sábado, 25 de octubre de 2014

Nerón.

-Otra vez-ordenó Perk, levantándose de un brinco y volviendo a coger la barra de metal que nos habían entregado los ángeles. Yo sonreí, caminando en círculos a su alrededor cual león en torno a la gacela a la que acaba de cazar y de dejar coja. Le tendí la barra para ayudarlo a levantarse, pero él la rechazó de un manotazo y se incorporó con un brinco, no demasiado elegante, pero sí muy eficiente. Se limpió la suciedad de los pantalones y caminó hacia el otro extremo del círculo, una arena muy similar a la que nos había juntado por primera vez, con suelo de hormigón y gradas en torno a ella.
Mientras él se encaminaba a recoger el arma que nos habían proporcionado los ángeles, semanas después de hacer las comprobaciones pertinentes para constatar que no éramos peligrosos, yo me volví para observar a Louis, sentado con las piernas separadas y los codos apoyados en las rodillas, que nos estudiaba con el ceño fruncido, negándose a dejar entrever muchos más de sus pensamientos. Angelica lo acompañaba, sentada unas filas por detrás, con las piernas y los brazos cruzados, un dedo tamborileando en su antebrazo con aburrimiento. En cuanto le presentabas la ocasión, ella misma extendía las alas y se dejaba caer, literalmente, en la arena para presentar un poco de batalla y darle emoción al asunto.
El resto de ángeles que nos ayudarían a dar el golpe que, con suerte, cambiaría el curso de la historia de esa ciudad, devolviéndolo a donde nunca debería haber salido, se repartían por los pasillos, caminando de un lado a otro como si estuvieran esperando a que mamá leona les llevara la comida a los pequeños cachorros dorados que representaban.
Angelica se volvió para mirarlos, y Louis notó su movimiento, pues movió un poco la cabeza, lo justo para echar un vistazo por encima del hombro y comprobar que no le estaba apuntando con ninguna pistola y que su vida no corría peligro.
Escuché el golpe que venía hacia mí antes incluso de percatarme de que el viento silbaba al cortarlo el cuchillo redondeado que ella aquella barra. Me dio en pleno costado, cegándome por un momento con el latigazo de dolor estrellado que se apoderó de mí. Ni siquiera pude gritar, sólo exhalé un triste “ugh” y caí al suelo de rodillas. Levanté la cabeza y miré a Perk, que se regocijaba de mi sufrimiento. Me encañonó con la barra.
-Mantén siempre la cabeza en la pelea.
Me recordó tanto a cómo me hablaba Puck, a sus consejos susurrados en mi oído a kilómetros de distancia, y a las palabras que había usado en mis entrenamientos al aire libre, sin importar la lluvia o las temperaturas invernales que azotaban con impasividad la ciudad, que quise gritar. Apoyé las manos en el suelo y luché por recuperar el aire, después de levantar un dedo, pidiendo una tregua que no me darían en otra situación. Escuché sus pasos retirándose mientras por mis ojos deslizaban cientos de imágenes.
Angelica abandonando la habitación después de hacerme sabe que, en realidad, no era la mala de la película, la representación más alta y perfecta de la malicia que yo me iba a encontrar a lo largo del desarrollo de la historia.
La cara de Louis cuando volvió a casa, después de hablar con Taylor, y enterarse de que Angelica sabía de sus planes. No le había contado nada, y lo había llevado todo en el más absoluto de los secretos... o eso creía.
La primera reunión que tuve en el nido de traidores, con el puñado de ángeles que ahora no me quitaban ojo de encima, y que cuidaban de que nadie nos hiciese daño, ni a mí ni a Perk, cuando nuestros ángeles de la guarda estuvieran con nosotros.
Blueberry contemplándome en el comedor de mi Base, cuando no me habían secuestrado nunca en mi vida, y pidiéndome que le prometiera que la llevaría algún día al Cristal.
La cara de Blondie en los conductos de ventilación del Cristal, cuando tuvimos que separarnos y acabamos encontrándonos frente a frente, pistola a pistola, listas para disparar.
La sala de hospital donde me habían quitado las cicatrices de la caída patrocinada por Angelica.
Las fotos de la infancia de Louis.
La pequeña Gwen volando arrastrada y echándose a llorar por el dolor que les producía todo aquello a los de su grupo.
Louis besándome aquella primera vez, en aquellas oficinas.
Y la reunión donde los demás ángeles decidieron que Perk y yo éramos la única esperanza (qué irónico, ¿no? La única esperanza de los pájaros eran las ratas, los saltamontes; ellos serían sus únicos salvadores cuando llegase la hora de la verdad). La larga e intensa conversación de Louis con los demás, contándoles cada detalle de un plan que llevaba tejiendo prácticamente desde que levantó el vuelo y descubrió que llevar alas a la espalda era sinónimo de tener un par de volcanes que vomitaban lava sobre tu piel en el momento en que levantabas los pies del suelo; las conversaciones que mantenía con mi ex novio y las exigencias constantes de éste por verme, saber que estaba bien y que no se trataba de un farol.
Todavía se me formaba un nudo en el estómago al ver marchar a Louis, saltando de las ventanas de su habitación, y abriendo las alas justo cuando yo creía que había decidido suicidarse. Ver cómo se hacía más y más pequeño a medida que se alejaba, y yo sólo poder esperar.
Esperar, y entrenarme, pero con unos métodos que no estaban preparaos para mí.
Mi cabeza ya no iba tan bien como antes, porque los dolores que experimentaba ya no se repartían entre ilusiones y verdad: ahora siempre era físico, duradero, y mi cuerpo había aprendido a reaccionar con una cautela que acabaría por matarme justo cuando más necesitase yo vivir.
A efectos de conocimiento de mis captores, yo sólo corría. Y nunca lo hacía con Perk. Íbamos a correr a horas distintas, paseándonos a la mayor velocidad que nuestras piernas me permitieran, por esa réplica de la ciudad a la que terminamos llamando “La Canica”, porque incluía al Cristal entre sus edificios, pero no lo equiparaba en tamaño (como es natural) ni en majestuosidad.
Por ende, no podía hacer mucho más que practicar saltos, carreras y demás situaciones que no me resultarían problemáticas. El problema llegaría cuando apareciese en el campo de batalla, aún sin determinar, y tuviera que enfrentarme a la auténtica acción: policías armados, falsos runners que había entrenado el Gobierno pero a los que no conseguían preparar lo suficiente (se negaban a mandarlos a correr por encima de los edificios, y ése era el único entrenamiento válido y que mereciese la pena), y los ángeles que no se pusieran de parte de su rey sin corona. No eran muchos, ni serían poderosos, pues la mayoría estarían ocupados esquivando balas y tratando de librarse del batallón de runners que se abalanzaría sobre ellos a la mínima oportunidad, pero, aun así, no iba a arriesgarme. Debía seguir peleando, y hacerlo con alguien que pudiera contrarrestarme bien, y ninguno de mis guardianes en el territorio enemigo era capaz de moverse a mi velocidad, pues sus alas les robaban la agilidad terrenal a cambio de otorgársela en el aire.
Así pues, Perk y yo nos dábamos de hostias prácticamente cada día. Nos escabullíamos con nuestros ángeles guardianes, o a veces sin ellos, y nos peleábamos hasta casi hacernos sangrar. Casi, porque en realidad parábamos en cuanto uno se quedaba sin aliento o un cardenal más feo de lo normal hacía acto de presencia en alguno de nuestros cuerpos. Jamás podía ser en una zona que se viera durante las carreras, de manera que precisamente lo más frágil era lo que más terminaba sufriendo.
Estaba casi segura de que tenía alguna costilla rota, pero nadie podía solucionar esto. No podía ir a que me curaran, porque, ¿cómo justificar que me había roto una costilla si no me había caído durante los entrenamientos? Ponía muchísimo cuidado en ser precavida cuando corría, sabiendo que había muchos ojos puestos en mí, ojos que estudiarían hasta el más mínimo de mis movimientos e intentarían crear un patrón de comportamiento de runners en emergencias. Y yo no iba a arriesgar la vida de nadie por mi propio bienestar.
No lo haría en situaciones normales, no hablemos ya de no habiendo sido corrompida tiempo atrás. Aunque luego esa corrupción me hubiera llevado a una causa aún más noble.
Y lo mismo podía decirse de Perk.
-¿Kat?-de su voz ya no manaba aquel tono distante, frío, de quien está peleando y quien hará lo que sea por mandarte a casa de una patada en el culo. Sacudí la cabeza; aún no sé si era que me estaba negando a continuar, o que le estaba negando al dolor el poder que tenía sobre mí.
Simplemente era un “no”.
-¿Cyn?-inquirió mi ángel de la guarda, y algo en mí se encendió. Supe que podría seguir luchando, porque Cyntia no había muerto, a pesar de lo que muchas veces pensara. Por mucho que me llamasen “runner” de manera despectiva, seguía siendo una persona. Los ángeles también eran personas. Eran hijos, sobrinos, nietos... hermanos.
Y tenía algo que hacer.
Agarré mi barra y ejecuté un barrido limpio y rápido que pilló desprevenido a Perk. Intentó saltar, pero fue tarde; un horroroso chasquido hizo que perdiese el equilibrio y cayera al suelo mientras yo me levantaba con los pulmones incendiados. Me incliné hacia él: mi trenza, con algunos mechones anudados, pero por lo demás perfectamente disciplinada, le rozó la cara.
-No hay misericordia-murmuré, y Perk, a pesar de que seguramente le hubiese destrozado el tobillo del leñazo, sonrió. Me tendió la mano, y yo se la cogí.
-Esto ha sido todo por hoy-dijo, haciendo fuerza para levantarse. Su brazo se hinchó tanto que me extrañó que no reventara.
Nos volvimos hacia nuestros espectadores, cuyas carreras se habían detenido, y, cogidos de la mano, ejecutamos una reverencia al más puro estilo circense, tal y como se veía en las películas que nos permitíamos ver, de vez en cuando, en la Base.
Los ángeles se echaron a reír. Todos menos Angelica, que dejó que un amago de sonrisa le iluminara el rostro, y Louis, que siguió con su expresión meditabunda durante todo el día.
Una vez solos, dejó que me metiera en la ducha y me examinara los moratones. Sí, cada vez tenía más: me parecía a una puñetera vaca de manchas púrpura. El agua caliente parecía cebarse con ellos, de modo que pasé al modo Océano Polar Ártico, apretando los dientes para no chillar.
Esperaba que la batalla se celebrase cerca del río, porque si conseguía tirarme con algún ángel al agua, la voz cantante la llevaría yo a partir de entonces.
El Gobierno no había conseguido aún unos ángeles con plumas de cisne que les permitieran levantar el vuelo desde el agua, cosa que Angelica habría celebrado de no ser porque le sería extremadamente útil. Ya que era medio cisne, ¿por qué no ser medio cisne al completo?
-Algo te preocupa-le dije a Louis cuando salí de la ducha, cepillándome el pelo.
-Algo lleva preocupándome desde el día en que nací.
Puse los ojos en blanco.
-Algo más.
-Han terminado de descifrar los planos que robaste.
Quise corregirle, decirle que los habíamos robado juntos, pero bastantes cosas tenía ya en la cabeza como para encima recordarle que él había participado en el proyecto Llenemos (aún más) de experimentos genéticos el cielo de nuestra bella y libre ciudad.
-¿Cuánto tiempo tardarán en empezar a experimentar?
-Aún tienen que encontrar la manera de reproducir las células, pero, dada la facilidad con la que entraste aquí, no me sorprendería un mierda que ahora mismo una coalición estuviese dentro y sacando alas de los laboratorios sin que nosotros nos enterásemos.
-Habéis aumentado la seguridad.
-Sí.
En realidad, no le había hecho una pregunta, pero lo vi tan nervioso que decidí no corregirlo.
-¿Y?
-Seguís siendo más listos.
Abrí los brazos.
-Vaya, gracias.
Él sacudió la cabeza, pasándose una mano por el pelo.
-Tenemos un mes como mucho, Cyntia. Wolf no está seguro, porque no está dentro de la comisión que lleva todo eso, pero dice que la euforia va creciendo a cada minuto que pasa. Ya hay runners ofreciéndose voluntarios para que les pongan las alas y prueben con sus espaldas, aun sabiendo que es bastante probable que no sobrevivan.
Eso me produjo un escalofrío. Se suponía que nos entrenaban precisamente para aborrecer a los ángeles, y la velocidad con la que los míos cambiaban de opinión (según había podido comprobar en mis propias carnes) era tan chocante como tirarte a una piscina de agua helada en un día en que el calor fuese insoportable.
Casi podía sentir la sangre coagulada de mis cardenales protestando de puro terror.
-No podemos dejar que empiecen a suicidarse por amor al arte. Todos y cada uno son necesarios y muy valiosos-medité, acariciando el borde de mármol de la barra americana. Él asintió.
-Ya habrá bastantes bajas en la pelea, como para que encima tengan que ir sacrificándose alegremente.
-¿Wolf te ha dado alguna fecha?
-No quiero que empiecen a desarrollar las alas, Cyn. Si las desarrollan, o las roban, ya nada podrá pararlos.
-¿Te ha dado una fecha o no?
-Hay rumores. No te van a gustar.
-Me han llamado traidora; eso es lo peor que he escuchado en mi vida.
-Se habla de dos semanas.
Vale, tenía razón. No me gustaba lo que acababa de oír.
Dos semanas en un rumor significaban en realidad una semana en la vida real. Así funcionábamos en todas las Bases, sin importar la Sección a la que perteneciéramos: los demás runners sabían que se avecinaba algo, y estaban alertas desde el instante en que escuchaban el rumor. No importaba si se hablaba de que en un año se fuera a hacer tal cosa: si la oías el 2 de enero, el 2 de enero ya estabas a la expectativa, preparado para ayudar.
Nuestros rumores eran así: amenazas que se lanzaban al viento para que la víctima se asustara, y luego se enajenara, creyendo que tenía una oportunidad de vencer, porque se prepararía... pero sólo haría que su caída fuese aún más rápida. La gente enfadada comete errores. Y nosotros bebíamos de esos errores cuales manantiales del agua de lluvia.
Taylor me lo advertía a través de Louis sin decirle a Louis cuál era la advertencia real: el peligro era inminente, debía estar preparada para salir disparada y volver a luchar en mis filas, con los míos, y destruir ya a todos los ángeles que fueran con el Gobierno. Sin ellos, tendríamos más oportunidades de prenderle fuego a aquella ciudad y tocar la lira mientras ésta era pasto de las llamas, como aquel emperador de la época antigua, cuyo nombre se negaba a acudir a mi cerebro.
Taylor me estaba diciendo que me preparase ya para pelear. Que curase mis heridas, que no me hiciese ninguna nueva, que entrenase mis piernas todo lo que pudiera y que fuese tanto como me fuera posible a campos de tiro, porque disparar y acertar me salvaría de aquel y de muchos apuros más.
Porque en dos semanas la Revolución ya habría empezado. Y la jodida corría deprisa.

O te subías al tren, o te arrollaba. No había términos medios.

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