¡Toca para ir a la lista de caps! |
En julio había tenido la certeza de lo muchísimo que sufriría su ausencia, y ni siquiera contaba con el consuelo de saber cómo le iba. Mi límite y mi perdición estarían en mi imaginación, que terminarían haciéndome temer la forma en que ambos cambiaríamos.
Por eso había querido aferrarme a todo lo que pudiera robarle al destino, como la visión de su avión despegando y su paseo ante las cámaras de seguridad.
Esa noche, sin embargo, todo era diferente. Sólo tenía que esperar tres semanas y volvería a tenerlo conmigo; en comparación con aquello a lo que me enfrentaba en julio, cuando le dije adiós de una forma que yo creía definitiva, lo que tenía ahora frente a mí era un paseo por el parque. Además, ese parque tenía las flores de sus cartas y la sombra de los árboles de la disponibilidad con la que podía llamarlo por teléfono si algo iba mal.
Entonces, ¿por qué ahora me latía el corazón como si me hubieran dicho que su ausencia iba a ser eterna?
¿Por qué era incapaz de hacer que mi cuerpo respondiera y bajarme del coche para volver a mi casa? Todavía llevaba puesta su sudadera, ésa con la que tan pocas veces lo había visto por casa, pues en cuanto se la veía ya le pedía que me la prestara, y aunque la sentía como una armadura que me protegería de todo mal, también me parecía ahora una cárcel. Me había encerrado a mí misma en el paraíso en el que había convertido Londres experimentándolo con Alec y lo había convertido en un infierno dejando que él se marchara.
No podía bajarme del coche. Bajarme del coche lo haría todo real. Él se habría ido de verdad y yo tendría que seguir con mi vida, aunque fuera solo durante tres penosas semanas a las que sería capaz de sobrevivir, estaba segura. Malviviría como no lo había hecho nunca antes en mi vida, pero por lo menos sabía que mi condena era corta.
Así que, ¿por qué mis piernas no me respondían?
Miré las huellas que los pies de Alec habían dejado en la alfombrilla del coche de Dylan, terroncitos minúsculos de tierra y un puñadito de piedrecillas de grava siguiendo patrones idénticos y simétricos. A pesar de que los pies de Alec eran grandes, sus huellas ahora me parecieron minúsculas. Es lo último que me queda de que haya estado aquí.
Lo entendí entonces: no me preocupaban mis padres, ni la bronca que tendríamos en cuanto yo volviera a casa. Sabía de sobra lo que había hecho poniéndome aquella sudadera para ir a verlos y las consecuencias no podrían darme más igual.
Lo que me preocupaba era que regresando a casa convertiría la visita de Alec en una ilusión. Ya me había puesto la sudadera más veces, ya me había encogido en mi cama a inhalar su aroma y escuchar las canciones que él había metido en una lista con mi nombre porque le recordaban a mí, y ya había hecho todo lo que haría si regresaba a casa ahora mucho antes, cuando todo iba mal, cuando no sabía que volvería, cuando creía que ese año se convertiría en una cadena perpetua.
Y lo cierto es que no me gustaba nada saber que no lo tendría conmigo, que había probado la miel de su esperanza y ahora tenía que zambullirme de nuevo en un mundo oscuro y cruel, uno que se esforzaba con todas sus fuerzas en meterme el dedo en la llaga y recordarme que puede que tuviera poco que esperar, pero tenía que esperarlo de todos modos. Mientras tanto, mis padres se tenían el uno al otro, Scott tenía a Eleanor, Shasha tenía a Duna. Yo estaba descolgada ahora. Atrapada en un espejismo de felicidad que se iba diluyendo entre mis dedos, como la tinta china con el poema más precioso del mundo expuesto a la lluvia, haciendo que sus palabras se pierdan para siempre en los anales de la historia.
Todo por creer que iba a ser distinto. Por hacerme la fuerte. Por no aferrarme a él, hundir los dedos en su espalda y permitirme ser débil y suplicarle que no se fuera, que se quedara por mí. Por el contrario, había puesto una sonrisa en mi cara, me había reído mientras aún lo tenía, me había emborrachado de su presencia y había permitido que la felicidad que su boca y sus ojos inyectaban en mi torrente sanguíneo me embobaran con una esperanza que ahora era cenizas en mi lengua.
Había tenido en mis manos un cubo de agua para detener el incendio de la biblioteca de Alejandría cuando todavía sólo ardía un papiro y me había dedicado a mirar fascinada la danza hipnótica de las llamas.
Sólo esperaba que lo que se encontrara Alec el 11 de noviembre no fuera un completo desastre, y que yo hubiera sido capaz de sobrevivir hasta entonces.
-¿Puedo dormir en vuestra casa esta noche?
Necesitaba las sábanas arrugadas, la cama deshecha, la ropa que se había puesto por casa y que, quizá, conservaría aún su olor. Todo lo que él pudiera darme. Todo lo que pudiera compensar que yo no había querido ver cómo despegaba su avión, que no me había aferrado a él y a su existencia como sí lo había hecho en otras ocasiones, todo porque creía que me resultaría más llevadero el saber que la espera no iba a ser tan larga como creí en julio.
Claro que en julio contaba con un refugio al que ahora tenía vedado el acceso.
-Por supuesto, cielo-dijo Annie con una dulzura que empezaba a resultarme extraña, como un dibujo prehistórico en un lienzo en el Louvre, y tuve que tragarme unas lágrimas amargas al ver que no insistía en que mejor iba en busca de mi madre, porque precisamente era a ella a quien más echaba de menos y con quien más me aterraba estar.
Sabía cuándo volvería a abrazar a Alec, pero no tenía ni idea de cuándo volvería a abrazar a mis padres.
Dylan metió la marcha y se alejó de lo que un día fue mi hogar.