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La casa estaba impregnada del delicioso aroma de Alec a pesar de que era la segunda vez que la visitaba; o puede que fuera su camisa alrededor de mi torso lo que lo empapaba todo de ese dulce olor a él que me haría ir gustosa al infierno con tal de seguir disfrutándolo.
Me había despertado hacía un ratito, y sólo después de permitirme unos minutos contemplando a mi novio durmiendo a mi lado, completamente desnudo, con el pelo alborotado y los restos de mi maquillaje aún tiznándole el rostro como al modelo del cuadro más hermosos jamás creado, había recordado que mi cuerpo no sólo le pertenecía a él, sino también a mí, y como tal tenía necesidades. Por supuesto, de la más urgente y profunda estaba más que saciada, incluso cuando jamás llegaría a satisfacerme del todo, así que quedaban las demás: cerrada ya aquella herida que rugía cada vez que abría los ojos y sólo tenía sus videomensajes para consolarme, sin ninguna perspectiva de poder estrecharlo entre mis brazos y recordar que el invierno siempre tenía un final gracias a su calor corporal, ahora volvía a las necesidades de todo ser vivo: hambre, sed, sueño, ganas de ir al baño. Me había levantado sigilosamente, escurriéndome entre las sábanas como la vulgar ladrona que era, pues nos estaba robando a ambos unos valiosísimos momentos juntos, y, tras consentirme de nuevo recogiendo su camisa del suelo y abotonándome tan sólo tres botones justo sobre mis pechos, había salido de la habitación, cerrado la puerta y me había ido al baño.
Me había enamorado de la chica que me devolvió la mirada desde el espejo, una chica que perfectamente podría abrir los desfiles de Victoria’s Secret con el sujetador más caro del mundo de tan hermosa como la hacía su felicidad. Tenía los restos de lo que había hecho la noche anterior con Alec por todo el cuerpo: los labios todavía un poco doloridos por sus besos y sus mordiscos, marquitas en el cuello, los hombros y la clavícula por cómo me había devorado mientras se hundía en mí; el pelo alborotado, de tantas veces como me lo habíamos apartado de la cara para poder seguir besándonos o mirándonos a los ojos, fortaleciendo así nuestra conexión con contacto visual; y un brillo en la mirada que hacía mucho que se había apagado, como en un eclipse de varios meses de duración en el que incluso las plantas más acostumbradas a la oscuridad empiezan a marchitarse por la desesperanza.
Volvía a ser la Sabrae que más me gustaba, la Sabrae de Alec. Y esa Sabrae estaba tan contenta de estar de vuelta que todo lo demás pasaba a un segundo plano. Había abierto las cortinas del piso para dejar que el sol bañara las habitaciones, y me había encontrado entonces con que las mariposas que sentía en el estómago no se debían sólo a lo cerca que tenía a mi chico, sino también al tiempo que habíamos dormido.
Así que crucé la casa en dirección a la cocina, presta a saciar ese apetito para poder centrarme de nuevo en el otro. Abrí la nevera y me puse de puntillas para coger los huevos del estante en que los habíamos dejado anoche, junto con la mermelada de arándanos, el queso de untar, el beicon y los briks de leche. También nos habíamos acordado de coger unas naranjas que descansaban en el frutero sobre la mesa, pero hasta que el desayuno no estuviera listo y yo fuera a despertar a Alec no me pondría a prepararlo. El pobre necesitaba dormir, y después de lo bien que se había portado anoche, permitiéndome mi propio momento de lucidez en el que convertimos la paradita técnica en el supermercado en una compra exprés, se merecía que yo fuera benevolente con él.
Había bufado y resoplado y gruñido que no le importaba poner el despertador para bajar a comprar al supermercado de la esquina en el edificio del piso de mis padres para que pudiéramos subir antes y seguir con nuestra fiesta de dos, pero yo le había cogido de la mano y había tirado de él para alejarlo de la sección de higiene personal, a la que habíamos ido en busca de preservativos y en la que también habíamos terminado cogiendo un par de geles para jugar.
Me había seguido con docilidad por los pasillos mientras yo trotaba sobre mis sandalias, que a esas alturas deberían estar matándome y sin embargo apenas me molestaban, gracias a lo bien que estaba yendo la noche, para pasar a tomarme la delantera y cargar con todo lo que yo le decía que podíamos necesitar. Lo había metido a toda velocidad en la bolsa que nos tendió una cajera que nos miró con una ceja alzada, juzgándonos a ambos por ser una de las causas por las que tenía que trabajar a altas horas de la noche en lugar de estar por ahí de fiesta con sus amigas, y me había cogido de la mano y arrastrado fuera del supermercado tan rápido que yo sólo había podido reírme.
Sólo recordaba cómo nos habíamos metido nosotros en la cama; ni idea de cómo habíamos metido las cosas en la nevera, pero no iba a dedicar ni un minuto de mi tiempo a preocuparme por las minucias de la rutina de pareja conviviente en que nos estábamos embarcando.