domingo, 23 de junio de 2024

El país en la habitación.


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¿Cómo iba a no hacerlo? Estaba tan preciosa que no tenía escapatoria; le concedería todos sus deseos, incluso si supusieran la destrucción de ambos. Mi existencia apenas me importaba, más allá de lo necesario que me había vuelto para su felicidad; pero, por lo demás, yo no tenía nada de valioso más allá de lo que le sirviera a Saab.
               Estaba arrebatadora, con mi camisa y mis besos por todo su cuerpo. No podía no decirle lo que me había pasado en Etiopía.
               -Ni siquiera sé por dónde empezar-confesé, encogiéndome de hombros mientras me pasaba una mano por el pelo y la dejaba caer a mi lado. Sabrae se relamió los labios, paciente, y me miró con la ternura e inocencia de un corderito que no sabe que va a ser sacrificado al día siguiente para la salvación de toda una nación, y que simplemente está disfrutando de una preciosa noche en el campo junto a su madre-. Seguramente soy un estúpido por pensar que no tenías razón con respecto a mis encantos, y que Valeria no iba a doblegarse a lo que yo quisiera, pero… bueno, todo es distinto desde que volví hace tres semanas. Es como si el campamento estuviera esperando, dormido, a que algo pasara, y no lo supiera nadie hasta que no ha pasado. Las mujeres…-se me quebró la voz, y Sabrae me cogió de la mano y besó la unión de nuestros nudillos, la frontera más pacífica que hubiera conocido la historia-. Estaban ansiosas por que regresara para darme un montonazo de cosas. Por supuesto, no es que me interese lo que quieran darme, ni nada por el estilo. Es decir, lo agradezco un montón, pero… no salvé a ese niño pensando en que fueran a darme algún tipo de retribución. Lo hice porque era lo correcto, Saab-dije, clavando los ojos en ella, deseando que en mi mirada viera todo lo que yo había tratado de rechazar de mis demonios. Sabía que en mis momentos más bajos mis demonios regresarían para decirme que siempre había pensado en las consecuencias que tendría lo que había hecho, que nadie se lanza de cabeza en un pozo por un niño que no conoce en un país en el que nadie habla su lengua, y que yo no me merecía la gratitud de aquellas mujeres porque mi hazaña no había sido desinteresada. Sabía que puede que hubiera gente en el voluntariado que pensara eso mismo, aunque no se atrevieran a decírmelo porque ahora me había vuelto una especie de “protegido” de Valeria, y era claramente su ojito derecho.
               Sabía que el tío que Sabrae había creído hasta hacía un año que era, y el resto de Londres todavía lo pensaba, seguramente habría salido del pozo con una chulería mal disimulada, porque no había nada que le gustara más que hacerse el héroe. Los regalos de las mujeres encajaban demasiado bien con la máscara que había llevado puesta durante tanto tiempo que bien podría haberse convertido en mi personalidad real.
               Desde luego, habría sido así si no fuera por Saab.
               -Aun así, creo que mi pequeña intervención ha tenido sus ventajas. Quiero decir, más allá de que el niño ahora está vivito y coleando, evidentemente. Incluso aunque hay veces que pienso que es una molestia que se toman por alguien que no se la merece, porque cualquier persona decente habría hecho lo mismo que hice yo…
               -¿Te refieres a saltar al pozo?-preguntó Sabrae, y yo me relamí los labios y asentí con la cabeza.
               -Sí.
               -Creo que sigues subestimando tu propia bondad, Al. Seguro que no eras el que más cerca estaba del pozo cuando el pequeño se cayó, y sin embargo tú eres el único que saltó-murmuró, acariciándome la mandíbula con gesto distraído. Tenía los ojos brillantes, con una luz que hacía mucho tiempo que no veía en ellos, y me rompió el corazón identificarla como el bien raro y escaso en que se había convertido, pues aquella luz era su felicidad.
               Estaba feliz y a salvo en aquella habitación, disfrutando de mi compañía y de no tener que preocuparse por nada más que escucharme con atención e imaginarme en todos aquellos recuerdos bonitos que injustamente había creado sin ella. Aun así, yo no podía mirar a Etiopía con ningún rencor en ese aspecto, no cuando las últimas tres semanas me habían dado tanto.
               A mi ausencia, tal vez, pero a Etiopía no.
               Al menos, de momento. No hasta que Saab no me dijera qué tal había sido su periodo de prueba.
               -Creo que fui el más rápido en saltar-respondí, encogiéndome de hombros y capturando su mano con la mía-. Pero estoy seguro también de que no habría sido el único.
               -Pero sí el primero-respondió, besándome la palma de la mano y acomodándose de nuevo sobre la almohada, recordándome a todas las pinturas de las vírgenes de pelo dorado y piel nívea a las que les habían dado esos atributos precisamente porque si las pintaban como era Sabrae, todos los creyentes se volverían locos ante su belleza-. Sigue.
               Carraspeé y continué con mi relato.
               -Cuando llegué y vi la montaña de frutas que habían dejado en mi cama, no me lo podía creer. Y tampoco me podía creer que los demás hubieran aguantado sin asaltar la oficina de Valeria para pedirle explicaciones, pero después de que yo llegara, todo se vino abajo como un castillo de naipes. Pero en el buen sentido. Valeria decidió ser sincera con todos ellos, decirles lo que les había pasado a las mujeres, y les aseguró que el que se las hubiera mantenido en secreto no tenía nada que ver con ellos. Les dio la opción de unirse a mí para ayudarlas como pudiéramos y todos aceptaron.
               »Y, si te soy sincero, creo que ha sido para mejor. Visto en retrospectiva, me parece que…-tragué saliva, atragantándome de nuevo con mis palabras. Cómo no, en presencia de Sabrae llegaba a confesar cosas que ni siquiera me había permitido plantearme estando lejos de ella. Jamás había dicho esto en voz alta, jamás se lo había insinuado siquiera a Luca o a Perséfone.
               Pero me di cuenta en ese momento, cuando la verdad se aferró con uñas y dientes a mi garganta, de que creía que todo lo que yo había sufrido había merecido la pena. Si no me hubiera escapado para ayudar a Sabrae y luchar por ella, Valeria no me habría castigado impidiéndome volver a la sabana, no habría pasado tanto tiempo en el santuario y puede que no habría estado allí cuando el niño se cayó al pozo, así que no habría sido yo el que lo hubiera salvado (al contrario que mi chica, yo estaba convencido de que los soldados o mis compañeros de la cuadrilla de constructores habrían impedido que al pequeño le pasara una desgracia, pero yo había sido tan impulsivo que no les había dado la opción a demostrar mi teoría), las mujeres no me habrían estado agradecidas y no habrían salido del santuario para demostrármelo, así que mis compañeros no habrían descubierto la verdad y habríamos continuado separados hasta el final de nuestra estancia. Todo seguiría igual, con una firme separación entre ambos campamentos y el consiguiente aislamiento de las mujeres.
               Entendía a Valeria. Entendía que quisiera protegerlas mejor que nadie, créeme.

domingo, 16 de junio de 2024

El infierno que disfrutar.


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Cada paso en dirección a la cocina era una punzada de dolor que me ascendía por las piernas; pero nunca había sido más feliz. Me dolían los pies, los gemelos, los muslos, el hueco entre mis piernas, el vientre, los hombros, las muñecas y el cuello, pero era un dolor bien recibido, un dolor que celebraría cada día de mi vida en que tuviera la gran suerte de sentirlo.
               La casa estaba impregnada del delicioso aroma de Alec a pesar de que era la segunda vez que la visitaba; o puede que fuera su camisa alrededor de mi torso lo que lo empapaba todo de ese dulce olor a él que me haría ir gustosa al infierno con tal de seguir disfrutándolo.
               Me había despertado hacía un ratito, y sólo después de permitirme unos minutos contemplando a mi novio durmiendo a mi lado, completamente desnudo, con el pelo alborotado y los restos de mi maquillaje aún tiznándole el rostro como al modelo del cuadro más hermosos jamás creado, había recordado que mi cuerpo no sólo le pertenecía a él, sino también a mí, y como tal tenía necesidades. Por supuesto, de la más urgente y profunda estaba más que saciada, incluso cuando jamás llegaría a satisfacerme del todo, así que quedaban las demás: cerrada ya aquella herida que rugía cada vez que abría los ojos y sólo tenía sus videomensajes para consolarme, sin ninguna perspectiva de poder estrecharlo entre mis brazos y recordar que el invierno siempre tenía un final gracias a su calor corporal, ahora volvía a las necesidades de todo ser vivo: hambre, sed, sueño, ganas de ir al baño. Me había levantado sigilosamente, escurriéndome entre las sábanas como la vulgar ladrona que era, pues nos estaba robando a ambos unos valiosísimos momentos juntos, y, tras consentirme de nuevo recogiendo su camisa del suelo y abotonándome tan sólo tres botones justo sobre mis pechos, había salido de la habitación, cerrado la puerta y me había ido al baño.
               Me había enamorado de la chica que me devolvió la mirada desde el espejo, una chica que perfectamente podría abrir los desfiles de Victoria’s Secret con el sujetador más caro del mundo de tan hermosa como la hacía su felicidad. Tenía los restos de lo que había hecho la noche anterior con Alec por todo el cuerpo: los labios todavía un poco doloridos por sus besos y sus mordiscos, marquitas en el cuello, los hombros y la clavícula por cómo me había devorado mientras se hundía en mí; el pelo alborotado, de tantas veces como me lo habíamos apartado de la cara para poder seguir besándonos o mirándonos a los ojos, fortaleciendo así nuestra conexión con contacto visual; y un brillo en la mirada que hacía mucho que se había apagado, como en un eclipse de varios meses de duración en el que incluso las plantas más acostumbradas a la oscuridad empiezan a marchitarse por la desesperanza.
               Volvía a ser la Sabrae que más me gustaba, la Sabrae de Alec. Y esa Sabrae estaba tan contenta de estar de vuelta que todo lo demás pasaba a un segundo plano. Había abierto las cortinas del piso para dejar que el sol bañara las habitaciones, y me había encontrado entonces con que las mariposas que sentía en el estómago no se debían sólo a lo cerca que tenía a mi chico, sino también al tiempo que habíamos dormido.
               Así que crucé la casa en dirección a la cocina, presta a saciar ese apetito para poder centrarme de nuevo en el otro. Abrí la nevera y me puse de puntillas para coger los huevos del estante en que los habíamos dejado anoche, junto con la mermelada de arándanos, el queso de untar, el beicon y los briks de leche. También nos habíamos acordado de coger unas naranjas que descansaban en el frutero sobre la mesa, pero hasta que el desayuno no estuviera listo y yo fuera a despertar a Alec no me pondría a prepararlo. El pobre necesitaba dormir, y después de lo bien que se había portado anoche, permitiéndome mi propio momento de lucidez en el que convertimos la paradita técnica en el supermercado en una compra exprés, se merecía que yo fuera benevolente con él.
               Había bufado y resoplado y gruñido que no le importaba poner el despertador para bajar a comprar al supermercado de la esquina en el edificio del piso de mis padres para que pudiéramos subir antes y seguir con nuestra fiesta de dos, pero yo le había cogido de la mano y había tirado de él para alejarlo de la sección de higiene personal, a la que habíamos ido en busca de preservativos y en la que también habíamos terminado cogiendo un par de geles para jugar.
               Me había seguido con docilidad por los pasillos mientras yo trotaba sobre mis sandalias, que a esas alturas deberían estar matándome y sin embargo apenas me molestaban, gracias a lo bien que estaba yendo la noche, para pasar a tomarme la delantera y cargar con todo lo que yo le decía que podíamos necesitar. Lo había metido a toda velocidad en la bolsa que nos tendió una cajera que nos miró con una ceja alzada, juzgándonos a ambos por ser una de las causas por las que tenía que trabajar a altas horas de la noche en lugar de estar por ahí de fiesta con sus amigas, y me había cogido de la mano y arrastrado fuera del supermercado tan rápido que yo sólo había podido reírme.
               Sólo recordaba cómo nos habíamos metido nosotros en la cama; ni idea de cómo habíamos metido las cosas en la nevera, pero no iba a dedicar ni un minuto de mi tiempo a preocuparme por las minucias de la rutina de pareja conviviente en que nos estábamos embarcando.

lunes, 10 de junio de 2024

Premio, castigo, redención y tentación.


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Joder, pero qué bien sentaba estar de vuelta. Ya no recordaba lo sana que era la sensación de pertenencia, lo liberadora, desde que me había separado de mis amigos y había convertido mis rutinas de los viernes y los sábados por la noche en algo del pasado. Era como si todo fuera mucho más luminoso; las canciones, mejores (y eso que estaban sacadas directamente de una lista de canciones que Jordan había preparado meticulosamente siguiendo las instrucciones de mi hermana); la gente, más maja.
               Era como si mi vida realmente hubiera sido todo lo que los demás habían creído que era desde fuera, como si respirara el motivo de que todos los tíos de la ciudad me tuvieran envidia. Como si realmente hubiera nacido para ser la puta hostia y el protagonista de todas las historias en las que me cruzaba.
               Y todo porque había entrado en la discoteca de los padres de Jordan cogido de la mano de Sabrae, que resplandecía como una estrella radiante en lo más alto del firmamento. Después de la cena con las amigas de Mimi habíamos hecho una parada rápida en casa de Taïssa, que quedaba de camino desde el restaurante en el que habíamos cenado, y Saab se había esmerado en hacer que el tiempo que había pasado lejos de mí se quedara encerrado en lo más profundo de nuestra memoria arreglándose para la ocasión. Pasara lo que pasara, aquella noche iba a ser memorable: puede que no hubiera sexo de por medio, pero sin duda iba a ser especial. Estábamos decididos a comportarnos como si todo fuera genial en nuestras vidas, como si estuviéramos llevando la mar de bien eso de habernos separado y todo el mundo hubiera estado esperando a que nos juntáramos de nuevo aguantando la respiración.
               Le había pedido a Taïssa que fuera a buscar a su casa un vestido holográfico morado que relampagueaba en la pista de baile cada vez que se movía; se había pintado los párpados con sombra de ojos morada, se había delineado la mirada hasta tenerla como la de una diosa egipcia en el negro más oscuro que se había inventado nunca, y llevaba los rizos sueltos, brincando a su alrededor y enmarcándole una cara que debería tener un Máster específico en las facultades de Bellas Artes. Tenía los labios más apetecibles del mundo, resaltados con un gloss transparente que yo no me había cansado de besar y que ella se había tenido que aplicar un millón de veces desde que salimos de casa de Taïssa, y unos pendientes de aro con brillantes le hacían compañía a los colgantes con mi inicial y el elefantito que le había regalado y que siempre llevaba.
               Joder, estaba espectacular. No me extrañaba que todos los presentes, un mar de caras conocidas en las que no había vuelto a pensar desde que me marché de Londres, nos hubieran hecho el pasillo y se hubieran puesto a aplaudir cuando nos vieron entrar, a Sabrae contoneándose sobre unos zapatos de tacón dorados que le iban a doler horrores en unas horas, y yo con mi brazo en su cintura como el premio que era a la hazaña que había supuesto conquistarla.
               -Ahora entiendo por qué haces tan a menudo lo de llegar tarde. Cuanta más gente te espera, más gente te aplaude, ¿verdad?
               -Ni que te hubiera tenido esperándome ni una sola vez de las que quedamos, nena-ronroneé, dándole una palmada en el culo y disfrutando de la risa musical que ese gesto le arrancó-. Aunque tengo que confesar que esto no suele ser lo habitual. No suelen aplaudirme cuando estoy tan vestido, ni suelen hacerlo con las manos.
               Sabrae se volvió a reír, me cogió de a mandíbula y me estampó un sonoro beso en los labios. Se separó de mí lo justo para mirarme a los ojos unos instantes que a mí se me hicieron cortísimos, pero que sabía que eran eternos para todos los que nos miraran, porque nadie podía tener lo que teníamos nosotros. Sabrae sonrió un poco más, y yo me descubrí imitándola en el reflejo de sus ojos. Volvió a acercarse y me dio otro beso, éste más calmado y profundo.
               Suspiró cuando le quité el abrigo de pelo blanco, tan suave que la hacía parecer una emperatriz de Rusia recién salida de una larga travesía por Siberia, y se colgó del brazo que tenía libre mientras yo lo colocaba sobre el mostrador del guardarropa que los padres de Jordan habían abierto para la ocasión. No habían reparado en gastos ni escatimado en detalles para hacer que el cumpleaños de mi hermana fuera de lo más memorable, y aunque sabía que no me aceptarían ni el más mísero penique, tenía pensado devolverles el favor con creces.
               Ni siquiera pensé en lo que suponía que todo el mundo se estuviera tomando tantas molestias en convertir esta noche en la más perfecta que hubiéramos tenido, como si quisieran olvidar lo mal que lo estábamos pasando todos por culpa mía. Ahora, lo único que importaba era pasárnoslo ver.
               Saab y yo nos habíamos prometido que disfrutaríamos de la noche al máximo; no íbamos a meternos en cómo decidiríamos pensar en ella para exprimirle hasta la última gota: ambos sabíamos que ella pensaría en la noche que teníamos delante como la última antes de que yo me marchara de nuevo a Etiopía; y yo, como si fuera el principio de una vida de lo más excitante.               No me resultó difícil no corregir a ninguno de mis conocidos y amigos más lejanos cuando se acercaron a decir que me echaban mucho de menos y que se alegraban de verme de vuelta, aunque sólo fuera por unos días. No me apetecía sacar a nadie de su error, no sin antes hablarlo con Sabrae, y no iba a meternos de nuevo en esa espiral de preocupación y ansiedad en la que nos habíamos lanzado de cabeza en los iglús. Todo estaba zanjado. Todo estaba en pausa.

miércoles, 5 de junio de 2024

Ya no éramos tan jóvenes cuando te vi por primera vez.

Corría el año 2009 y yo estaba en mi habitación, en la que mi colección de peluches era un poco más modesta que ahora y todavía tenía televisión para antes de acostarme. Recuerdo que hacía sol ese día y que tenía mi Nokia con cámara (un diseño que no van a igualar por mucho que lo intentaran, porque no había nada más dramático que colgar deslizando la pantalla hacia el teclado) preparado para capturar cualquier imagen que saliera de mi actor favorito del momento, ése en torno al que construí toda mi personalidad online durante mi adolescencia. Entonces, Shakira y Taylor Lautner anunciaron que Taylor Swift acababa de ganar un premio al que estaba nominada por You belong with me. En la pantalla de mi pequeño Nokia se escucha entonces a una cría cantar (o intentarlo) el estribillo de la canción, una que sentía incluso aunque yo no hubiera tenido aún un chico que me gustara y que me hiciera entender exactamente sobre qué hablaba Taylor en ese momento.
               Aquel fue uno de mis primeros contactos con el mundo de los fandoms y con el de las actuaciones en directo; You belong with me y Love story, las miembros honoríficos del selecto club de canciones que entraron en la primera tanda de mi reproductor de mp3, que en vez de ser plano tenía la forma de la pila que había que ponerle para poder transportarme a Estados Unidos para ponerme música que no entendía de fondo mientras leía.
               Aunque yo nunca me he considerado una Swiftie porque me falta la base de los conocimientos de la vida privada de Taylor que me permitan comprender mejor sus canciones o no me absorbe su música hasta el punto de que sea la única que me apetece escuchar, para mí Taylor siempre ha estado ahí. Ha sido una incondicional de mis listas que fue creciendo y madurando conmigo (o, más bien, yo con ella) y que, en algunos momentos, incluso supo exactamente qué era lo que necesitaba y me lo dio con esa generosidad que sólo tienen los cantantes: ¿necesitaba perfección pop? Aquí estaba 1989. ¿Iba a tener más adelante una época un poco más de chica mala? reputation al rescate. Sus discos más famosos, al menos hasta el confinamiento, se cosieron a los pliegues de mi alma y se han negado a marcharse de ahí no importa lo fuerte que sople el viento.
               No había considerado siquiera que el verla en directo fuera un sueño a cumplir, porque hasta hace unos años creía que los conciertos necesitaban mucha más conexión con el artista, hasta que no vi en Netflix la gira de reputation y me lamenté profundamente de no haber estado allí, de no haber apreciado las canciones más “alegres” o “menos serias” de reputation en su momento hasta el punto de pensar en irme a otro país para verla. Por suerte para mí (y por desgracia para ella), creo que influyó mucho que a Taylor le robaran la obra de su vida y decidiera reclamarla haciendo una gira en la que, incluso con 34 años, podría salir con los brazos pintados con letras de sus canciones hablando de lo mucho que puede disfrutarse luchando contra dragones.
               Con The Eras Tour he tenido una segunda oportunidad que yo no sabía que necesitaba; cierto es que no me parece que haya sido el concierto de mi vida, como sí que veo que ha sido para mucha gente por la que me alegro profundamente, pero por una sencilla razón: Taylor, a pesar de encabezar la lista de artistas omnipresentes en las canciones que yo escucho, poco a poco se está alejando de mí, o puede que yo de ella. O puede que 1989 y reputation fueran unas excepciones de obsesión en una carrera que por lo demás a mí siempre va a gustarme, pero que sólo me apasiona en momentos más bien puntuales. Por supuesto, eso está bien. En cada disco siempre tiene un regalo para mí que, además, es tan amable de interpretar en sus conciertos: me pasa con Karma y me pasa con I Can Do It With A Broken Heart (aunque siempre me dolerá la pérdida de the one o the last great american dynasty). Es cierto que al volver del concierto tenía una sensación de un poco de desilusión, ya que los discos que menos me gustan de ella son precisamente los que cierran el espectáculo, y al final, no puedes evitar que la última impresión sea de las más definitorias. Aun así, a medida que han ido pasando los días, he ido valorando más y más el total del concierto y no tanto su final, porque un mal postre no puede estropear una muy buena comida. Y, en cierto sentido, así siento que ha sido The Eras para mí: el concierto en sí estuvo genial, ella estaba guapísima y decidió bendecirnos con el body más bonito de Lover; Wildest dreams fue un regalo y el set de reputation, una reconciliación con la Erika de 21 años que no podía dejar de imaginarse cómo sería la actuación que sus personajes harían de Look What You Made Me Do. Como dice en 22, se sintió como una de esas noches en las que no vas a dormir; pero, al contrario de lo que ella cantó allá por 2012, sabes que te lo vas a pasar bien y que, durante 3 horas y media, no va a haber problemas.
               Pero es que además está todo lo que se sale de la música: mis cuerdas vocales haciéndome daño cuando reconocí Snow on the beach después de que mis amigas me dijeran un montón de veces que esta canción era “sí, sí”; la absoluta locura que fue el “ni de coña” de Kam, y mis gritos de “que viene, que viene” cuando se acercaba al final de la pasarela, donde estábamos nosotras; el ambiente, la ropa, el hobby que he descubierto haciendo pulseras… por un instante, Madrid fue mi espacio seguro, en el que reinaba la amabilidad y podía reconocer lo que tenía en común con alguien simplemente al verlo por la calle: eran las ganas de pasárnoslo bien, de disfrutar, de reconectar con esos críos de 11, 12, 13 años que éramos cuando Taylor salía en la Mtv, todo rizos dorados y un amor tan visible como intenso, hasta el punto de resultar desgarrador. La verdad es que lo disfruté; sí, disfruté cada momento del concierto mientras sentía que me pertenecía, aunque me hubiera gustado que no se hubieran perdido por el camino canciones anteriores, que ya no van a tener oportunidad de volver a sonar en directo (ay, Dios, mi pobre Long Live) en detrimento de otras que apenas tienen meses. Ahí sí que creo que Taylor se equivocó, porque podría haber hecho un tour independiente de su último disco (o de los últimos dos), y dejarnos la nostalgia intacta. Un así… he escuchado Don’t Blame Me en directo; así que tampoco me siento cómoda para quejarme. Me regaló mi canción preferida en directo y la oportunidad de cantarla a pleno pulmón; una segunda oportunidad que no podía desaprovechar, fuera en Lisboa o fuera en Madrid; fuera rodeada de españolas o de estadounidenses.
               The Eras ha sido algo que me ha encantado vivir, y no me arrepiento ni de haber gastado el dinero que me gasté ni tampoco de cómo me preparé, tanto con las pulseras como antes de salir del hotel. Si acaso, puede que me hubiera trabajado un poco más el outfit, pero las maletas y las prisas son traicioneras y a veces tienes que capear el temporal como te vienen dadas. ¿Repetiría el futuro? Pensándolo en frío, y aunque lo disfruté muchísimo, diría que no; pero porque soy consciente de que esto ha sido una oportunidad única que es muy posible que no se repita, y que se han alineado los astros para que escuche mis dos discos preferidos en directo cuando ya están a la mitad de la discografía. Ya casi nadie hace esto.
               Suerte que Taylor Swift, que tiene la ambición casi tan afilada como su pluma, no tenga miedo de destacar, ni le importe tampoco gritar sus puentes más antiguos con la misma intensidad con la que lo hace con los nuevos. Suerte que estuve allí y escuché su “hola”, suerte que fui un puntito de luz multicolor contribuyendo a crear un mar danzarín arcoíris, suerte que me pude dejar la voz gritando sobre estar borracha en la parte trasera de un coche no habiendo bebido jamás o de ser una drogadicta del amor de un novio que ni siquiera tengo. Suerte que en esto sigamos coincidiendo, y suerte que mi Nokia pudo grabarnos a ambas en nuestro primer dueto hace casi quince años.
               Suerte que, aunque ya no éramos tan jóvenes cuando nos vimos por primera vez, siga pudiendo cerrar los ojos y verme de nuevo ahí, con los brazos atestados de pulseras y la purpurina como una nueva capa de mi piel. Para que luego haya gente que le tiene miedo al número 13.
               Así que, Taylor… muchas gracias por esta oportunidad. Seguiremos encontrándonos en mi cabeza, en pinceladas de tres minutos en mi rutina; no te prometo que te esperaré en la ventana, pero creo que, después de lo que hemos pasado juntas, al contrario de lo que le pasa a Peter, yo no voy a apagar la luz.