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Seguimos cocinando en silencio, cada uno sumido en nuestros propios pensamientos. Me entristecía mucho la idea de que mamá podría no haberse dado ni cuenta de lo que acababa de hacer, pues seguramente lo tenía automatizado.
Seguimos cocinando en silencio, cada uno sumido en nuestros propios pensamientos. Me entristecía mucho la idea de que mamá podría no haberse dado ni cuenta de lo que acababa de hacer, pues seguramente lo tenía automatizado.
Yo había querido
mucho, había amado, había sufrido y había hecho sufrir, pero nunca
había llegado la extremo que ella había sobrepasado, saltando mucho
más alto que la montaña más alta, sobreponiéndose a cosas que yo
no había rozado ni con mi imaginación, tan atroces me parecían.
Suspiré, y ella me
contempló un segundo.
-¿Estás bien, mi
vida?
Me encogí de
hombros.
-Sí, creo que
sí-me limité a contestar, creyendo que no debía molestarla con
tonterías del tamaño de las mías porque, al fin y al cabo, yo no
me encontraba tan mal como lo había estado ella. No sentía la
necesidad de desaparecer para siempre, aunque un rato... no
estaría mal.
Sentí un nudo en
la garganta, me la aclaré y dije, sin atreverme a mirarla, a pesar
de que acababa de finalizar mi tarea:
-Mamá, ¿por qué
las cosas buenas, las que mejor sientan, hacen tanto daño?
Se envaró y se
giró a contemplarme. Echó mano inconscientemente de las muñecas,
las rozó suavemente con la yema de los dedos, recogiendo el testigo
de un dolor pasado, lacerante, que nunca iba a dejarla ir.
-Porque pasan a
formar parte de nosotros, y nunca puedes dejar ir una parte de ti sin
luchar-respondió sin pensar, con la velocidad de alguien que ha
estudiado algo de memoria, que conoce el tema del que habla a la
perfección y, lo más importante, lo ha hecho su modo de vida-. ¿Por
qué?
Dejé caer los
hombros, notando el peso del mundo en mí.
-He roto con Megan.
Mamá gimió
visiblemente, exactamente igual que hacían el resto de mujeres
cuando les enseñabas un cachorro de algún animal mono, o cuando
veían una película en la que el protagonista masculino, cuyo cuerpo
gritaba que era asiduo a ir al gimnasio, pero nunca aparecía
realmente en plena acción (el dueño estaba demasiado ocupado
alegrándole la vida a su amada como para preocuparse de tonterías
del tipo cuidar los abdominales), y cuya mente y boca demostraban que
el individuo en cuestión, a parte de un calzonazos de mucho cuidado,
era adicto a novelas románticas y a citar a Shakespeare.
Incluso mi padre
cumplía estos requisitos, y estaba seguro de que había sido por eso
por lo que se lo habían rifado en el pasado.
-Pero no quiero
hablar de ello-la corté rápidamente, seguro de que había que
detener la pequeña piedra antes de que la nieve la rodeara y se
convirtiera en un mastodonte del que se protegerían infinidad de
pueblos a medida que rodaba ladera abajo de la montaña en la que me
encontraba. Sentía que estaba escalando la pared de la montaña, no
con demasiado esfuerzo, pero acusando la condenada pendiente, y
alguien estaba preparándose para que, justo cuando llegara a la cima
y comenzara a saborear el éxito al que iba a someterme, me empujara
hacia abajo, al valle y su depresión correspondiente.
Ella asintió con
la cabeza, levantando el cuchillo que acababa de coger sobre su
cuerpo, sin ningún inconveniente. A mamá le encantaba hablar de
estas cosas, pero sabía guardar las distancias cuando se lo pedías.
Se le daba bien. Y tú no hacías más que agradecérselo.
Terminamos de
cocinar escuchando la música, de vez en cuando el aleatorio,
caprichoso enemigo de tu canción favorita, nos regalaba alguna de
las canciones que habían sido las favoritas de mi madre en su
tiempo.
-No-repliqué yo,
alzando la cabeza y mirándola cuando escuché a Harry, mi tío
Harry, que no era hermano de ninguno de mis padres, pero al que mi
padre tenía por un hermano de sangre, guiar a una batería y
marcarle el ritmo a toda la orquesta que iba a acompañarlo.
-Straight
from the plane to a new hotel-canturreó
mamá, moviendo las caderas y sonriendo a la pota, seduciéndola.
Dejé lo que estaba haciendo y me acerqué a ella, que se echó a
reír y me concedió ese baile. Le hice girar sobre sí misma y luego
la pegué a mí, nos miramos a los ojos, pude ver el rastro fantasma
de aquella adolescente loca que había sentido cada emoción hasta en
el rincón más profundo de su alma, y supe que aún estaba allí,
que la Eri de la que mi padre se había enamorado todavía podía dar
mucha guerra.
-Haz lo de tu
padre-me susurró al oído cuando se acercaba el estribillo,
introducido además por el que tenía la voz más dulce de la banda.
-Tell
me that I'm wrong, but I'll do what I please, way too many people in
the Allison Lane, now I'm at the age and I know what I need...
-No
voy a gemir-respondió mamá en el silencio que duró un segundo.
-Casi que te lo
agradezco, mamá-contesté yo, y nos lanzamos a por el estribillo.
Terminamos la
canción jadeando, cada uno se había separado y había hecho lo que
le apetecía. Su moño se había deshecho, de modo que no tuvo
inconveniente en dejar que su pelo cayera en cascada por su espalda,
hasta que volvió a recogérselo rápidamente. Después, una vez
finalizada su obra de peluquería, miró la hora.
-Voy a por tu
hermana.
-¿Quieres que vaya
yo?-me ofrecí; así tendría más tiempo para pensar en algo que
hacer y darle más y más vueltas a cómo abordar el tema que papá
había dejado caer, no demasiado sutilmente, en la sala de
profesores. Había cosas que no encajaban. Sabía que mamá había
estado a punto de ser famosa, pero había terminado por decidir que
era mejor dar un paso atrás, pues con un artista en la familia ya
había más que de sobra. Así, se fundió en el anonimato teórico
en el que vivía, que se correspondía en realidad con la fama
presente, alimentada tanto por la del pasado y por el apellido con el
que se acostaba cada noche, que no coincidía con el que había
nacido. Hay tanto a lo que papá pudo haberse
referido, y tan poco tiempo para sopesar cada opción
me dije a mí mismo, creyendo que un paseo hasta el colegio de mi
hermana pequeña, Astrid, sería lo mejor.
Mamá, ajena a todo
esto, se encogió de hombros.
-Vale, pero...
llévate un paraguas.
Eso fue lo único
que me dijo antes de girarse y seguir girando la pota que tanto
trabajo le estaba dando. Yo asentí con la cabeza, cogí un abrigo,
me calcé las primeras zapatillas que encontré, saqué un paraguas
del paragüero y me lancé a la tarde lluviosa de las afueras de la
capital de Inglaterra, y seguramente, como muchos decían, la capital
del mundo.
Todavía no había
mucho tráfico cuando salí hacia la aventura, de modo que pude
llegar sin retrasarme al colegio de mi hermana. Justo estaba doblando
la esquina cuando sonó el timbre, y las puertas se abrieron
escupiendo una tromba de niños con risas estridentes que llenaron la
calle en cuestión de segundos, escurriéndose por cada rincón,
deseosos de contarle a sus madres qué era lo que habían aprendido
esa mañana.
Astrid salió con
su mochila de las Monster High,
rosa y morada, botando a su espalda. Contempló indecisa la acera en
la que seguramente mamá la esperara, reunida con el resto de madres
que animaban a sus hijos a cruzar la calle para abrazarlos cuanto
antes. No era peligroso; el tráfico era nulo.
Sorteando a los
niños, que me pasaban incluso entre las piernas, llegué hasta mi
hermana. Le toqué el hombro, y Astrid se volvió, clavándome sus
ojos azules con tanta intensidad y curiosidad que un escalofrío me
recorrió la espina dorsal. Le sonreí, y ella me devolvió la
sonrisa, alzando sus pequeñas manos sobre sus hombros bañados en un
castaño tan suave que, de hecho, era rubio.
-¡¡Tommy!!-bramó
como si le fuera la vida en ello. Yo la levanté sin esfuerzo (una
niña de 7 años y medio, casi 8, no era nada comparada conmigo) y la
abracé. Ella me devolvió el abrazo, estrujándome la camiseta.
Gracias a Dios, las nubes nos habían dado una tregua de su depresión
acompañada de lágrimas dulces, de modo que no nos mojamos. Me
estampó un sonoro beso en la mejilla, yo le soplé en la suya, ella
se echó a reír y se limpió la mejilla con el dorso de la mano.
-¡Me
has babao!-exclamó
riéndose, negando con la cabeza, cambiándonos los papeles un
segundo: yo era el pequeño, ella la mayor. Yo era el que se había
vuelto loco y ella la que debía controlarme.
-Es “babeado”,
pequeña-la corregí, dejándola en el suelo y volviendo a darle
un beso-. ¿Quieres que te lleve la mochila?
Me contempló como
quien contempla a un chalado.
-¡Soy
mayor!-fue todo lo que contestó, alejándose muy digna. Yo la
seguí despacio, sin apresurarme. En el primer paso de cebra, se
detuvo y, acostumbrada y obediente, me tendió la mano. Entrelazó
sus pequeños dedos con los míos, miró a ambos lados y se dispuso a
cruzar, apretando nuestra unión, asegurándose de que yo no me iba a
ningún sitio. No pensaba hacerlo.
Abrí la puerta de
casa y Astrid entró como una tromba dentro, coreando una única
palabra cuyas dos sílabas resultaban ser la misma, en la perorata
típica de hasta el más extraño de los niños.
-¡Mamá! ¡Mamá!
¡Mamá!
Mamá salió de la
cocina limpiándose las manos en un paño, y sonrió al ver a su
pequeña.
-¡Princesita!
-¡Me
ha traído Tommy!
-¡Impresionante!
-¡Y
me ha dejado llevar mi mochila!
Mamá alzó
una ceja, curiosa.
-Es mayor-me
limité a contestar.
-Oh, ya lo creo,
¿verdad, preciosidad?
-¡Sí!
La cogió de
la mano y la metió en la cocina. Le dio un par de cubiertos y le
pidió que los colocara en su lugar. Íbamos a comer en la mesa de
acero, la de la cocina, en la que había dejado yo las cosas cuando
llegué a casa. Como la mesa era bastante más alta que la que
utilizábamos normalmente, en la que Astrid solía colocar los
cubiertos, la pequeña tenía serias dificultades para cumplir su
misión, ya que casi no veía dónde estaba colocando las cosas.
-Tommy, ¿por qué
no ayudas a tu hermana?-inquirió mamá, apagando el fuego y
comprobando por enésima vez la hora. Obedecí, le quité los
cubiertos y aguanté su pequeña rabieta, que mamá cortó incluso
antes de que se convirtiera en algo serio, y, una vez terminé, la
alcé y la senté en uno de los taburetes, cuyo respaldo era tan
pequeño que no convertía a su ostentador en silla, pero que
permitía que Astrid tuviera que ingeniárselas para caer.
Mis hermanos
llegamos apenas terminamos de poner la mesa. Eleanor le dio un beso a
mamá, Daniel hizo lo propio, y nuestra madre se quedó quieta, con
las manos apoyadas en un extremo de la mesa, esperando a que viniera
papá.
-Va a venir
tarde-dijo Eleanor, sentándose y haciéndose una cola de caballo,
idéntica a la de mi madre, y estudiando lo que íbamos a comer. La
pulsera que mis padres le regalaron por su 16º cumpleaños tintineó
al chocar contra los cubiertos. Astrid jugó con ella. Mamá asintió
con la cabeza-. Dijo que no le esperásemos-añadió como si mi madre
fuera tonta y necesitara esa confirmación.
Mamá tomó aire
profundamente, lo soltó y cerró los ojos. Tragó saliva, movió la
silla en la que iba a sentarse y devoró con la mirada cada uno de
nuestros platos, calculando la cantidad exacta que necesitaríamos
para hacer frente a un nuevo día con energía.
-Mamá, no quiero
tanta lechuga-protestó Dan, negando con la cabeza y frunciendo el
ceño. El marrón de sus ojos se escondió entre sus párpados. Mamá
chistó.
-Vas a comerte toda
la lechuga, Dan.
-Pero...
-¿Quieres quedarte
sin natillas?
Negó con la
cabeza, y mamá contuvo una sonrisa de autosuficiencia, del que sabe
que ha ganado la batalla y que podrá ganar más. Dan jugueteó con
la lechuga, cambiándola de posición, pinchándola y soltándola a
voluntad. Mamá se sentó a su lado, y miró por el rabillo del ojo
cómo mi hermano pequeño hacía bailar los vegetales de su plato.
Eleanor dejó caer el tenedor sonoramente y negó con la cabeza.
-No quiero más.
-Dan, te juro por
Dios-amenazó mamá, y Dan comenzó a llevarse la lechuga a la boca.
Cuando mamá se giró para mirar a la mayor de mis hermanas pequeñas,
me miró suplicante. Accedí con un gesto de la mano que nadie más
observó y Dan, con una sonrisa agradecida llena de sinceridad, me
tendió lo que había rechazado.
-Te he visto, Dan.
Dan bufó y recogió
lo que me había dado encogiéndose de hombros. Yo le imité. Siempre
intentábamos lo mismo, y nunca nos salíamos con la nuestra. Sólo
cuando papá estaba a la mesa teníamos una mínima posibilidad,
porque, aunque hubiera dos ojos vigilándonos, normalmente papá y
mamá hablaban de cómo había sido su día, nosotros interveníamos
a veces, y conseguíamos distraer a nuestra madre para ejecutar con
éxito las operaciones de cambio de posición de las ensaladas.
-¿No vas a comer
más, Eleanor?
Eleanor negó con
la cabeza, frotándose la frente.
-¿Por qué?
Se encogió de
hombros.
-No tengo hambre,
eso es todo.
-¿Te encuentras
mal?
Eleanor bufó, se
tapó los ojos con la mano y volvió a encogerse de hombros.
-Estoy cansada.
-Vete a tumbarte a
la cama, entonces. Luego te subo un caldo.
Mamá lo arreglaba
todo con caldos. ¿Que estabas malo? Un caldo. ¿Que te aburrías?
Tómate un caldo, no engorda demasiado, y te entretiene mientras lo
soplas para que se enfríe. ¿Que necesitas dormir? Un buen caldo
antes de ir a acostarte. ¿Que tienes frío? Un caldo. ¿Tienes
calor? Otro caldo.
Y así
sucesivamente.
Eleanor sonrió con
timidez, recogió las cosas y se levantó de la mesa.
Mamá siguió
controlando que no hiciéramos ninguna tontería con la comida, con
ese talento de las madres de hacer dos cosas a la vez.
Escuchamos la
puerta de la calle abrirse, y mamá no levantó la cabeza cuando
entró papá, baló un amoroso y para nada informal
“holaaaaaaaaaaaaaa” y se acercó a ver qué había ese día para
comer.
Se acercó a su
mujer, que seguía a lo suyo. Era su manera de castigarle por hacerla
esperar.
-¿No me das un
beso?
-Podré tragar la
comida, por lo menos, ¿no?
Papá se echó a
reír, nego con la cabeza y tiró delicadamente del mentón de su
mujer hasta tener sus labios a una distancia cercana. La besó, y
mamá sonrió, asegurándose de que ya había tragado y nada podía
interrumpir ese tierno y corto beso, pero, aun así, sentido.
-¿Qué tal?
-Bah. Cansado. ¿Qué
hay para comer?
Era una pregunta
retórica para establecer un mínimo diálogo, pero a mamá no le
importaba contestar. Le dijo qué habíamos comido y qué íbamos a
comer, a lo que papá respondió con un asentimiento distraído,
susurró que iba a subir a cambiarse, y luego volvería. Mamá se
encogió de hombros, y siguió con la mirada a su marido cuando salió
de la cocina y desapareció escaleras arriba, en dirección a las
habitaciones. Suspiró.
Recogimos los
platos cuando terminamos de comer, y papá bajó con una chaqueta
vieja, de las típicas que podías utilizar de chándal, si querías,
aunque no las habían hecho para eso. Astrid seguía concentrada con
su comida, él le revolvió el pelo y consiguió que la pequeña
levantara la vista y sonriera cálidamente. Le dio un beso en la
mejilla.
-¿Cómo estás,
pequeña?
-Bien-baló la
cría, asintiendo con la cabeza.
No se me escapó en
ningún momento que papá no me miraba, fingiendo que yo no estaba
allí. Se sentó a la mesa, en el hueco libre que había dejado
Eleanor, y se dispuso a comer.
Daniel y yo nos
levantamos cuando terminamos de tomar el postre mientras mamá se
quedaba con el recién llegado y la pequeña de la casa que, no
contenta con ser la que más trabajo daba y la que más tiempo
monopolizaba el mando de la televisión cuando se le permitía o
cogía los juguetes y no dejaba de hacer ruido, había decidido que
ese día no tenía hambre.
-Creo que van a
venir Zayn y su mujer por la tarde-dijo papá, encogiéndose de
hombros. Levantó la cabeza y clavó los ojos en mi espalda.
Literalmente, noté su mirada ardiente entre mis omóplatos. Y me
llamó-. Tommy. Ven.
Mamá suspiró, se
deshizo el moño y volvió a hacérselo.
-¿Te dijeron a qué
hora?
-Luego voy a
llamarles para confirmarlo-replicó papá.
-¿Qué pasa?-dije
yo, harto del jueguecito de tenerme allí esperando.
-Siéntate. Quiero
hablar contigo.
-¿Ah, sí?-contestó
mamá.
Papá asintió con
la cabeza.
-Impresionante-murmuró
ella en su idioma materno, apartando la vista y alzando los ojos al
cielo un segundo-. Cuando quieras el postre sólo tienes que
decírmelo.
-O también lo
puedo coger yo.
Mamá se encogió
de hombros, se levantó y comenzó a fregar los platos. Astrid
arrastró una silla hasta el fregadero, se subió a ella y se preparó
para ayudar a mamá a secarlos. Ella le sonrió con ternura.
-Bueno,
habla-animé, sentándome en el extremo contrario de la mesa en el
que él estaba.
-Déjame al menos
comer tranquilo, chico-respondió, masticando con parsimonia.
Suspiré, asentí y, como vi que aquello iba para largo, cogí la
mochila para hacer unos deberes. Estaría bien calmar a la bestia un
rato.
Me había dado
tiempo a terminar mis deberes de física (que, para mi sorpresa, se
reducían a sólo un par de ejercicios, lo que demostraba la teoría
de mi clase de que la profesora follaba cada miércoles por la tarde,
así que los jueves era mucho más generosa) y estaba empezando los
de matemáticas cuando papá terminó con su yogur.
-Astrid, vete a
jugar un rato-le dijo a su hija más pequeña. Ella obedeció, o lo
intentó, porque alzó los brazos para que la ayudaran a bajar; no se
atrevía a hacerlo sola. La última vez que lo intentó se había
volcado la silla con ella encima y se había dado una hostia curiosa.
La pequeña
desapareció con su cabellera rubia brillando al sol, corriendo hacia
Daniel, que le llevaba varios minutos de diversión de ventaja.
-¿Voy a tener que
tomar parte en la conversación?-inquirió mamá-, ¿o mejor me voy
también?
Papá negó con la
cabeza. Ella se secó las manos y se sentó al lado de su marido. Oh,
muchas gracias, mamá quise decirle, agradecerle el apoyo moral
que me brindaba en esos momentos de necesidad.
-Creo que ya sabes
de qué va a ser la charla.
Asentí despacio.
De lo mismo que había sido por la mañana, antes de largarme del
instituto. De mis pocas ganas de vivir la vida del estudiante, tan
intrépida que cualquiera que se lanzaba de cabeza hacia ella
terminaba abriéndose el cráneo de puro aburrimiento.
-Hemos estado
hablando-murmuró mamá, mirándonos a ambos alternativamente, y pude
ver en sus ojos cómo una parte de su cerebro nos comparaba a mí y
al Louis que había conocido hacía ya muchísimos años (¿casi 20?
Era probable), registrando cada parecido y acusando cada diferencia-,
y, Tommy, estamos preocupados por lo que estás haciendo con tu vida.
Suspiré, mis
hombros se hundieron, al igual que mi vista.
-No estoy seguro de
querer la vida que hasta hace poco me convencía.
-No puedes tirar la
toalla así como así, Tommy.
-Y mucho menos con
la memoria que tienes, y con lo fácil que te resulta estudiar.
Volví a hundir los
hombros.
-Es que... no me
atrae nada. Es por eso por lo que no consigo concentrarme y por lo
que falto a clases. Todo me... aburre. Muchísimo. No quiero sonar
pedante, pero es que es así. No me apetece hacer nada porque estoy
desmotivado.
-¿Y qué
tendríamos que hacer para que volvieras a motivarte como antes?
-Ni siquiera yo lo
sé, mamá.
-Pues estaría bien
que lo supieras rápido-espetó papá, y mamá le posó la mano en el
brazo, acallándolo-. Escucha, Thomas: no voy a permitir que tires tu
vida por la borda por una depresión que te ha dado de repente, sin
ninguna razón, y que parece estar monopolizándote. Tú eres más
que tus sentimientos y tus circunstancias, ¿sabes?
Me tragué el nudo
de la garganta que amenazaba con quemármela y asentí despacio. Mamá
se levantó y me acarició los hombros.
-Sé lo que se
siente-me susurró al oído, y sus ojos se clavaron en los de mi
padre un par de segundos. Papá comprendió, pero su semblante
permaneció imperturbable. Su enfado presente era mayor que los
remordimientos del pasado-. Lo sé muy bien-en mis mente se
reprodujeron unas imágenes fantasmales de mi madre encerrada a
oscuras en una habitación cubierta de azulejos blancos que
reflejaban todas y cada una de las gotas de sangre que ella se había
extraído de su cuerpo. Se me revolvieron las entrañas-. Pero se
acabará. Y tú mientras tanto tienes que mantenerte fuerte,
permanecer luchando. Algún día el viento amainará y las cosas
volverán a su sitio. Te lo prometo. Siempre vuelven, Tommy.
Papá iba a añadir
algo más, pero el sonido del teléfono fue más rápido. En el
silencio que siguió a las palabras de mi madre, surgieron una serie
de puñaladas que terminaron con el aura tétrica de la charla que
estábamos teniendo. Mamá se excusó un segundo, y, acariciándome
la nuca, se volvió al teléfono. Contestó, sonrió, saludó a
Harry, escuchó un momento y luego le tendió el teléfono a papá.
Mi padre se
levantó, fue hasta ella, saludó a su amigo y compañero de banda, y
escuchó con el ceño fruncido qué era lo que había hecho que mi
“tío” le llamara a horas tan tempranas en Nueva York.
-Espera un segundo,
Harold-gruñó papá, llamando a Harry por aquel nombre que nadie más
que los integrantes del grupo utilizaban. Tapó el auricular y se
volvió hacia mí-. Ya hablaremos otro día-comentó, haciendo un
gesto para que me fuera. Yo salí a toda prisa, sin preocuparme
siquiera de que había abandonado la mochila encima de la mesa, así
que no podría hacer los deberes, y me ganaría una buena bronca.
Y es que la verdad
era que las cosas no eran para menos. En mi casa las cosas estaban a
punto de cambiar a un ritmo tan drástico como incendiario.