martes, 11 de febrero de 2014

Quiero oírte decir mi nombre.

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Hola, personita con ojos que tiene la capacidad de estar leyendo esto. Seguramente sepas que dije que la novela iba a ser mensual, que iba a subir cada día 11, al menos hasta que terminara con Light Wings. Pues... tengo algo que corregir con respecto a eso. He decidido obsequiarte con dos capítulos al mes, uno el día 11, el otro el día 26, porque sé que no puedes vivir sin mi novela porque, francamente, estoy escribiendo como una puta desgraciada. Y te mereces esperar menos por mis capítulos de mierda. Tengo que aprovechar que ahora has venido para que dentro de 15 días vuelvas. En un mes puedes abandonarme.
O los chicos podrían ser normales.
La cosa es difícil, sí. Lo segundo más que lo primero. Pero todo es posible. 
Así que noS VEMOS EN 15 DÍAS OMG OMG FANGIRLEO MÁXIMO vale, ya te dejo.

Dediqué la mitad del camino a meditar sobre lo que me había dicho mi padre; la verdad era que no había elegido el mejor momento de mi vida para mandarlo todo a la mierda, arrojarlo por la borda y solamente preocuparme de mi diversión, pero, ¿qué podía decir? Tan sólo era joven, quería pasármelo bien, y quería que las cosas fueran como habían sido hasta entonces: indoloras, simples, estúpidas, sin nada que me empujara a pensar de una forma u otra, sin nada que me hiciera cambiar de opinión cada segundo, ni nada que me hiciera detestar lo que hacía y cómo lo hacía, los métodos que utilizaba, la manera de ver el mundo con un cristal de aumento que multiplicaba las desgracias y reducía al mínimo las alegrías, que pasaban a ser microscópicas.
En el fondo tenía la sensación de que estaba asustado por si había perdido a la que se suponía que debía acompañarme toda la vida, tal y como mamá hacía con papá.
Recordaba que de pequeño, cuando jugaba con aquellas piezas de manera a hacer construcciones, castillos y demás cosas, cada una de un color que la hacía más fascinante que la anterior, a veces mis padres me observaban con atención, como si estuvieran presenciando a un mecánico de élite perfeccionar el mejor de los coches, o como si un arquitecto se hubiera colocado frente a ellos a remodelar una reproducción a escala del Big Ben. Mamá siempre sonreía, con los dedos entrelazados, algunos cubiertos de anillos y otros desnudos, y el pelo cayéndole en cascada por el pecho, enmarcándole el rostro. Papá se giraba hacia ella, la miraba un segundo, la besaba despacio, y mamá le devolvía el beso, mientras yo seguía a lo mío, ajeno a todo lo que me rodeaba y, sin embargo, notando el cariño que fluía de mis padres, que lo emanaban cual estrella.
Se tumbaban en el sofá y se seguían besando y acariciando (aunque habían tenido la decencia de no follar delante de mí, lo cual les agradecía ahora que recordaba todo aquello), y papá contemplaba a mamá como si ella fuera la causa de que la Tierra se moviera.
Yo me giraba, los veía y sonreía sin saber muy bien de qué iba la cosa; simplemente notaba lo especial del momento, y reaccionaba a ello.
-Ojalá encuentres a alguien que te quiera como yo quiero a tu madre, Tommy-decía papá, y mamá gemía enternecida.
-Oh, Louis, te quiero mucho.
-Y yo a ti, amor.
Y seguían besándome, instruyéndome en el amor.
Amor que, como el sol en un día de lluvia, desaparecía sin dar explicaciones a nadie, y sin avisar. Simplemente las gotas empezaban a caer, tal y como lo hicieron, y te empapabas.
Como me quedaba poco tiempo para llegar a casa, y el viaje se ralentizaría demasiado si me detenía a buscar un lugar en el que cobijarme para buscar el paraguas (que seguramente ni siquiera estaría en la mochila), decidí seguir caminando bajo la lluvia, sin pausa, pero sin prisa. Mamá siempre decía que el que corría cuando llovía lo único que conseguía era mojarse el doble, y a mí no me apetecía en absoluto empaparme aún más.
Empujé con el hombro el portillo de casa y le di una patada para cerrarlo mientras las gotas que se precipitaban de las nubes no cesaban en su intento de llegarme hasta los huesos. Suspiré cuando llegué a la parte de la acera que la casa ya conseguía poner a techo y, después de tomar aliento y contemplar las nubes de vapor que mi respiración formaba, lago en un día de verano caluroso como pocos, revolví entre mis libros hasta que, por fin, encontré las llaves. Empujé la puerta suavemente, rezando en parte porque mamá no estuviera en casa; me servía cualquier pretexto para llegar allí antes que ella: que se hubiera ido de compras, que aún no hubiera ido a por el pan, o incluso que estuviera en casa de su amante... todo con tal de tener más tiempo para inventarme una excusa creíble que aplacara la ira de mi padre y, a la vez, pudiera ser lo bastante elaborada como para convencer a mamá.
Papá no te dejaba pasar ni una si se enteraba de que le habías mentido.
Mamá no permitía que le mintieras, porque era más lista, más inteligente y, sobre todo, mucho mejor mentirosa que tú. Se sabía todos los trucos para hacer un embuste lo más creíble posible; tan variados y diferentes entre sí, a la vez que idénticos dependiendo de la situación, que sólo podías maravillarte cuando soltaba una mentira que cualquiera hubiera confundido con la mayor verdad de todas.
Recordé la primera vez que me dijeron que la Tierra giraba alrededor del sol, y, cuando llegué a casa maravillado con mi descubrimiento, pero reacio a creerme la teoría del todo, mamá consiguió convencerme de algo aún peor: la Tierra estaba quieta, y el sol era una especie de farola que se deslizaba suavemente por el cielo diurno y que se apagaba nada más llegar la luz.
Papá había alzado una ceja y había musitado su nombre, preguntándole en silencio qué se proponía, mientras la taza de café que sostenía en sus manos emitía un humo constante y de sabor dulzón.
-Pues claro, Louis, ¿acaso no lo sabías? Nadie quiere que lo sepamos, y por eso elaboran teorías tan absurdas como esa. A ver, mi amor-dijo mamá, inclinándose hacia mí, poniéndose de rodillas para tener sus ojos a la altura de los míos, y pude ver la verdad, la Verdad con mayúsculas que bien podría estar nutriendo al universo de su energía constante, en aquellos ojos del color del chocolate, que a mí me encantaría haber heredado y sin embargo habían sido para mi hermana inmediatamente menor-, ¿tú encuentras sentido a que la Tierra sea redonda?
Me encogí de hombros, porque había visto globos terráqueos, en casa incluso teníamos uno, y la verdad era que nunca me había parado a pensar en esas cosas.
-Pues claro que no lo es, Tommy. Si fuera redonda, debería moverse tal y como ellos dicen, al fin y al cabo, ¿por qué habrían de mentir en tan sólo una cosa? El caso es, mi vida-me arregló el cuello de la camisa mientras mi padre fruncía el ceño, y en su boca se esbozaba una sonrisa divertida, bien porque le encantaba aquella mujer, o bien porque sabía qué se proponía su esposa y estaba dispuesto a ayudarla en lo que fuera (no en vano habían jurado ante Dios que así lo harían, aunque uno creyera a su manera y la otra proclamara a los cuatro vientos los absurdo, lo gilipollas de todas y cada una de las historias que en la Biblia se contaban y que algunos creían a pies juntillas)-, que eres lo suficientemente mayor y lo bastante listo como para caer en la cuenta de que, si la Tierra es realmente redonda, ¿por qué no notamos nosotros que lo es?
Abrí los ojos como platos, porque, maldita sea, todo tenía sentido. Mamá asintió, sabedora de que estaba cayendo en sus redes. Miré a papá en busca de confirmación, pero tenía una expresión tan concentrada en mamá que a duras penas podías leerle el pensamiento.
-Y, si es redonda, ¿por qué no se caen los que están en la parte de abajo? Eso es... ¿Louis?
-¿Qué, nena?
-¿Nuestras antípodas?
-¿Y yo que sé?-papá se paró a pensar un rato-. ¿Australia?
-Puede ser. Las de España son Nueva Zelanda-murmuró mamá, frunciendo el ceño. Era el típico dato irrelevante y con una duda que parecía ser la mayor duda que nadie podría albergar hasta la fecha que te hacía confiar en que te estaban diciendo la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad-. Y, además, está eso de que la Tierra se mueve. Tú cuando vas en coche, ¿no notas que se mueve?
Asentí con decisión, y estuve toda la tarde dándole vueltas a lo vergonzoso que era que me enseñaran cosas que eran mentira en la escuela. Luego, cuando llegó la hora de acostarme, y mis padres me arroparon y me besaron con dulzura, mamá me acarició la mejilla y murmuró:
-Tommy, lo de la Tierra... es mentira. Te lo habían dicho bien en el colegio.
Yo sabía que mamá no me había engañado porque fuera pequeño, aunque en gran medida eso contaba, sino porque era buena en aquello que se proponía. Podría venderle cubitos de hielo a los esquimales, fideos chinos a los chinos, y arena del desierto a las tribus del Sáhara si se lo proponía.
¿Cómo engañar a la maestra del engaño? Necesitaría mucho tiempo para preparar algo creíble...
… tiempo que no tenía, pues apenas estaba cerrando la puerta, la voz de mi madre cantando en la cocina llegó hasta mí. Iba a decirle que ya había llegado y, seguramente me daría tiempo a inventarme una buena excusa, porque estaba empapado y necesitaba cambiarme de ropa. Con unos diez minutos remoloneando en la habitación, fingiendo buscar una camiseta que había echado a lavar el fin de semana anterior, me serviría.
-Cause you got me flying with your love, shining with your love, I feel like I'm on top of the world with your love...
Reconocí de inmediato a la que estaba cantando encerrada en una cajita pequeña, de color plateado, antes incluso de escuchar realmente a una de las voces de las amigas de mis padres, Cher Lloyd.
Dejé tirada la mochila en el suelo del vestíbulo y fui hasta la cocina. Empujé un poco la puerta, lo justo para ver a mamá asintiendo con la cabeza al ritmo de la música mientras cortaba unas tiras de pescado en taquitos muy pequeños. Hice una mueca al darme cuenta de que íbamos a comer ensalada.
-You got this swag you got this attitude...
-Wanna hear you say my name-repliqué yo, sonriendo. Mamá dio un brinco y se volvió para mirarme, pero sonrió al ver que no había de qué preocuparse: sólo era yo.
-¡Tommy! ¿Qué haces aquí?
Me encogí de hombros.
-No me encontraba demasiado bien-dije, y lo cierto es que no era mentira... técnicamente.
Llevaba sin encontrarme demasiado bien mucho tiempo, aunque, pensándolo bien, ¿quién se encontraba nunca “demasiado bien”?
Mamá asintió con la cabeza, dejó el cuchillo, se limpió las manos a la parte trasera de la falda (probablemente fuese la única persona en toda Inglaterra, y seguramente el Reino Unido, que hacía las tareas y se vestía como una top model en ocasiones, y otras iba por ahí con un chándal) y se acercó a mí. Se puso de puntillas para darme un beso en la mejilla, y me colocó la mano en la frente.
-¿Has venido solo?
-Sí.
Y, automáticamente, pasó a hablarme en español. No le hacía demasiada gracia hablar español cuando papá no estaba en casa, ya que él entendía, pero no en exceso, y no hablaba demasiado bien, de modo que rara vez nos hablaba en su lengua materna cuando papá andaba cerca; sin embargo, cuando papá no aparecía por ningún sitio, ella aprovechaba para instruirnos en el que era el segundo idioma más complicado del mundo, sólo superado por el chino.
-No pareces tener fiebre-caviló, asintiendo con la cabeza y poniendo las manos en las caderas, los brazos en jarras, dándole un aspecto aún más pequeño y frágil a mi lado (no en vano era de los mejores en los deporte del instituto, y había dado el estirón muy pronto, superando incluso a mi padre, cuya estatura superaba a la vez a la de mi madre) que me enterneció.
Mamá, leyendo mis ganas de cariño materno en mis ojos, abrió los brazos y sonrió.
-Ven, pequeño.
Le di un abrazo y la besé en el pelo mientras ella me acariciaba la espalda despacio, con los ojos cerrados, disfrutando del abrazo como sólo los latinos podían disfrutar del cariño.
-Vete a cambiarte. Estás pingando-murmuró, negando con la cabeza-. Cuando acabes, vuelves. Ya que no estás en clase, vas a hacer cosas productivas.
Asentí con la cabeza, fui a por la mochila, la arrastré hasta la cocina y la coloqué sobre la mesa, que hacía las veces de encimera y comedor. A veces nos movíamos al pequeño salón con vistas al jardín y Londres al fondo, donde apenas se distinguían las siluetas de los edificios más altos, pero que de todas formas aparecía vigilante sobre el horizonte, cual guardia nocturno paseando por las murallas del castillo.
Mamá frunció el ceño al ver cómo dejaba un pequeño reguero de lluvia desde el vestíbulo hasta la mesa, pero no dijo una palabra.
-Tengo pensado limpiarlo-me excusé. Ella asintió con la cabeza, levantó los ojos y se me quedó mirando largo y tendido.
-Más te vale-aseguró con convicción, encogiéndose de hombros y, finalmente, decidiendo que yo no era importante y que debía seguir con la comida-. No soy tu esclava-farfulló, en voz tan baja que apenas la pude escuchar.
Me di la vuelta para irme, pero me retuvo un momento más.
-Oh, Tommy-cambió al inglés como si tal cosa, asegurándose de que yo la comprendía y la obedecía; al fin y al cabo, dominaba mejor el inglés que el español. Lo oía más a menudo y lo practicaba incansablemente-. Si te vas a duchar (y espero que vayas a hacerlo, Jesús bendito, vaya si lo espero), tráeme la ropa cuando acabes antes de vestirte de nuevo, ¿quieres? La iré tendiendo si...
No esperé a que terminara la frase: me quité la camiseta y la arrojé sobre la mesa de acero, bajo la atenta mirada de ella, que no dejaba traslucir ni la menor emoción. Parecía estar quitándome la ropa frente a un maniquí de las tiendas que, aburrido de ver pasar el tiempo petrificado, mientras miles de personas se acercaban con curiosidad a contemplar su atuendo del día, se había creado un mundo propio de fantasía en el que los maniquíes sin mayor importancia eran los demás, y él, la única persona real en el mundo.
Me desabroché el botón de los vaqueros con parsimonia (cuando estabas en último curso podías llevar la ropa que quisieras, en teoría, pero luego en la práctica todos estábamos obligados a llevar el mismo uniforme soso y aburrido, pero nos permitíamos el lujo de ponernos vaqueros, aunque fueran oscuros, simulando que aún acatábamos las leyes) y, con una sacudida de caderas, dejé que bajaran por mis piernas, empapándolas aún más.
Mamá me contempló de arriba a abajo, como solían hacer las chicas de mi clase cuando me la quitaba en los partidos de fútbol, debido al calor al que nos sometían y el ejercicio constante que representaba corretear de un lado a otro de la cancha con camisetas de algodón falso que parecían más bien hornos que otra cosa.
Seamos francos: estaba bueno, muy bueno, me cuidaba para estarlo y no permitía que ni una sola gota de grasa entrara en mi cuerpo. La machacaba en cuanto podía, con el deporte que fuera, siempre y cuando sirviera para algo en la vida, para algo masculino. No iba a hacer ballet, por mucho que dijeran que quemaba más calorías o cansaba más que un partido de baloncesto, porque no era algo de lo que enorgullecerse. Es decir, ¿pasearse por ahí con una falda petrificada, que va en órbita alrededor de tu cintura es masculino? Yo quería mi cuerpo para ligar, joder, si estaba bueno era porque sabía qué me reportaba estarlo. La ropa me quedaba bien, pero no era ése el objetivo final, sino simplemente el medio por el que alcanzar el fin.
Ser de aquellos a los que todas deseaban. Conseguir que todas suspiraran por mí.
Conseguir que todas estuvieran dispuestas a hacer lo que fuera por un mínimo de mi atención, y ya no digamos de mi... “atención personalizada”, como Scott gustaba de llamar a lo que normalmente se empezaba en una cama y terminaba trasladándose a todos los lugares, si había suerte.
Mi ego herido me pedía a gritos que consiguiera de nuevo aquellas miradas que una vez me habían llegado, hasta que llegó Megan a mi vida, trastocándolo todo, poniendo el mundo patas arriba.
En el fondo, bastaba la mirada ardiente de cualquier mujer. Incluso la que me había parido. Todo con tal de hacer que los monstruos que no paraban de regocijarse en lo que me había pasado, en lo que ella había hecho conmigo, se callaran de una vez, y sus risas dejaran de rebotar en mi cabeza, no lo bastante fuertes como para volverme loco, pero sí lo suficiente para sentirlas en un ronroneo constante, como el de un deportivo cuando te montas.
Mamá puso los ojos en blanco, divertida, y sacudió la cabeza.
-Oh, Tommy, soy demasiado mayor para ti-y se echó a reír, cogiendo la ropa y estrujándola encima del fregadero. Pequeñas gotas de agua se precipitaron en caída libre hacia el desagüe. Yo me encogí de hombros, me quité la cadena que llevaba al cuello siempre, la dejé encima de la mesa, al lado de la mochila, y me giré para salir.
-Haz el favor de ir rápido, no vayas a ponerte malo.
Acto seguido, como buen niño obediente que era, eché a correr escaleras arriba, me metí en el baño sin pasar a recoger la ropa primero terminé de desnudarme y me metí bajo el chorro caliente de la ducha, que fabricaba nubes de vapor a toda máquina, tal y como una industria el viernes por la tarde, en el que intenta sacar el máximo partido de sus máquinas antes de apagarlas e irse a casa.
Cuando el agua me resbalaba por la piel y me la hacía enrojecer, tan caliente estaba, sentía como que mis pensamientos se tranquilizaban, dejaban de correr de un lado a otro y se quedaban quietos, de manera que pudiera analizarlos bien. Siempre me daba una ducha de agua ardiendo antes de cualquier partido o competición seria, y cuando me peleaba lo primero que hacía al llegar a casa era precisamente eso que estaba haciendo ahora. No sólo quería quitarme los rastros de la pelea, sino que también me permitía deleitarme un tiempo con el entumecimiento de las heridas y el escozor del agua pasando por ellas, memorizando los puntos flacos y prometiéndome a mí mismo que no volvería a dejar que me pegasen así.
Escuché pasos por el pasillo; una puerta que se abría, pasos más alejados, un juramento en español (a mamá le encantaba cagarse en Dios cuando no había nadie en casa que pudiera escucharla, y la costumbre le llevaba a hacerlo cuando alguno de nosotros estaba metido en su habitación en las mañanas que alguien no iba a clase porque enfermáramos o porque conseguíamos lo imposible, a saber, que se apiadara de nosotros y no nos sacara de la cama a patadas), un cajón cerrándose y otra puerta cerrándose.
-¡Sal de mi habitación, mamá!
-¡Si no estoy en tu habitación, Thomas!
Y ahí se acabó la conversación. Salí de la ducha y me sequé el pelo con una toalla, anudándome otra a la cintura. Fui hasta mi habitación, terminé de secarme allí y, cuando me vestí con un chándal viejo, de los que me ponía para estar cómodo y sin preocuparme realmente de si me quedaban bien o no, bajé a la cocina.
Allí encontré a mi madre cantando a todo lo que daba su voz una canción que le encantaba y que me había tarareado cada noche.
-...Looks like a girl but she's a flame, so bright she can burn your eyes, better look the other way. You can try but you'll never forget her name, she's on top of the world, hottest of the hottets girls, say oooooooooh-asintió con la cabeza, felicitándose a sí misma por conseguir sacar aquella nota de su garganta sin que sufriera.
Me senté en la mesa y abrí la mochila; si terminaba ahora los ejercicios, no tendría que aguantar las miradas cabreadas de papá cada dos por tres, asegurándose de paso de que no levantaba el lápiz del papel o no me ponía a hacer dibujos raros para entretenerme, cosa que hacía mucho en clase últimamente. Y Scott no me ayudaba porque, bueno, cuando tu padre es Zayn Malik, siempre tienes algo en los genes que te hace ser buen dibujante.
Mamá se giró y me miró un segundo.
-¿Quieres ayudarme, Tommy?-en realidad era una orden en toda regla; seguramente fuese más fácil evitar una orden directa de nuestro rey a hacerlo de las de mi madre... aunque era lo normal. Guillermo no había hecho nada por mí. Eri lo había hecho todo. Si no fuera por ella, yo no estaría allí. De modo que asentí con la cabeza, cerré la mochila, me pasé el colgante por el cuello y me acerqué a ella mientras la canción terminaba con la primera frase: “Sólo es una chica, y está en llamas”.
Asentí con la cabeza, recogí las cosas, me levanté y fui a ayudarla. Me tendió unas hojas de lechuga remojadas en agua para que las picara para la comida. Puse los ojos en blanco, arrastré un taburete hacia la encimera y me dediqué a deshacer con los dedos la verdura, que cada vez era más y más pequeña.
Mamá removió algo que tenía en una pota, se inclinó para saborear una cucharada, asintió con la cabeza y observó los pedazos de palitos de cangrejo que había preparado para mezclar en la ensalada. Yo levanté la vista y la miré, justo en el momento en que se toqueteaba el pelo. Se quedó quieta, decidiendo qué hacer, luego, murmurando una disculpa en inglés y español a la vez, dijo que volvería enseguida.
Y así lo hizo, con el pelo recogido en un moño, pantalón ancho de chándal que le cubría totalmente las piernas, pero que dejaba al descubierto las caderas, pues era bajo de éstas, con lo que podías ver la pequeña mancha en su cadera izquierda en forma de L, la promesa de amor infinito hacia mi padre. Llevaba una camiseta de tirantes negra, y, sobre ella, una chaqueta de color granate, que lucía desgastada por los codos, y cuya capucha estaba deshilachada. Unas botas marrones, como de peluche, con suela de zapatillas que hacían que no pudieras salir de casa con ellas (al menos no si vivías en el desierto, y nade en su sano juicio llevaría eso en el desierto) completaban su vestuario.
La contemplé de arriba a abajo, ella me ignoró deliberadamente, comprendiendo que lo que su primogénito pensara de ella ni era de su incumbencia ni debía serlo.
Cuando mamá más guapa estaba no era cuando se arreglaba, se rizaba el pelo, se pintaba los ojos o los labios, ni siquiera cuando lo hacía todo y se enfundaba en un vestido que se le adhería al cuerpo como una segunda piel.
Cuando mamá más guapa estaba era cuando se acurrucaba contra papá en el sofá, con el pelo revuelto, una camiseta vieja de él, y calcetines gordos para no tener frío en los pies. Ahí es cuando más guapa estaba, está y estará, siempre.
Sonreí para mis adentros, satisfecho con esta información, y ella me miró de reojo.
-¿Qué pasa, Tommy?
Me encogí de hombros y negué con la cabeza, ella siguió contemplándome, sus ojos chispearon un segundo, como viendo algo sobrenatural, y le contagié mi sonrisa.
-Te acabas de parecer muchísimo a tu padre cuando supe por primera vez de él.
¿A quién no le hacía gracia cuando mamá hablaba de su época de fan obsesiva compulsiva? Las cosas que había hecho por papá cuando él aún no sabía que ella estaba en este mundo, que ella existía (lo que era muy irónico, porque ahora prácticamente respiraba para ella, y casi literalmente), eran tan numerosas, y cada cual más extraña, que no hacías más que reírte cuando mamá te las contaba, y la sola mención a esta etapa de su vida en la que había un “Louis” por encima de ella antes de que se convirtiera en un “nosotros”, “Louis y Eri” y demás cosas con las que todo el mundo jugaba y todo el mundo consideraba naturales, evocaba tantos recuerdos que era imposible no reaccionar de alguna manera.
-Por cierto, ¿hoy le has visto?
Quise que preguntara ya lo que quería preguntar, porque todos los días lo veía, sobre todo desde que había empezado el curso, estaba en el pasillo de mi curso, y el departamento de música se encontraba en ese mismo pasillo, pero al final de éste, con lo que era imposible que papá no entrara en él sin que todo último curso se enterase de esto. Y era precisamente eso de verle todos los días lo que hacía que más de una chica se pintara como una puerta y se subiera la falda del uniforme más de lo debido, arriesgándose a una expulsión; además, se aprovechaban de que papá no les decía nada, porque “si no les digo cómo deben vestir a mis hijos, ¿cómo voy a decírselo a mis alumnos?” de modo que aquello se convertía en una espiral de desnudos y pasotismo que conllevaba más desnudos y más pasotismo, y hacía las delicias de todos los chicos de mi curso. Yo incluido. Debía darle las gracias a mi padre por tener buenas imágenes mentales de las piernas de mis compañeras de clase, cada una más maciza que la anterior.
Me vi obligado a asentir con la cabeza al observar que mi madre se había parado, había dejado de revolver el estofado o lo que fuera que estuviera cocinando, y estaba esperando mi respuesta.
-Sí, le vi-dije por fin, encogiéndome de hombros y terminando con una hoja de lechuga particularmente resistente.
-¿Y cómo está?
-Sin afeitar.
Mamá llenó la cocina con una risa musical que te daba ganas de sentarte a escucharla, y sentir que el tiempo dejaba de importar.
-Tommy, va en serio.
-Bien-fruncí el ceño, ¿qué más daría cómo se encontrase antes de verme, o incluso después? Estaba en un instituto, las cosas podían cambiar mucho en cuestión de minutos, de segundos si eras estudiante-. Sí, bien-me reafirmé, dándome ánimos y dándoselos a ella-. ¿Por qué?
-Porque tengo que ir a comprar.
Me detuve y la contemplé sin poder dar crédito, compuse la cara más pasmada que pude y solté:
-Mamá... no está tan bien.
Mis padres siempre iban a hacer la compra juntos: sólo en contadas ocasiones o bien mamá iba después de una bronca descomunal en la que había gritos tipo “eres un jodido egoísta, Louis” y portazos, y réplicas de “me cago en mi puta vida, Eri, estoy cansado, can-sa-do, ¿vale? Ya iremos mañana” y más gritos, y luchas por encontrar la intimidad para poder seguir gritándose; o bien papá tomaba la iniciativa, cogía las llaves del coche y bramaba que volvería enseguida, cuando ella le ponía mala cara o mostraba indicios de tener ganas de bronca. Solamente cuando había una movida de las gordas de por en medio, iba uno de los dos y el otro se quedaba en casa. En el resto de ocasiones, iban juntos y, mal que bien, conseguían realizar su trabajo con éxito. Papá empujaba el carrito de la compra mientras mamá correteaba de una estantería para otra, nota en mano, y estudiaba a fondo cada uno de los productos que se ofertaban. Meditaba sobre las ofertas, corría hacia las gangas, daba la vuelta al percatarse de que el producto que estaban buscando estaba en otro lugar (casi siempre ese lugar terminaba siendo el otro extremo de la tienda), mientras papá la perseguía como persigue al mar un río que acaba de nacer, cuyo cauce aún no está formado: sin pausa pero sin prisa. Cuando mamá le apremiaba, papá alzaba las manos y decía que, aunque ella se notara joven y fuerte, él ya tenía una edad, tenía casi cinco años más que ella, y eso se notaba, él lo notaba, y con eso bastaba.
Mamá ponía los ojos en blanco y volvía a lo suyo, cazando cosas muertas, persiguiendo objetos inmóviles, y quejándose por lo curioso que era que, en cuanto se trataba de comprar ropa o algo así, las cosas dieran la vuelta, y papá comprase de forma compulsiva pero estudiando cada milímetro de la tienda, mientras que ella daba vueltas en círculos, convencida de que lo que buscaba estaba por la zona en la que ella se encontraba (a pesar de que podía ser que nunca, jamás, hubiese entrado en la tienda en cuestión antes), y terminaba desesperándose porque no encontraba nunca lo que quería, sino sólo objetos “parecidos, no iguales, con diferencias pequeñas pero que marcan una gran diferencia” y quisiera irse, desalentada porque no había tenido éxito.
En eso yo me parecía a ella.
En lo de comprar comida, me parecía a papá. Siempre me mandaba a por una cosa, yo ponía los ojos en blanco, me separaba del carro, recibía un par de palmadas en la espalda de papá, que parecía conocer bien los entresijos de las órdenes de la mujer que había tenido a bien ponerme sobre ese mundo, y arrastraba los pies lejos de ellos, hasta que mamá decidía que le estaba tocando los huevos más de la cuenta, y bien o me daba un par de voces (aunque no le gustaba hacerlo, porque le recordaba a la abuela), o bien pasaba zumbando como un cohete a mi lado, y cuando volvía me lanzaba una mirada venenosa, sin importar que yo aún siguiera en mi ruta, pues una vez que se me ordenaba algo, yo me decidía a cumplirlo, pasara lo que pasase.
La mamá del presente suspiró, se apartó un mechón de pelo de la cara y olfateó el aire que manaba de la olla que estaba cocinando. Luego se dispuso a pelar unas patatas.
-Necesito ir a por comida.
-La solución es simple-repliqué yo sin darme tiempo a pensar, y, en cuanto abrí la boca, me arrepentí de haberlo hecho. Cerré los ojos con fuerza y recé para que no me preguntara. Pero lo hizo, porque era una mujer. Estaba en su genética querer tocarle los cojones al género masculino; no podían remediarlo, había que quererlas con aquellos pequeños desperfectos que las hacían aún mejores.
-¿Que es...?
Pegué el culo al horno que estaba bajo la encimera, y me crucé de brazos.
-No quieres obligarme a decírtela.
-Quiero oír cómo te refieres a que todavía me follo a tu padre-sonrió con malicia, con toda la malicia que sólo las mujeres podían tener. Abrí los ojos y la boca, escandalizado.
-¡¡Mamá!!-bramé, y ella soltó una risotada estridente que detuvo mis protestas en español e inglés-. ¡¿Cómo te atreves?! Jesus fucking christ! I'm your FUCKING SON, NO DEBERÍAS HABLAR CONMIGO DE ESTO, DIOS, LA IMAGEN MENTAL, LA MALDITA IMAGEN.
Cogí un paño de cocina y me lo sacudí en el pelo, intentando expulsar una imagen que luchaba por formarse en mi cabeza, y que yo trataba de detener, desesperado.
-Habla bien-se limitó a responder, quitándome el paño y anudándoselo rápidamente en las muñecas, tal y como había hecho cuando yo nací, y cuando lo hicieron mis hermanos, hasta que fueron lo bastante mayores como para comprender que, a veces, las cosas no salen como deseas y tú quieres desaparecer, pero alguien decide regalarte una segunda oportunidad para que vivas una vida que, ya de por sí, en sí misma, es el mejor de los regalos.
-Por eso creo en Dios-había dicho papá cuando mamá terminó su relato explicando quién y por qué había colocado esas cicatrices en su muñeca. Siempre recordaría la manera en que la miraba, prestando atención a cada una de sus palabras, que ella medía y sopesaba largamente antes de pronunciarlas, como si el mero hecho de hablar de lo que había sucedido lo hiciera más real y fuerte. Papá había jugado con su pelo, pero en sus ojos había un dolor infinito, inscrito en sus pupilas, que no le abandonó nunca, desde aquella noche en la que ella volvió a él, y aquel momento en el que descubrió sus muñecas cortadas, lo que había intentado hacer por él, porque le amaba demasiado.
Lo suficiente como para no soportar una existencia separados.
Le besó la sien, ella cerró los ojos, bajando unos párpados terminados en infinitas pestañas, y una leve sonrisa apareció en ella, que se divertía con la mera mención de un ente divino cuyas bases no se sustentaban, y, a su modo de ver, se destruía a sí mismo cada vez que alguien lo mencionaba.

-Y por eso yo creo en ti-replicó ella, besándolo en los labios, apartando ese dolor de los ojos de él.

7 comentarios:

  1. Es la cosa mas bonita que voi a leer en toda mi vida. En serio me encanta ese don que tienes de lograr meter un joder o un taco en una frase y que te quede una frase como decirlo?Jodidamente adorable? jajaja Erika me encantas sigue asi!@LauraTrashorras

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    1. JAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJA mi talento con los tacos es muy cuqui

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  2. Hola!! Nueva lectora me llamo @laura_mullingar y me gustaria saber si me podrias avisar para los capitulos, en serio me encanta tu forma de escribir. Es... es... ES AMOR pero no del artificial ese light que no sirve para nada y es todo agua si no que es AMOR PURO Y DURO.

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    1. Aw faltaría más amor, me alegra que te guste cómo escribo :)

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  3. Me encanta! Me han encantado cada una de las imagenes que he visto en el capitulo, en serio, maravilloso!

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  4. AAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHH QUE ME MUERO. No sé por qué pero este capítulo me ha parecido muy bonito, de verdad. Bueno, en realidad sí que sé el porqué... Escribes súper bien, de verdad te lo digo, es como que cada frase que escribes haces que suene a poesía y no, no exajero, tu forma de hablar de un tema y relacionarlo con otro, de escribir metáformas o comparaciones ME. PUTO. ENCANTA. Así de fino lo digo.

    Poooor otro lado, me ha encantado conocer un poco más a sus padres, ha sido muy asldljlskfjdk.


    Y MEGAAAN, OOOOH MEGAN, MADRE MÍA YA SÉ TU NOMBRE SOLO ME FALTA LA DIRECCIÓN PARA IR A POR TI POR DEJARLE ASÍ DE TONTITO A THOMAS.

    Yayyy, mañana seguiré con la lectura! Soy de las que leen poco a poco pero metiéndose a fondo en la historia así que lo más seguro es que cada día lea 2 o 3 capítulos JAJAKAKA. Me encanta que una novela me acompañe mucho tiempo, llámame rara.


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