miércoles, 26 de febrero de 2014

Tommy.

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 Seguimos cocinando en silencio, cada uno sumido en nuestros propios pensamientos. Me entristecía mucho la idea de que mamá podría no haberse dado ni cuenta de lo que acababa de hacer, pues seguramente lo tenía automatizado.
Yo había querido mucho, había amado, había sufrido y había hecho sufrir, pero nunca había llegado la extremo que ella había sobrepasado, saltando mucho más alto que la montaña más alta, sobreponiéndose a cosas que yo no había rozado ni con mi imaginación, tan atroces me parecían.
Suspiré, y ella me contempló un segundo.
-¿Estás bien, mi vida?
Me encogí de hombros.
-Sí, creo que sí-me limité a contestar, creyendo que no debía molestarla con tonterías del tamaño de las mías porque, al fin y al cabo, yo no me encontraba tan mal como lo había estado ella. No sentía la necesidad de desaparecer para siempre, aunque un rato... no estaría mal.
Sentí un nudo en la garganta, me la aclaré y dije, sin atreverme a mirarla, a pesar de que acababa de finalizar mi tarea:
-Mamá, ¿por qué las cosas buenas, las que mejor sientan, hacen tanto daño?
Se envaró y se giró a contemplarme. Echó mano inconscientemente de las muñecas, las rozó suavemente con la yema de los dedos, recogiendo el testigo de un dolor pasado, lacerante, que nunca iba a dejarla ir.
-Porque pasan a formar parte de nosotros, y nunca puedes dejar ir una parte de ti sin luchar-respondió sin pensar, con la velocidad de alguien que ha estudiado algo de memoria, que conoce el tema del que habla a la perfección y, lo más importante, lo ha hecho su modo de vida-. ¿Por qué?
Dejé caer los hombros, notando el peso del mundo en mí.
-He roto con Megan.
Mamá gimió visiblemente, exactamente igual que hacían el resto de mujeres cuando les enseñabas un cachorro de algún animal mono, o cuando veían una película en la que el protagonista masculino, cuyo cuerpo gritaba que era asiduo a ir al gimnasio, pero nunca aparecía realmente en plena acción (el dueño estaba demasiado ocupado alegrándole la vida a su amada como para preocuparse de tonterías del tipo cuidar los abdominales), y cuya mente y boca demostraban que el individuo en cuestión, a parte de un calzonazos de mucho cuidado, era adicto a novelas románticas y a citar a Shakespeare.
Incluso mi padre cumplía estos requisitos, y estaba seguro de que había sido por eso por lo que se lo habían rifado en el pasado.
-Pero no quiero hablar de ello-la corté rápidamente, seguro de que había que detener la pequeña piedra antes de que la nieve la rodeara y se convirtiera en un mastodonte del que se protegerían infinidad de pueblos a medida que rodaba ladera abajo de la montaña en la que me encontraba. Sentía que estaba escalando la pared de la montaña, no con demasiado esfuerzo, pero acusando la condenada pendiente, y alguien estaba preparándose para que, justo cuando llegara a la cima y comenzara a saborear el éxito al que iba a someterme, me empujara hacia abajo, al valle y su depresión correspondiente.
Ella asintió con la cabeza, levantando el cuchillo que acababa de coger sobre su cuerpo, sin ningún inconveniente. A mamá le encantaba hablar de estas cosas, pero sabía guardar las distancias cuando se lo pedías. Se le daba bien. Y tú no hacías más que agradecérselo.
Terminamos de cocinar escuchando la música, de vez en cuando el aleatorio, caprichoso enemigo de tu canción favorita, nos regalaba alguna de las canciones que habían sido las favoritas de mi madre en su tiempo.
-No-repliqué yo, alzando la cabeza y mirándola cuando escuché a Harry, mi tío Harry, que no era hermano de ninguno de mis padres, pero al que mi padre tenía por un hermano de sangre, guiar a una batería y marcarle el ritmo a toda la orquesta que iba a acompañarlo.
-Straight from the plane to a new hotel-canturreó mamá, moviendo las caderas y sonriendo a la pota, seduciéndola. Dejé lo que estaba haciendo y me acerqué a ella, que se echó a reír y me concedió ese baile. Le hice girar sobre sí misma y luego la pegué a mí, nos miramos a los ojos, pude ver el rastro fantasma de aquella adolescente loca que había sentido cada emoción hasta en el rincón más profundo de su alma, y supe que aún estaba allí, que la Eri de la que mi padre se había enamorado todavía podía dar mucha guerra.
-Haz lo de tu padre-me susurró al oído cuando se acercaba el estribillo, introducido además por el que tenía la voz más dulce de la banda.
-Tell me that I'm wrong, but I'll do what I please, way too many people in the Allison Lane, now I'm at the age and I know what I need...
-No voy a gemir-respondió mamá en el silencio que duró un segundo.
-Casi que te lo agradezco, mamá-contesté yo, y nos lanzamos a por el estribillo.
Terminamos la canción jadeando, cada uno se había separado y había hecho lo que le apetecía. Su moño se había deshecho, de modo que no tuvo inconveniente en dejar que su pelo cayera en cascada por su espalda, hasta que volvió a recogérselo rápidamente. Después, una vez finalizada su obra de peluquería, miró la hora.
-Voy a por tu hermana.
-¿Quieres que vaya yo?-me ofrecí; así tendría más tiempo para pensar en algo que hacer y darle más y más vueltas a cómo abordar el tema que papá había dejado caer, no demasiado sutilmente, en la sala de profesores. Había cosas que no encajaban. Sabía que mamá había estado a punto de ser famosa, pero había terminado por decidir que era mejor dar un paso atrás, pues con un artista en la familia ya había más que de sobra. Así, se fundió en el anonimato teórico en el que vivía, que se correspondía en realidad con la fama presente, alimentada tanto por la del pasado y por el apellido con el que se acostaba cada noche, que no coincidía con el que había nacido. Hay tanto a lo que papá pudo haberse referido, y tan poco tiempo para sopesar cada opción me dije a mí mismo, creyendo que un paseo hasta el colegio de mi hermana pequeña, Astrid, sería lo mejor.
Mamá, ajena a todo esto, se encogió de hombros.
-Vale, pero... llévate un paraguas.
Eso fue lo único que me dijo antes de girarse y seguir girando la pota que tanto trabajo le estaba dando. Yo asentí con la cabeza, cogí un abrigo, me calcé las primeras zapatillas que encontré, saqué un paraguas del paragüero y me lancé a la tarde lluviosa de las afueras de la capital de Inglaterra, y seguramente, como muchos decían, la capital del mundo.
Todavía no había mucho tráfico cuando salí hacia la aventura, de modo que pude llegar sin retrasarme al colegio de mi hermana. Justo estaba doblando la esquina cuando sonó el timbre, y las puertas se abrieron escupiendo una tromba de niños con risas estridentes que llenaron la calle en cuestión de segundos, escurriéndose por cada rincón, deseosos de contarle a sus madres qué era lo que habían aprendido esa mañana.
Astrid salió con su mochila de las Monster High, rosa y morada, botando a su espalda. Contempló indecisa la acera en la que seguramente mamá la esperara, reunida con el resto de madres que animaban a sus hijos a cruzar la calle para abrazarlos cuanto antes. No era peligroso; el tráfico era nulo.
Sorteando a los niños, que me pasaban incluso entre las piernas, llegué hasta mi hermana. Le toqué el hombro, y Astrid se volvió, clavándome sus ojos azules con tanta intensidad y curiosidad que un escalofrío me recorrió la espina dorsal. Le sonreí, y ella me devolvió la sonrisa, alzando sus pequeñas manos sobre sus hombros bañados en un castaño tan suave que, de hecho, era rubio.
-¡¡Tommy!!-bramó como si le fuera la vida en ello. Yo la levanté sin esfuerzo (una niña de 7 años y medio, casi 8, no era nada comparada conmigo) y la abracé. Ella me devolvió el abrazo, estrujándome la camiseta. Gracias a Dios, las nubes nos habían dado una tregua de su depresión acompañada de lágrimas dulces, de modo que no nos mojamos. Me estampó un sonoro beso en la mejilla, yo le soplé en la suya, ella se echó a reír y se limpió la mejilla con el dorso de la mano.
-¡Me has babao!-exclamó riéndose, negando con la cabeza, cambiándonos los papeles un segundo: yo era el pequeño, ella la mayor. Yo era el que se había vuelto loco y ella la que debía controlarme.
-Es “babeado”, pequeña-la corregí, dejándola en el suelo y volviendo a darle un beso-. ¿Quieres que te lleve la mochila?
Me contempló como quien contempla a un chalado.
-¡Soy mayor!-fue todo lo que contestó, alejándose muy digna. Yo la seguí despacio, sin apresurarme. En el primer paso de cebra, se detuvo y, acostumbrada y obediente, me tendió la mano. Entrelazó sus pequeños dedos con los míos, miró a ambos lados y se dispuso a cruzar, apretando nuestra unión, asegurándose de que yo no me iba a ningún sitio. No pensaba hacerlo.
Abrí la puerta de casa y Astrid entró como una tromba dentro, coreando una única palabra cuyas dos sílabas resultaban ser la misma, en la perorata típica de hasta el más extraño de los niños.
-¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!
Mamá salió de la cocina limpiándose las manos en un paño, y sonrió al ver a su pequeña.
-¡Princesita!
-¡Me ha traído Tommy!
-¡Impresionante!
-¡Y me ha dejado llevar mi mochila!
Mamá alzó una ceja, curiosa.
-Es mayor-me limité a contestar.
-Oh, ya lo creo, ¿verdad, preciosidad?
-¡Sí!
La cogió de la mano y la metió en la cocina. Le dio un par de cubiertos y le pidió que los colocara en su lugar. Íbamos a comer en la mesa de acero, la de la cocina, en la que había dejado yo las cosas cuando llegué a casa. Como la mesa era bastante más alta que la que utilizábamos normalmente, en la que Astrid solía colocar los cubiertos, la pequeña tenía serias dificultades para cumplir su misión, ya que casi no veía dónde estaba colocando las cosas.
-Tommy, ¿por qué no ayudas a tu hermana?-inquirió mamá, apagando el fuego y comprobando por enésima vez la hora. Obedecí, le quité los cubiertos y aguanté su pequeña rabieta, que mamá cortó incluso antes de que se convirtiera en algo serio, y, una vez terminé, la alcé y la senté en uno de los taburetes, cuyo respaldo era tan pequeño que no convertía a su ostentador en silla, pero que permitía que Astrid tuviera que ingeniárselas para caer.
Mis hermanos llegamos apenas terminamos de poner la mesa. Eleanor le dio un beso a mamá, Daniel hizo lo propio, y nuestra madre se quedó quieta, con las manos apoyadas en un extremo de la mesa, esperando a que viniera papá.
-Va a venir tarde-dijo Eleanor, sentándose y haciéndose una cola de caballo, idéntica a la de mi madre, y estudiando lo que íbamos a comer. La pulsera que mis padres le regalaron por su 16º cumpleaños tintineó al chocar contra los cubiertos. Astrid jugó con ella. Mamá asintió con la cabeza-. Dijo que no le esperásemos-añadió como si mi madre fuera tonta y necesitara esa confirmación.
Mamá tomó aire profundamente, lo soltó y cerró los ojos. Tragó saliva, movió la silla en la que iba a sentarse y devoró con la mirada cada uno de nuestros platos, calculando la cantidad exacta que necesitaríamos para hacer frente a un nuevo día con energía.
-Mamá, no quiero tanta lechuga-protestó Dan, negando con la cabeza y frunciendo el ceño. El marrón de sus ojos se escondió entre sus párpados. Mamá chistó.
-Vas a comerte toda la lechuga, Dan.
-Pero...
-¿Quieres quedarte sin natillas?
Negó con la cabeza, y mamá contuvo una sonrisa de autosuficiencia, del que sabe que ha ganado la batalla y que podrá ganar más. Dan jugueteó con la lechuga, cambiándola de posición, pinchándola y soltándola a voluntad. Mamá se sentó a su lado, y miró por el rabillo del ojo cómo mi hermano pequeño hacía bailar los vegetales de su plato. Eleanor dejó caer el tenedor sonoramente y negó con la cabeza.
-No quiero más.
-Dan, te juro por Dios-amenazó mamá, y Dan comenzó a llevarse la lechuga a la boca. Cuando mamá se giró para mirar a la mayor de mis hermanas pequeñas, me miró suplicante. Accedí con un gesto de la mano que nadie más observó y Dan, con una sonrisa agradecida llena de sinceridad, me tendió lo que había rechazado.
-Te he visto, Dan.
Dan bufó y recogió lo que me había dado encogiéndose de hombros. Yo le imité. Siempre intentábamos lo mismo, y nunca nos salíamos con la nuestra. Sólo cuando papá estaba a la mesa teníamos una mínima posibilidad, porque, aunque hubiera dos ojos vigilándonos, normalmente papá y mamá hablaban de cómo había sido su día, nosotros interveníamos a veces, y conseguíamos distraer a nuestra madre para ejecutar con éxito las operaciones de cambio de posición de las ensaladas.
-¿No vas a comer más, Eleanor?
Eleanor negó con la cabeza, frotándose la frente.
-¿Por qué?
Se encogió de hombros.
-No tengo hambre, eso es todo.
-¿Te encuentras mal?
Eleanor bufó, se tapó los ojos con la mano y volvió a encogerse de hombros.
-Estoy cansada.
-Vete a tumbarte a la cama, entonces. Luego te subo un caldo.
Mamá lo arreglaba todo con caldos. ¿Que estabas malo? Un caldo. ¿Que te aburrías? Tómate un caldo, no engorda demasiado, y te entretiene mientras lo soplas para que se enfríe. ¿Que necesitas dormir? Un buen caldo antes de ir a acostarte. ¿Que tienes frío? Un caldo. ¿Tienes calor? Otro caldo.
Y así sucesivamente.
Eleanor sonrió con timidez, recogió las cosas y se levantó de la mesa.
Mamá siguió controlando que no hiciéramos ninguna tontería con la comida, con ese talento de las madres de hacer dos cosas a la vez.
Escuchamos la puerta de la calle abrirse, y mamá no levantó la cabeza cuando entró papá, baló un amoroso y para nada informal “holaaaaaaaaaaaaaa” y se acercó a ver qué había ese día para comer.
Se acercó a su mujer, que seguía a lo suyo. Era su manera de castigarle por hacerla esperar.
-¿No me das un beso?
-Podré tragar la comida, por lo menos, ¿no?
Papá se echó a reír, nego con la cabeza y tiró delicadamente del mentón de su mujer hasta tener sus labios a una distancia cercana. La besó, y mamá sonrió, asegurándose de que ya había tragado y nada podía interrumpir ese tierno y corto beso, pero, aun así, sentido.
-¿Qué tal?
-Bah. Cansado. ¿Qué hay para comer?
Era una pregunta retórica para establecer un mínimo diálogo, pero a mamá no le importaba contestar. Le dijo qué habíamos comido y qué íbamos a comer, a lo que papá respondió con un asentimiento distraído, susurró que iba a subir a cambiarse, y luego volvería. Mamá se encogió de hombros, y siguió con la mirada a su marido cuando salió de la cocina y desapareció escaleras arriba, en dirección a las habitaciones. Suspiró.
Recogimos los platos cuando terminamos de comer, y papá bajó con una chaqueta vieja, de las típicas que podías utilizar de chándal, si querías, aunque no las habían hecho para eso. Astrid seguía concentrada con su comida, él le revolvió el pelo y consiguió que la pequeña levantara la vista y sonriera cálidamente. Le dio un beso en la mejilla.
-¿Cómo estás, pequeña?
-Bien-baló la cría, asintiendo con la cabeza.
No se me escapó en ningún momento que papá no me miraba, fingiendo que yo no estaba allí. Se sentó a la mesa, en el hueco libre que había dejado Eleanor, y se dispuso a comer.
Daniel y yo nos levantamos cuando terminamos de tomar el postre mientras mamá se quedaba con el recién llegado y la pequeña de la casa que, no contenta con ser la que más trabajo daba y la que más tiempo monopolizaba el mando de la televisión cuando se le permitía o cogía los juguetes y no dejaba de hacer ruido, había decidido que ese día no tenía hambre.
-Creo que van a venir Zayn y su mujer por la tarde-dijo papá, encogiéndose de hombros. Levantó la cabeza y clavó los ojos en mi espalda. Literalmente, noté su mirada ardiente entre mis omóplatos. Y me llamó-. Tommy. Ven.
Mamá suspiró, se deshizo el moño y volvió a hacérselo.
-¿Te dijeron a qué hora?
-Luego voy a llamarles para confirmarlo-replicó papá.
-¿Qué pasa?-dije yo, harto del jueguecito de tenerme allí esperando.
-Siéntate. Quiero hablar contigo.
-¿Ah, sí?-contestó mamá.
Papá asintió con la cabeza.
-Impresionante-murmuró ella en su idioma materno, apartando la vista y alzando los ojos al cielo un segundo-. Cuando quieras el postre sólo tienes que decírmelo.
-O también lo puedo coger yo.
Mamá se encogió de hombros, se levantó y comenzó a fregar los platos. Astrid arrastró una silla hasta el fregadero, se subió a ella y se preparó para ayudar a mamá a secarlos. Ella le sonrió con ternura.
-Bueno, habla-animé, sentándome en el extremo contrario de la mesa en el que él estaba.
-Déjame al menos comer tranquilo, chico-respondió, masticando con parsimonia. Suspiré, asentí y, como vi que aquello iba para largo, cogí la mochila para hacer unos deberes. Estaría bien calmar a la bestia un rato.
Me había dado tiempo a terminar mis deberes de física (que, para mi sorpresa, se reducían a sólo un par de ejercicios, lo que demostraba la teoría de mi clase de que la profesora follaba cada miércoles por la tarde, así que los jueves era mucho más generosa) y estaba empezando los de matemáticas cuando papá terminó con su yogur.
-Astrid, vete a jugar un rato-le dijo a su hija más pequeña. Ella obedeció, o lo intentó, porque alzó los brazos para que la ayudaran a bajar; no se atrevía a hacerlo sola. La última vez que lo intentó se había volcado la silla con ella encima y se había dado una hostia curiosa.
La pequeña desapareció con su cabellera rubia brillando al sol, corriendo hacia Daniel, que le llevaba varios minutos de diversión de ventaja.
-¿Voy a tener que tomar parte en la conversación?-inquirió mamá-, ¿o mejor me voy también?
Papá negó con la cabeza. Ella se secó las manos y se sentó al lado de su marido. Oh, muchas gracias, mamá quise decirle, agradecerle el apoyo moral que me brindaba en esos momentos de necesidad.
-Creo que ya sabes de qué va a ser la charla.
Asentí despacio. De lo mismo que había sido por la mañana, antes de largarme del instituto. De mis pocas ganas de vivir la vida del estudiante, tan intrépida que cualquiera que se lanzaba de cabeza hacia ella terminaba abriéndose el cráneo de puro aburrimiento.
-Hemos estado hablando-murmuró mamá, mirándonos a ambos alternativamente, y pude ver en sus ojos cómo una parte de su cerebro nos comparaba a mí y al Louis que había conocido hacía ya muchísimos años (¿casi 20? Era probable), registrando cada parecido y acusando cada diferencia-, y, Tommy, estamos preocupados por lo que estás haciendo con tu vida.
Suspiré, mis hombros se hundieron, al igual que mi vista.
-No estoy seguro de querer la vida que hasta hace poco me convencía.
-No puedes tirar la toalla así como así, Tommy.
-Y mucho menos con la memoria que tienes, y con lo fácil que te resulta estudiar.
Volví a hundir los hombros.
-Es que... no me atrae nada. Es por eso por lo que no consigo concentrarme y por lo que falto a clases. Todo me... aburre. Muchísimo. No quiero sonar pedante, pero es que es así. No me apetece hacer nada porque estoy desmotivado.
-¿Y qué tendríamos que hacer para que volvieras a motivarte como antes?
-Ni siquiera yo lo sé, mamá.
-Pues estaría bien que lo supieras rápido-espetó papá, y mamá le posó la mano en el brazo, acallándolo-. Escucha, Thomas: no voy a permitir que tires tu vida por la borda por una depresión que te ha dado de repente, sin ninguna razón, y que parece estar monopolizándote. Tú eres más que tus sentimientos y tus circunstancias, ¿sabes?
Me tragué el nudo de la garganta que amenazaba con quemármela y asentí despacio. Mamá se levantó y me acarició los hombros.
-Sé lo que se siente-me susurró al oído, y sus ojos se clavaron en los de mi padre un par de segundos. Papá comprendió, pero su semblante permaneció imperturbable. Su enfado presente era mayor que los remordimientos del pasado-. Lo sé muy bien-en mis mente se reprodujeron unas imágenes fantasmales de mi madre encerrada a oscuras en una habitación cubierta de azulejos blancos que reflejaban todas y cada una de las gotas de sangre que ella se había extraído de su cuerpo. Se me revolvieron las entrañas-. Pero se acabará. Y tú mientras tanto tienes que mantenerte fuerte, permanecer luchando. Algún día el viento amainará y las cosas volverán a su sitio. Te lo prometo. Siempre vuelven, Tommy.
Papá iba a añadir algo más, pero el sonido del teléfono fue más rápido. En el silencio que siguió a las palabras de mi madre, surgieron una serie de puñaladas que terminaron con el aura tétrica de la charla que estábamos teniendo. Mamá se excusó un segundo, y, acariciándome la nuca, se volvió al teléfono. Contestó, sonrió, saludó a Harry, escuchó un momento y luego le tendió el teléfono a papá.
Mi padre se levantó, fue hasta ella, saludó a su amigo y compañero de banda, y escuchó con el ceño fruncido qué era lo que había hecho que mi “tío” le llamara a horas tan tempranas en Nueva York.
-Espera un segundo, Harold-gruñó papá, llamando a Harry por aquel nombre que nadie más que los integrantes del grupo utilizaban. Tapó el auricular y se volvió hacia mí-. Ya hablaremos otro día-comentó, haciendo un gesto para que me fuera. Yo salí a toda prisa, sin preocuparme siquiera de que había abandonado la mochila encima de la mesa, así que no podría hacer los deberes, y me ganaría una buena bronca.

Y es que la verdad era que las cosas no eran para menos. En mi casa las cosas estaban a punto de cambiar a un ritmo tan drástico como incendiario.

3 comentarios:

  1. Me encanta!! Dios mio es que realmente tienes una mente privilegiada para esto, se te da genial!!
    PD: el primer libro que publiquen tuyo me voy a lanzar como las viejas en las rebajas a comprarlo ;) @LauraTrashorras

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    1. ¿En las rebajas? No, mujer, vete nada más sacarlo. Estaría bien vender un ejemplar... en el caso de que escribiera uno JAJAJAJA

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  2. YAAAYYY. Me ha gustado mucho, y su hermanita Astrid me parece super adoraaaaable :3

    Por lo que se ve, las cosas van a comenzar a ponerse intensssssassss, qué ganas de saber lo que va a pasar !!!!


    PD: Siento no haberte comentado ayer, ya que me propuse como mínimo un capítulo por día pero es que cuando leo suele ser por la noche tirando madrugada y ayer me fui a dormir muy pronto y no pudo ser ��.


    Tengo muchas ganas de saberrr qué es lo que está pasando con Harryyyyy!!

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