jueves, 20 de julio de 2023

¿Cómo no quererte eternamente?


 

Una de mis amigas del trabajo me dijo que no estaba tan emocionada con el 18 de julio como sí lo estaba con el 8 de junio, porque no paraba de hablar de Beyoncé antes de ir a verla y porque para ver a The Weeknd iba a repetir outfit, y no lo comentaba mucho. Y yo en aquel momento sí que pensaba que lo de Beyoncé iba a ser insuperable, a pesar de que había algo dentro de mí que no terminaba de encajar una extraña sensación de que con Beyoncé me había faltado algo que, por otro lado, creía que sí tendría con The Weeknd. Llámalo el tiempo esperando por este concierto (más de 3 años desde que compré confinada una entrada para verlo en otro país), llámalo el tiempo que ha estado cociéndose todo esto; los viajes en bus volviendo de la universidad escuchando Starboy de cabo a rabo, como si fueran a examinarme de ello según me bajaba, y construyendo la relación literaria que más me gusta en base a canciones que tenía la esperanza de escuchar en directo. Llámalo el ser fan de The Weeknd desde hace muchísimo más tiempo que Beyoncé a pesar de que, bueno, Beyoncé es Beyoncé. Llámalo el que yo dijera que iba a ir a verla y que todo el mundo supiera de quién hablaba inmediatamente, pero cuando decía que tenía el concierto de The Weeknd, los más educados me dijeran que qué bien, pero me confesaran más tarde que no sabían “quiénes” era aunque luego reconocían Blinding Lights; los más maleducados decían que iba a ver “a un negro americano que canta”, como si yo no pudiera definir también a sus bandas como “viejos que pegan voces frente a un micrófono” por esa regla de tres.
O puede que también estuviera el hecho de que yo creía que no me gustaban los dos últimos discos. Escuché After hours, el que originalmente iba a ir a escuchar en directo, confinada en casa y empezando una espiral que me decía que todo lo que podía salir mal del concierto saldría mal: tendría un mal vuelo, me alojaría en un hotel lejano y ruidoso, tardaría en entrar al O2, los ingleses me putearían lo que pudieran (porque buenos son ellos), y cuando volviera del concierto me encontraría con un montón de llamadas perdidas de mi madre diciéndome que no sabía dónde estaba y que fuera a buscarla a un sitio del que no me podría dar detalles. Proyecté todas mis malas sensaciones y el miedo que me daba el vivir algo yo sola en After hours, y cuando se movió la fecha y se dio opción a cancelar la entrada, una parte de mí se alivió. Además estaba cabreada con el comportamiento de Abel durante el confinamiento, así que tenía la excusa perfecta para echarme atrás y tener miedo a disfrutar de mi independencia y a disfrutar siendo independiente.
A pesar de todo, una parte de mí lamentaba no poder formar escuchar ese CAUSE I’M HEARTLESS de Abel cuando mil voces distintas le preguntaran por qué hacía lo que hacía (no se me olvida que ése fue el primer single de After hours por mucho que el mundo finja que la presentación fue Blinding lights, que no me entusiasmó tanto cuando salió como Heartless), así que escudándome en una compañía que no necesitaba y no me aportó nada, compré entradas. Inicié una cuenta atrás de un año y medio. Y Abel vio que con un recinto pequeño como el WiZink no bastaba; necesitaba más.
Y nos fuimos, entonces, al Wanda. Entré en una cola virtual que me tuvo nerviosísima a pesar de que fue bastante corta, y en unos quince minutos nada más, ya tenía mi entrada: había reconocido mi independencia y no había confundido mi soledad en las dos acepciones en que se desglosa, y que en el inglés se distinguen perfectamente. Y a esperar otra vez. A aferrarme a mi cuarta entrada para escuchar Starboy en directo; ni siquiera me atrevía a soñar con Often o con I feel it coming, a pesar del significado que tenían para mí.
Escribiendo estas líneas me he dado cuenta de por qué sólo hablaba del concierto en mis redes sociales: una parte de mí no se creía que fuera a verlo en directo, ni a escuchar las canciones que había reunido en una lista para aprendérmelas en el tren de camino a Madrid. Estaba convencida de verdad de que iba a pasar algo y que no las oiría; quizá no llegara al recinto antes de que anunciaran que se cancelaba, o quizá estando ya sentados nos dirían que hacía demasiado calor y no había manera de que el espectáculo saliera adelante. No había querido ver nada del tour para no estropearme la sorpresa, pero tampoco para no pifiarla.
Creo que por eso tampoco hablaba de ello en el trabajo, o hablaba del concierto como “el viaje a Madrid” cuando alguien me preguntaba y no como “el concierto de The Weeknd” como sí hacía con el concierto de Beyoncé.
Y entonces se encendieron las luces del escenario, las bailarinas vestidas de beduinas empezaron a desfilar por la pasarela, a bailar como un aquelarre bajo la luna y alrededor del androide femenino y yo por fin me permití relajarme y pensar que esto era real. Todo era real. Y estaba pasando. Y, joder, de qué putísima manera pasó. Ver aparecer a una figurita vestida de blanco en un escenario que tenía tremendamente cerca, más de lo que se aprecia en los vídeos, fue el último punto de sutura con el que se cerró una herida que llevaba abierta desde 2020; el último argumento para entender por qué un fuckboy piscis, pero que muy piscis, elegiría a The Weeknd como su artista preferido y se negaría a hacer nada con ninguna chica con su música de fondo hasta que no encontrara a la definitiva.
No voy a comparar a Beyoncé y The Weeknd porque creo que sus conciertos no tienen el mismo objetivo, algo que, además, creo que se refleja también en su discografía: mientras que a Beyoncé vas a verla y sus conciertos son para que disfrutes de lo trascendental que es y de la increíble suerte que tienes de que ella te permita existir en el mismo espacio temporal que lo hace ella, con The Weeknd quedas. Sus conciertos son para que él vea que hay alguien al otro lado del auricular cuando él graba. Escuchándolo sin atención o en una discoteca puede pasarte inadvertido, pero cuando te detienes un momento y piensas en que vas a escuchar según qué canciones en directo te das cuenta de que están en el setlist con un propósito, se grabaron con un propósito: eres parte del coro de Less than zero, ése en el que Abel no canta. eres el que le arranca la confesión a Abel de que no tiene corazón cuando le preguntas por qué. Tú le has convertido en ese chico estrella y le has permitido nadar durante 7 años, que ya son más de 10, con los tiburones.
Es a ti a quien no quiere perderte en Lost in the fire. Eres el único que puede juzgarle y es en ti en el único en quien él confía en The Hills. De alguna manera, Abel se las apaña para que estés en un estadio lleno de gente, con lucecitas de colores titilando en la misma cadencia que la que tú tienes en la muñeca, y con todo sientas que eres importante. Que está ahí porque tú estás. Que no has estado esperando 3 años ni han pasado por tus manos cuatro entradas por nada.
Y lo mejor de todo es que da igual lo cínica que seas o lo consciente de lo irreales que son estas relaciones parasociales entre los fans y sus famosos (no voy a poner la palabra “ídolo” aunque seguro que a él le encantaría): durante dos horas de putísima locura, de no parar de bailar ni de brincar sin temer por tus tobillos, de llevar tus cuerdas vocales al límite de sus fuerzas y casi perder la voz, de estar a casi cuarenta grados y que te dé lo mismo que te lancen chorros de fuego al aire, vuelves a tener diecisiete años y crees que un famoso te quiere, que todo lo que hace, lo hace por ti. Lo bueno es que en realidad tienes veintiséis y te han pasado más putadas que te permiten saborear mejor esa felicidad. Así que lo disfrutas más, lo disfrutas como nunca: el marearte de cansancio, el beber agua caliente, el morirte de sed, porque no te importa lo más mínimo por todo el espectáculo que tienes delante. Fueron dos de las mejores horas de toda mi vida; me atrevería a decir que, en conjunto, las mejores diez horas desde que salí de mi hotel para desvirtualizar a una amiga y volví a entrar en el hotel con un maquillaje dorado sorprendentemente on point. No me arrepiento lo más mínimo de no haber buscado con más ahínco quién me acompañara, porque Beyoncé ya me enseñó que hay experiencias que simplemente trascienden con quién las compartes, si con amigos o con miles de desconocidos. Lo único que lamento es no ser una Kardashian y no tener un equipo de cámaras siguiéndome allá donde voy para poder girarme y pedirles que me den una copia de mi concierto entero. Y creo que ni después de mil visionados sería capaz de entender por qué Abel tiene una canción que te pregunta cómo puede hacer para le quieras, y que dure para siempre.
Sinceramente, después de esta noche, lo que quiero saber es cómo no quererlo para siempre.
O cómo pensar que es un joven dios solamente en su ciudad.



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