Por supuesto, no sabes que alguien es el amor de tu vida nada más conocerlo. Cuando la conocí, supe que iba a ser alguien especial, alguien que cambiaría el rumbo de mi existencia, dándole un giro de 360 grados, mostrándome algo que yo nunca habría visto de otro modo.
Pero fue después de la boda de Liam y Alba cuando me di cuenta de hasta qué punto llegaba mi amor por ella. No fue cuando rompimos y yo me sumí en un pozo negro. No fue cuando se me rompió el corazón cuando me dijeron que había muerto. No fue cuando mis pulmones volvieron a llenarse de aire al verla otra vez allí, de pie frente a mí, en casa, ni cuando me odié a mí mismo, cada poro de mi piel me odiaba con todas sus fuerzas, porque había intentado quitarse la vida por mi culpa.
Sabía que la amaba.
Sospechaba que era el amor de mi vida.
Pero cuando realmente lo supe fue en aquel instante.
Llegamos a casa, y apenas abrí la puerta, se colgó de mis hombros y suspiró. Se arrancó los tacones con los pies, los lanzó lejos de una patada al aire, me besó en los labios y, sin mediar palabra, caminó escaleras arriba como un alma en pena. Yo suspiré, atontado por el alcohol, y fui a la cocina a beber un vaso de agua. Noté cambios en mi interior cuando, en lugar de subir las escaleras y pensar que ya lo recogería todo mañana, decidí quitar los zapatos para que ella no los recogiera al día siguiente, cuando se levantaría agotada, y seguramente de mal humor.
Así que cogí sus zapatos de tacón, me descalcé los míos sin desanudar los cordones, y los guardé. Luego, con los pies descalzos, subí sigilosamente las escaleras.
Abrí la puerta de la habitación, y me la encontré allí tirada, encima de la cama, respirando suavemente.
-Eri-dije. No me respondió, tal y como sospechaba. Me encogí de hombros, me quité la ropa hasta quedarme en calzoncillos, me puse los pantalones del pijama y me fui al baño a terminar de asearme. Volví a la habitación sin apenas hacer ruido, lo cual era todo un logro en mí.
-Eri-repetí. Ella se revolvió-. Eri, mi amor, tienes que quitarte el vestido.
-Ñía-replicó ella, acurrucándose contra la almohada.
-Vamos, nena, vas a dormir muy mal-dije yo, poniéndole una mano en la espalda y besándole la frente-. Yo ya me he puesto el pijama. Te he reservado la camiseta, como a ti te gusta.
-Ñe-se limitó a contestar.
Como vi que aquello iba para rato, me puse la camiseta, me senté en la cama y me la quedé mirando. Estaba dejando una pequeña mancha de pintalabios en la sábana; nada que no pudiera quitarse con un par de lavados. La sábana era lo que menos me preocupaba en ese momento.
La conocía demasiado bien como para saber que mañana por la mañana se pondría histérica porque estaría horrible (según ella) y yo no querría mirarla (según ella) y me daría asco (según ella) (la pobre tenía trastornos mentales muy serios, pero, ¿qué íbamos a hacerle? Yo la quería). Me llevaría rato convencerla, así que podía ir poniéndome la camiseta. Así no cogería frío y luego, cuando se la pasara a ella, estaría calentita. Matábamos dos pájaros de un tiro.
-¿Te desmaquillas?
-¡Ñe!-bramó en sueños, lo que vendría a ser como "Louis, por favor, deja de tocarme los cojones y cállate de una maldita vez. Gracias".
-¿Quieres que lo haga yo?
-Ñia.
-¿Solo sabes decir eso?
-Ñe.
Sí, aquello significaba "Louis, por favor, deja de tocarme los cojones y cállate de una maldita vez. Gracias".
Me rasqué la cabeza, suspiré, asentí con la cabeza y me quedé mirando el reloj, sin poder creerme que el sol estuviera a punto de despuntar por el horizonte, y yo todavía despierto.
Metí las manos cuidadosamente debajo de su cuerpo, la alcé en el aire y, pegándola al pecho, la llevé en volandas al baño. La senté en la taza del váter mientras revolvía en los armarios, buscando algo con lo que quitarle el maquillaje.
El ruido la despertó. Se llevó la mano a la sien, gimió, y miró a su alrededor, confusa.
-¿Qué?-dijo en español. Sus pupilas se dilataron, asustadas, pero cuando me vio toda la tensión en su cuerpo se relajó-. ¿Louis? ¿Qué haces?
Me encantaba cómo arrastraba las palabras cuando acababa de levantarse, cómo tenía acento de extranjera cuando hablaba en inglés a horas demasiado dolorosas como para contemplarse en un reloj.
-Desmaquillarte.
-No-replicó, poniendo las manos torpemente en las mías, intentando detenerme.
-Eri-la miré-. Estate quieta, ¿eh?
-No-replicó.
-Me cago en mi puta madre. ¿Quieres estarte quieta?-gruñí, mirándola a los ojos. Ella me miró en silencio-. Oye, ya sé que yo soy un tío, y los tíos no somos nada delicados en estos temas, pero no me apetece una puta mierda aguantarte mañana por la mañana lloriqueando por las esquinas y escondiéndote debajo de las sábanas como un niño en Halloween porque no quieres que te vea con todo el maquillaje corrido.
-Estoy horrible-replicó ella con un hilo de voz.
-Para mí eres preciosa.
-Pero estoy horrible.
-Pero a mí me pareces preciosa con todo eso.
-Pues estás mal de la cabeza.
-Oh, nena-asentí-, ya lo creo que estoy mal de la cabeza. Si no lo estuviera, no estaría viviendo contigo.
Se limpió los ojos, emborronándose la raya que se había pintado hacía muchas horas.
-¿Eso es malo?
-¿Que me vuelvas loco? Si no, no estaríamos juntos, ¿mm?
Se echó a reír y sorbió por la nariz. Pensé que el tema se había acabado, pero no fue así: cuando me acerqué a ella, con un algodón empapado en el líquido que usaba para recuperar su piel pura y limpia, volvió a detenerme.
-Puedo... yo...
-A duras penas puedes mantener los ojos abiertos.
-Pero...
-Soy más alto que tú; en una pelea llevo las de ganar.
Volvió a reírse, esta vez con más cansancio, pero con más ganas. Me arrodillé a su lado y le pasé el algodón despacio por la cara.
-Dime si te manco-murmuré en español; me parecía que no me estaba entendiendo todo lo que le decía. Su idioma materno era una buena baza ahora.
-Manco es asturiano-casi silabeó para que pudiera comprender lo que me decía-. You gotta say-madre de Dios, si me había copiado el acento, ¿yo marcaba tanto las T?-, te hago daño.
-Me habías entendido de sobra.
-Me gusta hacerte rabiar.
-Lo sé-dije, besándola en la mejilla. Ella sonrió, embobada, pero siguió con los ojos cerrados. Bostezó, y me pegó el bostezo a mí. Estuvimos bostezando casi dos minutos, contagiándonos el uno al otro, mientras yo terminaba con su cara.
-¿Lista?
-Ajá-asentí con la cabeza, la cogí de la mano y prácticamente la arrastré hasta la cama.
-Voy a dormirme.
-Tengo experiencia en quitarte la ropa, así que no te preocupes-respondí yo.
-Sobrado.
Le besé la clavícula mientras mis manos tiraban de los tirantes de su vestido. Ella suspiró, liberada de aquella carga que no debía se ser muy mala, y se tumbó boca abajo.
-¿Quieres mi camiseta?
-¿Me violarás de noche si duermo desnuda?-replicó, abriendo la boca de nuevo para bostezar. Me mordí el labio.
-Sí-admití.
Murmuró algo en su lengua.
-¿Eh?
-Dame.
Me la quité y la tendí sobre ella. Eri se dio la vuelta, se la pasó por los hombros y suspiró.
-No puedo más.
-Tiene huevos que te tenga que ayudar a vestirte, ¿no te parece?-protesté, tirando de su camiseta hacia abajo, aunque la verdad era que no me importaba en absoluto. Ella se rió en sueños.
La arropé como mil veces había hecho mi madre cuando yo era pequeño y la besé en la frente.
-Te quiero. Muchísimo.
Ella me acarició el pecho.
-Yo más-replicó automáticamente.
En ese instante una idea había terminado de formarse en mi mente, pero no fue hasta que no me acosté, sino que bajé a la cocina a coger una botella de agua de la nevera, cuando me di cuenta de que, efectivamente, era el amor de mi vida.
Se acurrucó contra mí y se dejó llevar por el sueño, mientras yo esperaba, casi conteniendo la respiración, a que me abandonara a mi suerte en ese mundo. Me permití el lujo de encender la luz y contemplarla a la luz de la lámpara, solo para maravillarme. Era preciosa. Verdaderamente preciosa. Esperaba que la diosa de la belleza que los antiguos griegos tanto veneraban fuera exactamente igual que ella pues, de lo contrario, se habrían pasado siglos adorando a un ídolo que tenía una competidora mortal capaz de superarla. Apoyó la cabeza en mi hombro, suspiró algo en español, algo que no me molesté en traducir, pues rara vez se callaba en sueños, especialmente cuando acababa de dormirse. Cerré los ojos, metí la cabeza en el hueco entre la almohada y su pelo, apagué la luz tanteando sobre la mesita, y suspiré con la mano en su cintura, seguro de que nada haría que la dejara marchar.
Sin embargo, para mí, lo que tenía mérito de quererla no era hacerlo en los mejores momentos. Cualquiera puede querer a alguien maravilloso, alguien a quien te apetece abrazar hasta fundirlo en tu piel y llevarlo en tu interior para siempre.
Lo que realmente tenía mérito era quererla cuando estaba insoportable, cuando se levantaba con el pie izquierdo y no hacía más que murmurar. Cuando tenía melena de leona y se cabreaba por ello. Cuando te contestaba en tono cortante y borde, en ocasiones sin pretenderlo siquiera, otras veces echando mano de ese sarcasmo venenoso que tanto habíamos perfeccionado ella y yo, separados en un principio, y juntos después.
Aquella noche supe que era el amor de mi vida, pero a la mañana siguiente, y al día siguiente en general, y a partir de entonces, me di cuenta de cómo yo era el de la suya.
Me desperté tarde. Lo supe por las débiles sombras que el sol creaba en la habitación. Las luces ya no entraban paralelas al suelo, sino casi perpendiculares a él.
Alguien había tenido la delicadeza de no abrir demasiado la ventana; tan solo lo justo como para que yo pudiera ver, pero no lo suficiente como para despertarme. Tanteé el colchón a mi lado, cerciorándome de que, efectivamente, estaba solo. Me incorporé despacio y miré la ropa tirada en el suelo, al lado de mi cama. Sonreí, echándome el pelo hacia atrás y arrastrándome fuera del reino de las sábanas. Me puse una camiseta vieja y, después de ir al baño, fui a la cocina.
-Buenos días-dije, mirando en dirección al sofá. Eri bufó; ni siquiera se molestó en despegar los labios, pero no le di importancia. Estaría cansada; se había acostado muy tarde, y no estaba acostumbrada a aquellas fiestas como lo estaba yo-. ¿Has desayunado?
-Sí-espetó en tono más cortante de lo que debería. La culpa de que pudiera haber dormido mal por haber bebido (si se había dado el milagroso caso de que hubiera tenido a bien meterse una gota ínfima de alcohol en ese cuerpo tan supuestamente sano) no la tenía yo.
-¿Me has dejado algo?
-Tienes bizcocho en el horno.
-Gracias, nena.
No respondió, sino que siguió hojeando tranquilamente la revista que sostenía entre las manos, con los pies bajo su culo y las rodillas casi al borde del sofá. Le encantaba sentarse así, sobre todo cuando veíamos una película y mi cuerpo desprendía demasiado calor como para que pudiera soportarlo.
Mujeres, pensé, poniendo los ojos en blanco en mi interior y entrando en la cocina, decidido a no darle más importancia al asunto. La pobre criatura estaba cansada, desorientada, o lo que fuera, y por eso estaba de mal humor. Además, me dije, siempre es más divertido picarla cuando tiene un mal día. Salta más rápido.
Mi humor pacifista se evaporó pronto. Al entrar en la cocina, percibí un fuerte olor a quemado. No se me ocurrió que fuera mi supuesto desayuno, de modo que no empecé a cabrearme hasta que abrí la puerta del horno y me encontré con aquella masa negra que parecía más lava solidificada que un producto de repostería.
Lo dejé encima de la mesa y eché un vistazo a su taza y el plato que había utilizado para desayunar. Fiel a su costumbre de esperar hasta el último minuto para fregar, con la esperanza de que Jesucristo tuviera a bien iluminarme y hacer que hiciera sin protestar lo que en mi vida me había llevado profundas reflexiones acerca de si merecía la pena suicidarse con tal de no volver a fregar un jodido plato (y muchas veces el suicidio era una buena alternativa a los jodidos platos), lo había dejado en el fregadero, a la espera de algo que nunca pasaría.
Salí de la cocina y me la quedé mirando. Ella, después de leer un reportaje entero sobre cómo hacer para tener tiempo libre y no descuidar a tu bebé (a ver, Erikina, no estás preñada, no nos vas a dar esa alegría a los dos ahora, así que déjate de cuentos), terminó recortando que vivía con alguien, que no era una ermitaña, y alzó los ojos.
-No voy a comer eso-espeté-, porque, por si no te has dado cuenta, se te ha quemado un pelín-decidí ser diplomático para no cabrearla más, porque la molestia que había en sus ojos era capaz de derretir el hielo de los dos polos de la Tierra en escasos minutos.
Sin embargo, para mí, lo que tenía mérito de quererla no era hacerlo en los mejores momentos. Cualquiera puede querer a alguien maravilloso, alguien a quien te apetece abrazar hasta fundirlo en tu piel y llevarlo en tu interior para siempre.
Lo que realmente tenía mérito era quererla cuando estaba insoportable, cuando se levantaba con el pie izquierdo y no hacía más que murmurar. Cuando tenía melena de leona y se cabreaba por ello. Cuando te contestaba en tono cortante y borde, en ocasiones sin pretenderlo siquiera, otras veces echando mano de ese sarcasmo venenoso que tanto habíamos perfeccionado ella y yo, separados en un principio, y juntos después.
Aquella noche supe que era el amor de mi vida, pero a la mañana siguiente, y al día siguiente en general, y a partir de entonces, me di cuenta de cómo yo era el de la suya.
Me desperté tarde. Lo supe por las débiles sombras que el sol creaba en la habitación. Las luces ya no entraban paralelas al suelo, sino casi perpendiculares a él.
Alguien había tenido la delicadeza de no abrir demasiado la ventana; tan solo lo justo como para que yo pudiera ver, pero no lo suficiente como para despertarme. Tanteé el colchón a mi lado, cerciorándome de que, efectivamente, estaba solo. Me incorporé despacio y miré la ropa tirada en el suelo, al lado de mi cama. Sonreí, echándome el pelo hacia atrás y arrastrándome fuera del reino de las sábanas. Me puse una camiseta vieja y, después de ir al baño, fui a la cocina.
-Buenos días-dije, mirando en dirección al sofá. Eri bufó; ni siquiera se molestó en despegar los labios, pero no le di importancia. Estaría cansada; se había acostado muy tarde, y no estaba acostumbrada a aquellas fiestas como lo estaba yo-. ¿Has desayunado?
-Sí-espetó en tono más cortante de lo que debería. La culpa de que pudiera haber dormido mal por haber bebido (si se había dado el milagroso caso de que hubiera tenido a bien meterse una gota ínfima de alcohol en ese cuerpo tan supuestamente sano) no la tenía yo.
-¿Me has dejado algo?
-Tienes bizcocho en el horno.
-Gracias, nena.
No respondió, sino que siguió hojeando tranquilamente la revista que sostenía entre las manos, con los pies bajo su culo y las rodillas casi al borde del sofá. Le encantaba sentarse así, sobre todo cuando veíamos una película y mi cuerpo desprendía demasiado calor como para que pudiera soportarlo.
Mujeres, pensé, poniendo los ojos en blanco en mi interior y entrando en la cocina, decidido a no darle más importancia al asunto. La pobre criatura estaba cansada, desorientada, o lo que fuera, y por eso estaba de mal humor. Además, me dije, siempre es más divertido picarla cuando tiene un mal día. Salta más rápido.
Mi humor pacifista se evaporó pronto. Al entrar en la cocina, percibí un fuerte olor a quemado. No se me ocurrió que fuera mi supuesto desayuno, de modo que no empecé a cabrearme hasta que abrí la puerta del horno y me encontré con aquella masa negra que parecía más lava solidificada que un producto de repostería.
Lo dejé encima de la mesa y eché un vistazo a su taza y el plato que había utilizado para desayunar. Fiel a su costumbre de esperar hasta el último minuto para fregar, con la esperanza de que Jesucristo tuviera a bien iluminarme y hacer que hiciera sin protestar lo que en mi vida me había llevado profundas reflexiones acerca de si merecía la pena suicidarse con tal de no volver a fregar un jodido plato (y muchas veces el suicidio era una buena alternativa a los jodidos platos), lo había dejado en el fregadero, a la espera de algo que nunca pasaría.
Salí de la cocina y me la quedé mirando. Ella, después de leer un reportaje entero sobre cómo hacer para tener tiempo libre y no descuidar a tu bebé (a ver, Erikina, no estás preñada, no nos vas a dar esa alegría a los dos ahora, así que déjate de cuentos), terminó recortando que vivía con alguien, que no era una ermitaña, y alzó los ojos.
-No voy a comer eso-espeté-, porque, por si no te has dado cuenta, se te ha quemado un pelín-decidí ser diplomático para no cabrearla más, porque la molestia que había en sus ojos era capaz de derretir el hielo de los dos polos de la Tierra en escasos minutos.
-Haber hecho las cosas antes-replicó
ella, y no se necesitaba un máster ni nuestra conexión especial
para saber que esas cosas que no había hecho no eran, ni de lejos,
levantarme temprano.
Alcé las manos y puse los ojos en blanco.
-Guay, hoy toca bronca-repliqué. Ella me imitó y volvió la vista a las líneas de aquella puñetera revista. Me estaban entrando ganas de quitársela, arrancarle las hojas, enrollar cada una y fumarme hasta el último centímetro cuadrado. Aquello sí que la molestaría. Y seguramente me mataría-. ¿Desayuno esa mierda antes o después de que nos gritemos?
-Haz lo que te salga de los cojones, que es lo que llevas haciendo toda tu vida-gruñó. Me eché a reír.
-Nena, dame un respiro. No tengo un desayuno decente, y solo cuando estoy espabilado estamos equilibrados.
-Ya me has oído: haber hecho las cosas antes. Así ahora podríamos pelearnos a gusto-se humedeció la punta del dedo índice y pasó la página con una parsimonia y una chulería que, francamente, me puso a mil. Me dieron ganas de arrancarle la ropa, tirarla al suelo y follarla con tanta fuerza que, al lado de ese polvo épico que ya se iba gestando en mi imaginación, 50 sombras de Grey terminaría siendo un cuento infantil, equiparable a Los tres cerditos.
Me giré con una sonrisa en los labios, sabiendo que no iba a desayunar antes de que ella explotara como un volcán. En efecto, así fue. Se puso en pie de un brinco.
-¿NO ME NOTAS RARA?
-Tu cara es rara-repliqué sin girarme. Me lanzó la revista a la cabeza. Ahora ya sí que me giré. Sus ojos llameaban, y yo seguía calentándome como una olla a presión. Joder, Louis, tío, joder, para, vais a tener una bronca de las gordas, necesitas toda tu concentración. Toda.
-¿TAL VEZ ESTOY DE MALA HOSTIA?-vociferó, saltando del sofá al suelo y acercándose a mí. Iba descalza, y vestía unos pantalones amplios de pijama, con dibujos de cómics de Disney. Los dibujos antiguos, los que más molaban, no los modernos, que estaban todos hechos a ordenador, en los que no distinguías el alma del dibujante plasmada en el papel. Y, a pesar de todo, de su vestuario de andar por casa estando enferma, de su moño apresurado para que el pelo no molestara, sus movimientos seguían transmitiendo elegancia, sensualidad. Podía ver sus fuertes y apetecibles piernas debajo de aquella capa de algodón. Podía echarle un vistazo a su ombligo si me daba la gana; la camiseta corta que llevaba lo era tanto que dejaba una tira de carne a la vista.
Parecía una guerrera espartana.
No. Lo era.
Y a mí sólo me apetecía follármela.
Ninguno de los dos era normal, por eso nuestra relación funcionaba así de bien.
-Tú vives de mala hostia.
Recogió la revista del suelo, la enrolló y me golpeó con ella en el brazo a tal velocidad que casi no pude procesar la información. Parecía mi madre cuando iba a casa con uno de mis exámenes suspensos. Solo que mi madre no me ponía.
Estoy muy enfermo.
-Por si no te das cuenta, ¡quiero bronca!
-¡TENDRÁS BRONCA CUANDO DESAYUNE!-bramé yo.
-¡QUIERO BRONCA AHORA! NO RETRASES MÁS LAS COSAS, TOMMO.
-YO NO ESTOY RETRASANDO NADA. QUIERO DESAYUNAR. TENGO HAMBRE. ¿SABES LO QUE ES? PASASTE MUCHA EN EL PASADO, SI MAL NO RECUERDO.
-VETE A METERTE UNA LÍNEA DE COCA COMO LA ÚLTIMA VEZ, A VER SI CONSIGUES VOLVER MÁS GILIPOLLAS DE LO QUE TE HA PARIDO TU MADRE.
-¿ME ESTÁS LLAMANDO GILIPOLLAS?
-SÍ, CHIQUILLO. GILIPOLLAS Y RETRASADO. EN LOS DOS SENTIDOS, ADEMÁS. LO CUAL TIENE MÉRITO.
-¿QUÉ COJONES PASA AHORA, A VER? ¿QUÉ?-espeté, pegándome a ella y sacando pecho, igual que un pavo compitiendo por una hembra. A pesar de que le sacaba una cabeza, y casi cinco años, no se amedrentó, ni mucho menos.
-¿POR QUÉ NO TE QUIERES CASAR CONMIGO?
-ME CAGO EN DIOS-repliqué, dándome la vuelta y santiguándome en mi interior, pidiéndole a Él que no le diera demasiada importancia a esas cosas. A veces se me iba la lengua, pero iba a conseguir llevar a Eri conmigo al cielo. Me habían encomendado una tarea difícil, y la carne era débil.
Muy débil.
-¿ME CAGO EN DIOS QUÉ?
-¡ME CAGO EN DIOS TODO!
-SON CUATRO PUTAS PALABRAS, LOUIS, TAMPOCO TE ESTOY PIDIENDO LA VIDA.
-NO SON SOLO CUATRO PUTAS PALABRAS. ¿QUÉ PASA? ¿QUIERES TENER EL MONOPOLIO OFICIAL SOBRE MÍ? ¿QUÉ VA A CAMBIAR ENTRE NOSOTROS UN PUTO PAPEL, O QUE YO TE DÉ MI APELLIDO?
-ME HARÍAS FELIZ.
-DEBERÍA HACÉRTELO YO, NO MI POSIBILIDAD DE CAMBIARTE EL NOMBRE.
-¡PARA UNA COSA QUE TE PIDO, Y NO QUIERES!
-ME PIDES MÁS COSAS QUE ESTO, ERI, CRÉEME. ME PIDES MUCHO Y YO TE LO DOY TODO, ME SACRIFICO POR TI A CAMBIO DE NADA.
-¿QUÉ?-gritó, y me sorprendió que no echara el edificio abajo-. ¿CÓMO COJONES TE ATREVES? YO RENUNCIÉ A MI SUEÑO POR TI.
Verás, verás, todavía se lía.
Me la quedé mirando en silencio, con los ojos entornados.
-Si tan importante es Hollywood para ti-dije, señalando al pasillo-. Ahí tienes la puerta.
-Debería largarme.
-Ajám.
-Porque eres un puto egoísta.
-Ajám.
-Te odio.
-Lo superarás.
Tragó saliva varias veces, tenía las mejillas encendidas, pero nada comparado con lo que se estaba cociendo en mi interior. Me había pasado tres pueblos, vale, pero... era muy pesada con ese tema. Sabía que se iba a montar gorda cuando Liam y Alba se casaran, pero confiaba en que los efectos narcóticos de la boda durarían más de lo que habían hecho.
La cogí de la muñeca en el último minuto y la pegué contra la pared. Puse mis manos a ambos lados de su cabeza, mi cuerpo ardiendo contra el suyo, de modo que no tenía por dónde escapar.
-¿Qué pasa?
-No te importa, acabas de dejármelo muy claro.
-Sí que lo hace. Eres mi chica-repliqué, pellizcándole la mejilla-. Todo lo que te pase a ti me atañe a mí también. ¿Qué pasa?
-Eso, precisamente. Que soy tu chica, no tu mujer.
Sonreí con chulería.
-Al margen de eso. Porque, si mal no recuerdo, habíamos establecido una pequeña tregua en esta guerra matrimonial que nos traemos tú y yo, ¿mm?
Volvió a tragar saliva. Su cuello tembló ligeramente, y a mí me apetecía muchísimo pegar mis labios a esa piel tan sensible, besarla despacio, no separarme nunca de ella... pero terminaría haciéndolo, tarde o temprano.
-No te tengo miedo, Louis.
-No te tengo miedo, Louis.
-No deberías.
-Podrías pegarme. Y yo no te dejaría.
Lo sabes, ¿verdad? Casi prefiero vivir con el miedo a que me pegues
una paliza cada día a estar muerta sin ti.
Sonreí.
-¿No me odiabas?
-Me confundes.
-Eso me dicen todas.
-¿Que las confundes?
-No, que te confundo a ti.
Luchó por no sonreír, pero no lo consiguió. Al fin y al cabo, era conmigo con quien estaba hablando.
-Venga, amor, ¿qué te ha pasado? ¿Qué ha alterado ese temple tuyo tan característico que nadie, ni la peor de las criaturas, puede modificar?
Se echó a reír.
-No deberíamos haber empezado a ver Los Tudor juntos.
-Funcionamos mejor en la cama desde que lo vemos, y lo sabes.
-Es verdad-asintió, mirándose las manos-. Es Noemí.
-¿Qué le pasa?
-Se va a casar con Harry.
Me quedé de piedra, mirándola. A ver, llevaba mucho tiempo tomándole el pelo con ese tema, pero nunca, jamás, hubiera pensado que Harry terminara sacándome ventaja y casándose antes que yo. Todo podía pasar, pero era una cosa de lo más improbable. Y, sin embargo, estaba pasando. Iba a pasar, de hecho. A no ser...
-En otoño.
A no ser nada. Harry iba a casarse antes que yo. Todo era demasiado surrealista como para pensarlo.
Suspiré.
-Eri...
-Yo solo quiero...
-Calla y escucha, por una vez en tu vida, ¿vale? Escúchame-le dije, poniéndole las manos en los hombros. Ella asintió-. Yo... ya sabes que quiero estar contigo. No hay nada que me haga más feliz. Y no quiero arriesgarme; he visto parejas que estaban genial juntas y que, nada más casarse, empezaban a tener problemas. Es algo a lo que no me voy a arriesgar contigo.
-¿Qué puede cambiar?
-Nada, así que no tienes de qué preocuparte. Podemos estar casados, o no.
Suspiró.
-Así es más fácil que me dejes.
-Bastaría con que estuviera mal de la cabeza y me marchara de casa, tuviéramos un papel firmado o no.
Miró al suelo.
-Te diré lo que haremos-dije,
acariciándole el mentón y resistiendo las ganas de morderle los
labios que esa mirada orgullosa y competitiva me daba-. Voy a
desayunar. Nos ducharemos. Juntos. Luego iremos a la cama. Echaremos
un buen polvo-sonreí, ya imaginándomela desnuda debajo de mí, yo
metiéndome entre sus piernas y haciéndola gritar como tan bien se
me daba...-. Y nos quedaremos en casa toda la tarde, viendo
películas. Las que tú quieras. ¿Qué te parece?
Se mordió el labio, podía notar cómo
su interior palpitaba a un solo ritmo: el de mis dedos en su
clavícula, encendiendo cosas que nunca deberían apagarse.
-¿De verdad tienes que desayunar?
Sonreí.
-Sí.
-Joder.
-Exacto-repliqué yo, besándole la
boca-. Dime que me quieres.
-Te quiero.
-Que suene natural.
-Que suene natural, Christian
Grey-replicó, acariciándome el culo y sonriendo, zalamera.
Lo mejor de todo era que incluso las
peleas con Eri merecían la pena, no por el hecho de que nos pedíamos
perdón de aquella manera tan íntima y placentera, sino porque la
pelea en sí no estaba nada mal. Podías sentir la tensión sexual
desatándose en nosotros, la rabia que la existencia del otro podía
llegar a causarnos, el deseo que sentíamos de fundirnos en un solo
cuerpo... pero, sobre todo, la esencia de la realidad de nuestra
relación. No me habría gustado estar con alguien que me diera la
razón absolutamente en todo. Mi carácter fuerte me obligaba a
necesitar buenas broncas de vez en cuando. Y ella me las daba, igual
que me daba muchas otras cosas.
Gruñí cuando descubrí que el bote de pintura azul celeste estaba casi acabado. Me limpié a los vaqueros viejos, ya llenos de pintura por tantas partes que parecía que acababa de salir de un paintball, y de un brinco bajé de la escalera. Observé mi pequeña obra maestra; la verdad es que la habitación no se me estaba dando tan mal, después de todo.
Tras un tiempo pensándolo, y con una habitación vacía en la casa ya preparada para aquella persona que sabíamos que terminaría viniendo, habíamos conseguido nuestro objetivo, y por tanto había que ponerse manos a la obra. No estábamos haciendo grandes reformas en la casa, pues las mayores ya estaban acabadas gracias a la colaboración de los chicos, pero sí que había pequeños detalles que teníamos que pulir.
Tapé el bote después de pasar su contenido a otro, con el fin de que el olor no molestara a Eri, cuyo olfato se iba desarrollando más y más con el paso de los días y de su embarazo (aunque eso era normal, ya nos lo había prevenido mi madre y la suya), y salí de la habitación, abriendo las ventanas de par en par para que aquello ventilara.
Eri se giró al ver que me acercaba por detrás de ella, con la escoba en la mano y el recogedor en la otra.
-¿Ya has terminado?
Negué con la cabeza y levanté el bote, ya vacío, con líneas azules de las gotas que se me habían escapado y no había conseguido detener.
-Se me ha terminado. ¿Y tú, cómo vas?
-Voy bien-replicó, recogiéndose un mechón de pelo detrás de la oreja y girándose.
-Te estás dando mucha caña, nena.
-Estoy bien.
-¿Seguro?-dejé el bote en el suelo, alcé una ceja y me acerqué a mi mujer. Observé sus manos, cubiertas con tres anillos que se negaba a quitarse: el anillo que le había regalado por su decimosexto cumpleaños, el de pedida, y la alianza, que yo no llevaba puesta por temor a dejarla azul, y que la pintura estropeara la pequeña pieza.
-Seguro-baló en voz baja, acariciándose el vientre. Poco a poco se le iba notando el embarazo, pero ya sabíamos que el pequeño que estábamos esperando era pequeño, y no pequeña.
Para ser sincero, a pesar de que siempre había dicho que quería un hijo, en realidad me daba igual qué sexo tuviera el primero. Casi hasta prefería una hija, porque mis hermanas habían sido mucho más fáciles de manejar. Yo siempre le había dado problemas a mi madre cuando era pequeño, así que el primer hijo, con el que nunca tenías experiencia, era el que más posibilidades tenía de salir mal.
Le acaricié el vientre y le besé el hombro, recordando cuando fuimos al hospital a que ella se hiciera unos análisis de sangre y comprobar que todo estaba bien. Yo estaba muy preocupado, todavía no terminaba de confiar en el test de embarazo que se había hecho en casa, así que estaba de los nervios. Ella estaba tranquila, demasiado, incluso. Aunque, claro, ella notaba los cambios más que yo. Yo solo sabía que por las noches a veces se despertaba y tenía unas ganas tremendas de comer todo tipo de platos exóticos.
La enfermera clavó la aguja en la cara interna de su brazo y le extrajo el líquido rubí mientras Eri apartaba la pista y se mordía el labio.
-¿Te duele?
Asintió mínimamente con la cabeza. La enfermera le colocó un algodón y le dijo que apretara. Luego, nos envió al ginecólogo, que estuvo casi 45 minutos haciéndole tantas preguntas que a mí me dolía la cabeza. Yo sólo podía cogerla de la mano, acariciarle el dorso y asentir cuando ella se dirigía a mí, demasiado preocupado conjurando a todos los dioses habidos y por haber para que todo aquello saliera bien como para poder prestarle atención.
Al día siguiente nos tocó volver. Los resultados habían tardado muy poco, y supuse que se debía a quién era el padre del crío, lo que hacía que no sólo nosotros dos tuviéramos interés en saber qué pasaba.
-Efectivamente, estás embarazada, Erika-dijo la ginecóloga, sonriendo y consultando sus papeles. Eri sonrió y me miró, yo la abracé y tragué saliva. Ahora me tocaba preocuparme de cuidarla lo mejor que pudiera, al 110% de mi capacidad, a fin de que no les pasara nada a ninguno de los dos-. ¿Queréis saber qué será o preferís que sea una sorpresa?
-¿Ya puede saberse?-preguntamos los dos a la vez, boquiabiertos, nos miramos y nos echamos a reír.
-Sí-asintió ella-, por tu sangre corren unas u otras hormonas dependiendo de cuál sea el sexo del bebé.
Eri me acarició la mano.
-¿Estás listo?
-No-sonreí, encogiéndome de hombros-. Pero... quiero saberlo.
Ella miró a su doctora, asintió. La doctora echó un vistazo a sus papeles, asegurándose de que la información que nos iba a dar era la correcta.
-Es niño.
Y, desde entonces, llevaba viviendo en una especie de nube de la que era casi imposible sacarme. Tenía que controlarme para no ir dando brincos por la vida, pero todo era jodidamente surrealista: iba a pintar las paredes de la habitación vacía de azul, íbamos a tener un hijo, un hijo al que yo podría enseñarle a jugar al fútbol, un hijo al que acompañar a los partidos, un niño, el niño que yo llevaba toda mi vida esperando, ese hermano que había tardado tanto en llegar, y que finalmente lo hacía en forma de hijo.
Le cogí la mano a Eri y le besé el brazo despacio, tan despacio que mis labios apenas se posaban en su piel. Ella sonrió.
-Tengo que terminar de barrer, Louis.
-Puedes descansar-repliqué en tono sensual, esperando que me diera lo que quería. Desde que si vientre se iba abultando poco a poco, yo la trataba con mucha más delicadeza que de costumbre; no era para menos. Al fin y al cabo, llevaba un pequeño ser humano dentro. Un ser humano que habíamos creado entre los dos.
-Si paro ahora, no la cogeré nunca.
-Puedo ayudarte.
-De verdad, amor, puedo yo sola-replicó, apartándome con ternura y negando con la cabeza. Me encogí de hombros.
-El rechazo me duele, ¿sabes?
-Más me va a doler a mí cuando vuelvas a las giras, y todo eso-suspiró, cerrando los ojos y volviendo a su tarea. Yo fui a tirar el cubo de pintura, pasé a su lado y apenas escuché lo que estaba canturreando. Abrí la puerta de la habitación para que fuera ventilando y me dispuse a ayudarla con las tareas de limpieza. A pesar de que nos las habíamos repartido, me sabía mal tirarme en el sofá a ver la tele mientras ella todavía estaba en plena faena. Ahora que hacía las cosas más despacio, a razón de no cansarse, estaba casi todo el día trabajando.
Y solía cantar.
Sobre todo desde que sabía que alguien iba a estar escuchándola siempre durante 9 meses.
-She wants me to come over, I can tell her eyes don't lie, she's calling me in the dark...
Me asomé a la puerta del baño para verla mover las caderas despacio, al ritmo de la canción y de los balanceos de la escoba.
No me lo puedo creer pensé al reconocer la canción.
-I wanna put my hands on her hands, feel the heat on her skin. Get reckless in the starlight... I'm moving to the beat of her heart, I was so lost until tonight, tonight...
Se giró y pude ver cómo sonreía mientras machacaba al polvo, que huía despavorido ante tal melodía.
-I FOUND YOU IN THE DARKEST TOWER, I FOUND YOU IN THE POURING RAIN, I FOUND YOU WHEN I WAS ALL IN NEED, I WAS LOST, LOST, TILL I...
-Tienes que estar bromeando-repliqué yo. Ella se giró y se echó a reír.
-Me ha venido a la cabeza.
-¿De verdad? ¿The Wanted? Nena, te creía con mejor gusto.
Sí, especialmente porque, a pesar de que le había dicho a mi hermana que le sonsacara qué anillo le gustaba para pedirle yo la mano, Lottie se las había apañado para que lo dijera conmigo delante sin que ella sospechara nada... o al menos eso pensaba yo. Resultó que mi hermana, muy lúcida ella, se había puesto a buscar anillos en la página de Tiffany (la joyería preferida de mi chica) con ella delante. Eri levantó la vista de la revista, curiosa, mientras yo luchaba por no ponerme pálido al descubrirlas a las dos así.
-¿Qué haces, Lottie?
-Busco anillos de compromiso. Un amigo mío se quiere casar y me ha pedido que le dé mi opinión. Tengo buen gusto-dijo, haciendo un gesto que abarcaba todo su cuerpo, señalando las prendas que llevaba puestas. Mi hermana hubiera podido ser modelo si hubiera querido, y más después de que yo me hiciera famoso. Podría haberse metido en cualquier pasarela con solo pronunciar su apellido, que ya abría muchas puertas.
-¿Cuántos años tiene?-espeté yo en un acto de lucidez por el que me estaría auto felicitando toda la vida. Conseguí incluso fruncir el ceño en una actuación digna de un Oscar.
-Es de tu edad... bueno, no. Un poco mayor. Tú eres del Cretácico, y él, del Mesozoico.
-Estoy a dos segundos de darte un guantazo a mano abierta, nena.
Pero Eri se inclinó hacia su cuñada y miró anillos con ella. Lottie esperaba a ver sus reacciones disimuladamente, y cuando uno parecía gustarle, lo señalaba, decía que era bonito, y le preguntaba su opinión. Cuando Eri se marchó a ver a mi madre, la rubia me miró.
-Me debes una. Gordísima.
-Me lo apuntaré.
Pero sí que se la debía, se la debía incluso ahora que tenía todo lo que podía desear, especialmente ahora.
-¿Qué quieres que te cante, entonces?
-A cualquiera menos a esos.
Eri asintió con la cabeza, se giró y siguió a lo suyo.
-Nada de Nicki.
-¿Por qué?-ladró, girándose con los ojos abiertos.
-Porque te están escuchando ahora mismo, y no creo que sus canciones estén hechas para que nadie de esa edad, o más bien no-edad, las escuche.
-Marilyn Monroe es bonita.
-¿La vas a cantar toda la tarde?
Suspiró.
-Tú te lo has buscado. ¿Quieres música de críos? Pues te daré música de críos.
Cogió la escoba y la usó a modo de micrófono. Se inclinó hacia ella y bramó cosas en español y en inglés, cambiando de idioma sin ton ni son.
No fue hasta que llegué al estribillo cuando la reconocí.
-SEKSI SEÑORRRRRRRRRRRRRRRITA GUONYACOMPLEIMAAAAAAAAAAAAAA, GUO OH OH OH OOOOOOOOOOOH-bramó con acento español. Corrí hacia ella y le tapé la boca.
-Canta a The Wanted, por favor, te lo suplico, niña, canta a The Wanted.
Ella se echó a reír, pero cuando la dejé sola cambió el repertorio. Me entraron ganas de abrazarla tan fuerte que la espachurrara, porque justo cuando yo no estaba pensando en ninguna canción de Robbie Williams, ella se afanaba en She's the one.
¿No es increíble cómo puede pasar el tiempo? ¿Cómo las cosas que estás viviendo y que te parecen eternas, un día pasan a ser recuerdos que puedes rememorar en un solo segundo?
La capacidad de almacenar recuerdos no se valora cuando se es joven, cuando eres tú el que crece. Pero cuando ves a gente que ha nacido frente a ti, gente a la que has criado, las cosas cambian. Eres capaz de ver los cambios a largo plazo como una sucesión de fotografías en tu cabeza.
Y te das cuenta en el momento en que menos te lo esperas, cuando estás tan tranquilo, pensando en tus cosas, sin nada que te haga ver lo rápido que está cambiando tu vida.
Tommy bajó corriendo las escaleras, con una gorra de los Lakers (su madre sabía muy bien cómo educar a sus hijos) tapándole el pelo. Todo el mundo decía que era idéntico a mí, aunque yo pensaba que mi hijo había mejorado la raza... bastante.
-¿A dónde vas tú?-ladró Eri desde la cocina. Esa noche había decidido elaborar una buena cena, por lo que ya se había metido apenas había terminado una película en la tele.
-He quedado, mamá.
-¿Con quién?
-Deja al crío, nena.
-Louis, si a ti te la suda con quién vaya tu hijo, me parece muy bien, pero a mí no. ¿Con quién?
Tommy se balanceó adelante y atrás.
-Layla.
-¿Qué Layla?-ladramos Eri y yo a la vez, incrédulos. De repente el partido de fútbol de mierda que tan interesante estaba siendo en los últimos minutos de juego volvía a ser una mierda.
-Payne. La hija de Liam.
-¿Y qué coño vas a hacer tú con esa chiquilla? NO LA IRÁS A METER EN LAS DROGAS, ¿VERDAD?
-¡QUE NO ME DROGO, MAMÁ!
-No le grites a tu madre-gruñí por lo bajo, volviendo la vista a la televisión. Un jugador se había tirado al suelo y le echaba cuento a una falta que se acababa de inventar.
-Perdón.
-¿Por qué has quedado con Layla?
-Tenemos un trabajo que hacer.
-Va un curso por delante de ti, Tommy, así que mejor te vas pensando la respuesta.
Asentí con la cabeza, dándole todo el apoyo moral posible a mi mujer.
Mi hijo mayor suspiró, miró a sus hermanos pequeños, que jugaban tranquilamente en un rincón. Daniel movía un coche de carreras haciendo el típico ruido del motor mientras que Astrid, la más pequeña de la casa, paseaba una sartén de plástico por encima de la cocina que "Santa Claus" le había traído las Navidades pasadas.
-Van a frotarse en el cine-se burló Eleanor, bajando las escaleras con una falda cortísima y el pelo largo, cayéndole por la espalda
-¿Quieres callarte la puta boca?
-¡Vale! ¡Nada de peleas en esta casa! ¿Me habéis oído?
Eleanor le dedicó una sonrisa de suficiencia a su hermano, que intentó hacerle un corte de manga sin que yo lo viera. No lo consiguió. Yo le lancé una mirada reprobatoria.
-Solo espero que la trates bien. Recuerda que es como de la familia.
-Que sí.
-¿Es eso lo que te va? ¿El morbo de que sea como una prima?
-Mamá, dile algo, porque le voy a cruzar la cara-suplicó Tommy.
-Anda, chaval, vete. Vas a llegar tarde-gruñí, señalándole la puerta. Él brincó de alegría y se lanzó contra la salida-. Y mirad a ver lo que hacéis.
-Vale-dijo, y fue el mismo vale que utilizaba yo con mi madre cada vez que quería quitármela de encima. Sí, ese mismo vale. Atrás había quedado el niño al que Eri y yo habíamos ayudado a aprender a caminar, aquel niño que, el primer día de parvulario, se había girado y había sacudido la mano, contento al ver a tantos niños de su edad alrededor, pero triste porque nos dejaba solos. Aunque más triste estaba su madre, a la que tuve que abrazar y besar en la cabeza. Sin embargo, su mano izquierda, la de menos anillos, tapaba su sonrisa de orgullo. Habíamos conseguido hacer algo bien, habíamos sobrevivido a sus primeros años, y eso tenía mucho mérito.
-Nuestro pequeño...
-Crecen tan deprisa, ¿eh, nena?
Asintió.
-Me siento vieja-comentó.
-¡Joder! ¿Y yo, qué?
Te sumías en un mar de recuerdos con demasiada facilidad, sobre todo cuando tus pequeños dejaban de ser tan pequeños, crecían y buscaban su propia libertad. Equivocarse. Caerse. Hacerse daño.
Y todo para después enmendar sus errores, levantarse, curar sus heridas... ellos solos.
Eleanor me besó en la mejilla, tantos días llevándola al colegio y prácticamente obligándola a que no tuviera miedo de expresar sus sentimientos (siempre había sido muy tímida, hasta cuando cumplió los quince, donde su personalidad cambió radicalmente, y ahora era clavada a su madre). Casi cada día nuestra conversación se repetía. Ella intentaba alejarse con la mochila a la espalda, pero yo era rápido y le cogía la muñeca. Le mostraba la mejilla.
-Dame un beso.
-Papá, no, aquí no, papaaaaaaaaaaaaaaaaaaá.
Siempre me ofendía porque me acordaba de las escenas más desagradables de los telediarios, con abuso a menores y tal. No estaba pidiéndole a mi hija nada del otro mundo. Solo quería un puñetero beso en la mejilla de una de mis dos hijas favoritas (las dos que tenía, en realidad).
-¡Que me des un beso, hostia bendita! ¡Algún día no estaré y te arrepentirás de todos los que me estás racaneando!
Posó su boca en mi mejilla de mala gana. Yo le devolví el beso.
-Y ahora vete ahí y demuéstrales de qué madera estás hecha.
Me miró sin comprender.
Suspiré.
-¿Quién eres, El? ¿Mm? ¿Qué sangre tienes en las venas?
-La de mamá y la tuya, papi.
Asentí con la cabeza.
-¿De quién eres hija?
-De Louis Tomlinson, de One Direction-su madre le había enseñado eso, al principio a mí no me gustaba, pero cuando me explicó a qué se debía, empecé a tomar conciencia de aquel significado: no se refería en absoluto a mi fama. Se refería a cómo era yo. Cuál era mi rol dentro de la banda.
Cómo a mí nadie me tocaba los cojones porque tenían miedo de que pusiera a cada uno en su sitio.
-No te he oído, pequeña.
Su rostro se iluminó en una sonrisa. La sonrisa y los ojos de su madre.
-¡Louis, de One Direction!-dijo, abrazándose a mi pierna rápidamente y echando a correr.
Parecía mentira que ahora Eleanor fuera toda una mujer. O casi.
-Papá, ¿me das 50 libras?
Ni casi, ni hostias. Era una mujer. Esa afición a estar rascando dinero continuamente era la misma de mis hermanas.
-¿Para qué?
-Vamos a ir a una discoteca, y la entrada es cara.
-¿A LA DISCOTECA, UN DOMINGO?
-Tampoco te agobies. Mañana no tengo ningún examen. Tal vez me salte las clases-murmuró, pensativa.
Eri le tiró la zapatilla, sin pretender darle, ni hacerlo.
-¿Qué? ¿QUÉ ACABAS DE DECIR?
Eleanor la miró.
-Mamá, tampoco...
-ELEANOR ANNE TOMLINSON-dios, cómo imponía cuando decía sus nombres completos-, NO VAS A FALTAR MAÑANA A CLASE.
-Vete sin dormir-la instigué-. Échale huevos.
-¡LOUIS! ¡NO ME AYUDAS NADA!
-Oh, venga, Eri, deja que viva la vida. Es joven.
Eri negó con la cabeza, se giró y se marchó farfullando cosas en español. Eleanor se rió y negó con la cabeza.
-¿La entiendes?
-Claro que la entiendo, y preferiría no hacerlo.
-¿Me das el dinero o no, papá?-espetó, impaciente, al ver que no hacía nada por levantar el culo del sofá.
-Es hora de que vayas aprendiendo...
Y ella ya desapareció en busca de su madre.
Eri y Eleanor se intercambiaron varios gritos. Al final, Eleanor consiguió 20 libras, que era bastante más de lo que yo tenía pensado darle.
Fue hasta la puerta y se despidió de sus hermanos pequeños, que sacudieron la mano.
-Espera, espera. ¿Y esa falda, para qué es?
-Tendré que ir buscándome novio, ¿no?
Y cerró la puerta.
Cerró la puta puerta, la madre que la parió. Cerró. La. Puta. Puerta.
Miré a Eri con cara de pánico.
-¿Acaba de decir "novio"?
Eri asintió con la cabeza, distraída.
-No, perdona, ¡eh! ¿¡HA DICHO ESA PALABRA!? ¿MI NIÑA? ¿LA HA DICHO?
Eri suspiró.
-Dios, Louis, tampoco es para tanto. Prefiero que diga esa palabra a que use otras peores que, si me disculpas, le has enseñado tú.
-Pero, ¡no puede tener novio! ¡Aún no! ¡Es muy pequeña! Voy a buscarla. Se queda en casa.
-Déjala que salga, Louis. Que viva la vida. Aún es joven-se burló. Le puse mala cara, se acercó y me besó-. Tienes que dejarles espacio. Ya son mayores.
-¿A qué edad perdiste tú la virginidad?
Se quedó muda.
-¿Qué es la virginidad, papi?-preguntó Dan.
-Un animalito muy simpático que vive en el desierto.
-¿En cuál?-preguntó Astrid.
-No se sabe, por eso está perdida-me giré hacia mi mujer-. ¿Cuántos años tienen?-insistí. Observó la puerta y estuvo a punto de taparse la boca con la mano. Asentí, satisfecho-. Exacto.
-¿Crees que...?
-Ni lo dudo.
-Pero... ¡eran tan pequeños!-murmuró, sentándose en el sofá y abrazándose el pecho. Sí, ahí es cuando ella se sintió mayor. El tiempo que había pasado cayó sobre nosotros como un plumazo.
-Parece que fue ayer-coincidí.
-Sí tampoco hace tanto que tú y yo... ya sabes-se sonrojó. Miró hacia atrás, yo la imité, pero los críos no estaban allí. Habían salido al jardín a jugar, aprovechando los últimos rayos de sol.
Les sonreí a sus mejillas enrojecidas.
-Y tú tienes ya... 37.
-Y tú 41-atacó.
-Me cago en mi madre, ¿ya empezamos con la edad? ¿Eh? ¿Ya empezamos con mi puta edad? ¿Qué pasa? ¿Te sientes la bruja que durmió a la bella durmiente, y ya por eso quieres convertirme en el abuelo de Heidi? Pues no te lo voy a consentir, ¡no señor! ¡Yo no voy a madurar ni cuando tenga 80 años! ¡MADURAR ES DE FRUTAS!-casi le grité, aunque hacía años que esa frase había dejado de hacerme gracia. Se echó a reír y me besó, y juro que aquel beso me quitó 20 años de un plumazo, me devolvió a aquellos maravillosos 20, con el mundo a mis pies, pero partes aún por descubrir... ¿no podía quedarme en esa época, cuando la conocí? ¿O mis hijos congelados para siempre en una edad manejable como podían ser los cinco años, por ejemplo? ¿Por qué teníamos que crecer?
Al menos hacíamos algo bien. Crecíamos, envejecíamos, porque no nos quedaba remedio. Madurar era una optativa.
Y en aquella casa nadie, absolutamente nadie, maduraba.
Gruñí cuando descubrí que el bote de pintura azul celeste estaba casi acabado. Me limpié a los vaqueros viejos, ya llenos de pintura por tantas partes que parecía que acababa de salir de un paintball, y de un brinco bajé de la escalera. Observé mi pequeña obra maestra; la verdad es que la habitación no se me estaba dando tan mal, después de todo.
Tras un tiempo pensándolo, y con una habitación vacía en la casa ya preparada para aquella persona que sabíamos que terminaría viniendo, habíamos conseguido nuestro objetivo, y por tanto había que ponerse manos a la obra. No estábamos haciendo grandes reformas en la casa, pues las mayores ya estaban acabadas gracias a la colaboración de los chicos, pero sí que había pequeños detalles que teníamos que pulir.
Tapé el bote después de pasar su contenido a otro, con el fin de que el olor no molestara a Eri, cuyo olfato se iba desarrollando más y más con el paso de los días y de su embarazo (aunque eso era normal, ya nos lo había prevenido mi madre y la suya), y salí de la habitación, abriendo las ventanas de par en par para que aquello ventilara.
Eri se giró al ver que me acercaba por detrás de ella, con la escoba en la mano y el recogedor en la otra.
-¿Ya has terminado?
Negué con la cabeza y levanté el bote, ya vacío, con líneas azules de las gotas que se me habían escapado y no había conseguido detener.
-Se me ha terminado. ¿Y tú, cómo vas?
-Voy bien-replicó, recogiéndose un mechón de pelo detrás de la oreja y girándose.
-Te estás dando mucha caña, nena.
-Estoy bien.
-¿Seguro?-dejé el bote en el suelo, alcé una ceja y me acerqué a mi mujer. Observé sus manos, cubiertas con tres anillos que se negaba a quitarse: el anillo que le había regalado por su decimosexto cumpleaños, el de pedida, y la alianza, que yo no llevaba puesta por temor a dejarla azul, y que la pintura estropeara la pequeña pieza.
-Seguro-baló en voz baja, acariciándose el vientre. Poco a poco se le iba notando el embarazo, pero ya sabíamos que el pequeño que estábamos esperando era pequeño, y no pequeña.
Para ser sincero, a pesar de que siempre había dicho que quería un hijo, en realidad me daba igual qué sexo tuviera el primero. Casi hasta prefería una hija, porque mis hermanas habían sido mucho más fáciles de manejar. Yo siempre le había dado problemas a mi madre cuando era pequeño, así que el primer hijo, con el que nunca tenías experiencia, era el que más posibilidades tenía de salir mal.
Le acaricié el vientre y le besé el hombro, recordando cuando fuimos al hospital a que ella se hiciera unos análisis de sangre y comprobar que todo estaba bien. Yo estaba muy preocupado, todavía no terminaba de confiar en el test de embarazo que se había hecho en casa, así que estaba de los nervios. Ella estaba tranquila, demasiado, incluso. Aunque, claro, ella notaba los cambios más que yo. Yo solo sabía que por las noches a veces se despertaba y tenía unas ganas tremendas de comer todo tipo de platos exóticos.
La enfermera clavó la aguja en la cara interna de su brazo y le extrajo el líquido rubí mientras Eri apartaba la pista y se mordía el labio.
-¿Te duele?
Asintió mínimamente con la cabeza. La enfermera le colocó un algodón y le dijo que apretara. Luego, nos envió al ginecólogo, que estuvo casi 45 minutos haciéndole tantas preguntas que a mí me dolía la cabeza. Yo sólo podía cogerla de la mano, acariciarle el dorso y asentir cuando ella se dirigía a mí, demasiado preocupado conjurando a todos los dioses habidos y por haber para que todo aquello saliera bien como para poder prestarle atención.
Al día siguiente nos tocó volver. Los resultados habían tardado muy poco, y supuse que se debía a quién era el padre del crío, lo que hacía que no sólo nosotros dos tuviéramos interés en saber qué pasaba.
-Efectivamente, estás embarazada, Erika-dijo la ginecóloga, sonriendo y consultando sus papeles. Eri sonrió y me miró, yo la abracé y tragué saliva. Ahora me tocaba preocuparme de cuidarla lo mejor que pudiera, al 110% de mi capacidad, a fin de que no les pasara nada a ninguno de los dos-. ¿Queréis saber qué será o preferís que sea una sorpresa?
-¿Ya puede saberse?-preguntamos los dos a la vez, boquiabiertos, nos miramos y nos echamos a reír.
-Sí-asintió ella-, por tu sangre corren unas u otras hormonas dependiendo de cuál sea el sexo del bebé.
Eri me acarició la mano.
-¿Estás listo?
-No-sonreí, encogiéndome de hombros-. Pero... quiero saberlo.
Ella miró a su doctora, asintió. La doctora echó un vistazo a sus papeles, asegurándose de que la información que nos iba a dar era la correcta.
-Es niño.
Y, desde entonces, llevaba viviendo en una especie de nube de la que era casi imposible sacarme. Tenía que controlarme para no ir dando brincos por la vida, pero todo era jodidamente surrealista: iba a pintar las paredes de la habitación vacía de azul, íbamos a tener un hijo, un hijo al que yo podría enseñarle a jugar al fútbol, un hijo al que acompañar a los partidos, un niño, el niño que yo llevaba toda mi vida esperando, ese hermano que había tardado tanto en llegar, y que finalmente lo hacía en forma de hijo.
Le cogí la mano a Eri y le besé el brazo despacio, tan despacio que mis labios apenas se posaban en su piel. Ella sonrió.
-Tengo que terminar de barrer, Louis.
-Puedes descansar-repliqué en tono sensual, esperando que me diera lo que quería. Desde que si vientre se iba abultando poco a poco, yo la trataba con mucha más delicadeza que de costumbre; no era para menos. Al fin y al cabo, llevaba un pequeño ser humano dentro. Un ser humano que habíamos creado entre los dos.
-Si paro ahora, no la cogeré nunca.
-Puedo ayudarte.
-De verdad, amor, puedo yo sola-replicó, apartándome con ternura y negando con la cabeza. Me encogí de hombros.
-El rechazo me duele, ¿sabes?
-Más me va a doler a mí cuando vuelvas a las giras, y todo eso-suspiró, cerrando los ojos y volviendo a su tarea. Yo fui a tirar el cubo de pintura, pasé a su lado y apenas escuché lo que estaba canturreando. Abrí la puerta de la habitación para que fuera ventilando y me dispuse a ayudarla con las tareas de limpieza. A pesar de que nos las habíamos repartido, me sabía mal tirarme en el sofá a ver la tele mientras ella todavía estaba en plena faena. Ahora que hacía las cosas más despacio, a razón de no cansarse, estaba casi todo el día trabajando.
Y solía cantar.
Sobre todo desde que sabía que alguien iba a estar escuchándola siempre durante 9 meses.
-She wants me to come over, I can tell her eyes don't lie, she's calling me in the dark...
Me asomé a la puerta del baño para verla mover las caderas despacio, al ritmo de la canción y de los balanceos de la escoba.
No me lo puedo creer pensé al reconocer la canción.
-I wanna put my hands on her hands, feel the heat on her skin. Get reckless in the starlight... I'm moving to the beat of her heart, I was so lost until tonight, tonight...
Se giró y pude ver cómo sonreía mientras machacaba al polvo, que huía despavorido ante tal melodía.
-I FOUND YOU IN THE DARKEST TOWER, I FOUND YOU IN THE POURING RAIN, I FOUND YOU WHEN I WAS ALL IN NEED, I WAS LOST, LOST, TILL I...
-Tienes que estar bromeando-repliqué yo. Ella se giró y se echó a reír.
-Me ha venido a la cabeza.
-¿De verdad? ¿The Wanted? Nena, te creía con mejor gusto.
Sí, especialmente porque, a pesar de que le había dicho a mi hermana que le sonsacara qué anillo le gustaba para pedirle yo la mano, Lottie se las había apañado para que lo dijera conmigo delante sin que ella sospechara nada... o al menos eso pensaba yo. Resultó que mi hermana, muy lúcida ella, se había puesto a buscar anillos en la página de Tiffany (la joyería preferida de mi chica) con ella delante. Eri levantó la vista de la revista, curiosa, mientras yo luchaba por no ponerme pálido al descubrirlas a las dos así.
-¿Qué haces, Lottie?
-Busco anillos de compromiso. Un amigo mío se quiere casar y me ha pedido que le dé mi opinión. Tengo buen gusto-dijo, haciendo un gesto que abarcaba todo su cuerpo, señalando las prendas que llevaba puestas. Mi hermana hubiera podido ser modelo si hubiera querido, y más después de que yo me hiciera famoso. Podría haberse metido en cualquier pasarela con solo pronunciar su apellido, que ya abría muchas puertas.
-¿Cuántos años tiene?-espeté yo en un acto de lucidez por el que me estaría auto felicitando toda la vida. Conseguí incluso fruncir el ceño en una actuación digna de un Oscar.
-Es de tu edad... bueno, no. Un poco mayor. Tú eres del Cretácico, y él, del Mesozoico.
-Estoy a dos segundos de darte un guantazo a mano abierta, nena.
Pero Eri se inclinó hacia su cuñada y miró anillos con ella. Lottie esperaba a ver sus reacciones disimuladamente, y cuando uno parecía gustarle, lo señalaba, decía que era bonito, y le preguntaba su opinión. Cuando Eri se marchó a ver a mi madre, la rubia me miró.
-Me debes una. Gordísima.
-Me lo apuntaré.
Pero sí que se la debía, se la debía incluso ahora que tenía todo lo que podía desear, especialmente ahora.
-¿Qué quieres que te cante, entonces?
-A cualquiera menos a esos.
Eri asintió con la cabeza, se giró y siguió a lo suyo.
-Nada de Nicki.
-¿Por qué?-ladró, girándose con los ojos abiertos.
-Porque te están escuchando ahora mismo, y no creo que sus canciones estén hechas para que nadie de esa edad, o más bien no-edad, las escuche.
-Marilyn Monroe es bonita.
-¿La vas a cantar toda la tarde?
Suspiró.
-Tú te lo has buscado. ¿Quieres música de críos? Pues te daré música de críos.
Cogió la escoba y la usó a modo de micrófono. Se inclinó hacia ella y bramó cosas en español y en inglés, cambiando de idioma sin ton ni son.
No fue hasta que llegué al estribillo cuando la reconocí.
-SEKSI SEÑORRRRRRRRRRRRRRRITA GUONYACOMPLEIMAAAAAAAAAAAAAA, GUO OH OH OH OOOOOOOOOOOH-bramó con acento español. Corrí hacia ella y le tapé la boca.
-Canta a The Wanted, por favor, te lo suplico, niña, canta a The Wanted.
Ella se echó a reír, pero cuando la dejé sola cambió el repertorio. Me entraron ganas de abrazarla tan fuerte que la espachurrara, porque justo cuando yo no estaba pensando en ninguna canción de Robbie Williams, ella se afanaba en She's the one.
¿No es increíble cómo puede pasar el tiempo? ¿Cómo las cosas que estás viviendo y que te parecen eternas, un día pasan a ser recuerdos que puedes rememorar en un solo segundo?
La capacidad de almacenar recuerdos no se valora cuando se es joven, cuando eres tú el que crece. Pero cuando ves a gente que ha nacido frente a ti, gente a la que has criado, las cosas cambian. Eres capaz de ver los cambios a largo plazo como una sucesión de fotografías en tu cabeza.
Y te das cuenta en el momento en que menos te lo esperas, cuando estás tan tranquilo, pensando en tus cosas, sin nada que te haga ver lo rápido que está cambiando tu vida.
Tommy bajó corriendo las escaleras, con una gorra de los Lakers (su madre sabía muy bien cómo educar a sus hijos) tapándole el pelo. Todo el mundo decía que era idéntico a mí, aunque yo pensaba que mi hijo había mejorado la raza... bastante.
-¿A dónde vas tú?-ladró Eri desde la cocina. Esa noche había decidido elaborar una buena cena, por lo que ya se había metido apenas había terminado una película en la tele.
-He quedado, mamá.
-¿Con quién?
-Deja al crío, nena.
-Louis, si a ti te la suda con quién vaya tu hijo, me parece muy bien, pero a mí no. ¿Con quién?
Tommy se balanceó adelante y atrás.
-Layla.
-¿Qué Layla?-ladramos Eri y yo a la vez, incrédulos. De repente el partido de fútbol de mierda que tan interesante estaba siendo en los últimos minutos de juego volvía a ser una mierda.
-Payne. La hija de Liam.
-¿Y qué coño vas a hacer tú con esa chiquilla? NO LA IRÁS A METER EN LAS DROGAS, ¿VERDAD?
-¡QUE NO ME DROGO, MAMÁ!
-No le grites a tu madre-gruñí por lo bajo, volviendo la vista a la televisión. Un jugador se había tirado al suelo y le echaba cuento a una falta que se acababa de inventar.
-Perdón.
-¿Por qué has quedado con Layla?
-Tenemos un trabajo que hacer.
-Va un curso por delante de ti, Tommy, así que mejor te vas pensando la respuesta.
Asentí con la cabeza, dándole todo el apoyo moral posible a mi mujer.
Mi hijo mayor suspiró, miró a sus hermanos pequeños, que jugaban tranquilamente en un rincón. Daniel movía un coche de carreras haciendo el típico ruido del motor mientras que Astrid, la más pequeña de la casa, paseaba una sartén de plástico por encima de la cocina que "Santa Claus" le había traído las Navidades pasadas.
-Van a frotarse en el cine-se burló Eleanor, bajando las escaleras con una falda cortísima y el pelo largo, cayéndole por la espalda
-¿Quieres callarte la puta boca?
-¡Vale! ¡Nada de peleas en esta casa! ¿Me habéis oído?
Eleanor le dedicó una sonrisa de suficiencia a su hermano, que intentó hacerle un corte de manga sin que yo lo viera. No lo consiguió. Yo le lancé una mirada reprobatoria.
-Solo espero que la trates bien. Recuerda que es como de la familia.
-Que sí.
-¿Es eso lo que te va? ¿El morbo de que sea como una prima?
-Mamá, dile algo, porque le voy a cruzar la cara-suplicó Tommy.
-Anda, chaval, vete. Vas a llegar tarde-gruñí, señalándole la puerta. Él brincó de alegría y se lanzó contra la salida-. Y mirad a ver lo que hacéis.
-Vale-dijo, y fue el mismo vale que utilizaba yo con mi madre cada vez que quería quitármela de encima. Sí, ese mismo vale. Atrás había quedado el niño al que Eri y yo habíamos ayudado a aprender a caminar, aquel niño que, el primer día de parvulario, se había girado y había sacudido la mano, contento al ver a tantos niños de su edad alrededor, pero triste porque nos dejaba solos. Aunque más triste estaba su madre, a la que tuve que abrazar y besar en la cabeza. Sin embargo, su mano izquierda, la de menos anillos, tapaba su sonrisa de orgullo. Habíamos conseguido hacer algo bien, habíamos sobrevivido a sus primeros años, y eso tenía mucho mérito.
-Nuestro pequeño...
-Crecen tan deprisa, ¿eh, nena?
Asintió.
-Me siento vieja-comentó.
-¡Joder! ¿Y yo, qué?
Te sumías en un mar de recuerdos con demasiada facilidad, sobre todo cuando tus pequeños dejaban de ser tan pequeños, crecían y buscaban su propia libertad. Equivocarse. Caerse. Hacerse daño.
Y todo para después enmendar sus errores, levantarse, curar sus heridas... ellos solos.
Eleanor me besó en la mejilla, tantos días llevándola al colegio y prácticamente obligándola a que no tuviera miedo de expresar sus sentimientos (siempre había sido muy tímida, hasta cuando cumplió los quince, donde su personalidad cambió radicalmente, y ahora era clavada a su madre). Casi cada día nuestra conversación se repetía. Ella intentaba alejarse con la mochila a la espalda, pero yo era rápido y le cogía la muñeca. Le mostraba la mejilla.
-Dame un beso.
-Papá, no, aquí no, papaaaaaaaaaaaaaaaaaaá.
Siempre me ofendía porque me acordaba de las escenas más desagradables de los telediarios, con abuso a menores y tal. No estaba pidiéndole a mi hija nada del otro mundo. Solo quería un puñetero beso en la mejilla de una de mis dos hijas favoritas (las dos que tenía, en realidad).
-¡Que me des un beso, hostia bendita! ¡Algún día no estaré y te arrepentirás de todos los que me estás racaneando!
Posó su boca en mi mejilla de mala gana. Yo le devolví el beso.
-Y ahora vete ahí y demuéstrales de qué madera estás hecha.
Me miró sin comprender.
Suspiré.
-¿Quién eres, El? ¿Mm? ¿Qué sangre tienes en las venas?
-La de mamá y la tuya, papi.
Asentí con la cabeza.
-¿De quién eres hija?
-De Louis Tomlinson, de One Direction-su madre le había enseñado eso, al principio a mí no me gustaba, pero cuando me explicó a qué se debía, empecé a tomar conciencia de aquel significado: no se refería en absoluto a mi fama. Se refería a cómo era yo. Cuál era mi rol dentro de la banda.
Cómo a mí nadie me tocaba los cojones porque tenían miedo de que pusiera a cada uno en su sitio.
-No te he oído, pequeña.
Su rostro se iluminó en una sonrisa. La sonrisa y los ojos de su madre.
-¡Louis, de One Direction!-dijo, abrazándose a mi pierna rápidamente y echando a correr.
Parecía mentira que ahora Eleanor fuera toda una mujer. O casi.
-Papá, ¿me das 50 libras?
Ni casi, ni hostias. Era una mujer. Esa afición a estar rascando dinero continuamente era la misma de mis hermanas.
-¿Para qué?
-Vamos a ir a una discoteca, y la entrada es cara.
-¿A LA DISCOTECA, UN DOMINGO?
-Tampoco te agobies. Mañana no tengo ningún examen. Tal vez me salte las clases-murmuró, pensativa.
Eri le tiró la zapatilla, sin pretender darle, ni hacerlo.
-¿Qué? ¿QUÉ ACABAS DE DECIR?
Eleanor la miró.
-Mamá, tampoco...
-ELEANOR ANNE TOMLINSON-dios, cómo imponía cuando decía sus nombres completos-, NO VAS A FALTAR MAÑANA A CLASE.
-Vete sin dormir-la instigué-. Échale huevos.
-¡LOUIS! ¡NO ME AYUDAS NADA!
-Oh, venga, Eri, deja que viva la vida. Es joven.
Eri negó con la cabeza, se giró y se marchó farfullando cosas en español. Eleanor se rió y negó con la cabeza.
-¿La entiendes?
-Claro que la entiendo, y preferiría no hacerlo.
-¿Me das el dinero o no, papá?-espetó, impaciente, al ver que no hacía nada por levantar el culo del sofá.
-Es hora de que vayas aprendiendo...
Y ella ya desapareció en busca de su madre.
Eri y Eleanor se intercambiaron varios gritos. Al final, Eleanor consiguió 20 libras, que era bastante más de lo que yo tenía pensado darle.
Fue hasta la puerta y se despidió de sus hermanos pequeños, que sacudieron la mano.
-Espera, espera. ¿Y esa falda, para qué es?
-Tendré que ir buscándome novio, ¿no?
Y cerró la puerta.
Cerró la puta puerta, la madre que la parió. Cerró. La. Puta. Puerta.
Miré a Eri con cara de pánico.
-¿Acaba de decir "novio"?
Eri asintió con la cabeza, distraída.
-No, perdona, ¡eh! ¿¡HA DICHO ESA PALABRA!? ¿MI NIÑA? ¿LA HA DICHO?
Eri suspiró.
-Dios, Louis, tampoco es para tanto. Prefiero que diga esa palabra a que use otras peores que, si me disculpas, le has enseñado tú.
-Pero, ¡no puede tener novio! ¡Aún no! ¡Es muy pequeña! Voy a buscarla. Se queda en casa.
-Déjala que salga, Louis. Que viva la vida. Aún es joven-se burló. Le puse mala cara, se acercó y me besó-. Tienes que dejarles espacio. Ya son mayores.
-¿A qué edad perdiste tú la virginidad?
Se quedó muda.
-¿Qué es la virginidad, papi?-preguntó Dan.
-Un animalito muy simpático que vive en el desierto.
-¿En cuál?-preguntó Astrid.
-No se sabe, por eso está perdida-me giré hacia mi mujer-. ¿Cuántos años tienen?-insistí. Observó la puerta y estuvo a punto de taparse la boca con la mano. Asentí, satisfecho-. Exacto.
-¿Crees que...?
-Ni lo dudo.
-Pero... ¡eran tan pequeños!-murmuró, sentándose en el sofá y abrazándose el pecho. Sí, ahí es cuando ella se sintió mayor. El tiempo que había pasado cayó sobre nosotros como un plumazo.
-Parece que fue ayer-coincidí.
-Sí tampoco hace tanto que tú y yo... ya sabes-se sonrojó. Miró hacia atrás, yo la imité, pero los críos no estaban allí. Habían salido al jardín a jugar, aprovechando los últimos rayos de sol.
Les sonreí a sus mejillas enrojecidas.
-Y tú tienes ya... 37.
-Y tú 41-atacó.
-Me cago en mi madre, ¿ya empezamos con la edad? ¿Eh? ¿Ya empezamos con mi puta edad? ¿Qué pasa? ¿Te sientes la bruja que durmió a la bella durmiente, y ya por eso quieres convertirme en el abuelo de Heidi? Pues no te lo voy a consentir, ¡no señor! ¡Yo no voy a madurar ni cuando tenga 80 años! ¡MADURAR ES DE FRUTAS!-casi le grité, aunque hacía años que esa frase había dejado de hacerme gracia. Se echó a reír y me besó, y juro que aquel beso me quitó 20 años de un plumazo, me devolvió a aquellos maravillosos 20, con el mundo a mis pies, pero partes aún por descubrir... ¿no podía quedarme en esa época, cuando la conocí? ¿O mis hijos congelados para siempre en una edad manejable como podían ser los cinco años, por ejemplo? ¿Por qué teníamos que crecer?
Al menos hacíamos algo bien. Crecíamos, envejecíamos, porque no nos quedaba remedio. Madurar era una optativa.
Y en aquella casa nadie, absolutamente nadie, maduraba.