo, y yo confiaba en eso ahora más que nunca, pero…
               … quien haya abierto la puerta a un ser querido para dejarle que salga de tu vida sabe lo angustiosos que son esos segundos en los que él mira hacia afuera, donde brilla el sol y le espera todo un mundo de posibilidades.
               Imagínate si esos segundos resultan ser meses.