domingo, 23 de abril de 2023

Huérfana de país.

¡Hola, flor! Antes de entrar en el capítulo y al Drama Masivo™, quería detenerme un momentito en un día tan importante como hoy para darte las gracias por haberme ayudado a que Sabrae cumpla hoy seis años. Como bien sabes, es el cumpleaños de Scott, y el mismo día que él nacía me embarqué en esa aventura que no me esperaba que durara tanto (una cosa es decir que tendría 10 capítulos y otra disponerme a publicar el 258). Han sido seis años maravillosos en los que he crecido mucho como persona y como escritora, y en parte ha sido gracias a ti. Tu apoyo con tus visitas y, en especial, tus comentarios (si me los dejas, y si no, pues, ¡anímate, que no muerdo!) ha convertido este hobby mío en uno de mis más queridos. Y, aunque me lo tomo a veces como un trabajo, me hace muy feliz decir que, valga la redundancia, soy muy feliz escribiendo y explorando este mundo y a estos personajes a los que me siento tan afortunada de dar voz. Así que gracias, gracias, gracias, gracias, gracias, gracias por estar aquí seis años después. Ya estuvieras entre las originales a las que avisé en 2017 o llegaras más tarde… si medio mundo no es nada es, también, por ti.
¡Feliz cumpleaños de Scott, feliz día del libro, y feliz sexto aniversario de Sabrae!
 
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Todos los imperios que habían trascendido al paso del tiempo y habían sobrevivido a las derrotas a manos de sus enemigos habían tenido una cosa en común: sus jardines. Ya fuera en sus ciudades, como en Babilonia; o en las residencias de sus reyes, como sucedía con Versalles o los palacios faraónicos junto al Nilo, todos habían hecho de sus jardines un símbolo de la prosperidad de sus imperios, y nenúfares, lirios u orquídeas de todos los colores habían servido tanto de corona como de escudo en sus momentos más difíciles. La decadencia llegaba cuando el enemigo arrancaba las plantas, secaba los estanques, talaba los jardines y prendía fuego a las ruinas de esos jardines. Incluso nuestra monarquía era incapaz de resistirse a la ostentosidad de un imponente edificio rodeado de hectáreas y hectáreas de verde en el que destacaban aún más sus construcciones, como una perla en un colgante engarzado de esmeraldas. Ninguna reina que se preciara carecería de un laberinto de setos floridos entre los que pasear con sus damas, ni dos amantes podrían considerar fuerte su amor hasta que no se besaran bajo dos árboles entrelazados tras siglos de cuidados.
               Supongo que cuidar de la flora no era sino una manifestación de nuestro pasado como agricultores, en que la tierra nos había dado lo necesario para sobrevivir y habíamos tenido que aprender a amarla, respetarla y agradecer que nos mantuviera durante los cambios de estación.
               Supongo que por eso resultaba tan terapéutico arrodillarse y arrancar hierbajos, cortar brotes secos y despejar la base de los tallos: era un modo de conectar con el pasado, en el que no había dolor, no había problemas, y la única preocupación que podías tener era cuántos frutos daría el árbol cuya sombra te cobijaba en verano o cuyas hojas abultaban tu colchón en el otoño. El dolor en las rodillas, que protestaban por el tiempo en la misma posición; el sudor que se deslizaba por mi sien mientras me afanaba en despejar de malas hierbas los narcisos de Annie, la rabia con que el sol me castigaba los hombros y la espalda; todo eran molestias que me conducían a un lugar mejor, como las agujetas que hacen de preludio de la bajada en la báscula después de una víspera de intensísimo ejercicio.
               Un lugar en el que mis preocupaciones no podían encontrarme, donde yo era más rápida que ellas y conseguía darles esquinazo. Un lugar en el que yo, y no mi destino, era la que escribía el camino que había recorrido, el que estaba recorriendo e iba a recorrer. No estaba segura de si cambiaría si Alec estaría conmigo o si permanecería en Etiopía, descubriéndose a sí mismo y lo que era capaz de hacer; pero lo que sin duda sería diferente habría sido el día anterior.
               Tirando de los hierbajos con cuidado de no llevarme ninguna planta por delante, me concentré sólo en mi tarea, obligando a retroceder a un lugar bien apartado de mi cabeza a ese silencio que se había extendido por todo mi cuerpo cuando mamá me soltó aquella bomba nuclear. Estaba segura de que, en cuanto no me quedaran más plantas de las que ocuparme (ya había despejado todas las macetas del invernadero de cristal de Annie), sus palabras caerían sobre mí como buitres famélicos y reverberarían en mi interior tan fuerte que ni un concierto de heavy metal sería capaz de acallarlas.
               Ya no me hace tanta gracia que estés con él.
               Hierbajo fuera. Un puñadito de tierra que saqué del montoncito en el que Alec tiraba el césped cada vez que lo cortaba para ir haciendo compost e ir haciendo abono para las plantas para cubrir el hueco que había abierto el hierbajo.
               Ya no me hace tanta gracia que estés con él.
               Una cáscara de caracol vacía retirada. Dos hojas resecas cortadas.
               Ya no me hace tanta gracia que estés con él.
               Me había quedado tan helada cuando la escuché decir eso que no pude reaccionar de ninguna manera. Simplemente le había mirado parpadeando como una estúpida, sin sentir nada más que mi corazón latiendo a toda velocidad y mis mejillas ardiendo ante la brusca bajada de la temperatura. Mamá me había devuelto la mirada durante unos eternos diez segundos, posiblemente esperando que explotara y le diera motivos para prohibirme estar con Alec, pero yo no hice nada. No me moví, no respiré, no sentí nada más que ese vacío mordiéndome con rabia por dentro.
               Mamá se había colgado la mochila de Duna a un hombro y había cogido la de Astrid, había salido y me había dejado sola con mi estupefacción y mi corazón rotos. Como un borrón, Scott y Shasha pasaron frente a mí, me dijeron palabras que no comprendí, y se quedaron en el piso inferior cuando les dije que no me encontraba bien, que no iba a ir a la piscina de bolas con las niñas y que me iba a mi habitación.
               Cuando supe que la casa estaba vacía, cogí las llaves de casa de Alec y mi móvil y salí de mi casa. Sólo me permití desmoronarme y echarme por fin a llorar cuando eché el cerrojo de su puerta, y ni siquiera fui capaz de dar un paso en el vestíbulo: me rompí allí mismo, con la espalda apoyada contra la puerta, deslizándome hacia el suelo hasta quedar sentada y sintiendo que se me habría una brecha en el pecho que me triplicaba en tamaño. Me daba miedo pensar en lo que podía suponer que mamá ya no quisiera que estuviera con Alec, porque Alec ahora también era mi familia; algún día él sería parte de mi familia y me ayudaría a crear la mía propia. No quería que mamá me hiciera elegir entre ella y él. No quería que mamá se interpusiera entre nosotros. Necesitaba que me apoyara, que me acunara por las noches, cuando mi cama me pareciera inmensa, insípida y fría ahora que ya no estaba él para invadirla, para darle su olor, para calentármela con su cuerpo; necesitaba que me recordara que todo saldría bien, que no seríamos como las demás parejas de adolescentes que no sobrevivían a estar separados más de dos semanas. Necesitaba que me recordara que había tomado una buena decisión pidiéndole que se marchara, apostando por su crecimiento personal y no por mi comodidad.
               Necesitaba que me dijera que era normal tener dudas, no que me hiciera dudar de él.
               Scott vino a verme en cuanto volvieron a casa y vieron que yo no estaba, y se negó en redondo a volver con los demás. Intentó subirme a la habitación de Alec y meternos en su cama para que yo durmiera algo, pero me volví tan loca ante la sola idea de que el aroma de Scott se mezclara con lo poco que aún quedaba del de Alec que tuvo que bajarme al salón, tumbarme en el sofá, apoyar mi cabeza en sus piernas y acariciarme el costado hasta que, milagrosamente, me dormí. Fue un sueño ligero, plagado de pesadillas que olvidaba en cuanto abría los ojos y me revolvía, despertando a Scott, que dormitaba con la cabeza apoyada en el borde del respaldo del sofá. Supongo que lo que me esperaba más allá de las fronteras de mi imaginación era lo suficientemente horrible como para que mi cabeza dijera basta y no me obligara a revivir también lo que me hacía daño con los ojos cerrados.
               Cuando tu existencia se basa en aferrarse a los recuerdos de épocas mejores, en ocasiones la amnesia puede ser lo mejor y lo peor que puede pasarte. Y así fue para mí esa noche.
               El teléfono de Scott había vibrado en su bolsillo, despertándonos a ambos en medio de una mañana soleada que parecía reírse de mí. Mi hermano se sacó el móvil del bolsillo y se levantó para atender la llamada en cuanto vio el nombre en la pantalla, retirándose a la cocina para que yo no lo escuchara. Yo me quedé allí tumbada, la mejilla apoyada sobre la superficie cálida del sofá en la que un minuto antes había estado el cuerpo de Scott, y observé mi reflejo en la televisión apagada. Me encogí un poco más cuando recordé lo sonriente que había estado en esa misma postura, meses atrás, cuando Alec me había invitado por primera vez a su casa y nos habíamos puesto a ver una película allí antes de acostarnos en su cama por primera vez. En aquel entonces yo todavía no conocía su cama, que ahora me resultaba tan familiar como la mía misma, y, aun así, era inmensamente feliz sin saber todavía cómo era uno de mis mayores refugios cuando él no estaba. Eché de menos a aquella Sabrae, la Sabrae que no tenía miedo a nada, que no pensaba en el futuro y que no se preocupaba de cómo reaccionarían sus padres si invitaba a Alec a casa porque sabía que era más que bienvenido allí.
               A él le gustaba mi casa. Se sentía cómodo y la tenía como un refugio igual que yo lo encontraba en la suya, y no le había regalado una copia de mis llaves para que ahora mamá se pusiera en la puerta para impedirle la entrada. Yo le quería, y él a mí. ¿Por qué antes, cuando todo era más fácil, había bastado, y ahora que necesitaba que me convencieran para ser fuerte en mis momentos de flaqueza ya no era suficiente?
               -Lo voy a intentar-murmuró Scott, regresando al salón y mirándome desde su abertura. Apoyó el antebrazo en el marco de la puerta y se inclinó un poco hacia él, los ojos puestos en mí, los míos aún fijos en la televisión.
               Aquella primera vez, me había echado hacia atrás y sólo las rodillas de Alec habían impedido que me cayera al suelo y me hiciera muchísimo daño, puede que incluso me desnucara; y, sin embargo, a pesar de que estaba en sus manos yo no había tenido miedo, y no tenía nada que ver con el contexto de la situación, en que en lo único en que podía pensar era en lo bien, lo grande y lo duro que sentía a mi ahora novio en mi interior. La lujuria no me había hecho descuidada, sino que la confianza en él me había vuelto lujuriosa. No había tenido miedo porque no había motivos para tenerlo; sabía que Alec siempre, siempre, siempre me cogería, sin importar lo lejos que estuviera o la fuerza que tuviera que hacer para recuperarme de las garras del precipicio.
               ¿Por qué había dejado que se me olvidara a la semana de alejarse de mí, siquiera por un instante?
               -Vale. Hasta ahora. Te quiero, mamá.
               Scott se metió de nuevo el móvil en el bolsillo y se cruzó de brazos. No le miré, pues sabía que era eso precisamente lo que estaba esperando.
               -Era mamá-dijo por fin, cuando se dio cuenta de que yo no iba a abrir la boca. Ni tenía ganas de darle esa pequeña victoria, ni, la verdad, fuerzas para comportarme como una persona normal. Tenía el pecho abierto con una horrible herida supurante.
               -Mm.
               -Está preocupada.
               Me encogí un poco más, si cabe. Tenía las rodillas pegadas al pecho, y ya no podía hacerme más pequeñita, aunque sólo me apeteciera desaparecer para que el universo dejara de cebarse conmigo. Me había quitado a mi novio, el más increíble de todos, y me estaba obligando a verlo siendo feliz lejos de mí, haciendo que me cuestionara cómo de relevante era mi papel en su antigua felicidad y si encajaría en la posterior al voluntariado, ¿y también me quitaba ahora a mi madre? Necesitaba un poco de descanso.
               -Será por ti-respondí con un hilo de voz. No me gustaba la chica que veía en el reflejo de la televisión; parecía débil, enferma. Era todo lo que yo no había sido hasta ahora. Todo lo que sería a partir de entonces si ya no podía contar con mamá.
               La adoraba. La había adorado toda mi vida y siempre había aspirado a ser como ella; puede que no profesionalmente, pero sí en todo lo demás. Era una luchadora que había sabido salir adelante cuando pocas lo harían, había escalado en la sociedad a pesar de su condición de mujer que partía de una clase más bien humilde y que, para colmo, no tenía el color de piel correcto según los estándares de poder; toda su existencia había sido un desafío que había superado sin ningún problema, y a pesar de que su trabajo era una lucha constante, cuando llegaba a casa era como si su principal vocación fuera ser una madre dedicada, comprensiva y cariñosa a más no poder. Siempre había sido paciente conmigo y con mis hermanos, siempre nos había dicho que podíamos ser quienes quisiéramos y hacer lo que quisiéramos. A mis hermanas y a mí nos había inculcado que nuestra belleza no era lo más importante que podíamos ofrecerle al mundo, pero que incluso no siendo nuestra característica principal, éramos hermosas aunque el mundo nos dijera lo contrario. Me había hecho crecer segura de mí misma, había arrancado mis inseguridades de raíz y no había dejado que germinaran.
               Ahora que lo estaban haciendo necesitaba que volviera a podarme esas ramas marchitas que no me representaban. Y, en lugar de eso, había cogido las tijeras y había cortado los brotes de tranquilidad y calidez. Iba a ser un otoño horrible y un invierno letal, y yo había nacido en primavera: no estaba hecha para el frío y una paleta de colores prácticamente monocromática, justo como se me presentaba la vida ahora que me sentía como si me faltara algo durante la ausencia de Alec.
               -Por los dos-replicó Scott, todo paciencia y comprensión. Estaba siendo una egoísta monopolizándolo, y lo sabía: Shasha y Duna también se merecían disfrutar de él ahora que apenas estaba en casa, mamá quería disfrutar de él durante su visita, y sin embargo él había venido y había pasado la noche conmigo en el sofá de los padres de Alec. Como si necesitara un motivo más para odiarme o nos hiciera falta otra razón para distanciarnos.
               -Yo no le preocupo.
               -Sí que lo haces, Sabrae.
               No quería verme. No quería verme y yo me había marchado de casa. Por Dios, ¿qué más quería? ¿Que me fuera del país? Iría con Alec gustosa a Etiopía si eso significaba poder sacar la cabeza del agua y dar una buena bocanada de aire.
               Si quería que me fuera, me iría. Joder, estaba mal porque no estaba con Alec. Que mamá me echara de casa era la excusa que yo necesitaba para irme con él y fingir que no había pasado nada. Luego… ya pensaríamos en algo cuando a él le tocara volver. Aunque sabía que se negaría en redondo a negociar dónde viviría yo a partir de entonces. Casi podía escucharlo decirme “Tienes ya las llaves de mi casa, ¿no? Creo que a la primera de su clase no le hace falta considerar nada más”.
               -Si le preocupo tanto, ¿por qué coño se está comportando como una zorra conmigo?-ladré, incorporándome como un resorte para mirarlo. Con las uñas clavadas en el sofá y mi gesto de concentración, parecía un leopardo agazapado, listo para atacar-. ¡Y justo ahora, que es cuando más apoyo necesito! Le estoy dando lo que quiere-escupí, dejándome caer de nuevo sobre el sofá y jugueteando con el borde de la manta-. No quería verme mientras tú estuvieras en casa, así que eso he hecho: me he ido de casa para que mamá disfrute de su perfecta familia feliz.
               Scott inhaló una, dos, tres veces de una forma tan brusca que no me habría sorprendido girarme y ver un toro inmenso en la puerta.
               -Voy a obviar lo que acabas de llamar a mamá porque sé que estás muy disgustada-dijo en tono glacial, y yo me reí. Por supuesto, los hijos siempre defendiendo a sus madres, incluso cuando no tenían razón-. Pero ya van dos veces que insinúas que no eres parte de la familia.
               -¿No es evidente que soy la oveja negra? Todos estaríais en armonía de no ser por mí. Además, literalmente-lo miré, el mundo dado la vuelta-. Soy negra, Scott. Tú no lo eres. Shasha no lo es. Ni Duna, ni papá, ni mamá. Creo que definirme como “la oveja negra” es algo bastante acertado, ¿no te parece? Además, ella no te trataría así a ti.
               -Eso es porque a mí no se me ocurriría en la vida decirle que es una madre de mierda.
               -Ya le he pedido disculpas por eso. Dos veces. Y no ha querido aceptarlas. ¿Qué quiere, que me corte las venas y le escriba una carta de doce páginas con mi sangre para demostrarle que lo siento? Joder, lo siento. Y ella debería saberlo ya. Pero no puedo permitirme que me torture ahora mismo cuando ya tengo bastantes cosas por las que preocuparme y martirizarme, ¿sabes, Scott? Me da igual que esté enfadada, me da igual que crea que debe castigarme o que yo misma también piense que me merezco que me castigue de alguna manera, pero esto que me está haciendo no es un castigo. Es una venganza. ¿Te das cuenta de que me está haciendo esto por la primera salida de tono que he tenido en toda mi vida, Scott? Quince años. Quince putos años siendo una princesita dócil que no da un mísero problema, y en cuanto se me ocurre meter la pata, mamá me crucifica y no quiere tenerme delante. ¿Me merezco yo esto?
               Noté que se me llenaban los ojos de lágrimas.
               -Creo que estás sacándolo todo de quicio, Sabrae.
               -Sí, bueno, a ti no te ha dicho tu madre que no quiere que estés con Eleanor.
               Scott apretó los dientes.
               -Seguro que no lo decía en serio.
               -Scott-parpadeé, inclinando la cabeza a un lado-. Es la mejor abogada de este país. ¿De verdad crees que dice cosas que no siente? Vive de defender sus casos a muerte. Y ahora está en contra de Alec y de mí.
               -Sólo necesita tiempo.
               -¡YO TAMBIÉN NECESITO TIEMPO!-chillé, poniéndome en pie-. ¡TENGO QUINCE PUTOS AÑOS, MI NOVIO ESTÁ A SEIS MIL JODIDOS KILÓMETROS DE DISTANCIA, Y TIEMPO ES LO QUE LE PEDÍ QUE ME DIERA PARA QUE PUDIERA ESTAR UN POCO MÁS CON ÉL! ¡Y NO LE DIO LA PUTA GANA, Y NO SÓLO ESO, SINO QUE CUANDO YO ME ENFADO PORQUE NO QUIERE DÁRMELO, SE VUELVE CONTRA MÍ Y ME DICE QUE YA NO QUIERE QUE ESTEMOS JUNTOS! Alec es lo que le da sentido a mi vida-jadeé-. Alec jamás me daría la espalda como lo está haciendo mamá.
               -Mamá no te está dando la espalda, niña. Sólo necesita un poco de espacio para pensar. Simplemente le… sorprende que hayas reaccionado así. Lo creas o no, mamá es una persona, y también tiene derecho a flipar, ¿sabes? Sobre todo cuando tú te comportas como si no fueras tú. Pero que necesite poner un poco de distancia y analizarlo todo con un poco de perspectiva no quiere decir que te esté dando la espalda. Joder, las madres no les dan la espalda a sus hijos.
               La mía sí, pensé, y me dieron ganas de vomitar. No por la situación en sí, sino porque…
               … era la primera vez en quince años que pensaba en mi madre biológica como mi madre, y no como un ente abstracto que no tenía relación familiar conmigo. La mujer que me había llevado en su vientre nueve meses y que me había dado a luz había sido capaz de dejarme en una cestita de mimbre frente a la puerta de un orfanato y se había marchado sin más, dejando un papelito con mi nombre y mi fecha de nacimiento. Ni siquiera se había molestado en poner la hora, así que yo no tenía manera de calcular mi ascendente en la carta astral.
               Puede que incluso hubiera sido fácil para ella. A mamá le resultaría más complicado porque había vivido más tiempo conmigo, pero… ¡venga! La historia se repetía una y otra vez en el cine, en la televisión, en los libros: cuando en una familia hay hijos adoptivos e hijos biológicos, los adoptivos siempre son dulces y dóciles, mientras que los biológicos pueden permitirse ser rebeldes porque, ¿adónde los van a mandar? Los adoptivos debemos estar agradecidos de que nos hayan dado un techo y comida en lugar de dejarnos a la intemperie como hicieron nuestros padres biológicos. No podemos rechistar, ni tropezar.
               Creía que en mi familia eso era diferente. Que yo era buena porque era inherente a mí, y que era trabajadora y me esforzaba porque quería hacer que mis padres se sintieran orgullosos de mí, no porque…
               … porque…
               … porque tuviera que ganarme mi hueco en la familia. Porque tuviera que justificar mi existencia y mi derecho a portar mi apellido.
               Cada mañana que me levantaba y cada noche al acostarme era tremendamente consciente de lo increíblemente afortunada que era de que mi familia, y no otra, fuera la que me hubiera encontrado, y no sólo por lo privilegiada de nuestra situación económica, sino porque me querían y me protegían como a una más. Les había estado profundamente agradecida por el amplísimo abanico de oportunidades que me habían brindado.
               Hasta ahora. Ahora una parte ponzoñosa y repulsiva de mí no dejaba de preguntarse si tenían derecho a exigirme más que a los demás porque habían tenido la opción de no escogerme, cosa que no les había pasado con mis hermanos.
               En mi corazón egoísta y dolorido, no sólo me hacía daño que mamá se estuviera comportando así conmigo: también me hacía daño pensar en las implicaciones de lo que aquello significaba. Que no me elegiría a mí si tenía que escoger entre Scott y yo.
               Que sí… lo entiendo. Scott estaba en una posición de mierda y mamá estaba intentando salvarlo, pero… estaba borracha con mi propio dolor, y cuando estás bailando al borde del precipicio, lo único que notas es el viento empujándote hacia el vacío. Apenas sientes las manos sujetándote con firmeza por la camiseta para impedir que saltes.
                -¿Qué tal si vamos a casa y lo hablamos los tres?-ofreció Scott cuando yo no contesté. Tragué saliva, o una de las piedras con las que habían construido Stonehenge; la verdad es que no sabría decir cuál.
               No sabía si quería arriesgarme a volver a pelearme con mamá delante de Scott y sacar lo peor que llevaba dentro frente a mi hermano y que él también dejara de apostar por mí… o que mamá accediera a que lo habláramos simplemente porque estaba él presente.
               -No creo que sea una buena idea.
               -¿Por? Mamá y tú sois iguales. Sois tercas como mulas cuando queréis y no dais el brazo a torcer. Necesitáis a alguien que acerque posturas, y, bueno-se encogió de hombros-, como yo soy la persona favorita de las dos, quizá pueda obrar mi magia con vosotras y hacer que todo en casa sea otra vez como si viviéramos en el Ayuntamiento de Villa Piruleta.
               -Fue bastante clara con el tema de que no quería hablarlo mientras tú estuvieras aquí-respondí, cogiendo la manta y doblándola para tener una excusa para no mirar a Scott a los ojos-, así que dudo que cambie de opinión simplemente porque tú se lo pides, porque, como bien dices, hermano, mamá es muy terca cuando se lo propone. Y, ya que no puede disfrutar de una de sus hijas, bueno… ¿quién soy yo para quitarle de que disfrute de su único hijo varón?-no pude evitar volver la vista hacia mi hermano, que se relamió los labios y se mordisqueó el piercing.
               -Te voy a decir una cosa que puede que te parezca fatal…
               -Suena prometedor.
               -… pero tengo que decírtela de todos modos. Porque soy tu hermano mayor y tengo más experiencia y ya he estado ahí.
               -¿Rechazado por tu familia? No creo-ironicé, poniendo los ojos en blanco. Vamos. Scott en casa era, básicamente, Dios. Sí, vale, era el que peor se había portado de los cuatro a lo largo de su vida, porque era más rebelde que nosotras, pero… aun así, tenía un algo especial por el que ninguno de nosotros podía enfadarse del todo con él. Cosa que, aparentemente, podía pasar conmigo.
               Decidió ignorarme y continuó:
               -Mamá es más lista que tú-dijo, y yo me lo quedé mirando, pasmada-. No porque tenga más estudios, ni porque sea más espabilada o tú seas lerda, que tampoco (aunque parece que estés entrenándote para serlo, la verdad); sino porque es mayor y ya ha venido de vuelta de sitios a lo que tú todavía estás yendo. Así que… no sé, igual deberías darle un voto de confianza y creer un poco más en su criterio.
               -¿Me estás diciendo que debería empezar a plantearme mi relación con Alec cuando hace literalmente menos de veinticuatro horas me dijiste que era gilipollas por pensar en dejarlo?
               -No. Te estoy diciendo que te pares a pensar en que puede que mamá tenga más razones de las que tú te piensas para decirte lo que te ha dicho. Tú la conoces, Saab. Lo hacemos los dos. Sabemos que es razonable y que sopesa con cuidado los pros y los contras de sus decisiones, y que es terca precisamente porque las tiene muy estudiadas cuando finalmente las toma. Es muy posible que esté considerando cosas que tú ni siquiera te planteas. ¿De verdad crees que dejaría de hablarte simplemente porque le has hecho daño? La verdad, dudo que le haya dado muchas vueltas al tema de si crees que es buena madre o no. Tiene que haber algo más. Porque, si es sólo por lo que le has dicho por lo que está tan disgustada, ¿por qué no quiere hablar contigo hasta que yo no me vaya? Si lo que le preocupa es la percepción que tenemos de ella como hijos, ¿no sería mucho más fácil que nos sentara a ti, a Shasha y a mí en la misma mesa y nos preguntara si tenemos alguna queja o si creemos que puede mejorar en algo?
                Las palabras de Scott se asentaron en mi interior como una hoja que se desliza por el agua hasta acabar en el lecho del lago a cuya orilla crece el árbol del que procede. Danzaron dentro de mí, se balancearon y, finalmente, se aposentaron en el fondo de mi estómago, animándome a tener un poco de esperanza.
               El problema es que yo no necesitaba un poco de esperanza; necesitaba como una tonelada.
               -¿Y no puede simplemente decírmelo en lugar de tratarme como a una extraña?
               -Te lo ha dicho.
               -Después de que yo la confrontara.
               -Vamos, pequeña. Sabes que tiene mucho en la cabeza y que no puede estar a todo, o le reventaría.
               -Ya. Eso ya lo sé. Soy la primera que soy consciente de la presión a la que está sometida mamá, pero, ¿qué hay de la mía, Scott? ¿A ti cómo te sentaría que, después de pasarte nueve meses prácticamente pegado a Eleanor, ella se fuera a otro continente, no tuvieras más contacto con ella que una carta cada dos semanas, supieras que está con prácticamente su exnovio preferido en ese sitio y tu madre cogiera y te dijera que ya no le hace gracia que estés con ella, eh? No estoy hecha mierda porque mamá esté enfadada conmigo. Estaba tristísima por eso, sí, pero por lo que estoy hecha mierda es porque ahora no voy a ser capaz de sacarme de la cabeza que existe la posibilidad de que mamá intente que yo deje a Alec.
               -Mamá no haría eso.
               -¿Y tú cómo lo sabes? No puedes saberlo. Mírate: ahí, parado, con los brazos cruzados como si estuvieras discutiendo la estrategia de negocio de tu siguiente concierto. Pero esto no es un negocio, Scott: es mi puta vida, ¿vale? Necesito que me apoyen mientras siento que todo a mi alrededor se desmorona, no que aparezcáis por la esquina conduciendo una bola de demolición.
               -Lo sé-respondió con calma-, porque yo también me lo planteé.
               Fue como si el mundo a mi alrededor se detuviera en seco y estallara en mil pedazos. Como si dejara de haber gravedad. Como si estuviera huérfana de país, de planeta.
                -Creí que te había puesto los cuernos-dijo-. Y que tú estabas dispuesta a joderte la vida para perdonárselo. Si Alec lo hiciera y tú quisieras perdonárselo, no necesitarías rebajarte a su nivel. Simplemente con pasar página basta, Sabrae. Que, mira, confieso que me sorprendió tener que pensar en ello, y la percepción que tenía de él cambió bastante esos días, pero… Sabrae, yo también me tuve que pensar si seguía apoyándoos o si actuaba como me dictaba mi conciencia y te decía que Alec no merecía la pena todas las mierdas que te estaba haciendo pasar. Y luego tú me dijiste que se lo había inventado todo, y yo pensé que era un gilipollas y un mal amigo por no haberme dado cuenta de qué era lo que estaba sucediendo realmente. Lo cual fue un alivio para mí porque, ¿sabes? Siempre que sale el dichoso temita de si tú y él estáis bien juntos, sólo hablamos de lo que tú le has hecho a él. ¿Cuándo vamos a empezar a hablar de lo que él te ha hecho a ti? Porque creo que va siendo hora de que comentemos que, desde que estás con él, pareces mucho más feliz de lo que lo eras antes. Resplandeces. Es como si te hubieras tragado un sol. Y no hablo sólo desde que salís en serio, sino… desde que empezasteis a follar. A veces con el contacto físico ya es suficiente para empezar a cambiar, y es evidente que Alec te empezó a cambiar desde el principio. Disfrutabas más de fiesta y te reías más con tus amigas. Y estabas más contenta estando en casa. Igual deberíamos dejar de plantearnos tu relación con Alec como una obra de caridad tuya hacia él y como lo que es: algo que os ha hecho mejores a los dos. No sólo a él.
               Un poco de insecticida para los parásitos que subían por uno de los narcisos, empapado en un paño con el que aplicaría la cantidad justa y no molestaría a los demás. Todo con tal de no pensar, no pensar, no pensar. No pensar en lo desesperada que me había sentido cuando Scott me dijo eso, en cómo mamá podía sacar otra conclusión porque, por muy protectores que sean los hermanos mayores, las madres lo son aún más; en cómo, si se estaba planteando aquello durante tanto tiempo, era porque los argumentos que a Scott le parecían determinantes, a ella le resultaban fácilmente rebatibles. Además, que Scott se hubiera planteado eso tenía sentido para mí: me había visto en mi peor momento y haciendo cosas de las que me arrepentiría por siempre. Mamá no tenía ni idea de lo que había pasado la noche en que decidí drogarme para acostarme con otro chico y así poder perdonar a Alec sin que nadie me mirara por encima del hombro por ser una tonta cornuda orgullosa de su condición.
               Sabía de sobra cuál sería la conclusión de mamá si se enteraba de aquello. Y ya ni siquiera me quedaban fuerzas para rezar para que no pensara demasiado y terminara dándose cuenta de que había un pequeño vacío que no tenía cubierto, porque entonces estaría perdida.
               Esas primeras semanas del voluntariado de Alec sólo me habían servido para darme cuenta de que yo sería incapaz de vivir sin él. Así que sólo me quedaba que me obligaran a descubrir si podía vivir sin mi madre.
                Ya no me hace tanta gracia que estés con él.
               Arranqué otro hierbajo y me lo quedé mirando mientras sus semillas volaban por el aire. Scott me había convencido para que fuera a casa y me despidiera de Eleanor, Tommy, Diana y él con los demás. Evidentemente, mamá también había estado allí. Incluso se había acercado a preguntarme si iba a comer en casa, con ellos, después de que Scott y los demás, que se afanaban en darles besos a los más pequeños y les prometían que pronto volverían, se fueran.  Le dije que no; me preguntó si cenaría con ellos, y le dije que posiblemente tampoco.
               -Creía que querías que habláramos-dijo ella, con cierto retintín.
               -Hoy vuelven los Whitelaw-y no quería perder la ocasión de sentirme bienvenida en algún sitio.
               Mamá asintió.
               -Bueno, pues cuando vuelvas.
               -Bueno, ya veremos-dije, cambiando el peso del cuerpo de un pie al otro. Mamá parpadeó, sus ojos verdosos estudiándome con atención.
               -De acuerdo. Como veas.
               Me obligué a no llorar en todo el trayecto de vuelta a casa de Alec, y cuando volví a cruzar la puerta, me había tragado tan al fondo la desesperación que sólo sentía un vacío en el pecho. Sabía que el dolor sólo estaba recuperando fuerzas, así que tenía que mantenerme entretenida como fuera: me hice un sándwich, lavé los platos y los coloqué en sus respectivos lugares subida a un taburete (todavía no me explicaba cómo Dylan se las había apañado para diseñar una casa a medida de un Alec de dieciocho años varios años antes de siquiera conocer a su madre; era una clara intervención del destino), y luego, después de comprobar que la casa estaba impoluta y que no tendría con qué entretenerme allí, me puse los guantes de jardinería y salí a la parte trasera, donde pude comprobar por qué el verde es el color de la esperanza.
               Estaba bien, más o menos, concentrada en mis labores de jardinería y nada más…
               … claro que me quedaban muy pocos parterres de los que ocuparme y muchos miedos a los que me vería obligada a enfrentarme después. Pero no podía pensar en eso. Ahora no.
               Ya no me hace tanta gracia que estés con él. Ya no me hace tanta gracia que estés con él. Con él, con él, con él, con él. No me veía estando sin Alec. Él era, literalmente, la fuente de mi fe. La persona en la que pensaba cuando me daban un pronombre indeterminado y que englobaba dentro de sí un millón de posibilidades. Un “él” abstracto para mí era muy, pero que muy concreto: Alec con el pelo revuelto, el torso desnudo cubierto de cicatrices doradas, riéndose y acercándome a él bajo las sábanas, diciéndome que me quería antes de besarme y hacerme ver que puede que las guerras tengan nombre de mujer, pero la paz también.
               Estaba tan ensimismada en mis pensamientos y los retortijones en mi estómago que no le presté atención al motor del coche deteniéndose frente a la casa a diferencia de los demás, que habían continuado su camino como si allí no hubiera nada interesante ni hubiera vivido nadie extraordinario; las voces tras el silencio del coche no significaron nada para mí, como tampoco lo significó la carrerita compuesta de pequeños golpes sordos y acelerados que corrieron hacia mí a toda velocidad.
               Hasta que…
               Trufas!-me reí, dejándome caer a un lado cuando Trufas me embistió en el costado a modo de saludo. El conejo empezó a correr a mi alrededor, ilusionado, haciendo cabriolas y embistiéndome de vez en cuando, como si quisiera comprobar que era real. Atravesó el jardín a la carrera, se detuvo en el centro, se levantó sobre sus patas traseras y alzó las orejas; luego, tras olfatear medio segundo el aire, corrió hacia mí de nuevo, saltando sobre mis muslos para impulsarse en dirección a las flores. Corrió entre ellas, haciendo estragos en sus tallos, y se detuvo en seco antes de girar ciento ochenta grados y correr de nuevo en mi dirección. Rodeó el jardín a toda velocidad, salvando las flores más grandes con brincos más generosos, y se estampó contra la pared del invernadero. Rebotó en el suelo, se puso en pie y empezó a rodearlo a carreras cada vez más y más rápidas.
               Volvió a lanzarse contra la puerta del invernadero y rebotó contra ella, impulsándose más arriba y aterrizando en el césped de nuevo. Entonces, volvió a correr hacia mí. Me rodeó otra vez, saltó sobre mis piernas, se detuvo en seco, me clavó los ojos negros como la noche en los míos y me olfateó con insistencia. Mientras me taladraba con su mirada entendí de sobra lo que quería decirme y qué era lo que estaba haciendo.
               Tú estás aquí. Tú siempre estás con Alec. ¿Dónde está Alec?
               Le estaba buscando.
               Salió disparado otra vez hacia el invernadero y embistió otra vez la puerta.
               TRUFAS!-bramó Mimi-. ¡VALE YA! ¡Te vas a hacer daño!
               Trufas miró a su dueña, y entonces, con un par de tímidos brincos, se situó a una distancia prudencial del invernadero. Disimuladamente, con un ojo puesto en Mimi, se orientó hacia la puerta. Mimi contuvo un alarido y echó a correr como alma que lleva el diablo para abrirle antes de que Trufas se lanzara otra vez a la carrera y, o bien rompiera la puerta de cristal y se lastimara las patitas, o bien se terminara reventando la cabeza contra ésta.
               Mimi tuvo suerte y pudo abrirle antes de que él entrara como un bólido en el invernadero, diera vueltas y más vueltas en su interior y, finalmente, saliera escopetado en dirección a la casa. Se paró un momento para mirarnos a ambas, como comprobando si íbamos a ayudarlo a buscar a Alec, y, al ver que no nos movíamos, entró en la casa con decisión. Iba a  encontrar a Alec lo quisiéramos o no.
               Le deseaba mucha, pero que mucha suerte.
               -¿Tan mal lo tratáis en Mykonos, que se vuelve loco de alegría en cuanto volvéis aquí?-bromeé, y Mimi se rió.
               -Qué va. Se pone bastante perezoso. Este es el primer año que se vuelve tan entusiasta. Supongo que es porque… bueno… éste es el primer año en el que Alec no ha estado en Grecia para chillarle cuando intenta escaparse.
               Fue un alivio escuchar el nombre de mi novio de los labios de alguien que también lo quería incondicionalmente. Alguien que se alegraba de que yo le quisiera y que no quería que dejara de hacerlo.
               Me puse de pie y me descubrí apretando el paso en dirección a Mimi, cuyo pelo resplandecía en tonos aún más cobrizos que cuando se marchó. Incluso tenía la piel un poco bronceada; ya sabes, todo lo bronceada que puede tenerlo una inglesa pelirroja. Mimi me dedicó una sonrisa blanquísima y abrió los brazos para estrecharme entre ellos, y yo me detuve.
               -Estoy toda sudada-le dije, y ella puso los ojos en blanco.
               -Oh, venga-se quejó, saltando hacia mí para achucharme. Debo decir que agradecí el contacto, que sentí sincero y sin prejuicios ni segundas intenciones. No tuve que preocuparme por si Mimi me susurraba algo al oído que yo no quisiera oír como me había sucedido con mi hermano, sino que pude disfrutar y entregarme a ese abrazo sin miedo… bueno, salvo a dejarla toda pegajosa, claro.
               Jugueteó con mis trenzas cuando nos separamos, acariciándolas y arqueando las cejas.
               -Vaya lo que te ha crecido el pelo.
               -Y tú te has puesto súper morena.
               -He conseguido no quemarme. Todo un logro-levantó el puño en el aire y soltó una risita-. Niki te manda recuerdos.
               -Apuesto a que no soy la única.
               -No-se echó a reír, y volvió a mirarme. Me puso las manos en los hombros y deslizó la vista hacia las flores-. Vaya, ¿has estado cuidándonos el jardín también? Mamá no esperaba que le cuidaras tan a fondo las plantas, Saab. Con regarlas bastaba.
               -Me han ayudado a despejar la mente-respondí, cogiéndole las manos y dándole un apretón en ellas. Necesitaba ayuda, y yo lo sabía. Y sabía quién podía brindármela-. Han pasado un montón de cosas. Tengo mucho que contarte, Mím.
 
 
Al menos todo el ejercicio que había estado haciendo convirtiendo el santuario en una megaurbe daba sus frutos. Ya casi podría cargar con un cocodrilo yo solo si me lo proponía.
               No es que fuera a ponerlo en práctica, de todos modos. Desde que Valeria nos había vetado a Killian y a mí de ir a la sabana, ninguna de las expediciones había vuelto con uno de estos animales que imponían tanto respeto como admiración. El pobre Serrucho estaba solo en el lago, al menos en lo que a nosotros respectaba; nadie parecía dispuesto a traerle un compañero con el que jugar o a una novia que echarse, y todo porque, ¡sorpresa! Valeria había dejado en tierra a sus dos hombres más valientes, todo por hacerse la importante y la ofendida.
               Llevaba unos días notando mis avances a pesar de que apenas les dejaba tiempo a mis músculos para reponerse, tiempo de descanso que Sergei siempre me había dicho que era la auténtica clave del éxito, pues no todo el mundo tiene la paciencia de sentarse a no hacer nada cada dos días y dejar que la naturaleza haga el resto. Ya podía levantar los mayores troncos sin ayuda, me manejaba mucho mejor con las poleas y me costaba menos encajar las piezas del armazón de las cabañas que construíamos unas en otras, cuando antes me había costado horrores.
               Pude comprobar que no eran mis dotes de construcción las que estaban perfeccionándose, sino mi fuerza en general, cuando regresó otra expedición y me tocó descargar el contenido del remolque yo solo, mientras los exploradores iban a darle cuenta a Valeria de todo lo que habían visto, y, para ahorrarme un viaje, me cargué una cría de cebra a un hombro y dos gacelas al otro. Todos los animales estaban dormidos, así que al menos no tenía que preocuparme de que me dieran una coz que me reventara el cráneo... o ilusionarme ante esa posibilidad.
               Empujé la puerta del edificio de los veterinarios con el culo y entré andando hacia atrás.
               -Paquete de Sabana Prime… ¡AU!-protesté cuando Perséfone se acercó y me dio un azote con todas sus ganas-. ¡Eh, tía! ¡Eso es trampa! ¿No ves que no puedo defenderme?
               -Por eso precisamente lo he… Alec, ¿qué haces?-abrió los ojos, alarmada, al comprobar lo que traía-. ¿¡Es que no podías dar dos viajes!? ¡Te vas a joder la espalda!-dijo, tratando de coger una de las gacelas para aliviarme el peso, lo que habría sido fatal: las había colocado así precisamente para no escorarme hacia un lado por culpa de la cebra.
               -Para ti es fácil decirlo. No te tienen cargando como una mula de acá para allá todo el día.
               -Déjalas aquí-me pidió, acercándome una mesa con ruedas que usaban tanto de camilla como de escritorio-de-oficina-puede-que-un-poco-alto. Hice lo que me pedía, con cuidado de que los cuernos de las gacelas no les hicieran heridas a ninguno de los animales. Perséfone se limpió el sudor de la frente y se inclinó a explorar a las gacelas mientras yo sostenía la cabeza de la cebra, cuyo cuerpo sólo cabía a la mitad en la camilla.
               -Tú tómate tu tiempo, ¿eh?-ironicé cuando me di cuenta de que, efectivamente, estaba trabajando con más calma de la que requerían los acontecimientos. Levantó la vista, me miró, luego vio en qué posición me tenía, y se apresuró a cargar a una de las gacelas, la que mejor pinta tenía, hasta el cubículo más cercano con paja limpia. Dio pasos lentos y amplios que me hicieron reírme, y aunque me fulminó con la mirada porque supo de sobra qué era lo que me hacía gracia, no pudo contener un suspiro de alivio cuando la soltó en el heno.
               -Uf, haces que parezca tan fácil pasearlas de un lado a otro…
               -Me pregunto por qué-respondí, dándome un beso en el bíceps. Si bien Saab no me había visto con los músculos a plena potencia ahora que estaba sacando lo mejor de ellos en África, cuando venían los todoterrenos me encontraban justo en mi pico de productividad y fuerza, pues tenía los músculos calientes y dispuestos a seguir funcionando hasta que cayera la noche. No sabía cómo me las apañaría cuando llegara alguna expedición de madrugada y Valeria me sacara de la cama para descargarlo todo (pues estaba seguro de que iba a pasar), pero, fiel a las lecciones que me había inculcado Claire, decidí que ya me preocuparía de eso cuando sucediera.
               Perséfone hizo amago de coger la otra gacela para llevársela con la primera y así tener toda la camilla libre para la cebra, pero le dije que no se preocupara, que ya lo hacía yo. Me dedicó una tímida sonrisa de agradecimiento mientras la apartaba hacia un lado, lo justo para que yo dejara la cabeza sobre la mesa, y recogí la gacela con una mano.
               -Eres un chulo-escupió. Le tiré un beso y me hizo un corte de manga. La dejé inspeccionando a la gacela mientras me ocupaba de vaciar el remolque, que todavía contenía un pájaro con una herida muy fea en su enorme pico y un guepardo que tenía una herida apestosa en el lomo. Me pregunté cómo haríamos para curársela y que el animal no se volviera loco en el campamento, demasiado pequeño para que no se asfixiara allí, y luego recordé que mantener a la gente enjaulada era la especialidad de esta puta Fundación, así que, ¡genial!
                Como podrás apreciar, no, no estaba llevándolo mejor. Para nada. A cada día que pasaba se me hacía más cuesta arriba que el anterior; el calor, en lugar de hacerse más soportable, cada vez era más intenso, y apenas se notaba cambio en la longitud de los días. Los sábados ya no eran suficiente para descansar de todo lo que me obligaba a llegar hasta el límite entre semana, y el único pensamiento que me asaltaba cada vez que tenía dos segundos para pensar en algo que no fuera seguir las órdenes que me gritaba Nedjet era “¿para esto estoy haciendo que Sabrae y yo lo pasemos tan mal?”. Ya no encontraba consuelo en tener un propósito. Sí, vale, la tarea que estaba cumpliendo en el santuario era bastante noble, pero no me permitía a mí mismo engañarme y creer que había ido a aquello: no dejaba de ser un castigo por mi osadía, lo quisiera o no. Era exactamente igual que los ejercicios que Sergei nos ponía a Jordan y a mí cuando se nos ocurría pasarnos de listos con él o tomarle demasiado el pelo. Las flexiones, las dominadas, todo nos ayudaba a hacer mejor nuestro trabajo como boxeadores, pero no lo disfrutábamos aunque fueran los mismos ejercicios que hacíamos al principio de nuestro entrenamiento porque no se suponía que debiéramos disfrutarlos, sino sufrirlos.
               Tenía un mantra, y sólo uno.
               Vuelve a casa. Conmigo. Y no mires atrás.
               Era lo que me despertaba pensando, lo que me descubría pensando mientras encajaba vigas o limaba enganches, lo que me asaltaba en medio de las comidas con los demás y lo último que pensaba antes de ir a dormir, tratando de prepararme para otro día de la marmota. Vuelve a casa, vuelve a casa, vuelve a casa.
               Sabrae estaba guapísima cuando la vi por última vez. Que hubiera sido capaz de alejarme siquiera dos pasos de ella ya me parecía todo un triunfo, y haber cogido un avión y haberme plantado en otro país cuando sabía lo buenísima que estaba y la necesidad que tenía de poseerme era un ejercicio de autocontrol que todavía me sorprendía haber superado. Pensar en ella era lo único que me mantenía cuerdo y la principal razón de mi locura a la vez, y constantemente estaba debatiéndome entre pirarme de vuelta a sus brazos, tirar la toalla y acabar con nuestro sufrimiento; o aguantar aquí el año entero, demostrarnos a ambos que podía con todo lo que me echaran y creerme un poco más merecedor de ella.
               No voy a mentir y decir que no echaba de menos lo que había tenido antes de irme a verla, porque lo hacía a cada segundo. Cada mordisco de envidia cuando veía a los exploradores llegar con un nuevo todoterreno era un recordatorio de que yo podría estar en su lugar si las cosas no se hubieran dado como se habían dado. Pero, a la vez, me alegraba de haberme plantado y haber corrido a ayudarla, porque creo que no habría sido capaz de vivir conmigo mismo si no lo hubiera hecho, incluso si lo hubiéramos superado.
                Pers y Luca estaban haciendo lo imposible porque mi estancia fuera todo lo agradable que se podía esperar de alguien que ha mirado de frente al infinito y ahora está encerrado a perpetuidad, pero, aunque apreciaba su esfuerzo, sentía que lo único que me mantenía con vida ahora mismo eran las cartas de Sabrae. Y éstas llegaban a cuenta gotas, así que…
               Sí. Digamos que ya no estaba tan seguro de que había tomado la decisión correcta hacía un año.
               Me quedé esperando en la puerta con el guepardo dormido al hombro mientras Perséfone terminaba de analizar a la cebra. Dejó escapar un jadeo ahogado al darse cuenta de que ya había regresado y se apuró.
               -Relájate, nena. Anda que no me habrás dicho veces que las cosas llevan su tiempo.
               Perséfone puso los ojos en blanco y negó con la cabeza, sonriendo a pesar de todo. Sabía que yo no era la mejor compañía últimamente, y, aun así, después de cenar, Pers se dejaba caer por nuestra cabaña para preguntarme por mi día y ver qué tal lo llevaba todo. Si no fuera porque Valeria restringía muchísimo el tema de las llamadas y las nuestras estaban directamente vetadas, juraría que le reportaba diariamente a Sabrae sobre mi estado de ánimo para que mi novia supiera a qué atenerse cuando llegaran las Navidades.
               Ya era la quinta vez que tenía que descargar un remolque y no estaba siendo más fácil que la primera, de modo que igual Saab no tenía que esperar hasta Navidades para tenerme de vuelta en casa.
               -¿Cómo estás?-preguntó Pers cuando dejé el guepardo en el suelo y me llevé a la cebra al cubículo que me indicó. Me encogí de hombros.
               -Bien. Ya sabes. ¿Y tú?
               -Bien. Ya sabes.
               Le abrió la boca al guepardo y le miró los dientes. Le colocó el estetoscopio en el costado y le escuchó respirar durante un minuto entero. Se colgó el estetoscopio del cuello, se sacó la coleta, se limpió el sudor de la frente y se volvió a buscar unas gasas con las que curarle la herida.
               Noté que se movía despacio, que estaba cansada y distraída. Sospeché en el momento a qué se debía: la oferta de Valeria. Había tomado una decisión, y estaba esperando el mejor momento para decírmela.
               Lo cual significaba que no iba a quedarse. Tampoco podía culparla: yo también me piraría a la primera de cambio si la situación fuera así. Pers había probado la clínica veterinaria durante un par de meses y para ella había sido suficiente, pero luego había salido a la sabana y ya no podía sacarse de la cabeza todo lo que había allí fuera, a lo que había renunciado por mi culpa, para permitirme correr a los brazos de otra chica. Tenía que seguir con su vida, y no lo haría encerrada en ese edificio asqueroso en el que la cacofonía de los gruñidos de animales salvajes que harían lo imposible por volver a la dura naturaleza, matarte incluido, era tan intensa que incluso la oías en el silencio de tu cabaña bien entrada la noche.
               Me puse a juguetear con un biberón para aparentar que no me acojonaba la conversación que íbamos a mantener. Egoístamente, quería que Pers se quedara con nosotros: era de las pocas personas que se preocupaba de verdad por mí y que hacía lo imposible por tenerme contento, incluso aun a costa de su propia salud mental. No debía de ser nada fácil para ella ver cómo yo miraba las fotos de Sabrae cada vez que me sentía mal y necesitaba un empujoncito extra para continuar con mi día, y aun así, se mantenía a mi lado, acariciándome la espalda y diciéndome que no tenía que tener dudas de mi capacidad para ser fuerte.
               Pero además de hombre también era su amigo, y sabía que ella se merecía algo mejor que ser una tirita en una herida supurante. Lo buena que había sido conmigo a lo largo de mi vida y lo buena que estaba siendo ahora se merecía una recompensa bastante mejor que estar allí encerrada, viendo a todos seguir con sus vidas mientras nosotros nos estancábamos en unas labores que ya no nos llenaban.
               -¿Ya has empezado a preparar las maletas?
               Perséfone levantó la vista y se me quedó mirando.
               -¿Por qué me preguntas eso?
               Me encogí de hombros.
               -No sé. Creo que es evidente que no te he dejado más remedio que irte.
               Frunció el ceño de una forma que me resultaba tremendamente familiar: era como miraba a los turistas cuando le decían que hablaba muy bien nuestro idioma, y tenía que contenerse para no responderles que claro, que tenía una lengua inglesa metiéndosele regularmente entre las piernas.
               -Alec, tú no me estás obligando a hacer nada. Todavía lo estoy decidiendo. Es una oportunidad única, la verdad, y… bueno, no te voy a engañar; también me apetece quedarme por estar contigo y echarte un ojo. No te veo muy animado últimamente.
               -¿Y tú sí lo estás?-no pude evitar reírme, y ella suspiró.
               -Mira, lo que nos ha pasado ha sido una putada, pero yo no te culpo. Y la verdad es que tampoco culpo a Valeria. Si no se fía de nosotros, es normal que no quiera arriesgarse a dejarnos salir por ahí y que nos pase cualquier cosa. No tiene por qué responsabilizarse si cree que le hemos demostrado que no tiene que fiarse de nosotros, pero… Al, de verdad. Siento mucho que creas que me has quitado una oportunidad, porque la verdad es que no es así. E, incluso si lo fuera, lo has hecho por una causa noble, así que debería sentirte orgulloso.
               -Y me siento orgulloso. Pero creo que eso es compatible con sentirme mal, ¿no? Puedes estar seguro de que has tomado la decisión correcta y aun así lamentar sus consecuencias indeseadas. Una cosa no tiene nada que ver con la otra.
               -Supongo-dijo, tras pensárselo un momento-. Pásame el desinfectante. El desinfectante, Al-dijo cuando yo le pasé el botecito que no era, y se echó a reír cuando le tendí otro que tampoco era. Me di cuenta de que hacía bastante que no la escuchaba reírse; por lo menos, desde antes de que yo me escapara a ver a Sabrae-. Trae, será mejor que lo coja yo. Presiona en la herida; no hagas demasiada fuerza para no hacerle daño, ¿vale?-se inclinó a revolver entre los estantes de uno de los pequeños armarios junto a la puerta y, por fin, después de meter la mano hasta el codo en el mismo, sacó un pequeño frasquito.
               -¿¡Pretendías en serio que te encontrara eso!?-protesté, y ella se echó a reír de nuevo.
               -Me pareció que necesitabas sentirte útil.
               -Acabo de pasear doscientos kilos como si fueran cinco, creo que ya me siento lo suficientemente útil, muchas gracias, Perséfone.
               Ella se echó a reír y, después, se me quedó mirando con los ojos impregnados de cariño.
               -¿Le has dado una vuelta a lo que te comenté ayer?
               Le había dicho hacía semanas que el cumpleaños de Duna y Astrid, la hermana pequeña de Tommy, era ayer, y nada más ir a desayunar me había preguntado si tenía pensado llamarla por teléfono para felicitarla. Cuando le respondí que no, Perséfone y Luca se habían mirado con la boca torcida y me habían dicho que puede que no fuera tan mala idea aprovechar uno de los viajes que nos daba Valeria para darle otra sorpresa a la familia Malik y, de paso, comentar mi nueva situación con Sabrae. Desde que me habían visto desmoronarme por el castigo ejemplar que me había aplicado Valeria, los dos estaban decididos a que yo consiguiera la segunda opinión que necesitaba, la única que importaba, en realidad: la de Sabrae. Estaban empeñados en que ahora todo había cambiado y que, ya que yo no me animaría a volver a casa si lo necesitaba por lo que ella me había dicho de lo bien que nos vendría la distancia, Sabrae me daría la llave para abrir esa libertad que significaba ser feliz y poder estar con ella, las dos caras de una misma moneda que debería ser con lo que yo pagara todo en mi existencia.
               Aunque no lo parezca, no me había cerrado en banda con ellos. Estuve todo el día dándole vueltas, lamentando más que nunca el haberme enemistado con Valeria antes del cumpleaños de Duna porque no podría llamarla para felicitarla y darle una alegría a la pequeñita, pero, de noche, había llegado a una conclusión determinante: en realidad, que Valeria me hubiera cruzado me salvaba el culo.
               Si llamaba a casa de Sabrae, no habría manera de que no hablara con ella; para empezar, porque ni yo mismo querría renunciar a su voz.
               Y si hablaba con Saab, me lo notaría. Sabría en el momento en que le dijera un simple “hola” que algo iba mal, y me lo querría sonsacar, y yo terminaría contándoselo, porque le había prometido sinceridad y que no me cerraría en banda. Y entonces ella se sentiría culpable porque le había hablado de lo mucho que había disfrutado de las excursiones a las que había ido, lo vivo que me hacían sentir y las ganas que tenía de volver cuanto antes a la sabana. Creería que sería cosa de ella que yo hubiera perdido eso, y entraríamos de nuevo en ese pozo del que tanto me había costado sacarla.
               Así que lo siento, pero no. No iba a decirle absolutamente nada a Saab de mi nueva situación porque sabía el mal que le haría, y que volvería a comerse la cabeza, y, bueno… ahora que Killian me odiaba y que todos los demás habían visto que ayudarme suponía perder los “privilegios de la sabana”, como así lo habíamos empezado a llamar en mi grupito desde que nos los habían quitado, sabía que no tendría otra oportunidad para escaparme y volver con ella.
               Salvo que me fuera y no volviera, como me sugirieron Luca y Pers. Si hablaba con ella en persona y Sabrae cambiaba de parecer, ellos mismos se ocuparían de mandarme mis cosas de vuelta y desearme suerte en esa nueva etapa de mi vida en la que era un perdedor que tiraba la toalla a la mínima de cambio pero que, al menos, estaba con su chica hasta el final.
               Había veces en que no ganar ni un solo combate también era un triunfo: que te echaran en la primera ronda te daba más tiempo para estar con tu piba y morrearte con ella en las gradas. Quizá no fuera tan glorioso como dedicarle tu cinturón si llegabas a ganarlo, pero ella ganaba en tranquilidad.
               El problema era que ni yo ni Saab queríamos tranquilidad. Queríamos problemas. Queríamos retos. Queríamos superarlo y demostrarle al mundo que no podía con nosotros. Que nos merecíamos lo que teníamos. Que la gloria era nuestra. Que medio mundo no era nada.
               -Sí, y creo que de momento voy a seguir con los planes como hasta ahora-dije, y Perséfone suspiró y hundió los hombros-. Venga, Pers. No puedes reaccionar siempre que te llevo la contraria como si fuera una decepción con patas. ¿Tienes idea de la cantidad de traumas que me estás generando y que tendré que contarle a mi terapeuta? Claire no va a ganar para libretas con todo lo que voy a tener que contarle.
               -No me pareces una decepción con patas, Al. Pero sí sé que eres tozudo como tú solo, y… no sé. Es muy noble por tu parte que quieras proteger a Sabrae, pero creo que ella también se merece saber la situación en la que estáis.
               -¿Cómo sabes que lo hago para proteger a Sabrae?
               -Porque no soy retrasada-contestó, y yo puse los ojos en blanco.
               -Vale, lo hago para proteger a Sabrae. Pero no sólo por eso. Ya me ha costado hacerme a la idea de que me la merezco, ¿sabes, Pers? Todavía hay veces en que lo dudo, sobre todo porque veo las cosas que ella hace sin esfuerzo y todo lo que me cuesta a mí. Así que también hago esto un poco por mí-dije, pero Perséfone no se lo tragó, pues levantó una ceja y me miró como diciendo “no me digas”-. No me mires así. Te lo digo en serio. Sí, vale, quedarme aquí y tratar de adaptarme es el camino jodido, pero a veces el camino jodido es el que necesitas tomar porque no hay otro. Y yo no puedo llegar a todo mi potencial si tiro la toalla y me vuelvo con Sabrae con el rabo entre las piernas. Ella no se merece a alguien que se rinde a la mínima de cambio, y, la verdad, después de todo lo que he hecho en terapia y todo lo que me han ayudado tanto mi psicóloga como mi gente, creo que yo tampoco me merezco dudar siempre de mí. Necesito encontrar mi límite. Si no sé cuál es mi tope, creo que tampoco voy a saber nunca cuál es mi mínimo.
               Torció la boca haciendo sobresalir los labios, los ojos exageradamente abiertos y la mirada perdida en un punto entre los dos.
               -¿Y no crees que es más seguro descubrir tu tope en un ambiente un poco más familiar? Menos hostil. Más controlado.
               -Si todos pudiéramos escoger dónde está nuestro tope, lo encontraríamos tras un camino de rosas, ¿no?
               -Supongo que tienes razón-suspiré, y yo agité la cabeza.
               -¿Cómo? No tengo el móvil a mano, así que no he podido grabarlo. ¿Acabas de darme la razón? ¿Podrías ponérmelo por escrito?
               -No te acostumbres, que todo el mundo tiene deslices.
               Perséfone se acercó tanto a mí que sentí su respiración golpeándome los labios. En otra vida, aquel simple gesto había precedido cosas grandiosas. En cambio, ahora sólo eran las ruinas de un imperio cuyos logros se habían perdido tiempo atrás, escritos en un idioma que nadie había podido descifrar.
               -Al-dijo.
               -Pers-repliqué. Tenía los ojos clavados en los míos, memorizando los surcos de mis iris como si fueran un mapa inexacto, y ella la mejor cartógrafa del mundo. Me recordó un poco a cómo me miraba Sabrae, y también cómo lo hacía Bey. Supongo que quererme implica ver más allá de mis faroles y mis mierdas.
               -No necesitas ser un héroe para estar con Sabrae.
               Me reí por lo bajo.
               -Yo creo que sí.
               -Pues yo creo que no. Para ella es suficiente con que seas tú.
               -Lo dices porque no la conoces.
               -No; lo digo porque te conozco. Y sé que tú eres más que suficiente, y estoy segura de que ella te lo dirá. ¿Sabes? No tienes que convertir tu vida en una epopeya de la hostia. Puedes vivir cosas normales y, aun así, ser digno de que te quieran.
               -Pero, ¿y qué pasa si quiero vivir una epopeya de la hostia? ¿Si necesito vivir aventuras?
               -¿Aventuras que no disfrutas?
               -Ya aprenderé a disfrutarlas.
               Ella se mordió los labios y rió entre dientes, las manos en las caderas, una expresión de “tú a mí no me engañas” anclada en la cara.
               -¿Después de todo lo que has visto? Con esto-Pers hizo un gesto que abarcó el edificio, pero yo sabía que se refería al campamento entero-, no es suficiente. Para ti no va a serlo. Ni siquiera estoy segura de que consiga que lo sea para mí, así que…
               -Al menos tengo que intentarlo, Pers.
               -Eres terco como una mula-dijo con suavidad-. No sería la primera vez que llevas un intento hasta el final y te pones en peligro simplemente porque no sabes dar marcha atrás. Ya lo hemos hablado, Al. No hay nada malo en retirarse si ves que no puedes con las cosas.
               -Pero para ver si tengo que retirarme o no, primero tengo que ver si puedo o no con las cosas, Pers-traté de razonar con ella, y suspiró, y se colocó los brazos en los riñones.
               -¿Se supone que tengo que dejar que me convenzas de que puedes con ello simplemente para que te deje probar?
               -Es que, cielo, no sé si te has enterado, pero… tengo novia, y no eres tú-me burlé, y ella puso los ojos en blanco-. No es tu permiso, sino el de ella, el que necesito.
               -¿Y se lo piensas pedir?
               -Claro que sí-canturreé, burlón, y Perséfone volvió a poner los ojos en blanco-. No, ahora, en serio, Pers. No te preocupes por mí. Sé salvarme el culo cuando lo necesito. He sobrevivido a cosas peores que esta mierda a la que me está sometiendo Valeria. Literalmente me pasó un coche por encima y estoy aquí, ¿no? Que Valeria intente matarme de aburrimiento no es nada comparado con lo que he tenido que pasar antes.
               Ataques de ansiedad. Semanas enteras estudiando sin parar. Sesiones de terapia en las que había tenido que desnudar completamente mi alma. Dieciocho años creyéndome el producto de una violación. Miedo a que mi novia me rechace porque ya no le pongo con el cuerpo lleno de cicatrices.
               -Ya me he sacrificado un montón de veces, y sigo volviendo de entre los muertos mejor incluso que Jesucristo. La única vez que tardé más que él fue cuando el coma. El resto… siempre me las apaño para caer de pie, Pers. Exactamente igual que un gato.
               -¿Y qué va a pasar cuando te des cuenta de que no te estás sacrificando a ti solo con esto, sino también a Sabrae?
               No pude evitar sonreír. Pers era muy, pero que muy lista. Y me conocía muy, pero que muy bien.
               -Que me tocará decidir si merece la pena… con ella. Cuando la vea.
               -¿En octubre? –asentí-. En octubre estarás quemado. ¿Cómo vas a aguantar un mes así, Alec? Si a cada hora que pasas arriba y cada kilo que te hacen cargar… es como si envejecieras un año-se lamentó, torciendo la boca, y yo sentí que el peso del mundo caía sobre mis hombros de nuevo.
               Puedes con todo, mi sol, me animaba siempre Sabrae. Y más o menos tenía razón. Podía con todo, siempre y cuando estuviera con ella. Y ahora no estaba con ella. La estaba haciendo pasarlo mal por algo que yo tampoco estaba disfrutando.
               -Con sus cartas.
               -Alec…-empezó Pers, preocupada, pero yo sacudí la cabeza y me encogí de hombros.
               -Ya sé que no es mucho, ¿vale, Pers? Ya sé que no lo es, y que va a ser jodido, pero… es que es lo que tengo ahora mismo. Y es lo que tengo que hacer. Yo me metí en esto y yo soy el que tiene que descubrir si puedo seguir o no. ¿Que pinta mal la cosa? Joder, ya sé que pinta mal. Pinta fatal. Y sé que parezco hecho mierda porque es como estoy. Pero es que no puedo irme ahora a Inglaterra. No puedo, Perséfone. Porque me lo estaré preguntando toda la vida: ¿y si mañana se me va a hacer más fácil? ¿Y si estaba a punto de alcanzar mi techo y me tiré al suelo demasiado pronto por miedo a no haberlo visto? ¿Y si me volví cobarde cuando ya no necesitaba seguir siendo valiente?
               »Tengo que hacerlo, por ella y por mí. La he jodido viniendo aquí; es evidente que ya no es la misma si es capaz de plantearse que no me merece, y, aun así, está trabajando para superarlo. Lo menos que puedo hacer por ella es tratar de mejorar yo también. De eso se trata el estar separados, ¿sabes? De darnos el margen que necesitamos para poder crecer y convertirnos en quienes estamos destinados a ser. Y no lo haremos si yo vuelvo a Inglaterra con el rabo entre las piernas.
               -¿Cómo puedes estar tan seguro, Al?
               Me reí con amargura.
               -Porque es lo que llevo haciendo toda mi puta vida: disfrazarlo todo de comedia para que nadie se dé cuenta de que no me quiero una mierda. Ni siquiera yo mismo me la daba. Sólo cuando Saab me obligó a abrir los ojos me di cuenta de que lo hacía, y que tenía que aprender a quererme y a valorarme para poder ser feliz.
               »Por eso tengo que quedarme un poco más, Pers. Porque no conozco nada de lo que hay aquí, así que tengo que tener los ojos bien abiertos. Volver a casa ahora supondría cerrarlos, y… si los cierro en casa, puede que no la vea alejarse de mí hasta que sea demasiado tarde.
               -Ella no se va a alejar de ti.
               -Lo intentará-contesté-. Pero la obligaré. Sé que lo haré. Si me vuelvo ahora… lo haré.
               Aunque no pudiera evitarlo, aunque fuera lo último que desearía… la obligaría.
               Volver a Inglaterra ahora supondría elegir al Alec que había sido toda mi vida, hasta que Sabrae me hizo empezar en el psicólogo y me hizo ver que era absolutamente insostenible. En Etiopía, en cambio… podía convertirme en su Alec.
               Sólo tenía que tener fe en mí mismo, confiar en el proceso…
               … y releerme sus cartas hasta la saciedad. Un pedacito de ella ahora era mejor que nada, y desde luego, una oportunidad de tenerla entera para siempre era justo lo que yo necesitaba. No la iba a desperdiciar.
               Aunque no tuviera nada garantizado. Aunque no dejara de escucharla dentro de mí pidiéndome que volviera a casa con ella y que no volviera atrás. Soy medio griego: sé de sobra cómo acaban las historias en las que no puedes mirar atrás; hacerlo es algo inherente a la condición humana.
               Era mejor morir intentando evitar esa salida… porque no mirar atrás siempre acababa mal.
 
 
Vestida con una camiseta de tirantes de Alec, con la piel desprendiendo el aroma de su gel de ducha y el estómago con una comida que no sólo había conseguido retener, sino también disfrutar, entré en la habitación de mi novio dispuesta a darme un respiro de mi dolor y disfrutar de la noche. Si bien me costaba compartir todo lo que estuviera relacionado con Alec porque no quería que nadie lo contaminara y me hiciera perder lo poco que aún me quedaba de él, me veía obligada a hacer una excepción muy agradable con Mimi, que se tomaba tan en serio como yo el conservar el legado de su hermano hasta que él regresara.
               -Esa camiseta me la dejó a mí-se quejó al ver mi elección: una camiseta blanca de tirantes con estampado de ¡aloha! y la silueta de Stitch sentado junto a una flor de hibisco, todo en colores aguamarina que le había visto ponerse algunos veranos, cuando todavía no me caía bien y no era capaz de soportarlo, pero ya no le odiaba tanto como para no admirar lo buenísimo que estaba. Le había hecho la piel mucho más morena de lo que ya la tenía incluso antes de irse a Grecia, y creo que por eso no le importaba lucirla aunque tuviera un estampado un poco infantil.
               Puse los ojos en blanco y le hice un corte de manga.
               -Ven a quitármela, si te atreves.
               -Por esta vez, pase, porque sé que no estás muy bien anímicamente y me apetece darte mimos. Pero que sepas que-entrecerró los ojos-, mañana, se terminará nuestra tregua y te arañaré la cara como vuelvas a robarme alguna camiseta. ¿Entendido?
               -No puedo robarte nada porque no son tuyas, Mím. Son de tu hermano, al que, por si se te ha olvidado, le hago asiduamente una inspección de los genitales con la lengua para ver si está todo en orden.
               -Quizá deberías hacérsela en el cerebro y así saldríamos de dudas sobre hasta qué punto le funciona mal-ironizó ella, poniendo los ojos en blanco y sacando la lengua a un lado. Ya se había quitado las lentillas y se había puesto su pijama, que también era una camiseta de Alec (ella se había puesto una verde de manga corta con la cabeza de un alienígena bordada sobre el corazón) y un pantalón de pijama que asomaba dos dedos por debajo de la camiseta, y se había metido en la cama con el ordenador a mano para ver una película. Abrió las sábanas para dejarme entrar en ella y dio un par de palmaditas en el colchón, a su lado, precisamente en el lugar en el que yo no dormía cuando estaba con Alec. Me había acostumbrado a dormir a su derecha y tenerlo a mi izquierda, y con Mimi sería la revés; me pregunté si el subconsciente la estaba haciendo elegir ese lugar porque era el mismo lado del que dormía cuando su hermano estaba presente.
               La verdad es que no me importaba cambiar de lado. No quería que nada en mi cuerpo creyera que estaba sustituyendo a un Whitelaw por otro, sobre todo porque me sería muy fácil confundirme en sueños: cuando íbamos a dormir en su cama, tanto Mimi como yo nos duchábamos para quitarnos nuestros perfumes propios y nos echábamos los productos de aseo de Alec para tratar de engañar nuestro olfato, y, a consecuencia del cuidado que poníamos en la operación, acabábamos oliendo a esa mezcla tan familiar de su olor con el nuestro. Lo cual era un poco raro cuando estábamos juntas, pero un consuelo milagroso si dormíamos separados.
               Claro que hoy no podíamos dormir separadas. No después de todo lo que yo le había contado a Mimi. Mi cuñada había flipado con toda la situación, y eso que no había podido entrar en muchos detalles porque tenía tanto que contarle como para escribir un libro larguísimo. La pobre sólo estaba al tanto de que Perséfone y Alec habían coincidido en el voluntariado, pero nada más. No sabía absolutamente nada del incidente del beso ni de todo lo que había desencadenado, y no había parado de jadear de la sorpresa mientras iba avanzando en la historia.
               Para cuando terminé, Mimi me miró de soslayo y dijo:
               -Voy a arañarle la cara a Sher. Y a ti te voy a dar un tortazo. ¿Eres boba? ¿Qué es eso de que no te mereces a mi hermano?
               Puede que hubiera tenido que hablar con ella mucho antes, después de todo.
               Mimi se hundió en la cama, sus gafas flotando un segundo lejos de su rostro cuando apretó la cabeza contra la almohada, y estiró los brazos por encima de la almohada.
               -¿Me cuentas otra vez cómo fue cuando lo viste?
               Suspiré, pero me estaba poniendo unos ojitos de buena que… no podía decirle que no. Supongo que me estaba pareciendo a Alec más de lo que pretendía si me costaba tanto negarle alguna de sus peticiones. Puede que mi chico no fuera el único que sintiera debilidad por sus cuñadas: yo adoraba a Eleanor mucho tiempo antes de que se convirtiera en mi cuñada, quizá porque la tenía más como a una hermana lejana que como a una amiga; pero la relación con Mimi se había estrechado muchísimo desde que había empezado a salir con Al. Cuando ya me caía bien, había descubierto que era muy buena chica, sincera y muy, pero que muy dulce, tan buena que no le haría daño ni a una mosca. Salvo, por supuesto, que hubiera que pelearse por la ropa de su hermano: entonces no había inconveniente en sacar las garras.
               -Fue como… como si hubiera estado aguantando la respiración desde que se marchó. Como estar a dieta y comerte un pastel de chocolate de tu confitería preferida. Como si lo hubiera estado tocando todo con unos guantes de cuero grueso y él me los hubiera quitado para darme libertad en los dedos y poder sentir-suspiré, y la miré-. Estoy muy enamorada de él, Mím. Muy, pero que muy enamorada de él.
               Mimi se revolvió bajo las sábanas y soltó una risita.
               -Me encanta, me encanta. Sigue, sigue. ¿Qué te dijo cuando tú le dijiste que creías que era mejor daros un tiempo?
               -No le dije que necesitábamos un tiempo, sino que no sabía si necesitaba libertad, y él no lo aceptó. Me dijo que sólo aceptaría que le dejara si dejaba de quererle; si no, nada.
               -¡Uf, esto es mejor que una película! ¿Y os disteis besos?
               -Cantidad.
               -¿Hicisteis el amor?
               -No nos dio tiempo-suspiré, tirando un poco de las sábanas. Me había puesto un tampón y una compresa para asegurarme de que no manchaba nada, sólo por si acaso. Eran demasiado valiosas… y Mimi me mataría como traspasara la más minúscula de las gotitas. Lo sabía porque yo lo haría si fuera al revés.
               Mimi se tumbó de lado y se mordió el labio, la cabeza apoyada en una mano.
               -¿Y te arrepientes de haberte peleado con Sher por él?
               Me lo pensé un momento. Había hablado con bastantes personas de la pelea con mi madre, pero nadie me había hecho esa pregunta hasta entonces. Y, por muy disgustada que me sintiera con la situación con mi madre, supe que sólo había una respuesta: no. No me arrepentía. Había hecho lo que tenía que hacer, lo que Alec habría hecho por mí: me había protegido de su familia en otras ocasiones, me había puesto por delante de sus amigos, me había defendido de todo el mundo; lo justo era que yo lo hiciera también por él.
               Lo mejor de todo era que no lo había hecho por una sensación de debérselo, sino porque me había salido de dentro. Yo quería estar con él y él quería estar conmigo, lo que suponía que si teníamos que ser los dos solos contra el mundo, así sería.
               No podía quedarme callada. Cada segundo con él merecía mil años en el infierno, que debía de ser muy parecido a perder la confianza de mamá.
               -No. Necesitaba estar con él, y me habría gustado que las cosas fueran diferentes-dije, escondiéndome un momento bajo las sábanas. Me llevé la mano al pecho, donde descansaban mis colgantes de oro y platino-, pero no cambiaría lo principal. Eso sí, sé que lo que le dije a mi madre estuvo muy mal. Pero me sentía triste y frustrada y…
               -Sher se está pasando un poco, yo creo-dijo, jugueteando con su flequillo. Miró por encima de su hombro y le dio una palmada en el colchón a Trufas, dándole permiso para subir-. Es decir, está bien que te riña y que se enfade, porque como tú bien has dicho, lo que le dijiste estuvo muy feo, pero tiene que dejarlo pasar. No puede estar guardándote rencor toda la vida por un desliz. ¿Ella no fue una adolescente salidilla o qué?
               Me eché a reír.
               -Dudo que mamá tuviera ningún momento en su vida en el que se volviera tan loca como me volví yo.
               -No me parece. Sher es muy guapa; debían de rifársela en el instituto.
                -Sí, pero se debía de hacer la difícil. Aún se lo hace con papá. A veces-puntualicé cuando ella me miró con una ceja alzada, y Mimi acarició a Trufas entre las orejas. Estiré la mano y yo también acaricié al animal, que se puso panza arriba para disfrutar de unas bien merecidas cosquillas.
               Estuvimos así un rato, en silencio, sólo nuestras respiraciones en el aire. La habitación ya no olía solamente a Alec, sino a nuestra presencia conjunta, como si los tres conviviéramos a la vez allí.
               Me di cuenta de que Mimi estaba muy callada, con la cabeza en otra parte. Me acerqué un poco más a ella y, mimosa, le froté la mejilla contra el hombro. Mimi giró la cabeza y me miró con esos ojazos que se parecían muchísimo a los de Alec, y a la vez no. Me pregunté si sería algo genético o si, como no eran los de él, a mí me parecían distintos y punto; si a Eleanor le pasaría algo similar con Scott y con mamá.
               -¿Qué te pasa, Mím?
               Se mordisqueó los labios por toda respuesta, y, tratando de poner en orden sus ideas, sacudió la cabeza.
               -Nada, es que…-miró a Trufas y se mordió de nuevo el labio-. Nada.
               -Oye, estamos juntas en esto. Si vamos a sobrevivir al año de voluntariado de Alec, tendremos que hacerlo juntas. Así que puedes decirme lo que sea. ¿Qué pasa?
               Tragó saliva y se mordisqueó un poco más el labio, sin llegar nunca a enseñar los dientes.
               -¿Crees que eres capaz de dejar a Alec?
               Me la quedé mirando mientras rebuscaba la respuesta en mi interior. Atravesé las habitaciones con mis recuerdos, y me detuve en el gran salón del trono, que ocupaba él. Él y su sonrisa, su voz, sus carcajadas, sus manos, sus caricias, sus besos, sus embestidas en mi interior. Sus bromas y sus llantos, sus tranquilidades y sus discusiones, sus tropiezos y sus triunfos. Era el lugar más luminoso de todo mi interior, el sitio en el que era más feliz y más puramente yo. Podíamos hablar de cualquier cosa, ser cualquier cosa, hacer cualquier cosa. Alec jamás me había pedido que me callara cuando había empezado a hablar, sino que me había escuchado y me había dejado desahogarme hasta que ya no me quedaran lágrimas que derramar o improperios que lanzar.
               Estar con Alec era ser yo. Yo en estado puro. Sabrae, sin más. SABRAE, en mayúsculas, como había dicho Eleanor.
               Sacudí despacio la cabeza, metiendo las manos entre el colchón y la almohada, y yo también me mordisqueé el labio. Mimi suspiró aliviada…
               … y se le llenaron los ojos de lágrimas.
               -¡Mimi! ¿Qué ocurre?
               -Nada. Bueno… sí-tomó aire y negó con la cabeza-. Me preocupa mucho que esto os pueda distanciar y lo que le haría a él que eso sucediera.
               -Pues no tienes por qué. Estoy muy segura de mis sentimientos por él, y… oye, lo de Perséfone ha sido solamente una ida de olla, ya está. Todo lo que hemos pasado hasta ahora… puede que haya debilitado la idea que tenía de mí misma, pero me ha hecho verme con más sinceridad. Y me ha hecho darme cuenta también de lo fuerte que es lo que nos une a Alec y a mí. Así que no tienes de qué preocuparte, ¿vale?
               -¿Me lo prometes?
               -Te lo prometo.
               -Bien. Es que…-se limpió la nariz con el dorso de la mano-. Yo llevo sin escuchar su voz desde que se marchó. Le echo mucho de menos, Saab. Y tú lo has tenido aquí… yo sólo tengo cartas. Nada de llamadas de teléfono ni visitas relámpago ni… que ya sé que soy su hermana, pero nunca antes había dejado de ser su favorita. Y viendo todo esto… no me malinterpretes, me alegro muchísimo por ti, y por él, y me alegro de que estéis juntos porque le haces muy feliz, y yo quiero mucho a mi hermano, pero… es que no me gusta esta sensación. Ojalá le hubieras pedido que se quedara, porque odio ser hija única. Lo odio, lo odio, lo odio. Es horrible. No sabes lo diferente que es Mykonos sin él. Estaba terriblemente vacía. Era como si estuviera desierta. Y… estar once meses así, sin tener un hermano…
               -Oh, Mím… tú no eres hija única. Siento mucho si Alec y yo estamos haciendo que te sientas así porque nos absorbemos demasiado el uno al otro, pero no quiero que lo veas como si hubieras perdido a un hermano. Ahora también me tienes a mí. Tú y yo también somos hermanas.
               Los ojos de Mimi resplandecieron.
               -Siempre he querido una hermana-dijo con timidez-. Es decir… Alec no está tan mal, y tal. Pero estaría bien tener a otra chica. Aparte de El, quiero decir.
               Me reí.
               -Ya sabía que contabas a Eleanor, tranquila.
               -Por si acaso. Es que no quiero que sus fans se me echen encima. ¿Has visto lo poderosa que se ha vuelto?
               -Ella nació así-respondí, y las dos nos reímos. Eleanor había cantado una versión acústica de Born this way en uno de los últimos conciertos, y el vídeo que se había colgado en Youtube ya rozaba los cincuenta millones de visitas.
                Dejamos las cabezas pegadas la una a la otra sobre la almohada, los ojos puestos en el techo y la pelambrera de Trufas en nuestros dedos, y yo terminé cerrando los ojos. Creo que podría acostumbrarme a eso: a tumbarme en la cama de Alec junto a otro Whitelaw que olía un poco parecido a él y fingir que le tenía aquí, conmigo. A creer que sólo tenía que girar la cabeza para verle, y que en un suspiro escucharía su voz diciéndome:
               -Sher se equivoca, y lo sabes. Tú y yo somos endgame y no hay nada que pueda cambiar eso.
               Medio mundo no es nada. Medio mundo no es nada. Medio. Mundo. No. Es. Nada.
               Alec podía con todo, y me había escogido a mí para focalizar sus esfuerzos. Había salvado a su familia, la había fundado igual que Scott había fundado la nuestra. Mamá tenía que darse cuenta de eso, y todo se arreglaría.
               Quedaban tres meses para Navidad. Sólo tres meses, y le tendría de nuevo conmigo. Eso eran seis cartas, y luego…
               Abrí los ojos de repente. Las cartas.
               -Mimi.
               -¿Qué?
               -¿Crees que debería decírselo en mi siguiente carta?
               -¿El qué?
               -Que mamá ya no quiere que salgamos juntos.
               Mimi abrió las manos bajo las sábanas y se quedó muy quieta, los ojos clavados en el techo, como si hubiera visto un fantasma.
               -Der’mo-dijo en voz baja. Alec me había enseñado suficiente ruso como para entenderla: mierda. No había pensado en eso, al igual que tampoco lo había pensado yo.
               Porque una cosa era que lo supiéramos nosotras. Y otra radicalmente distinta era que también lo supiera él. No quería que se torturara, ni que tuviera dudas, ni que dejara de disfrutar del voluntariado por preguntarse si me iba a perder por estar lejos de mí, con lo que el silencio parecía la mejor solución.
               Pero le había prometido que le sería sincera, y… mi amor no valía nada si tampoco lo valían mis promesas.
               -Tienes que darle una vuelta-Mimi se incorporó.
               -No puedo darle una vuelta-respondí, incorporándome yo también-. Quiero contestarle cuanto antes, en cuanto lea su carta.
               -¿Y cuándo la vas a recibir? ¿Cuánto tardan en llegar aquí?
               -Una semana de ida y otra de vuelta, más o menos.
               -Y la última…
               -Mimi-la corté-. Mañana, cuando vuelva a mi casa, será cuando la lea. Shasha me avisó cuando fui a despedirme de Scott y los demás por la mañana: ha llegado hoy.
               Mimi parpadeó despacio y ampliamente.
               -Pues entonces tienes doce horas para decidir qué prefieres: si callarte y traicionar la confianza de mi hermano, o decírselo y tener que coger un avión para que no sea él quien te deje a ti.
                




             
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2 comentarios:

  1. Vengo a poner de relieve que estoy estresadisima con este deama que se ha venido sin comerlo ni beberlo y que no me esperaba para nada porque me esta dando dolor de cabeza. Entre Sher que esta dando un poco demasiado por culo (aunque la entienda vale) y que ahora se le añade el nuevo problema que ha planteado Mimi no puedo mas.
    Quitando eso decir que estoy llorandisimon con la relación de Mim y Sabrae y es que solo de pensar en como Alec va a ser super feliz cuando vuelva y vea como han cambiados las relaciones de Saab con Mimi y Jordan puf.
    Quitando eso me muero de pena con la conver con Pers, necesito que llegue OCTUBRE YA

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  2. Cap muy interesante, comento cositas:
    - Me ha gustado mucho la conversación de Scott y Sabrae. Mi parte favorita evidentemente cuando Scott le ha dicho “Igual deberíamos dejar de plantearnos tu relación con Alec como una obra de caridad tuya hacia él y como lo que es: algo que os ha hecho mejores a los dos. No solo a él.”
    - Me han “gustado mucho” (entre comillas porque no me gusta que Sabrae lo pase mal) todo lo que has ido dejando caer en el cap sobre la adopción y sobre cómo se siente Sabrae.
    - Trufas buscando a Alec me ha partido el corazón.
    - El reencuentro de Mimi y Sabrae ha sido cuquisimo, ya iba siendo hora de verlas juntas otra vez. Monísimas peleándose por las cosas de Alec, durmiendo juntas en su cama viendo una peli, Mimi pidiendo a Sabrae que le narre con todo tipo de detalles el momento en el que se vieron, Mimi llorando porque no quiere que lo dejen nunca…
    - Alec lo está pasando fatal, haz que pare por favor. Yo solo quiero verle contentísimo en la sabana, haciéndose cada vez más íntimo de Luca y echando de menos a Sabrae (porque sin ella no puede ser 100% feliz) y deseando contarle todo lo que está viviendo.
    - El final con esa frasecita de Mimi me ha dejado tiesa porque ni lo había pensado. Pfff es que Alec la dejaría en 0 coma si se entera de que a Sher ya no “le hace tanta gracia” que estén juntos. Además, creo que sería un golpe muy duro para él porque respeta tanto la opinión tanto de Zayn como de Sher, que le haría volver atrás en todo lo que ha avanzado en cuanto a autoestima. Y a todo esto añádele que ni siquiera está bien en el voluntariado.
    Bueno que como dices al principio se ha venido Drama Masivo™ y yo tengo ganas de ver que pasa <3

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