martes, 17 de octubre de 2023

Tres días de paz, diez meses de pesadilla.


¡Hola, flor! Sólo quería recordarte que hoy es un Evento Muy Importante: ni más ni menos que el cumpleaños de Tommy. Sí, has leído bien. Sí, quiero reseñártelo porque, ¡está pasando en la novela! Me está haciendo ilusión estar escribiendo en la misma fecha, y todo.
En fin, ¡disfruta del cap! (Dijo la bruja mientras procedía a continuar el capítulo más traumático de la historia de Sabrae). ¡Muac, muac!

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Me pregunté si era así como se sentían los cuidadores de las reservas naturales cuando se encontraban a la camada de un animal en peligro de extinción hecha pedazos, el futuro de una especie hermosa que no se merecía desaparecer de la faz de la tierra por culpa de la acción humana hecho trizas en la hierba dorada.
               Notaba que el corazón me martilleaba en los oídos y las sienes, marcando el ritmo de unos tambores de guerra que me estaba costando horrores no seguir. Si no me ponía en marcha era precisamente porque sabía que Saab me necesitaba más de lo que necesitaba que la vengara, pero el canto de las represalias era terriblemente tentador.  A pesar de todo, logré reunir en mí la fuerza como para incorporarme y no ir en busca de Zayn y Sherezade para darles lo que se merecían.
               Sabía que tenía que estarles agradecido, y así sería durante toda mi vida, porque gracias a ellos yo tenía ahora a Sabrae. La habían encontrado por mí, la habían criado para convertirla en esa chica increíble que me enorgullecía más que nada que hubiera logrado en mi vida el poder llamar mía, y sabía que habían estado ahí para limpiarle las lágrimas que yo había puesto en sus ojos en demasiadas ocasiones. Pero no podía perdonarles esto, por mucho que supiera que les debía la vida y la felicidad. No podía perdonarles que la hubieran conducido al borde del precipicio y la hubieran empujado finalmente al vacío, observando desde su cima cómo Sabrae luchaba contra una marea embravecida que sólo deseaba devorarla. Su reacción cuando a Sabrae le dio el ataque de ansiedad me había sabido a poco, sobre todo para dos personas que estaban más que acostumbradas a lidiar con situaciones así.
               Sabrae me miraba sin entender, el cansancio de la discusión y la noche anterior a ésta, en la que lo había dado todo, sabedora de que tendría que aprovechar cada segundo conmigo, haciendo mella en sus ojos castaños. Podría instalarme en ellos y no salir jamás de su mirada, ¿y todavía le preocupaba que yo la abandonara? ¿Por qué? ¿Por tratar de protegerme de mis estúpidos demonios, esos que eran más listos y más fuertes que yo y que habían sabido esperar a que me alejara de mi punto más débil para hacerme daño a través de él?
               No debería haberme marchado nunca, pensé mientras sostenía la mirada de una Sabrae que estaba rota por dentro, y cuya alma me costaría mucho, muchísimo remendar. Ya no era sólo por mí y por lo que me había hecho su ausencia, el tenerla lejos y echarla de menos hasta el punto de que me dolía en niveles en los que jamás pensé que tuvieras sensibilidad hasta que no noté cómo me ardían; era también porque me había hecho darme cuenta de que yo no podría protegerla de todo lo que le hiciera daño. Sí abarcaba bastantes cosas, sí podía conseguir que se quisiera de nuevo, pero… me daba la sensación de que la otro lado de la puerta había heridas letales e incurables. Que Sabrae había dejado de ser mi Sabrae de siempre cuando me subí al avión. Demasiado ocupado como estaba a mediados del verano por aquello a lo que iba a renunciar, la presencia de una criatura tan hermosa y perfecta que a veces me parecía una quimera, no había contado con el precio que Sabrae pagaría por tenerme lejos. Me había centrado demasiado en las experiencias que se perdería (nuestro aniversario, una primera cena de Navidad en casa de unos suegros que la adorarían, el tenerme allí con ella para todo lo que necesitara, vivir el primero de mis cumpleaños en los que ya no estaría soltero, y también tener todo el sexo que le apeteciera) y no había dedicado atención a aquellas a las que se tendría que enfrentar sola. La tentación de cuando le gustara un chico y su lealtad hacia mí le hiciera creer que no debía iniciar nada con él. Sus amigas echándose novios y ella sintiendo celos de que tenían todo a lo que yo la había hecho renunciar. Sus padres viéndola marchitarse mientras me esperaba y preguntándose  si no se habrían equivocado conmigo.
               Claro que no contaba con que Sher y Zayn lo harían tan rápido, ni tan tajantemente. Ni siquiera se me había ocurrido que el que se volvieran en mi contra fuera una opción, pero incluso entonces me habría parecido que se alegrarían de verme. Sí, vale, la última experiencia conmigo en casa no había sido precisamente agradable, pero tenían que entender que tenían a una chica de quince años en casa, no a una embajadora con una larga carrera diplomática a sus espaldas que sería capaz de poner el bien común del planeta y sus habitantes por encima de sus deseos. O el bienestar de un hermano al que echaba de menos y al que le gustaría tener más en casa por encima de la necesidad de recuperar el tiempo perdido con un novio que le había robado la  mejor parte de las relaciones: el primer año. El primer año en el que todo son celebraciones, orgullo e ilusión.
               Yo le había quitado eso a Sabrae. Era normal que su primer impulso fuera tratar de recuperarlo de cualquier forma, incluso si eso suponía que su familia tuviera que hacer un sacrificio como el que tenían que hacer con Scott. Por eso me parecía tremendamente injusto que me hubieran puesto una diana en la frente por la discusión que Saab y Sherezade habían tenido hacía un mes y medio, y que todavía siguieran con esa cantinela me ponía todavía de peor humor. Era su hija, por el amor de Dios. ¿Cómo podían darle de lado así?
               Sí, cuando Sabrae me confesó que había ocultado mi presencia en Inglaterra a propósito me había chocado un poco al principio. Supongo que todas las cosas buenas que Zayn y Sherezade habían dicho de mí, cómo se habían alegrado cuando fui a ver a su hija por sorpresa, realmente calaban hondo. Pero cuanto más tiempo pasaba, cuantos más segundos le asomaban lágrimas en los ojos a Sabrae, más entendía yo por qué no había dicho nada. Por qué yo era ahora un secreto que tenía que mantener lejos de sus padres.
               Si la situación fuera a la inversa y fuera mamá la que estuviera en contra de mi novia, la solución para mí sería sencillísima: sintiéndolo en el alma porque había sido muy feliz con mi familia, me iría de casa. Porque, como Sabrae había dicho, yo prefería ser de ella antes que de mi madre. Yo era de ella antes que de mi madre. Ser Alec Whitelaw era una pasada y el apellido que ahora ostentaba había sido mi salvación en muchos aspectos, pero prefería ser solamente Al si eso significaba que estaría con la chica que me había hecho tener ilusión por aprovechar la oportunidad que me habían brindado.
               Pero yo tenía 18 años y maneras de buscarme la vida. Ya era un adulto. Sabrae, no. Sherezade y Zayn podían retenerla en casa y ella no podría hacer nada más que añorar su libertad.
               Aun así… que me hubiera elegido a mí de entre todos los chicos que había en el mundo para poner en mis manos su felicidad… sí,  definitivamente me sentía como el cuidador de una reserva natural que tiene ante sí a una camada de cachorros de alguna especie exótica de la que apenas quedan 20 ejemplares.
               Y, milagrosamente, uno de ellos todavía respiraba.
               Sabía lo que tenía que hacer: poner mis sentimientos a un lado y centrarme en lo que era verdaderamente importante. Sabrae, su bienestar y su felicidad. Nada más y nada menos.
               A la mierda el voluntariado. A la mierda mi cargo de conciencia por cómo le estaba mintiendo. A la mierda mis excusas en las noches larguísimas bajo el manto de estrellas de Etiopía en las que me había preguntado si ella me echaría de menos como yo lo hacía con ella. El último mes y medio había girado en torno a si merecía la pena el sacrificio que estaba haciendo por que Sabrae estuviera bien, y eso me había matado por dentro. Llevaba un mes y medio con dos bestias luchando a muerte en mi interior.
               Ahora tenían un objetivo común: cuidar de Sabrae, decidir qué haríamos. Y no podía evitar sentir un cierto alivio al intuir la silueta de lo que se alzaba frente a mí, recortándose por fin contra el horizonte. Una salida. La respuesta a una pregunta que llevaba un mes y medio haciéndome en susurros, sin atreverme siquiera a reconocer que tenía dudas.
               ¿Y si no vuelvo?
               Estaba siendo mezquino alegrándome de que ahora existiera esa opción. Pero daba igual. Era Sabrae lo que estaba en juego. No tenía pensado perder; ella necesitaba un campeón; tramposo u honrado, daba lo mismo. Yo le daría un campeón.
 
 
Sentía los pulmones llenos de arena y escombros, pruebas de los crímenes de guerra que una nación poderosísima había cometido contra un rinconcito del mundo que había decidido que, si no podía ser suyo, tampoco lo sería de nadie. La cabeza me daba vueltas aún, y podía sentir los latidos desbocados de mi corazón en el fondo de mi garganta, que me escocía por la forma en que había tenido que suplicarles a mis padres que pararan. Dudaba que pudiera dormir esa noche, y me avergonzaba admitir que se debía a que, en parte, me daba miedo que Alec se escabullera en medio de la noche para irse a su casa y poder pensar. Entendía perfectamente que necesitara espacio para digerir todo lo que había descubierto a lo largo de la última hora, pero, egoístamente, no podía concebir la idea de que se alejara de mí.
               Así que, odiándome un poco más si cabe por lo que estaba haciendo, porque sabía de sobra que no me merecía que me dijera que sí, le pregunté con un hilo de voz:
               -Entonces…-me aclaré la garganta-, ¿te vas a quedar a dormir?
               Estaba de pie frente a mí, los ojos en los míos, su pelo despeinado por la acción de mis manos en la discoteca. Me parecía que todo lo que habíamos hecho entonces había sido hacía un millón de años, cuando éramos personas totalmente diferentes a las de ahora, sin apellidos en el nombre, sin un rincón al que llamar nuestro, porque todo el mundo lo era. No me había sentido tan libre en toda mi vida como lo había hecho en aquella discoteca, cantando mis canciones preferidas con mis amigas, esperando a que regresara mi novio, sabiendo que lo haría y me haría disfrutar de la noche como nadie. Con las luces estroboscópicas arrancando destellos azules, rojos y morados de mi piel, los altavoces haciendo que reverberaran los bajos de las canciones en mi caja torácica y las bebidas que había tomado chispeándome en la boca me había creído libre, independiente, sin preocupaciones; absolutamente feliz. Había vuelto a ser una Malik cuando aquello implicaba cosas buenas, como estar protegida y sentirme amada incluso aunque llegara de madrugada y en dudosas condiciones.
               Alec tenía gran parte de la culpa de que me hubiera sentido así, o más bien del mérito de que me hubiera creído la chica más afortunada del mundo mientras mi móvil no sonaba ni me llegaban mensajes de preocupación. No me hacía falta más que él. Nunca me haría falta nada cuando lo tuviera a él conmigo. No quería que se fuera; ni a Etiopía, ni tampoco a su casa. Eran motivos egoístas los que me habían empujado a pedirle que se quedara, no me avergonzaba admitirlo; pero sabía que no podía tirar más del lazo que nos unía, o de lo contrario se rompería. Así que sólo me quedaba esperar que la suerte que me había abandonado cuando descubrí la luz del salón encendida regresara de nuevo conmigo.
               Ni mis estrellas ni mi novio me defraudaron cuando ellas le hicieron decirme:
               -Sí.
               Una oleada de alivio arrasó con la ansiedad que sentía, haciéndola retroceder a un lugar en el que apenas podía notarla. Era como una herida lejana de la que ya sólo quedaba una discreta cicatriz, de la que sólo te acordabas cuando cambiaba el tiempo.
               Sin embargo, algo debía de tener mi piel para que fuera tan difícil renunciar a ella, porque pronto aquellas voces de mi cabeza diciéndome que no me merecía tenerlo conmigo y que si tuviera un ápice de decencia le liberaría de las promesas que me había hecho, regresaron para hacerse con el control. Alec me preguntó:
               -¿O no quieres?
               Si creía que me había puesto nerviosa cuando vi las luces de mi casa encendidas, lo que experimenté entonces ante la posibilidad de que Alec se fuera no tenía nombre. Fue como si me hubieran arrojado un cubo de agua helada sobre la cabeza y, a la vez, le hubieran prendido fuego a mi interior.
               -Pues claro que sí-dije con un hilo de voz, doblando las piernas y subiendo los pies a la cama, resguardándome de un frío que no estaba acostumbrada a sentir cuando estaba en presencia de Al. Por muy duras que sean las noches árticas, el sol siempre consigue hacer que sientas un suave calorcito en el rostro, así que, ¿por qué sentía que no era suficiente con que Alec se quedara?
               ¿Por qué estaba tan empeñada en arruinarme la felicidad pensando en lo que me harían mis padres cuando él se fuera? Alec me protegería de todo mal mejor que el más poderoso de los amuletos que hubiera creado nunca cualquier mago. Me lo había demostrado con creces en el piso de abajo primero, poniéndose entre mis padres y yo, y luego en el baño, cuando les había dejado claro que pasaría por encima de ellos si no se apartaban con tal de llevarme a mi habitación.
               Sentí que me deslizaba de nuevo hacia aquella espiral de autodestrucción en la que me había sumido las últimas semanas, hipnotizada por unos cantos de sirena que no ocultaban su intención de asesinarme mientras me devoraban. Me dieron ganas de nuevo de vomitar, pero la sola idea de salir de mi habitación… de volver a provocar que existiera la posibilidad de que Alec tuviera que enfrentarse de nuevo a mis padres…
               -Pero no me merezco que te quedes-me escuché decir, posiblemente la primera verdad que le había dicho en toda la noche. Mi primer acto de sinceridad desde, ¿cuándo? ¿Desde que le había dicho que no me merecía ser su novia y que estaba mejor con Perséfone?
               Alec se envaró y me miró desde arriba con la furia de un dios justiciero que descubre a la bestia que ha estado maltratando a su pueblo durante generaciones. Lo observé desde abajo, temblando ligeramente. Me parecía imposible que alguien tan guapo como lo era él pudiera tener poderes que le permitieran destruir un mundo, pero era exactamente así como me sentía. Si admitía ante mí misma y ante él todo lo que le había hecho, las promesas que no había mantenido y las mentiras que le había dicho porque había creído que él no sabría valorar su situación, las posibilidades de que saliera por la puerta eran altísimas.
               Y mi vida se acabaría.
               -Sabrae-dijo por fin, haciendo de mi nombre el principio de un conjuro capaz de hacer que el universo colapsara sobre sí mismo-. Voy a decirte algo que quiero que escuches con muchísima atención. No sé qué coño te han estado diciendo Zayn y Sherezade-una parte de mí agradeció que no se refiriera a ellos como mis padres aunque lo fueran precisamente porque la relación que tenía con ellos era lo que nos había metido en este lío; y otra se dio cuenta de que si no lo hacía era para no cabrearse aún más-, pero quiero que te quede muy clara una cosa: sea lo que sea la mierda que te hayan estado tratando de meter en la cabeza no es verdad. Eres buenísima para mí, y yo soy bueno para ti. No voy a dejarte por muy jodido que me lo pongas. Aunque si de lo que se trata es de cabrearme, entre ellos y tú lo estáis consiguiendo. Así que más te vale que cortes el rollo, porque si crees que me has visto enfadado antes, estás muy equivocada. Nadie le hace daño a mi chica delante de mí y vive para contarlo. Ni siquiera mi increíble, preciosa y perfecta chica.
               Tomé aire y lo solté en un jadeo cuando se arrodilló de nuevo para ponerse a mi altura.               -Escucha-se relamió los labios-, te respeto lo suficiente como para decirte que hay cosas que no me cuadran de todo lo que ha pasado esta noche, pero… confío en ti, Saab-lo dijo con tanta intensidad que pensé que mis moléculas se desintegrarían. En sus ojos podías ver la verdad de la creación del universo, la respuesta a una pregunta que todo ser viviente se hacía sin saberlo desde que exhalaba su primer aliento-. Sé que, llegado el momento, lo entenderé. Sé que habrás tenido tus razones para ocultarme de tus padres, y… sé que no lo has hecho porque te avergüences de mí-me acarició el mentón-. Y con eso me basta para saber que es aquí donde tengo que estar.
               »Sé que lo escuchaste la primera vez y también la segunda, pero no me importa repetírtelo una tercera, o las veces que haga falta: no hay fuerza humana ni divina que pueda separarme de ti mientras tú quieras que esté a tu lado. Hace meses te hice una promesa: te prometí que no dejaría que nada ni nadie se interpusiera entre nosotros. Ni siquiera tú, y ni siquiera yo. Tampoco se van a interponer tus padres. Puede que haya roto algunas de las que te hice-desvarió, aunque sus ojos continuaron sobre los míos-, pero te aseguro que no tengo intención de romper ésta.
               Me dieron ganas de reírme. ¿Qué promesas había roto él? Absolutamente ninguna. Yo, en cambio…
               -Es que… quiero asegurarme de que esto es lo que quieres. Que no te arrepentirás más adelante de haberte quedado.
                 Me tomó de la mandíbula y me hizo mirarme.
               -¿Eres Sabrae Malik?-me preguntó, y yo asentí-. Entonces tú eres lo que quiero. Me arrepentiré de muchas cosas en mi vida, Saab, pero el tiempo que pase contigo no será una de ellas.
               Algo en mi interior se aflojó, como un lazo que hubiera estado atándome a un poste del que ahora por fin podía alejarme y correr libre. Se me escapó un gemido por lo bajo mientras Alec se inclinaba hacia mí para besarme, y cuando lo hizo, de nuevo sin preocuparse lo más mínimo de que hubiera estado vomitando hacía unos minutos, se me rompió el corazón. Él no se merecía esto. No se merecía estar a oscuras cuando todo él estaba hecho de luz. Tenía que saberlo. Tenía que…
               -Alec…-susurré por lo bajo, luchando por mantener la cordura mientras él me ponía las manos en la cintura y tiraba suavemente de mí-. Alec.
               -Mm.
               -Quiero que hablemos de lo que ha pasado. Tengo… tengo mucho que explicarte.
               -Ahora no-respondió, besándome el cuello, llegando hasta mi oreja y jugueteando con el lóbulo usando los dientes. Una corriente eléctrica descendió desde el punto en que podía notar la dureza de esa sonrisa que solamente me pertenecía a mí, y casi se me olvidó todo lo que había pasado. Mi entrepierna empezó a despertarse, y su respiración deslizándose por mi cuello como lo había hecho en los baños de la discoteca hizo estragos en mi salud mental. Le pasé la mano por el pelo, ascendiendo desde la nuca, y suspiré cuando él se puso en pie y, sujetándome por las caderas con una facilidad pasmosa con la que no parecía percatarse de mi cambio de peso, Alec me levantó para tumbarme encima de la cama y colocarse él sobre mí. A pesar de todo, de lo que habíamos pasado, del mareo que aún sentía embotándome los sentidos, empecé a responder a sus besos con menos cautela y más necesidad.
               Dejé de querer explicarle lo que había pasado y empecé a querer que me hiciera callar por otros medios, esos que sólo conocen los hombres que saben amar bien a las mujeres. Dejé de odiarme a querer que él me quisiera. Dejé de recriminarme que no lo merecía y querer ordenarme que lo apartara de mí para empezar a tirar de él para que se pegara más a mí, porque aquello era lo que yo necesitaba: que me hiciera olvidar igual que lo había conseguido en la discoteca, que me hiciera sentirme limpia haciendo cosas sucias, que me diera esa redención que sólo él podía conseguir que alcanzara, y siempre cuando estábamos juntos. Llevaba viviendo en el infierno un mes y medio; sólo él era capaz de hacerme creer que, si levantaba la cabeza, en mi techo volverían a brillar las estrellas.
               Echaba de menos las constelaciones. Echaba de menos creerme con posibilidades de orientarme en medio del mar con sólo alzar la vista al cielo nocturno. Echaba de menos juguetear con la idea de que había dibujos en el cielo vigilando tus pasos y definiendo tu personalidad. Echaba de menos al zodiaco, al horóscopo, a levantarme con ilusión por las mañanas porque llegaba un nuevo día lleno de posibilidades en lugar de castigos. Echaba de menos ser Tauro, y bromear con mis amigas sobre ello.
               Y, por encima de todo, ahora más que nunca echaba de menos a mi Piscis favorito.
               Así que empecé a quitarme la ropa, y a quitársela también a él. Dado que me había descalzado, jugaba con ventaja, así que mientras separaba las piernas y él se acomodaba entre ellas, le pasé un pie por las piernas, descendiendo por encima del hueco de su rodilla y siguiendo los músculos que lo sostenían, que lo habían traído hasta mí. Unos músculos que ahora eran más fuertes por correr por la sabana, por cargar animales, por cuidarlo cuando yo no podía. Bajé y bajé y, cuando llegué a su tobillo, empecé a subir de nuevo, su boca en mis labios, su nariz frotando la mía.
               Una de sus manos descendió por mi costado, bajando hasta mi cintura, y mientras se quedaba allí, yo le tiré de la camisa para subírsela un poco. Colé una mano por su espalda y suspiré al notar la dureza de sus músculos, lo pegajoso de su piel por el sudor que yo había puesto allí hacía una hora. Me parecía que había pasado una eternidad desde la última vez que lo había tenido dentro. Por eso, precisamente, necesitaba sentirlo bien. Necesitaba tenerlo de nuevo conmigo.
               Necesitaba que me hiciera creerme que me merecía el tiempo que me dedicaba, el amor que me profesaba, y los sacrificios que estaba haciendo por mí.
               Llevé las manos al escaso espacio que tenía en sus pantalones y suspiré cuando rocé su erección. Ya de normal era una promesa de diversión que no podías rechazar, pero ahora que la necesitaba más que nunca sería un soplo de aire fresco para una pobre chica con los pulmones saturados de azufre.
               Le desabroché el botón de la bragueta y le bajé la cremallera mientras Alec se libraba de mi camisa, deslizando la tela por mi piel. Podía sentirlo contra mis pechos, todavía ocultos con el pañuelo de Mimi, y cuando le abrí la camisa y sentí su piel bajo mis dedos, me di cuenta de que esto sería lo único que podría salvarme. Piel con piel. Sexo del más posesivo, del que sólo Alec era capaz de darme.
               Quería sentir sus manos en mis rincones más sensibles, sus rincones más sensibles en mis manos.
               -Ábreme el pañuelo-le pedí, metiéndole una mano por la parte de atrás de los pantalones, arañándole la nalga y arrancándole un gruñido que me humedeció.
               -No-jugó, besándome en la punta en que mi mandíbula se conectaba con el cráneo. Me dio un mordisquito y yo gruñí.
               Mi entrepierna palpitaba, mi ropa interior estaba totalmente empapada. Esto era lo que quería. Por esto había vivido tanto tiempo en la oscuridad y había aguantado tantas mierdas.
               Por esto le había engañado. Por esto me había vuelto una mentirosa. Porque no podía renunciar a esto. No podía renunciar a él: a sentirlo, a complacerlo, a amarlo, a idolatrarlo con mi cuerpo, a que me hiciera sentir bien con simplemente quitarse la ropa y hacer lo único que habían hecho todos los seres humanos de nuestros respectivos árboles genealógicos. Puede que no habláramos ya sus lenguas, puede que sus costumbres nos fueran ajenas, puede que sus mitos se hubieran perdido, pero la unión entre nuestros cuerpos seguía estando ahí. Seguía siendo trascendental, y seguía obrando milagros.
               Yo no sería la excepción.
               Le bajé un poco los pantalones y separé las piernas cuando noté que él me metía la mano por debajo de la falda.
               -Estoy muy mojada, Alec-gimoteé, y cuando él llegó a ese rincón entre mis muslos, me deshizo el gruñido gutural que rugió en su garganta. Iba a disfrutarlo muchísimo, incluso aunque no lo hiciera tanto por el placer como por la necesidad imperiosa que tenía de él. Tenía que olvidarme de lo que había pasado, de los gritos y las caras de decepción de mis padres, de la expresión dolida de Alec cuando se dio cuenta de que lo había ocultado a propósito.
               Alec me rodeó el clítoris con el dedo corazón, y luego continuó descendiendo. Introdujo un dedo en mi interior y yo me mordí el labio.
               -Sí, justo ahí, mi sol. Fóllame con tus dedos… fóllame con tu polla… te necesito.
               Alec puso una mano a mi lado, junto a la almohada, y con pereza extrajo su dedo de mi interior. Cerré los ojos, arqueé la espalda y separé las piernas; preferiría follar desnuda, pero no le haría ascos a un polvo vestidos. Cualquier cosa con tal de que me sacara este malestar de dentro.
               Esperé a que se pusiera un condón. Esperé a que colocara la polla en mi entrada. Esperé a sentirlo llenándome y dándome sentido. Esperé.
               Esperé.
               Y…
               … esperé.
               Abrí los ojos y lo miré. Respiraba con dificultad, pero en su mirada había esa determinación que me resultaba tan familiar.
               -¿A qué esperas, mi amor?-pregunté, y Alec se relamió los labios, relamiéndose mis besos de la boca. Intenté incorporarme para besarlo, pero él se echó para atrás-. Alec-dije, y él negó con la cabeza.
               -Eso no va a pasar, Sabrae.
               -¿Qué?
               Dios, ¿se había enfadado conmigo? ¿Había atado cabos y se había dado cuenta de que era una egoísta? No, no, no. Esto no podía estar pasando. Me había prometido que se quedaría conmigo. Me había prometido…
               -No te creas que no sé lo que intentas.
               Me mordí el labio, recorriéndole la espalda con la mano que le había pasado por los pantalones y que él me había sacado de allí. Necesitaba sentirlo igual que al aire entrándome en los pulmones, igual que a la luz guiándome por una carretera nocturna. Necesitaba que me hiciera creer que todo podía volver a estar bien. No me gustaba mi cama; no, ahora que me había pasado tantas noches escuchando con atención los movimientos de mi casa, afinando el oído por si alguien entraba y tenía que hacerme la dormida para evitar preguntas incómodas y conversaciones demasiado sinceras. Él era mi protección, y yo necesitaba quedarme con alguien que me permitiera estar tranquila.
               -¿Qué intento?-pregunté con un hilo de voz que pretendí que fuera juguetón, pero más bien sonó desesperado. Sus ojos eran duros en los míos, dos metales al rojo vivo que se resistían a enfriarse a causa de la lluvia. No pude evitar bajar la vista hacia sus labios, aquellos que tanta felicidad me habían dado.
               -El sexo no es la solución a todos tus problemas-me dijo, y yo me retorcí debajo de él, acariciándole la pierna. Ya no se trataba sólo de seducirle, sino de darle sentido a mi cuerpo a través del suyo. Yo no era nada si no le tenía.
               -Y no he dicho que lo sea-repliqué, metiéndole la mano de nuevo bajo la camisa. Ascendí y ascendí, maravillándome con la fuerza de los músculos de su espalda-. Pero… me apetece, sol. Me apetece de verdad. Quiero estar contigo. Quiero que todo esto se acabe. Quiero poder fingir que no ha pasado nada de lo que ha pasado la última hora-ronroneé, incorporándome para mordisquearle el lóbulo de la oreja. Pude ver que su determinación cedía ligeramente, pero él estaba decidido a ganar. O, más bien, a no perder.
               -No vas a resolver tus idas de olla emocionales follando-sentenció, mirándome con una dureza que me atravesó. Me quedé quieta debajo de él, sin saber qué hacer, cómo moverme. Me sentí pequeña y joven e inexperta. Me sentí increíblemente impotente, como un velero a merced de una tempestad. Noté que empezaban a escocerme los ojos, pero me obligué a no llorar.
               Traté de decirme a mí misma que no tenía nada que ver conmigo, que Alec tenía las mismas ganas que yo de estar conmigo, y que tenía la suerte de haberme enamorado de un chico, con lo que su cuerpo delataría lo que sentía incluso cuando su boca tratara de engañarme.
               Pero no podía controlar mis pensamientos, y estos corrían muy por delante de mí. Me decían que él había estado conmigo todo lo que se le había antojado cuando pensaba que las cosas iban bien, pero que ahora que sabía que tenía la oposición de mis padres, puede que estuviera empezando a cambiar de opinión y decidiendo que no le merecía la pena sacrificarse todo lo que lo haría. Se merecía disfrutar de su año en Etiopía y de todo lo que éste le ofrecía, y se merecía también regresar a casa y que le extendieran una alfombra roja a los pies como a una estrella de cine. Era la persona más importante del mundo, y no se merecía que lo escondieran en habitaciones a oscuras, en cubículos de baños, en mensajes en los que no se le mencionaba.
               Se merecía que le celebraran, y en mi casa no estábamos haciendo. Mis padres, porque nos habían dejado muy claro que no lo querían aquí; y yo, porque estaba tratando de utilizarlo para intentar sentirme bien conmigo misma. Alec no era estúpido y sabía lo que pasaba.
               Y, gracias a Dios, había aprendido a valorarse justo antes de que todos dejáramos de convencerle de que valía muchísimo.
               -Créeme-continuó con elocuencia, su voz resonando por encima de los latidos desbocados de mi corazón. En cualquier momento me dejaría. Me había dicho que no se iría de mi lado si yo no lo quería, pero, ¿qué pasaría si él dejaba de querer estar conmigo? No podía culparlo si cambiaba de opinión. Ya tenía bastante encima, demasiadas responsabilidades en Etiopía, como para tener que preocuparse también por mí. No podía recorrer la sabana y hacer bien sus labores si tenía un ojo siempre puesto en el norte, en mí-, yo he recorrido ese camino, y no es uno agradable-susurró, acariciándome la nariz con la suya-. Y no pienso conducirte por él. Podemos llegar todo lo lejos que quieras-sus ojos se clavaron en los míos-, siempre y cuando no haya sexo.
               Me puso una mano grande y cálida en la cintura y me acarició la piel con el pulgar, taladrándome con la mirada como sólo él sabía. Noté que desnudaba mi alma mejor de lo que había desnudado mi cuerpo en sus momentos más frenéticos, que se colaba en mis resquicios más pequeños y lo recolocaba todo dentro de mí.
               -Pero yo… yo necesito sentirte, Al-gimoteé por lo bajo, poniéndole las manos en el rostro y haciéndolo mirarme. No podía hacerle entender lo mucho que necesitaba que me hiciera olvidar, que llenara el silencio incómodo de mi casa con mis suspiros de placer. Necesitaba pasar al siguiente nivel, surfear las estrellas para olvidarme de las tierras baldías cuyas cenizas me mordían los pies.
                Negó con la cabeza suavemente, apartándome un mechón de pelo de la cara de forma que no se mezclara con mis labios.
               -Crees que necesitas sentirme, pero lo que necesitas es sentirte bien. Y no puedes usarme a mí para hacerlo, Saab-me puso una mano en la mejilla y me acarició con el pulgar, repitiendo así el movimiento que estaba haciendo en mi cintura desnuda-. No puedes depender del sexo para encontrar la felicidad. Te gusta cuando lo hacemos porque es real. Si te doy lo que me pides… creo que nunca volverá a ser como es ahora: trascendental, importante. Sagrado. No vamos a corromperlo por culpa de tus padres-me dio un beso en la cabeza-. No voy a dejar que nos quiten eso también. Ya nos han quitado bastante.
               Las lágrimas volvieron a agolparse en mis ojos; me estremecí de pies a cabeza cuando Alec empezó a besarme por toda la cara, abriendo huecos por las que se podía colar la luz del sol a través del manto de nubes que me cubría la vida.
               -Es tarde-dijo-. Deberíamos dormir un poco.
               -Dudo que sea capaz de conciliar el sueño después de todo lo que ha pasado-musité; aun así, él me desvistió con cuidado, como quien se ocupa de un enfermo, y mientras me susurraba palabras de consuelo y me decía que era preciosa, que era buenísima, que estaba orgulloso de mí y de todo lo que había logrado y que me quería muchísimo, consiguió que la sensación de corrupción que recorría todo mi cuerpo fuera retrocediendo hasta quedarse acurrucada en un rincón. Se levantó para quitarse la ropa, pero yo le cogí la mano.
               -No. Déjame a mí-le pedí, y él se quedó de pie en la cama, frente a mí. Me incorporé hasta quedar arrodillada, las piernas hundiendo el colchón, y lo miré a los ojos mientras le quitaba la camiseta como el envoltorio de un regalo y dejaba su torso desnudo. Me miraba con una intensidad que habría hecho que cualquier otra persona se derritiera, pero a mí me estaba haciendo tomar aire, recomponerme, obligarme a resistir.
               Tiré suavemente de sus vaqueros para quitárselos, y cuando estuvieron por sus tobillos, salió de ellos sin romper el contacto visual conmigo. No se me escapó lo similar que era la situación en la que nos encontrábamos a cuando nos habíamos visto desnudos por primera vez: había sido también en mi habitación, y también nos habíamos tomado nuestro tiempo. Él había ido primero y yo después, pero el orden de los factores no alteraba el producto.
               Estaba en bóxers frente a mí. Miré el bulto de su erección bajo la tela de los calzoncillos, y de nuevo levanté la vista.
               -¿Puedo?-pregunté, y él asintió con la cabeza, tragando saliva. Había decidido que no haríamos nada, pero no renunciaría a sentirme en todo mi esplendor por toda su extensión, sin ningún tipo de barrera que nos  separara. Con un cuidado y un cariño infinitos, enganché con los dedos el elástico de sus bóxers y tiré de ellos.
               Mentiría si dijera que no me sentí un poco mejor cuando vi la extensión de su erección, su miembro anhelante de mí, delatando lo que verdaderamente sentía. Mi orgullo herido porque hubiera sido capaz de ponerme por delante de sus necesidades más primarias se restableció un poco, y más aún cuando Alec me dejó acariciarlo. Pasé los dedos por su extensión, viajando desde los testículos hasta la punta, siempre por la parte inferior, bajo una mirada oscurísima de mi novio, que tragó saliva cuando cerré los dedos en torno a su erección y me la acerqué a la boca.
               Deposité un beso en la punta que le hizo gruñir por lo bajo, algo que despertó todavía más mi entrepierna mojada. Separé las piernas, sintiendo el aire gélido contra mis fluidos como una bendición y una promesa. Deposité otro beso en la punta, con los labios un poco entreabiertos ahora, y miré a Alec, que había cerrado los ojos. Se llevó las manos a la cara y bufó, luchando contra sus instintos más básicos.
               Un reflejo en la pared contraria captó mi atención, y fue entonces cuando nos vi en el espejo; a él de espaldas, a mí, semioculta tras su figura. Había tenido tiempo de fijarme en lo respingón que se le había puesto el culo por el trabajo en el voluntariado, pero una cosa era verlo y otra disfrutarlo. Deleitarme.
               Quería ver cómo se contraía y se relajaba mientras me embestía. Quería que me hiciera notar sus cambios más sutiles, incluso cuando tenía que tirar de imaginación porque, desgraciadamente, no me había fijado lo suficiente en ellos.
               De modo que cerré ambas manos en torno a su erección y me la llevé a la boca.
               -Sabrae-advirtió, pero yo no le hice caso. No quería resistirse a mí, así que yo no iba a dejarle. Separé los labios y me metí su polla en la boca, y disfruté de lo lindo con el estremecimiento que nos recorrió a ambos.
               -Mierda. Joder, Sabrae-gruñó, pasándose una mano por el pelo mientras la otra volaba a mi cabeza, sujetándome. Fui hasta el final, conteniendo una arcada cuando su polla me llegó hasta el fondo, y me retiré despacio. Muy, muy despacio. Alec gruñó de placer, sus dedos enredándose en mi pelo, mientras yo retrocedía, los labios pegados a su piel, los dientes muy cerca de su tronco, listos para atacar cuando estuviéramos a punto de llegar.
               Separé un poco más las piernas y me metí entre las de él, acercándome al borde de la cama para hacer presión. A pesar de sí, Alec no pudo evitar acompañar el movimiento de mi boca con sus caderas cuando me lo metí dentro otra vez.
               -Joder-gruñó de nuevo, los ojos cerrados, la cabeza alzada. Sus dedos cedieron un poco en mi melena, y empecé a frotarme contra su pierna, reclamando toda su atención-. Joder-repitió-. Dios, nena. Joder.
               Abrí los ojos y nos miré en el espejo, y decidí entonces que aquella era la pinta que debía tener el resto de mi vida, le pesara a quien le pesase: yo, desnuda, a disposición de Alec, sirviéndole a su placer y totalmente sometida a él.
                Claro que él tenía otros planes. Se dejó llevar un rato que me pareció un instante, pero luego, como si se hubiera percatado de que estaba jugando a un juego cuyas reglas no le había explicado, me cogió la mano que le había puesto en el culo para sujetarlo y me tomó de la mandíbula cuando me saqué su polla de la boca. Me hizo mirarlo, y me limpió los labios con el pulgar.
               -Te he dicho que no vamos a usar el sexo como terapia-me regañó-, y no vas a hacerme una mamada gloriosa en una casa que no puedo echar abajo con mis gritos de placer.
               Me besó en la boca, recogiendo el sabor del líquido preseminal que no había podido evitar generar. Y luego, cuando hubo borrado todo rastro de sí con sus besos, me dio un casto beso en la frente.
               -A dormir-instó.
               -Casi me merece más la pena ir de doblete al examen-respondí, pero obedecí y me metí debajo de las sábanas, donde rápidamente me acompañó.
               -No es tu impoluto expediente académico lo que me preocupa, sino… mañana vamos a tener que tener un par de conversaciones difíciles-dijo, frunciendo el ceño de manera que sus cejas formaran una montañita-, así que lo mejor será que estés descansada.
               -¿Qué clase de conversaciones difíciles?
               -Tenemos mucho sobre lo que ponernos al día-respondió, metiendo una mano debajo de la almohada y tirando de mí con la otra. Suspiré, jugueteando con mis manos en su brazo musculado.
               -¿Es necesario? Es decir… entiendo que sientas curiosidad, pero, ¿no nos han fastidiado ya bastante mis padres?  No quiero que nos amarguen tu estancia. ¿Cuánto tiempo te vas a quedar?
               -El que sea necesario.
               -Eso no es una respuesta.
               -Te pones tan guapa cuando te picas-se burló, y yo puse los ojos en blanco.
               -Sólo quiero un número. Quiero saber qué porción de nuestra pequeña luna de miel nos han amargado… y decidir si merece la pena seguir dándole vueltas a esto.
               -Si crees que me voy a volver a Etiopía sin que me expliquen qué ha pasado es que no me conoces, bombón. Nadie le hace daño a mi chica como te lo han hecho Zayn y Sherezade y se queda tan ancho. Tienen muchas cosas que explicar.
               Suspiré, dejando caer la cabeza en la almohada.
               -Y yo también, supongo.
               -Sólo si tú quieres-contestó, acariciándome de nuevo la cintura.
               -¡Claro que quiero!-respondí, incorporándome como un resorte-. Alec, ¡soy yo la que nos ha metido en todo este lío!
               -Mm, diría que este lío es más bien culpa de alguien un pelín más alto. Bueno… alto. A secas. Porque tú no eres alta-se rió con un mohín y yo lo fulminé con la mirada, una ceja alzada.
               -Eres pila gracioso. Pero, ¡oye!-protesté, dándole un puñetazo en el hombro-. La culpa no es tuya. Ni de coña. No vuelvas a entrar en tu bucle, ¿quieres?
               -Con que lo estés tú ya basta, ¿no?-acusó, alzando una ceja, y yo me tumbé de nuevo en la cama, a su lado. Su respiración golpeándome la cara me parecía un milagro, más aún después de tanto tiempo sin tenerlo cerca. Suspiré.
               -¿Supone alguna diferencia que no me haya sentido nada bien en todo lo que lleva pasando esto?
               -No, porque eso significa que has estado sufriendo sola.
               -No quería que te preocuparas-dije, y casi pude escuchar cómo pensaba “tiene gracia”.
 
Hombre, tendrás que reconocerme que tiene gracia que lleváramos un mes y medio haciendo el mongolo por no preocupar al otro.
 
Pues un poco, sol.
               -Sabrae, Preocupación es mi segundo nombre.
               -Creía que era Theodore.
               -Seguramente Theodore signifique “preocupación” en algún idioma. Sólo tenemos que buscarlo. O, si no, nos lo inventamos.
               -¿Como nos hemos inventado otras cosas?-coqueteé, aleteando con las pestañas, pensando en los aniversarios que celebrábamos por cosas que no significaban nada, las noches en las que un fuckboy ya no hacía nada, las sesiones de primera escucha de discos que habíamos compartido.
                -Gugulethu.
               -¿Sí?
               -Haz el favor de dejar de flirtear con tu novio. Las señoritas de bien no flirtean con sus novios a las… seis de la mañana-dijo, girándose para mirar el reloj.
               -¿No te has enterado? No soy ninguna señorita de bien. Soy, más bien, la vergüenza de mi familia-me burlé, aunque tenía que admitir que me había dolido un poco que mamá se enfadara tanto conmigo y no se aliviara cuando me vio aparecer. Sabía que la había disgustado muchísimo, pero tal cual había reaccionado cuando me vio cruzar la puerta, cualquiera diría que hubiera preferido que no lo hubiera hecho más.
               -Tú nunca podrías ser la vergüenza de nadie-susurró, apartándome el pelo de la cara y jugueteando con mis rizos. Me pegué un poco más a él, le metí una pierna entre las suyas y apoyé la cabeza junto a la suya en la almohada. Alec me miró y me miró. Estábamos desnudos, con los genitales rozándose, y sin embargo no había nada sexual en nuestra cercanía. Ya no. Sólo intimidad. Intimidad, conexión, y comunión. Nuestro lazo de oro debía de estar bailando a nuestro alrededor, iluminándonos de una película dorada que nada tenía que envidiarle al mismo sol.
               Me di cuenta entonces de que no me arrepentía en absoluto de haberle mentido si eso significaba que Alec había estado tranquilo durante un mes y medio. Yo sabía mejor que nadie cuánto podía castigarse por las cosas malas que les pasaban a quienes quería incluso cuando no tenía ningún tipo de relación con ellas; si se culpaba de no haber podido impedir el dolor de sus amigos, cuánto iba a fustigarse si encima el dolor lo provocaba él, ya fuera directa o indirectamente.
               Le acaricié la mandíbula, sus ojos en los míos. Sus promesas en mi piel.
               -No quiero dormirme.
               -Pues necesitas descansar.
               -Yo no me he hecho nueve horas de avión.
               -A seis mil kilómetros no pareces tan tozuda-puso los ojos en blanco-. Puede que el voluntariado tenga algo bueno, después de todo.
               -Me da miedo que hoy se acabe-confesé después de un instante de silencio en el que me limité a sonreírle.
               -¿Por qué?
               -Porque si me duermo, puede que mañana me despierte y descubra que el que hayas venido ha sido un sueño.
               -Tus padres poco menos y te echan de casa, ¿y a ti te parece que podrías soñar esto? Que lo llamaras pesadilla, vale, pero sueño…
               -Estás aquí-respondí-. El mundo podría estallar en mil pedazos ante mis ojos y yo no llamaría a eso nunca “pesadilla” si acabáramos los dos como estamos ahora.
               Sonrió con una sinceridad que me rompió un poco el corazón, porque me recordó que yo no lo estaba siendo y que, por mucho que hubiera sido la decisión correcta ahora que tenía toda la información que necesitaba para tomarla, también le estaba subestimando terriblemente.
               -Vete a dormir, Sabrae-dijo-. Te prometo que estaré aquí mañana para seguir convirtiendo tus pesadillas en sueños.
               Le rodeé la cintura con un brazo y cerré los ojos, emborrachándome del aroma que desprendía su cuerpo, familiar y novedoso, una promesa y su realización. Sorprendentemente, me quedé dormida sin mucho esfuerzo.
               No me alcanzaron las pesadillas. Tenía mi atrapasueños particular conmigo.
               -Tres días-me susurró Alec al oído cuando sintió que me deslizaba hacia la inconsciencia. Incluso desde el reinado de Morfeo decidí que los aprovecharía. Tres días de paz. Y luego diez meses enteros de pesadilla.
No podía creérmelo. La suerte que me llevaba acompañando un año, desde que Sabrae decidió tolerar mi cercanía y me permitió besarla y así cambiar nuestras vidas, había vuelto a hacer de las suyas.
               A pesar de que había tardado en dormirme bastante más que ella, todo gracias a la adrenalina de haberla visto y también al cabreo que me habían generado sus padres cuando no le dieron ni un milímetro de respiro incluso viendo lo mal que había llegado a ponerse, y a que cada vez que se movía yo me despertaba por si acaso ella se despertaba y se encontraba mal, me había despertado también antes que ella. Apenas fueron un par de minutos, pero me dieron un margen de maniobra que, desde luego, agradecí.
               Mientras Sabrae respiraba apaciblemente a mi lado como, sospechaba, no había hecho en muchísimo tiempo (calculaba que dos meses y diecisiete días), yo pude afinar el oído y concentrarme en los sonidos que había más allá de la puerta de su habitación. O, más bien, la falta de estos: al bullicio de una casa con una familia de cuatro hijos y dos padres que empezaban su día, unos preparándose para ir al colegio, otros al instituto, y otros a trabajar, le acompañaba siempre una música que no dejaba de sorprenderme por lo mucho que se parecía a la de mi casa y, a la vez, lo diferente que era. No había quejas de Mimi porque yo no la dejaba en paz mientras desayunaba, aunque sí que Shasha se quejaba de Scott y Sabrae, y viceversa; no estaba mi madre para decirme que dejara tranquila a mi hermana, pero sí Sherezade para imponer la paz; no había unas risas suaves de Dylan viendo cómo mamá trataba inútilmente de meterme en vereda, pero sí un Zayn que se burlaba de sus hijos hasta que Sherezade le echaba la bronca por no ayudarla, y entonces tomaba cartas en el asunto pinchando a su hijo como sólo sabe un padre. En mi casa no resonaba la risa de una niña pequeña encantada con todo lo que estaba pasando a su alrededor y con la atención que despertaba en cuanto deseaba hacerlo, ni los chillidos emocionados de esa misma voz infantil cuando yo entraba en escena. La casa de los Malik había sido una casa para mí desde pequeño, un lugar en el que iba a divertirme y en el que siempre me trataban como a un rey, incluso cuando me portara un poco mal o sacara mi vena más traviesa; pero, desde que había descubierto lo que eran los amaneceres en aquel lugar, los desayunos y las mañanas perezosas, había pasado a considerar ese sitio un hogar.
               Hasta esa noche. Aunque sabía que Sabrae siempre me abriría las puertas de su casa, y con esa bienvenida para mí fuera suficiente, una parte de mí no podía evitar analizar cada rincón en busca de una amenaza velada ahora que sabía que tenía que cuidarme las espaldas con Zayn y Sherezade.
               Por eso me chocaba tanto no poder escucharlos. Ni a ellos, ni a Shasha, ni a Duna. Scott, por descontado, ni siquiera entraba en la ecuación: estaría retozando en la cama de Eleanor, ajeno a todo y a todos, disfrutando del cumpleaños de Tommy sorprendentemente separado de él.
               Los rayos de un tímido sol que parecía demasiado intrigado por lo que había pasado la noche anterior como para respetar el tiempo que debería hacer en esa época del año se colaban a través de la ventana, y fue gracias a ellos que pude disfrutar en paz del semblante de Sabrae. Tenía aún los ojos hinchados de llorar, y marcas de uñas en las mejillas, allí donde se había arañado en pleno ataque de ansiedad; el pelo revuelto tanto por los nervios de la noche pasada como por el sueño, pero lo que a mí me importaba era su sonrisa. Respiraba tranquila, con semblante relajado y en completa paz, y sonreía en sueños, sabiéndose amada, protegida y, por encima de todo, no juzgada. Yo no sabía cuáles eran los motivos por los que no me había dicho cómo estaba la situación con sus padres, aunque los sospechaba: me daba la sensación de que eran los mismos por los que  yo no le había contado la verdad sobre África. Aun así, me dolía pensar que había una parte de su vida en la que yo estaba totalmente a oscuras, pero, como sus intenciones eran nobles, ese dolor no me ardía en el corazón, apenas era un fantasma de lo que habíamos pasado.
               Le aparté el pelo de la cara y Sabrae contrajo ligeramente los ojos, tragó saliva y suspiró.
               -Alec-murmuró en sueños, sonriendo al pronunciar mi nombre, como si fuera el nombre de su canción preferida en un concierto en el que están cambiando la lista de las que se  cantan en la gira. Algo dentro de mí se aflojó; me enternecía profundamente que mi nombre todavía fuera un consuelo para ella, o que los acontecimientos recientes no le hubieran influido hasta el punto de olvidarse de lo que era soñar feliz. Inhaló de nuevo y se arrulló contra la almohada mientras yo me giraba y miraba la habitación. Nuestra ropa estaba en el suelo, sus libros de texto, en el escritorio; con las prisas de ir a verme al aeropuerto ni siquiera le había puesto la tapa a todos sus bolis. Tenía el móvil en la mesilla de noche, dado la vuelta, con la pantalla hacia abajo para que no nos molestara, y estaba ahora rodeado por más fotos de las que había cuando yo me marché.
               En todas las nuevas estaba ahora yo. Había cogido una de las fotos que nos habíamos hecho en el festival al que habíamos ido a Barcelona, a ver a The Weeknd, y le había puesto un marco de colores que hacía juego con su maquillaje; también había impreso una foto que nos habíamos hecho en Mykonos, ella en bikini, riéndose y mirando a cámara mientras levantaba los brazos y agitaba las piernas, sostenida por mí, que no tenía la menor intención de apartar la vista de ella. No creía que aquello fuera un desafío a sus padres, sino una manera de consolarse a sí misma y convencerse de que todo por lo que estaba pasando merecía la pena.
               De que yo merecía la pena. Yo, que la había dejado sola en casa por irme a buscar gloria en Etiopía, que la había enamorado hasta el punto de que estaba dispuesta a renunciar a sus mejores años de adolescencia para esperarme, que había hecho que su relación con sus padres, antes tan fuerte, se resintiera hasta el punto de que fueran capaces de amenazarla con sacarla de casa para enderezar su camino.
               Yo, que estaba dejando que creyera que estaba disfrutando del voluntariado mientras ella sufría en casa.
               No hay fuerza humana ni divina que pueda separarme de tu hija mientras ella quiera que esté con ella, le había dicho a Zayn. No me permití a mí mismo preguntarme si no sería mejor que hubiera una puerta de atrás por la que Sabrae pudiera escaparse de mí, si no sería mejor que yo la quisiera un poco menos o ella me detestara un poco más. Podía ser que el ser el punto débil de alguien no sea tan bueno, después de todo. Podía ser que fuera mejor una historia de amor sosa pero consentida a una épica y tormentosa, en la que cada paso fuera una batalla y cada respiro, un triunfo.
               Pero luego la miraba allí, durmiendo a mi lado, y… no podía dejar de preguntarme para qué tenía sangre en las venas si no era para derramarla luchando por ella. Para qué me había convertido en boxeador si no era para abrirme paso a puñetazo limpio a quien quiera que se atreviera a interponerse entre nosotros. Para qué coño había salido del piso de mis padres, en brazos de mi madre cuando yo no era más que un crío, sino era precisamente para que Sabrae me convenciera de que mi sangre no importaba y que podría ser un buen padre en el futuro, si tenía hijos con ella.
               No, con Saab yo no podía tener dudas. Respetaría, eso sí, que ella las tuviera conmigo.
               Aun así, cuando ella abrió los ojos, no creí que lo hiciera ni mucho menos. Sonrió, desperezándose, y me dio unos buenos días que a mí me supieron a gloria. Por primera vez en dos meses y diecisiete días un amanecer no era un medio, sino un final. Por primera vez en diecisiete días sumados a dos meses no estaba viviendo en una cuenta atrás.
               -Buenos días, mi sol.
               Uf. Cuando me llamaba “mi sol” me derretía por dentro, nacía un gatito y a un hada le crecía un nuevo par de alas. ¿Sería posible cambiarse el nombre aunque me encantara el que tenía por lo bien que sonaba de sus labios?
               -Buenos días, mi luna-ronroneé, inclinándome hacia ella y besándole la frente. Sabrae se mordió el labio y se incorporó lo justo para devolverme un beso en los labios tan suave como el vuelo de una mariposa.
               -¿Has dormido bien?
               -No todo lo que me gustaría-admití-, y también más de lo que desearía-añadí, juguetón, acariciándole el costado. Sabrae soltó una risita y se tapó con la sábana hasta la nariz.
                -Pues si has dormido de más, ya sabes de quién es la culpa-me guiñó un ojo y supe que me estaba sacando la lengua.
               -Ugh, a veces odio quererte tanto. Me conviertes en un chico súper responsable que me cae fatal. Soy lo que viene siendo un pringado cuando estoy contigo, nena.
               Me sentía tan bien… la casa estaba despejada, toda para nosotros. Era como visitar un arsenal militar vacío, tanto de armamento como de personal. Los espacios inmensos te permitían jugar a cosas que nunca te habrías planteado.
               -Menos mal que a mí me gustan los empollones-tonteó, acariciándome el cuello y tirando suavemente de mí. Dejé que me llevara con ella y me puse encima de su cuerpo, colándome entre sus piernas. Oh, sí. Sí, sí, sí, sí, sí. Estaba más que de humor para un poco de sexo mañanero.
               -¿Empollón, yo? No lo digas muy alto, que me he labrado una reputación que mantener. Detestaría que en el instituto descubrieran que iba con ojeras por estudiar concienzudamente para los exámenes y no porque me pasaba las noches de fiesta ligando como un cabrón.
               -¡DIOS MÍO, ALEC!-gritó Sabrae, incorporándose de un brinco y pegándome un cabezazo sin querer, que decidió ignorar, porque… bueno, las mujeres sois así. Vais de que os preocupáis muchísimo por todo, pero en cuanto algo se os pone por delante, ya no regís del todo bien-. ¡¿Qué hora es?!-jadeó, tirando de la sábana y volviéndose para mirar el reloj-. ¡Oh, no! ¡No, no, no, no, no!-se llevó las manos a la cara y, bam, allí se acabó nuestro remanso de paz. Agitó la cabeza con decepción y chasqueó la lengua, presionándose el puente de la nariz-. Me he perdido mi examen. ¡Mira qué hora es! Debió de acabar hace como… media hora. Oh, Dios mío. Dios mío. No me había perdido un examen en toda mi vida. ¿Qué voy a hacer ahora?
               -Pues vas y pides que te dejen hacerlo en otra fecha-me miró como si le hubiera propuesto que nos comiéramos a Duna asada a la parrilla-. ¿Qué? Yo lo he hecho un montón de veces. ¿Sabes la cantidad de veces que los cabrones de mis profesores me ponían exámenes de lunes? Y yo ni de coña iba a dejar de moñarme por ir a suspender Química, o algo así. Ah, no. Ni borracho. Nunca mejor dicho-dije, mirándome las uñas.
               -No puedo simplemente ir otro día clase y pedir que me hagan el examen. Necesito, no sé, un justificante médico que diga que he estado mala.
               -O uno de tus padres-respondí, como si fuera lo más normal del mundo. Sabrae parpadeó.
               -Ya. Como si papá o mamá fueran a firmarme uno.
               -No tienen por qué firmártelo ellos; basta con que la firma se parezca.
               -¿Qué?
               -¿Nunca has falsificado la firma de tus padres?
               -Eh… ¿no? Soy la primera de mi clase-me recordó, y yo chasqueé la lengua.
               -Ah, sí, cierto. Me lié con la capitana de las animadoras. A veces se me olvida-me di un toquecito en la sien y Sabrae me dio un empujón, riéndose.
               -¡Tonto! ¿Tú has falsificado la firma de Annie alguna vez?
               -Pf. “Alguna vez”-la imité, sacudiendo la cabeza-. Eres increíblemente graciosa, nena. Mamá se pasó sin ver mis boletines de notas un año entero, hasta que el desgraciado de Louis la llamó por teléfono para preguntarle cómo es que seguía yendo a Educación Física o Historia cuando llevaba sin pisar Francés porque tenía parásitos en el estómago durante más de dos meses.
               -¿No ibas a Francés?-preguntó Sabrae con inocencia, y yo parpadeé.
               -Sabrae. Esa puta nación de gabachos amargados intentó invadir mi país.
               -Yo también soy inglesa y voy a Francés.
               -Te estoy hablando de Rusia.
               -¿¿Me estás hablando de Napoleón??
               -Ajá.
               -¡ESO FUE HACE DOSCIENTOS AÑOS!
               -¡¡El pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla!!
               Sabrae abrió los ojos y negó con la cabeza.
               -Me parece increíble. Increíble. Lo que me sorprende es que… Napoleón también invadió España.
               -Porque los españoles son subnormales.
               -Y Tommy y Eleanor van a Francés.
               -Eso es porque Eleanor es Miss Estudios 2019. Y Tommy suspendía Francés a posta. Yo le firmaba los boletines de notas cuando nos los mandaban a casa, pero el muy bocas se lo contó a su hermana y la chivata de Eleanor se lo largó un día a Eri. Y entonces fue cuando me pillaron a mí. Puto subnormal. Ahora que lo pienso-medité-, ya que por fin tiene 18 años, igual debería romperle la cara por aquella.
               -No me digas más: en esta espiral de delincuencia a la que te estás dedicando, me vas a ofrecer falsificarme las firmas de alguno de mis padres para que me dejen repetir el examen, ¿a que sí?
               -Si quieres… pero cuando yo me vaya.
               -No.
               -¿No, qué? No vas a ir a hacer ningún examen mientras yo esté en Inglaterra, Sabrae.
               -No, digo que no me vas a falsificar ninguna firma. ¿Y si te pillan?-preguntó-. Eso es delito.
               Me eché a reír y me froté la cara con las manos.
               -Mira, chavala, si no he falsificado ya un certificado de matrimonio y todavía no eres la señora de Alec Whitelaw es porque necesito ver cómo sollozas de la ilusión cuando diga que sí quiero tomarte como esposa.
               Me pegó un almohadazo que, a decir verdad, vine venir un poco. Pero sabía que le hacía ilusión dármelo, así que se lo permití.
 
¡Pero qué mentiroso! ¡Te pillé completamente desprevenido!
 
Bufé mientras me quitaba la almohada de la cara.
               -El único que va a sollozar de la ilusión cuando nos casemos vas a ser tú-dijo, lanzándose sobre mí y agarrándome por las muñecas para tratar de tumbarme en la cama. La dejé hacer de nuevo.
               Y, antes de que Sabrae tenga la audacia de volver a interrumpirme, piensa quién tiene más posibilidades de ganar: una chica de metro cincuenta de estatura que lleva un mes y pico sin pisar el gimnasio, o un Campeón Del Boxeo™ de metro ochenta y siete que no ha dejado de hacer ejercicio durante dos meses y medio.
               -Ríos y ríos-dije, dándole un beso-. El Támesis-le di un beso-. El Rin-otro beso-. El Nilo-otro beso-. El Amazonas-otro beso-. El Colorado.
               -Lo pillo, Al-se rió Sabrae, preciosa, desde arriba, con el pelo cayéndole en cascada (como las cataratas del Niágara) a un lado, acariciándome la cara, el brazo y el hombro-. Las lecciones de geografía las tienes bien aprendidas.
               Se tumbó encima de mí y ronroneó cuando le puse las manos en la espalda desnuda y fui hacia su costado, recogiéndolo con los dedos extendidos. Sabrae suspiró y me acarició las piernas con los pies, hundiendo los dedos en mi pelo revuelto.
               -¿Quieres follar?-le pregunté, y ella se rió.
               -¿Te das cuenta de lo brutísimo que eres? Acabo de despertarme.
               -Vale, perdón, doña Sensible. ¿Te gustaría que te separara los muslos y explorara tu cueva de las maravillas con mi submarino de los mimos?
               Sabrae aulló tal carcajada que pensé que se moría, y aunque yo ahora quería ducharme por la tremenda estupidez que acababa de decir, debo decir que lo repetiría. Por ella y por aquel sonido, que se merecía exhalar después de todo lo que habíamos pasado, lo repetiría.
               -A decir verdad, prefiero cuando te pones bruto a cuando te pones romanticón.
               -Esos son unos votos cojonudos para una boda multitudinaria en la que tus padres se sentarán en primera fila-dije, poniéndome las manos detrás de la cabeza mientras le guiñaba el ojo. Sabrae se rió y me dio un pico.
               -¿Soy una irresponsable si te digo que sí y paso de ir a clase hoy?-preguntó, tamborileando con los dedos en mi labio inferior.
               -Sí, pero, ¿qué más da? Total, ya eres la vergüenza de tu familia. Si yo fuera tú, haría lo posible por tratar de cumplir con las expectativas.
               Sabrae se rió y se tumbó a mi lado, dándome besos con pereza, seguramente contando con que yo me pondría encima. Como haría. A su debido tiempo. Si me dejaba claro que no había posibilidades de que ella me montara como a un potro salvaje y no fuera a verle las tetas mientras se la clavaba hasta el fondo.
               -Creo que quiero desayunar primero-dijo, y como si su estómago creyera que yo no le iba a hacer el menor caso, rugió con determinación.
               -Como si estuvieras en tu casa-respondí, y ella sonrió. Se incorporó y, segura de que estábamos totalmente solos en casa viendo la hora que era, se puso mi camisa y un tanga. Cuando le pregunté cómo es que no se ponía mis calzoncillos hoy también, me respondió que un tanga era más fácil de apartar para follar sobre la encimera que unos bóxers.
               Sobra decir que bajé a toda pastilla, ansioso por cumplir una de mis mayores fantasías: tener sexo en una cocina.
               Si a eso le añadíamos el aliciente que era el hacerlo en la cocina de mis suegros, que me odiaban, con la consiguiente falta de respeto que eso suponía, bueno… me sorprendió no correrme de la que entraba por la puerta.
               Lo cual habría sido un buen inicio de mañana y una buena manera de descargarme, porque en cuanto entramos en la cocina, nos dimos cuenta de que no podríamos hacer nada allí. Ni en ningún rincón de la casa, probablemente. Al menos, hasta dentro de un tiempo.
                Porque sobre la mesa había una nota, escrita con letra pulcra en un post-it rectangular.
               Sabrae se quedó helada al verlo, y su expresión cambió radicalmente: pasó de una felicidad relajada a una cautela tensa. Dio un par de pasos hacia él y se detuvo, como si no se atreviera a cogerlo por si quemaba, o a acercarse, siquiera, por si saltaba y la mordía.
               -¿Quieres que lo lea yo y lo tire?-pregunté. Sabía de sobra que no estaba destinado a mí, pero que lo hubieran dejado allí para que lo viera con ella… me parecía mezquino incluso para Sherezade y Zayn, y eso que me estaban sorprendiendo para mal.
               Sabrae negó con la cabeza, tragando saliva en una boca que tenía pastosa. Dio un paso más y se inclinó para coger la nota. Me coloqué detrás de ella y le rodeé la cintura con los brazos mientras los dos la leíamos a la vez.
               Como anoche llegaste muy tarde, tu padre y yo hemos decidido dejarte dormir. Tu padre te firmará un justificante de que estabas enferma para que puedas hacer el examen en mejores condiciones. Ya hablaremos de lo que pasó anoche. Espero, por tu bien, que puedas sacar un hueco de tu apretada agenda para que comentemos toda esta situación.
               Te quiere,
               Mamá.
               Sabrae dejó caer las manos sobre la mesa de mármol, distraída. Tenía la mirada perdida en un punto entre la vitrocerámica y el borde de la encimera, donde guardaban los cuchillos en su soporte. Tomó aire y lo soltó muy despacio, soltando por fin la nota y abriendo las manos, cuyos dedos temblaban como hojas al viento a finales del otoño, tratando de resistirse al paso del tiempo.
               Se las llevó a los glúteos y se las pegó a las caderas, estirándolas hacia abajo mientras observaba la nota.
               Yo estaba… estaba… estaba que me llevaban los demonios. Francamente, me sorprendía seguir todavía en la cocina de casa de Sabrae en lugar de estar cruzando Londres como un bólido para plantarme en el despacho de Sherezade y cruzarle la cara de un par de hostias. ¿Se pensaba que porque había actuado como una madre mínimamente decente dejando que su hija durmiera la mañana después de provocarle un puto ataque de ansiedad ya se iba a ganar el premio a Madre del Año y podía seguir pinchando a mi chica?
               Espero, por tu bien, que puedas sacar un hueco de tu apretada agenda. Valiente gilipollas. Y pensar que me había matado a pajas en mi pubertad con una mujer así. Me cago en la puta que la parió.
               Espero, por tu bien, que puedas sacar un hueco de tu apretada agenda. O si no, ¿qué, Sherezade? ¿Vas a demandar a tu hija? ¿Me vas a pedir a mí una orden de alejamiento de ella? ¿Qué cojones harás cuando nos subamos a estrados y le contemos al juez lo que nos estás haciendo, eh?
               Sabrae sorbió por la nariz y respiró despacio por la boca. Y yo supe que como me pusieran delante a sus padres, los mataría.
               -¿Estás bien, Saab?-pregunté, como buen gilipollas que soy.
               -Sí-respondió, limpiándose una lágrima con el dorso de una mano que parecía la de una anciana con párkinson de tanto como temblaba.
               -Saab-murmuré, acariciándole el hombro-. Soy yo. A mí no me tienes que engañar.
               -No. Tienes razón. No estoy bien-respondió, arrugando con rabia el papel-. Y estoy harta de mentir cuando me preguntan cómo estoy y digo que estoy bien. Estoy hasta el coño. Pero esto se va a acabar-sentenció, haciendo una bolita  con el papel y lanzándolo por la mesa para que rebotara como un gato tras un ovillo de lana-. Si quieren guerra, la van a tener-escupió, cogiendo un taco de post-its como el que había usado Sherezade y un bolígrafo de un cajón de la mesa, quitándole la tapa con la boca y garabateando a toda velocidad.
               Alec y yo tenemos muchas cosas que hacer para ponernos al día, así que haremos lo posible por sacaros un hueco en nuestra apretada agenda. Gracias por lo de dormir; es todo un detalle teniendo en cuenta que parecéis disfrutar provocándome insomnio.
               Sabrae apoyó ambas manos en la mesa bien separadas y frunció el ceño, pensativa. Miró la alacena con los boles y empezó a hablar sin mirarme.
               -No quiero desayunar aquí. ¿Te parece muy mal si posponemos lo del polvo en la cocina para ir a desayunar fuera?
               -Será por cocinas en este país-respondí, y ella sonrió.
               -¿Hace un Dunkin’? Me sé de alguien a quien le encantan los donuts y que se muere de ganas de verte. Además, nos dará la excusa perfecta para pasarnos fuera de casa todo el tiempo que queramos y que nos dé un poco el aire.
               -Creo que no necesitamos que nos dé el aire, pero, ¿bombón? Ya me tenías con lo de “hace un Dunkin’”.
               -Guay-respondió ella, y terminó de escribir.
               Nos vamos al hospital a ver a Josh. Pero no os preocupéis; llevaré el móvil encima con la localización activada, no os vayáis a ilusionar con que abandono el país.
               Os quiere,
               Sabrae.
               -¿Quieres añadir algo?-preguntó, tendiéndome el bolígrafo, y yo chasqueé la lengua.
               -¿Francamente? Me apetece hacerme una paja y correrme sobre la nota. Fijo que eso les molesta muchísimo.
               Sabrae se rió con cansancio.
               -Tentador, pero, ¿sol? Si mal no recuerdo, la dueña de tus orgasmos soy yo, y no mi madre.
               -Considéralo una despedida oficial, y una última falta de respeto.
               Sabrae se echó a reír, cogió mi mano y se rodeó el hombro con mi brazo. Con nuestras manos aún entrelazadas, me condujo hacia la puerta de la cocina, no sin antes detenerse para que yo pudiera lanzar la bolita en que había convertido la nota de su madre a la basura.
               A pesar de que me dedicaba una sonrisa cada vez que nuestros ojos se cruzaban mientras nos vestíamos, no era capaz de engañarme. No lo hacía para hacerse la dura, sino para no preocuparme, pero yo sabía que estaba muy mal. Fatal, más bien. ¿Por qué?
               Fácil: porque no se acercó a besarme ni una sola vez, y por la manera en que salió de casa sin tan siquiera echar el cerrojo de la puerta. Como si le diera igual que alguien entrara y destrozara la casa. Como si lo esperara. Como si ya no viviera allí.
 
 
Cuando me pongo nerviosa por algo, oscilo entre dos extremos radicalmente opuestos sin encontrar nunca el término medio. En ocasiones se me cierra el estómago y no soy capaz de probar bocado en varios días, lo cual es buenísimo para mi figura y pésimo para mi salud. Otras, en cambio, me dedico a pegarme atracones que terminan enfermándome y causan estragos en mi armario.
               Llevaba engordando desde que Alec se había marchado, encontrando en la comida un consuelo para la tristeza que me provocaba no tenerlo a él. Pero lo de esa mañana estaba a otro nivel. Sentada en la esquina más apartada del Dunkin’ Donuts más cercano al hospital en el que aún estaba ingresado Josh, que había elegido en un alarde de lucidez de los que ya me quedaban pocos, me había zampado sin casi darme cuenta cuatro donuts rellenos de crema, recubiertos de glaseado y espolvoreados con virutas de colores o sirope. Supe que Alec estaba preocupadísimo por mí porque procuraba no mirarme para que yo no me sintiera juzgada, y en cuanto yo me bebía un vaso de cacao, enseguida me traía otro por si acaso me atragantaba.
               Sabía que estaba engullendo como una cerda ansiosa, pero no podía evitarlo. En cuanto me había montado en el bus para ir a coger el metro me había dado cuenta, por fin, del contenido de la nota que había escrito y lo que significaba: era una declaración de guerra abierta a mis padres, una sentencia de que no iba a volver a casa. Mamá se había puesto chula conmigo, pero eso no me daba derecho a ponérmelo a mí.
               Además, esto sólo haría que las cosas fueran a peor. No conmigo, porque me consideraban la víctima del villano de esta historia; sino con Alec, al que seguro que creían capaz de dictarme el contenido de aquella nota con la que por fin me clavaría definitivamente las garras y me alejaría de ellos para siempre. Había sellado la sentencia de muerte de mi novio con un boli negro en un post-it rosa que más bien estaba diseñado para dejarse notas de amor. La ironía de la situación no se me escapaba, incluso cuando luchaba por respirar mientras me tragaba medio donut de un solo bocado o vomitaba en el baño del Dunkin’ como una chica con trastornos alimenticios que se preocupaba por su aspecto tanto como amaba la comida.
               Como sabía que si me metía un chicle en la boca me lo tragaría porque necesitaba seguir comiendo, opté por no hacerlo y, en su lugar, hacerle la cobra a Alec cada vez que él se inclinaba para besarme. No quería preocuparlo más; bastante angustiado lo veía yo con cómo me estaba comportando, pero es que no podía evitarlo. Era superior a mis fuerzas. Así que sólo me quedaba tratar de relajarme en el hospital (no descartaba buscar a Claire y que me diera algo para tomarme), mientras Josh y Alec se ponían al día y yo podía deslizarme a un discreto segundo plano en el que dejar que la ansiedad terminara conmigo, o tratara de combatirla zampándome los donuts que le habíamos cogido a Josh.
               Nos habíamos hecho con dos cajas de seis donuts, pero en el trayecto hasta el hospital yo me las ingenié para comerme otros cuatro. Alec, bendito sea, se comió dos para que yo no me sintiera mal y no fuera tan evidente la espiral de descontrol en la que me encontraba. Incluso me pintó la nariz con glaseado de nata que le había quitado a un donut de calavera (porque, ¡sí!, la temporada de Halloween ya estaba entre nosotros) para tener la excusa para lamérmela con la punta de la lengua.
               Pero cuando llegamos al hospital, algo cambió en nuestra dinámica. Él dejó de ser el cuidador para pasar al ser el cuidado. Al principio creí que se trataba de los recuerdos que guardaba aquel edificio, todo el dolor que había sufrido allí, los traumas que le habían asaltado y las heridas que se habían abierto de nuevo cuando vio a su padre por primera vez años, y se dio cuenta de que ahora su padre sabía quién era yo, sabía cuál era su punto débil. Y yo preocupándome por mis peleas con mis padres, cuando por muy mal que estuviéramos, yo tenía claro que ellos siempre me querrían. Puede que no de una manera ideal, puede que de forma que no me dieran las libertades que yo me merecía y necesitaba, pero… me querrían. Puede que les tuviera miedo, tirria o rabia por lo que estaban tratando de hacerme, pero, preocupaciones aparte, podía dormir bajo su techo porque sabía que no me lastimarían mientras durmiera.
               Alec jamás estaría tranquilo viviendo no ya en casa de su padre biológico, sino en su mismo barrio.
               Entonces, fuimos a su antigua habitación y yo entendí por qué se preocupaba. No era por él. No era por sus recuerdos o el dolor que siempre volvería en aquel hospital, donde sus heridas eran recientes, su vida más frágil, y las cicatrices le parecerían horribles y creería que harían que no me gustara. No era su miedo a que yo le dejara.
               Era su miedo a girarse y que la cama a su lado volviera a estar vacía. A escuchar un pitido por una parada mientras su corazón seguía latiendo.
               Entramos en la habitación 238 con la caja de donuts colgada de los dedos, y nos encontramos a dos desconocidos que replicaron el ceño fruncido de Alec al verlos.
               -¿Quiénes sois?-preguntaron. Eran un chico unos diez años mayor que Alec, y una mujer de unos cuarenta y cinco.
               -¿Dónde está Josh?-preguntó Alec.
               -¿Quién es Josh?
               Entonces lo recordé. Lo habían operado hacía apenas unos días, y la última vez que lo había visto lo tenían en observación. Cuando se lo dije a Alec, avergonzadísima por no haberme dado cuenta de que Josh ya no iba a regresar a aquella habitación (si todo iba bien, lo trasladarían a la zona de Pediatría ahora que ya habían terminado de reformarla), tuve que soportar el castigo de que a mi novio se le pusiera el rostro pálido.
               Bajamos apretando el paso hacia la UVI, en la enfermera jefe de ese turno, que había cuidado de Alec mientras estaba en coma y por eso nos permitió la licencia de preguntar por otro paciente sin acreditar nuestro parentesco, nos dijo que Josh había pasado a planta hacía dos días. Caí entonces en que había ido a verlo hacía tres; antes de ayer le había tocado a Jordan, a quien le encantaba visitarlo y se pasaba las tardes enteras con él, si podía. Y luego… Oh, Dios. Luego debería haber ido yo.
               Pero no había sido así.
               Lo habíamos dejado solo. Alec le había hecho una promesa, me había pedido que yo la cumpliera en su ausencia, y yo no había sido capaz de pensar en ella en cuanto regresó. Era una egoísta y una insensible. Era una mocosa malcriada y caprichosa que no pensaba en nadie más que en sí misma. Mis padres tenían razón enfadándose conmigo; el mundo entero la tenía odiándome. Habían visto lo que Alec era incapaz, lo que él no quería ver: que, en el fondo, no era buena. No me merecía lo que me querían, ni cómo ni cuanto lo hacían.
               Alec apretó el paso en dirección a los ascensores que nos llevarían al área de Pediatría, y puso una mano en la puerta para que yo, con la panzada que llevaba, pudiera alcanzarlo. Incluso si no lo conociera como lo hacía, habría notado su tensión en la manera en que se apretaba la mandíbula.
               No fue capaz de esperarme cuando el ascensor se detuvo en la planta con dibujos de animales en los pasillos y las puertas. Fue derecho al mostrador de las enfermeras y se detuvo frente a ellas.
               -Hola, estoy buscando a Josh. Tenía una enfermedad en los pulmones, creo que le han hecho un trasplante… ¿en qué habitación se encuentra?-preguntó.
               -Esa información es confidencial. ¿Sois parientes?
               -No-dijo Alec.
               -Sí-respondí yo, porque ya que estaba mintiéndole a todo el mundo, una persona más no haría daño en la lista-. Soy su prima. Él es mi novio. A mi tía se le ha olvidado decirnos en qué habitación está.
               La enfermera me miró de arriba abajo, dejándome claro que no se tragaba mi embuste, pero supongo que no le pagaban lo suficiente para hacer también de segurata, pero cogió una carpeta y pasó un par de hojas.
               -Habitación 53. Tiene una oruga pintada.
               -Es un buen número-le dije a Alec. El día de su cumpleaños; tenía que ser una señal. Buena o mala, aún no lo sabía, pero me parecía una señal.
               Alec prácticamente se lanzó hacia la habitación, pasando sin ver los carteles con los números. Pasó de largo la de Josh de tan nervioso como estaba, como sintiendo que algo no iba como debía. Cuando lo llamé, tenía la mirada perdida y le temblaban las rodillas.
               Como soy una cobarde, le dejé girar el pomo de la puerta con la oruga pintada. Una oruga que era idéntica a la que Claire tenía en su despacho, el juguete que les daba a sus pacientes con ataques de ansiedad.
               Como soy una cobarde, le dejé entrar el primero.
               Como soy una cobarde, dejé que fuera él el primero en ver la cama vacía, las sábanas abiertas, las cosas tiradas por el suelo. El bolso de la madre de Josh abierto y abandonado en la silla de los acompañantes.
               A Alec se le cayó la bolsa de los donuts de las manos.
               -No-dijo en voz baja, acercándose a las sábanas, agarrándolas con unas manos desesperadas y ansiosas, incrédulas. Esto no era justo. No estaba bien. Y era culpa mía. Yo había faltado un día y Josh había enfermado aún más-. No, no, no, no, nononononono.
               Alec tiró de las sábanas, llevándoselas a la nariz, y se cayó de rodillas, mirando sin ver el bolso, los juguetes desperdigados por el suelo.
               -No-gimió, la voz rota y desesperada, las lágrimas cayéndole de las mejillas y empapándole todo el rostro.
               Me acerqué a él y le puse una mano en el hombro, odiando la nebulosa que formaban las palabras en mi cabeza. No era capaz de elegir ninguna, no podía darle a Alec nada más que mi presencia.
               -Sol-susurré con un hilo de voz. ¿Cómo consuelas lo inconsolable y justificas una injusticia?
               -¿Qué hacéis?-preguntó Kitty, una de las enfermeras que había cuidado de Alec y Josh cuando el último se trasladó con él-. ¿Alec? Hace muchísimo que no venías. ¿No estabas en…?
               -¿Dónde está Josh?-preguntó Alec, y Kitty parpadeó.
               -¿Josh? Abajo.
               -¿CÓMO QUE ABAJO?-rugió Alec-. ¡SERÁ ARRIBA! ¡ERA UN CIELO DE NIÑO! ¡NO LE HARÍA DAÑO A…!
               -En el parque-explicó Kitty, y Alec y yo la miramos sin dar crédito. Pero… sus cosas… parecía como si la habitación la hubieran abandonado con prisas, como si se hubiera puesto peor y lo hubieran tenido que meter en quirófano de urgencia-. Hoy inauguran la piscina de bolas y han traído a un payaso.
               Alec y yo intercambiamos una mirada y salimos corriendo. Bajamos por las escaleras, porque el ascensor no era lo bastante rápido, y cuando salimos al parque, un sol cegador nos recibió junto con las risas y gritos de los niños. Haciéndonos visera con las manos, analizamos cada cabeza hasta que Alec dio un paso al frente. Como era más alto, le costaba menos verlo entre la multitud.
               Josh estaba sentado en un banco junto a una botella de oxígeno, su madre muy atenta sin despegarse de él. El pequeño se reía mientras un payaso le hacía un animalito con un globo de color azul celeste.
               -¿Me puedes hacer un cocodrilo?-le preguntó al payaso, que asintió con la cabeza y empezó a retorcer el globo. Josh sonrió, y fue entonces cuando notó nuestras miradas sobre él. Se giró y nos miró con el ceño fruncido, su pelo más brillante de lo que lo habíamos visto nunca.
               Cuando se dio cuenta de quiénes éramos, de quién estaba a mi lado, abrió muchísimo los ojos y se puso en pie de un salto.
               -¡ALEC!-gritó con ilusión. Y echó a correr hacia nosotros.
               Alec apenas le permitió dar un par de pasos antes de alcanzarlo de una carrera y levantarlo en brazos, y Josh, a pesar de que le gustaba ir de guay y vacilarlo a muerte, lo estrechó contra su pecho con una fuerza que no parecía recomendable para sus pulmones nuevos. Aun así, Alec le devolvió el abrazo con la misma fuerza, como si ese chiquillo representara toda su felicidad y estuviera muy falto de ella.
               -Menudo susto me has dado. He ido a tu habitación y creí que… no importa-Alec sacudió la cabeza, y Josh lo miró.
               -¿Que me había muerto? ¿Y dejar que disfrutes de Sabrae tranquilo? Ni hablar.
               Y entonces, Alec por fin se permitió soltar todo lo que tenía. Se permitió ser feliz. Se permitió alegrarse. Se permitió olvidarse de lo que había pasado hacía un mes y medio, porque lo que estaba pasando ahora era mil veces más importante. Se echó a llorar. Se echó a llorar de felicidad porque Josh estaba bien, porque estaba en casa, disfrutando del sol como no lo había hecho en meses.
               Lo que no lloró por sí mismo cuando le dijeron a la cara que no era suficiente para mí, lo lloró por los demás.
               Supe en ese momento que había elegido bien. Que no había elección mejor. Que nunca me arrepentiría de mi elección. Que se acabaron los atracones de donuts. Viniera lo que viniera… siempre tendría mis tres días de paz, de ensueño, para consolarme durante mis diez meses de pesadilla.
               Todo por el chico que ahora estaba conmigo, el hombre del que me había enamorado, el único Dios en el que creía. Igual que Josh, yo también repetí su nombre, solo que lo hice internamente, saboreándolo como una fruta prohibida que sólo se me permitía probar a mí.
               Alec. Alec. Alec.




             
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2 comentarios:

  1. Bueno tendré que llorar con mis pobres niños intercambiando los papeles después de 200 capítulos. La pena que me ha dado Saab en este capítulo, es que no puedo con ella. Ya lo hemos hablando pero es que no puedo no ponerme prácticamente del todo de lado de ella, sobre todo después de la putita nota. Vuelvo a repetirme en que hay ciertas actitudes que carecen de cierta madurez y esa frase final bueno en fin, se me llevan los demonios.
    Me he muerto un poquito con los diálogos internos de ambos en este capítulo porque ha sido uno de esos en los que has reflejado perfectamente la angustia y el desasosiego de los personajes.
    El momento josh me ha cagado porqué por un momento he creído que lo habías matado y he estado tres segundos cargándome en todo.
    Estoy deseando ver como sigue esto. Que ansiedad por dios.

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  2. Lo mal que lo estoy pasado últimamente con los caps no es normal… Comento por partes:
    - Todo el principio con Alec dándole vueltas a toda la situación me ha dejado MAL
    - Todo el discurso de Alec sobre que no dejará que nada se interponga entre ellos ha sido precioso. “Me arrepentiré de muchas cosas en mi vida, Saab, pero el tiempo que pase contigo no será una de ellas.” Muero de amor.
    - La frase “Dejé de odiarme a querer que él me quisiera” me ha parecido catastrófica.
    - Que angustia cuándo casi se acuestan, todos los paralelismos con el principio de la novela (con los papeles intercambiados), el momento “no vas a resolver tus idas de olla emocionales follando”… pfff que duro Eri de verdad.
    - El momento de intimidad justo antes de dormirse :’)
    - Que risa el momento falsificar firmas.
    - La nota de Sher… me llevan los demonios te lo juro.
    - Casi me da un infarto cuándo me parecía que habías tenido la osadía de matar a Josh, que susto joder.
    Con muchas ganas del próximo cap y de una conversación que va a ser tan necesaria como devastadora. <3<3<3

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