¡Hola, flor! Antes
de entrar en el capítulo y al Drama Masivo™, quería detenerme un momentito en
un día tan importante como hoy para darte las gracias por haberme ayudado
a que Sabrae cumpla hoy seis años.
Como bien sabes, es el cumpleaños de Scott, y el mismo día que él nacía me
embarqué en esa aventura que no me esperaba que durara tanto (una cosa es decir
que tendría 10 capítulos y otra disponerme a publicar el 258). Han sido seis
años maravillosos en los que he crecido mucho como persona y como escritora, y
en parte ha sido gracias a ti. Tu apoyo con tus visitas y, en especial, tus
comentarios (si me los dejas, y si no, pues, ¡anímate, que no muerdo!) ha
convertido este hobby mío en uno de mis más queridos. Y, aunque me lo tomo a
veces como un trabajo, me hace muy feliz decir que, valga la redundancia, soy
muy feliz escribiendo y explorando este mundo y a estos personajes a los que me
siento tan afortunada de dar voz. Así que gracias, gracias, gracias, gracias,
gracias, gracias por estar aquí seis
años después. Ya estuvieras entre las originales a las que avisé en 2017 o
llegaras más tarde… si medio mundo no es nada es, también, por ti.
¡Feliz cumpleaños de Scott, feliz día del libro, y feliz sexto aniversario de Sabrae! ❤
Todos los imperios que habían trascendido al paso del
tiempo y habían sobrevivido a las derrotas a manos de sus enemigos habían
tenido una cosa en común: sus jardines. Ya fuera en sus ciudades, como en
Babilonia; o en las residencias de sus reyes, como sucedía con Versalles o los
palacios faraónicos junto al Nilo, todos habían hecho de sus jardines un
símbolo de la prosperidad de sus imperios, y nenúfares, lirios u orquídeas de
todos los colores habían servido tanto de corona como de escudo en sus momentos
más difíciles. La decadencia llegaba cuando el enemigo arrancaba las plantas,
secaba los estanques, talaba los jardines y prendía fuego a las ruinas de esos
jardines. Incluso nuestra monarquía era incapaz de resistirse a la ostentosidad
de un imponente edificio rodeado de hectáreas y hectáreas de verde en el que
destacaban aún más sus construcciones, como una perla en un colgante engarzado
de esmeraldas. Ninguna reina que se preciara carecería de un laberinto de setos
floridos entre los que pasear con sus damas, ni dos amantes podrían considerar
fuerte su amor hasta que no se besaran bajo dos árboles entrelazados tras
siglos de cuidados.
Supongo que cuidar de la flora no era sino una manifestación de nuestro pasado como agricultores, en que la tierra nos había dado lo necesario para sobrevivir y habíamos tenido que aprender a amarla, respetarla y agradecer que nos mantuviera durante los cambios de estación.
Supongo que por eso resultaba tan terapéutico arrodillarse y arrancar hierbajos, cortar brotes secos y despejar la base de los tallos: era un modo de conectar con el pasado, en el que no había dolor, no había problemas, y la única preocupación que podías tener era cuántos frutos daría el árbol cuya sombra te cobijaba en verano o cuyas hojas abultaban tu colchón en el otoño. El dolor en las rodillas, que protestaban por el tiempo en la misma posición; el sudor que se deslizaba por mi sien mientras me afanaba en despejar de malas hierbas los narcisos de Annie, la rabia con que el sol me castigaba los hombros y la espalda; todo eran molestias que me conducían a un lugar mejor, como las agujetas que hacen de preludio de la bajada en la báscula después de una víspera de intensísimo ejercicio.
Un lugar en el que mis preocupaciones no podían encontrarme, donde yo era más rápida que ellas y conseguía darles esquinazo. Un lugar en el que yo, y no mi destino, era la que escribía el camino que había recorrido, el que estaba recorriendo e iba a recorrer. No estaba segura de si cambiaría si Alec estaría conmigo o si permanecería en Etiopía, descubriéndose a sí mismo y lo que era capaz de hacer; pero lo que sin duda sería diferente habría sido el día anterior.
Tirando de los hierbajos con cuidado de no llevarme ninguna planta por delante, me concentré sólo en mi tarea, obligando a retroceder a un lugar bien apartado de mi cabeza a ese silencio que se había extendido por todo mi cuerpo cuando mamá me soltó aquella bomba nuclear. Estaba segura de que, en cuanto no me quedaran más plantas de las que ocuparme (ya había despejado todas las macetas del invernadero de cristal de Annie), sus palabras caerían sobre mí como buitres famélicos y reverberarían en mi interior tan fuerte que ni un concierto de heavy metal sería capaz de acallarlas.
Ya no me hace tanta gracia que estés con él.
Hierbajo fuera. Un puñadito de tierra que saqué del montoncito en el que Alec tiraba el césped cada vez que lo cortaba para ir haciendo compost e ir haciendo abono para las plantas para cubrir el hueco que había abierto el hierbajo.
Ya no me hace tanta gracia que estés con él.
Una cáscara de caracol vacía retirada. Dos hojas resecas cortadas.
Ya no me hace tanta gracia que estés con él.
Me había quedado tan helada cuando la escuché decir eso que no pude reaccionar de ninguna manera. Simplemente le había mirado parpadeando como una estúpida, sin sentir nada más que mi corazón latiendo a toda velocidad y mis mejillas ardiendo ante la brusca bajada de la temperatura. Mamá me había devuelto la mirada durante unos eternos diez segundos, posiblemente esperando que explotara y le diera motivos para prohibirme estar con Alec, pero yo no hice nada. No me moví, no respiré, no sentí nada más que ese vacío mordiéndome con rabia por dentro.
Mamá se había colgado la mochila de Duna a un hombro y había cogido la de Astrid, había salido y me había dejado sola con mi estupefacción y mi corazón rotos. Como un borrón, Scott y Shasha pasaron frente a mí, me dijeron palabras que no comprendí, y se quedaron en el piso inferior cuando les dije que no me encontraba bien, que no iba a ir a la piscina de bolas con las niñas y que me iba a mi habitación.
Cuando supe que la casa estaba vacía, cogí las llaves de casa de Alec y mi móvil y salí de mi casa. Sólo me permití desmoronarme y echarme por fin a llorar cuando eché el cerrojo de su puerta, y ni siquiera fui capaz de dar un paso en el vestíbulo: me rompí allí mismo, con la espalda apoyada contra la puerta, deslizándome hacia el suelo hasta quedar sentada y sintiendo que se me habría una brecha en el pecho que me triplicaba en tamaño. Me daba miedo pensar en lo que podía suponer que mamá ya no quisiera que estuviera con Alec, porque Alec ahora también era mi familia; algún día él sería parte de mi familia y me ayudaría a crear la mía propia. No quería que mamá me hiciera elegir entre ella y él. No quería que mamá se interpusiera entre nosotros. Necesitaba que me apoyara, que me acunara por las noches, cuando mi cama me pareciera inmensa, insípida y fría ahora que ya no estaba él para invadirla, para darle su olor, para calentármela con su cuerpo; necesitaba que me recordara que todo saldría bien, que no seríamos como las demás parejas de adolescentes que no sobrevivían a estar separados más de dos semanas. Necesitaba que me recordara que había tomado una buena decisión pidiéndole que se marchara, apostando por su crecimiento personal y no por mi comodidad.
Necesitaba que me dijera que era normal tener dudas, no que me hiciera dudar de él.
¡Feliz cumpleaños de Scott, feliz día del libro, y feliz sexto aniversario de Sabrae! ❤
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Supongo que cuidar de la flora no era sino una manifestación de nuestro pasado como agricultores, en que la tierra nos había dado lo necesario para sobrevivir y habíamos tenido que aprender a amarla, respetarla y agradecer que nos mantuviera durante los cambios de estación.
Supongo que por eso resultaba tan terapéutico arrodillarse y arrancar hierbajos, cortar brotes secos y despejar la base de los tallos: era un modo de conectar con el pasado, en el que no había dolor, no había problemas, y la única preocupación que podías tener era cuántos frutos daría el árbol cuya sombra te cobijaba en verano o cuyas hojas abultaban tu colchón en el otoño. El dolor en las rodillas, que protestaban por el tiempo en la misma posición; el sudor que se deslizaba por mi sien mientras me afanaba en despejar de malas hierbas los narcisos de Annie, la rabia con que el sol me castigaba los hombros y la espalda; todo eran molestias que me conducían a un lugar mejor, como las agujetas que hacen de preludio de la bajada en la báscula después de una víspera de intensísimo ejercicio.
Un lugar en el que mis preocupaciones no podían encontrarme, donde yo era más rápida que ellas y conseguía darles esquinazo. Un lugar en el que yo, y no mi destino, era la que escribía el camino que había recorrido, el que estaba recorriendo e iba a recorrer. No estaba segura de si cambiaría si Alec estaría conmigo o si permanecería en Etiopía, descubriéndose a sí mismo y lo que era capaz de hacer; pero lo que sin duda sería diferente habría sido el día anterior.
Tirando de los hierbajos con cuidado de no llevarme ninguna planta por delante, me concentré sólo en mi tarea, obligando a retroceder a un lugar bien apartado de mi cabeza a ese silencio que se había extendido por todo mi cuerpo cuando mamá me soltó aquella bomba nuclear. Estaba segura de que, en cuanto no me quedaran más plantas de las que ocuparme (ya había despejado todas las macetas del invernadero de cristal de Annie), sus palabras caerían sobre mí como buitres famélicos y reverberarían en mi interior tan fuerte que ni un concierto de heavy metal sería capaz de acallarlas.
Ya no me hace tanta gracia que estés con él.
Hierbajo fuera. Un puñadito de tierra que saqué del montoncito en el que Alec tiraba el césped cada vez que lo cortaba para ir haciendo compost e ir haciendo abono para las plantas para cubrir el hueco que había abierto el hierbajo.
Ya no me hace tanta gracia que estés con él.
Una cáscara de caracol vacía retirada. Dos hojas resecas cortadas.
Ya no me hace tanta gracia que estés con él.
Me había quedado tan helada cuando la escuché decir eso que no pude reaccionar de ninguna manera. Simplemente le había mirado parpadeando como una estúpida, sin sentir nada más que mi corazón latiendo a toda velocidad y mis mejillas ardiendo ante la brusca bajada de la temperatura. Mamá me había devuelto la mirada durante unos eternos diez segundos, posiblemente esperando que explotara y le diera motivos para prohibirme estar con Alec, pero yo no hice nada. No me moví, no respiré, no sentí nada más que ese vacío mordiéndome con rabia por dentro.
Mamá se había colgado la mochila de Duna a un hombro y había cogido la de Astrid, había salido y me había dejado sola con mi estupefacción y mi corazón rotos. Como un borrón, Scott y Shasha pasaron frente a mí, me dijeron palabras que no comprendí, y se quedaron en el piso inferior cuando les dije que no me encontraba bien, que no iba a ir a la piscina de bolas con las niñas y que me iba a mi habitación.
Cuando supe que la casa estaba vacía, cogí las llaves de casa de Alec y mi móvil y salí de mi casa. Sólo me permití desmoronarme y echarme por fin a llorar cuando eché el cerrojo de su puerta, y ni siquiera fui capaz de dar un paso en el vestíbulo: me rompí allí mismo, con la espalda apoyada contra la puerta, deslizándome hacia el suelo hasta quedar sentada y sintiendo que se me habría una brecha en el pecho que me triplicaba en tamaño. Me daba miedo pensar en lo que podía suponer que mamá ya no quisiera que estuviera con Alec, porque Alec ahora también era mi familia; algún día él sería parte de mi familia y me ayudaría a crear la mía propia. No quería que mamá me hiciera elegir entre ella y él. No quería que mamá se interpusiera entre nosotros. Necesitaba que me apoyara, que me acunara por las noches, cuando mi cama me pareciera inmensa, insípida y fría ahora que ya no estaba él para invadirla, para darle su olor, para calentármela con su cuerpo; necesitaba que me recordara que todo saldría bien, que no seríamos como las demás parejas de adolescentes que no sobrevivían a estar separados más de dos semanas. Necesitaba que me recordara que había tomado una buena decisión pidiéndole que se marchara, apostando por su crecimiento personal y no por mi comodidad.
Necesitaba que me dijera que era normal tener dudas, no que me hiciera dudar de él.