miércoles, 26 de febrero de 2014

Tommy.

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 Seguimos cocinando en silencio, cada uno sumido en nuestros propios pensamientos. Me entristecía mucho la idea de que mamá podría no haberse dado ni cuenta de lo que acababa de hacer, pues seguramente lo tenía automatizado.
Yo había querido mucho, había amado, había sufrido y había hecho sufrir, pero nunca había llegado la extremo que ella había sobrepasado, saltando mucho más alto que la montaña más alta, sobreponiéndose a cosas que yo no había rozado ni con mi imaginación, tan atroces me parecían.
Suspiré, y ella me contempló un segundo.
-¿Estás bien, mi vida?
Me encogí de hombros.
-Sí, creo que sí-me limité a contestar, creyendo que no debía molestarla con tonterías del tamaño de las mías porque, al fin y al cabo, yo no me encontraba tan mal como lo había estado ella. No sentía la necesidad de desaparecer para siempre, aunque un rato... no estaría mal.
Sentí un nudo en la garganta, me la aclaré y dije, sin atreverme a mirarla, a pesar de que acababa de finalizar mi tarea:
-Mamá, ¿por qué las cosas buenas, las que mejor sientan, hacen tanto daño?
Se envaró y se giró a contemplarme. Echó mano inconscientemente de las muñecas, las rozó suavemente con la yema de los dedos, recogiendo el testigo de un dolor pasado, lacerante, que nunca iba a dejarla ir.
-Porque pasan a formar parte de nosotros, y nunca puedes dejar ir una parte de ti sin luchar-respondió sin pensar, con la velocidad de alguien que ha estudiado algo de memoria, que conoce el tema del que habla a la perfección y, lo más importante, lo ha hecho su modo de vida-. ¿Por qué?
Dejé caer los hombros, notando el peso del mundo en mí.
-He roto con Megan.
Mamá gimió visiblemente, exactamente igual que hacían el resto de mujeres cuando les enseñabas un cachorro de algún animal mono, o cuando veían una película en la que el protagonista masculino, cuyo cuerpo gritaba que era asiduo a ir al gimnasio, pero nunca aparecía realmente en plena acción (el dueño estaba demasiado ocupado alegrándole la vida a su amada como para preocuparse de tonterías del tipo cuidar los abdominales), y cuya mente y boca demostraban que el individuo en cuestión, a parte de un calzonazos de mucho cuidado, era adicto a novelas románticas y a citar a Shakespeare.
Incluso mi padre cumplía estos requisitos, y estaba seguro de que había sido por eso por lo que se lo habían rifado en el pasado.
-Pero no quiero hablar de ello-la corté rápidamente, seguro de que había que detener la pequeña piedra antes de que la nieve la rodeara y se convirtiera en un mastodonte del que se protegerían infinidad de pueblos a medida que rodaba ladera abajo de la montaña en la que me encontraba. Sentía que estaba escalando la pared de la montaña, no con demasiado esfuerzo, pero acusando la condenada pendiente, y alguien estaba preparándose para que, justo cuando llegara a la cima y comenzara a saborear el éxito al que iba a someterme, me empujara hacia abajo, al valle y su depresión correspondiente.
Ella asintió con la cabeza, levantando el cuchillo que acababa de coger sobre su cuerpo, sin ningún inconveniente. A mamá le encantaba hablar de estas cosas, pero sabía guardar las distancias cuando se lo pedías. Se le daba bien. Y tú no hacías más que agradecérselo.
Terminamos de cocinar escuchando la música, de vez en cuando el aleatorio, caprichoso enemigo de tu canción favorita, nos regalaba alguna de las canciones que habían sido las favoritas de mi madre en su tiempo.
-No-repliqué yo, alzando la cabeza y mirándola cuando escuché a Harry, mi tío Harry, que no era hermano de ninguno de mis padres, pero al que mi padre tenía por un hermano de sangre, guiar a una batería y marcarle el ritmo a toda la orquesta que iba a acompañarlo.
-Straight from the plane to a new hotel-canturreó mamá, moviendo las caderas y sonriendo a la pota, seduciéndola. Dejé lo que estaba haciendo y me acerqué a ella, que se echó a reír y me concedió ese baile. Le hice girar sobre sí misma y luego la pegué a mí, nos miramos a los ojos, pude ver el rastro fantasma de aquella adolescente loca que había sentido cada emoción hasta en el rincón más profundo de su alma, y supe que aún estaba allí, que la Eri de la que mi padre se había enamorado todavía podía dar mucha guerra.
-Haz lo de tu padre-me susurró al oído cuando se acercaba el estribillo, introducido además por el que tenía la voz más dulce de la banda.
-Tell me that I'm wrong, but I'll do what I please, way too many people in the Allison Lane, now I'm at the age and I know what I need...
-No voy a gemir-respondió mamá en el silencio que duró un segundo.
-Casi que te lo agradezco, mamá-contesté yo, y nos lanzamos a por el estribillo.
Terminamos la canción jadeando, cada uno se había separado y había hecho lo que le apetecía. Su moño se había deshecho, de modo que no tuvo inconveniente en dejar que su pelo cayera en cascada por su espalda, hasta que volvió a recogérselo rápidamente. Después, una vez finalizada su obra de peluquería, miró la hora.
-Voy a por tu hermana.
-¿Quieres que vaya yo?-me ofrecí; así tendría más tiempo para pensar en algo que hacer y darle más y más vueltas a cómo abordar el tema que papá había dejado caer, no demasiado sutilmente, en la sala de profesores. Había cosas que no encajaban. Sabía que mamá había estado a punto de ser famosa, pero había terminado por decidir que era mejor dar un paso atrás, pues con un artista en la familia ya había más que de sobra. Así, se fundió en el anonimato teórico en el que vivía, que se correspondía en realidad con la fama presente, alimentada tanto por la del pasado y por el apellido con el que se acostaba cada noche, que no coincidía con el que había nacido. Hay tanto a lo que papá pudo haberse referido, y tan poco tiempo para sopesar cada opción me dije a mí mismo, creyendo que un paseo hasta el colegio de mi hermana pequeña, Astrid, sería lo mejor.
Mamá, ajena a todo esto, se encogió de hombros.
-Vale, pero... llévate un paraguas.
Eso fue lo único que me dijo antes de girarse y seguir girando la pota que tanto trabajo le estaba dando. Yo asentí con la cabeza, cogí un abrigo, me calcé las primeras zapatillas que encontré, saqué un paraguas del paragüero y me lancé a la tarde lluviosa de las afueras de la capital de Inglaterra, y seguramente, como muchos decían, la capital del mundo.
Todavía no había mucho tráfico cuando salí hacia la aventura, de modo que pude llegar sin retrasarme al colegio de mi hermana. Justo estaba doblando la esquina cuando sonó el timbre, y las puertas se abrieron escupiendo una tromba de niños con risas estridentes que llenaron la calle en cuestión de segundos, escurriéndose por cada rincón, deseosos de contarle a sus madres qué era lo que habían aprendido esa mañana.
Astrid salió con su mochila de las Monster High, rosa y morada, botando a su espalda. Contempló indecisa la acera en la que seguramente mamá la esperara, reunida con el resto de madres que animaban a sus hijos a cruzar la calle para abrazarlos cuanto antes. No era peligroso; el tráfico era nulo.
Sorteando a los niños, que me pasaban incluso entre las piernas, llegué hasta mi hermana. Le toqué el hombro, y Astrid se volvió, clavándome sus ojos azules con tanta intensidad y curiosidad que un escalofrío me recorrió la espina dorsal. Le sonreí, y ella me devolvió la sonrisa, alzando sus pequeñas manos sobre sus hombros bañados en un castaño tan suave que, de hecho, era rubio.
-¡¡Tommy!!-bramó como si le fuera la vida en ello. Yo la levanté sin esfuerzo (una niña de 7 años y medio, casi 8, no era nada comparada conmigo) y la abracé. Ella me devolvió el abrazo, estrujándome la camiseta. Gracias a Dios, las nubes nos habían dado una tregua de su depresión acompañada de lágrimas dulces, de modo que no nos mojamos. Me estampó un sonoro beso en la mejilla, yo le soplé en la suya, ella se echó a reír y se limpió la mejilla con el dorso de la mano.
-¡Me has babao!-exclamó riéndose, negando con la cabeza, cambiándonos los papeles un segundo: yo era el pequeño, ella la mayor. Yo era el que se había vuelto loco y ella la que debía controlarme.
-Es “babeado”, pequeña-la corregí, dejándola en el suelo y volviendo a darle un beso-. ¿Quieres que te lleve la mochila?
Me contempló como quien contempla a un chalado.
-¡Soy mayor!-fue todo lo que contestó, alejándose muy digna. Yo la seguí despacio, sin apresurarme. En el primer paso de cebra, se detuvo y, acostumbrada y obediente, me tendió la mano. Entrelazó sus pequeños dedos con los míos, miró a ambos lados y se dispuso a cruzar, apretando nuestra unión, asegurándose de que yo no me iba a ningún sitio. No pensaba hacerlo.
Abrí la puerta de casa y Astrid entró como una tromba dentro, coreando una única palabra cuyas dos sílabas resultaban ser la misma, en la perorata típica de hasta el más extraño de los niños.
-¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!
Mamá salió de la cocina limpiándose las manos en un paño, y sonrió al ver a su pequeña.
-¡Princesita!
-¡Me ha traído Tommy!
-¡Impresionante!
-¡Y me ha dejado llevar mi mochila!
Mamá alzó una ceja, curiosa.
-Es mayor-me limité a contestar.
-Oh, ya lo creo, ¿verdad, preciosidad?
-¡Sí!
La cogió de la mano y la metió en la cocina. Le dio un par de cubiertos y le pidió que los colocara en su lugar. Íbamos a comer en la mesa de acero, la de la cocina, en la que había dejado yo las cosas cuando llegué a casa. Como la mesa era bastante más alta que la que utilizábamos normalmente, en la que Astrid solía colocar los cubiertos, la pequeña tenía serias dificultades para cumplir su misión, ya que casi no veía dónde estaba colocando las cosas.
-Tommy, ¿por qué no ayudas a tu hermana?-inquirió mamá, apagando el fuego y comprobando por enésima vez la hora. Obedecí, le quité los cubiertos y aguanté su pequeña rabieta, que mamá cortó incluso antes de que se convirtiera en algo serio, y, una vez terminé, la alcé y la senté en uno de los taburetes, cuyo respaldo era tan pequeño que no convertía a su ostentador en silla, pero que permitía que Astrid tuviera que ingeniárselas para caer.
Mis hermanos llegamos apenas terminamos de poner la mesa. Eleanor le dio un beso a mamá, Daniel hizo lo propio, y nuestra madre se quedó quieta, con las manos apoyadas en un extremo de la mesa, esperando a que viniera papá.
-Va a venir tarde-dijo Eleanor, sentándose y haciéndose una cola de caballo, idéntica a la de mi madre, y estudiando lo que íbamos a comer. La pulsera que mis padres le regalaron por su 16º cumpleaños tintineó al chocar contra los cubiertos. Astrid jugó con ella. Mamá asintió con la cabeza-. Dijo que no le esperásemos-añadió como si mi madre fuera tonta y necesitara esa confirmación.
Mamá tomó aire profundamente, lo soltó y cerró los ojos. Tragó saliva, movió la silla en la que iba a sentarse y devoró con la mirada cada uno de nuestros platos, calculando la cantidad exacta que necesitaríamos para hacer frente a un nuevo día con energía.
-Mamá, no quiero tanta lechuga-protestó Dan, negando con la cabeza y frunciendo el ceño. El marrón de sus ojos se escondió entre sus párpados. Mamá chistó.
-Vas a comerte toda la lechuga, Dan.
-Pero...
-¿Quieres quedarte sin natillas?
Negó con la cabeza, y mamá contuvo una sonrisa de autosuficiencia, del que sabe que ha ganado la batalla y que podrá ganar más. Dan jugueteó con la lechuga, cambiándola de posición, pinchándola y soltándola a voluntad. Mamá se sentó a su lado, y miró por el rabillo del ojo cómo mi hermano pequeño hacía bailar los vegetales de su plato. Eleanor dejó caer el tenedor sonoramente y negó con la cabeza.
-No quiero más.
-Dan, te juro por Dios-amenazó mamá, y Dan comenzó a llevarse la lechuga a la boca. Cuando mamá se giró para mirar a la mayor de mis hermanas pequeñas, me miró suplicante. Accedí con un gesto de la mano que nadie más observó y Dan, con una sonrisa agradecida llena de sinceridad, me tendió lo que había rechazado.
-Te he visto, Dan.
Dan bufó y recogió lo que me había dado encogiéndose de hombros. Yo le imité. Siempre intentábamos lo mismo, y nunca nos salíamos con la nuestra. Sólo cuando papá estaba a la mesa teníamos una mínima posibilidad, porque, aunque hubiera dos ojos vigilándonos, normalmente papá y mamá hablaban de cómo había sido su día, nosotros interveníamos a veces, y conseguíamos distraer a nuestra madre para ejecutar con éxito las operaciones de cambio de posición de las ensaladas.
-¿No vas a comer más, Eleanor?
Eleanor negó con la cabeza, frotándose la frente.
-¿Por qué?
Se encogió de hombros.
-No tengo hambre, eso es todo.
-¿Te encuentras mal?
Eleanor bufó, se tapó los ojos con la mano y volvió a encogerse de hombros.
-Estoy cansada.
-Vete a tumbarte a la cama, entonces. Luego te subo un caldo.
Mamá lo arreglaba todo con caldos. ¿Que estabas malo? Un caldo. ¿Que te aburrías? Tómate un caldo, no engorda demasiado, y te entretiene mientras lo soplas para que se enfríe. ¿Que necesitas dormir? Un buen caldo antes de ir a acostarte. ¿Que tienes frío? Un caldo. ¿Tienes calor? Otro caldo.
Y así sucesivamente.
Eleanor sonrió con timidez, recogió las cosas y se levantó de la mesa.
Mamá siguió controlando que no hiciéramos ninguna tontería con la comida, con ese talento de las madres de hacer dos cosas a la vez.
Escuchamos la puerta de la calle abrirse, y mamá no levantó la cabeza cuando entró papá, baló un amoroso y para nada informal “holaaaaaaaaaaaaaa” y se acercó a ver qué había ese día para comer.
Se acercó a su mujer, que seguía a lo suyo. Era su manera de castigarle por hacerla esperar.
-¿No me das un beso?
-Podré tragar la comida, por lo menos, ¿no?
Papá se echó a reír, nego con la cabeza y tiró delicadamente del mentón de su mujer hasta tener sus labios a una distancia cercana. La besó, y mamá sonrió, asegurándose de que ya había tragado y nada podía interrumpir ese tierno y corto beso, pero, aun así, sentido.
-¿Qué tal?
-Bah. Cansado. ¿Qué hay para comer?
Era una pregunta retórica para establecer un mínimo diálogo, pero a mamá no le importaba contestar. Le dijo qué habíamos comido y qué íbamos a comer, a lo que papá respondió con un asentimiento distraído, susurró que iba a subir a cambiarse, y luego volvería. Mamá se encogió de hombros, y siguió con la mirada a su marido cuando salió de la cocina y desapareció escaleras arriba, en dirección a las habitaciones. Suspiró.
Recogimos los platos cuando terminamos de comer, y papá bajó con una chaqueta vieja, de las típicas que podías utilizar de chándal, si querías, aunque no las habían hecho para eso. Astrid seguía concentrada con su comida, él le revolvió el pelo y consiguió que la pequeña levantara la vista y sonriera cálidamente. Le dio un beso en la mejilla.
-¿Cómo estás, pequeña?
-Bien-baló la cría, asintiendo con la cabeza.
No se me escapó en ningún momento que papá no me miraba, fingiendo que yo no estaba allí. Se sentó a la mesa, en el hueco libre que había dejado Eleanor, y se dispuso a comer.
Daniel y yo nos levantamos cuando terminamos de tomar el postre mientras mamá se quedaba con el recién llegado y la pequeña de la casa que, no contenta con ser la que más trabajo daba y la que más tiempo monopolizaba el mando de la televisión cuando se le permitía o cogía los juguetes y no dejaba de hacer ruido, había decidido que ese día no tenía hambre.
-Creo que van a venir Zayn y su mujer por la tarde-dijo papá, encogiéndose de hombros. Levantó la cabeza y clavó los ojos en mi espalda. Literalmente, noté su mirada ardiente entre mis omóplatos. Y me llamó-. Tommy. Ven.
Mamá suspiró, se deshizo el moño y volvió a hacérselo.
-¿Te dijeron a qué hora?
-Luego voy a llamarles para confirmarlo-replicó papá.
-¿Qué pasa?-dije yo, harto del jueguecito de tenerme allí esperando.
-Siéntate. Quiero hablar contigo.
-¿Ah, sí?-contestó mamá.
Papá asintió con la cabeza.
-Impresionante-murmuró ella en su idioma materno, apartando la vista y alzando los ojos al cielo un segundo-. Cuando quieras el postre sólo tienes que decírmelo.
-O también lo puedo coger yo.
Mamá se encogió de hombros, se levantó y comenzó a fregar los platos. Astrid arrastró una silla hasta el fregadero, se subió a ella y se preparó para ayudar a mamá a secarlos. Ella le sonrió con ternura.
-Bueno, habla-animé, sentándome en el extremo contrario de la mesa en el que él estaba.
-Déjame al menos comer tranquilo, chico-respondió, masticando con parsimonia. Suspiré, asentí y, como vi que aquello iba para largo, cogí la mochila para hacer unos deberes. Estaría bien calmar a la bestia un rato.
Me había dado tiempo a terminar mis deberes de física (que, para mi sorpresa, se reducían a sólo un par de ejercicios, lo que demostraba la teoría de mi clase de que la profesora follaba cada miércoles por la tarde, así que los jueves era mucho más generosa) y estaba empezando los de matemáticas cuando papá terminó con su yogur.
-Astrid, vete a jugar un rato-le dijo a su hija más pequeña. Ella obedeció, o lo intentó, porque alzó los brazos para que la ayudaran a bajar; no se atrevía a hacerlo sola. La última vez que lo intentó se había volcado la silla con ella encima y se había dado una hostia curiosa.
La pequeña desapareció con su cabellera rubia brillando al sol, corriendo hacia Daniel, que le llevaba varios minutos de diversión de ventaja.
-¿Voy a tener que tomar parte en la conversación?-inquirió mamá-, ¿o mejor me voy también?
Papá negó con la cabeza. Ella se secó las manos y se sentó al lado de su marido. Oh, muchas gracias, mamá quise decirle, agradecerle el apoyo moral que me brindaba en esos momentos de necesidad.
-Creo que ya sabes de qué va a ser la charla.
Asentí despacio. De lo mismo que había sido por la mañana, antes de largarme del instituto. De mis pocas ganas de vivir la vida del estudiante, tan intrépida que cualquiera que se lanzaba de cabeza hacia ella terminaba abriéndose el cráneo de puro aburrimiento.
-Hemos estado hablando-murmuró mamá, mirándonos a ambos alternativamente, y pude ver en sus ojos cómo una parte de su cerebro nos comparaba a mí y al Louis que había conocido hacía ya muchísimos años (¿casi 20? Era probable), registrando cada parecido y acusando cada diferencia-, y, Tommy, estamos preocupados por lo que estás haciendo con tu vida.
Suspiré, mis hombros se hundieron, al igual que mi vista.
-No estoy seguro de querer la vida que hasta hace poco me convencía.
-No puedes tirar la toalla así como así, Tommy.
-Y mucho menos con la memoria que tienes, y con lo fácil que te resulta estudiar.
Volví a hundir los hombros.
-Es que... no me atrae nada. Es por eso por lo que no consigo concentrarme y por lo que falto a clases. Todo me... aburre. Muchísimo. No quiero sonar pedante, pero es que es así. No me apetece hacer nada porque estoy desmotivado.
-¿Y qué tendríamos que hacer para que volvieras a motivarte como antes?
-Ni siquiera yo lo sé, mamá.
-Pues estaría bien que lo supieras rápido-espetó papá, y mamá le posó la mano en el brazo, acallándolo-. Escucha, Thomas: no voy a permitir que tires tu vida por la borda por una depresión que te ha dado de repente, sin ninguna razón, y que parece estar monopolizándote. Tú eres más que tus sentimientos y tus circunstancias, ¿sabes?
Me tragué el nudo de la garganta que amenazaba con quemármela y asentí despacio. Mamá se levantó y me acarició los hombros.
-Sé lo que se siente-me susurró al oído, y sus ojos se clavaron en los de mi padre un par de segundos. Papá comprendió, pero su semblante permaneció imperturbable. Su enfado presente era mayor que los remordimientos del pasado-. Lo sé muy bien-en mis mente se reprodujeron unas imágenes fantasmales de mi madre encerrada a oscuras en una habitación cubierta de azulejos blancos que reflejaban todas y cada una de las gotas de sangre que ella se había extraído de su cuerpo. Se me revolvieron las entrañas-. Pero se acabará. Y tú mientras tanto tienes que mantenerte fuerte, permanecer luchando. Algún día el viento amainará y las cosas volverán a su sitio. Te lo prometo. Siempre vuelven, Tommy.
Papá iba a añadir algo más, pero el sonido del teléfono fue más rápido. En el silencio que siguió a las palabras de mi madre, surgieron una serie de puñaladas que terminaron con el aura tétrica de la charla que estábamos teniendo. Mamá se excusó un segundo, y, acariciándome la nuca, se volvió al teléfono. Contestó, sonrió, saludó a Harry, escuchó un momento y luego le tendió el teléfono a papá.
Mi padre se levantó, fue hasta ella, saludó a su amigo y compañero de banda, y escuchó con el ceño fruncido qué era lo que había hecho que mi “tío” le llamara a horas tan tempranas en Nueva York.
-Espera un segundo, Harold-gruñó papá, llamando a Harry por aquel nombre que nadie más que los integrantes del grupo utilizaban. Tapó el auricular y se volvió hacia mí-. Ya hablaremos otro día-comentó, haciendo un gesto para que me fuera. Yo salí a toda prisa, sin preocuparme siquiera de que había abandonado la mochila encima de la mesa, así que no podría hacer los deberes, y me ganaría una buena bronca.

Y es que la verdad era que las cosas no eran para menos. En mi casa las cosas estaban a punto de cambiar a un ritmo tan drástico como incendiario.

domingo, 23 de febrero de 2014

Desierto.

Fue dormir, precisamente, lo que no hice esa noche. En absoluto.
Aun así, debía ser honesta: nadie me penalizaría por no dormir aquella noche en la que la luna se mostraba alta en el cielo, y parecía disfrutar observando a los demás, como diciendo “soy mejor que vosotros, y lo mejor es que lo sabéis, y sufrís por ello”.
Estaba segura de que decenas de los míos se encontraban mirando por la ventana a aquel cuerpo celeste, preguntándose qué ocurriría si hallaban la manera de escapar hacia ella, salir volando (mm, volando) hasta perderse en el cielo, haciéndose tan pequeños que nadie pudiera distinguirlos, e instalarse en la superficie blanca, silenciosa y virgen de nuestro satélite.
Gracias a Dios, el Gobierno omnipotente no había trasladado su fuerza hacia ella. Y ahora ella era la esperanza que quedaba. La vía de escape a través de la cual nuestras almas aún se aferraban a la esperanza, especialmente en esos momentos tan duros.
Habían entrado en la Base, habían robado documentos, habían encerrado a nuestros dirigentes... mientras nosotros no sabíamos cuál sería su siguiente movimiento y nos ocupábamos de las víctimas inocentes, que jamás habían pisado el campo de batalla (y jamás deberían pisarlo) sin saber que habíamos salido a cielo abierto, pequeños mochuelos aleteando con furia para aprender a volar mientras un águila imperial se alzaba sobre nosotros, esperando el momento oportuno para abalanzarse sobre la pequeña bandada que representábamos, y destrozarnos.
A pesar del silencio reinante en la Base, sabía que casi nadie estaría durmiendo. Nadie, por supuesto, de nuestras filas.
No éramos tan estúpidos como para dejar que las familias se enterasen de que estábamos jodidos, jodidísimos. Necesitaban dormir. No podíamos ocuparnos de ellos las 24 horas del día, los 365 días de aquel año, y sólo con un buen sueño lograrían volver a ser quienes eran.
Mentiría si dijera que me hubiera gustado dormir esa noche. En realidad no era así. Agazapada en la oscuridad de mi habitación, con los halos de luz blanquecina que se colaban por la ventana a través de las rendijas de la persiana, pensaba en mi siguiente movimiento.
Y jugueteaba estúpidamente con la bola minúscula, acero y zafiro, que le había arrebatado a aquel policía antes de darle el golpe de gracia.
Sólo deseaba poder llorar para así dejar de darle vueltas al asunto; estaba claro que haciendo el tonto con la bola no iba a solucionar nada.
Y necesitaba, además, toda mi capacidad de concentración para pensar en cómo llamar a Louis sin que nadie se diera cuenta de que hasta hace poco intimaba con el enemigo y conseguir vengarme.
Una venganza pequeña. Casi ínfima.
Pero venganza al fin y al cabo.
Pero, ¿qué venganza llevar a cabo? ¿Qué podría ocurrírseme en el lapso de tiempo que había con la noche siguiente, cuando le llamaría y haría lo que tenía que hacer? Nada lo suficientemente bueno, lo cual era una putada, porque tenía que darme prisa.
Todos nos vigilábamos entre todos. Había una conciencia colectiva de lo vulnerables que éramos (al principio nos había dado por pensar que nos habíamos vuelto vulnerables, pero luego, a la hora de la verdad, resultó que caímos en la cuenta de que siempre lo habíamos sido, y no habría forma de cambiar aquello), de la necesidad que teníamos los unos de los otros, de lo poco que nos valorábamos y lo mucho que nos necesitábamos realmente. Ahora, todos cuidábamos de todos, cuando antes había imperado la conciencia del Yo, ese Yo Supremo, el Yo Que Todo Lo Puede y El Yo Que Hace Que Le Jodan Al Resto porque hay que correr, correr por salvar tu vida, y la de los demás... no es cosa tuya.
Ahora era imposible hacer ningún movimiento sin que varios ojos se posaran en ti, ofreciendo su ayuda, pidiendo ayudarte, dejando que les dejaras ser tus aliados y que no te dejaras cazar.
Pero había un fallo: no sabíamos organizarnos en grupo. La Sección Coliflor (jamás me cansaría de ese nombre) no se caracterizaba por ser la más unida, que digamos. Siempre íbamos a nuestra bola, porque éramos los mejores, y no había nada que hacer contra aquello. Las estrellas que se colocaban demasiado cerca unas de otras se atraían entre sí, arrastrándose conjuntamente a una destrucción total, no sólo propia sino de lo que les rodeaba también, porque eran demasiado poderosas para estar unidas. Había que calibrar nuestras uniones, pensar en si merecía o no la pena juntarse y formar un todo indisoluble, y averiguar cómo hacerlo.
Mientras tanto, todavía podría seguir siendo Cyntia, aquella chica cuya hermana pequeña murió y cuya muerte hizo que se alistara entre las filas de los runners. La mejor de su sector. La mejor de su sección. Probablemente la mejor de la ciudad.
Y a la puñetera Cyntia no se le ocurría una buena venganza.
Lo único que me venía a la cabeza era arramplar con todas las armas que teníamos en el edificio, arrastrarlas hasta la azotea y esperar a que Louis se viera llamado hacia mí. Yo no haría nada, simplemente me sentaría y me limitaría a esperar para ver cómo su silueta se recortaba contra el cielo, sus majestuosas alas hiriendo de gravedad la noche, proporcionando un negro oscuro como pocas veces se había visto a todo aquello que tenía luz.
En cuanto lo viera, cogería el arma más dolorosa que hubiera podido encontrar y cargar, y no me lo pensaría dos veces: abriría fuego y lo cosería a balazos. Pobre del que pensara en que no sería capaz de hacerlo, porque le abriría el cuerpo al igual que iba a hacer con el pájaro.
Sacudí la cabeza, golpeando la almohada y azotando el colchón con mi trenza mal hecha. El día había sido duro para ambas.
Fruncí el ceño y me tapé los ojos, pellizcándome de paso el puente de la nariz.
-Tiene que ocurrírsete algo, Kat. Algo bueno. Algo gordo. Algo a la altura de las circunstancias.
El Gobierno podía pensar lo que quisiera de mí: yo no era una mercenaria como las que habían traído, ni tampoco una mercenaria como los ancestros de los runners. Yo no mataba y daba el asunto por zanjado. Prefería mil veces torturar. Y más cuando se me cabreaba lo suficiente.
Y el Gobierno había conseguido cabrearme lo suficiente convirtiéndome en lo que más odiaba y haciendo que algo me gustara por encima de todo lo demás.
Tenía que matar a ese algo antes de que me hiciese perder la cabeza, sí, pero, ¿qué pasaba si efectivamente lo hacía? Convertiría a Louis en un mártir, me sentiría mal por todo, sentiría que él, al fin y al cabo, sería inocente, y que había pagado injustamente con su vida por crímenes que él no había cometido. Yo sólo sería la jueza y él el ejecutor. Yo dictaría sentencia aun sabiendo que la culpa no era suya.
Era por eso por lo que tenía que preparar un buen plan, algo que nos engañara a ambos, tanto a él como a mí. Poner distancia. Levantar barreras. Construir diques. Inundar desiertos y secar océanos. Eso era lo que había que hacer, no convertir al demonio en ángel a través de una bala bien disparada.
¿Se lo merecía? Sí, se merecía que lo matara.
¿Se merecía que lo matara y lo convirtiera en mártir? No. Mi hermana era una mártir. Él jamás debía entrar en la categoría de mi hermana.
Y no sería yo la que hiciera que le confundieran de lugar.
Di mil vueltas en la cama, pensando en qué podía hacer para solucionar la situación. Llegué incluso a apretujar la pequeña bola contra mi cara, pidiéndole con la boca que me ayudase, colocándola contra mi frente para que le fuera más fácil pasar sus ideas a las mías.
Vi salir el sol.
Y me levanté con él, sin preocuparme por mi aspecto. Salí al pasillo y caminé entre los fantasmas de mis compañeros, que aún estaban aturdidos por lo de ayer. Yo había pasado por esa fase con mucha más rapidez que ellos.
Los disparos te hacían espabilar y despejaban tu mente a gran velocidad. En serio. Deberíais probarlos si necesitáis aclararos las ideas. De repente todo está claro, y tus prioridades perfectamente organizadas, cuando ves un arma apuntándote e intuyes la asesina minúscula que sale de ella en dirección a ti, deseosa de matar.
Cientos de miradas cruzadas, cientos de ojeras, pasos vacilantes, intentos de firmeza donde las cosas se habían roto, mentiras con “estoy bien” y “no pasa nada”, “todo saldrá bien”. Mi favorita era “hoy es un nuevo día, las cosas van a cambiar”.
Claro, joder.
Por eso llevábamos medio siglo de esclavitud.
Las cosas cambiaban a una velocidad terriblemente elevada; tanto que no podías distinguir la transición y todo te parecía igual.
Me encontré con Faith en las escaleras camino del comedor que, sorprendentemente, había permanecido intacto. Lo cual daba mucho que pensar.
-¿Qué tal has dormido?-preguntó ella.
-De puta madre. No he dormido una mierda-dije, dándole una palmada en la espalda y dedicándole una sonrisa cansada-. ¿Y tú?
-Más de lo mismo. Si he dormido algo, no ha pasado de la media hora. He estado trabajando toda la noche con los de informática. Las cámaras no han grabado nada.
-¿Y la cinta que llevabas?
-Chamuscada. Nos llevó casi tres horas conseguir sacar algo de ella. Y, ¡sorpresa!-gruñó, bajando la cabeza y negando con ella. El pelo le colgaba como estalactitas de oscuridad hechas de gelatina-. Era un circuito cerrado. Si había grabado algo, se sobrescribió. O no grabó nada.
-Me encanta este sitio, especialmente en días como hoy-casi grité yo. Dos runners que pasaban a mi lado me miraron un segundo. Luego bajaron la cabeza y siguieron su camino.
-Me fastidia que pasen cosas así, y más cuando tenemos gente en casa. Hace que te vean como...
-¿Un imbécil?
-No.
-¿Un mamarracho?
-No...
-¿Gilipollas perdido?
-Creo que “incompetente” es la palabra más adecuada-murmuró con tristeza, los hombros clavándose despacio en el suelo. Sí, estaba jodida, mucho más que yo. Debía de ser muy duro ver cómo algo que tus antepasados de sangre habían fundado se desmoronaba ante tus ojos, y saber que no eras lo bastante bueno como para arreglarlo.
En ese momento estuve segura de que Faith conocía todo el peso de su nombre, y sabía lo alto que estaba, lo grande que le quedaba y lo pequeña que ella era cada vez que la llamabas y era ella quien se volvía a atenderte, no la Faith ancestral. La primera de todas. La auténtica. La única.
-No sé tú, Faith, pero yo quiero venganza-comenté con frialdad, observando el boquete que la policía había hecho cuando pasaron por allí. Aquel souvenir era precioso.
-Ojalá pudiera reclamarla ahora.
-¿Sabes? Llevo toda la vida queriendo venganza. De hecho creo que soy un pozo de venganza esperando para llenarse. Y explotaré algún día. Llego incluso a creer que ese día está llegando, se acerca más y más rápido cada vez, como si... como si estuviera cansado de que yo lo retrase.
-Si necesitas ayuda, ya sabes dónde encontrarme-murmuró, arrastrando los pies lejos de mí. Yo me quedé mirándola, triste, sintiendo cómo el pozo de mi venganza se llenaba un poquito más al contemplar lo que habían hecho de aquella muchacha que siempre estaba amando la vida a su manera.
Se hubiera suicidado de haberlo considerado.
La muerte estaba en sus ojos.
Proseguí mi camino con la imagen de Faith arrastrando su alma en pena hecha de carne y hueso grabada en mis retinas. Me senté en el comedor con los runners con los que mejor me llevaba. Blondie se unió a nosotros y comentó que no había vuelto a ver a las chicas de las que se habían tenido que ocupar Night y el de la mochila.
Alcé la mirada y me dispuse a preguntar algo cuando un trozo de pasta voló por los aires mientras algún gilipollas que deseaba morir antes de tiempo consideraba oportuno que lo que necesitábamos era una guerra de comida.
-¡No estamos en un puto instituto, joder! ¡Pírate a la guardería de la que te has escapado!-grité yo, poniéndome en pie y fulminando con la mirada al subnormal de turno. El tío me miró y trató de enfrentarse a mí, pero su novia fue más rápida y me llamó zorra barata. Le respondí tirándole la bandeja con todo lo que había encima. Mi intención no era ensuciarla: mi intención era dejarla sin dientes.
Al segundo del despegue de mi bandeja, el comedor se posicionó a favor o en mi contra, y se inició una batalla campal que me avergonzó, sobre todo por haber sido yo la que la había iniciado. Era como observar un bosque precioso y prenderle fuego sin querer. Ahora te tocaba quedarte a mirar cómo ardía y sufrir con las vidas que se perdían, vegetales y humanas.
A veces odiaba la poca paciencia que tenía con los retrasados.
Pero, ¿en serio? ¿Una puta guerra de comida?
Entre los gritos y el barullo que se formó, entre las patadas y los puñetazos, se oyeron unos disparos.
El corazón comenzó a latir arrítimicamente, más rápido de lo que yo lo había sentido jamás. Creí que moriría allí mismo, presa del pánico que traía la suposición de que tal vez la poli hubiera llegado hasta nosotros sin que ninguna alarma saltara...
… otra vez.
El comedor se quedó en el más absoluto de los silencios. Tíos que enganchaban a tías por el pelo, tías con la pierna clavada en la entrepierna de los tíos, chicos y chicas con la cara enrojecida por los golpes, dos que apenas podían respirar, uno que boqueaba en busca de aire después de que un mastodonte le clavara el puño en el vientre... todos, absolutamente todos los monstruos humanos en los que nos habíamos convertido nos giramos en el momento en que Puck se subía a una de las mesas, con el arma silenciadora aún humeante en la mano, y nos fulminaba con la mirada.
-¿Qué coño estáis haciendo?
Creí que todos me señalarían y me marcarían como la que inició todo aquello.
Casi deseé que lo hicieran. Prefería ser yo la que pagaba el pato a que fueran todos los demás, algunos de los cuales se habían visto arrastrados y habían empezado a pegar para defenderse.
-No sé si sabéis lo que ha pasado, pero nos han invadido, ¿me oís? Entiendo que estéis tensos, y de hecho lo celebro, porque a partir de ahora estamos en guerra. Pero, ¿me estáis escuchando, panda de inútiles? La guerra no es civil. Repito: LA GUERRA NO ES CIVIL, JODER-gritó, pegando un tiro al aire y destrozando una ventana. Yo fui de los muchos que se giraron a contemplar el destrozo, y una de las pocas que creyó que Puck había querido matar (y lo había conseguido) a alguien-. SI QUERÉIS REPARTIR HOSTIAS, SALID A LA CALLE. CADA UNO DE LOS QUE ESTAMOS AQUÍ PRESENTES VALEMOS ORO AHORA MISMO. Y NO TOLERARÉ QUE OS REBAJÉIS A LUCHAR COMO LA CHATARRA QUE SE HA ATREVIDO A VENIR A POR NOSOTROS. Y PARECE QUE HAN CONSEGUIDO MARCHARSE CON VUESTROS CEREBROS.
Bajé la cabeza, y vi por el rabillo del ojo que unos pocos más lo hacían. Otros, en cambio, contemplaban a Puck con odio, retándole a que siguiera con la perorata. Yo también quería que siguiera, que la cagara y pudiera abalanzarme contra él.
¿De verdad nos estaba echando la bronca cuando habíamos salido a buscarle, a él y a sus compañeros, y le habíamos rescatado? De acuerdo, nuestro comportamiento no era el mejor. Pero de ahí a llamarnos descerebrados...
Los puños me ardían, y quería apagar el fuego que los consumía con el agua de la cara de Puck.
Levanté la mirada justo cuando él comenzó a bajarse de la mesa. Me contempló largo rato. Los runners que estaban entre nosotros se hicieron a un lado, temiendo que el tiroteo empezase de un momento a otro. Yo fruncí el ceño y alcé la mandíbula. Estaba avergonzada, pero jamás lo demostraría. Me iría de aquel mundo como había llegado: gritando y pataleando.
Y en mi estancia tenía planeado hacer lo mismo.
Puck negó levemente con la cabeza, como insinuando que le había decepcionado...
… y el pozo de mi venganza se llenó un poco más mientras a mi cabeza corría una solución.
Aquella misma noche, tal y como había planeado, llamaría a Louis. Y le haría arrepentirse de haberme hecho creer que podía ser como Taylor para mí.
Nunca, jamás, admitiría que ya era más que mi novio. No podía. No debía. No quería. No lo haría.
En lugar de ello sería capaz de desenmascararlo y hacer que todo lo que me había gustado de él se volviese en su contra, y me causase repulsa.

Si había conseguido con dos frases que los runners enloquecieran y se volvieran los unos contra los otros, no había nada, absolutamente nada, que yo no pudiera conseguir.

jueves, 20 de febrero de 2014

Efectos colaterales.

Sé que estás triste. Y que estás cansada. Créeme, sé hasta qué punto estás triste y cansada. Cansada de estar triste y triste porque estás cansada.
Las cosas no son como te las prometen; no vives en el típico instituto donde todo el mundo tiene su grupo, grupos enfrentados, sí, pero grupos al fin y al cabo. No te diviertes de la manera en que te venden en las películas. No eres de esas niñas que salen en los carteles de Hollywood y que dicen frases memorables como "es la inmortalidad, amigas mías". Desearías olvidar todo esto, porque no es lo que esperabas: es mucho peor.
Pero has de saber algo, algo con lo que todo el mundo baila pero con lo que muy pocos pueden danzar sin pisarle: los que sufren son los fuertes. Los que lloran son los que terminan siendo los valientes. Los que quieren morir son los que más disfrutan la vida.
Todo el mundo quiere tener la fuerza de Demi Lovato, pero nadie quiere pasar por lo que ella ha pasado.
Siéntete afortunada, porque esto son pruebas a las que la vida (o como quieras llamarlo, Dios, Buda, Yahvé, El vecino de arriba que joder qué bueno que está madre de dios le hacía hijos) te somete. Quiere saber que no se ha equivocado contigo, que tú estás preparada para ser fuerte. Para ser una guerrera.
Para vivir mientras los demás existen.
La depresión es un efecto colateral de estar muriéndose.
Pero el sufrimiento es un efecto colateral de estar vivo.
Y eso, querida amiga, es lo mejor que tenemos. Lo único que importa. Lo único que tenemos, en realidad.
Deberías aprovecharlo, porque tenemos fecha de caducidad. Esta fecha no está fija. Y dicen que las sonrisas hacen que la fecha se atrase un poco. No mucho, pero, ¿acaso es que alguien sólo sonríe una vez en su vida?
Créeme, amor: es mucho más saludable sonreír una vez cada hora.
Para ser inmortal y tener algo a lo que agarrarte después de este sufrimiento, que no es inmortal. Tu felicidad, por el contrario, sí.

martes, 11 de febrero de 2014

Quiero oírte decir mi nombre.

Si lo prefieres, puedes leer este capítulo en Wattpad haciendo clic aquí.

Hola, personita con ojos que tiene la capacidad de estar leyendo esto. Seguramente sepas que dije que la novela iba a ser mensual, que iba a subir cada día 11, al menos hasta que terminara con Light Wings. Pues... tengo algo que corregir con respecto a eso. He decidido obsequiarte con dos capítulos al mes, uno el día 11, el otro el día 26, porque sé que no puedes vivir sin mi novela porque, francamente, estoy escribiendo como una puta desgraciada. Y te mereces esperar menos por mis capítulos de mierda. Tengo que aprovechar que ahora has venido para que dentro de 15 días vuelvas. En un mes puedes abandonarme.
O los chicos podrían ser normales.
La cosa es difícil, sí. Lo segundo más que lo primero. Pero todo es posible. 
Así que noS VEMOS EN 15 DÍAS OMG OMG FANGIRLEO MÁXIMO vale, ya te dejo.

Dediqué la mitad del camino a meditar sobre lo que me había dicho mi padre; la verdad era que no había elegido el mejor momento de mi vida para mandarlo todo a la mierda, arrojarlo por la borda y solamente preocuparme de mi diversión, pero, ¿qué podía decir? Tan sólo era joven, quería pasármelo bien, y quería que las cosas fueran como habían sido hasta entonces: indoloras, simples, estúpidas, sin nada que me empujara a pensar de una forma u otra, sin nada que me hiciera cambiar de opinión cada segundo, ni nada que me hiciera detestar lo que hacía y cómo lo hacía, los métodos que utilizaba, la manera de ver el mundo con un cristal de aumento que multiplicaba las desgracias y reducía al mínimo las alegrías, que pasaban a ser microscópicas.
En el fondo tenía la sensación de que estaba asustado por si había perdido a la que se suponía que debía acompañarme toda la vida, tal y como mamá hacía con papá.
Recordaba que de pequeño, cuando jugaba con aquellas piezas de manera a hacer construcciones, castillos y demás cosas, cada una de un color que la hacía más fascinante que la anterior, a veces mis padres me observaban con atención, como si estuvieran presenciando a un mecánico de élite perfeccionar el mejor de los coches, o como si un arquitecto se hubiera colocado frente a ellos a remodelar una reproducción a escala del Big Ben. Mamá siempre sonreía, con los dedos entrelazados, algunos cubiertos de anillos y otros desnudos, y el pelo cayéndole en cascada por el pecho, enmarcándole el rostro. Papá se giraba hacia ella, la miraba un segundo, la besaba despacio, y mamá le devolvía el beso, mientras yo seguía a lo mío, ajeno a todo lo que me rodeaba y, sin embargo, notando el cariño que fluía de mis padres, que lo emanaban cual estrella.
Se tumbaban en el sofá y se seguían besando y acariciando (aunque habían tenido la decencia de no follar delante de mí, lo cual les agradecía ahora que recordaba todo aquello), y papá contemplaba a mamá como si ella fuera la causa de que la Tierra se moviera.
Yo me giraba, los veía y sonreía sin saber muy bien de qué iba la cosa; simplemente notaba lo especial del momento, y reaccionaba a ello.
-Ojalá encuentres a alguien que te quiera como yo quiero a tu madre, Tommy-decía papá, y mamá gemía enternecida.
-Oh, Louis, te quiero mucho.
-Y yo a ti, amor.
Y seguían besándome, instruyéndome en el amor.
Amor que, como el sol en un día de lluvia, desaparecía sin dar explicaciones a nadie, y sin avisar. Simplemente las gotas empezaban a caer, tal y como lo hicieron, y te empapabas.
Como me quedaba poco tiempo para llegar a casa, y el viaje se ralentizaría demasiado si me detenía a buscar un lugar en el que cobijarme para buscar el paraguas (que seguramente ni siquiera estaría en la mochila), decidí seguir caminando bajo la lluvia, sin pausa, pero sin prisa. Mamá siempre decía que el que corría cuando llovía lo único que conseguía era mojarse el doble, y a mí no me apetecía en absoluto empaparme aún más.
Empujé con el hombro el portillo de casa y le di una patada para cerrarlo mientras las gotas que se precipitaban de las nubes no cesaban en su intento de llegarme hasta los huesos. Suspiré cuando llegué a la parte de la acera que la casa ya conseguía poner a techo y, después de tomar aliento y contemplar las nubes de vapor que mi respiración formaba, lago en un día de verano caluroso como pocos, revolví entre mis libros hasta que, por fin, encontré las llaves. Empujé la puerta suavemente, rezando en parte porque mamá no estuviera en casa; me servía cualquier pretexto para llegar allí antes que ella: que se hubiera ido de compras, que aún no hubiera ido a por el pan, o incluso que estuviera en casa de su amante... todo con tal de tener más tiempo para inventarme una excusa creíble que aplacara la ira de mi padre y, a la vez, pudiera ser lo bastante elaborada como para convencer a mamá.
Papá no te dejaba pasar ni una si se enteraba de que le habías mentido.
Mamá no permitía que le mintieras, porque era más lista, más inteligente y, sobre todo, mucho mejor mentirosa que tú. Se sabía todos los trucos para hacer un embuste lo más creíble posible; tan variados y diferentes entre sí, a la vez que idénticos dependiendo de la situación, que sólo podías maravillarte cuando soltaba una mentira que cualquiera hubiera confundido con la mayor verdad de todas.
Recordé la primera vez que me dijeron que la Tierra giraba alrededor del sol, y, cuando llegué a casa maravillado con mi descubrimiento, pero reacio a creerme la teoría del todo, mamá consiguió convencerme de algo aún peor: la Tierra estaba quieta, y el sol era una especie de farola que se deslizaba suavemente por el cielo diurno y que se apagaba nada más llegar la luz.
Papá había alzado una ceja y había musitado su nombre, preguntándole en silencio qué se proponía, mientras la taza de café que sostenía en sus manos emitía un humo constante y de sabor dulzón.
-Pues claro, Louis, ¿acaso no lo sabías? Nadie quiere que lo sepamos, y por eso elaboran teorías tan absurdas como esa. A ver, mi amor-dijo mamá, inclinándose hacia mí, poniéndose de rodillas para tener sus ojos a la altura de los míos, y pude ver la verdad, la Verdad con mayúsculas que bien podría estar nutriendo al universo de su energía constante, en aquellos ojos del color del chocolate, que a mí me encantaría haber heredado y sin embargo habían sido para mi hermana inmediatamente menor-, ¿tú encuentras sentido a que la Tierra sea redonda?
Me encogí de hombros, porque había visto globos terráqueos, en casa incluso teníamos uno, y la verdad era que nunca me había parado a pensar en esas cosas.
-Pues claro que no lo es, Tommy. Si fuera redonda, debería moverse tal y como ellos dicen, al fin y al cabo, ¿por qué habrían de mentir en tan sólo una cosa? El caso es, mi vida-me arregló el cuello de la camisa mientras mi padre fruncía el ceño, y en su boca se esbozaba una sonrisa divertida, bien porque le encantaba aquella mujer, o bien porque sabía qué se proponía su esposa y estaba dispuesto a ayudarla en lo que fuera (no en vano habían jurado ante Dios que así lo harían, aunque uno creyera a su manera y la otra proclamara a los cuatro vientos los absurdo, lo gilipollas de todas y cada una de las historias que en la Biblia se contaban y que algunos creían a pies juntillas)-, que eres lo suficientemente mayor y lo bastante listo como para caer en la cuenta de que, si la Tierra es realmente redonda, ¿por qué no notamos nosotros que lo es?
Abrí los ojos como platos, porque, maldita sea, todo tenía sentido. Mamá asintió, sabedora de que estaba cayendo en sus redes. Miré a papá en busca de confirmación, pero tenía una expresión tan concentrada en mamá que a duras penas podías leerle el pensamiento.
-Y, si es redonda, ¿por qué no se caen los que están en la parte de abajo? Eso es... ¿Louis?
-¿Qué, nena?
-¿Nuestras antípodas?
-¿Y yo que sé?-papá se paró a pensar un rato-. ¿Australia?
-Puede ser. Las de España son Nueva Zelanda-murmuró mamá, frunciendo el ceño. Era el típico dato irrelevante y con una duda que parecía ser la mayor duda que nadie podría albergar hasta la fecha que te hacía confiar en que te estaban diciendo la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad-. Y, además, está eso de que la Tierra se mueve. Tú cuando vas en coche, ¿no notas que se mueve?
Asentí con decisión, y estuve toda la tarde dándole vueltas a lo vergonzoso que era que me enseñaran cosas que eran mentira en la escuela. Luego, cuando llegó la hora de acostarme, y mis padres me arroparon y me besaron con dulzura, mamá me acarició la mejilla y murmuró:
-Tommy, lo de la Tierra... es mentira. Te lo habían dicho bien en el colegio.
Yo sabía que mamá no me había engañado porque fuera pequeño, aunque en gran medida eso contaba, sino porque era buena en aquello que se proponía. Podría venderle cubitos de hielo a los esquimales, fideos chinos a los chinos, y arena del desierto a las tribus del Sáhara si se lo proponía.
¿Cómo engañar a la maestra del engaño? Necesitaría mucho tiempo para preparar algo creíble...
… tiempo que no tenía, pues apenas estaba cerrando la puerta, la voz de mi madre cantando en la cocina llegó hasta mí. Iba a decirle que ya había llegado y, seguramente me daría tiempo a inventarme una buena excusa, porque estaba empapado y necesitaba cambiarme de ropa. Con unos diez minutos remoloneando en la habitación, fingiendo buscar una camiseta que había echado a lavar el fin de semana anterior, me serviría.
-Cause you got me flying with your love, shining with your love, I feel like I'm on top of the world with your love...
Reconocí de inmediato a la que estaba cantando encerrada en una cajita pequeña, de color plateado, antes incluso de escuchar realmente a una de las voces de las amigas de mis padres, Cher Lloyd.
Dejé tirada la mochila en el suelo del vestíbulo y fui hasta la cocina. Empujé un poco la puerta, lo justo para ver a mamá asintiendo con la cabeza al ritmo de la música mientras cortaba unas tiras de pescado en taquitos muy pequeños. Hice una mueca al darme cuenta de que íbamos a comer ensalada.
-You got this swag you got this attitude...
-Wanna hear you say my name-repliqué yo, sonriendo. Mamá dio un brinco y se volvió para mirarme, pero sonrió al ver que no había de qué preocuparse: sólo era yo.
-¡Tommy! ¿Qué haces aquí?
Me encogí de hombros.
-No me encontraba demasiado bien-dije, y lo cierto es que no era mentira... técnicamente.
Llevaba sin encontrarme demasiado bien mucho tiempo, aunque, pensándolo bien, ¿quién se encontraba nunca “demasiado bien”?
Mamá asintió con la cabeza, dejó el cuchillo, se limpió las manos a la parte trasera de la falda (probablemente fuese la única persona en toda Inglaterra, y seguramente el Reino Unido, que hacía las tareas y se vestía como una top model en ocasiones, y otras iba por ahí con un chándal) y se acercó a mí. Se puso de puntillas para darme un beso en la mejilla, y me colocó la mano en la frente.
-¿Has venido solo?
-Sí.
Y, automáticamente, pasó a hablarme en español. No le hacía demasiada gracia hablar español cuando papá no estaba en casa, ya que él entendía, pero no en exceso, y no hablaba demasiado bien, de modo que rara vez nos hablaba en su lengua materna cuando papá andaba cerca; sin embargo, cuando papá no aparecía por ningún sitio, ella aprovechaba para instruirnos en el que era el segundo idioma más complicado del mundo, sólo superado por el chino.
-No pareces tener fiebre-caviló, asintiendo con la cabeza y poniendo las manos en las caderas, los brazos en jarras, dándole un aspecto aún más pequeño y frágil a mi lado (no en vano era de los mejores en los deporte del instituto, y había dado el estirón muy pronto, superando incluso a mi padre, cuya estatura superaba a la vez a la de mi madre) que me enterneció.
Mamá, leyendo mis ganas de cariño materno en mis ojos, abrió los brazos y sonrió.
-Ven, pequeño.
Le di un abrazo y la besé en el pelo mientras ella me acariciaba la espalda despacio, con los ojos cerrados, disfrutando del abrazo como sólo los latinos podían disfrutar del cariño.
-Vete a cambiarte. Estás pingando-murmuró, negando con la cabeza-. Cuando acabes, vuelves. Ya que no estás en clase, vas a hacer cosas productivas.
Asentí con la cabeza, fui a por la mochila, la arrastré hasta la cocina y la coloqué sobre la mesa, que hacía las veces de encimera y comedor. A veces nos movíamos al pequeño salón con vistas al jardín y Londres al fondo, donde apenas se distinguían las siluetas de los edificios más altos, pero que de todas formas aparecía vigilante sobre el horizonte, cual guardia nocturno paseando por las murallas del castillo.
Mamá frunció el ceño al ver cómo dejaba un pequeño reguero de lluvia desde el vestíbulo hasta la mesa, pero no dijo una palabra.
-Tengo pensado limpiarlo-me excusé. Ella asintió con la cabeza, levantó los ojos y se me quedó mirando largo y tendido.
-Más te vale-aseguró con convicción, encogiéndose de hombros y, finalmente, decidiendo que yo no era importante y que debía seguir con la comida-. No soy tu esclava-farfulló, en voz tan baja que apenas la pude escuchar.
Me di la vuelta para irme, pero me retuvo un momento más.
-Oh, Tommy-cambió al inglés como si tal cosa, asegurándose de que yo la comprendía y la obedecía; al fin y al cabo, dominaba mejor el inglés que el español. Lo oía más a menudo y lo practicaba incansablemente-. Si te vas a duchar (y espero que vayas a hacerlo, Jesús bendito, vaya si lo espero), tráeme la ropa cuando acabes antes de vestirte de nuevo, ¿quieres? La iré tendiendo si...
No esperé a que terminara la frase: me quité la camiseta y la arrojé sobre la mesa de acero, bajo la atenta mirada de ella, que no dejaba traslucir ni la menor emoción. Parecía estar quitándome la ropa frente a un maniquí de las tiendas que, aburrido de ver pasar el tiempo petrificado, mientras miles de personas se acercaban con curiosidad a contemplar su atuendo del día, se había creado un mundo propio de fantasía en el que los maniquíes sin mayor importancia eran los demás, y él, la única persona real en el mundo.
Me desabroché el botón de los vaqueros con parsimonia (cuando estabas en último curso podías llevar la ropa que quisieras, en teoría, pero luego en la práctica todos estábamos obligados a llevar el mismo uniforme soso y aburrido, pero nos permitíamos el lujo de ponernos vaqueros, aunque fueran oscuros, simulando que aún acatábamos las leyes) y, con una sacudida de caderas, dejé que bajaran por mis piernas, empapándolas aún más.
Mamá me contempló de arriba a abajo, como solían hacer las chicas de mi clase cuando me la quitaba en los partidos de fútbol, debido al calor al que nos sometían y el ejercicio constante que representaba corretear de un lado a otro de la cancha con camisetas de algodón falso que parecían más bien hornos que otra cosa.
Seamos francos: estaba bueno, muy bueno, me cuidaba para estarlo y no permitía que ni una sola gota de grasa entrara en mi cuerpo. La machacaba en cuanto podía, con el deporte que fuera, siempre y cuando sirviera para algo en la vida, para algo masculino. No iba a hacer ballet, por mucho que dijeran que quemaba más calorías o cansaba más que un partido de baloncesto, porque no era algo de lo que enorgullecerse. Es decir, ¿pasearse por ahí con una falda petrificada, que va en órbita alrededor de tu cintura es masculino? Yo quería mi cuerpo para ligar, joder, si estaba bueno era porque sabía qué me reportaba estarlo. La ropa me quedaba bien, pero no era ése el objetivo final, sino simplemente el medio por el que alcanzar el fin.
Ser de aquellos a los que todas deseaban. Conseguir que todas suspiraran por mí.
Conseguir que todas estuvieran dispuestas a hacer lo que fuera por un mínimo de mi atención, y ya no digamos de mi... “atención personalizada”, como Scott gustaba de llamar a lo que normalmente se empezaba en una cama y terminaba trasladándose a todos los lugares, si había suerte.
Mi ego herido me pedía a gritos que consiguiera de nuevo aquellas miradas que una vez me habían llegado, hasta que llegó Megan a mi vida, trastocándolo todo, poniendo el mundo patas arriba.
En el fondo, bastaba la mirada ardiente de cualquier mujer. Incluso la que me había parido. Todo con tal de hacer que los monstruos que no paraban de regocijarse en lo que me había pasado, en lo que ella había hecho conmigo, se callaran de una vez, y sus risas dejaran de rebotar en mi cabeza, no lo bastante fuertes como para volverme loco, pero sí lo suficiente para sentirlas en un ronroneo constante, como el de un deportivo cuando te montas.
Mamá puso los ojos en blanco, divertida, y sacudió la cabeza.
-Oh, Tommy, soy demasiado mayor para ti-y se echó a reír, cogiendo la ropa y estrujándola encima del fregadero. Pequeñas gotas de agua se precipitaron en caída libre hacia el desagüe. Yo me encogí de hombros, me quité la cadena que llevaba al cuello siempre, la dejé encima de la mesa, al lado de la mochila, y me giré para salir.
-Haz el favor de ir rápido, no vayas a ponerte malo.
Acto seguido, como buen niño obediente que era, eché a correr escaleras arriba, me metí en el baño sin pasar a recoger la ropa primero terminé de desnudarme y me metí bajo el chorro caliente de la ducha, que fabricaba nubes de vapor a toda máquina, tal y como una industria el viernes por la tarde, en el que intenta sacar el máximo partido de sus máquinas antes de apagarlas e irse a casa.
Cuando el agua me resbalaba por la piel y me la hacía enrojecer, tan caliente estaba, sentía como que mis pensamientos se tranquilizaban, dejaban de correr de un lado a otro y se quedaban quietos, de manera que pudiera analizarlos bien. Siempre me daba una ducha de agua ardiendo antes de cualquier partido o competición seria, y cuando me peleaba lo primero que hacía al llegar a casa era precisamente eso que estaba haciendo ahora. No sólo quería quitarme los rastros de la pelea, sino que también me permitía deleitarme un tiempo con el entumecimiento de las heridas y el escozor del agua pasando por ellas, memorizando los puntos flacos y prometiéndome a mí mismo que no volvería a dejar que me pegasen así.
Escuché pasos por el pasillo; una puerta que se abría, pasos más alejados, un juramento en español (a mamá le encantaba cagarse en Dios cuando no había nadie en casa que pudiera escucharla, y la costumbre le llevaba a hacerlo cuando alguno de nosotros estaba metido en su habitación en las mañanas que alguien no iba a clase porque enfermáramos o porque conseguíamos lo imposible, a saber, que se apiadara de nosotros y no nos sacara de la cama a patadas), un cajón cerrándose y otra puerta cerrándose.
-¡Sal de mi habitación, mamá!
-¡Si no estoy en tu habitación, Thomas!
Y ahí se acabó la conversación. Salí de la ducha y me sequé el pelo con una toalla, anudándome otra a la cintura. Fui hasta mi habitación, terminé de secarme allí y, cuando me vestí con un chándal viejo, de los que me ponía para estar cómodo y sin preocuparme realmente de si me quedaban bien o no, bajé a la cocina.
Allí encontré a mi madre cantando a todo lo que daba su voz una canción que le encantaba y que me había tarareado cada noche.
-...Looks like a girl but she's a flame, so bright she can burn your eyes, better look the other way. You can try but you'll never forget her name, she's on top of the world, hottest of the hottets girls, say oooooooooh-asintió con la cabeza, felicitándose a sí misma por conseguir sacar aquella nota de su garganta sin que sufriera.
Me senté en la mesa y abrí la mochila; si terminaba ahora los ejercicios, no tendría que aguantar las miradas cabreadas de papá cada dos por tres, asegurándose de paso de que no levantaba el lápiz del papel o no me ponía a hacer dibujos raros para entretenerme, cosa que hacía mucho en clase últimamente. Y Scott no me ayudaba porque, bueno, cuando tu padre es Zayn Malik, siempre tienes algo en los genes que te hace ser buen dibujante.
Mamá se giró y me miró un segundo.
-¿Quieres ayudarme, Tommy?-en realidad era una orden en toda regla; seguramente fuese más fácil evitar una orden directa de nuestro rey a hacerlo de las de mi madre... aunque era lo normal. Guillermo no había hecho nada por mí. Eri lo había hecho todo. Si no fuera por ella, yo no estaría allí. De modo que asentí con la cabeza, cerré la mochila, me pasé el colgante por el cuello y me acerqué a ella mientras la canción terminaba con la primera frase: “Sólo es una chica, y está en llamas”.
Asentí con la cabeza, recogí las cosas, me levanté y fui a ayudarla. Me tendió unas hojas de lechuga remojadas en agua para que las picara para la comida. Puse los ojos en blanco, arrastré un taburete hacia la encimera y me dediqué a deshacer con los dedos la verdura, que cada vez era más y más pequeña.
Mamá removió algo que tenía en una pota, se inclinó para saborear una cucharada, asintió con la cabeza y observó los pedazos de palitos de cangrejo que había preparado para mezclar en la ensalada. Yo levanté la vista y la miré, justo en el momento en que se toqueteaba el pelo. Se quedó quieta, decidiendo qué hacer, luego, murmurando una disculpa en inglés y español a la vez, dijo que volvería enseguida.
Y así lo hizo, con el pelo recogido en un moño, pantalón ancho de chándal que le cubría totalmente las piernas, pero que dejaba al descubierto las caderas, pues era bajo de éstas, con lo que podías ver la pequeña mancha en su cadera izquierda en forma de L, la promesa de amor infinito hacia mi padre. Llevaba una camiseta de tirantes negra, y, sobre ella, una chaqueta de color granate, que lucía desgastada por los codos, y cuya capucha estaba deshilachada. Unas botas marrones, como de peluche, con suela de zapatillas que hacían que no pudieras salir de casa con ellas (al menos no si vivías en el desierto, y nade en su sano juicio llevaría eso en el desierto) completaban su vestuario.
La contemplé de arriba a abajo, ella me ignoró deliberadamente, comprendiendo que lo que su primogénito pensara de ella ni era de su incumbencia ni debía serlo.
Cuando mamá más guapa estaba no era cuando se arreglaba, se rizaba el pelo, se pintaba los ojos o los labios, ni siquiera cuando lo hacía todo y se enfundaba en un vestido que se le adhería al cuerpo como una segunda piel.
Cuando mamá más guapa estaba era cuando se acurrucaba contra papá en el sofá, con el pelo revuelto, una camiseta vieja de él, y calcetines gordos para no tener frío en los pies. Ahí es cuando más guapa estaba, está y estará, siempre.
Sonreí para mis adentros, satisfecho con esta información, y ella me miró de reojo.
-¿Qué pasa, Tommy?
Me encogí de hombros y negué con la cabeza, ella siguió contemplándome, sus ojos chispearon un segundo, como viendo algo sobrenatural, y le contagié mi sonrisa.
-Te acabas de parecer muchísimo a tu padre cuando supe por primera vez de él.
¿A quién no le hacía gracia cuando mamá hablaba de su época de fan obsesiva compulsiva? Las cosas que había hecho por papá cuando él aún no sabía que ella estaba en este mundo, que ella existía (lo que era muy irónico, porque ahora prácticamente respiraba para ella, y casi literalmente), eran tan numerosas, y cada cual más extraña, que no hacías más que reírte cuando mamá te las contaba, y la sola mención a esta etapa de su vida en la que había un “Louis” por encima de ella antes de que se convirtiera en un “nosotros”, “Louis y Eri” y demás cosas con las que todo el mundo jugaba y todo el mundo consideraba naturales, evocaba tantos recuerdos que era imposible no reaccionar de alguna manera.
-Por cierto, ¿hoy le has visto?
Quise que preguntara ya lo que quería preguntar, porque todos los días lo veía, sobre todo desde que había empezado el curso, estaba en el pasillo de mi curso, y el departamento de música se encontraba en ese mismo pasillo, pero al final de éste, con lo que era imposible que papá no entrara en él sin que todo último curso se enterase de esto. Y era precisamente eso de verle todos los días lo que hacía que más de una chica se pintara como una puerta y se subiera la falda del uniforme más de lo debido, arriesgándose a una expulsión; además, se aprovechaban de que papá no les decía nada, porque “si no les digo cómo deben vestir a mis hijos, ¿cómo voy a decírselo a mis alumnos?” de modo que aquello se convertía en una espiral de desnudos y pasotismo que conllevaba más desnudos y más pasotismo, y hacía las delicias de todos los chicos de mi curso. Yo incluido. Debía darle las gracias a mi padre por tener buenas imágenes mentales de las piernas de mis compañeras de clase, cada una más maciza que la anterior.
Me vi obligado a asentir con la cabeza al observar que mi madre se había parado, había dejado de revolver el estofado o lo que fuera que estuviera cocinando, y estaba esperando mi respuesta.
-Sí, le vi-dije por fin, encogiéndome de hombros y terminando con una hoja de lechuga particularmente resistente.
-¿Y cómo está?
-Sin afeitar.
Mamá llenó la cocina con una risa musical que te daba ganas de sentarte a escucharla, y sentir que el tiempo dejaba de importar.
-Tommy, va en serio.
-Bien-fruncí el ceño, ¿qué más daría cómo se encontrase antes de verme, o incluso después? Estaba en un instituto, las cosas podían cambiar mucho en cuestión de minutos, de segundos si eras estudiante-. Sí, bien-me reafirmé, dándome ánimos y dándoselos a ella-. ¿Por qué?
-Porque tengo que ir a comprar.
Me detuve y la contemplé sin poder dar crédito, compuse la cara más pasmada que pude y solté:
-Mamá... no está tan bien.
Mis padres siempre iban a hacer la compra juntos: sólo en contadas ocasiones o bien mamá iba después de una bronca descomunal en la que había gritos tipo “eres un jodido egoísta, Louis” y portazos, y réplicas de “me cago en mi puta vida, Eri, estoy cansado, can-sa-do, ¿vale? Ya iremos mañana” y más gritos, y luchas por encontrar la intimidad para poder seguir gritándose; o bien papá tomaba la iniciativa, cogía las llaves del coche y bramaba que volvería enseguida, cuando ella le ponía mala cara o mostraba indicios de tener ganas de bronca. Solamente cuando había una movida de las gordas de por en medio, iba uno de los dos y el otro se quedaba en casa. En el resto de ocasiones, iban juntos y, mal que bien, conseguían realizar su trabajo con éxito. Papá empujaba el carrito de la compra mientras mamá correteaba de una estantería para otra, nota en mano, y estudiaba a fondo cada uno de los productos que se ofertaban. Meditaba sobre las ofertas, corría hacia las gangas, daba la vuelta al percatarse de que el producto que estaban buscando estaba en otro lugar (casi siempre ese lugar terminaba siendo el otro extremo de la tienda), mientras papá la perseguía como persigue al mar un río que acaba de nacer, cuyo cauce aún no está formado: sin pausa pero sin prisa. Cuando mamá le apremiaba, papá alzaba las manos y decía que, aunque ella se notara joven y fuerte, él ya tenía una edad, tenía casi cinco años más que ella, y eso se notaba, él lo notaba, y con eso bastaba.
Mamá ponía los ojos en blanco y volvía a lo suyo, cazando cosas muertas, persiguiendo objetos inmóviles, y quejándose por lo curioso que era que, en cuanto se trataba de comprar ropa o algo así, las cosas dieran la vuelta, y papá comprase de forma compulsiva pero estudiando cada milímetro de la tienda, mientras que ella daba vueltas en círculos, convencida de que lo que buscaba estaba por la zona en la que ella se encontraba (a pesar de que podía ser que nunca, jamás, hubiese entrado en la tienda en cuestión antes), y terminaba desesperándose porque no encontraba nunca lo que quería, sino sólo objetos “parecidos, no iguales, con diferencias pequeñas pero que marcan una gran diferencia” y quisiera irse, desalentada porque no había tenido éxito.
En eso yo me parecía a ella.
En lo de comprar comida, me parecía a papá. Siempre me mandaba a por una cosa, yo ponía los ojos en blanco, me separaba del carro, recibía un par de palmadas en la espalda de papá, que parecía conocer bien los entresijos de las órdenes de la mujer que había tenido a bien ponerme sobre ese mundo, y arrastraba los pies lejos de ellos, hasta que mamá decidía que le estaba tocando los huevos más de la cuenta, y bien o me daba un par de voces (aunque no le gustaba hacerlo, porque le recordaba a la abuela), o bien pasaba zumbando como un cohete a mi lado, y cuando volvía me lanzaba una mirada venenosa, sin importar que yo aún siguiera en mi ruta, pues una vez que se me ordenaba algo, yo me decidía a cumplirlo, pasara lo que pasase.
La mamá del presente suspiró, se apartó un mechón de pelo de la cara y olfateó el aire que manaba de la olla que estaba cocinando. Luego se dispuso a pelar unas patatas.
-Necesito ir a por comida.
-La solución es simple-repliqué yo sin darme tiempo a pensar, y, en cuanto abrí la boca, me arrepentí de haberlo hecho. Cerré los ojos con fuerza y recé para que no me preguntara. Pero lo hizo, porque era una mujer. Estaba en su genética querer tocarle los cojones al género masculino; no podían remediarlo, había que quererlas con aquellos pequeños desperfectos que las hacían aún mejores.
-¿Que es...?
Pegué el culo al horno que estaba bajo la encimera, y me crucé de brazos.
-No quieres obligarme a decírtela.
-Quiero oír cómo te refieres a que todavía me follo a tu padre-sonrió con malicia, con toda la malicia que sólo las mujeres podían tener. Abrí los ojos y la boca, escandalizado.
-¡¡Mamá!!-bramé, y ella soltó una risotada estridente que detuvo mis protestas en español e inglés-. ¡¿Cómo te atreves?! Jesus fucking christ! I'm your FUCKING SON, NO DEBERÍAS HABLAR CONMIGO DE ESTO, DIOS, LA IMAGEN MENTAL, LA MALDITA IMAGEN.
Cogí un paño de cocina y me lo sacudí en el pelo, intentando expulsar una imagen que luchaba por formarse en mi cabeza, y que yo trataba de detener, desesperado.
-Habla bien-se limitó a responder, quitándome el paño y anudándoselo rápidamente en las muñecas, tal y como había hecho cuando yo nací, y cuando lo hicieron mis hermanos, hasta que fueron lo bastante mayores como para comprender que, a veces, las cosas no salen como deseas y tú quieres desaparecer, pero alguien decide regalarte una segunda oportunidad para que vivas una vida que, ya de por sí, en sí misma, es el mejor de los regalos.
-Por eso creo en Dios-había dicho papá cuando mamá terminó su relato explicando quién y por qué había colocado esas cicatrices en su muñeca. Siempre recordaría la manera en que la miraba, prestando atención a cada una de sus palabras, que ella medía y sopesaba largamente antes de pronunciarlas, como si el mero hecho de hablar de lo que había sucedido lo hiciera más real y fuerte. Papá había jugado con su pelo, pero en sus ojos había un dolor infinito, inscrito en sus pupilas, que no le abandonó nunca, desde aquella noche en la que ella volvió a él, y aquel momento en el que descubrió sus muñecas cortadas, lo que había intentado hacer por él, porque le amaba demasiado.
Lo suficiente como para no soportar una existencia separados.
Le besó la sien, ella cerró los ojos, bajando unos párpados terminados en infinitas pestañas, y una leve sonrisa apareció en ella, que se divertía con la mera mención de un ente divino cuyas bases no se sustentaban, y, a su modo de ver, se destruía a sí mismo cada vez que alguien lo mencionaba.

-Y por eso yo creo en ti-replicó ella, besándolo en los labios, apartando ese dolor de los ojos de él.