jueves, 23 de mayo de 2024

Eclipse de un sol muerto.

¡Hola de nuevo, flor! ᵔᵕᵔSé que probablemente estarás cansada de estos mensajes que no suelen traer nada bueno, y que tendrás mono de capítulo después de todo el tiempo que te he hecho esperar, pero si eres usuaria de la lista de capítulos de Sabrae que hay en el blog, sabrás que éste no es un capítulo cualquiera. Estamos ante el capítulo trescientos (¡300!) de la novela. No tengo palabras para describir lo afortunada que me siento por poder haber llegado hasta aquí y por lo agradecida que estoy de que me hayas acompañado, ya sea en la totalidad o en una parte del viaje. Sin ti, esta odisea no habría sido posible.
Muchísimas gracias por tu apoyo constante, por tu atención, por las oportunidades que les das a Alec y Sabrae de existir de nuevo cuando les abres tu mente cada domingo o cada día 23. Gracias, gracias, gracias por prestarnos tu tiempo y crear conmigo este mundo tan perfecto al que tantísimo cariño le he cogido.
Simplemente, gracias. De corazón. Espero contar contigo muchos capítulos más.
 

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Preferiría que me hubiera abofeteado.
               Aunque llevaba toda la tarde anticipándolo, toda la mañana temiéndolo y un día entero, desde que me había plantado ante mi padre con un pequeño nudo en el estómago que no había hecho más que crecer y apretarse con el paso de las horas al plantearme la posibilidad de escuchar esa palabra… creo que preferiría que me hubiese abofeteado.
               Le había cambiado totalmente la cara cuando le hice la pregunta que llevaba tratando de ignorar durante horas, a pesar de que no hacía más que morder cada rinconcito de mi ser. Por la cara que puso, cómo se había borrado la sonrisa que le decoraba esa deliciosa boca suya, el único canal de oxígeno que yo había tenido en los últimos meses, supe que él también llevaba preocupado por mi temeridad desde que se había bajado del avión, por si acaso terminaba superándome y no era capaz de resistir la tentación de convertirme en la chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina.
               La temperatura del iglú parecía haber descendido varios grados, y a pesar de que veía los reflejos de las estrellas tintándole la piel bronceada de tonos azules, blancos y dorados que lo hacían parecer salido directamente de la cúpula de una de las pirámides de Egipto, me sentía en la completa oscuridad.
               Estaba viviendo en primera persona y en exclusiva el primer eclipse de un sol muerto. Un eclipse que había roto todas las reglas de la física: la Luna no era más fuerte ni más poderosa que el Sol, y sin embargo había conseguido apagarlo. La Tierra no podía seguir existiendo si el Sol desaparecía, y sin embargo seguía girando.
               En el espacio no se escuchaba ningún sonido, y sin embargo en ese agujero negro de nada en el que estábamos los dos orbitando, no dejaba de sonar el eco de su respuesta:
               -Sí.
              
Me arrepentí al instante de haber sido sincero pero no por mantener mi promesa con ella, ni porque no creyera que Sabrae podía superarlo, sino porque aquella fuera mi verdad. Me arrepentía de ser feliz en Etiopía, pero no porque lamentara mi felicidad o porque no hubiera sufrido bastante para merecerme por fin tener un respiro, sino porque necesitaba que mi felicidad y la de Sabrae fueran compatibles y consecuentes.
               Podría habérnoslo puesto fácil a ambos, pero ése no era nuestro estilo, no era a lo que estábamos acostumbrados, ni tampoco era el cimiento para una historia como la nuestra. Nuestro amor no se merecía empezar con una mentira piadosa y construirse sobre unos cimientos tambaleantes justo al nivel del mar, sino que teníamos que cavar lo más profundo posible para asegurarnos de que esto aguantaría el embate de las mareas. Los castillos de arena se inclinan ante el océano, y yo sólo tenía intención de inclinarme ante Sabrae.
               Igual que le fui sincero a ella, voy a sértelo también a ti, y decirte que decirle que sí me llenó la boca de cenizas, me paró el corazón y me oprimió el pecho como si un elefante se me hubiera sentado en él. Sabía cuánto daño iba a hacernos esto, pero no podía ocultárselo. A Saab, no. A Saab, jamás.
               No era tan gilipollas como para no darme cuenta de que esto terminaría abocando, probablemente, en que me convenciera para marcharme, pero confiaba en que pudiéramos tener una conversación calmada en la que se pusieran todas las cartas sobre la mesa y eligiéramos ambos, y no sólo ella en base a mi felicidad. Al menos podía jugar la baza de que yo iba a ser feliz estando en Inglaterra, y que no iba a disfrutar tanto de Etiopía si sabía cómo estaban las cosas en su casa.
               Sí, aunque ahora el bombo de la pistola estuviera girando y ya no tuviéramos ni idea de dónde estaba la bala, tenía que confiar en que había alguna posibilidad de que, cuando apretara el gatillo, no perdiera yo en esta ruleta rusa. Pero es que no podía engañarla más. No podía. Prefería mil veces tener que lidiar con la culpabilidad que me produciría el dejar que me convenciera de que me fuera después de hablarlo al quedarme en casa tan ricamente y que Saab se acabara enterando de que había renunciado a más de lo que creía. Podía ser en una semana, en un mes, un año o veinte; daba igual el tiempo, la cuestión es que terminaría pasando, estaba seguro.
               Y Saab no se merecía que toda la felicidad que tuviera conmigo no fuera cristalina e indudable. No se merecía quedarse una noche en vela, pensando en qué más le habría mentido yo si lo había hecho en algo tan importante como aquello. Se merecía dormir a mi lado el sueño de los justos y sin ninguna preocupación con respecto a mí.
               Quería que supiera que yo siempre sería un hogar para ella, no importaba lo mucho que pudiéramos chocar a veces por lo fuerte de nuestro carácter.
               Podía arriesgarme a que me hiciera dudar de mi futuro inmediato, pero no a que dejara de estar a gusto y segura conmigo. Me había enamorado de ella por lo cómoda que estaba en su piel y por cómo me había dejado entrar en su preciosa mente: no quería perder la llave de ese espacio tan especial.
               Aun así… era una mierda. Era una mierda que mi corazón se acelerara por la adrenalina de haber saltado por el precipicio, sobre todo porque así notaba con más intensidad cómo se me resquebrajaba por cómo me estaba mirando.
               Cómo se apartó de mí. Como si quemara.
               Como si acabara de traicionarla.
               Como si tuviera la esperanza de que no eligiera a nuestro futuro juntos, sino a la tranquilidad de saber que mi visita se había convertido en mi vuelta.
               -Sabrae…-susurré en voz baja, inclinándome de nuevo hacia ella, estirando la mano hacia la suya, en busca de un contacto que jamás debía haberse roto.
               Sabrae movió la mano instintivamente, alejándose un poco más de mí, aunque así, sentados uno junto al otro, yo podría tocarla si quisiera. Podría cogerle la mano y hacer que entrelazara sus dedos con los míos, decirle que no pasaba nada, que el hecho de que fuera feliz en Etiopía no quería decir que estuviera dispuesto a cambiarla por las aventuras que me esperaban allí, que mi hogar era ella y no una nación, que mi nacionalidad estaba en las seis letras que componían su nombre y no transcrito en mi pasaporte. Podría recordarle que ella era ella y siempre me tendría, que siempre la elegiría, que sería la punta de oro de la pirámide de mis prioridades hoy, mañana y todos los días hasta el día en que inhalara mi último aliento.
               Podría seguir siéndole sincero y conseguir que dejara de preocuparse, hacer que me dejara entrar de nuevo…
               … pero ella sorbió por la nariz y apartó la cara, inhalando sonoramente por la boca, y…
               Yo entendí perfectamente por qué había pasado diecisiete años odiándome a mí mismo.
               Y entendí por qué Saab me había dicho que “no” tantas veces: era para que me acostumbrara a su sonido. Para que aprendiera lo importante que era, y lo útil que resultaba en ocasiones como ésta.
               Quería morirme.
 
Me sentía varios metros bajo tierra, y todo por lo decepcionante que me resultaba el dolor que me producía saber que Alec era feliz lejos de mí. Sinceramente, no sé qué coño esperaba. Le conocía lo suficiente como para saber que su bondad trascendía fronteras y era capaz de superar hasta los prejuicios más viscerales e infundados, ¡por supuesto que iba a volver a disfrutar de Etiopía más pronto que tarde!
               Había sido una estúpida por pensar que había una posibilidad de que las cosas no se encauzarían para él. Creía en la justicia de Dios, y también creía en el karma, y ambos trabajaban siempre sin descanso para restablecer el equilibrio del universo cuando éste se perdía.
               Había sido una estúpida, y también una egoísta permitiéndome un momento de debilidad con la única persona que necesitaba verme fuerte. Alec no iba a marcharse de nuevo ahora que había visto lo vulnerable que estaba y cómo me sentía superada por los acontecimientos, y así, lo había condenado a la lástima, a la inercia, a seguir en una relación que no le satisfacía al cien por cien simplemente porque me quería más a mí de lo que se quería a sí mismo.
               Iba a quedarse aunque no quería, y estos meses serían un infierno para él, acompañándome a mis sesiones de terapia, a solas o con mis padres, y aguantando todo lo que ellos nos estaban echando encima. Pero lo peor de todo es que él pondría buena cara, afrontando cada adversidad con una sonrisa de oreja a oreja simplemente porque tenía la compañera de batalla que él escogería por encima de todo el mundo. Le bastaría con cubrirme las espaldas y que yo se las cubriera a él, cuando la realidad es que él se merecía estar tranquilo.
               Se merecía dejar de vivir en la guerra y hacer de la tregua su rutina, de la paz su nuevo modo de vida.
               Sorbí por la nariz en busca de un aire compuesto de alquitrán. Me aparté instintivamente de él cuando él se inclinó un poco hacia mí, tratando de salvar la distancia que había puesto entre nosotros para castigarme por el remolino incontrolable de tristeza que giraba y giraba y giraba dentro de mí. Era una mala persona. Una mala novia. Una mala amiga. No debería dolerme que Alec fuera feliz.
               Pero era incapaz de apartarme de la cabeza la idea de que él iba a quedarse; no habría manera de convencerlo de que se tenía que ir para seguir viviendo su vida porque mis problemas eran míos y no suyos, y tenía que ser yo la que sacara la cabeza del agua. Sabía que estaba más que dispuesto a ahogarse con tal de arrastrarme de vuelta a la orilla y así poder salvarme, y yo no podía vivir sabiendo que le había quitado algo que lo hacía feliz y le llenaba después de todo lo que había sufrido y luchado para conseguir algo con lo que sentirse pleno y satisfecho.
               Tomé un poco más de aire y aparté la cara porque no me merecía mirarlo. No me lo merecía en absoluto. Era demasiado guapo, demasiado bueno; todo un regalo a los sentidos. Un regalo que yo no me merecía y al que, sin embargo, iba a exprimirle todo su jugo hasta dejarlo seco.
               Sorbí por la nariz de nuevo y luché contra la cortina de lágrimas que amenazaba con nublarme la visión, opacando las estrellas de la cúpula del iglú. Me daba la sensación de que había sido hacía miles de años cuando habíamos visitado aquel lugar por primera vez y habíamos sido tan felices, jugando a desnudarnos y a besarnos y a sentir nuestros cuerpos en la penumbra de luces bailarinas que ahora se me antojaban un espectáculo grotesco. ¿Así era el cielo nocturno, el espacio exterior? ¿Exactamente este vacío gélido?
               -Saab…-repitió él con la voz rota. Me quería más de lo que se quería a sí mismo, así que estaba dispuesto a sacarse el corazón del pecho y entregármelo si el mío se me rompía aunque fuera un poco.
               Y ahora estaba destrozado, pero… no porque él fuera feliz. No soy tan mezquina como para no alegrarme de que a mi chico le fueran las cosas bien. No; lo que me preocupaba era lo que iba a pasar a continuación.
               Renunciaría a todo con tal de conservarme a mí. La cuestión es: ¿sería suficiente?
 
              
Daría lo que fuera con tal de poder dar marcha atrás, pero no a hacía unos segundos; a pesar de las consecuencias nefastas que tenía mi decisión, no la cambiaría por nada del mundo. Incluso ahora que estaba estallando todo y el mundo se desmoronaba ante mis ojos, sabía que había hecho lo correcto siendo sincero con Sabrae. Prefería mil veces que me castigara con sus lágrimas mientras me consolaba con su confianza, a que me regalara una sonrisa que no se fundamentaba en la realidad.
               No; no había metido la pata diciéndole a Sabrae que volvía a disfrutar de Etiopía. En lo que había metido la pata había sido accediendo a regresar al voluntariado y permitiendo que existiera la posibilidad de que aquello pasara. Que hubiéramos siquiera permitido que la posibilidad de ponernos ahora en nuestra situación ya decía bastante de lo tontos que éramos, pero reafirmarnos en nuestros errores no nos haría sino más necios aún.
               Puta sabana. Puto dorado. Putos atardeceres. Putas estrellas. Puto campamento. Puto Luca, puta Perséfone, puta Valeria. Puto todo lo que me había hecho sentir como en casa a miles de kilómetros de distancia, puto todo lo que me había hecho disfrutar y putas las horas que se me habían pasado como un suspiro mientras mi novia sufría en casa.
               Joder. Dios. Esto no tenía que pasar. Se suponía que iba a regresar a Etiopía, iba a seguir castigado por Valeria y me iba a largar contentísimo para el cumpleaños de Mimi, ya con las maletas debajo del brazo y sin ninguna intención de mirar atrás. Iba a despedirme de mis compañeros con abrazos sentidos y promesas de seguir en contacto que cumpliría a medias, no a decirles que nos veíamos en unos días y que finalmente les diría si me quedaba o me iba pasado ese tiempo.
               -Saab…-susurré. Odiaba lo que le había hecho, pero más aún odiaba que me mantuviera lejos de ella cuando ya bastante tiempo habíamos estado separados. Aparentemente había sido bastante para que yo perdiera totalmente el norte, si es que había sido capaz de enajenarme lo suficiente como para disfrutar de tenerla a seis mil putos kilómetros.
                Sabrae sorbió por la nariz, toda valentía y resiliencia; tragó saliva sonoramente, se limpió las lágrimas que la habían superado y que se le habían derramado por las mejillas con la yema de los dedos de una mano rápidamente, muy como Katy Perry cuando le pidieron el divorcio por SMS justo antes de salir al escenario en uno de sus conciertos, y se mordió los labios.
               -Bueno, pues… ya está-dijo, dejando caer sus manos sobre sus muslos y negando ligeramente con la cabeza.
               -No-repliqué yo, sintiendo que un pánico cegador me ascendía por la garganta y me ponía en carne viva hasta lo más profundo de mi alma-. No, no “está” nada. Eso da igual-me incliné hacia ella con la misma desesperación que impregnaba mi voz también en mis movimientos.
               No podíamos tirar la toalla ahora. Que yo fuera feliz en Etiopía no quería decir que no lo fuera también en casa, con ella a mi lado, y yo al suyo. Inglaterra era mi lugar y donde yo tenía que estar; por mucho que disfrutara de las posibilidades que me brindaba el país africano y todos los que esperaban en él, no se comparaban con lo que tenía en el país al que pertenecía y que me había dado todo lo que me importaba.
               -Claro que no da igual, Alec-espetó, apartándose de mí como si mi mano quemara las suyas. Negó con la cabeza y me miró con el ceño fruncido, fulminándome con una mirada que convirtió las dagas que me lanzaba con los ojos hasta hacía un año en inofensivas flechas de Cupido-. Por Dios, eso lo cambia todo.
               Se pasó una mano por el pelo, apartándoselo de la cara, y con la mano libre se apoyó en el suelo a su espalda, inclinándose así un poco y ganando una distancia que no me gustaba nada, tanto por lo que significaba ahora como por lo que podía llegar a significar en el futuro.
               -No hagas eso-le pedí, inclinándome hacia ella pero respetando su espacio. Estaba más cerca así, pero todavía no la había tocado, aunque me moría por hacerlo. Quería borrarle ese gesto preocupado y dolido como fuera, y sabía que tenía métodos de sobra, algunos más efectivos que otros, para conseguirlo. Sólo tenía que dejarme entrar, pero tenía que dejarme entrar, no tenía que imponerle yo mi voluntad.
               Imponerle mi voluntad era, precisamente, lo que ella pretendía hacer.
               Malditos atardeceres, maldita sabana, malditos animales… ¿por qué tenía que haber visto en ellos repartida la belleza del mundo que condensaba a la perfección Saab? Había nacido para estar junto a ella, no haciéndome el héroe entre manadas de jirafas o camadas de leones.
               Sabrae bajó un poco la mandíbula y me miró con ojos llorosos pero distantes, más propios de una diosa de la guerra que ve desde las nubes cómo los pueblos que ha tratado de enfrentar prefieren recurrir a la diplomacia que de la chica de quince años que era. Supongo que todas las mujeres tienen un poco de diosas dentro, y la faceta de la vida a la que sirven depende del momento vital en que se encuentren o de las emociones que las embargan.
               -¿El qué?-preguntó, con un tono no tan cortante como el de antes, sin ningún tinte de desesperación, pero todavía beligerante. Dejó caer la mano con la que se había apartado el pelo de la cara y que había reposado sobre su frente, presionándose la sien en busca de un poco de tranquilidad (hostia, qué buen aprendiz era de Claire si era capaz de interpretar tan bien los gestos de mi novia), sobre sus piernas, y yo se la cogí y le di la vuelta para ponerla con la palma hacia arriba. Seguí las líneas de la palma de su mano con las puntas de los dedos índice y corazón y, sin romper el contacto visual con ella, le expliqué:
               -Alejarte de mí. No hagas eso, bombón-negué con la cabeza y le dediqué una sonrisa torcida y triste-. Bastante lejos hemos estado ya.
               Sabrae se me quedó mirando un rato, sus ojos conectados con los míos, su alma mezclándose con la mía como lo habíamos hecho mil veces ya; y, como todas las demás veces, el efecto era el mismo: me sentía purificado en lo más profundo de mi ser, como si fuera un puzzle cuyas piezas encajaban por fin después de mil intentos. Me sentía completo y limpio, un gato callejero al que finalmente adoptan y le dan los cuidados que se merece; un perro apaleado que al fin conoce lo que es un hogar cálido y la barriga llena.
               Podía ver su sufrimiento en su mirada, las horas que se había pasado retraída en su cabeza y reflexionando sobre lo que era mejor para mí, para ella, para ambos; evaluando su situación, preguntándose cómo estaría yo y cómo sobreviviríamos a esto.
               Seguramente especulando sobre que yo lo estuviera pasando bien y cómo decidiríamos quién se sacrificaba, como si hubiera discusión posible al respecto.
               Sus dedos presionaron la palma de mi mano mientras nos seguíamos mirando, y parecía que el mundo estaba conteniendo la respiración. El silencio era una losa entre nosotros y, a la vez, una corriente de energía de la que estábamos bebiendo ambos.
               Si me concentraba lo suficiente en percibirlo y también me liberaba de todos los demás estímulos, casi podría jurar que notaba el vínculo dorado que nos unía danzando a nuestro alrededor, envolviéndonos en una burbuja en la que nada más importaba.
               Parecía que Saab también podía notarlo, porque después de un rato mirándonos, cerró los dedos en torno a mi muñeca y me la acarició con el pulgar. La sentía más tranquila.
               No tanto como me gustaría, pero… sí lo suficiente como para que yo también me permitiera relajarme.
               -No era mi intención cerrarme así-dijo en un susurro con el que pretendía no perturbar a los astros. Me acerqué un poco más a ella hasta quedar sentado con la cadera junto a la suya. Sentía su respiración de nuevo acariciándome el pecho, el cuello y la mandíbula. Intenté no pensar en cómo también podía saborearla al entreabrir los labios.
               Tragué saliva; tenía la boca seca y un hambre voraz de ella. No sabía cuánto se debía a que ella era preciosa y cuánto a que mis instintos más bajos me decían que había una manera de asegurarme una mano ganadora, y era poniéndome encima de ella y recordándole que donde mi personalidad no había sido capaz de seducirla, mi cuerpo sí lo había hecho. Esto sería igual.
               -Lo sé.
               -Y siento que parezca que no me alegro de que seas feliz en Etiopía-añadió, sus cejas inclinándose para formar una montañita de paredes escarpadas que me moría por escalar-. Me alegro mucho de que lo estés disfrutando-continuó, asintiendo despacio con la cabeza.
               Saltaban chispas entre nosotros por mil razones distintas, todas ellas equivocadas. No pude resistirme a ponerle una mano en el cuello y acariciárselo, cruzando con mis dedos la frontera de sus tendones y adentrándome en el territorio desconocido pero en absoluto hostil de su melena.
               ¿Creíamos que disfrutaba de Etiopía? Ambos nos equivocábamos. Disfrutaba de esto: de su piel en la mía, de sus mechones entre mis dedos, de su aroma en mi nariz y su respiración contra mis labios. Dios, me volvía loco. Estaba totalmente equivocada: que yo estuviera bien en Etiopía no cambiaba nada, porque había un sitio en el que estaba mil veces mejor.
               Aquí, a su lado.
               En ese hogar que había nacido tres años, un mes y veintiún días después que yo.
               -Ya, bueno… yo no-contesté con una voz ronca y oscura que conocía muy bien, y de la que Saab se había hecho dueña absoluta. Ella inspiró profundamente a través de la boca, y mis ojos salieron disparados hacia sus labios, carnosos, jugosos, apetecibles como una fruta prohibida. Llevé la mano hasta su mandíbula y se la acaricié con el pulgar, subiendo hasta llegar a su boca con éste como hipnotizado.
                Sabrae soltó una risita.
               -No digas tonterías.
               -No son tonterías. Es la verdad. Todo sería mucho más fácil si no se hubieran arreglado las cosas en Etiopía. Si yo estuviera como tú, la solución sería muy sencilla-le pasé de nuevo el pulgar por el cuello, notando su pulso y adorándolo. Ese pequeño martilleo era la razón de mi existencia y también de mi falta de cordura.
               Cuando lo sentía entre mis dedos al agarrarla del cuello mientras me corría, haciendo que su orgasmo fuera más intenso… uf. Increíble. ¿Y ella creía que esto era un sacrificio? Por favor. Que me hubiera pedido que me quedara era una bendición.
               -Yo tampoco estoy tan mal-replicó, apartándose un mechón de pelo tras la oreja y relamiéndose los labios. La miré a los ojos y noté cómo una sonrisa sincera brotaba por primera vez desde que le había contestado a esa pregunta infernal.
               -Se supone que tienen que decírtelo los demás para que no quedes de creída, Saab.
               Puso los ojos en blanco y yo sonreí aún más.
               -No me refiero a eso. Me refiero a… no debería habértelo pedido.
               -Yo me alegro de que me lo pidieras-respondí, inclinándome hacia ella y besándole el cuello. Sabrae dejó escapar un jadeo vacilante y desesperado; tenía la carne de gallina, así que el que se estuviera quietecita y tranquilita era un poco difícil.
               Mm, puede que no hubiera discusión ni me fuera a convencer de que lo mejor y lo más sensato era ser un subnormal olímpico y pirarme al culo del mundo a correr los Sanfermines delante de cebras y leones y hacer natación sincronizada con cocodrilos e hipopótamos en vez de quedarme en mi puñetero país y estar ahí para mi chica, para poder darle lo que necesitara.
               Todo lo que necesitara. No sólo físicamente, sino también espiritualmente. Sabía que Sabrae nunca había estado tan bien consigo misma desde que había empezado a hablar conmigo y había encontrado en mí un compañero con el que compartir todos sus miedos e inseguridades y con el que aclarar algunas dudas, y era justo eso lo que necesitaba ahora.
               Un compañero, un amigo, un amante. Todo lo que yo podía ser para ella, todo lo que yo sería más que encantado.
               -Ha sido egoísta.
               -No ha sido para tanto-ronroneé.
               -Ha sido ruin, y mezquino, y tremendamente egoísta-enumeró ella, tozuda como ella sola-. Eres el único que no me juzga por todo lo que he hecho a pesar de que no he hecho más que cagarla a lo largo de los últimos meses, y yo parezco empeñada en ponerte contra mí.
               -Me gusta estar contra ti-ronroneé de nuevo, mordisqueándole el hombro y deslizándole la ropa para dejárselo al descubierto-. Lo solemos pasar bien.
               Sabrae suspiró sonoramente.
               -No creas que no sé lo que estás intentando, y no va a funcionar.
               Me aparté lo justo para mirarla con exagerada inocencia. No iba a insultar a su inteligencia haciéndome el tonto, porque la sutileza no es lo mío cuando se trata de callar las voces de mi cabeza con los gemidos de mi novia. Aunque en las sesiones con Claire había aprendido que el sexo no es precisamente el mejor método para alcanzar la estabilidad emocional, también tenía que admitir que como parche temporal no estaba nada mal. Saab necesitaba tranquilizarse, y pocas cosas había tan relajantes como un buen polvo.
               Además, sólo si estaba contenta y un poco atontada por las endorfinas del sexo tendría una posibilidad de que me dejara convencerla de que quedarme era la única solución lógica.
               -Mi amor-dijo, cogiéndome la cara entre las manos-, sé que quieres que me sienta bien, pero creo que me toca un poco de reflexión y autocrítica. No he estado a la altura de las circunstancias y que he sido egoísta. Siento… siento haber reaccionado como lo he hecho. No quería…-negó con la cabeza-. No quiero alejarme de ti. Como tú bien has dicho, bastante lejos estamos ya. Y lo seguiremos estando-añadió. No podía contenerse, pero a mí eso me encendió todas las alarmas. Había demasiada determinación en sus palabras a pesar de la tristeza que las impregnaba, y un dolor velado que las teñía con un tinte que no me gustaba lo más mínimo.
               Le rodeé la cintura con un brazo mientras la tomaba de la mandíbula con la mano del que tenía libre para hacer que me mirara.
               -¿Qué quieres decir con eso? Ahora estoy aquí, y no pienso irme a ninguna parte-sentencié, y ella se mordió el labio.
               -Alec…
               -No.
               -Al, no puedes tomar una decisión tan importante sólo porque yo te lo he pedido. ¿Qué hay de lo que tú quieres?
               -¿Y qué pasa si lo que yo quiero es quedarme aquí, contigo?-pregunté-. ¿No has dicho antes que la decisión tiene que ser de ambos? Pues está siendo de ambos. Vale, me lo has pedido; pero yo te he dicho que sí. Eso lo hace común, ¿no?
               -No, si no hemos hablado primero de cómo está todo. Yo no te lo habría pedido si supiera que estabas bien en Etiopía.
               -¿Y eso por qué? ¿Porque yo soy más importante que tú?-ironicé, y por la manera en que me miró, supe que había dado en el clavo. Eso me enterneció un poco, aunque ya supiera de sobra que yo ocupaba la cúspide de sus prioridades-. Bueno, pues estás de suerte, nena, porque te voy a perdonar que te equivoques y voy a hacer como si nada. Aquí tú eres la importante-dije, apartándole de nuevo el pelo del hombro-. Eres tú la que lo está pasando mal.
               -Tú lo has pasado mal antes.
               -Esto no es una competición, Sabrae; y, créeme, yo sé mucho de competiciones.
               -Entonces entenderás por qué no quiero que te rindas ahora que te va bien.
               -Es que no me va bien.
               -¿Cómo puede no irte bien y a la vez puedes ser feliz en Etiopía?
               -Joder, mira que puedes ser cuadriculada a veces: no me va bien porque tú no estás bien.
               Sabrae tomó aire, llenándose los pulmones totalmente, y luego lo soltó despacio y de forma ruidosa.
               -No tenemos toda la información.
               -Estoy sentado-me encogí de hombros, y ella me fulminó con la mirada.
               -Creía que habíamos decidido que no íbamos a hablar de ello hasta que no pasara el cumpleaños de Mimi, sobre todo porque tenemos que hablarlo con calma y en un sitio en el que podamos estar tranquilos.
               -Creo que lo que te he dicho nos ha ahorrado bastante de conversación, ¿no te parece? Ya sabemos en qué casilla está cada uno y, ¡qué casualidad! Los dos nos encontramos en la misma, así que, ¿por qué esperar?
               -Porque quiero asegurarme de que tomas la decisión correcta.
               Arqueé una ceja.
               -¿En serio quieres decirle al Fuckboy Original Redimido que se replantee si quiere quedarse con su novia o pirarse al otro extremo del mundo? Te lo digo porque normalmente las tías estáis desesperadas por atarnos en corto-le recordé, entrecerrando los ojos.
               -Tú no vas a hacer nada en Etiopía. Y si lo hicieras, tampoco sería un problema. Te he dado permiso, ¿recuerdas?
               -¿Te importaría dejar de hablar como si ya estuviera en el aeropuerto con el billete en la mano?-pedí, frustrado-. Ahora mismo hay dos opciones: podemos considerar que lo tenemos pendiente y tenemos que hablarlo, o podemos dar el tema por zanjado y ponernos a disfrutar de una vez de la compañía del otro.
               -Por tentador que resulte la segunda opción, creo que me quedo con la primera-respondió, poniéndome una mano en el brazo y acariciándomelo con cariño. Miró un momento sus manos sobre mi piel antes de levantar la mirada y desarmarme completamente.
               Acababa de acordarme que yo había dejado de jugar a seducirla porque ella no era tonta, se daba cuenta de lo que pretendía, y me adelantaba por la derecha sin darme ninguna posibilidad de reacción.
               Puse los ojos en blanco y aparté la cara, haciendo una mueca.
               -Claro, porque, ¿por qué hacer las cosas más fáciles y tomar la vía rápida cuando podemos complicarlo todo más, no, Sabrae?
               -Sólo quiero asegurarme de que no nos arrepentimos-respondió, dándome un beso en el bíceps. Me puso ojitos y yo fingí no darme cuenta.
               O intenté fingirlo. La verdad es que una bandada de mariposas de dos metros de envergadura echó a volar en mi estómago.
               -No voy a arrepentirme de estar contigo-sentencié, tajante aunque también cariñoso, pues sabía lo mucho que se preocupaba por mí, ya que era lo mismo que yo me preocupaba por ella. No debería ser así: tenía demasiadas cosas en las que pensar como para no ponerse por una vez la primera, aunque eso significara traicionar todo lo que ella era.
               No había margen a discusión a lo que yo sentía ni a lo que quería hacer. Que fuera feliz a miles de kilómetros de ella no significaba que no me muriera de ganas por volver a casa. Estaba más que dispuesto a renunciar al océano de posibilidades que me esperaba en Etiopía, a todas las ramificaciones de mi destino que echarían raíces allí y a todas las versiones de mi vida que se irían abriendo a mis pies como pétalos de una flor con tal de cumplir con mi deber. Un deber que, por otro lado, me hacía sentir muy honrado y era mi mayor mi vocación.
               Estar con Sabrae. Protegerla. Cuidarla. Asegurarme de que era inmensamente feliz, o todo lo feliz que las circunstancias tan injustas que estaba viviendo ahora le permitieran.
               Sabrae tomó aire y lo soltó despacio, como si la aburriera esta discusión.
                -Sé que piensas eso ahora…-empezó, y a mí me subió un torrente de lava por la garganta. ¿Cómo que ahora? Había vuelto de entre los muertos por ella. Había descubierto que tenía siete vidas igual que los gatos, y tenía pensado aprovecharlas todas a su lado-. Lo sé. Déjame terminar-me pidió, cogiéndome las manos, convirtiendo mi inminente erupción en una mera presión en mi pecho. Lo bueno que teníamos era que solíamos dejarnos hablar cuando nos lo pedíamos, y ahora no era una excepción.
               Así que asentí con la cabeza y la miré con intensidad, demostrándole que tenía toda mi atención.
               -Sé que piensas eso ahora, y que estás seguro de que es así, pero… como te he dicho antes…-sus ojos bajaron a nuestras manos entrelazadas, y siguió las líneas de mis venas sobre mis muñecas con los dedos, pensativa, como un estudioso que acaricia las palabras ininteligibles del primer manuscrito antiguo sobre el que ha puesto las manos en primicia-, creo que ésta es una decisión muy importante que no podemos tomar a la ligera. Incluso cuando creamos que lo hacemos convencidos, si no valoramos todo lo que puede pasar, la estaremos tomando a la ligera. Así que creo que lo que tenemos que hacer es hablarlo con calma, y valorar todas las posibilidades.
               La miré con el ceño fruncido, una extraña sensación de desconfianza que no había sentido nunca con ella picoteándome en el pecho y marcándole un nuevo ritmo a mi corazón. Detestaba creer que me estaba tendiendo una trampa, pero que estuviera tan reticente a que yo le concediera su deseo más intenso me hacía imposible creer que no terminaría convenciéndome de que lo mejor que podía hacer era marcharme, y yo… ya no quería marcharme.
               O sea, sí y no. Quería volver a la versión de Etiopía que había tenido hasta ahora, cuando pensaba que las cosas en su casa podían mejorar, pero dudaba que tuviera ocasión de regresar a ese punto. Demasiadas cosas habían cambiado en el espacio de veinticuatro horas como para que todas las maravillas del país africano siguieran seduciéndome como hasta entonces; la sabana ya no sería tan dorada ni habría tantas estrellas en el cielo sobre ella, y una parte de mí lo sabía.
               Igual que también sabía que, si al final no conseguía convencerme de que me marchara, Sabrae se martirizaría hasta el día del juicio final con que no había hecho lo suficiente para evitar que yo me sacrificara por ella en lo que ella consideraba la enésima prueba de que yo siempre daba más que ella, cuando a mí me parecía que sucedía más bien al revés.
               -No sabemos toda la situación-puntualizó al ver mi expresión, y yo alcé una ceja.
               -Me parece que no necesito saber todos los detalles de lo que pasa y cómo estás para apreciar que las cosas no están mejorando como previmos antes de que yo me marchara de nuevo a Etiopía.
               -Pues yo creo que sí-su paciencia era infinita, la propia de una madre que tiene un hijo respondón y travieso, pero al que sabe de buen corazón. Puse los ojos en blanco pero cerré el pico, porque sabía que no había manera de sacarle algo de la cabeza cuando se le metía entre ceja y ceja.
               En ese sentido era exactamente igual que Bey y que Perséfone. Definitivamente tengo un tipo: me van las tercas, y Sabrae era, con diferencia, la más de las tres. Por eso era la que me había enamorado y a la que más quería.
               -Puede que cambies de idea-aventuró, soltándome las manos, y yo la fulminé con la mirada.
               -Lo dudo-respondí con una dureza que no se correspondía con la identidad de mi interlocutora. Serás la que me haga cambiar de idea, en todo caso, pensé, no sin cierta mezquindad, pero por lo menos fui lo bastante prudente como para no abrir la boca y, de paso, avergonzarme del rencor que teñía aquellas palabras.
               Había demasiada gente en su contra; no necesitaba que también me pusiera yo, o que creyera que había posibilidades de que lo hiciera.
                -¿No quieres estar seguro?-respondió, inclinándose hacia mí, y de repente me pareció tan joven, tan frágil, tan inocente… se merecía que la protegieran del mundo, que la pusieran en un altar lo bastante alto como para que nadie pudiera alcanzarla y así hacerle daño.
               -Ya estoy seguro de que quiero quedarme-sentencié. Sabía que mi conclusión sería la misma sin importar el tiempo de reflexión que me dieran. En cambio, las posibilidades de que finalmente hiciéramos lo que ella pensaba que yo prefería aumentarían con el tiempo que tuviera para pensar en cómo convencerme de que lo mejor era poner distancia entre nosotros.
               Como si esa opción no entusiasmara a mis queridísimos suegros.
               -Ya-replicó, vacilante, y se apartó el pelo de la cara, la vista baja, antes de decir-: ¿Y no quieres estar seguro de que no tendré cargo de conciencia por haberte hecho renunciar a Etiopía?
              
 
Era un golpe bajo, y yo lo sabía, pero como decía el dicho, todo vale en el amor y en la guerra. Más aún cuando tu amor está en guerra con el mundo.
               Odiaba el cariz que estaba tomando la conversación, pero más odiaba aún que Alec estuviera tan obcecado con que no había razones para mantenerla. Pues claro que las había. Estaba segura de que pensaba que las cosas iban peor de lo que en realidad iban; que me hubiera plantado ante mi padre era todo un símbolo de la situación, sí, pero quería pensar que el que me hubiera dejado ir a verlo a París era toda una señal, una ramita de olivo que me había tendido para ofrecerme la paz.
               Me había pillado en un momento de debilidad de madrugada, y ahora tenía que enmendarlo como fuera. Incluso siendo la mayor cabrona que hubiera caminado por el mundo.
               Alec se quedó a cuadros de nuevo, mirándome como si estuviéramos en un carruaje de camino a casa tras una fiesta de la que acababa de escaparme, él hubiera corrido tras de mí para confesarme su amor eterno y de seguro no correspondido, sólo para que yo terminara diciéndole que éramos amigos… pero que quería que fuéramos algo más. Que me encantaría que fuéramos algo más.
               Igual que me encantaría que se quedara, igual que no había nada que me apeteciera más que levantarme cada mañana a su lado, que su presencia llenara de luz mi vida y que su habitación y su ropa volvieran a oler a él sin tener que recurrir a trucos con su colonia o el suavizante de la ropa que usaba Annie.
               Me encantaría que eso fuera lo que fuera a pasar sin importar las consecuencias, pero los dos sabíamos que teníamos que mantener esta conversación. Los dos sabíamos que teníamos que hablar tranquilamente, analizar las posibilidades, y entonces, sólo entonces, decidir cuál sería nuestro siguiente movimiento.
               Si tenía que recurrir a golpes bajos para conseguir mi objetivo y que él conservara la felicidad que tanto le había costado alcanzar, que así fuera. No me importaba ser la mala de la película siempre y cuando así pudiera permanecer en su película.
               Alec me miraba con la boca abierta, sus labios formando una media luna sobre la que me encantaría recostarme, y sus ojos clavados en mí como dos estrellas que ardían con el calor de una taza de chocolate entre las manos en una fría tarde invernal. Puede que estuviera replanteándose si estaba tan decidido a quedarse con alguien tan mezquino como yo.
               O puede que le hiciera gracia el genio maligno con el que se había emparejado, porque las comisuras de su boca empezaron a inclinarse hacia arriba en una sonrisa incrédula y de mal disimulada diversión. Era la sonrisa de un subcampeón, de quien ha luchado dignamente hasta el final pero, aunque desea y merece el premio más que su oponente, no está dispuesto a cruzar la línea que separa la gloria de tener la conciencia tranquila aun habiendo perdido, a la de la preocupación por si en algún momento se descubren sus trampas y le arrebatan el título.
               Alec rió por lo bajo, exhalando una risa de ésas que toda la vida me habían vuelto loca: hasta hacía un año, más o menos, había sido de rabia al escucharlas; pero, desde que había saboreado el escenario del que salía la canción, la locura había sido de amor.
               Se pasó la lengua por las muelas y sacudió la cabeza, apartando la mirada un momento, como si no se pudiera creer que se hubiera enamorado de mí. Como si se hubiera descubierto a sí mismo enredado hasta lo imposible en una trampa de la que no iba a ser capaz de salir.
               Finalmente, me miró y contestó en tono casual, como si no estuviéramos hablando de lo más trascendental del mundo:
               -Te pareces más a la zorra de tu madre de lo que todos creíamos.
 
 
Alec se inclinó a por la última patata frita que quedaba en la bandeja del centro de la mesa y le dio un bocado distraído mientras escuchaba la conversación de Mimi con sus amigas sobre lo que harían con el regalo que le habían hecho en conjunto: como si el destino hubiera decidido que todo tenía que partir de la capital francesa, el grupito de amigas de Mimi le había comprado los accesorios que necesitaría para hacer de su viaje a la capital francesa patrocinado por sus padres en toda una misión diplomática de estilo. Los regalos habían caído a cuentagotas, más escasos que las personas que nos habíamos sentado a la mesa, pero no por ello menos especiales: un conjunto de vestido de Burberry ante el que Mimi se había detenido con expresión soñadora cada vez que íbamos de compras de un precioso color verde que ya sabíamos que le sentaría de vicio;; una colonia de Miss Dior, unas nuevas puntas para bailar (que a Alec le divirtió ver que destrozaba delante de todas nosotras, que no estábamos acostumbrados a su locura cuando se trataba de amoldar unos zapatos de baile), unos pendientes colgantes con cristales de Swarovski, y, finalmente, un bolso de la marca Coach con forma de frambuesa con el que Mimi llevaba dando la cantinela más de tres meses, desde que se lo encontró de casualidad en Pinterest.
               Alec sonrió, escuchando cómo Mimi discutía acaloradamente con Eleanor sobre el orden en el que tenían que visitar los monumentos para ir conjuntando la ropa para las fotos que se haría, mientras recordaba, igual que lo había hecho yo, cómo las tres habíamos encajado a la perfección en el itinerario de nuestros viajes en común y habíamos combinado nuestro vestuario sin casi esforzarnos, lo cual indicaba la buena sintonía que había entre El, Mimi y yo. Alec se había limitado a dejarse llevar, su lema de vida, pero había disfrutado de ambas cosas. Después de todo, lo tenía todo hecho y también era el único chico del grupo, así que no tenía que preocuparse de coincidir con nadie en ropa.
               No obstante, puede que su sonrisa también tuviera un poco que ver con la mano que tenía entre mis piernas.
               Habíamos salido del iglú sorprendentemente revitalizados después de la tarde que habíamos tenido y ese momento tan intenso en el que casi habíamos terminado discutiendo, pero después del comentario respecto a mi parecido con mi madre sobre una vertiente de mi carácter que yo no debería dejarle que calificara con tanta honestidad, lo cierto es que el ambiente entre nosotros había dejado de ser tan raro y… bueno, había vuelto a ser el de siempre. Tras decidir que teníamos que hablar de lo nuestro, la repentina comprensión de que teníamos libertad para ocuparnos de lo que quisiéramos hasta que no llegara el momento de estar solos nos había impactado a ambos con la fuerza del meteorito que acabó con los dinosaurios.
                Y esa libertad no podía pasar por otra cosa sino por magrearnos.
               Había sido increíble. No recordaba lo bien que me lo pasaba con Alec hasta que no habíamos empezado a besarnos, hasta que sus manos no habían rememorizado todo mi cuerpo, sus labios no habían reclamado hasta mi último aliento y su risa no se había convertido en mi tatuaje preferido en el cuello; entonces, y sólo entonces, con la tranquilidad de saber que tenía todavía muchas horas para disfrutarlo, me había permitido fantasear con tenerlo de para siempre solamente para mí.
               Ni siquiera había culpabilidad en esos pensamientos cargados de lujuria, pues eran fruto del pacto al que habíamos llegado de que no nos acostaríamos hasta que no hubiéramos resuelto la situación. Podíamos besarnos, podíamos mordisquearnos, podíamos magrearnos y hasta casi desnudarnos, pero no podíamos llegar a ese punto de comunión entre nuestros cuerpos en el que todo estaba bien, el mundo cambiaba de eje y éramos el punto de gravedad del otro.
               Alec había estado sospechosamente de acuerdo y dispuesto a aceptar mi proposición, lo cual me hacía sospechar que sabía que me concedería todo lo que yo le pidiera si me tenía desnuda y con las piernas en torno a sus caderas. Lo cual era fantástico, porque yo también estaría totalmente rendida ante él cuando lo tuviera hundido en mí.
               Todo dependería de cuál fuera el primero de los dos en recuperar la suficiente cordura como para decirle al otro “oye, mira, creo que tienes razón y lo mejor será que hagamos lo que tú prefieres”, y sospechaba que aquella no iba a ser yo. Así que habíamos llegado a un pacto de abstinencia muy beneficioso para ambos, sobre todo porque sus términos eran laxos pero estaban bien definidos.
               Nada de penetración ni de sexo oral.
               Permitido todo lo demás.
               Incluida esa mano que tenía entre mis muslos y que me estaba volviendo loca por cómo me acariciaba su pulgar. Yo tenía la vista clavada en su mandíbula, con diferencia mi lugar preferido en el mundo, y me entretenía (e incluso más) viendo cómo se le movía mientras masticaba, distraído.
               -… pero es que si la ropa de invierno que tengo es más fea que la de otoño, tendré que ponerme una camiseta térmica y tratar de aguantar, Eleanor-protestó Mimi, zanjando la pelea que estaban teniendo por cómo pretendía combinar el bolso con un jersey que tenía en casa, si el jersey era demasiado fino.
               -¿Cómo vas a ponerte una camiseta térmica? Ni de broma. Mañana vamos de compras y dejaré caer a algunas marcas que estoy interesada en hacer colaboraciones. Tenemos casi la misma talla.
               -Me va apretar lo que te regalen. Tengo más pecho que tú-le recordó Mimi, y Alec se rió ante la expresión alucinada de Eleanor. A veces se me olvidaba que Mimi cambiaba radicalmente cuando estaba con sus amigas.
               Parece que a Trey no terminaba de disgustarle este cambio que se había obrado en ella, aunque no estuviera para nada acostumbrado a verla tan suelta, levantando la voz si era necesario para hacerse oír entre el alboroto de las demás. Se reía y miraba alrededor, dando sorbos de su vaso de refresco y asintiendo con la cabeza cuando Mimi le enseñaba algo en su móvil, igual que un novio abnegado que sabe que debe darle la razón a su pareja en todo.
               -¿Qué dices? ¡Usamos la misma talla de sujetador! ¡Varias veces te he prestado uno para irnos de fiesta!
               -¡¡Y siempre he estado súper incómoda!!
               -Apuesto a que ves peleas más encarnizadas en la sabana-bromeó Marlene, una de las amigas de Mimi y Eleanor, apoyando la mandíbula en la mano y acodándose en la mesa mientras le ponía ojitos a Alec. Éste cogió otra patata de una bandeja más alejada, de la que las amigas de Eleanor habían dado buena cuenta pero habían dejado un montoncito prudente, y se encogió de hombros.
               -Digamos que lo que llevo viendo en casa toda la vida ha hecho que no me asuste cuando veo a una manada de hienas saltando encima de un elefante. Es, de hecho, menos violento-se encogió de hombros, riéndose cuando Eleanor le chilló a Mimi que retirara lo de que “le había pedido conjuntos lenceros picantes”, roja como un tomate… al igual que Trey.
               Alec me sacó la mano de entre las piernas y yo las crucé, sonriendo al sentir la sensación de su cálida huella todavía entre mis muslos. No había estado lo bastante cerca de mi entrepierna como para hacerme gemir y distraerme, pero sí lo bastante como para entusiasmarme ante las posibilidades que se abrían ante mí igual que un abanico.
               Como compensación, o porque no podía quitarme las manos de encima (o por ambas cosas), me pasó una mano por la cintura y tiró suavemente de mí para acercarme más a él.
               -¿Cómo es lo de dormir al raso? Mimi dice que tenéis tiendas de campaña de las que se montan solas.
               -Las montamos nosotros-explicó-, pero es bastante fácil. Además, el terreno es bastante regular, así que no tenemos tantos problemas como en otras acampadas.
               -¿Qué haces allí, exactamente?-preguntó otra de las amigas de Mimi, Bryce, inclinándose en la mesa para escuchar a Alec por encima del ruido de los gritos de Mimi y Eleanor, que en cualquier momento iban a engancharse de los pelos.
               -Salimos a buscar animales heridos para llevarlos al campamento y curarlos.
               -¡Qué guay!-dijo Marlene.
               -¿Eso no es súper peligroso?-preguntó Bryce con preocupación. Alec se encogió de hombros.
               -Supongo, pero… tengo cuidado-no pudo evitar cruzar una mirada conmigo. Mimi no había dicho nada a sus amigas de que podía quedarse, ni siquiera a Eleanor; de momento, los únicos que sabíamos que le había pedido que se quedara éramos él, ella, y yo, y así pretendíamos que siguiera siendo durante un tiempo. Sólo cuando tuviéramos una decisión definitiva se lo haríamos saber al mundo; mientras tanto, lo más lógico parecía fingir que todo iba a seguir según lo previsto.
               Esperaba que alguien le diera una razón de peso para marcharse, porque todas las que se me ocurrían a mí perdían ante sus ganas de regresar a casa y estar conmigo.
               Pero no era momento de pensar en eso ahora.
               -Tengo razones para tenerlo-murmuró con intensidad, y yo sonreí. Sí, la verdad es que creo que podría sobrevivir a mi culpabilidad si era el precio a pagar por escucharlo hablar así.
               Claro que la causa de la culpabilidad sí que era un precio demasiado alto que puede que no me conviniera considerar siquiera.
               Pero no era momento de pensar en eso ahora.
               -¿Hay mucha gente en el campamento?
               -Bastantes. Unos treinta y pico voluntarios, más los obreros. Más el ejército.
               -¿¡El ejército!?-chilló Bryce-. ¡¡Mimi no nos había dicho nada del ejército!!
               Se me encogió el estómago al pensar en Killian, el soldado asignado al escuadrón de Alec que había dejado de hablarle cuando vino a verme en secreto, desobedeciendo así las órdenes de Valeria y desencadenando todos aquellos castigos que le habían hecho odiar Etiopía, y me revolví en el asiento. Alec lo notó y, ni corto ni perezoso, me recogió con un brazo y tiró de mí hasta hacer que me sentara sobre su regazo.
               -Sí, bueno, es que como hay atentados a veces, pues… están por si acaso. Pero nunca han tenido que intervenir, así que está todo bien.
               -¿Y hay muchos soldados?
               -Unos cuantos. Como se van turnando, y van y vienen, su número varía.
               -¿Y son guapos?-preguntó Bryce con un brillo inteligente en la mirada. Tenía entendido que era de las más ligonas del grupo. Varias de las chicas que oyeron la pregunta soltaron risitas por lo bajo.
               -Alec no va a contestarte a eso, es un tío-escupió Marlene, poniendo los ojos en blanco.
               -Tengo una masculinidad lo suficientemente fuerte como para admitir si otro tío es guapo o no. Supongo que depende de cómo te gusten; a la gente a la que le gustan los nórdicos no le harán especial ilusión…
               -Vamos, que sí-me reí yo-, porque por allí hay más bien del tipo de gente que le gusta a Alec-bromeé, apartándome los rizos de la cara y haciendo un gesto con mi mano abarcando todo mi cuerpo. Las chicas se rieron, y Bryce abrió la boca para preguntar algo más, pero justo en ese momento le trajeron la tarta a Mimi, así que nos tocó ponernos a cantarle el cumpleaños feliz, a hacerle vídeos desde todos los ángulos y a fotografiarla mientras esperaba, muerta de vergüenza, a soplar las velas.
               -¡¡Pide un deseo!!-gritaron sus amigas, y Mimi se recogió el pelo con las manos, levantó un segundo la mirada, pensativa; sonrió, bajó la vista y se inclinó a soplar las velas. Aplaudimos con fuerza y gritamos cuando las velas se apagaron, y Mimi se rió y se dejó caer en su silla, satisfecha.
               Miró a Trey, se sonrojó un poco, le sonrió con timidez, él le devolvió la sonrisa y…
               Se.
               Dieron.
               Un.
               ¡BESO!
               ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡UN BESO EN LOS LABIOS!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
               Sus amigas empezaron a aullar como lobas, totalmente desquiciadas… y yo me entregué a la histeria, ¿por qué no?
               -¡DIOS MÍO!
               -¡QUÉ MONOS!
               -¡MIS PADRES!
               -¡SHIPPEO!
               -¡¡SOY TREYMI SHIPPER!!
               -¡¡QUE VIVA MIMEY!!
               -Parad-pidió Mimi, roja como un tomate, escondiéndose tras su melena y tapándose la cara con las manos. Trey la miraba como si no hubiera nadie más en la habitación, como si estuviera frente a un cuadro rodeado de paredes por lo demás desnudas y blancas. Se mordió el labio, sonrió, y cuando las amigas de Mimi chillaron que se dieran otro, le apartó las manos de la cara y le dio un beso un poco más largo.
               -Por Dios-gimió Alec, negando con la cabeza y bajándome de su regazo-. Esto es como ver pornografía infantil.
               -Pero, ¿¡qué dices, exagerado!?-me reí, dándole un manotazo en el brazo y sintiéndome ligera, joven y feliz por primera vez en mucho tiempo. Cómo echaba de menos esto: una cena alborotada, sin preocupaciones, en la que no existieran ni mis padres, ni mi adopción, ni mi apellido ni sus implicaciones. Sólo la felicidad despreocupada que implica no tener responsabilidades.
                -Es mi bebé-gimoteó, y yo arqueé una ceja y me crucé de brazos.
               -Tu bebé tiene dieciséis años-le recordé, aprovechando que ya nadie nos hacía caso en la mesa, ocupadas como estaban en inmortalizar los besos que se estaban dando Trey y Mimi. Francamente, nunca habría pensado que Mimi podría darse besos con un chico delante de más de dos personas, así que tenía que gustarle muchísimo para prestarse a ser de esta manera el centro de atención.
               -Siempre va a ser mi bebé-suspiró Alec, negando con la cabeza, perdido en unos pensamientos que, sin embargo, confiaba en que yo entendería perfectamente. Después de todo, yo también tenía hermanas pequeñas a las que siempre vería como los bichitos pequeñitos y preciosos que habían sido cuando las vi por primera vez, incluso cuando las tuviera delante como las mujeres poderosas, fuertes y exitosas en que estaban destinadas a convertirse.
               -No estaría vivo si no fuera por ella-reflexionó con la vista clavada en Mimi, anhelante, y yo me volví para mirarlo-. Y mamá tampoco-añadió, tragando saliva.
               Le entendía. Le entendía mejor de lo que podía entenderlo nadie en esa mesa, o en su grupo de amigos, porque sabía que tenía razón. Si no fuera por Mimi, Alec no estaría allí.
               Igual que me pasaba a mí con Scott. Nos unía un vínculo más fuerte y especial que a Shasha y Duna, todo porque su existencia había sido determinante en mi vida, hasta el punto de que yo le debía mi nombre, mi apellido, mi destino. Igual le pasaba a Alec: aunque su nombre era con el que había nacido, era lo único que conservaba de la época de antes de Mimi; su segundo nombre y su apellido, que tan bien sonaba (y, lo admito, también sonaba de cine combinado con mi nombre), no serían los que eran de no haberse quedado Annie embarazada de su hermana.
               Los dos éramos muy conscientes de la constelación de casualidades que brillaba sobre nuestras cabezas, compuesta de tantas estrellas que brillaban justo con la intensidad necesaria para que nosotros fuéramos quienes éramos, y no otras personas… mucha gente creía en el destino como algo inamovible, que fluía en una dirección con decisión, porque la meta, el destino en sí era lo único relevante y lo único con fuerza de atracción, pero… la realidad era que cada parada en el viaje moldeaba ese destino. Cada decisión, por minúscula que fuera, te condicionaba hasta el punto de definir quién eras.
               Eso sólo lo sabíamos él y yo. Por eso podíamos hablar de mi adopción con libertad, por eso podíamos hablar de sus traumas sin miedo, y por eso podíamos planear nuestro futuro con la seguridad que sólo te aporta la sinceridad.
               Él me había convertido en quien era tanto como lo había hecho Scott. Mis casualidades calculadas por Dios pasaban por que yo estuviera allí, sentada en esa mesa, disfrutando de un remanso de paz en la tormenta más violenta que se había desatado nunca, y que tenía que capear…
               … sola.
               Sus casualidades calculadas pasaban también por estar en Etiopía, por crecer, por ser él, por creer en sí mismo. Tantas estrellas apuntaban hacia el sur que no tenía sentido que Alec se quedara atrapado en los vientos del norte; tenía que volar de nuevo a encontrarse con las constelaciones que lo esperaban tras aquellos mantos de nubes esponjosas y ligeras que nada se parecían a las que teníamos en Inglaterra.
               Le cogí la mano y le di un suave apretón, atrayendo así de nuevo su atención. Cuando sus ojos chocolate se posaron en los míos, por un momento la Sabrae que había sido antes de que se marchara y yo descubriera lo que era el auténtico dolor y la sensación de estar perdida revivió dentro de mí. Fui feliz, simple y llanamente. Feliz por el alboroto, feliz por esos pequeños remansos de paz y de silencio; feliz por ser yo, porque ser yo implicaba ser suya. Implicaba ser la protagonista de todas aquellas noches en vela, colgada del teléfono y no pensando en el sueño que tendría al día siguiente. Feliz por saber que el placer que se escondía en mi cuerpo tenía nombre y apellidos, feliz por mis incongruencias, feliz por haber cambiado, feliz por haber dejado que él me cambiara. Feliz por lo bien que sonaba su nombre de mis labios, feliz por lo bien que encajábamos, feliz por que me hubiera escogido a mí para dedicarme esas miradas con las que conseguía que el mundo a mi alrededor desapareciera.
               Feliz por apellidarme Malik, porque ningún apellido sonaba mejor que el mío cuando él lo decía sólo para retarme…
               -Estoy enamorada de ti hasta la última de las moléculas de oxígeno que me corren por la sangre, ¿lo sabes, verdad?
               … ni ningún apellido se combinaría mejor con el suyo que el mío.
               Alec me sonrió, y yo le devolví la sonrisa, aceptando el beso que me dio de buen grado.
               Malik-Whitelaw, pensé para mis adentros, y sonreí un poco más junto a su boca, ignorando totalmente los gritos de las amigas de Mimi ahora que creían que estábamos tratando de competir con la recién formada pareja. Pobrecitas: pensaban de verdad que Trey y Mimi tenían alguna posibilidad.
               No sabían que nos sonreíamos porque sabíamos las ínfimas posibilidades que había de que nos encontráramos, y, aun así, lo habíamos hecho. Y nos habíamos quedado la lado del otro a pesar de todo. Mamá y papá habían perdido a su bebé. Scott había insistido en que me necesitaba. Se había acercado a mi cuna. Me habían llevado a casa. Se había hecho amigo de Alec. Ninguno de los dos se había mudado. Habíamos crecido juntos, orbitándonos como asteroides en confines distintos del sistema solar, y luego como dos estrellas hermanas que ocupaban el centro del universo y alrededor de las cuales giraba todo. Él había aprendido a boxear. Yo había aprendido a hacer kickboxing. Habíamos peleado juntos. Nos habíamos besado. Nos habíamos acostado. Se había tomado su tiempo conmigo y me había hecho desear más. Me había hecho descubrir lo que era el placer, a solas y acompañada. Yo había empezado a querer más. Él había pedido más. Había persistido cuando yo me había resistido. Había sobrevivido de milagro al accidente, y yo había sobrevivido de milagro a su accidente. Habíamos sobrevivido de milagro a nuestras discusiones. Nos habíamos reconciliado. Habíamos puesto nuestro orgullo por detrás de lo que sentíamos. Se había sincerado conmigo. Me había sincerado con él. Me había pedido que le pidiera que se quedara. Le había pedido que se quedara. Le había pedido que se fuera. Él se había ido. Y había vuelto. Una, dos, tres veces.
               Volvería una cuarta, una quinta, una sexta. Estaba escrito. Ésa era nuestra casualidad: mi apellido y el suyo empezaban por la misma letra con orientaciones opuestas, y cuando nos abrazábamos, el puzzle estaba completo.
               Malik. Whitelaw.
               -Lo sé-contestó, y me tomó de la mandíbula para hacer que lo mirara-. Y tú sabes que te quiero con cada rayo de sol que se me posa en la cara, ¿verdad?
               Sonreí. Es dorado, es líquido, se mueve y está vivo, decía que era nuestro amor. Exactamente igual que el sol.
               -Sí. Claro que sí-sonreí, y me dolía el corazón de lo feliz que era. No estaba acostumbrada a serlo así, tan plenamente, tan puramente, tan luminosamente.
               -Bien-contestó Alec, y las chicas se rieron cuando se inclinó y volvió a besarme.
               Pero no estaba “bien”. Oh, no. Estaba muchísimo más que “bien”. Malik-Whitelaw. Acababa de encontrar mi canción. Después de todo el ruido, de todos los vaivenes, del miedo escénico… se había levantado el telón, se había encendido el foco, y estaba sonando por fin mi canción.
               No iba a desaprovechar ni una sola de sus notas.
                


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1 comentario:

  1. Bueno empezar diciendo que estoy adorando esta temática de meter momentos culturales de la vida real como referencias en la novela. Primero fue Pedro y ahora Polin. Te amo.
    Continuo diciendo que me he querido morir de pena al principio del capítulo cuando cambia la narración y estan ambos consecutivamente diciendo “soy lo peor, soy una basura”. Esta trama me tiene genuinamente tristísima porque me parece tan real y compleja que creo que es imposible no empatizar.
    Me parte el corazón saber también que al final Saab convencerá a Alec de irse porque esta claro que él se ira recitente pero estoy deseando ver como se sucede la conversación y me alegra que hayan acordado esperar a hablar largo y tendido para tener la conversación decisiva. Me pregunto tmb como se llegara al momento de Sabrae yendo a Etiopia, es sin duda una de mis mayores comeduras de cabeza con la serie a corto plazo.
    Sigo comentando tmb el momento de Trey y Mimi y que me muero de amor me parece monísimos. Estaba shippando tremendamente hasta que has puesto ese momento final y los de siempre lo han eclipsado. Me he derretido con esos diálogos finales. Estoy deseando leer el siguiente.

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