domingo, 16 de junio de 2024

El infierno que disfrutar.


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Cada paso en dirección a la cocina era una punzada de dolor que me ascendía por las piernas; pero nunca había sido más feliz. Me dolían los pies, los gemelos, los muslos, el hueco entre mis piernas, el vientre, los hombros, las muñecas y el cuello, pero era un dolor bien recibido, un dolor que celebraría cada día de mi vida en que tuviera la gran suerte de sentirlo.
               La casa estaba impregnada del delicioso aroma de Alec a pesar de que era la segunda vez que la visitaba; o puede que fuera su camisa alrededor de mi torso lo que lo empapaba todo de ese dulce olor a él que me haría ir gustosa al infierno con tal de seguir disfrutándolo.
               Me había despertado hacía un ratito, y sólo después de permitirme unos minutos contemplando a mi novio durmiendo a mi lado, completamente desnudo, con el pelo alborotado y los restos de mi maquillaje aún tiznándole el rostro como al modelo del cuadro más hermosos jamás creado, había recordado que mi cuerpo no sólo le pertenecía a él, sino también a mí, y como tal tenía necesidades. Por supuesto, de la más urgente y profunda estaba más que saciada, incluso cuando jamás llegaría a satisfacerme del todo, así que quedaban las demás: cerrada ya aquella herida que rugía cada vez que abría los ojos y sólo tenía sus videomensajes para consolarme, sin ninguna perspectiva de poder estrecharlo entre mis brazos y recordar que el invierno siempre tenía un final gracias a su calor corporal, ahora volvía a las necesidades de todo ser vivo: hambre, sed, sueño, ganas de ir al baño. Me había levantado sigilosamente, escurriéndome entre las sábanas como la vulgar ladrona que era, pues nos estaba robando a ambos unos valiosísimos momentos juntos, y, tras consentirme de nuevo recogiendo su camisa del suelo y abotonándome tan sólo tres botones justo sobre mis pechos, había salido de la habitación, cerrado la puerta y me había ido al baño.
               Me había enamorado de la chica que me devolvió la mirada desde el espejo, una chica que perfectamente podría abrir los desfiles de Victoria’s Secret con el sujetador más caro del mundo de tan hermosa como la hacía su felicidad. Tenía los restos de lo que había hecho la noche anterior con Alec por todo el cuerpo: los labios todavía un poco doloridos por sus besos y sus mordiscos, marquitas en el cuello, los hombros y la clavícula por cómo me había devorado mientras se hundía en mí; el pelo alborotado, de tantas veces como me lo habíamos apartado de la cara para poder seguir besándonos o mirándonos a los ojos, fortaleciendo así nuestra conexión con contacto visual; y un brillo en la mirada que hacía mucho que se había apagado, como en un eclipse de varios meses de duración en el que incluso las plantas más acostumbradas a la oscuridad empiezan a marchitarse por la desesperanza.
               Volvía a ser la Sabrae que más me gustaba, la Sabrae de Alec. Y esa Sabrae estaba tan contenta de estar de vuelta que todo lo demás pasaba a un segundo plano. Había abierto las cortinas del piso para dejar que el sol bañara las habitaciones, y me había encontrado entonces con que las mariposas que sentía en el estómago no se debían sólo a lo cerca que tenía a mi chico, sino también al tiempo que habíamos dormido.
               Así que crucé la casa en dirección a la cocina, presta a saciar ese apetito para poder centrarme de nuevo en el otro. Abrí la nevera y me puse de puntillas para coger los huevos del estante en que los habíamos dejado anoche, junto con la mermelada de arándanos, el queso de untar, el beicon y los briks de leche. También nos habíamos acordado de coger unas naranjas que descansaban en el frutero sobre la mesa, pero hasta que el desayuno no estuviera listo y yo fuera a despertar a Alec no me pondría a prepararlo. El pobre necesitaba dormir, y después de lo bien que se había portado anoche, permitiéndome mi propio momento de lucidez en el que convertimos la paradita técnica en el supermercado en una compra exprés, se merecía que yo fuera benevolente con él.
               Había bufado y resoplado y gruñido que no le importaba poner el despertador para bajar a comprar al supermercado de la esquina en el edificio del piso de mis padres para que pudiéramos subir antes y seguir con nuestra fiesta de dos, pero yo le había cogido de la mano y había tirado de él para alejarlo de la sección de higiene personal, a la que habíamos ido en busca de preservativos y en la que también habíamos terminado cogiendo un par de geles para jugar.
               Me había seguido con docilidad por los pasillos mientras yo trotaba sobre mis sandalias, que a esas alturas deberían estar matándome y sin embargo apenas me molestaban, gracias a lo bien que estaba yendo la noche, para pasar a tomarme la delantera y cargar con todo lo que yo le decía que podíamos necesitar. Lo había metido a toda velocidad en la bolsa que nos tendió una cajera que nos miró con una ceja alzada, juzgándonos a ambos por ser una de las causas por las que tenía que trabajar a altas horas de la noche en lugar de estar por ahí de fiesta con sus amigas, y me había cogido de la mano y arrastrado fuera del supermercado tan rápido que yo sólo había podido reírme.
               Sólo recordaba cómo nos habíamos metido nosotros en la cama; ni idea de cómo habíamos metido las cosas en la nevera, pero no iba a dedicar ni un minuto de mi tiempo a preocuparme por las minucias de la rutina de pareja conviviente en que nos estábamos embarcando.
               Saqué los huevos y el paquetito de beicon; prácticamente me subí a la encimera para alcanzar el pan de molde en las alacenas, y coloqué una sartén sobre la vitrocerámica. Imaginándome la cara que pondría Alec cuando lo despertara con un beso y le dijera que el desayuno estaba listo, preguntándole si lo quería en la cama, casqué dos huevos y los vertí sobre la sartén.
               Me mordí los labios, probando mi propia sonrisa mientras pensaba en cuántas veces habíamos hablado de cómo ambos concebíamos la cocina como un gesto de amor, y cómo a él le gustaría saber cocinar un poco más de lo que lo hacía para poder demostrármelo. Me ensimismé en mis pensamientos, en el futuro que nos esperaba juntos, en trazar rutas para que ese futuro en el que el prepararnos el desayuno sería una rutina que aun así nos encantaría estuviera garantizado. Alec era lo único que yo quería, lo único de lo que estaba segura, y no quería perderlo. No quería renunciar a este dolor en todo el cuerpo que yo celebraba, al sentirme limpia por primera vez en semanas aun estando cubierta de nuestros sudores mezclados, a creerme invencible y la mejor vestida simplemente por llevar puesta su camisa.
               Sabía que aquel era mi destino; ahora más que nunca. Y aunque había sufrido antes, aunque había creído que no me lo merecía y que aquello no eran más que sueños, y que estaba condenada a despertar, ahora me sabía una bella durmiente que no tenía ninguna salvación. Lo único que tenía que hacer era encontrar la forma de que el príncipe no obrara un milagro que para mí sería una maldición, pero de momento estaba tan feliz que…
               Unas manos se posaron en mi cintura; una de ellas se quedó estática mientras la otra se deslizaba perezosa por mi vientre. Me las apañé para no soltar el mango de la sartén ni la espumadera, aunque una sonrisa amplísima se extendió por mi boca de tal forma que incluso empezaron a dolerme las mejillas.
               -Buenos días-ronroneé. Adiós a despertar a Alec con besos e invitarlo a desayunar en la cama, pero me encantaba ese inconveniente. Me encantaba tenerlo rodeándome, sus manos en mi cintura, su pecho contra mi espalda, su paquete en mi culo.
               -Vuelve a la cama-exigió con una voz ronca y sexy que me recordó todo lo que habíamos hecho. Si mi ropa interior no estuviera ya mojada por todo lo que había pasado la noche anterior, la habría empapado en ese mismo momento. La voz de recién levantado de Alec era una de las siete maravillas del mundo; un canto de sirena al que yo era incapaz de resistirme.
               Sí posponer, pero no resistirme.
               -Tenemos que comer-contesté en tono suave, conciliador, el de una madre que regaña con ternura a su hijo más travieso, pero también de mejor corazón. Sin embargo, no le aparté las manos de mi cintura; no era tan cruel-. ¿No te mueres de hambre?
               -No es de comida de lo que tengo hambre-replicó, porque siempre tenía la respuesta perfecta. Hundió la cara en el hueco entre mi cuello y mi hombro, se abrió paso por mi pelo y me rozó la oreja con los dientes. Me puse rígida, pero no en el mal sentido, y él se rió. Paseó la punta de la nariz por el lóbulo de mi oreja y luego lo capturó con los dientes.
               Fui consciente de que cambié el peso de mi cuerpo de un pie a otro más como si fuera una espectadora que si verdaderamente hubiera querido hacerlo, y sólo cuando Alec bajó la mano que tenía en mi vientre ligeramente, como pidiendo permiso para seguir un camino que le estaba vedado a todo el mundo menos a él, me permití prestarme la suficiente atención como para descubrir que estaba latiendo. Palpitando.
               Deshaciéndome.
               Y Alec lo sabía.
               Mientras su mano más aventurera bajaba por el hueco de mi ropa interior, con la otra empezó a ascender, metiéndose por debajo de su camisa y recorriendo mis curvas. Por un momento pensé en dejar que los huevos se quemaran y ocuparme de otros. Por un momento pensé en dejar que se quemara toda la casa mientras Alec me prendía fuego a mí.
               La primera de sus manos se coló por el valle de entre mis muslos mientras la otra ascendía, y con sus dedos corazones, Alec capturó uno de mis pezones y me rodeó el clítoris en círculos.
               Estaba totalmente perdida: me había metido la mano izquierda, su mano dominante, entre las piernas. No tenía salvación.
               Separé las piernas instintivamente, dejándole más hueco mientras me manoseaba, y Alec sonrió. Y sonrió más aún cuando mis caderas empezaron a moverse en círculos, frotándome contra su paquete. Se había puesto bóxers, pero eran un obstáculo fácil de saltar. Que se hubiera vestido, aunque fuera tan sólo con sus calzoncillos, ya me daba un indicio de lo que quería: le encantaba cuando yo me ponía de rodillas y le bajaba los bóxers mirándole a los ojos, cómo se me iba la mirada cuando su glorioso miembro quedaba al descubierto.
               -Buena chica-ronroneó, porque es un auténtico terrorista y la Interpol debería emitir una orden internacional de arresto contra él, cuando me presionó ligeramente el clítoris y yo arqueé la espalda, completamente a su merced. La cabeza me daba vueltas, concentrada exclusivamente en las sensaciones de mi cuerpo contra el suyo. A él le encantaba ese control que ejercía sobre mí sin ningún tipo de conflicto, sin competición, pues noté que su erección crecía contra mi culo. El deslizar de sus dedos dentro de mí se hizo más intenso, más persuasivo, como si supiera que había una parte de mí que se resistía a caer de nuevo en esa espiral de sexo espectacular a la que no habíamos arrojado de cabeza.
               No había nada que deseara más en el mundo que a él, a su fuerza, a su inmensidad dentro de mí. Pero la costumbre de cuidarlo estaba muy arraigada en mi interior; tanto, que incluso cuando él era lo único que yo deseaba y lo único que realmente necesitaba para vivir, siempre podía pensar en él. En él, y en sus necesidades; en él, y el esfuerzo incansable que hacía siempre para que yo disfrutara como nunca. Incluso poniéndome por delante de sí.
               Tenía que devolverle el favor y recordarme a mí misma lo intenso de la noche pasada, todo lo que habíamos hecho, cómo le había provocado y cómo él había respondido, cumpliendo con creces mis más oscuras y ardientes fantasías. En un rincón de su ser debía de estar muerto de hambre y de sed.
               El peso de nuestra noche había caído fundamentalmente en él; era responsabilidad mía devolverle el favor haciendo que la mañana me perteneciera.
               Pero… uf… su cuerpo era tan complementario del mío.
               -Alec-jadeé, y él sonrió, mordisqueándome la oreja y gruñendo por lo bajo, un gruñido animal y gutural que hizo que me estremeciera de pies a cabeza. Mi sexo me traicionó, ondeando un bandera blanca del tamaño de una sábana para que viera claramente que estaba total y absolutamente a su merced. Sin embargo, mi cerebro todavía estaba intentando unir dos pensamientos coherentes, recordándome lo que yo necesitaba-. Alec…-repetí, desesperada, y él me mordió el hueco en el que mi mandíbula se encajaba en mi cuello.
               -Sí, nena. Justo así. Di así mi nombre y te prometo que te haré que te corras tan fuerte que te temblarán las piernas.
               Le creía, créeme: rara vez me daba un orgasmo lo suficiente relajado o perezoso como para que todo mi cuerpo no explotara en mil pedazos.
               -Los… los huevos-dije, agarrando como pude de nuevo el mango de la sartén. Él los miró y me hizo notar su sonrisa deslizándome los dientes por la piel del cuello.
               -No me engañas, nena-ronroneó, sacando el dedo que tenía dentro de mí y rodeando mi clítoris con él. Enrosqué los pies sobre el suelo de azulejos mientras seguía torturándome-. No te hagas la digna. Tú sabes que, en realidad, sólo hay unos huevos que te interesan-me mordió el lóbulo de la oreja de nuevo-. Así que, dime: ¿qué es lo que vas a hacerme?
               En ese momento me metió un dedo dentro, y yo gemí.
               -Alec-repetí, desesperada. Me lo estaba poniendo muy difícil. Imposible.
               Me di cuenta de que yo se lo había puesto igual de difícil poniéndome el vestido morado la noche pasada y bailando sugerentemente contra él, a pesar de la promesa que nos habíamos hecho de que no pasaría nada hasta que no zanjáramos la cuestión que teníamos pendiente sobre su marcha o no. Ésta era su venganza y mi castigo.
               Solté de nuevo la sartén y apoyé la mano sobre la encimera, con la muñeca anclada en el borde mientras él seguía explorándome. Su dedo entró hasta el fondo dentro de mí, y con la palma de la mano me aplastó el clítoris. Exhalé un gemido que le divirtió de lo lindo, y también le encendió, a juzgar por la manera en que su sexo creció un poco más en mi culo. Por Dios. Era enorme, y su tamaño no era algo que yo diera por sentado, ni mucho menos, pero había momentos en los que su envergadura me asaltaba de nuevo como una suerte a la que tú te acostumbras gradualmente.
               -Tenemos que… desayunar.
               -Mm-contestó, retorciéndome el pezón por debajo de su camisa, y apartándome a continuación el pelo de la mejilla-. Deja de insistir, bombón. Si no quieres que hagamos nada, me lo dices. Es una palabra muy-ronroneó, sacando la mano de entre mis piernas y subiendo para rodearme el pecho con ella. Lo sostuvo entre sus dedos, rodeándome el pezón con el piercing con una mano mientras con la otra descendía de nuevo para no dejar demasiado tiempo desatendido a mi sexo, y se rió-, pero que muy corta. Puedes con cosas mayores, así que esto no te resultaría difícil… si lo desearas de verdad.
               Dejó de masajearme el pecho y llevó ambas manos a mi cadera. Enganchó el elástico de mi tanga y lo hizo descender, liberando así mi sexo. Exhaló con fuerza, saboreando mi aroma y sonriendo para sí.
               -Tú y yo sabemos-ronroneó, agarrándome ahora de las caderas y frotándome contra su erección, de modo que pude sentir la tela de sus calzoncillos contra mi sexo sediento- que estás muy mojada. Es algo que no puedes ocultar. Sigues demasiado cachonda por lo que pasó anoche, y estás preparada para el segundo asalto.
               Sonrió mientras empezaba a subirme las manos por los costados, y sostenía mis pechos entre ellas. Los apretó con los dedos, estimulándome en las zonas más sensibles como sólo él sabía. En otra vida, en otra dimensión, en otro universo, otros me habían tocado allí.
               Ninguno de ellos había conseguido que yo me diera cuenta de cuán sensibles eran mis senos hasta que Alec los reclamó para sí, abriéndome las puertas a un nuevo mundo maravilloso y prohibido. Con él, incluso un soplido en la nuca podía ser la clave que me llevara volando sobre las estrellas.
               Inclinó las caderas hacia mí, presionando mi entrada con su erección todavía retenida en sus calzoncillos. Deseé que me la metiera. Deseé que pusiera fin a esa tortura a la que me estaba sometiendo.
               Embistiéndome suavemente y frotándose contra mí, Alec me sobó las tetas, retorciéndome los pezones, y me mordisqueó el cuello.
               -O el tercero-se burló-. No estoy seguro. ¿Lo del metro cuenta como uno, o como dos?
               Me estremecí de pies a cabeza y no pude aguantarlo más: me llevé una mano a la entrepierna mientras buscaba la manera de meter la otra entre nosotros sin llegar a separarnos, y Alec gruñó. No estaba jugando limpio, pero en el amor y en la guerra todo vale, y ahora mismo nosotros estábamos guerreando contra las ganas de hacernos el amor.
               Era noche cerrada cuando habíamos salido de la discoteca de los padres de Jordan, casi sin despedirnos de nuestros amigos; el cumpleaños de Mimi había terminado hacía unas horas, así que estábamos liberados de todo compromiso y promesa que hubiéramos hecho sobre que nos comportaríamos.
               Sólo habíamos roto una, la más importante, pero nos daba igual. Ser unos perjuros no podría gustarnos más: por fin habíamos estado de nuevo juntos, y yo todavía podía sentir las gotitas de su semen entre mis senos, un rastro fantasma que permanecía incluso cuando ya nos habíamos limpiado ambos. Nuestro destino era evidente en cuanto Alec y yo nos miramos a los ojos justo después de corrernos el uno alrededor del otro: iríamos a casa de mis padres en el centro, pues era el único lugar en el que podríamos follar como animales sin preocuparnos de cuánto ruido podíamos hacer.
               El trayecto era mucho más largo, pero contábamos con los servicios nocturnos. Nos habíamos pasado todo el trayecto en bus hasta la parada de metro besándonos, yo sentada con la espalda pegada a la ventana y Alec con mis piernas sobre las suyas, sus manos entre ellas. Subía y subía y yo me reía y le apartaba la mano, diciéndole que no, que no podíamos, que teníamos que esperar. El autobús estaba vacío salvo por un grupo de chicas que no paraban de lanzarnos miradas furtivas, pero yo sabía que el odio que había en sus miradas se debía a lo guapísima que iba y a lo buenísimo que estaba mi novio más que a lo indecoroso de lo que estábamos haciendo; no podíamos hacer nada con público, y también estaba el conductor.
               Casi nos pasamos la parada, pero nos dimos cuenta a tiempo de ponernos en pie de un brinco y soltar risitas al tambalearnos. Alec me cogió de la mano cuando nos bajamos de un saltito del bus y yo me subí a su espalda para bajar rápido las escaleras en dirección al andén del metro, en el que las mismas chicas esperaron con nosotros a que pasara el tren. Alec se apoyó en la pared mientras el reloj iba reduciendo los minutos, y me colocó las manos en el culo para poder besarme tranquilo sin que yo me apartara de él en un arrebato de conciencia en el que cayera en lo encendida que estaba. Creía que él se había dado cuenta de que ése no era el momento ni el lugar, pero no quería cortarnos el rollo.
               Nos separamos a regañadientes después de que el viento el tren agitara mi falda. Alec se despegó de la pared y me tomó de la mano, reteniéndome junto a él mientras miraba sin cortarse un pelo a las chicas, que nos ignoraron deliberadamente, con la dignidad de unas doncellas de alta cuna que pillan a una de las criadas saliendo de los aposentos del príncipe favorito de la reina.
               Cuando ellas se subieron al vagón, Alec me arrastró hasta la puerta contigua a la que teníamos delante, metiéndonos así en otro vagón.
               Un vagón vacío.
               Alec me agarró de la cintura y me condujo hacia el final del vagón; se sentó en el asiento de en medio de los más cercanos a la puerta del maquinista y me sentó sobre él. Me miró a los ojos, me apartó el pelo de la cara, y empezó a besarme con una intensidad y una necesidad que consiguió que me derritiera.
               En algún momento entre la segunda y la tercera estación yo le desabroché el botón de la bragueta y la cremallera de sus vaqueros y le metí la mano dentro de los pantalones; él tenía las manos sobre mis pechos, masajeándomelos y pellizcándomelos de una forma similar en la que lo estaba haciendo ahora en la cocina. En algún momento mientras salíamos de la tercera estación, Alec se separó de mí y me dedicó una mirada suplicante, las cejas inclinadas, formando una montañita en su ceño mientras me taladraba con esos ojazos suyos. En algún momento después de que la tercera estación quedara a nuestras espaldas, asentí con la cabeza y me levanté un poco la falda del vestido.
               -¿Quieres follar?-preguntó sobre el traqueteo del tren, único rival para nuestros suspiros en el silencio del vagón. Me mordí el labio y asentí con la cabeza, recordando lo que me había contado en sus cartas, ardiendo en la necesidad de formar más recuerdos con él. Me encantó y a la vez detesté que me pidiera que se lo confirmara, como si no tuviera a todo mi cuerpo gritándole que no me importaba salir en las noticias o protagonizar un nuevo escándalo con tal de que me entregara todo de él; su alma, sus ganas, su cuerpo.
               Alec se puso el condón más rápido de lo que lo había visto hacerlo en toda mi vida, con una maestría que sólo podía exhibir él (o puede que Scott también, pero no me interesaba lo más mínimo cotejar datos con Eleanor), y en algún momento antes de la cuarta estación, tenía su polla dentro de mí y estaba gimiéndole en la oreja mientras lo cabalgaba sin ningún pudor, saciando mis ganas, deslizándolo dentro con mi humedad, con la piel de gallina y los pechos húmedos allí donde él me los besaba y gruñía. Tenía los ojos cerrados, concentrada en la fricción de su gloriosa polla dentro de mí, en lo húmedo y dulce de su saliva, en lo duro y ardiente de sus dientes en mi piel. Alec me dio un azote en el culo, me subió la falda y me hundió los dedos en las nalgas.
               -Sí, así, nena-me animó mientras yo me movía con él dentro-. Justo así. Justo así. Sí, Dios, Sabrae. Joder, me voy a correr. Joder, estás tan jodidamente buena…
               Abrí los ojos y vi mi reflejo en el espejo, una vista que siempre que la veía me entusiasmaba: tenía una mirada ida, perdida como estaba en mi propio placer; la boca entreabierta en una mueca de lujuria, y las uñas clavadas en sus hombros. Pude ver en el reflejo yuxtapuesto de la ventana contraria los ojos de Alec clavados en mi culo: desde su posición privilegiada podía ver su polla entrando y saliendo de mi coño mientras me movía. Tenía en la boca una sonrisa cansada, deshecha, como si estuviera sintiendo tanto placer que no le alcanzara ni para sonreír.
               Apoyó la nuca en el cristal de la ventana y me dio otro azote mientras yo seguía moviéndome encima de él. Gruñó por lo bajo, hundiendo los dedos aún más en mi culo, y volvió a lanzarse hacia mi cuello. Le ofrecí mis pechos a modo de agradecimiento por todo lo que estaba dándome, tan cerca del orgasmo que sentía las piernas agarrotadas, los pies y los dedos hormigueándome. Alec me bajó los tirantes del vestido y me chupó y lamió las tetas.
               En algún punto entre la sexta y la séptima parada, Alec se corrió, mordiéndome el cuello y hundiéndome los dedos en las nalgas. Me dio un azote y gruñó:
               -Buena chica. Sí, buena chica, joder.
               Estaba a punto de correrme yo también; estaba segura de que no llegaría a la novena parada. Seguí moviéndome, montándolo, dejando que él me ayudara a garantizarme el orgasmo moviendo sus caderas con la misma cadencia de las mías. Estaba a punto. A punto.
               El tren empezó a detenerse y yo sabía que sólo necesitaría unos pocos empellones más. Me sentía a rebosar, con mi alma llevando las costuras de mi cuerpo al límite.
               Entonces, el tren se detuvo y un grupo de cinco chicos mayores que nosotros se subió a nuestro vagón.
               -Nn-noo…-me lamenté por lo bajo, moviéndome encima de Alec, desesperada, cuando los vi venir hacia la puerta del vagón. Alec abrió los ojos, giró la cabeza, y me subió los tirantes a la velocidad del rayo cuando uno de los chicos bajó la manilla del tren para abrir las puertas.
               Su segundo movimiento apresurado fue bajarme la falda del vestido de modo que me cubriera el culo, tarea casi imposible teniendo en cuenta que la falda era tan corta que apenas lo hacía cuando estaba de pie.
               -Alec-lloriqueé, y él me rodeó con los brazos la cintura.
               -Tranquila.
               -Pero me quiero correr-lloriqueé. Estaba medio ida y absolutamente desquiciada; tenía toda mi atención concentrada en un punto de mi cuerpo que, por desgracia, no era mi cabeza-. Por favor.
               -Ahora no-dijo, apartándome un mechón de pelo de la cara con una ternura que me volvió loca. No quería su ternura. Quería que siguiera follándome sin piedad. Notaba cómo mi placer chisporroteaba justo por debajo de mi piel, pero ahora esa subida efervescente estaba deteniéndose.
               -Por favor-supliqué-. Ellos no se darán cuenta.
               Ya lo tenía dentro y ellos se iban de fiesta; si nos movíamos despacio, seguro que ni atraeríamos su atención. Fijo que ni se daban cuenta de que Alec estaba dentro de mí ahora mismo. Las chicas lo habrían sabido, pero ellos no. Los chicos nunca se fijaban en estas cosas.
               Me palpitaba la entrepierna al mismo ritmo acelerado que mi corazón; sentía que me moriría si no me corría.
               -No-dijo Alec, con muy poca autoridad, a decir verdad, teniendo en cuenta que tenía todo su miembro dentro de mí. Los veintidós centímetros-. Tus orgasmos son míos, Sabrae-dijo con una posesividad que me habría empapado de no estarlo ya-. No voy a compartirlos con nadie más, y menos con estos imbéciles.
               Intenté tranquilizarme, pero mi cuerpo no me respondía. Desplacé las rodillas a ambos lados de su cuerpo y me moví, metiéndome a Alec un poco más dentro y estremeciéndome cuando lo sentí tocar fondo. Era una tarea imposible esto de que aquellos chicos no se dieran cuenta de lo que estaba pasando: sabía que no iba a poder correrme sin gritar.
               Pero quería correrme. Lo demás me daba igual.
               Los ojos de Alec se oscurecieron y apretó la mandíbula. Me hundió los dedos de nuevo en la cintura, como reteniéndome, y se movió debajo de mí. Por un momento me atreví a albergar esperanzas de que fuera a ceder conmigo y les diera a esos chicos la importancia que se merecían (ninguna), pero entonces…
               Los chicos empezaron a reírse con descaro y Alec giró la cabeza para mirarlos, todo ira y masculinidad que, a decir verdad, me encendió todavía más.
               -¿De qué cojones os reís?-les preguntó, y yo entonces salí de mi trance. Los chicos se callaron un momento, intercambiaron sendas miradas y clavaron los ojos de nuevo en nosotros. Por un momento pensé que iniciarían una pelea, y yo no estaba para ello, tanto por la ropa como por mi pésimo estado mental; por suerte para nosotros y desgracia para ellos, Alec nunca peleaba mejor que cuando le tocaban los huevos.
               Y esos chicos acababan de hacerlo.
               Uno de los chicos parecía dispuesto a encararse a Alec, pero los demás lo disuadieron. Otro le enseñó el móvil y el chico inclinó la cabeza para mirar la pantalla, abrió los ojos y la boca y miró de nuevo a Alec.
               -Hostia.
               Alec les sostuvo la mirada, fulminándolos a cada uno, que se volvieron a ocupar de sus asuntos, haciendo de mirar sus móviles todo un espectáculo. Involuntariamente contraje los músculos de mi vagina, y Alec se giró de nuevo para mirarme como si me viera por primera vez.
               -Sabrae, te lo juro por Dios.
               Me recorrió la espalda desnuda con las manos, colándolas por debajo del cruce de las cadenas doradas y me deshizo con una mirada tan intensa y penetrante que no podría sentirme más desnuda y expuesta, ni siquiera aunque no llevara nada de ropa en un vagón central en hora punta.
               Poco a poco la neblina que me cubría la mente fue disipándose y fui consciente de la situación. Seguir mientras los chicos estaban allí era una locura, pero tampoco podía bajarme, pues nos descubrirían. Ahora mismo como más seguros estábamos era quedándonos en esa posición. Mi instinto de celebridad se despertó, y me dediqué a controlar por el rabillo del ojo lo que hacían con sus móviles, por si acaso se les ocurría hacernos una foto y subirla a redes sociales. Sería lo último que necesitaba mi reputación.
               No es que me avergonzara de haberlo hecho (o, técnicamente, estar todavía haciéndolo) en el transporte público; de hecho, me parecía una hazaña al alcance de muy pocos, y una fantasía muy divertida que cumplir, pero… lo lamentaría más tarde, cuando fuera consciente de las consecuencias que aquello podía tener, si salía a la luz y todo el mundo me señalaba. Aunque me había enfrentado a bastantes comentarios de odio en mis redes, sabía que aquello alcanzaría un nuevo nivel de maldad.
               Y sólo serviría para que papá y mamá se empeñaran todavía más en que Alec no era bueno para mí, porque yo jamás habría hecho algo así con otro chico. Serían tan cortos de miras que ni se darían cuenta de que no me apetecería hacerlo con otro chico por la sencilla razón de que a mí me encantaba experimentar y probar cosas nuevas, pero sólo me sentía segura y a gusto haciéndolo con Alec.
               Que lo hubiera hecho allí era un argumento a favor y no en contra de él, pero sólo yo podría verlo.
               -Lo sien…-empezó mi chico, pero yo me incliné hacia él y le di un beso en los labios. Y luego otro, y otro más. Apoyé las manos en su pecho y las enredé en su cuello mientras nos enrollábamos, intentando (y fracasando un poco) no moverme demasiado para no estimularnos de nuevo y que aquello tuviera un final feliz para nosotros e infeliz para mi reputación.
                Alec iba a ser un infierno para mí, tanto si se quedaba como si se iba, pero aquel momento yo estaba decidida a convertirlo en mi infierno que disfrutar.
               Los chicos se bajaron una parada antes que la nuestra, y Alec les gruñó un molesto “que os den” cuando, mientras se cerraban las puertas, nos gritaron “¡Que folléis bien!”. Volvíamos a estar solos, pero como apenas quedaban unos minutos para llegar a nuestra parada y continuar con nuestro éxodo, me bajé de su regazo y rebusqué en mi bolso un paquetito de pañuelos con el que limpiarnos mientras Alec se quitaba el condón, lo anudaba y lo tiraba en una de las papeleras del tren.
               -¿Has comprobado que no esté roto?-le pregunté mientras me pasaba el pañuelo por entre las piernas. Alec no dijo nada; se limitó a mirarme con gesto indescifrable, la vista clavada en el hueco entre mis muslos. La nuez de su garganta subió y bajó, su mandíbula se contrajo y se agarró a la barra del techo cuando el tren empezó a detenerse. Bajó detrás de mí y caminó un par de pasos a mi espalda mientras comprobaba que nadie se hubiera bajado del tren en ese andén.
               Luego, cuando giramos la esquina para dirigirnos contra las escaleras, Alec me agarró de la muñeca y me pegó contra él. Exhalé un gritito de sorpresa y levanté la vista.
               Y supe que me iba a arrepentir de haberle suplicado que siguiéramos follando delante de aquellos chicos en ese mismo momento. Yo era suya, y Alec podía ponerse muy territorial cuando quería. Y yo le había dado motivos de sobra para ello.
               -No deberías haber hecho eso-me dijo, pegándome contra la pared y haciéndome notar su nueva erección contra mi vientre. Joder, no se cansaba nunca.
               Yo tampoco.
               Definitivamente estábamos hechos el uno para el otro.
               -¿El qué?-pregunté. Ya que iba a darme el más dulce de los castigos, por lo menos saber en qué me había portado mal. Barajé decenas de posibilidades: aferrarme a él, siquiera sin querer, mientras lo tenía encima; tratar de moverme discretamente sobre él para intentar arañar el orgasmo de mi entrepierna; suplicarle que siguiéramos a pesar de la presencia de aquellos chicos, sugerirle que podía correrme sin que ellos se enteraran, obligarlo a ser sensato cuando era evidente que lo que quería era seguir como si nada. Seguramente a él le afectaría menos que a mí. Puede que incluso ya lo hubiera hecho con más gente en la habitación, así que aquello no sería una novedad. De hecho, si Alec fuera una chica, teniendo en cuenta su vida sexual, sería prácticamente imposible que no hubiera vídeos de él teniendo relaciones sexuales circulando por los grupos de mensajería de todos los tíos de Londres. Así de cerdos eran ellos, pero al menos le daría una cierta experiencia.
               Bueno, quizá debería reñirme por haberme arriesgado a que yo saliera en esos grupos de mensajería.
               Me descolocó completamente cuando respondió:
               -Ponerte ese maldito vestido que no te permite limpiarte sin que yo quiera volver a zambullirme dentro de ti.
               Aunque debo decir que tampoco es que fuera algo atípico de él, teniendo en cuenta su carácter. Era de perdón fácil y de erección más fácil aún; de ahí que yo fuera la chica más afortunada del mundo, porque no sólo tenía un buen corazón y una polla que manejaba como los dioses, sino que me regalaba esas sonrisas suyas que quitaban el hipo incluso cuando yo le hacía una de las mayores putadas que una novia puede hacerle a un novio, a saber: comportarse como una gata en celo y obligarlo a que sea él quien eche el freno.
               No sé muy bien cómo pasó; sólo sé que en un instante lo tenía frente a mí, mirándome con esa intensidad que bien podría convertirme en un charquito a sus pies, y al instante siguiente me había cogido del muslo para levantarme la pierna y pasársela por sus caderas, me había apartado a un lado el tanga y me había penetrado allí mismo, donde nuestros jadeos y gemidos podían llegar hasta los oídos de trasnochadores como nosotros, pero no tan afortunados.
               -¿Te gusta así, eh? ¿Te gusta así, Sabrae?-gruñía en mi oído mientras me follaba contra la pared, aprisionándome contra ella y no dejándome escapar. Sí, claro que me gustaba. Me encantaba. Y así se lo hice saber a su espalda, en la que le dejé marcadas mis uñas mientras me follaba sin piedad. Llegó un punto en que me levantó las manos sobre la cabeza para poder hacer conmigo lo que quisiera; me lamió la cara interna de los brazos con la punta de la lengua y siguió follándome y follándome y follándome hasta que estallé en mil pedazos en un orgasmo tan intenso como anhelado.
               Me sujetó de las caderas y volvió a correrse dentro de mí, gruñendo mi nombre y que estaba buenísima, lo muchísimo que me quería y lo cachondo que lo ponía. Uno podía pensar que, después de dos polvos en menos de veinte minutos, estaríamos agotados y ansiosos por meternos en la cama a descansar, pero nada más lejos de la realidad.
               Lo único que queríamos era llegar cuanto antes a casa para poder desnudarnos, tocarnos, lamernos, besarnos y mordernos por todas partes y hacer que aquella noche durara para siempre. Alec había igualado un poco el marcador de orgasmos al correrse dos veces en el metro frente a aquella única vez en que lo había hecho yo, pero aquel seguía escandalosamente inclinado a mi favor.
               Pero, sí, podíamos considerar que lo del metro habían sido dos asaltos.
               -Sí-jadeé, con los dedos en mi humedad y también alrededor de su envergadura mientras él jugaba con mis tetas, de vuelta en la cocina del piso de mis padres-. Cuenta como dos. Así que sería el tercero.
               Alec se rió y me quitó una de las manos de los pechos. Exhalé un gemido de protesta, pero me callé cuando vi que sólo los había dejado desatendidos porque quería ocuparse de nuevo de su rincón favorito de mi cuerpo: mi sexo. Metió la mano por dentro de mi ropa interior de nuevo y me apartó la mía, extendiendo los dedos para capturar mi clítoris entre ellos y hacer que un ramalazo de placer subiera desde aquel rincón hasta mi pecho, explotando como los fuegos artificiales de Nochevieja.
               Noté sus dientes en mi oreja cuando apagó los fogones; entreabrí los ojos ligeramente  sólo para descubrir que los huevos estaban chamuscados. No eran lo único en la cocina, debo decir.
               -Si lo que te apetece es desayunar-ofreció, seductor-, siempre puedes ponerte de rodillas. O si prefieres que empiece yo… vámonos a la cama. A la habitación-ronroneó-. Te voy a separar las piernas para que dejes de preocuparte por lo que voy a desayunar, porque con ese precioso coño que tú tienes puedo desayunar, comer y cenar. Literalmente podría vivir de devorarte, Sabrae. Estás tan jodidamente deliciosa-gruñó, llevándose el dedo que había tenido jugando entre mis muslos a la boca y lamiéndolo como si estuviera bañado en el néctar de una fruta exótica y deliciosa-, podría perder la cabeza bebiendo de esa fuente que tienes entre las piernas de tan rica que estás. Podría devorarte para que te quedes tranquila, nena.
               »O podría hacértelo aquí-continuó, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a la mesa de la cocina-. Quizá prefieras eso, ¿verdad, nena? Que te suba a la mesa y te separe yo mismo las rodillas, y que me incline y te devore como si fueras mi festín personal. ¿Qué me dices a eso, eh, bombón? ¿Te apetece?
               Asentí con la cabeza, perdida en las sensaciones que me embargaban, y dejé que Alec me girara. Me desabotonó la camisa y la abrió para disfrutar de mis curvas, que, aunque distintas a cuando se había marchado en julio, seguían impresionándole como la primera vez que las vio.
               Sonrió al verme los pechos y me los rodeó con las manos.
               -Joder. Voy a pasármelo genial contigo-ronroneó, inclinándose a besármelas.
               Dicho, y hecho. Se abalanzó sobre mí, me agarró de la cintura y me colocó sobre la mesa, sentándome sobre ella sin contemplaciones. Me separó las piernas mientras me besaba, lamía y succionaba los pezones, prestándoles la misma atención a ambos. Me quitó el tanga, que seguía empapado por todo lo que me había hecho y se quedó contemplando mi sexo abierto, hinchado y hambriento. Se relamió. Se relamió. Jamás me había sentido tan afortunada como cuando estaba con él, porque hacía que cada rincón de mi cuerpo fuera increíble, digno de celebración. Especialmente ése al que yo tan poca atención le había prestado antes de que entrara en mi vida con un portazo.
               Alec se inclinó hacia la fusión entre mis muslos, abrió la boca y recorrió mis pliegues con la lengua extendida, lamiéndome como si mi sexo fuera un helado en plena ola de calor. Un ramalazo de placer me dividió en dos y Alec sonrió, mirándome desde abajo. Se tomó su tiempo conmigo: me lamió, me besó, me mordisqueó, incluso; se ocupó de mis labios, de mi entrada, le prestó una especial atención a mi clítoris. Me incliné hacia ese punto de contacto entre nosotros, apoyando la mano en la pared y empujándome hacia él, que celebró mi osadía con un:
               -Sí, nena. Justo así. Fóllate mi cara, nena.
               Entonces exploté en un orgasmo que me rasgó las cuerdas vocales cuando sus dientes me capturaron el clítoris. Alec sonrió en mi sexo, bebiendo de mi placer mientras yo grababa su nombre en las estrellas.
               Cuando terminé de correrme, las piernas flácidas a ambos lados de su cuerpo, él se puso de pie y descubrí que se había quitado ya los calzoncillos. Tenía ya un paquetito con un condón en la mano.
               -¿Quieres ponérmelo tú?-preguntó, y yo asentí. Me gustaba ponérselos porque me daban una excusa perfecta (que, por otra parte, tampoco necesitaba) para acariciarlo y darle un poco de placer. Intenté abrir el paquete con dedos temblorosos, pero cuando no pude, Alec lo cogió con delicadeza-. ¿Crees que podrás?
               -Sí-dije. Tenía la boca pastosa, las caderas me dolían de una forma punzante y deliciosa.
               -Si prefieres que hagamos otra cosa… yo puedo masturbarme mirándote si estás…
               -Quiero esto. Te quiero a ti. Dentro. Por favor.
               Llevaba queriéndolo dentro desde que lo había visto en el aeropuerto de París, y haber malgastado aquellas horas preciosas con conversaciones absurdas sobre nuestro futuro cuando bien podíamos habernos sumido antes en esta espiral de sexo sin control en la que podíamos evadir nuestras responsabilidades era una de las cosas que más lamentaba ahora mismo. Pero ahora no era momento de pensar en eso; estábamos demasiado ocupados poniendo a nuestros cuerpos al día como para fingir que nos preocupaban los horarios.
               Es como si ambos estuviéramos intentando posponer la conversación hasta después de que saliera el avión de Alec para que así ya fuera demasiado tarde. Y la verdad es que yo, de forma mezquina, estaba más que conforme con aquello.
               Alec me dedicó una sonrisa arrebatadora, abrió el paquete y me pasó el anillo con el preservativo, que le extendí por su envergadura. Me relamí los labios y levanté la cabeza para mirarlo a los ojos mientras él se hundía en mi interior de una forma desquiciante por lo lenta que era. Llegó hasta el fondo, inundándome e invadiéndome, y me colocó ambas manos en los muslos, con los pulgares acariciándome la cara interna. Se inclinó para besarme y, cuando yo le devolví el beso, empezó a moverse dentro de mí, convirtiendo ese beso en un gemido a medias mientras él me reclamaba para sí.
               No aguantó mucho siendo cuidadoso conmigo, pero yo tampoco lo quería. Empezó a embestirme sin piedad, haciendo que mi cuerpo se tensara como un arco. Alec bajó la vista y yo también me hice, y los dos nos quedamos mirando maravillados cómo su polla entraba y salía de mi interior, empapándose de mis ganas de él.
               Entendí entonces que nunca había tenido una posibilidad de resistirme a él, ni a darle nada de lo que él quisiera pedirme.
               Ansiosa por tener más contacto, me incliné hacia él y me colgué de su cuello. Alec me miró a los ojos, se estremeció cuando me erguí un poco más para darle un beso en los labios.
               -Llévame a la cama y acaba conmigo allí.
               Se rió, pero hizo lo que le pedí. Con mis piernas alrededor de sus caderas y su miembro dentro de mí, salió de la cocina, recorrió el pasillo y nos llevó a la habitación. Se sentó en la cama y nos arrastró por las sábanas hasta quedar en el centro de ésta, y sólo entonces se tumbó y me miró desde abajo, con las manos en mis caderas.
               -Hazme exactamente lo que me hiciste antes, cuando estábamos en el metro-me ordenó.
               -Sólo si tú me haces lo mismo-respondí, inclinándome hacia él y besándolo. Por toda respuesta, él gruñó mi nombre y me dio un azote en el culo. Yo me incorporé y empecé a moverme encima de él, aprovechando que la cama era más mullida que los asientos de plástico del metro. Puede que no tuviéramos el traqueteo para acercarnos más al orgasmo, pero tenerlo desnudo debajo de mí, con sus manos en mis tetas y mi sexo, era un buen sustituto de la adrenalina de hacerlo en un sitio en el que podían pillarnos.
 
 
No recordaba quedarme dormida hasta que no empezó a vibrar mi móvil en la mesita de noche, e incluso entonces seguía perdida en las brumas de mi sueño. Estaba agotada, absolutamente agotada. Mis párpados pesaban toneladas.
               Estaba tan calentita… no quería salir de allí, ese pequeño rincón suave y cálido, como una nube, en el que nada malo podía alcanzarme.
               -Hola-escuché a Alec decir en voz baja a los pies de la cama. Quise devolverle el saludo, pero mis labios no respondían. Estaba tan cansada… tan calentita… tan bien-. No, soy Alec… está durmiendo. Está bastante cansada-noté, más que vi, que me miraba en la penumbra de la habitación. Incluso cuando apenas podía discernir su silueta mi cuerpo respondía como si hubiera salido a la superficie y me estuviera bañando el sol por primera vez después de años de cautiverio. Me sentía a gusto, me sentía feliz, me sentía protegida.
               No quería perder esta sensación.
               -Ella está bien… A ver, si quieres, la despierto y hablas con ella.
               De él empezó a manar una tensión que no me gustó en absoluto. Me di la vuelta en la cama y Alec se volvió de nuevo hacia mí. Su tono se suavizó de nuevo, como si supiera lo cerca que estaba de atravesar el velo y pasar al otro lado para volver con él.
               -Vale. Sí, no te preocupes. Todo está bien… No. Simplemente está cansada. Pero no ha bebido demasiado-una pausa y una voz lejana que yo no pude identificar, ni como femenina o masculina, ni preocupada o feliz, resonó desde la distancia mientras Alec escuchaba-. Vale-repitió-. Seréis los primeros en saberlo, pero comprenderéis que…
               Alec se sentó a los pies de la cama y me puso una mano cariñosa sobre los tobillos, y me volví a dormir.
 
 
La siguiente vez que sonó el teléfono estábamos tumbados en la cama, él dándome mordisquitos sobre el vientre mientras yo dormitaba. Me había despertado de mi siesta hacía unos veinte minutos, sólo para encontrarme con que Alec había pedido unas pizzas para comer, que había guardado en el horno para que no estuvieran del todo frías cuando yo me despertara. Después de comerme casi una pizza entera yo sola, habíamos vuelto a la cama para seguir poniéndonos al día con nuestros cuerpos, pero yo estaba tan empachada que no me sentía cómoda haciendo nada. Sabía que no podría dar todo lo mejor de mí, y era lo que Alec se merecía.
                Le había dicho a Al que intentaría compensárselo, pero a él parecía bastarle con que yo le “dejara darme besitos por todo el cuerpo”, como si aquello fuera un favor que yo le hacía él en lugar de un premio que yo no me merecía.
               -No contestes-gruñó por lo bajo mientras continuaba descendiendo por mi vientre, pegándome mordisquitos justo sobre la curva antes del descenso en dirección a mi sexo-. No. Contestes-me advirtió, mordiéndome con más ganas mientras yo me estiraba a por mi móvil. Me reí, pero no le hice caso. Ahora que no estábamos intimando, no me parecía bien aislarnos totalmente del mundo. Una cosa era cerrar bien las puertas y las ventanas que daban acceso a nuestro tiempo para que éste no se nos escapara mientras Alec y yo lo hacíamos y otra era mudarnos a una isla desierta y vivir allí lo dos solos. No es que el plan no me atrajera, por supuesto, pero no me sentiría cómoda monopolizando a Alec de esa manera.
               -Podría ser importante.
               -No hay nada más importante que esto-dijo, mirando mi piel con amor. Me sopló entre los muslos y luego siguió la línea de mi cadera con un rastro de besitos, abrazándose a mi pierna mientras yo alcanzaba el teléfono. Deslicé el dedo por la pantalla para contestar cuando vi que quien me llamaba era Annie.
               -Hola, Annie-saludé, pasándome una mano por la cara. Alec levantó la cabeza como un resorte y preguntó en voz baja:
               -¿Annie suegri?
               Puse los ojos en blanco y me reí en silencio, negando con la cabeza.
               -Hola, guapa. He venido a casa de tus padres, pero no estabais aquí. ¿Por dónde andáis?
               -Hemos venido a dormir al piso del centro para no molestar. ¿Necesitabas algo?-pregunté. Alec me hincó los dientes en el muslo y yo exhalé un chillido-. ¡Ay! ¡Para ya, Al! Ten un poco de respeto, que estoy hablando con tu madre.
               -Que me lo tenga ella a mí y no nos moleste.
               -¿Estás con él?-preguntó Annie.
               -Desde hace un año-se jactó Alec, y yo le di una colleja. Respondió con un lametón en mi cadera.
               -Para. Sí, está aquí. ¿Quieres que te lo pase?
               -Dile que no estoy.
               -Dile que le he oído y que sé que está ahí-instó Annie con severidad.
               -Vale. Dice que te ha oído y que sabe que estás aquí.
               -A tu verita-ronroneó Alec-, donde debo estar-me rodeó la cintura como un perezoso y continuó dándome besitos, aunque una de sus manos se deslizó por entre mis piernas y me las separó sin encontrar demasiada resistencia-. Cuelga el teléfono, Saab. Si estás para mantener una conversación, estás para acostarte conmigo. Dile a mamá que, sea lo que sea, puede esperar.
               -Sólo quería saber cuándo vais a volver por casa-explicó Annie-. Me gustaría ver a mi hijo un ratito, a ser posible. ¿Nos haríais un huequito en vuestras agendas?-preguntó con inocencia, y aunque era algo parecido a lo que me había dicho mamá en aquella nota infame que me había dejado después de la pelea que tuvimos la primera vez que Alec vino de visita, no había ni rastro de amenaza ni chulería en aquella frase. Incluso veía a Annie asumiendo con resignación y deportividad el tener que despedirse de Alec en el aeropuerto.
               Le puse una mano a Alec en la frente y tiré de él para alejarlo de mis muslos.
               -Claro. Perdona, se nos ha ido el santo al cielo-dije, incorporándome. Alec se quedó tumbado a mi lado, sonriendo como un bobo mientras miraba mi sexo.
               -Y nos hemos ido detrás y nos hemos quedado allí-sonrió. Incluso se relamió, el muy sinvergüenza.
               -No hay prisa, cielo, de verdad. No quiero interrumpiros.
               -No te preocupes. Y perdona si te hemos preocupado. Deberíamos haberte avisado de adónde íbamos.
               -No importa. Mimi me ha dicho esta mañana, cuando se ha levantado después de su fiesta, que os habíais ido antes que ella. Luego he ido a tu casa para ver si estabais. -Alec se incorporó y pegó la oreja a la mía para escuchar lo que decía su madre, así que puse el manos libres y me tapé con la sábana, ignorando las protestas de Alec por dejar de verme los pechos-, y he estado un ratito con tus padres. Creo que tenéis mucho que contarme…
               Alec y yo intercambiamos una mirada y luego bajamos la vista al teléfono, en el que Annie esperaba pacientemente a que recogiéramos el guante.
               -Sé más específica, mamá. ¿Te refieres a lo que pasó en la fiesta o a lo que te haya podido contar Sherezade?
               -¿Qué le ha podido contar mi madre?-pregunté yo. Mis padres y yo habíamos llegado al pacto de que no le dirían nada a Annie de lo que yo había hecho cuando Alec había confesado serme infiel, principalmente porque era algo beneficioso para ambos. Si mamá se había preocupado porque yo no daba señales de vida después de decirle adónde me había ido con él y había terminado yéndose de la lengua…
               Alec se relamió los labios mientras Annie esperaba a que revelara el gran secreto, y yo alcé una ceja.
               -Antes, mientras dormías, han llamado tus padres. Sólo querían asegurarse de que estabas bien, y… bueno, preguntarte si es verdad que yo voy a quedarme.
               -¿Te vas a quedar?-preguntó Annie, y no se me escapó el deje de esperanza que sonó en su voz. A juzgar por cómo frunció el ceño Alec durante un instante, diría que a él tampoco. Ese gesto me perturbó: ¿significaba que ya había tomado una decisión, una que a mí no me beneficiaba especialmente, y que la esperanza de Annie le incomodaba?
               Intenté tranquilizarme recordándome a mí misma que, si él era partidario de algo, era más bien de quedarse en lugar de marcharse. No había dudado en concederme ese deseo la madrugada de la noche anterior, así que mis espaldas estaban cubiertas.
               De todos modos habíamos decidido que lo íbamos a hablar, y ya lo habíamos pospuesto demasiado. Si había trascendido lo que yo le había pedido a Alec y todo nuestro círculo creía que era algo asentado por ambos…
               -Aún tenemos que hablarlo, mamá. No te he dicho nada-añadió, dirigiéndose esta vez a mí-, porque no quería que te preocuparas por la llamada todavía. Sé que estás cansada y que te apetecerá cero pensar en tus padres, así que…
               -No te preocupes, sol. Sé que ibas a decírmelo. Sólo esperabas al momento oportuno-dije, dándole un beso en el hombro, y él asintió y sonrió.
               -¿Qué piensa Sherezade que voy a hacer?-preguntó él con sorna.
               -No pienso decírtelo. Eres tan terco que seguro que haces lo contrario simplemente por fastidiar-sentenció Annie, y Alec rió entre dientes, sacudiendo la cabeza.
               -Vamos, que cree que me voy a marchar.
               -Lo cual no sería malo si es lo que deseas-respondí, y Alec arqueó las cejas y por su rostro cruzó una expresión dolida que, la verdad, me hizo albergar esperanzas. Lo admito. Si él quería quedarse… si todos lo hacíamos… la conversación sería mucho más corta de lo que me había temido en un principio.
               Aunque teníamos que valorar todas las opciones. Y la que más pesaba era, precisamente, la que él quisiera seguir.
               -¿Vendréis a cenar?-preguntó Annie, y Alec me miró con una pregunta en los ojos. Asentí con la cabeza, y cuando me di cuenta de que Annie no podía verme, respondí:
               -Sí. Creo que sí. Ya lo hemos demorado bastante.
               Alec puso los ojos en blanco y se giró para ponerse en pie y ponerse los calzoncillos. Sabía perfectamente que no podíamos mantener esa conversación estando totalmente desnudos, o nuestros cuerpos acabarían ganando sobre nuestras cabezas y volveríamos a lanzarnos a la espiral de sexo en lugar de centrarnos en arreglar aquella situación.
               -Perfecto. Cuando sepáis algo, por favor, dejad que sea la primera en enterarme.
               -Tendrás que ser la segunda, mamá. Sherezade ya me ha pedido que se lo diga nada más lo decidamos.
               Arqueé una ceja.
               -Debe de encantarle toda esta situación-comenté con amargura. Alec le dio besos a su madre y se despidió de ella por los dos. Me apoyé con ambas manos sobre la almohada y me quedé mirando la puerta, preguntándome cómo habría sido la conversación entre Alec y mi madre, si ella habría sido muy desagradable, si le habría puesto las cosas difíciles a él.
               Si se habría enfadado al enterarse de que Alec podía quedarse, o si le parecería una buena idea. Las sesiones de terapia avanzaban lentamente, y en parte me daba la impresión de que nos estábamos tomando nuestro tiempo a expensas de ver qué pasaba con Al: si él volvía a casa, puede que no hubiera mucho más que arreglar, ya que yo me pasaría tanto tiempo con él que la convivencia con mis padres se volvería más sencilla por el mero hecho de que sería prácticamente inexistente. En cambio, si Alec se iba, tendríamos que trabajar mucho más para recuperar lo que habíamos tenido en el pasado. Yo me sentiría más sola y necesitaría ser una Malik más que nunca, así que lucharía con más ganas por arreglarlo.
               A mis padres les interesaba que Alec no estuviera. Era evidente. En cambio, no estaba tan segura de que a no me interesara. Pero tenía que poner sus intereses por delante de los míos; él ya había hecho bastantes sacrificios por mí.
               -No tenemos por qué hablar de esto ahora mismo si tú no quieres-dijo, besándome el hombro-. De hecho, si prefieres distraerte… se me ocurren un par de cosas que podemos hacer-me guiñó el ojo, seductor, y yo suspiré.
               -Casi cuela.
               -Vaya-chasqueó la lengua-, ¡¡y yo que tenía pensado dejar que pasara el día de coger el avión y que ya no te quedara más remedio que aguantarme! En fin-se encogió de hombros con gesto casual, como si lo que estábamos a punto de hablar no fuera a perfilar el rumbo de nuestras vidas durante el próximo año-, ¿qué quieres hacer?
               -¿Nos vestimos y vamos a una cafetería?-sugerí. De repente me apetecía horrores salir de la habitación para no contaminarla con nuestras preocupaciones: el piso de mis padres se había convertido en mi espacio seguro, y lo que iba a pasar a continuación podía ir o muy bien o muy mal.
               -¿Por qué una cafetería? Podemos pedir algo a domicilio.
               -En una cafetería no vamos a distraernos y dejar la conversación a medias-le dije, encogiéndome de hombros y apoyándome de nuevo sobre la almohada. Alec parpadeó.
               -Como si no tuvieran que tener baños por ley-soltó, y yo me eché a reír. De repente me di cuenta de lo absurdo que era el tratar de proteger la habitación de la conversación, cuando incluso si llegábamos a una conclusión dolorosa para mí, ambos seríamos felices. Significaría que íbamos a apostar por nosotros al largo plazo.
               No había nada de lo que estuviera más segura que de Alec formando parte de mi vida hasta el final de mis días, pero sólo conseguiría que para esos días faltaran aún muchas lunas si poníamos la verdad por delante.
               Así que recogí su camisa del suelo y me abotoné hasta el último botón, plenamente consciente de que no había vuelta atrás. De que se había acabado esa espiral de sexo desquiciado a la que nos habíamos lanzado para no enfrentarnos a esa conversación que teníamos pendiente; el elefante en la habitación. O, más bien, el país en la habitación.
                Me coloqué el pelo tras las orejas mientras él se sentaba a lo indio por debajo de las sábanas, ahora frente a mí, y entrelacé las manos sobre mi regazo.
               -No sé muy bien cómo tenemos que hacer esto-confesé, y él se relamió los labios.
               -A mí no me mires; aunque lleve más tiempo yendo a la psicóloga que tú, creo que no llevo el tiempo suficiente como para saber cómo llevar la conversación.
               Asentí con la cabeza y me miré las manos. Alec seguía con la vista puesta en mí, expectante. Yo traté de poner en orden mis ideas: ¿cómo se suponía que íbamos a hablar de esto? ¿Cómo podíamos decir lo que sentíamos sin condicionar al otro?
               ¿Cómo esperar que todo esto fuera bien y consiguiéramos lo que queríamos cuando ni siquiera sabíamos por dónde teníamos que empezar?
               -Creo que esto no va a funcionar así-murmuró, y yo levanté la vista y lo miré. Entonces, se inclinó hacia mí, me rodeó la cintura con los brazos y me tumbó sobre la cama, a su lado, abrazada a él.
               No pude evitar esbozar una sonrisa agradecida. Pues claro que él siempre iba a cuidarme y sacar lo mejor de mí.
               Y yo iba a sacar lo mejor de él, estaba segura. Le pasé los dedos por sus cicatrices, aquellas marcas de cuánto me amaba, hasta el punto de que era capaz de volver de entre los muertos por mí. De repente fui consciente de una cosa: si lo hacíamos a nuestra manera, íbamos a estar bien. Si lo hacíamos a nuestra manera siempre estábamos bien. Aquí no había ningún guión que seguir, ninguna línea roja ni ninguna negociación. Éramos sólo dos personas profundamente enamoradas poniéndose al día de sus rutinas, de las que se habían escapado de forma momentánea y a las que, tal vez, regresaran.
               Así que le dediqué una sonrisa dulce y apoyé la cabeza en la almohada, junto a su codo, mientras él me acariciaba la cintura y me miraba como si fuera lo más bonito del mundo; estaba claro que en su casa no tenía ningún espejo.
               -Quiero saber todo lo que te ha hecho feliz en Etiopía-le pedí, cogiéndole la mano y besándole la muñeca, justo por donde le había tomado el pulso tantas veces cuando estaba en el hospital, pues no me fiaba de lo que indicaban las máquinas.
               Y Alec, mi genio de la lámpara particular, me sonrió con dulzura, abrió la boca y empezó a hablar.
                
                
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1 comentario:

  1. Bueno me meo viva con este capítulo en el que podria resumirse en: sexo-imbeciles en el metro-sexo-sherezade tocando los huevos-sexo-annie- sexo- vamos a calmarnos kejdjdjdjsjsjd
    Me ha dado cosita el final del capítulo por lo que se significa que vayan a hablar ya de todo. Me produce un poco de ansiedad saber como vas a resolverlo sabiendo que Alec si se vuelve y que ahora todo el mundo guarda esperanzas de que no lo haga. Presiento que me voy a enfadar si o si con la reaccion de sherezade y zayn porque ya lo de “querer saberlo la primera” me ha tocado los huevos cosa mala. Una rencorosa si soy.

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