jueves, 23 de noviembre de 2023

Incendio de campeón.

    
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Alec solía hablar mucho de que yo tenía dotas curativas con él, de que sanaba sus heridas más complicadas y era capaz de tranquilizarlo en las situaciones que más le estresaban.
               Lo que se le había olvidado comentar era que también curaba a mí. Y que él tuviera los mismos efectos positivos en mí que yo tenía en él sólo podía significar una cosa: que ganaríamos esa batalla a la que estábamos a punto de enfrentarnos, porque teníamos razón, y mamá y papá se equivocaban.
               Éramos buenos el uno para el otro y nuestra relación nos hacía crecer, no menguar; sumaba, no restaba. Sí, era cierto que había momentos en los que me había causado un dolor inmenso, y momentos en los que ese dolor estaba por llegar, pero en general, sabía que tenía en él un compañero para toda la vida, una roca en la que apoyarme y un trampolín en el que saltar; vientos en los que propulsarme y una cama mullida en la que echarme a dormir cuando estuviera cansada. Que Alec me robara el aliento cuando se ponía jerséis como el que llevaba y también cuando se los quitaba no quería decir necesariamente que me fuera a impedir recuperarlo.
               Su mano en mis lumbares fue lo único que consiguió que mantuviera la compostura mientras subíamos las escaleras del edificio en el que Fiorella tenía su despacho… y mamá su oficina. Había tratado de negociar con ella un espacio neutral en el que vernos, porque sabía que la ambientación del lugar ya condicionaba mucho cómo te sentirías allí y tu actitud, inclinando la balanza a un lado o a otro, pero cuando mamá trató de defender que el local no le suponía ningún tipo de beneficio, me había quedado callada y había mirado a Alec. Él estaba tumbado en la cama, un brazo por detrás de la cabeza, una revista en la otra mano que estaba ojeando con desinterés, apoyada como la tenía en su pierna doblada.
               -Ella misma-había sentenciado mi novio, encogiéndose de hombros y no dignándose siquiera a devolverme la mirada, como si estuviera tan convencido de que las cosas saldrían bien que ni se iba a plantear siquiera una estrategia-. Yo me crezco en ambientes hostiles. Déjala que gane este asalto-me miró por fin-. Los que besan la lona después de llevarse el primer ring son a los que más les jode perder-y me dedicó su Sonrisa de Fuckboy®, la sonrisa que todos los chicos trataban de imitar y sólo él podía hacer bien-. Y son los que más disfrutas derrotando.
               Me había consolado que viera, igual que yo, que mamá estaba tirando de todos los hilos a su disposición para asegurarse la victoria; que me dejara claro que no estaba volviéndome loca. Y me había encantado que Alec estuviera tan decidido a no dejarla sacarlo de sus casillas y perder la concentración.
               Estoy en la final. Estoy en el último asalto. Defiendo el título. Tengo el oro, y no lo voy a perder. Ya no soy el novato. Aquí no voy a terminar subcampeón.
               Tengo el oro, y no lo voy a perder. Tengo el oro. Y no lo voy a perder. Casi me había caído de rodillas cuando recordé la determinación en aquella frase, lo seguro que estaba de que todo iría bien porque él no permitiría que fuera mal.  

martes, 21 de noviembre de 2023

Nuestro Señor y Salvador.


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Debería haberle sugerido que nos trajéramos la carta. Debería haberme preocupado menos por lo que me hacía sentir a mí y cómo me había dado fuerzas para enfrentarme yo solo y desarmado a un ejército entero armado hasta los dientes y creerme en serio que podía ganar.
               Debería haberme dado cuenta de que, mientras que yo tenía mis ideas claras y mi norte bien definido, a Sabrae habían estado bombardeándola durante semanas con que lo que ella creía que era bueno sólo le hacía mal.
               La bolsa de deportes era una declaración de intenciones en toda regla: a mí, sobre que estaba segura de que yo le hacía bien y que estábamos juntos en esto para llegar hasta la final; y a sus padres, sobre que presentaría batalla. Que estuviera segura de sus decisiones no estaba reñido con que sintiera vértigo al haberlas tomado y sospechar sus consecuencias, pero que estuviera dispuesta a dar la vida por mí no hacía que el cadalso no dejara de imponerle respeto.
               Tenía que haber sido más listo. Tenía que darme cuenta de que, por mucho que a mí me diera igual pelear con mis manos desnudas, Sabrae sí necesitaba armas. Estaba más cansada y desgastada por todo el tiempo que llevaba defendiendo lo nuestro en la soledad. Además, la carta era el anclaje que tenía a todas sus convicciones, la representación de la seguridad que tenía en que no se había equivocado conmigo.
               Joder, yo era boxeador. Nadie mejor que yo entendía el significado de los símbolos, la importancia de los tótems y lo fundadas que están en realidad las supersticiones. Muchos combates ya están sentenciados mucho antes de subir al ring. Había visto demasiadas veces a rivales que se ataban los cordones tres veces, que comprobaban sus guantes hasta la saciedad, que los sacudían en el aire para asegurarse de que los tenían bien fijados… incluso yo mismo me golpeaba las manos enguantadas unas contra otras para asegurarme de que todo estaba en orden y recordarme a mí mismo que podía con todo lo que me echaran y más.
               Siempre había mirado el premio que estaba en juego cuando recorría el pasillo que me conducía al cuadrilátero desde los vestuarios, y había prestado mucha atención al público que coreaba mi nombre. Cuando no lo hacían, miraba con más intensidad el premio y dejaba que los  abucheos se disiparan hasta convertirse en un zumbido en la parte de atrás de mi cabeza, decidido a demostrarles que se equivocaban.
               -No pierdas de vista lo que vas a ganar cuando termine el combate justo antes de empezarlo-me decía siempre Sergei, arrodillado frente a mí en los vestuarios y tendiéndome el protector-. Pero, en cuanto toques las cuerdas y las atravieses, quiero que te centres en lo que tienes delante. Porque ese cabrón que vas a tener enfrente será lo único que se interponga entre tú y lo que quieres. Sólo tienes que desearlo con más ganas de lo que lo hace él. El trofeo le pesará más. El cinturón le quedará peor. Las tías que esperan impacientes para abrirse de piernas para el vencedor no se lo pasarán igual con él. Mira el trofeo, Alec. Es tu destino.
               Siempre lo había hecho. Mirar el trofeo, comprobar los guantes, asegurarme los cordones y desentumecerme los músculos.
               Y luego me había lanzado hacia mi oponente igual que un pitbull. Lo llevaba en la sangre, en el ADN, entretejido en el tapiz de mi vida igual que el ser hijo de mi madre, hermano de mi hermana o, ahora, novio de Sabrae. Lo tenía tan interiorizado que ya ni siquiera necesitaba repetirme las instrucciones de Sergei. Átate bien los cordones. Ajústate los guantes. Mea justo antes de salir. Bebe agua.
               Mira el trofeo.
               Miré a Sabrae, que caminaba con la mirada perdida en el punto en el que pronto aparecería la casa de Tommy igual que una vaca consciente de adónde va mira por la ventana del camión en el desvío de la autopista al matadero.
               Lo tenía interiorizado y ya no necesitaba ni los guantes, ni los playeros, ni el público, ni el trofeo. Había peleado en los suficientes combates como para saber reconocerlos incluso con los ojos cerrados.
               Pero que yo lo hiciera de forma tan natural no significaba que Sabrae pudiera recordar su propia fuerza, o que el camino fuera más fácil.
                Puto subnormal, pensé cuando Sabrae se mordió el labio y me apretó la mano que me había cogido cuando salimos de su casa, sintiendo que el silencio en el que la dejábamos, que reinaba por debajo de nuestra charla insustancial sobre lo que haríamos estos días mientras yo estaba con ella, era premonitorio de lo que tendríamos en casa de los Tomlinson: una guerra y luego un entierro. Deberías haberte dado cuenta.
               Puede que en su casa vacía, en su habitación llena de los recuerdos que habíamos formado juntos, estuviera muy segura de que venceríamos y de que no le dolerían las heridas de la batalla, de que no habría obstáculo que no pudiéramos superar ni ataque que esquivar. Pero, a medida que nos acercábamos a la fortaleza, más desnuda se sentía ella. Más débil y vulnerable.
               El dragón apenas era una motita de polvo en la distancia, a salvo en esa mansión de cuatro paredes en la que nos habíamos visto desnudos por primera vez. Pero ahora que estábamos a las puertas de donde reinaba, sus alas oscurecían el cielo, su aliento caldeaba el ambiente, y sus rugidos hacían temblar el suelo.
               Y su sombra era tan grande y negra que te hacía creer que habías alucinado con la existencia de un sol.

domingo, 12 de noviembre de 2023

La chica del sol.


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No quería moverme de allí. Sabía que era egoísta hasta la saciedad, por todos los sacrificios que Alec había hecho para venir para el cumpleaños de Tommy, pero no quería moverme de allí. Estaba tan a gusto a su lado en la cama, todas mis preocupaciones al otro lado de la puerta, protegida por su brazo, que me daba calor y me protegía a partes iguales, que no veía ninguna razón por la que debería moverme de su lado y seguir con mi vida como si no se hubiera hecho pedazos en todos los sentidos posibles, excepto en uno.
               Suerte que ese uno era el más importante de todos.
               Le acaricié el costado a Alec con la nariz, depositando un suave beso en una parte en la que se veían las contracciones de su corazón. Él estaba tranquilo, con la vista fija en el techo, sumido en sus pensamientos mientras me acariciaba de forma distraída el costado, una sonrisa mal disimulada curvándole la boca, la otra mano por debajo de su cabeza. Había intentado bajarme de encima de él un par de veces mientras lo hacíamos, pero en todas ellas él me había sujetado con fuerza por las caderas y me había mirado con una intensidad que me habría dejado clavada en el sitio si de repente me hubiera vuelto sorda y no hubiera podido escuchar sus palabras:
               -No. Para poder adorarte como nos merecemos tengo que estar debajo de ti.
               Como nos merecemos había sido la clave para que yo no me moviera, porque estaba lejos de creer que Alec estuviera por debajo de mí o que fuera él quien tuviera que adorarme a mí, pero lo había dejado correr por lo bien que me sentaba y la forma tan deliciosa en que su cuerpo encajaba perfectamente con el mío, como si quisiera sacarme cualquier duda improbable (casi imposible) de que no hubiera nacido para estar así con él. Llenándome. Satisfaciéndolo. Dejando que diera sentido a cada rincón de mi cuerpo, especialmente aquellos a los que los otros no habían sido capaces de llegar.
               Había tenido mi bien merecido descanso cuando habíamos acabado, su cuerpo tensándose debajo del mío y mis labios sobre los suyos, con mi pelo cayéndole en cascada y haciéndole cosquillas en el rostro y los hombros mientras gemía su nombre y él gruñía el mío. Habíamos tenido la inmensa suerte de llegar al orgasmo a la vez, lo cual me parecía una señal más de que había tomado la decisión correcta. Habíamos llegado juntos en algunas ocasiones más, y siempre que nos sucedía yo no dejaba de ver lo importante de la situación, lo especial, especialmente después de que Alec me dijera que sólo le había pasado otra vez con otra persona.
               Estaba agotada cuando me tumbé a su lado, y él notó que no se debía solamente a la actividad física a la que me estaba entregando y a la que pensaba seguir entregándome estos días. Aunque tenía muy claro lo que pensaba con respecto al voluntariado y si debía seguir o no en él, yo no sacaría el tema si él no lo hacía, y me despediría de él en el aeropuerto igual de a regañadientes que lo había hecho las veces anteriores, por lo que estaba aprovechando cada minuto que me había regalado de estos tres días que íbamos a estar juntos como si fueran los últimos que pasaba con vida. Creo que una parte de mí los quería aprovechar porque era exactamente así como los sentía.
               Que me acercara a él fue una bendición para mí, a pesar de que era lo que siempre hacía.
               -¿Te ha gustado?-me preguntó el único rey ante el que estaba dispuesta a postrarme, también como siempre hacía. Y yo había asentido con la cabeza, maravillándome por la bendición que también suponía tenerlo conmigo, y acurrucándome a su lado, dispuesta a vivir de su calor corporal en las noches más frías del invierno, le pregunté:
               -¿Y a ti?
               -Ha sido genial-dijo, besándome la cabeza.
               -Espectacular-ronroneé yo, devolviéndole el beso en el costado.
               -Sensacional-replicó él, sellándolo con otro beso.
               -Irrepetible-zanjé yo, devolviéndole de nuevo el beso.
               -Oh, espero que lo repitamos un montón de veces más-coqueteó, tomándome de la mandíbula y levantándome la cabeza para darme un beso en los labios que yo había recibido con una sonrisa agradecida. Y luego, con su mano en mi cintura y mis pies acariciándole las piernas, Alec se había pasado la mano por detrás de la cabeza y se había quedado mirando el techo. Esos momentos de silencio después del sexo eran algo que yo no me había dado cuenta de que echaba de menos hasta que no regresó conmigo y nos volvimos a acostar; siempre que había terminado de masturbarme pensando en él había sentido una extraña sensación de vacío, como si hubiera algo que no cuadraba en la forma mecánica y sin ceremonia en que iba al baño, me aseaba, lavaba los juguetes que hubiera utilizado y recogía mi habitación, pero nunca había sido capaz de decir el qué echaba de menos (aparte de a él, claro) o, siquiera, de notar que había algo que no encajaba.

domingo, 5 de noviembre de 2023

París tras un apagón.


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Me obligué a mí misma a continuar con la vista fija en él a pesar de que lo único que quería era desaparecer precisamente porque aquel tenía que ser mi castigo. No el pelearme con mis padres, no el quedarme sin hogar, no el que mis noches se hicieran eternas, oscuras y terroríficas cuando antes habían sido demasiado efímeras, muy luminosas, y la mejor parte de mi vida. Era esto lo que yo tenía que sufrir, el precio a pagar por lo que había hecho en agosto, cuando no había sido capaz de poner a Alec por delante de los demás, del qué dirán, de las miles de explicaciones que tendría que dar si decidía concederme el deseo más sincero que había tenido nunca y simplemente pasaba página.
               Ver la cara de Alec en el momento en que adivinaba lo que yo había hecho, los medios que había seguido para tratar de atarlo a mí.
               Soltó despacio el aire que había estado reteniendo en sus pulmones para luego contener la respiración. Tenía la mirada fija en un punto del suelo, a los pies de la cama, el gesto concentrado mientras buceaba en las profundidades de su memoria…
               … y se quedó completamente quieto cuando recordó.
                Parpadeó una, dos, tres veces. Y luego levantó la vista y se me quedó mirando como quien observa a un monstruo a cuyas víctimas lleva toda la vida enterrando, y que descubre que es  incluso más horrible que lo que creía su imaginación.
               Pude ver en su mirada cómo iba procesando poco a poco todo lo que significaba la conclusión a la que acababa de llegar, que no era poco, precisamente. Para empezar, suponía que yo no había sido capaz de poner nuestro amor por delante de las dificultades que los demás podrían interponer en mi camino, lo cual era exactamente lo que él llevaba haciendo desde que regresó a Etiopía. Si me había mentido había sido para protegerme, y aunque me dolía muchísimo imaginármelo solo y desesperado, sin ganas de hacer nada más que matar el tiempo y que los días no le pasaran lo suficientemente rápido para que esa condena que no se merecía se terminara cuanto antes, entendía perfectamente que lo había hecho por mi bien, porque yo le había mentido por su bien. No me había dicho nada creyendo que me culparía a mí misma de que Valeria no supiera ver lo increíble que era y el gran partido que podían sacarle si se lo proponían, y en gran parte tenía razón. Si hubiera sabido llevar mejor lo nuestro, si no hubiera reaccionado como lo hice, puede que Alec no hubiera tenido que venir de forma anticipada y nada de esto estaría pasando.
               Así que, sí, me merecía que me juzgara.
               Además, que yo no le hubiera dicho la verdad suponía que había estado sacrificándose para nada, alimentándose de una esperanza que se había quedado en solamente eso: una esperanza que jamás se haría realidad
               Suponía también que estaba dispuesta a morir creyendo lo peor de él, todo con tal de no tener que vivir en un mundo en el que no tuviera que defenderlo. Suponía que mis padres pudieran tener razón: quizá se equivocaran en la premisa de que era Alec el que no era bueno para mí, pero el caso es que yo había contaminado nuestra relación, así que el resultado era el mismo que si lo hubiera hecho él.
               Y suponía que Jordan le había dicho lo que yo había hecho con pelos y señales, y él había decidido no escucharlo. Había decidido no hacer caso a su mejor amigo por creer que no me pasaría nada, que estaba cabreado porque yo estaba tratando de encontrar refugio en otros chicos porque verdaderamente lo quería y no porque necesitara hundirme más abajo de lo que creía que ya lo estaba él.
               Suponía que no me lo merecía. Si no estaba dispuesta a apechugaran con ninguna de las decisiones que había tomado con respecto a él, fueran buenas o malas, y tenía que recurrir a métodos dudosos que me ayudaran a desprenderme de mi conciencia, no debería estar con él. No había espacio para mí en esa cama, en su ciudad o en mi vida. Le habían quitado la sabana para, ¿qué? Para una chica que no era capaz de ver más allá de su ansiedad y ponía en peligro todo lo que tenía con tal de estar con él, en vez de acompañarlo en sus meteduras de pata y perdonarle sus errores antes de lo que él pudiera.
               -Alec…-empecé, estirando la mano hacia él, porque soy basura y porque nunca dejaré de serlo, y porque como buena basura, necesitaba de su consuelo.
               Sin embargo, Alec se incorporó hasta quedar sentado al borde de la cama, las piernas separadas, los codos en las rodillas, el mentón en las manos. Clavó la vista en la ventana de la pared, en la que más o menos se intuía nuestro reflejo, y empezó a golpetear el suelo con el talón.
               Después de lo que me pareció una eternidad, Alec sacudió la cabeza, se pasó una mano por el pelo y se puso de pie. Sin decir nada, con la mandíbula apretada y sin tan siquiera mirarme (un privilegio que, descubrí justo entonces, acababa de perder), recogió sus bóxers del suelo y se los enfundó.