martes, 8 de octubre de 2013

Caza.

Entré en la base tirando de las muñequeras y colocándolas como era debido. Cogí una de las pistolas de la entrada y me la metí en el cinturón, en la parte trasera. El frío metal rozó mi piel, arrancando erizamientos a su paso.
-Kat, tengo una misión para ti...-empezó una de las que administraban las misiones, Mel, pero yo levanté la mano, dándole a entender que no tenía tiempo. Debía llevar a los novatos a su sala de entrenamiento y luego decidir cómo iba a averiguar el nombre del ángel. Una letra era una letra, algo por lo que empezar, pero no era demasiado precisamente.
-Pídeselo a otro, yo ahora entreno a los aprendices, como traidora en potencia que soy-espeté, desabrochándome la chaqueta y desparramando las cosas que me había metido dentro, robadas, en una mesa. Si Puck me pillaba arramplando con todo lo que veía en las tiendas sin pagar, me mataría. Pero los paquetes de tabaco, los bollos de chocolate y demás drogas que siempre teníamos prohibidas no eran bien recibidas cuando aparecían en los tíckets de la compra.
-¿Qué?-replicó Mel, deteniéndose en seco y tocándose el pelo, corto por la barbilla, nerviosa. Me giré en redondo, abrí los brazos y comenté, torciendo la cabeza a modo de excusa:
-Sí, ahora se considera ser traidor al simple hecho de haber estado frente a frente con un ángel y habértelas arreglado para que no te meta un tiro en la cabeza.
Se tocó la mandíbula, meditando su siguiente respuesta:
-¿Cuándo ha sido eso?
-Esta mañana. ¿Acaso importa? El caso es que he pasado de estar en la cima a tener que volver a escalarlo todo... desde el principio-expliqué, lanzando una mirada fulminante a los críos, que se habían acercado al estante de las armas, que no podían tocar bajo ninguna circunstancia, y se habían apelotonado en torno a una ametralladora muy poco útil para nuestro trabajo. Era una antigua reliquia, una de las pocas armas rápidas que aún conservábamos de cuando todas las fuerzas anti sistema se concentraban en una sola, a la que el Gobierno llamaba mercenarios. Expertos en todo y nada a la vez, los mercenarios eran asesinos que habían existido hasta hacía pocos años. Mi padre era uno de ellos, y se decía que la genética de un mercenario se transmitía incluso cuando eras adoptado . Si uno de tus padres había sido mercenario, tú tendrías una facilidad para matar que los demás no tendrían.
Yo había degollado a aquella poli que se había entrenado con los runners y había fingido ser una de nosotros sin contemplación, pero a veces sus ojos en blanco aparecían en mitad de la noche, retozando entre mis sueños, y garantizando un despertar movidito. Y eso que ya habían pasado casi cuatro años.
La había matado la noche que cumplía 14 años.
Chasqueé un dedo y todos los críos se volvieron hacia mí. Abandonando el arma, los llevé a los pisos medios de la base. El edificio en el que se encontraba actualmente nuestra base tenía una estructura pensada para que la defensa fuera fácil, y el asalto, imposible. Con forma de seta,  la base se afianzaba sobre unos cien metros de diámetro, en los cuales se encontraban las oficinas de entrega y envío, las salas con las armas más rudimentarias, y las escaleras que conducían a los pisos superiores. El pie de la base se levantaba varios cientos de metros por encima del nivel del suelo, creando una sombra que se agradecía en verano, y unas ráfagas de viento que en las noches invernales eran insoportablemente ruidosas. Los bajos edificios, de no más de 10 plantas en su mayoría, que rodeaban a la gran seta, eran las viviendas de la gran mayoría de nuestros familiares. Mi familia era una de las pocas que no vivía allí, por lo que era más difícil defenderla y salvarla en caso de ataque (una amenaza con la que lidiábamos constantemente), pero también hacía que fueran un blanco más difícil.
Cabía añadir que el hecho de que mi familia tuviera dinero le había permitido alejarse de allí. Las familias que vivían alrededor de nuestra base no eran las más pudientes de la ciudad. Sobrevivían, simplemente. No había delincuencia (el Gobierno jamás lo habría permitido) porque no había pobreza (el Gobierno tampoco lo habría permitido). Nadie había muerto de hambre en toda la ciudad desde mucho tiempo antes de mi nacimiento. Pero que no hubiera pobreza y que la gente pudiera comer no significaba que nadaran en abundancia.
Eché un vistazo a los críos, procurando contarlos de paso, tal era mi costumbre de aprovechar siempre todo lo que hacía. Todos eran lo mejor de su casa: criados desde pequeños específicamente para entregarlos a los runners, sabían qué era la lealtad y cómo esta estaba por encima de todo. Detestaban a los traidores como buenos futuros runners que eran, y preferirían morir por la causa a someterse al yugo del Gobierno, manifestado en la cantidad de policías que patrullaban las calles y asfixiaban tu libertad hasta el punto de que sentías la falta de oxígeno en tus propios pulmones.
Tenía siguiéndome a la élite de los barrios más pobres, gente con facilidad para la mentira que no dudaba en protegernos con su propia existencia si era necesario. Los hermanos de aquellos chicos darían su vida sin rechistar siempre y cuando el seguir viviendo no implicara la necesidad de revelar dónde estábamos los que, a fin de cuentas, les dábamos de comer.
El simple hecho de que se me considerara una traidora y que, automáticamente, se me relegara a uno de los puestos más bajos, que ni siquiera los aprendices tenían en mucha estima, no era, ni mucho menos, una coincidencia: así se les mostraba  los críos que, fuera cual fuera tu delito, sería preferible que te mataran a vender a tus hermanos y compañeros. Lo pagarías descendiendo en toda la escala social de los runners y pasando a vértelas con críos quejicas que no hacían más que quejarse porque nunca eran suficientes: no soportaban bien el dolor, jamás corrían lo suficientemente rápido, nunca eran capaces de salvar las distancias que les imponías de un salto. Pero, casualmente, toda aquella panda de debiluchos que apenas pasaba de los 20 kilómetros por hora, salía y entraba intacta cuando hacías entrenamientos exteriores. Casi nunca había bajas entre los novatos, a no ser, claro, que la policía te pillara. Procurabas que no fuera así.
Los conté de nuevo de la que entrábamos en los ascensores a los pisos de la parte media del edificio y, con un gesto de la mano, les indiqué que siguieran el largo pasillo a su zona de descanso. La misión había terminado; la habían superado con éxito, y habíamos llevado la compra desde el supermercado a la base sin ninguna incidencia.
Subí a mi habitación y empujé la puerta con la cadera, saludando de paso a una de las pocas runners a las que en algún momento tenía asco. Faith.
Faith no era especialmente buena, pero decían que era descendiente de aquella persona en el que una sociedad de runners primitiva se había basado en una vez para crear nuestras tácticas y misiones anti sistema. La chica salía de un videojuego, tenía el mismo nombre que Faith, pero, dada la calidad de éste y la veracidad de los hechos que allí se contaban, con un detalle escalofriantemente certero, creíamos que la tal Faith había existido de verdad. El videojuego podría ser sólo una celebración a la vida de aquella chica que había salvado a su hermana de las garras de una justicia tan subjetiva como la nuestra, en una ciudad demasiado parecida a la nuestra. El juego parecía premonitorio, y nosotros nos habíamos ceñido a él en la medida de lo posible.
O, al menos, eso me había dicho mi madre que habían hecho.
-¿Qué tal, Kat?-era la única persona que me seguía llamando Kat incluso cuando estábamos ambas fuera de servicio, seguramente porque Faith no fuera su nombre real. Era, también, la única que había adoptado su apodo como nombre auténtico, a pesar de que no la habían bautizado así. No la culpaba; tener un nombre de ese tamaño te haría querer lucirlo cada dos segundos. Así que todo el mundo la llamaba de aquella manera. Yo ni siquiera sabía su nombre auténtico.
-Hola, Faith-saludé, esbozando una sonrisa. Se acercó a mí, ajustándose los guantes sin dedos que utilizábamos para deslizarnos por las tuberías sin quemarnos la palma. Se examinó las uñas un segundo, levantó la cabeza y dijo:
-Voy a salir un rato. No sé si necesito un acompañante, pero creo que estaría bien que fueras tú la que viniera conmigo.
Negué con la cabeza, señalando la habitación.
-No puedo, tía. Soy una traidora. Estoy retenida en mi cuarto hasta próximo aviso.
-Lo del ángel es una jodida putada, pero no creo que sea culpa tuya-se encogió de hombros, negando también con la cabeza. Se rascó el codo y me miró los brazos. Aún tenía abiertas las heridas que me habían causado los cristales de la oficina, pero poco importaba aquello. Las heridas de guerra eran incluso más bonitas que las caras resplandecientes de maquillaje que las revistas se empeñaban en anunciar. Seguro que aquellas súper modelos no aguantarían ni dos segundos en la calle, y nosotras,  las que mejor sabíamos escapar, podríamos burlar la seguridad pasara lo que pasara. Eso nos hacía más atractivas en nuestro círculo social.
-Deberían haberte llamado a ti.
-Que en mis venas corra cierta sangre no implica que su talento haya bajado de los cielos para meterse ne mi cuerpo. Eres la mejor de la sección coliflor-se echó a reír-, por mucho que les joda a los demás. Si alguien podía cumplir esa misión, eras tú. Y lo has hecho, a tu manera.
-No tengo los códigos, lo que viene siendo no tener nada.
Volvió a reírse, echándose el pelo corto hacia atrás. Me apreté la trenza que llevaba dando una vuelta más a la goma del pelo, y me la cambié de lado.
-Tenemos mucho más de lo que teníamos ayer a estas horas. Cuando se den cuenta, te ascenderán.
-No quiero que me asciendan. Quiero volver a correr.
Y venganza, pensé, pero no estaba segura de si quería vengarme del tal L por confundirme de aquella manera, o vengarme del resto de mis amigos y compañeros por llegar a pensar tales cosas de mí.
-Ven conmigo-dijo, haciendo un gesto con la mano, doblando el aire y retorciéndolo hasta apretarlo contra su pecho.
-No puedo, Faith. Te metería en el ojo del huracán.
-Como quieras-se encogió de hombros-. Diviértete en tu habitación-murmuró mientras yo abría la puerta.
-Si ves a Taylor, no le digas que me has visto, ¿quieres?
-¿Que he visto a quién?-se rió ella, negando con la cabeza y asintiendo en silencio-. Ve.
Cerré la puerta detrás de mí y escuché tras un par de segundos de vacilación cómo sus pasos se alejaban por el pasillo, silenciosos como pocos en el lugar. Me tiré en la cama, boca arriba, y cerré los ojos, rememorando todo lo que había pasado.
Había robado los planos.
Había salido con ellos sin levantar sospecha alguna.
Había atravesado medio distrito, y llegaba a la parte donde las cosas se ponían más fáciles, cuando L había dado conmigo.
Había huido de él y me había escondido en una oficina. Él había entrado.
Me había arrinconado contra la pared.
Y me besó.
Me besó como nunca me habían besado en la vida, como jamás creí que pudiera besarse. Pero él podía, y lo hizo.
Y, no contento con eso, volvió a besarme cuando nos volvimos a encontrar.
Y volví a sentir todas esas cosas...
Me abofeteé y traté de controlar mi respiración acelerada. No, no podía pensar en él de aquella manera. No debía. Era el enemigo. Había matado a gente como yo, y mi gente había matado a su gente. No podíamos relacionarnos de aquella manera.
Pero, si las cosas eran así, ¿por qué de repente sólo me apetecía correr, abandonarlo todo, e ir con él, hundirme en sus brazos, y dejar que sus alas me llevaran volando lejos de allí? L no iba a causarme más que sufrimiento y dolor, pero ya no sentía que la vida mereciera la pena si él no amenazaba con hacerle sombra al sol.
Tragué saliva, y le murmuré al silencio:
-Tengo que averiguar cómo se llama.
Me levanté de un brinco, tiré la chaqueta encima de la cama y salí fuera como un bólido, sin preocuparme de que todavía tenía una de sus plumas metida debajo de la camiseta, en el top de deporte, entre los pechos, para que nadie la notara. Nada importaba más que mi carrera hacia la sala de informática para descubrir cosas sobre él.
Como, por ejemplo, por qué su cara me resultaba tan familiar, si no lo había visto en mi vida.
No era tan gilipollas como para olvidar una cara así.
Empujé la puerta con el hombro y entré con la cabeza bien alta. Seguramente todos en la sala ya supieran de mi nueva condición de entrenadora de novatos, así que sólo mi orgullo podría salvar aquella situación. Miré en todas direcciones hasta localizar al encargado de entregas ese día.
-Chace, vengo a por un ordenador-dije, poniendo las manos en las caderas, como si la cosa no fuera conmigo y me lo hubieran encargado.
-¿Para qué es?
-Una investigación personal-repliqué, mirándome las uñas con aburrimiento. Lo miré, y alcé las cejas-. ¿Me lo vas a dar, o no?
-Puck no permite que saquéis ordenadores a estas horas.
-¿Desde cuándo?
-Desde hace un par de días. Se os mandó un correo.
-¿Cómo cojones voy a leer yo los correos si no tengo Internet?-gruñí, arrugando la nariz. Sabía que se lo estaba inventando, un cosquilleo bajo mi piel me lo confirmaba.
Él alzó las manos.
-No es mi problema. ¿Es urgente?
-Sí.
-¿Para qué lo necesitas?
-¿Qué puta sílaba de "personal" es la que no has entendido, fantasma?
-Eh, zorrita, relájate. Yo no soy el que anda morreándose con ángeles por ahí.
Noté cómo toda la sangre huía de mi cara. Me matarían.
No, peor. Me desterrarían si efectivamente sabían lo de L.
-¿Qué coño dices? ¿Cómo voy a ir yo besando a ángeles por ahí? ¿Estás mal de la puta cabeza?-ladré, alzando la voz hasta el punto de que, si quedaba alguien sin los ojos puestos en mí, en ese momento decidió que era el instante perfecto para contemplar a la loca chillona.
-¡Es una maldita metáfora, y lo sabes! No voy a dejarte un puto ordenador, porque aún no tenemos la conexión totalmente controlada. Podrían entrar en nuestros archivos, y guardamos las copias de los documentos que has traído en nuestra red. Si los pillan, se acabó todo.
-No sirven de nada.
-Sí que sirven, en realidad. Podemos hacer muchas cosas si los ángeles creen que tenemos todo.
-El ángel que me atacó se llevó la cápsula. Saben qué tenemos.
-Pero no saben sin podemos descifrar los códigos.
-Dame un maldito ordenador, Chace. No importa cuál. No importa su conexión. Dámelo. Lo necesito para repasar unos cuantos planos de la ciudad. Creo que tengo la solución a mi última cagada, pero necesito repasar todo el alcantarillado de la ciudad.
-¿Vas a ir a desactivar alguna bomba de agua, o qué?
-No te importa. Dame un ordenador-supliqué. Me hubiera puesto de rodillas con tal de acabar con todo aquello.
-No puedo, Cyntia. Lo siento. Todo lo que hagas quedará registrado en la web hasta mañana, cuando termine de poner los programas de protección.
-¿Mañana?-procuré sonar esperanzada.
-Mañana-asintió con la cabeza.
-Podré esperar, entonces-dije, encogiéndome de hombros y dándome la vuelta. Estudié los tatuajes en los brazos y los hombros de los demás, los que nos identificaban con el resto de los runners. Una serie de líneas y cuerpos geométricos tatuados específicamente nos hacían distinguir a alguien de nuestro distrito a alguien que no lo era. No tenía demasiada importancia en qué zona vagabundearas, pero sí la tenía cuando te caías, puesto que el lugar en el que lo hacías era responsable de tus cuidados hasta que pudieras volver a casa, y, en ocasiones, los demás distritos procuraban tratarte con excesivo cariño (hasta el punto de que había runners que por ese cariño no podían volver a correr como antes) para que no le fueras útil a tu distrito, lo que venía siendo la competencia en asuntos de negocios.
Barrí con la mirada la sala y me giré sobre mis talones, echando a continuación a andar hacia la puerta. No me detuve un segundo, pero creé un mapa mental para ingeniármelas aquella noche para entrar.
Cuando casi todos dormían y la poca actividad nocturna se había acabado o alejado como mínimo de la sala de ordenadores, me puse ropa oscura, me recogí el pelo, y salí de mi habitación en absoluto silencio. No en vano mi nombre coincidía con los felinos en el sonido, no en la escritura.
Agarré el pomo de la puerta, tratando de adaptarme a la oscuridad, y lo giré lentamente, sin éxito. La cerradura emitió un suave chasquido de protesta; estaba cerrada. Frustrada, lancé un suspiro de advertencia y decidí colarme por los conductos de ventilación. Nunca me había fijado, pero aquella tarde anterior había visto una salida de ventilación justo sobre la mesa del secretario. Di una patada a la rejilla, que voló varios metros hasta aterrizar entre dos torres de ordenador, que ronroneaban por la actividad (nos descargábamos demasiadas cosas de Internet, por lo que siempre había varias terminales funcionando, además de las que servían de puente entre las conexiones con los runners que estaban en misiones nocturnas), y saqué las piernas del conducto. Caí sobre la mesa, que crujió bajo mi peso. Me bajé rápidamente y miré alrededor.
En una esquina, como siempre, estaba el armario de los portátiles. Rezando porque no le hubieran echado también el cerrojo, me acerqué a él, y comprobé que, efectivamente, estaba abierto.
Saqué delicadamente un ordenador, como quien sostiene un bebé, y abrí la puerta de la sala desde dentro. Recorrí el pasillo a la velocidad de la luz, apoyándome solo en la parte delantera de los pies, para así hacer menos ruido. Entré en el ascensor y me lo metí debajo de la camiseta, temiendo que alguien tuviera insomnio y decidiera que era una buena idea meterse en el ascensor. Por suerte, nadie lo hizo, y llegué a mi habitación sana y salva. Cerré la puerta, eché el pestillo, comprobé que nadie había entrado allí, bajé las persianas, y, en la absoluta oscuridad, encendí el ordenador, que se deleitó en ponerme histérica al tomarse su tiempo para permitir que empezara a trabajar con él.
Rebusqué entre las cosas que había robado del supermercado hasta encontrar la cajetilla de cigarrillos. Le quité el precinto de plástico, abrí la caja y tiré varios encima de la cama. Con el mechero que traía incorporado (qué detalle del Gobierno, sí señor, menudo detalle). Encendí uno y, mientras la luz de mis caladas consumiendo la droga que me garantizaba un cáncer de pulmón que me devoraría por dentro, inicié mi búsqueda, sin saber muy bien por dónde empezar.
Me metí en todas las webs de teorías conspirativas acerca de cómo se había creado a los ángeles y cómo hacía el Gobierno para crear más, pero cada tontería que leía era mayor que la anterior. No sabía muy bien qué esperaba de aquellas webs: una lista de nombres, alguna forma de contactar con alguien que estuviera dispuesto a darme detalles acerca de ángeles de ojos preciosos que besaban como un dios de los antiguos...
Suspiré y me centré después en poner nombres al azar que empezaran por L en el buscador de Internet, pero tampoco conseguí encontrar nada (al margen de una mujer que había vivido en el siglo XXI, una tal Gaga, que acostumbraba a vestir con carne, seguramente porque procediera de una tribu africana en la que la carne y la piel pálida fueran consideradas un símbolo de realeza), de modo que pasé a centrarme en un apellido. Tal vez él no se llamara L, sino que se apellidara L, de modo que había pasado dos horas buscando nombres de chicos en Google para nada.
Sí, aún usábamos Google. Había conseguido mantenerse durante mucho tiempo, destruyendo totalmente a la competencia.
Me metí un puñado de onzas de chocolate en la boca mientras bajaba por la lista de famosos con apellido que empezaba por L. Lautner, Lawrence, Love-Hewitt... tras clickar en todos, y encontrarme a una chica llamada Makena, de rasgos muy parecidos a los de mi novio, en el apellido Lautner, di por finalizada mi infructuosa búsqueda.
-¿Y si tiene un gemelo?-me pregunté, y miré la lista de ciudadanos de la ciudad que el Gobierno colgaba orgulloso y actualizaba prácticamente cada hora, añadiendo a los recién nacidos y colocando una triste cruz en el nombre de alguien que pasaba a mejor vida para, al final, eliminarlo al cabo de un par de días, cuando todo el mundo había enviado sus condolencias a las familias del fallecido). No sabía si también incluirían los nombres de los ángeles, disfrazándolos de personas normales, pero, tras comprobar unas cien veces que dos personas que no compartían apellido (ni siquiera llegué a la letra B, pues me había vuelto la inspiración de que L era la inicial de su nombre), me dejé caer en la cama.
Me levanté despacio y me asomé a la ventana, solo para descubrir que la Luna había avanzado enormemente durante mi infructífera búsqueda. Cerré los ojos, me froté la cara y me tapé la boca con una mano.
Qué coño voy a hacer ahora, pregunté para mis adentros en un tono que no era de pregunta en absoluto.
Y sentí un calor fulgurante en el pecho cuando la recordé.
La pluma.
La puta pluma.
La saqué cuidadosamente de la camiseta y la examiné. Casi parecía estar susurrándome algo, pero no sabía qué era.
La miré con más atención, y una imagen cruzó mi cabeza. Era sencilla y a la vez elaborada. Una simple clave de sol, uno de los símbolos más importantes de las partituras, que parecía hecha de carbón, con poros y líneas a modo de fosas hundiéndose en ella, alcanzando profundidades jamás vistas por el orden.
Cantaba.
Me tiré encima de la cama y tecleé rápidamente L cantante en Google. Otra vez un batallón de nombres que nunca, jamás, había visto. Entré en Google Imágenes.
Y allí estaba.
L, sin alas, sonriendo en un escenario, rodeado de cuatro chicos que seguramente fueran sus coristas. No se me ocurrió pensar que estuviera en una banda, pues las bandas habían desaparecido. Ahora la gente triunfaba en solitario, lo que hacía del éxito algo mucho más aburrido. Pinché en la imagen, y leí los nombres.
De izquierda a derecha: Niall, Liam, Louis (¡Louis! ¡Se llama Louis!), Harry y Zayn.
Me tapé la boca con la mano, y, contenta de tener algo a lo que agarrarme, volví a teclear aquella L, esta vez seguida del nombre completo.
Entré en una enciclopedia y leí los datos acerca del chico. Obviamente, habían introducido una fecha de muerte que no se correspondía con la realidad, ya que el tal Louis seguía vivito y coleando y, no solo eso, sino que ahora iba por ahí con unas alas adornando su espalda.
-Louis William Tomlinson, nacido en Doncaster, Inglaterra, el 24 de diciembre de... ¡¡1991!!-grité, y me tapé la boca con la mano. Agucé el oído justo en el momento en que oía a alguien bajándose de la cama y acercándose a la puerta. Abrí la cama a la velocidad del rayo, guardé el portátil debajo de la cama, acompañado de todas las porquerías que me habían ayudado a sobrellevar la noche, y me metí bajo las mantas justo cuando alguien entraba en tromba en la habitación, sosteniendo una pistola en alto. Encendió la luz y examinó la habitación, mientras yo fingía incorporarme sobresaltada y mirarla con cara somnolienta.
-¿Qué?
-Has gritado. Creía que había alguien en la habitación.
Fruncí el ceño.
-¿He gritado? ¿En serio?
Ella asintió con la cabeza, bajando el arma, pero sin ponerle el seguro ni dejándola fuera de combate.
Me miró, y frunció el ceño. Se inclinó hacia mí, yo notaba cómo los pelos de mi nuca se erizaban con la electricidad estática que el pánico producía en mi cuerpo.
-¿Qué tienes ahí?
Me pasó la mano por la cabeza, tocando con delicadeza algo posado en mi pelo. Lo desenganchó y lo sostuvo en alto, a la luz de la lámpara del techo, que emitía una luz cegadora a la que mis ojos acostumbrados a la luz del ordenador exclusivamente no conseguían habituarse.
-¿Esto es una pluma?
Me levanté de un brinco y se la arrebaté. Fingí examinarla.
-Eso parece. Mañana a primera hora la llevaré a revisión. Tal vez contenga algo útil.
-Es más grande que las de las aves de por aquí, así que seguramente sea de tu ángel.
-No es mi ángel-repliqué, envarándome. Ella asintió.
-Lo que tú digas. Bueno, si... si necesitas algo... si él vuelve...-señaló las ventanas, pero sacudió la cabeza al ver que estaban bien cerradas, y protegidas por las persianas-, tan solo grita. ¿Quieres?
-Como he hecho ahora.
Sonrió, aunque noté un toque suspicaz en su voz.
Esperé a que cerrara la puerta y saqué el ordenador. Leí varias veces la biografía de Louis. Terminé apartando a un lado el ordenador, guardándolo de nuevo en su improvisado escondite, y saliendo de mi habitación a escondidas. El pasillo volvía a estar en silencio.
Atravesé el edificio en dirección a las escaleras y subí las pocas plantas que me separaban de la azotea, una de las pocas zonas del lugar que no tenía cámaras, dado que era muy complicado colocarlas allí, tal era la altura de la Base.
Iba con la pistola aún en los pantalones: siempre iba con ella, salvo en las misiones en las que corría peligro de romperla o dispararme a mí misma sin querer. Incluso dormía con ella, algo que cabreaba mucho a Tay cuando iba a pasar la noche en su cama. Simplemente, se me hacía demasiado raro el ir por ahí sin ninguna clase de defensa, y mi preciosa pistola, mortífera pero manejable, era la compañera ideal.
Sintiéndome más cerca de él que nunca, me acomodé en el suelo de la azotea y dejé que el viento me arañara la cara, arrancando mechones de pelo rebeldes de mi trenza, casi deshecha por el transcurso del tiempo entre la mañana anterior y esa madrugada.
Saqué la pluma y, sujetándola con fuerza para que no saliera volando, la acerqué a mis labios, la rocé contra ellos, abrí la boca y pronuncié su nombre.
-Louis...-murmuré a la noche, y una serie de imágenes me cruzaron la mente a la velocidad de la luz.
Las primeras, eran recuerdos. Yo estaba entre la pared y su pecho, observaba cómo se inclinaba hacia mí. En ambos recuerdos nos besábamos. Pero en el último, mi mente acalorada y agotada introducía detalles que no habían aparecido. Louis me quitaba la chaqueta y sonreía cuando notaba mi pobre camiseta de tirantes, que apenas me tapaba los pechos, contra la suya propia. Me levantaba sobre sus brazos y seguía besándome mientras yo le quitaba la camiseta, le besaba el pecho, me maravillaba por lo fuerte que era su espalda y lo suaves que eran sus alas, y él me descalzaba y jugueteaba con el botón de mi pantalón, y terminaba quitándome también la camiseta, y él se bajaba los pantalones, y...
Abrí los ojos cuando escuché un aleteo en la distancia. Me levanté despacio, examinando, sin éxito, el cielo nocturno. La Luna seguía avanzando inexorablemente, pero con una lentitud que no permitía distinguir los pasos que daba por el cielo nocturno.
Intenté aguzar el oído para saber si el aleteo había pasado de largo, pero el viento me lo impedía.
Algo me rozó la espalda. Yo salté hacia delante, me giré, y disparé sin pensar.
El ángel esquivó mi disparo por poco. Sonrió, su sonrisa era más brillante que el astro que caminaba tranquilamente por la bóveda celestial.
-¿Qué coño haces?
-Acudir a tu llamada, bombón. Para eso tienes mi pluma.

5 comentarios:

  1. Eriiiii spy lectora nueva y que sepas que me he leido toda la novela anterior (bueno claro esta, menos los capitulos aun no subidos) y me encanta como escribes y tu forma de pensar y como llegue tarde a la anterior y empece a leer cuando tu ya ibas pr la mitad decidi no comentar pero en esta te prometo que intentare comentar en todos los capitulos.
    pues eso que sigas escribiendo igual de genial.
    louis! ay dioos que me lo comooo, no esperaba que fuese eel!! uy uy uy aqui va a haber mas que besos....
    jajaaj muchos besos para ti guapa
    esther :))

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    1. Awwwwwwwwww muchas gracias Esther, puedes comentar en la otra si quieres, no voy a morder a nadie por comentar JAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJA pues ya ves, Louis omnipresente, ¿cómo no?
      Bueno, supongo que ya sabes cómo va esto: si tienes Twitter y quieres que te avise, solo tienes que decirlo y yo te apunto :D
      Muchas gracias por tu comentario, en serio, jo, eres un amor de criatura <3

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  2. ERIIIII; me encanta como escribes, me he enganchado hace poco a tuss novelas perollevo suficiente tiempo como lara asegurar que son adictivas. Me he leido la que esta acabada o a punto y aksnsjjans casi muero de amor

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  3. ERIIIII; me encanta como escribes, me he enganchado hace poco a tuss novelas perollevo suficiente tiempo como lara asegurar que son adictivas. Me he leido la que esta acabada o a punto y aksnsjjans casi muero de amor

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