domingo, 23 de junio de 2024

El país en la habitación.


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¿Cómo iba a no hacerlo? Estaba tan preciosa que no tenía escapatoria; le concedería todos sus deseos, incluso si supusieran la destrucción de ambos. Mi existencia apenas me importaba, más allá de lo necesario que me había vuelto para su felicidad; pero, por lo demás, yo no tenía nada de valioso más allá de lo que le sirviera a Saab.
               Estaba arrebatadora, con mi camisa y mis besos por todo su cuerpo. No podía no decirle lo que me había pasado en Etiopía.
               -Ni siquiera sé por dónde empezar-confesé, encogiéndome de hombros mientras me pasaba una mano por el pelo y la dejaba caer a mi lado. Sabrae se relamió los labios, paciente, y me miró con la ternura e inocencia de un corderito que no sabe que va a ser sacrificado al día siguiente para la salvación de toda una nación, y que simplemente está disfrutando de una preciosa noche en el campo junto a su madre-. Seguramente soy un estúpido por pensar que no tenías razón con respecto a mis encantos, y que Valeria no iba a doblegarse a lo que yo quisiera, pero… bueno, todo es distinto desde que volví hace tres semanas. Es como si el campamento estuviera esperando, dormido, a que algo pasara, y no lo supiera nadie hasta que no ha pasado. Las mujeres…-se me quebró la voz, y Sabrae me cogió de la mano y besó la unión de nuestros nudillos, la frontera más pacífica que hubiera conocido la historia-. Estaban ansiosas por que regresara para darme un montonazo de cosas. Por supuesto, no es que me interese lo que quieran darme, ni nada por el estilo. Es decir, lo agradezco un montón, pero… no salvé a ese niño pensando en que fueran a darme algún tipo de retribución. Lo hice porque era lo correcto, Saab-dije, clavando los ojos en ella, deseando que en mi mirada viera todo lo que yo había tratado de rechazar de mis demonios. Sabía que en mis momentos más bajos mis demonios regresarían para decirme que siempre había pensado en las consecuencias que tendría lo que había hecho, que nadie se lanza de cabeza en un pozo por un niño que no conoce en un país en el que nadie habla su lengua, y que yo no me merecía la gratitud de aquellas mujeres porque mi hazaña no había sido desinteresada. Sabía que puede que hubiera gente en el voluntariado que pensara eso mismo, aunque no se atrevieran a decírmelo porque ahora me había vuelto una especie de “protegido” de Valeria, y era claramente su ojito derecho.
               Sabía que el tío que Sabrae había creído hasta hacía un año que era, y el resto de Londres todavía lo pensaba, seguramente habría salido del pozo con una chulería mal disimulada, porque no había nada que le gustara más que hacerse el héroe. Los regalos de las mujeres encajaban demasiado bien con la máscara que había llevado puesta durante tanto tiempo que bien podría haberse convertido en mi personalidad real.
               Desde luego, habría sido así si no fuera por Saab.
               -Aun así, creo que mi pequeña intervención ha tenido sus ventajas. Quiero decir, más allá de que el niño ahora está vivito y coleando, evidentemente. Incluso aunque hay veces que pienso que es una molestia que se toman por alguien que no se la merece, porque cualquier persona decente habría hecho lo mismo que hice yo…
               -¿Te refieres a saltar al pozo?-preguntó Sabrae, y yo me relamí los labios y asentí con la cabeza.
               -Sí.
               -Creo que sigues subestimando tu propia bondad, Al. Seguro que no eras el que más cerca estaba del pozo cuando el pequeño se cayó, y sin embargo tú eres el único que saltó-murmuró, acariciándome la mandíbula con gesto distraído. Tenía los ojos brillantes, con una luz que hacía mucho tiempo que no veía en ellos, y me rompió el corazón identificarla como el bien raro y escaso en que se había convertido, pues aquella luz era su felicidad.
               Estaba feliz y a salvo en aquella habitación, disfrutando de mi compañía y de no tener que preocuparse por nada más que escucharme con atención e imaginarme en todos aquellos recuerdos bonitos que injustamente había creado sin ella. Aun así, yo no podía mirar a Etiopía con ningún rencor en ese aspecto, no cuando las últimas tres semanas me habían dado tanto.
               A mi ausencia, tal vez, pero a Etiopía no.
               Al menos, de momento. No hasta que Saab no me dijera qué tal había sido su periodo de prueba.
               -Creo que fui el más rápido en saltar-respondí, encogiéndome de hombros y capturando su mano con la mía-. Pero estoy seguro también de que no habría sido el único.
               -Pero sí el primero-respondió, besándome la palma de la mano y acomodándose de nuevo sobre la almohada, recordándome a todas las pinturas de las vírgenes de pelo dorado y piel nívea a las que les habían dado esos atributos precisamente porque si las pintaban como era Sabrae, todos los creyentes se volverían locos ante su belleza-. Sigue.
               Carraspeé y continué con mi relato.
               -Cuando llegué y vi la montaña de frutas que habían dejado en mi cama, no me lo podía creer. Y tampoco me podía creer que los demás hubieran aguantado sin asaltar la oficina de Valeria para pedirle explicaciones, pero después de que yo llegara, todo se vino abajo como un castillo de naipes. Pero en el buen sentido. Valeria decidió ser sincera con todos ellos, decirles lo que les había pasado a las mujeres, y les aseguró que el que se las hubiera mantenido en secreto no tenía nada que ver con ellos. Les dio la opción de unirse a mí para ayudarlas como pudiéramos y todos aceptaron.
               »Y, si te soy sincero, creo que ha sido para mejor. Visto en retrospectiva, me parece que…-tragué saliva, atragantándome de nuevo con mis palabras. Cómo no, en presencia de Sabrae llegaba a confesar cosas que ni siquiera me había permitido plantearme estando lejos de ella. Jamás había dicho esto en voz alta, jamás se lo había insinuado siquiera a Luca o a Perséfone.
               Pero me di cuenta en ese momento, cuando la verdad se aferró con uñas y dientes a mi garganta, de que creía que todo lo que yo había sufrido había merecido la pena. Si no me hubiera escapado para ayudar a Sabrae y luchar por ella, Valeria no me habría castigado impidiéndome volver a la sabana, no habría pasado tanto tiempo en el santuario y puede que no habría estado allí cuando el niño se cayó al pozo, así que no habría sido yo el que lo hubiera salvado (al contrario que mi chica, yo estaba convencido de que los soldados o mis compañeros de la cuadrilla de constructores habrían impedido que al pequeño le pasara una desgracia, pero yo había sido tan impulsivo que no les había dado la opción a demostrar mi teoría), las mujeres no me habrían estado agradecidas y no habrían salido del santuario para demostrármelo, así que mis compañeros no habrían descubierto la verdad y habríamos continuado separados hasta el final de nuestra estancia. Todo seguiría igual, con una firme separación entre ambos campamentos y el consiguiente aislamiento de las mujeres.
               Entendía a Valeria. Entendía que quisiera protegerlas mejor que nadie, créeme.
               Pero también había visto cómo mi madre había poco a poco recuperado el color y la sonrisa sincera que tenía en las fotos de su juventud, antes de conocer al monstruo con el que se había casado, y entendía que, a veces, es necesario que te empujen por la ventana para que todo empiece a ir a mejor. Si no hubiera sido por Dylan, mamá y yo jamás habríamos salido de allí. No conocería a mis amigos, ni a mi increíble novia. Puede que incluso ni siquiera conociera la sensación de celebrar tu décimo cumpleaños con la ilusión de soplar las velas sobre la tarta que te ha hecho tu madre con todo el amor del mundo, especial como la ocasión en la que dejas de apagar una llama solitaria para añadir otra a la ecuación.
                 Valeria se había equivocado, aunque lo hubiera hecho con toda la bondad del mundo. Y si no fuera por mí, jamás lo habríamos descubierto.
               Sabrae esperaba con paciencia, los ojos abiertos y expectantes, pero tranquilos. Era como si viniera de un mundo en el que ya hubiéramos mantenido esta conversación y ya supiera lo que yo iba a decir a continuación.
               -… me parece que lo bien que va ahora el voluntariado merece lo jodido que estuve yo después de volver de verte la primera vez.
               Sabrae asintió con la cabeza, la mirada perdida en algún punto de mi pecho mientras jugueteaba con sus colgantes: paseó las uñas por las cadenas de ambos colgantes alternativamente, como si fueran el cabo que sostenía el ancla con la que se mantenía conectada con la tierra.
               -Con esto no estoy diciendo que creo que mereciera lo jodida que has estado tú-añadí, porque necesitaba que lo supiera. Lo dije inclinándome hacia ella un poco más de forma instintiva, como si necesitara que el espacio que había entre nosotros se redujera porque sentía que nos estábamos distanciando, a pesar de estar literalmente pegados por debajo de las sábanas.
               Saab me dedicó una sonrisa diplomática, pero también triste.
               -Ya lo sé. No te preocupes, mi amor.
               -Lamento mucho todo lo que has tenido que pasar estos últimos meses, de verdad.
               -No hablemos de eso ahora-respondió, también con diplomacia, poniéndome una mano en el pecho y negando despacio con la cabeza-. Ya habrá tiempo de hablar de lo que ha estado pasando aquí. Sigue, por favor.
               -Después de eso, Valeria me dijo que podía volver a la sabana, y…-me relamí y negué con la cabeza, perdido en mis pensamientos, en la miríada de recuerdos dorados que me poblaban la mente y que, de acuerdo, quizá me hicieran echar aquella inmensidad de menos. Nunca me había disgustado Londres ni lo recortado del cielo, que hacía valiosa cada nube que se asomaba por entre los rascacielos en el centro de la ciudad; pero siempre me había sentido más en casa en Mykonos, cuando podía mirar en una dirección y recordar lo pequeños que éramos yo y mis problemas comparados con la magnitud del mar. Todo iba tan rápido en Londres, y había tan pocas cosas que me hicieran daño en Mykonos…
               Y, a pesar de que en la sabana estaba más bien en la parte baja de la cadena alimenticia, nada me hacía sentir más libre y más a salvo que la Vía Láctea sobre mi cabeza, más sanado que cuando sentía la hierba en mi espalda, más en sintonía con el mundo que en la canción que nunca acababa de los sonidos de los animales que corrían en libertad por unas tierras que los hombres no podíamos reclamar como nuestras, porque no lo eran. Allí sólo estábamos de paso.
               Todo aquello era sencillamente hermoso, y despertaba en mí cosas parecidas a cuando estaba con Sabrae, solos los dos, sonriéndonos y besándonos, puede que después de hacer el amor, puede que antes, o puede que entremedias; o puede que sin la más mínima intención de hacerlo.
               Por supuesto que iba a disfrutar de la sabana, cuando su gama de colores giraba en torno al dorado, exactamente el mismo color que tenía el vínculo que me unía con la persona más importante y especial que ha existido ni existirá jamás.
               Creo que la felicidad no es algo que haya que ocultar, incluso aunque la hayas experimentado lejos de alguien a quien amas profundamente. Saab se merecía mi verdad, se merecía escucharlo, porque aunque estuviera más que dispuesto a renunciar a todo lo que tenía en Etiopía y no reprochárselo jamás, me di cuenta de una cosa: ella había tenido razón cuando dijo que aquella era una decisión que teníamos que tomar entre los dos. Nos afectaba demasiado a ambos, y estábamos en un punto en el que era más importante que nunca ser sinceros el uno con el otro.
               No me arrepentía en absoluto de no habérmelo pensado cuando me pidió que me quedara y yo le dije que lo haría, porque de verdad que estaba dispuesto a ello. Más que dispuesto. Echaría terriblemente de menos Etiopía, pero podía renunciar a mil sabanas, a mil vidas de plenitud haciendo algo que me gustaba y que encima se me daba bien, porque yo tenía un único propósito en la vida, y ése era hacer lo que más me gustaba y lo que mejor se me daba: querer a Sabrae.
               Todo lo demás era secundario.
               La cuestión era que no podría mentirle ni aunque quisiera, cosa que ni siquiera era así, porque no quería perderla. Y me hacía tan feliz tenerla a mi lado que todo me gustaba mucho más; incluso pensar en Etiopía, donde estaba a miles de kilómetros de ella, simplemente porque sería suyo hasta mi último aliento.
               Seguramente incluso después, si ella estaba en lo cierto y yo me equivocaba y había vida después de este cielo que me habían concedido por permitirme ser su elegido.
               Por eso se lo estaba contando: porque las sábanas se parecían demasiado a las nubes, porque estábamos en las alturas, y porque creía de corazón que no había nada que pudiera echarnos abajo. Era un dragón experimentado surcando los cielos con un jinete joven y con miedo a las alturas; tenía que asegurarme de que escuchara conmigo la canción del viento y de convertir esta libertad en nuestra rutina.
               -Si pudieras ver los colores, Sabrae. Qué colores. No hay nada que le haga justicia; ni las fotos, ni los vídeos que vi para elegir el destino, ni nada. Es precioso, simplemente precioso. Y los animales… te sientes tan pequeño ahí fuera, y sin embargo te vuelves tan grande cuando te conviertes en la barrera que hay entre un cazador furtivo y un animal protegido, o cuando te miran con confianza, como diciendo “confío en ti” mientras intentas ayudarlos a escapar de las trampas que les tienden… es indescriptible. Me encantaría que hubieras podido verlo. Creo que te encantaría, y que te enamorarías de Etiopía en cero coma.
               Se mordió los labios; tenía los ojos un poco húmedos.
               -Creo que podría enamorarme simplemente escuchándote hablar de ella.
               Sonreí y le di un beso en la frente, conmovido por su emoción. Podía tenerle envidia o guardarle rencor al país por creer que le había arrebatado a su novio, pero en su lugar, celebraba mi felicidad como si fuera la suya propia, y escuchaba cómo cantaba las alabanzas de aquel lugar que me había arrancado de sus brazos durante tres meses larguísimos.
               Dios, realmente no me la merecía.
               -Aun así, todavía recuerdo cuál es mi hogar-susurré. Metí una mano por debajo de las sábanas y le acaricié el costado-. Pienso en él todas las noches antes de dormirme, y todas las mañanas nada más levantarme. Si soy feliz allí es porque nos encontramos en mis sueños, Saab.
               -Yo también he sido capaz de aguantar hasta ahora porque soñaba contigo, mi sol-ronroneó, y dejó escapar un gemido cuando mi mano se rindió a mi subconsciente y continuó su trayecto en dirección al hueco entre sus piernas. Abrió la boca y dejó escapar un suave “sí” que le sirvió de banda sonora a sus piernas separándose. La besé en los labios, saboreando mi verdadero hogar, mi verdadero propósito y destino.
               Puede que en Etiopía estuviera genial, pero sólo había un lugar en el mundo que yo pudiera considerar mi casa, y ésa era la cama en la que estuviera acostada Sabrae.
               Ni siquiera teníamos que estar haciendo nada. Ni siquiera teníamos que estar preparándonos para hacer nada o descansando de haber hecho algo, sino simplemente… con estar a mí ya me bastaba.
               Le di un beso en la frente y le acaricié el mentón.
               -Y ahora cuéntame cómo de mal lo has pasado tú.
 
 
Me estremecí de pies a cabeza y contuve el impulso de taparme con la sábana, sintiéndome totalmente expuesta y vulnerable de una forma que no me gustaba lo más mínimo por primera vez delante de Alec. Normalmente cuando yo me quitaba la ropa me sentía mucho más fuerte, curiosamente, simplemente por la reacción que mi desnudez despertaba en su cuerpo, pero ahora…
               Ahora no tenía dónde esconderme. No había nada con lo que engañarle ni tampoco ninguna máscara que ponerme para convencerlo de que mi tristeza no era más importante que su felicidad.
               La parte más egoísta de mí detestaba admitirlo, pero lo había visto plenamente feliz mientras me hablaba de Etiopía; era como si allí hubiera descubierto un nuevo mundo cuyos colores casaban perfectamente con los tonos bronceados y dulces de su piel y sus rasgos, como si hubiera nacido para estar en aquel país del que sospechábamos que yo procedía. Incluso hablando de lo que más le había preocupado y de cómo creía de corazón que no se merecía la atención que había despertado en los demás podías ver lo mucho que disfrutaba de sus recuerdos, y yo no podía quitarle eso. No tenía ningún derecho a pedirle que renunciara a lo primero únicamente bueno que había tenido en su vida después de dieciocho años de luchar como un jabato simplemente porque yo no podía aguantar la primera mala época en serio que me había tocado vivir. Si Alec había sido capaz de aguantar todo lo que le habían echado con anterioridad, yo no podía amilanarme, porque mi sufrimiento no tenía comparación con el suyo. Por descontado, yo no creía que fuera, ni de lejos, tan fuerte como él, pero eso no implicaba que no debiera intentarlo al menos.
               ¿Lo había intentando realmente? Me gustaría decir que no lo sabía, pero viéndolo en retrospectiva, igual que lo había hecho él… la verdad es que lo dudaba. La verdad es que siempre me había aferrado a la puerta trasera por la que yo podía escaparme, y con la que no me había atrevido siquiera a soñar hasta que él no me la había mencionado la última vez que estuvo en casa, y era la posibilidad de que se quedara. Siempre habíamos hablado de que el voluntariado sería difícil para ambos por lo mucho que nos queríamos, por con cuánta fiereza nos echaríamos de menos, por cómo nuestros cuerpos ardían cada día pensando en el otro sin importar si nos despertábamos compartiendo cama o no. Yo le había dado carta blanca de corazón, porque lo que más me importaba de él no era su cuerpo, sino conservar su amor, así que podía tolerar que  compartiera lo superficial con otras chicas siempre que reservara lo profundo para mí; y sabía que él lo había hecho también de corazón conmigo cuando me devolvió ese favor del que yo no tenía la más mínima intención de hacer uso.
               Y, sin embargo, lo que nos había puesto en jaque era algo con lo que ninguno de los dos habría contado jamás. Por eso precisamente debía recordarme a mí misma que tenía que ser más paciente conmigo misma, tratar de improvisar y no acudir corriendo a mi espacio seguro ahora que lo tenía tan lejos; más aún cuando le suponía un sacrificio tan grande a Alec.
               Tenía una luz en la mirada mientras hablaba de Etiopía… me podía imaginar a la perfección de qué tonos dorados se teñía el mundo entero, porque ese mismo dorado era el que ahora resplandecía en sus ojos.
               Debía hacer lo imposible por conseguir que regresara, aunque aquello me destrozara.
               Pero tampoco podía engañarlo. Tenía que convencerlo con argumentos sólidos y puros; de lo contrario, puede que todo esto nos estallara en la cara más adelante. Por mezquina y descontrolada cuando me enfadaba, por lo menos tenía el suficiente don de introspección como para saber cómo me ponía cuando perdía los nervios, y no quería que dentro de unos meses, o unos años, o unas décadas, Alec y yo estuviéramos discutiendo y yo le soltara alguna barbaridad sobre cómo le había mentido para que se fuera a vivir su vida en Etiopía mientras yo sufría en Inglaterra.
               Le tenía demasiado amor como para arriesgármelo de esa manera.
               Le tenía demasiado respeto como para no creer que se merecía mi sinceridad.
               Le estaba demasiado agradecida por lo sincero que había sido conmigo, diciéndome cómo lo había pasado a pesar de saber que yo no compartía en absoluto su experiencia y que puede que me hiciera sentir mal y desplazada de su vida, como para no pagarle con la misma moneda.
               Me revolví debajo de él, mirándole el pecho y moviendo una mano por debajo de las sábanas como si estuviera en la orilla del mar, jugando con unos pececillos de colores que se habían acercado a comprobar si yo era la primera sirena con piernas de la historia de la humanidad.
               -Puede que exagerara un poco anteanoche-murmuré, y Alec giró un poco la cabeza y me dedicó una sonrisa indulgente.
               -Mentirosa-respondió en tono suave, íntimo, y yo me reí por lo bajo, pero luego me quedé callada, tratando de ordenar mis pensamientos.
               -Lamento muchísimo haberte puesto en el apurón de tener que decirme que sí que te quedarías sin tener siquiera la ocasión de contarme cómo te ha ido en Etiopía las últimas semanas.
               -Saab, soy tu novio-respondió, acariciándome el nacimiento del pelo con dedos distraídos. Esas dos simples palabras, “tu novio”, tuvieron un efecto analgésico en mí. Al menos mi vida no se había desmoronado del todo en el aspecto que más me importaba, y ahora sabía que lo tendría de mi parte siempre, incluso si me daba por subirme a lomos de un dragón y reducía a cenizas una ciudad entera. Él siempre sería indulgente conmigo, no importaban mis pecados-. Si yo no te consiento, ¿quién lo va a hacer?
               -Mis padres-me escuché decir en tono triste, jugueteando con sus colgantes. Él hizo una mueca, sus ojos tiñéndose de un dolor que no casaba en absoluto con la felicidad que había habido en ellos, y levantó la cabeza para mirar un segundo mi móvil. Por un instante quise pedirle que me contara qué habían hablado exactamente mi madre y él mientras yo dormía, si le había dicho algo más después de que él le dijera que nos estábamos pensando si se quedaba o no.
               Pero ésa no era batalla que tuviéramos que librar ahora. De momento teníamos mis demonios frente a nosotros, y eran nuestra primera prueba.
               Alec volvió a bajar la vista hacia mí, y yo no me atreví a mirarlo. Seguí toqueteando el anillo que le había regalado y que todavía llevaba prendido del cuello, y me pregunté si lo llevaría puesto en Etiopía, si no se lo quitaría ni para dormir, si se lo tocaría como lo estaba haciendo yo ahora mientras miraba las constelaciones y se acordaba de cómo se nos había clavado en el pecho mientras hacíamos el amor en Mykonos.
               -¿Te siguen tratando igual que antes de que yo me fuera?-preguntó, y yo negué despacio con la cabeza.
               -Lo intentan. Pero… yo no les dejo-confesé, y Alec esperó con paciencia. Me acarició el pelo, y siguió haciéndolo cuando yo giré la cabeza y me quedé mirando la pared. No podía llorar delante de él. No podía. Si lo hacía, no habría nada que pudiera hacer para convencerlo de que se marchara.
               -¿Por qué?-preguntó al fin, limpiándome las lágrimas con el dorso de la mano. Se tumbó de costado de nuevo junto a mí, me acarició el vientre, pasó por entre mis pechos y siguió las líneas de mi cuello hasta, finalmente, colocarme dos dedos en el mentón y girarme el rostro, de manera que volviera a mirarlo.
               Lo hice a través de una cortina de lágrimas, lo cual no era nada justo. Era demasiado guapo para que nadie lo mirara de cualquier otra forma que no fuera en alta definición. Y era mío, sorprendentemente. Un extraño sentimiento de amor incondicional brotó en mi interior, abriendo sus pétalos en medio de la marejada que agitaban mi miedo y mi vergüenza.
               Era la primera vez que reconocía, ante alguien o ante mí, que yo sabía que no estaba haciendo todo por arreglar las cosas con mis padres. Fiorella me lo había intentado sacar un par de veces, pero yo siempre me había cerrado en banda y me había negado a hablar de que puede que estuviera marcando demasiado las distancias porque sentía que había traicionado a Alec hablando de mi adopción con papá y mamá, cuando con él jamás había sido un tema tabú.
               En cambio, ahora… simplemente no podía mentirle, y no mintiéndole a él tampoco me engañaba a mí misma.
               -Creo que necesito que me pidan perdón por todas las cosas horribles que han dicho y han pensado de ti-confesé, y aunque parecía que estuviera echando balones fuera por convertirlo a él en la principal fuente de discordia con mis padres, en realidad no podía ser más sincera con todo el mundo. Podía perdonarles a papá y mamá infinidad de cosas, pero no la facilidad con la que se habían vuelto contra Alec en cuanto las cosas se habían torcido un poco-. Me duele muchísimo que hayan ido en tu contra-hipé, y le puse una mano en la mejilla-. Tú eres lo único sagrado en mi vida-confesé, aunque él ya lo sabía. Le había dicho mil veces cómo él me había hecho creer más en Dios, cómo me lo imaginaba con su rostro, aunque no debería imaginármelo de ninguna manera-, y ellos no lo han respetado. No se me ocurre cómo podré perdonarles que hayan intentado meterse entre nosotros sin contemplaciones. Puede que no sea capaz de hacerlo nunca. Así que…-me encogí de hombros, avergonzada-, creo que no me permito abrirme del todo con ellos por eso. Creo que, dentro de mí, sé que necesito que hagan algo que nunca harán por nosotros.
               Me limpié las lágrimas con el dorso de la mano y me encogí de nuevo de hombros, sintiendo una sonrisa triste aflorarme en la cara. No debería esbozar sonrisas tristes delante de Alec, y sin embargo aquí estaba.
               Él me dio un beso en los labios y me acarició la cintura. Me pasó una mano por la mejilla y la dejó descansar allí, de manera que su pulgar trazaba surcos en mi mejilla, como si supiera que la roca que tenía ante él no era en realidad una roca, sino una obra de arte a la que el tiempo no había tratado especialmente bien.
               -Yo no soy un estandarte que blandir en la batalla, Saab-murmuró con ternura, todo compasión y comprensión. Me odié a mí misma por no haber tenido siempre presente que éste era el verdadero Alec, y no el que había pensado que me había traicionado cuando Perséfone lo besó en Etiopía.
               Debería haber sido más lista. Si así fuera, no estaríamos ahora metidos en este lío, con Alec pensando en quedarse y yo rompiéndome la cabeza tratando de idear la manera de que se marchara. Debería haber disfrutado del voluntariado desde el principio, jamás debería haber descubierto la cara oculta del rencor de Valeria, ni tampoco deberían haberlo castigado por tener que comportarse como el mejor novio del mundo y atravesar dos continentes para reunirse conmigo y convencerme de que no se merecía que yo lo dejara. No debería haberle hecho luchar por nuestra felicidad, ni ponerlo contra las cuerdas con mis padres.
               Debería haber recordado que mi hábitat natural era precisamente ése: en una cama, tumbada a su lado, el mundo al otro lado de la pared, completamente olvidado.
               -No puedo renunciar a ti-gemí. La sola idea de que estuviera sugiriéndome exactamente eso bastaba para que me dieran ganas de levantarme de la cama, abrir la ventana y arrojarme al vacío de la ciudad que me había visto nacer, encontrar a mi familia, crecer, y enamorarme. ¿Para qué me había dado todo eso Londres, si luego iba a arrebatármelo por no conseguir retener la suficiente belleza entre sus calles de manera que Alec la buscara en otro lugar?
               -De vez en cuando puedo ser una bandera blanca también-replicó, negando con la cabeza y besándome la frente, y yo me eché a llorar. Era tan bueno que él sí estaba dispuesto a renunciar a que mis padres le acogieran con buenos ojos en casa, a sentirse bienvenido en un hogar que no era el suyo, a no tener que pedir permiso cada vez que entrara por la puerta.
               A pesar de que no se merecía presenciar ese espectáculo, me dejó que me desahogara mientras me acariciaba la frente y el mentón con los dedos y con la mano, y me dio besos hasta que conseguí calmarme lo suficiente para volver a la conversación.
               -Dime qué tal lo has pasado estas semanas, bombón.
               Me revolví debajo de él, desnuda y vulnerable bajo su atenta mirada, y me recordé que no debía tener miedo de mi pasado, ni el provocado ni el sufrido.
               -Cuando tú te fuiste…-tragué saliva y me mordí el labio. Era vergonzoso cómo me había comportado como si mi marido recién estrenado se hubiera ido a la guerra para no volver, pero así me había sentido cuando me había quedado sola: totalmente desamparada, abandonada en un mundo que me era extraño y hostil-. Estuve unos días sin pasar por casa. No me apetecía ir. No quería-le pasé un dedo por la cicatriz del pecho y levanté la vista por fin, atreviéndome entonces a encontrarme con las emociones que le estuvieran cruzando por la cabeza. Sin embargo, Alec sólo demostraba paciencia mezclada con expectación-. Me molestó mucho cómo se comportaron con nosotros cuando fuimos a decirles que habíamos decidido que te marchabas. Me esperaba más de ellos, la verdad. Así que estuve por tu casa, estuve en el cobertizo de Jordan… hasta que Scott fue a buscarme y me dijo que yo también había puesto mi granito de arena para que las cosas estuvieran mal. Que estaba viendo monstruos donde no los había, y que mamá y papá no eran tan malos como yo aseguraba.
               -¿Eso te dijo Scott?-preguntó Alec, acariciándome el nacimiento del pelo, y yo asentí con la cabeza, y yo asentí.   
               -Sí-dije.
               -Ya hablaré yo con tu hermano, entonces-respondió con semblante duro-, porque él no ha estado ahí siempre y no sabe cómo nos hablan cuando creen que nadie les escucha.
               -¿Por qué dices eso?-intenté incorporarme, pero él sólo me dejó hacerlo hasta quedar apoyada en mis codos-. ¿Te ha dicho algo mi madre mientras hablabais por teléfono?
                Alec suspiró.
               -Igual tu hermano tiene razón y me lo estoy inventando, porque ya sabes que yo me cabreo enseguida cuando se trata de la gente que me importa; y tú lo haces muchísimo, así que contigo tengo la mecha cortísima. Pero…
 
 
Estaba tumbado a su lado, aún cubierto en su sudor, con manchas de su maquillaje por todo el cuerpo. Sabía que hacían miles de pruebas para demostrar que la fijación era como la de una pintura rupestre hecha a prueba del paso de los milenios, pero la publicidad de los fijadores de ciertas marcas no podía ser más engañosa: no podían garantizarles a las chicas que su maquillaje fuera a estar perfecto sin importar lo que hicieran durante las horas que ellos ofrecían, porque cuando se cruzaban conmigo, yo siempre me las apañaba para poner esos productos al límite.
               Seguramente todos los presidentes de las principales compañías cosméticas jugarían a los dardos con una foto de mi cara si me conocieran, pero, incluso cuando tenía a una de las industrias más poderosas e influyentes tras de mí, no podía estar más feliz.
               Ya era de día, y la luz de primera hora de la tarde se colaba por las rendijas de debajo de la puerta. Su móvil debía de echar de menos mis mensajes recibiendo el nuevo día; aquellos que había programado con meses de antelación para que todo no se le hiciera tan complicado. Sabrae dormía profundamente a mi lado, desnuda y feliz, con las marcas de mis dedos y mis dientes por todo el cuerpo. No había sido nada amable ni cuidadoso con ella, pero a ninguno de los dos nos había importado lo más mínimo. Estábamos como desquiciados.
               Sabía que estaba agotada: eso era lo único que me impedía despertarla con besos, ponerme encima de ella y separarle las piernas. Puede que incluso ni siquiera lo hiciera en ese orden; ya habíamos hablado varias veces de que nos gustaría que el otro nos despertara con sexo (oral o con penetración, a su elección) si se cansaba de esperar a que despertáramos por causas naturales, pero mis ganas de ella no ganaban contra mis ganas de que descansara. Habían sido dos días muy intensos, y se merecía ese rinconcito de paz.
               Por eso me cabreé tanto cuando su móvil empezó a sonar en la mesita de noche. Lo capturé a la velocidad del rayo, y miré de reojo el nombre de la persona que trataba de interrumpir el sueño de Sabrae antes de deslizar el dedo por la pantalla para descolgar.
               Mamá.
               Sabrae se revolvió en la cama, y una de sus manos me buscó en medio del sueño mientras yo me incorporaba.
               -Hola-dije en voz baja. Puede que mandar a tomar por culo a mi suegra por todo lo que había hecho que nos pasara las últimas semanas, por todo lo que le había hecho a Sabrae desde que yo me había ido, fuera lo que más me apetecía, pero no quería discutir con ella mientras Sabrae dormía. No sabía hasta qué punto se había portado mal con mi chica, y quería asegurarme de no pasarme ni un pelo. Tenía tendencia a ponerme de más mala hostia cuando le hacían daño a alguien a quien yo quería, así que imagínate las ganas que tenía de pillar por banda a Sherezade.
               -Sabrae-dijo Sherezade al otro lado de la línea. No se me escapó el tono asustado de su voz, y eso fue lo único que consiguió aplacarme. Algo dentro de mí se desencajó, como avisándome de que algo iba mal.
               Sherezade se había puesto histérica cuando Sabrae dejó de dar señales de vida durante el cumpleaños de Tommy, pero en cuanto le había dicho que yo había estado con su hija, había centrado su atención en lo egoísta que había sido mi chica por no decirle con quién andaba. Puede que no le gustara para Saab y puede que no le hiciera ni pizca de gracia que estuviera por ahí conmigo, pero por lo menos me creía cuando le decía que yo no dejaría que nadie le hiciera daño.
               El único lugar en el que Sabrae estaría más segura que conmigo sería en un búnker nuclear.
               -No, soy Alec.
               -Ah. Hola. ¿Estás con Sabrae?
               Directa a lo que le importa. No podía juzgarla, aunque me hacía gracia que ahora estuviéramos en esos términos cuando la única razón por la que la defensa de mi padre no me había subido al estrado para tratar de hacerme declarar que mi madre estaba loca y que él era un padre ejemplar era que Sherezade había redactado en tiempo récord un memorando de cien páginas con estudios avalados por colegios de psicólogos a lo largo y ancho del mundo que sostenían que mi testimonio no sólo no sería concluyente por mi corta edad cuando había sucedido todo aquello, sino porque podría tener consecuencias irreversibles en mi psique. Yo le había importado muchísimo cuando era el hijo de una íntima amiga suya.
               Aparentemente ahora ya no tenía apenas relevancia a pesar de que salía con su hija.
               -Está durmiendo-respondí, esperando que eso la tranquilizara lo suficiente para que se callara la boca y me pidiera que la llamáramos cuando Saab se despertara-. Está bastante cansada.
               Me acerqué hasta la puerta para no molestarla miré hacia Sabrae, que parecía estar intentando despertarse para mirarme y pedirme el móvil.
               -Mm-murmuró, revolviéndose bajo las sábanas.
               -¿Está bien?-preguntó Sherezade con un punto de histerismo en la voz, y si Sabrae no hubiera estado dormida, me habría puesto a gritarle que por supuesto. Que puede que mi ansiedad me hubiera jugado una mala pasada en agosto, pero yo jamás permitiría que Sabrae lo pasara mal estando conmigo.
               -Sí, ella está bien.
               -¿Me lo juras?-me presionó.
               -A ver-me envaré-, si quieres, la despierto y hablas tú con ella-sentencié.
               Como si hubiera notado la tensión que manaba de mí porque yo no era capaz de controlarla, Sabrae se dio la vuelta en la cama. Estaba buscándome, decidida, incluso inconsciente, a luchar contra lo que fuera que me estaba poniendo así.
               Me senté a los pies de la cama y el efecto analgésico fue inmediato para ambos: yo me tranquilicé, y Sabrae dejó escapar un suspiro de cansancio y alivio. Volvió a murmurar por lo bajo y se encogió bajo las sábanas, estirando instintivamente los pies en mi dirección cuando yo le puse una mano sobre ellos.
               -No va a ser necesario-respondió Sherezade en voz baja, como si creyera que había puesto el manos libres como un subnormal-. Simplemente… ha pasado… bueno, hace bastante que no sabíamos de ella y queríamos saber si todo estaba bien.
               -Vale.
               -No pretendíamos molestaros-añadió, y… sorprendentemente, no había retintín en su voz. O se había vuelto toda una experta disimulándolo, que también podía ser-. Entonces, ¿estáis los dos bien?
               -Sí, no te preocupes-qué educada, preguntando por mí también. Después de todo, las sesiones de las que me había hablado Saab debían de estar dando resultado-. Todo está bien.
               -Esta noche pasada habéis estado de fiesta. ¿Algo destacable con respecto a mi hija que creas que debería saber?
               A ver, a ver… si me estás preguntando si nos hemos dedicado a hacernos unas rayas entre polvo y polvo, siento decepcionaros a ti y a tu Causa Contra Mí, pero la respuesta es no. Aparte de los bailes y el sexo desenfrenado, la noche había sido bastante vainilla, en ese sentido. Sí, mis amigos se habían emborrachado; sí, Diana incluso se había metido unas rayas (venía precisamente del baño cuando me la crucé y le pedí el condón que usamos en el cuarto morado del sofá, pero me había pedido que no le dijera nada a Tommy y, por extensión, yo no pensaba decirle nada a nadie), pero Sabrae y yo nos habíamos portado, la verdad. Aunque sí habíamos ido un poco achispados a follar, no nos habíamos emborrachado demasiado porque nuestra intención había sido hablar a primera hora de la mañana de lo que haríamos con mi voluntariado, y luego… bueno… habíamos terminado yendo por el camino del sexo sin control.
               Pero no, dentro de nuestra bacanal particular no había habido sitio para las drogas. Además, Sabrae no estaba enganchada, ni mucho menos. Hasta donde yo sabía, la única vez que se había tomado algo había sido en aquella infame fiesta, y porque no se había visto capaz de hacer nada con ningún otro chico estando en sus cabales.
                -No-respondí, y Sherezade soltó un Señor Suspiro de Alivio™ al otro lado de la línea-. Simplemente está cansada. Pero no ha bebido demasiado.
               -De acuerdo. Me quitas un peso de encima, Alec, la verdad.
               -Mm-respondí yo. La verdad es que no me interesaba quitarles pesos de encima a mis suegros después de todo lo mal que se lo habían hecho pasar a mi piba, pero supongo que simplemente no puedo dejar de ser el personaje principal en todas las historias en las que aparezco.
               -Mm-murmuró Sabrae, y yo me giré hacia ella y me levanté. Creo que estaba escuchando la voz al otro lado del aparato, de modo que tenía que poner un poco de distancia entre ella y su madre para que pudiera descansar. Quién sabe las cosas negativas que la voz de su madre podía despertar en ella.            
               -Por cierto-añadió Sherezade como quien no quiere la cosa-, ha llegado a mis oídos que te estás planteando no volver al voluntariado. Cuando toméis una decisión al respecto, me gustaría que nos lo dijerais. ¿Podríais?-preguntó, y yo fruncí el ceño. ¿A esta qué coño le importaba que yo me quedara o me fuera? Seguro que haría lo posible porque mi vuelta no le afectara lo más mínimo en la rutina que tenía establecida con Sabrae. Claro que yo le haría todo mucho más difícil para presentarme como el villano si estaba con su chica y le rebatía cada argumento simplemente por existir, pero…
               ¿Quién se lo había dicho? ¿Tendría que romperle la cara a Scott por bocazas nada más verlo? ¿Y a qué el interés y ese tonito educado, como si no estuviera en juego el futuro más inmediato de la vida de su hija?
               ¿Quién coño se creía esta zorra para pedirme que le fuera con las noticias como quien le pide a un camarero un terroncito de azúcar extra para echarse en el té?
               -Me figuro que todavía tendréis que hablarlo-continuó Sherezade al escuchar mi silencio-, pero estoy segura de que entenderás mi interés por saberlo. Después de todo, afecta bastante a mi familia.
               Y tanto que sí.
               -Vale-cedí-. Seréis los primeros en saberlo. Pero comprenderéis que ahora mismo no me corre demasiada prisa. Sabrae está muy cansada, y estoy seguro que entenderás mi interés en que lo pase lo mejor posible durante el mayor tiempo posible-la pinché-. Eso incluye dejarla dormir. Y darle todo el sexo que me pida-añadí como colofón, hinchándome como un pavo.
               ¿Estaba comportándome como un machito de los que Sabrae detestaba?
               Puede.
               Pero si Sabrae los detestaba era porque Sherezade le había enseñado a hacerlo, porque ella los detestaba también.
               Y seguro que le jodía muchísimo que me hubiera puesto así.
               -Naturalmente-respondió Sherezade con una chulería que me habría hecho lanzarme a por ella si la tuviera delante. No me extrañaba que fuera de las mejores abogadas del país; para ser una picapleitos de primer nivel como ella había que ser un tocacojones de primera, y Sherezade lo era. Bey también; al menos tenía el futuro garantizado-. Me imagino que la fecha límite está en cuando salga tu avión, ¿verdad?
               -Cómo se nota que eres doctora honoris causa, Sher. No se te escapa una.
               -¿Cuándo es eso?-inquirió, y yo me pasé la lengua por las muelas. ¿Por? ¿Quieres saber si tu paquete con bombas llegará a tiempo para hacer estallar el avión cuando levante el vuelo?
               -El dieciséis por la noche.
               -Mm. O sea, mañana-comentó, y a mí me dio una sensación de vértigo increíble. Mañana se decidía mi destino, para bien o para mal. Incluso si Sabrae y yo no salíamos de este apartamento hasta dentro de dos días, la suerte estaría echada. Era una gran cura de humildad el darte cuenta de que el tiempo decidiría por ti si tú no te animabas.
               -Ajám. Apuesto a que estás contando las horas para ver cómo me subo a ese avión, ¿eh?
               Era lo más directo que me atrevía a decirle, pero es que no podía quedarme callado. Igual hasta me estaba haciendo vudú en ese mismo momento.
               -Nada más lejos de la realidad-contestó con diplomacia, mi suegra que me quiere mucho. Puse los ojos en blanco.
               -Ya. Seguro. En fin. Me encantaría quedarme charlando contigo, Sher-ronroneé, e imaginarme su cara de fastidio al escuchar su diminutivo de mis labios fue una pequeña victoria que no iba a desdeñar-, pero creo que toca ir despidiéndose. Yo también estoy bastante reventado, y Sabrae parece muy pequeñita en una cama tan grande como la vuestra.
               Vaya lo que te pasas, Al, me dije a mí mismo, sonriendo para mis adentros.
               -Sí, la verdad es que a mi pequeña no le vendrá mal un poco de compañía. Pero, antes de que nos despidamos, ¿me harías un favor, Al?-ronroneó. Valiente zorra. Me apetecía matarla. ¿Cómo que Al? Su puta madre, Al.
               -Naturalmente-contesté, mirándome las uñas como si pudiera verme-. Pide por esa boquita, reina.
               -Asegúrate de que mi hija no entra en Internet-exigió como, efectivamente, una reina acostumbrada a que su palabra fuera ley, y sus caprichos, el motor que movía el mundo.
               -Como ordenes-respondí, pero Sherezade ya había colgado. Toda una reina del drama, si me preguntáis.
              
 
Fruncí el ceño e hice amago de alcanzar mi móvil.
               -¿Por qué se supone que no puedo entrar en Internet?-pregunté cuando Alec terminó de relatarme su llamada con mi madre, y él se encogió de hombros, pero me dio un manotazo en la mano.
               -La verdad es que no me apetecía una mierda enterarme de a qué Kardashian le ha salido un nuevo hijo ilegítimo o algo así, así que ni siquiera me ha dado por mirarlo.
               -Vamos, Alec. Mi madre puede ser muchas cosas, pero no es una superficial. Si no quiere que mire Internet, debe de ser porque ha pasado algo gordo-dije, tratando de alcanzar mi móvil, pero él lo lanzó al otro extremo de la habitación. El móvil cayó con precisión en el sofá que había en una esquina, rebotó, y se quedó con la pantalla hacia abajo entre sus cojines. Lo miré, alucinada. A veces se me olvidaba que no sólo se le daba bien el boxeo, sino también el baloncesto. Definitivamente había pegado un braguetazo con él.
               -¡Alec!
                -Seguro que no es nada. Debe de haber salido alguna chorrada sobre Scott que creen que te va a afectar, como si tú no conocieras al subnormal de tu hermano-respondió, acariciándome el mentón-. Además, estábamos en medio de una conversación. Ya tendremos tiempo de ponernos al día con las aventuras de PopCrave cuando terminemos.
               Puse los ojos en blanco, pero me dejé caer en la cama, con los brazos cruzados y un mohín en la boca. Tenía que admitir que tenía razón: no había nada más importante que lo que estaba pasando en aquella cama, en aquella habitación.
               -Sigue-me pidió con la misma delicadeza con la que se lo había pedido yo antes. Me costó un poco centrarme en dónde había dejado mi monólogo, pero cuando al fin lo terminé, asentí con la cabeza y me aparté el pelo de la cara. Me tumbé de nuevo sobre la cama y me puse a juguetear con sus colgantes, que pendían a unos centímetros de mi pecho, igual que una gatita.
               -Yo también me molesté con Scott cuando vino a cantarme las cuarenta, pero él me dijo que Shasha estaba de su parte, y… ya sabes que Shasha siempre ha sido la que siempre ha estado ahí para mí. Así que empecé a cuestionarme si no sería yo, que lo estaba exagerando todo un poco. Decidí ir a ver a Claire. Tuve una sesión con ella, y déjame decirte que es buenísima.
               -¿De veras? Vaya. Quizá deba ir a que me trate-bromeó, tumbándose de nuevo a mi lado y dándome un beso en el hombro. Me pasó una mano por debajo del cuerpo y yo metí una de mis piernas entre las suyas.
               Estábamos totalmente enredados el uno en el otro, y yo nunca había estado tan a gusto. Qué guapo era… se me hacía muy difícil no perderme en su belleza.
               -Me ha hecho darme cuenta de que no tenemos sólo un problema. No es sólo que mis padres no te puedan ver, sino que el origen está en por qué yo no quise decirles, bajo ningún concepto, lo que había pasado. Me ha hecho ver que puede que no confiara en ellos como todos necesitamos que lo haga, así que…
               »Se prestó a hacer sesiones conjuntas conmigo y con mis padres. Ella moderaría, junto con Fiorella. Fifi se lo ha tomado bastante bien, a pesar de que es un poco feo eso de que haya ido a otra psicóloga para que me cure.
               -No le debes nada-respondió Alec-. Recuerda que Claire me dijo que no le parecería mal si necesitaba que me tratara otro psicólogo después de cómo me cerré en banda con ella.
               -La verdad es que fuiste muy injusto con ella-asentí, haciendo un mohín como si me estuviera enfurruñando, y Alec abrió los ojos como platos.
               -¡Oye, que estaba enfermo, Sabrae!-protestó, y yo sonreí y le di un beso en la mejilla. Le acaricié el mentón y me lo quedé mirando, maravillada de lo tranquila que me hacía sentir por simplemente respirar a mi lado. Alec también me miró largo y tendido, como deleitándose en mi rostro y viendo en él hasta el último rincón bonito del universo. Me pasó el brazo por debajo de la cabeza y entrelazó sus dedos con los míos-. Cuéntame más-me pidió en mi oído, acariciándome el lóbulo de la oreja con la nariz.
               Me quedé callada, pensativa, ordenando de nuevo mis ideas. Aunque me había dicho que no pensara más en ello, una parte de mí no dejaba de preguntarse a qué se debía lo de que no entrara en Internet. Y me ponía bastante nerviosa, porque sólo podía significar malas noticias.
               Sin embargo, le había prometido a Alec sinceridad. Sinceridad, y también estar presente en la conversación. Él se había sincerado conmigo, había vertido el corazón frente a nosotros para que pudiéramos tomar la mejor decisión; ahora sólo faltaba que lo hiciera yo.
               -Me parece que no estoy haciendo todo lo que podría en las sesiones de terapia-admití, arrebujándome a su lado y apoyando la frente en su pecho desnudo.
               -¿Por qué?
               -Las siento como una traición. Hacia ti-especifiqué, y él se apartó un poco para mirarme con el ceño fruncido.
               -¿Por qué? ¿Por lo de la adopción? Saab, ya te he dicho que no es algo que tenga monopolizado. Puedes hablarlo con quien quieras. De hecho, es bueno que lo hables con tu familia. Después de todo, a ellos también les afecta. Les afecta muchísimo más que a mí, en realidad. A mí me da igual de dónde vengas; lo único que me importa es que estés aquí.
               -Lo sé. Ya lo sé, Al. Pero siento que algo entre mis padres y yo se ha roto y que no vamos a poder enmendarlo. No dejo de pensar que es culpa de ellos que yo reaccionara como reaccioné cuando… bueno, lo de tu primera llamada-me encogí de hombros, enroscando un mechón de pelo entre mis dedos, de un lado a otro, de un lado a otro, de un lado a otro, así hasta enroscarlo del todo y soltarlo a continuación para disfrutar del efecto de muelle que hacía. Ojalá yo pudiera volver a ser como antes igual que lo hacían mis rizos; me vendría bien ser tan adaptable-. Y creo que no lo han hecho nada bien después. Ya no sé qué pensar de ellos, porque por un lado sí que se muestran más amables conmigo, y más cautos, pero… no dejo de preguntarme cuánto de esto es fachada. Y sospecho todavía más cuando se dirigen a ti así-añadí, levantando la vista y mirándolo con el ceño fruncido de pura determinación-. No quiero perdonarles cuando te tratan así. Tú no has hecho nada malo.
               -Me marché sin estar curado y dejé que mi ansiedad me tomara la delantera. Casi te perdemos por eso, Saab-respondió, tomándome de la mandíbula-. Hay muchas cosas que no les perdonaré jamás a tus padres, pero que me guarden rencor por no haber sido capaz de contenerme para no hacerte daño no es una de ellas.
               -No es culpa tuya que yo reaccionara como lo hice. Y tampoco es culpa tuya que yo no me fiara de ellos para no decirles la verdad-contesté, negando con la cabeza y apartándome de su abrazo. Me estiré un mechón de pelo y me quedé mirando sus puntas-. No sé cuántos de sus esfuerzos son de verdad y cuánto son espectáculos para que yo me confíe estando con ellos.
               Él apoyó un codo en la almohada y la cabeza sobre la mano.
               -¿Habéis hablado de mí?
               -De pasada-admití.
               -¿Porque no quieres tú, o porque no quieren ellos?
               -No estoy preparada para escuchar cómo se les llena la boca de bilis cada vez que dicen tu nombre. Las pocas veces que sale, el tono de la conversación cambia radicalmente. Y… no sé. No puedo relajarme en un entorno en el que mi novio es el Enemigo Público Número Uno.
               -A mí me parecías bastante relajada en casa cuando yo estaba allí y era tu Enemigo Público Número Uno-bromeó, y yo puse los ojos en blanco.
               -No es lo mismo. Yo no te quería cerca, pero no podía hacer nada porque  tú estabas cerca de Scott. Que coincidiéramos no eran más que daños colaterales, pero, ahora… ahora tengo que aguantar ataques directos a lo que más feliz me hace, Al.
               Lo miré de nuevo. Sabía de sobra que estaba llevando la conversación por unos derroteros por los que me sería muy difícil reconducirla si quería convencerlo de que se marchara, pero por lo menos las cosas quedaban claras entre nosotros. No iba a pintarle su voluntariado como que para mí había sido un camino de rosas, porque nada más lejos de la realidad. Las cosas en casa eran raras, y lo iban a ser durante muchísimo tiempo. Ninguna chica debería tener ansiedad cuando fuera a avisar a sus padres de que se iba a dar una vuelta con su novio, pero menos aún debía sucederle a una chica cuyo novio era tan bueno con ella.
               -No te voy a engañar-continué, incorporándome hasta quedar sentada. Esta vez fue él quien se quedó tumbado, expectante. Entrelacé los dedos con los suyos, y en el punto de contacto entre nosotros sentí todo lo que estaba bien. Todo lo puro y lo bueno de mi vida estaba ahí, en esa cama. Mi fuente de poder y de fuerza, insuflando viento bajo mis alas para que regresara de nuevo con las estrellas-: estas últimas semanas han sido complicadas. Por no decir, directamente, que han sido una puta mierda.
               Odiaba el tener que ir con cuidado por mi casa. Odiaba que Alec fuera un tabú. Odiaba no poder hablar de él con mis hermanas salvo cuando estaba segura de que mis padres no nos escuchaban. Odiaba la sensación de vivir en un sitio en el que estaba de paso, como en un hotel, en el que puedes mirar los muebles caros pero debes tener muchísimo cuidado para no estropearlos. Odiaba no saber cuándo mis padres eran sinceros cuando me decían que podía contarles cualquier cosa. Odiaba ser incapaz de distinguir si las lágrimas de mi madre cuando estábamos en terapia eran de verdad, o meras lágrimas de cocodrilo. Odiaba no saber si los puentes que estaba intentando tender mi padre aguantarían hasta julio, cuando Alec regresara, o si me convencerían de que yo misma los cortara cuando llegara la primavera.
                Yo quería volver a ser una Malik, pero esto que tenía ahora no era ser una Malik. Era algo raro, una mezcla aberrante, como si hubieran cogido las partes más mutiladas de cientos de cadáveres y las hubieran juntado para hacer un abominable monstruo de Frankenstein que no se parecía al original más que en la premisa de la que partía.
               Alec me estaba mirando con una compasión infinita, una ternura rabiosa. Me dolía el corazón sólo de pensar en lo bueno que había sido siempre conmigo, en lo paciente; incluso cuando yo no hacía más que ponerle malas caras porque no soportaba cómo me pinchaba, al final del día, si yo le necesitaba él siempre estaba ahí. Lo había estado en la playa, cuando perdí la parte de arriba del bikini, o cuando mis amigas y yo regresábamos de noche y nos encontramos con unos compañeros que querían asustarnos. Lo había estado en la pelea, y después, en el cuarto morado del sofá, cuando nos habíamos acostado por primera vez y se dio cuenta de que era demasiado grande para mí. Lo había estado en nuestros viajes, cuando yo me había agobiado al ver las chicas despampanantes que se interesaban por él y que podrían atraer su atención si lo desearan, besándome en la boca delante de ellas y diciéndome que yo era única. Lo había estado en Mykonos, cuando las chicas de su pueblo me hicieron creer que Perséfone había sido su novia y que yo era su reemplazo.
               Lo había estado en mi casa, cuando mi madre se había lanzado contra mí después de que yo me pusiera gallita porque no me quería prestar el avión. Y lo había estado de nuevo, cuando se metió entre mis padres y yo después de que a mí me diera un ataque de ansiedad y ellos no fueran capaces de parar.
               Mi vida se había convertido en una mierda cuando no tenía a Alec conmigo.
               Aunque eso no me daba ningún derecho a convertir la suya en una mierda arrastrándolo al fango después de lo mucho que se había esforzado por alcanzar la felicidad.
               -Pero encontraba consuelo en saber que pronto volvería a verte-añadí, acariciándole el pecho, dibujando espirales de espuma de mar de Mykonos sobre sus cicatrices-, y todo se me hacía así más fácil. Aunque no quiero que eso te detenga.
               Alec tragó saliva y se mordió los labios.
               -Entonces creo que ahí está la solución-dijo por fin, y yo me aovillé: me llevé las rodillas al pecho y apoyé la mejilla en él, preparada para lo que viniera. Ahora entrábamos en terreno pantanoso, y tenía que andarme con mucho cuidado. No podía dejar que mi corazón fuera el que hablara, porque le suplicaría de nuevo que se quedara, sino que debía procurar que la cabeza mantuviera siempre el control.
                -¿En qué?
               -Yo soy tu fuerza-respondió, incorporándose y cogiéndome las manos-, y tú la mía, Saab. No deberíamos volver a separarnos. No durante tantísimo tiempo, al menos.
               Iba a decirle que podíamos sobrellevarlo, pero la forma en que me miró me hizo sospechar que él sabía exactamente cuándo volveríamos a vernos si es que se iba. Y, aunque me dolía en el alma sospechar la fecha que barajaba, necesitaba confirmarlo con él.
               Necesitaba que me dijera que no volvería a verlo hasta finales de abril.
               Hasta dentro de cinco meses.
               -¿Cuándo volverías?-pregunté con un hilo de voz. Alec tragó saliva, y el movimiento de la nuez de su garganta se me antojó largo como una peregrinación por el desierto. Puede que me equivocara. Puede que tuviera San Valentín en mente, para el que quedaba una eternidad, sí, pero al menos… al menos no quedaban cinco meses.
               -Para tu cumpleaños-dijo al fin. Y, aunque sospechaba que me iba a decir aquello, aunque creía que me había preparado mentalmente… no pude evitar que se me parara el corazón.
               -Eso no importa-dije al fin, y Alec parpadeó, estupefacto.
               -Claro que importa, Sabrae. Mira la cara que acabas de poner.
               Me puse colorada, y sentí cómo se me agolpaban las lágrimas, pero no iba a llorar. No podía. Él tenía derecho a vivir su vida, tenía derecho a tomar sus propias decisiones; había hecho planes antes de que yo entrara en su vida y mi pésima gestión de su ausencia no me daba ningún derecho a pedirle que…
               -No tiene importancia-insistí, y él inclinó la cabeza y se rió con amargura-. En serio, no es casi… tiempo.
               -Son cinco meses, diez días, tres horas y treinta y ocho minutos, Sabrae-respondió-. ¿Tienes idea de cuánto tiempo es eso?
               Un poco menos de la mitad de lo que llevábamos juntos, si contábamos desde que nos habíamos pesado por primera vez y no desde que yo dejé de ser una absoluta imbécil y finalmente acepté el inmenso honor de ser su novia.
               -Algún día echaremos la vista atrás y no nos parecerá tanto.
               -Que les jodan a tus “algún día”. A mí lo que me importa es el ahora-dijo, cogiéndome de nuevo las manos-, y es evidente que tú ahora no estás bien. Tú ahora me necesitas. Y yo me tengo que quedar a tu lado. Te lo prometí. Te prometí que no dejaría que nada se interpusiera entre nosotros: ni tú, ni yo, ni tus putos padres. Algún día te prometeré que estaré contigo en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, pero para llegar hasta ahí tenemos que aguantar juntos.
               -Ya lo sé, y yo te haré la misma promesa. Pero, Alec… todavía no me lo has prometido-le recordé, y él abrió la boca, la cerró, la volvió a abrir y la volvió a cerrar.
               Y luego soltó una risa amarga.
               -Me cago en…-gruñó, y se incorporó hasta ponerse de pie-. Vístete. Vamos a un juzgado, a una iglesia o a una sinagoga; a lo primero que encontremos.
               Me lo quedé mirando.
               -No vamos a ir a casarnos para que te resulte más fácil ganar una discusión.
               -Ah, no, querida. No. No estamos discutiendo. Te estoy diciendo lo que vamos a hacer. Así que haz el favor de puto vestirte, por favor-dijo, señalando mi vestido arrugado en el suelo, pero yo me quedé en la cama, sentada, y levanté la mandíbula con la altanería propia de una duquesa.
               -¿Podríamos, por favor, hablar como adultos?
               -Tienes quince años-me recordó.
               -Pues con más razón-sentencié.
               -Exacto-replicó él-, con más razón. Tú no deberías ser la adulta aquí. Eres la única que no lo es, y sin embargo eres la única que intenta cargar con toda la responsabilidad de la situación. Adultos son tus padres, o adulto soy yo-dijo, y yo no pude evitar soltar una risa sarcástica a pesar de que sí, vale. Técnicamente Alec era adulto. Ya era mayor de edad, pero… me costaba mucho pensar en él como uno, de tan joven que me parecía. Tan feliz-. Por eso yo puedo decidir por los dos, y tú sólo tienes que pensar en ti.
               -Me sacarás de esta habitación enganchada de los pelos si piensas que vamos a zanjarlo de esta manera-dije, y él exhaló un gruñido de frustración. Se llevó las manos a la cabeza y se las pasó por el pelo, doblando las rodillas y encogiéndose en pleno gruñido.
               -Dios, ¿por qué me he tenido que enamorar de la mujer más tozuda que ha caminado jamás por la faz de este triste planeta?
               -Será por mis impresionantes tetas-ironicé, poniendo los ojos en blanco y apartando la mirada. Sin embargo, Alec se irguió y me fulminó con la suya.
               -No se te ocurra mencionar tus tetas mientras discutimos, Sabrae. Eso no es jugar limpio.
               -¿Por qué coño tenemos que discutir siempre que tenemos puntos de vista opuestos, Alec?
               -Ah, ¿los tenemos? ¿O sea, que quieres que me largue? ¿Después de decirte que no te voy a ver en cinco meses, tú aún así sigues erre que erre con que me largue otra vez a Etiopía?
                -¡Pues claro que quiero que te quedes, anormal!-protesté, y él sonrió, satisfecho, y se dio la vuelta y se puso a revolver en sus pantalones, que tenía tirados en el suelo-. ¡Todo sería más fácil para mí si tú te quedaras, pero…! ¿QUÉ COJONES HACES?-bramé, viendo cómo se sacaba el pasaporte de los pantalones, y un mechero, y lo encendía.
               -¡Quieres que me quede y yo por mis cojones que me voy a quedar! ¡QUITA!-aulló cuando intenté arrebatarle el mechero, pero, como no fui capaz, me tocó conformarme con el pasaporte. Al menos fui lo bastante rápida como para quitárselo antes de que lo levantara por encima de mi alcance.
               -¡¡Estamos hablando!! ¡¡Deja de hacerte el melodramático, y…!!
               -¡Sabrae, TÚ ERES MI PATRIA!-ladró-. ¡ME DA IGUAL ESTE PUTO PAPEL! ¡LO QUE YO QUIERO ES QUE ESTÉS BIEN!
                -¡Y, aparte de eso, ¿qué es lo que quieres?!-protesté, lanzando el pasaporte sobre la cama y fulminándolo con la mirada cuando hizo amago de ir a recuperarlo. No sé cómo lo hacía, pero incluso midiendo treinta centímetros menos que él era capaz de amedrentarlo si me lo proponía.
               Por suerte, su pasaporte estaba ahora a salvo.
               -Que tú estés bien.
               -Eso escapa a tu control. ¿Algo un poco más específico y sobre lo que puedas hacer algo?
               -Estar contigo-respondió con terquedad, y yo entrecerré los ojos.
               -¿Y quieres estar conmigo en Inglaterra, o en Etiopía?-lo acorralé.
               -En todas partes.
               La madre que lo parió.
                -Eres insoportable cuando te pones así.
               -Así, ¿cómo?
               -¡Así!
               -¡Pues noticias frescas, Sabrae: llevo siendo así desde el puto cinco de marzo de 2017!
               -¡¿Quieres dejar de pelearte conmigo de una vez?!
               -¡¿¡Y tú quieres dejar de discutir!?!
               -¡Eso intento, pero no me dejas!
               Alec se irguió cuan alto era (mucho), inhaló y exhaló por la nariz mientras abría las manos a ambos lados de su cuerpo.
               -Si no dijeras tantas chorradas yo no estaría a la que salta.
               -No son chorradas.
               -Decir que cinco meses tampoco es tanto tiempo sí es una chorrada, Sabrae. Una chorrada como una catedral. ¡Por el amor de Dios, si te echo de menos hasta cuando te vas al baño! ¿¡Cómo puedes mirarme a los ojos y decirme en serio que el que volvamos a vernos en tu cumpleaños si yo me marcho no es para tanto!?
               Me quedé callada, porque ahí sí que tenía razón. El tiempo que estaríamos separados se me haría cuesta arriba. Dios, si yo también le echaba de menos cuando se iba al baño. Pensar en aguantar cinco meses sin verlo de nuevo era motivo bastante para que yo me volviera loca.
               -Es mucho tiempo-admití, y él abrió los brazos.
               -Gracias. De verdad, gracias.
               -Pero que sea mucho tiempo no quiere decir que no podamos con ello-dije, y él puso los ojos en blanco.
               -No vas a dejarlo estar, ¿verdad?-preguntó, sentándose en el borde de la cama.
               -Ya sabíamos que iba a pasar esto-repliqué, sentándome a su lado-. Sabíamos que íbamos a estar muchísimo tiempo sin vernos y aun así estuvimos de acuerdo en que te marcharas, porque sería bueno para ti. Y lo está siendo, Alec. Lo está siendo-dije, cogiéndole una mano-. Dios mío, si yo contaba con que no tendría noticias tuyas durante un puto año. Tengo que aguantarlo. Lo aguantaré, te lo prometo. Tenemos las cartas, tenemos las llamadas del teléfono… estamos muchísimo mejor de lo que yo me habría atrevido a soñar en junio.
               -Ah, sí; todo va de putísima madre en casa, con tus padres.
               Puse los ojos en blanco.
               -Antes de que volvieras después del cumpleaños de Tommy quedamos en que regresarías si las cosas iban mejor. Y van mejor.
               -Para mí-respondió-, pero no para ti.
               -Eso no…
               -Te juro por Dios que te cruzo la cara como me digas que eso no importa, Sabrae.
               -Me gustaría ver cómo llegas a dentro de una hora si se te ocurre ponerme la mano encima-repliqué, y Alec esbozó su mejor sonrisa torcida y rió entre dientes.
               -Ya tengo un pie en ese avión y ni siquiera lo sé, ¿a que no?
               -Estamos hablando-respondí-. No estoy empujándote hacia Etiopía, ni mucho menos. ¿Quieres la verdad? Vale, aquí la tienes: pues claro que quiero que te quedes, Alec. Pues claro que verte de nuevo en mi cumpleaños me parece un suplicio, pero es que, ¡adivina! Pensar en que no te voy a ver hasta la mañana siguiente cuando nos vamos a la cama y apagamos la luz también es un suplicio para mí. Estoy acostumbrada a estar condenada a echarte de menos a todas horas.
               -No es comparable que nos echemos de menos cuando dormimos en la misma cama a que lo hagamos desde países distintos.
               -Quedamos en que si las cosas iban mal, te quedarías, y a mí me dejaron ir a París a buscarte. Así que no van tan mal como antes. No tienes que preocuparte.
               -Lo de que te dejaran ir a París fue un favor que tus padres van a cobrarse en algún momento-respondió, entrecerrando los ojos-. Lo sé yo, y lo sabes tú. Lo sabemos los dos. No voy a darles la oportunidad de que se lo cobren cuando yo no esté y tú estés en un mal momento.
               -Creo que te olvidas de algo.
               -¿Que es…?
               -Que no paras de hablar de quedarte como algo que tienes que hacer y no como algo que quieras.
               Alec frunció el ceño.
               -Claro que quiero quedarme.
               -¿Lo haces?-pregunté, encogiéndome de hombros, subiendo un pie a la cama y sentándome sobre él-. Porque creo que, si te quedas, es más bien por tu sentido de la responsabilidad híper desarrollado que porque sea realmente lo que deseas.
               -¿Estás diciendo que…?
               -Sé que me echas de menos. Sé que no mirarías atrás ni una sola vez. O al menos eso piensas ahora. Sé que lo harías con todo el amor de tu corazón y que no te arrepentirías en ningún momento de volver conmigo para cuidarme, pero, Al, tenemos que pensar con años de antelación. Debemos ser previsores. Puede que pierdas una oportunidad única en la vida por algo que quizá sea capaz de arreglar yo sola en unas semanas.
               -No te ofendas, Sabrae, pero lo dudo bastante. La cosa está muy jodida con tus padres, y a mí tampoco me hace gracia dejarte aquí.
               -No te hace gracia dejarme. Pero no lo estás pasando mal en Etiopía-respondí, dándole un beso en el hombro-. No te importaría regresar. Sé sincero contigo mismo, Al. Me prometiste que serías sincero. No podemos tener una conversación real si no lo admites ante ti mismo, y te permites la posibilidad de elegir por primera vez desde que te despertaste del coma. Llevas actuando por inercia meses, pero ahora es cuando puedes seguir en el círculo de defender a todos a los que quieres o, por el contrario, ponerte a ti el primero por primera vez.
               -Ya sabes que yo no soy mi primera opción cuando tú estás entre ellas-replicó, y yo le sonreí.
               -Tienes que pensar en todo. No te centres sólo en lo que yo estoy pasando, sino en el impacto que puede tener.
               -Me has pedido que me quedara-me recordó.
               -En un momento de debilidad del que me arrepiento bastante-le recordé yo a él.
               -¿Y qué pasa si te digo por experiencia que somos nuestros momentos de debilidad? ¿Qué pasa si te digo que me conocen mejor los pocos boxeadores que me han visto en el suelo de un ring, intentando levantarme a pesar de las costillas rotas, que muchos de mis amigos? ¿Que tú?
               -Te respondería que yo también te he visto en tus momentos de debilidad, y ninguno de ellos ha hecho que te quisiera menos, sino más.
               Alec apartó la cara y negó con la cabeza, mordiéndose el labio. Le puse el índice y el corazón en la mandíbula y le giré la cara para volver a mirarlo.
               -Para que conste: tus momentos de debilidad también me gustan. Hacen que valore todavía más tus momentos de fortaleza. Una vez leí en un libro una frase que me encantó en su momento, aunque no la entendí del todo hasta que no te vi despertarte del coma: “te vi follar y fallar, y no sé cuándo me gustaste más: si cuando te vi proclamarte una diosa o cuando te vi confesarte humana”.
               Alec se mordió los labios y se quedó mirando los míos. Tragó saliva y entreabrió la boca, y por un momento pensé que iba a besarme.
               -¿Y por qué no basta… que yo quiera hacer lo que tú quieras? ¿Por qué tengo que ser yo quien decide?
               -Porque es tu vida, mi amor.
               -Mi vida eres tú-respondió, y yo le acaricié el pelo y me colgué de su hombro.
               -Puedo serlo en la distancia. Pero no puedes quedarte solamente porque yo te lo pida. No quiero que te quedes sólo porque yo te lo pida. No quiero decirte que lo hagas por si esto luego no funciona.
               -Por si no funciona, ¿el qué?-inquirió.
               -Esto-dije, haciendo un gesto entre nosotros con el dedo índice-. Lo nuestro. Tú, y yo. Si te digo que te quedes…
               -¿Cómo no va a funcionar, Sabrae?-protestó-. Vamos a ver: ¡si prefiero cortarme la polla a metérsela a otra tía! ¿Funciona la gravedad? ¿Funciona el sol? ¿Funciona la luz? Sí, ¿no? Pues ya está. Sí, claro que va a funcionar. Contra viento y marea va a funcionar-respondió, cogiéndome de la mano-. ¿Ves? Por comentarios como éste es por lo que estoy seguro de que tengo que quedarme.
               -No “tienes” que quedarte-respondí, dándole un beso en la mejilla y mordisqueándole luego la oreja-. Tienes que querer quedarte.
               -¿Tú tienes miedo de que no funcione?-preguntó, y me separé de él para poder mirarlo.               -Funciona ahora-contesté.
               -Pues ahí tienes la solución, Saab: funciona ahora porque yo estoy aquí.
               -No puede quedarte por miedo de que mis padres me convenzan de que lo nuestro no funciona. Tienes que desearlo.
               -¿Y si no sé si lo deseo qué, eh?-preguntó, entrelazando las manos y alzando los hombros-. ¿Qué hacemos, entonces? Porque tengo clara una cosa: mi máxima prioridad eres tú. Tú eres lo que yo más deseo, lo único por lo que renunciaría a todo lo demás. El resto es totalmente secundario.
               -Es fácil-contesté, acariciándole el pelo con los dedos-: Sólo tienes que plantearte si cuentas a Etiopía como algo a lo que renunciarías, o de lo que te desprendes.
 
 
Ahí me había pillado, la cabrona. No me había atrevido a pensar en Etiopía como algo que encajara en una de esas dos categorías (algo que echaría de menos o algo que me aliviaría perder) mientras hablábamos por miedo a que me lo notara en la cara, pero…  lo cierto es que estaba hecho un lío. Veía ventajas e inconvenientes por ambos lados.
                Los inconvenientes de Etiopía eran evidentes: estaría lejos de mi familia, de mi novia, de mis amigos. Los dejaría a todos a merced de los que estaban en Inglaterra mientras yo me iba a corretear por ahí entre cebras. Puede que no disfrutara tanto de la sabana ahora que sabía cómo estaban las cosas en casa.
               Los inconvenientes de quedarme también me parecían evidentes: echaría de menos la sabana, a mis amigos del campamento, a Luca, a Perséfone. Me sentiría culpable por cómo había hecho que los planes de Pers cambiaran sólo para dejarla colgada a las pocas semanas de que los cambiara.
                Las ventajas…
               Incluso cuando estaba allí, no sentía que Etiopía se interpusiera entre Sabrae y yo. En cambio, ahora… ahora no sabía qué pensar.
               Las ventajas de Etiopía eran la sensación de libertad, de propósito, de curación. Me había sentido bien conmigo mismo y había sido capaz de hacer retroceder a mis demonios por primera vez en mi vida. Estaba haciendo algo bueno, por mí y por los demás. Estaba descubriendo quién era sin más bagaje que mi nombre, y tenía la oportunidad de escribir mi propia historia sin tener que basarme en reductos anteriores.
               Las ventajas de Inglaterra eran mis amigos, mi familia, Sabrae. Volver a mi hogar y cuidar de los míos. Dejar de hacerles daño, aunque eso supusiera que ya no estuvieran tan orgullosos de mí.
               Echo de menos a mi hermano, escuché decirme a Mimi, amorosa, la tarde anterior. Parecía que había sido hacía un millón de años.
               -Mimi quiere que me quede-dije. Mis amigos, también. Aunque algunos no me lo habían dicho, sabía que era así. Incluso Scott, el más prudente de todos, se moría de ganas de que volviera a casa. Y yo también me moría de ganas de volver a casa, a decir verdad. Estaba cansado de luchar, cansado de preocuparme, cansado de dar respingos cada vez que sonaba el teléfono.
               Pero es que…
               -Olvídate de lo que quiere Mimi. ¿Qué es lo que quieres tú?-preguntó Sabrae con paciencia.
               … la sensación de euforia cuando había una carta con mi nombre, el subidón de adrenalina cuando lográbamos capturar un animal y sedarlo para llevarlo al campamento y ayudarlo, la comunión con la naturaleza bajo la inmensidad de un manto de estrellas que haría avergonzar a las luces de mi ciudad, o de París, o de Nueva York.
               Soñar que me llevaba a Sabrae y le enseñaba el campamento, le colocaba la mano sobre los animales a los que había rescatado porque ella primero no se atrevería a acariciarlos, nadaba con ella en el lago, me despertaba a su lado en la cama que tenía plagada de fotos de ella.
               Le hacía el amor bajo ese cielo infinito al que ella conseguiría eclipsar…
               -No quiero haceros daño-me escuché decir, como en un trance-. Ni decepcionaros.
                Sabrae me rodeó con los brazos y me besó el hombro.
               -Para saber qué quieres, tienes que imaginarte en un año. ¿Qué recuerdos tendrás?-me preguntó Saab-. ¿Qué vas a estar haciendo dentro de dos, o de seis meses?
               Intenté imaginarme recordando los entrenamientos intensivos que haría con Jordan, echando currículums para volver a trabajar, pasando entrevistas de trabajo, volviendo a hacer malabares con los turnos para quedar con Saab. Acompañarla a la biblioteca, ver a mis amigos los findes, hacer fiestas en casas que íbamos rotando por las casas. Celebrando Nochevieja con un traje nuevo que iría a escoger con Saab, celebrando nuestro segundo San Valentín juntos, pasándome el verano entero en Mykonos para consolidar la nacionalidad griega y que ya no me la quitaran después de haber cumplido la mayoría de edad. Viendo cómo Sabrae poco a poco aprendía más y más griego, viendo cómo Mimi entraba en la Royal, escuchando en primicia la música original que sacaran Scott, Tommy, Diana, Layla y Chad; paseando por el backstage y por las zonas VIP de sus conciertos y de los de Eleanor, yendo a ver a Tam después de los ensayos y criticando a saco a sus profesores psicópatas, tratando de ayudar a Max con sus apuntes de la universidad y liándolo todavía más, enseñando a Logan palabritas en griego con las que sorprender a Niki o para que pudiera entender qué decía cuando estaban en la cama, u ofreciéndome voluntario como testigo en los juicios falsos que tenía que preparar Bey.
               Intenté imaginarme mi vida en Inglaterra como si Etiopía hubiera sido un breve paréntesis y…
               No pude.
               Porque sólo me vi abriendo sobres con bordes rojos, blancos y azules; acostándome con todo el cuerpo dolorido por las agujetas pero la satisfacción de haber terminado una cabaña, la barriga llena de la fruta que me daban las mujeres, las mejillas ardiendo de reírme con las chorradas de mis compañeros. Atravesando la sabana y conociéndome sus rincones como la palma de mi mano, llenándome la frente de sudor y suciedad mientras cargaba a los animales con Killian, poniéndome al día con Perséfone, tomándole el pelo a Luca, corriendo a coger el teléfono cuando me dijeran que era para mí. Tomándome mi tiempo en las duchas cuando mis compañeros me dejaran solo, durmiéndome mirando las fotos de Sabrae, masturbándome pensando en ella y contando los días, horas, minutos y segundos que quedarían para volver a encontrarme con ella. Atesorando cada interacción que tuviéramos, por brevísima que fuera, hasta que valorara hasta su respiración por teléfono, hasta que se desgastaran mis recuerdos de su rostro de tanto recurrir a ellos.
               Echarla tantísimo de menos que me doliera, y regresar con ella de una vez por todas más moreno, más musculado y más sabio. Con mil aventuras bajo el brazo que contarle, con mil anécdotas de las que reírnos, con una pequeña vida con la que hacerla sentirse orgullosa; a ella, a mis padres, a mi hermana, mi abuela, y mis amigos.
                Etiopía no eran mis demonios. No eran mis traumas. No era mi ansiedad.
               Etiopía era el refugio que yo había encontrado a miles de kilómetros de casa. Mis esperanzas. Mis deseos.
               -Es algo a lo que renunciaría-dije por fin en voz alta, y fue una sensación extraña, porque supe exactamente lo que eso significaba, y sentí vértigo y tranquilidad a la vez.
               Sabrae sonrió, y su sonrisa era genuina, feliz, a pesar de que acababa de decirle que lo que quería era marcharme. A pesar de que acababa de cavar un hoyo bajo nuestros pies y estábamos a punto de caer al vacío.
               Claro que caer es muy parecido a volar.
               La miré, asustado, y ella me dio un beso en los labios. Juntó su frente a la mía y se apartó un mechón de pelo que amenazaba con quedarse pegado a mi boca.
               -Gracias por tu sinceridad, Al. Creo que ya sé qué es lo que tienes que hacer en realidad.
               Esto era como una pesadilla en la que, sin embargo, disfrutaba. Como una pesadilla invertida.
               Como un sueño.
               Tenía un extraño vacío en el pecho, pero a la vez me sentía bien. Era como tener ansiedad, pero al revés.
               Como estar tranquilo.
               Se me había parado el corazón, pero seguía escuchándolo latir. Era como estar muerto, pero al contrario. Como seguir vivo.
               Sabrae me cogió la mano y me acarició la nuca.
               -Alec.
               -¿Mm?
               -Creo que es bueno que planees a largo plazo. Y yo no debería detenerte-añadió, sonriéndome y pasándome el dedo por el pelo, justo por detrás de la oreja-. Vamos a estar bien. Y más ahora que sabemos lo que va a pasar. Pero… necesitas decirlo en voz alta, mi amor. Necesitas escuchártelo para que te creas que es verdad.
               Me vi desde fuera, como si estuviera viendo una película en la que los protagonistas éramos nosotros dos. Como si fuera de nuestras vidas, vaya.
               -Quiero volver.
               Y, por primera vez en dieciocho años, ocho meses y diez días, me sentí en paz con algo que había salido de mí mismo. Fue como ser el niño que debió nacer Whitelaw otra vez.
               Fue como dejar de tener ansiedad.

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1 comentario:

  1. Porfa lloro con lo bonitos que son y la pena que me da toda esta situación. Me alegra un montón que se hayan confesado y hayan sido sinceros al 100%, sobre todo por parte de Alec. Ese final de capítulo me ha encantado. Por otro lado ya tengo el culo cerrado con lo de que Sabrae no debe entrar a Internet y me estoy poniendo en lo peor. Dios nos pille confesados.

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