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Y, sobre todo, porque había fantaseado demasiado con ese momento durante mi reclusión en Etiopía como para que pudiera aguantar más de un segundo con las manos alejadas de su cuerpo, o medio minuto cumpliendo con mi deber como amantísimo novio y más devoto admirador. Las duchas del voluntariado eran ese rincón que todos los tíos teníamos como un harén comunitario en el que a cada uno le correspondía una sesión masturbatoria de manera cíclica, justo después de que hubieran terminado los demás. Una vez cada tantos días como tíos hubiera en el voluntariado, tus compañeros te dejaban a solas mientras terminabas de ducharte para que pudieras pensar tranquilamente en la mujer (o el hombre, según cada caso) que más loco te volvía y fantasearas con que ella estaba allí, contigo. Que eran sus manos y no las tuyas las que rodeaban tu polla con ceremonia. Que era su lengua y no el agua la que te recorría de arriba abajo, lamiendo cada rincón de tu cuerpo. Que era su coño y no tus manos las que te apretaban la polla y te exprimía cuando te corrías pensando en sus gemidos, en lo increíblemente sexy que estaba cuando se duchaba y en lo muchísimo que la echabas de menos, en lo cachondo que te ponía estar con ella.
Algunas de las chicas cuyos espíritus rondaban las duchas estaban en el mismo voluntariado; otras estaban a miles de kilómetros de distancia. Algunas de ellas sabían el nombre de quien las pensaba, puede que incluso tuvieran idea de lo que sucedía allí; otras ni siquiera conocían al chico que daría su vida por tenerlas allí, siquiera durante cinco minutos.
Y Sabrae era mil veces mejor que todas ellas, la única que se merecía estar allí más que ninguna. Había sido mi refugio de los temporales que me habían asolado las últimas semanas, y ahora…
… ahora estaba allí, de nuevo, frente a mí. Desnuda y preciosa y despampanante como un aparición, como la musa de las estatuas más sensuales talladas jamás por el hombre, aquella cuya belleza no podían captar ni los grandes maestros de la historia del arte.
Ahora estaba de pie junto a la mampara de la ducha, mirándome con una sonrisa tranquila en los labios como si no acabara de joderme la psiquis desnudándose delante de mí como lo había hecho. Podría haberme destrozado del todo quedándose nada más que con mis gayumbos, pero había decidido hacerlo al revés, de manera que yo no supiera adónde mirar: si a sus deliciosos pechos, aún más redondos y turgentes cuando se inclinó para recogerse el pelo; o a ese rincón rizado de su entrepierna que tantas promesas hacía y mil más cumplía.
Se me había puesto dura ya nada más ver cómo se quitaba mis calzoncillos, y eso que la camiseta que llevaba puesta no dejaba nada a la vista, así que… imagínate cuando pude hartarme a mirar el hueco entre sus piernas o cómo sobresalían y se movían sus pechos en su torso mientras se tomaba su tiempo haciéndose el moño. Mi única salvación había residido en que Sabrae, que se había puesto ligeramente de puntillas, no se había girado para darme la espalda.
Eso me habría hecho ver su entrada y no llegar, definitivamente, al cumple de Tommy. Si es que llegábamos.
Lo bueno de mi atuendo era que yo no tenía mucho que quitarme para poder llegar a ella como más me apetecía estar. Así que, con sus ojos fijos en los míos y sus labios húmedos por cómo se relamió, seguramente pensando en esas cosas malignas y deliciosas que quería hacerme, me desanudé el cordón de los pantalones y los dejé caer, liberando así mi polla, que no pude evitar acariciarme. Joder, la tenía durísima y enorme. Necesitaba sentir cómo se cerraba en torno a mí, cómo me abría paso por sus pliegues y le arrancaba un gruñido gutural entremezclado con admiración por mi tamaño.
Necesitaba follármela. Y hacerlo de pie esta vez. Hacerlo como había imaginado que lo hacíamos cuando estaba a seis mil kilómetros de ella, con las mismas ganas que si siguiera a la misma distancia y no a sesenta centímetros.
Sintiendo todo mi cuerpo arder, apreté los dedos alrededor del tronco de mi polla y pensé “de perdidos, al río” mientras daba un paso hacia ella. Y entonces me fijé en que sonreía, pero no la típica sonrisa de la chica que está orgullosa del chico al que le ha entregado su corazón, satisfecha con al que le abre las piernas y feliz de haber sido la excepción que confirmaba la regla, la única razón por la que un fuckboy dejaría atrás su vida de vividor y convertiría sus noches en momentos de paz en lugar de juergas.
No, no era la típica sonrisa de la chica que está enamorada, te escribe cartas y te jura amor eterno y que te esperará. Era la sonrisa de la chica que tiene un novio que es un payaso y que no puede dejar de reírse, con él o de él. La típica sonrisa que, normalmente, me encantaba que Sabrae esbozara, sobre todo porque cuando se la mordía suponía que yo estaba tratando de hacer que se riera y ella no quería ceder, pero se le hacía muy difícil.
-¿Qué pasa?-pregunté, y ella se mordió los labios y negó despacio con la cabeza. Juntó las manos, entrelazó los dedos y se dejó los índices extendidos, que se llevó a los labios mientras observaba mi entrepierna. Normalmente no me habría importado hacerle gracia, pero… a ver. Soy un tío. Entenderás que mi autoestima está muy ligada a la percepción que tienen los demás de mi polla, así que el que mi novia la mire y se ría… pues no me hace ni puta gracia-. Sabrae-espeté, haciendo de su nombre una palabra ofensiva pero que no llegaba a ser insulto. Curiosamente, sonó muy similar a como ella decía mi nombre hacía un año.
-Date la vuelta.
-¿Qué?
-Que te des la vuelta.
-¿Es en serio? Estás en bolas, estoy en bolas, la tensión sexual entre nosotros se corta con un cuchillo y ¿quieres que me dé la vuelta? ¿Para qué?
-¡Tú dátela y punto!