Me reprendí
internamente a mí misma por no haberme dado cuenta de que, si él se
iba, yo me quedaría encerrada en la habitación hasta que regresase.
Y seguramente
aquello fuera más pronto que tarde, ya que Taylor no se iba dejar
cazar tan rápidamente.
Louis tendría una
oportunidad con él, pero, en el caso de ser Wolf, el elitista runner
que rastreaba como poca gente lo hacía y era rápido y eficaz como
los lobos de los antiguos bosques, mi ángel de la guarda no tendría
ni una sola oportunidad. Acabaría con él, en el mejor de los casos.
Ni las alas
resultarían una ventaja contra las carreras rápidas, certeras y de
quiebros ágiles que caracterizaban a mi ex novio.
¿Ex?, me
pregunté a mí misma. La realidad era que llevaba mucho tiempo sin
considerarlo nada cercano a mí; nada que no fuera profesional, por
supuesto. Pero una cosa era creer que estabas atrapada en un bache
(porque aquello era un bache, ¿no?) que tarde o temprano acabaría
con la relación que te traías entre manos, y otra muy diferente era
sentarte con esa persona y hacerle entender que los lazos que antes
os ataban habían sido recortados con dureza.
Dejé que las yemas
de mis dedos se posaran suavemente en la ventana, como si el más
mínimo contacto fuera a hacer que esta se rompiera en mil pedazos y
me precipitara al vacío, un vacío que no deseaba tanto como lo
había llegado a hacer durante mi encierro.
Habían sido días
duros, semanas confusas, sí, pero todo se hacía más llevadero
cuando tenías alguien en quien confiabas a tu lado.
La cosa cambiaba
cuando ese alguien saltaba por la ventana, desplegaba las alas y
echaba a volar en una búsqueda cuya duración desconocías, pero de
la que estabas segura de que te terminarías desesperando.
Entonces, la cárcel
volvía a ser la cárcel, la soledad volvía a hacerte sentir sola, y
tu mente era la única que llenaba la estancia con sus comentarios,
decidiendo qué hacer, cómo, cuándo, dónde.
Las razones nunca
había que entregarlas; ese envío era un encargo expreso del
corazón, que no se quería involucrar en absoluto en los demás
asuntos.
Mi aliento formaba
nubes de vapor en la ventana, y alrededor de mis dedos se extendía
una finísima capa de vaho, resultado de la magia que manaba de mi
interior. Esa magia era tan sencilla como el calor corporal, pero no
sabes lo útil que puede ser echar humo por la boca cual dragón o
ser capaz de calentar algo cuando por las noches hiela y durante el
día los edificios reflejan el sol, multiplicando su poder con cada
pequeña ventana.
Hacía poco que él
había desaparecido en aquella maraña de edificios, coches, ángeles
y azul celeste, pero yo ya lo echaba de menos.
Comprendí en ese
instante que tenía un ligero atisbo de libertad, un espejismo en el
desierto del oasis más perfecto y hermoso que podías soñar jamás,
y ese oasis era antropomórfico y alado.
Nada de correr, ni
siquiera caminar más allá de aquellos muros. Nada de asomarme a la
ventana ni subir a la azotea para conseguir un poco de aire fresco.
Tocaba tumbarse en el sofá, odiarme a mí misma por el tono que
tanto me había costado alcanzar y tan rápido estaba perdiendo, y
autocompadecerme por pasar a formar parte de la gran masa cuyo único
objetivo en la vida era llegar a casa después del trabajo y comerse
con patatas y alguna que otra bebida las patrañas que el Gobierno le
tenía preparadas, con guiones impecables y de todos los tipos, para
no aburrir a sus fieles corderos mientras se acercaban al corral para
que los esquilaran... o los convirtieran en filetes.
Arrastré mi alma
entristecida hasta nuestra habitación (no sabía si podía
considerarla mía también, pero, dado que dormíamos allí, en la
misma cama, sobre el mismo colchón y bajo las mismas sábanas,
decidí considerar que la compartíamos y que, por tanto, era de
ambos), y me acurruqué un rato sobre las mantas, embarulladas
en un lado de la cama. Claro, ni siquiera había tenido tiempo de
hacerla; se había largado corriendo en cuanto yo se lo pedí.
Después de
estudiar minuciosamente los cuadros que adornaban la habitación,
como si las vistas no fueran ya de por sí espectáculo suficiente,
me propuse encontrar algo que me diera más información sobre mi
ángel de la guarda. Cualquier cosa: desde redacciones que hubiera
tenido que hacer en el colegio (¿realmente habrá ido al
colegio?), vídeos de sus primeros entrenamientos, porque los
primeros pasos ya estaban demasiado vistos, discos que hubiera
escuchado, libros que hubiera leído, o algún ordenador en el que
registrara cualquier tipo de cosa, por pequeña que fuera.
Aunque la ropa no
parecía una fuente demasiado fiable y poderosa de información, me
obligué a probar y mirar dentro de los armarios.
Cabe destacar que
no me esperaba una pequeña caja de cartón, lo más discreta posible
(créeme, había visto cosas mucho más llamativas en la Base, cosas
que pasaban desapercibidas a la mayoría de personas, pero no a las
que estaban entrenadas para ver, no mirar), apartada en una esquina,
con aires de temer la luz que surgía de las ventanas.
Me agaché para
recogerla con el mayor de los cuidados y, una vez en mis manos, la
sostuve un segundo en alto. Parecía ser que me había acordado de
repente de que podía ver a través de los objetos con una especie de
don que teníamos los runners, que hacía a nuestros ojos más
especiales, si los acercaba lo suficiente a mis globos oculares.
Por supuesto, todas
las gilipolleces que se me ocurrían para explicar el por qué de
esto o aquello no bastaban para resumir el hecho de que, cuanto menos
tiempo hubiera pasado corriendo, más gilipollas terminaba
sintiéndome.
Deslicé los dedos
temblorosos por la caja, temiendo que, al abrirla, los males
contenidos en ella se distribuyeran por el mundo, como ya habían
hecho miles de años antes, en teoría, cuando una tal Pandora
desobedeció y decidió explorar el contenido de algo que estaba
guardando.
Lo que allí estaba
escondido, refugiándose del exterior y negándose a asomar la
cabeza, no habría hecho ningún mal en el mundo normal y corriente,
en el mundo estricto. Sin embargo, en un mundo más pequeño y
personal, en un microcosmos contenido dentro de un macrocosmos
superior, sí que tenía ciertos efectos.
Como el que el
temblor de mis manos aumentara al descubrir que se trataban de
fotografías. Fotografías impresas, con el papel típico que había
dejado de usarse hacía más tiempo del que yo llevaba en aquella
dimensión. Fotografías ligeramente desteñidas, fotografías con
los bordes desgastados y con ligeros arañazos que, sospeché, se
debían al uso y a caricias de dedos en ocasiones no muy gentiles.
Pero eran, al fin y
al cabo, fotografías impresas, de aquellas que se habían extinguido
al mismo tiempo que las religiones, cuando se dejaron de realizar
actos de fe, porque era preferible que una cámara te vigilara las 24
horas del día.
Habían formado un
grupo homogéneo tiempo atrás, pero mi secuestro las había
convertido en un grupo revuelto, asustado. Las ordené antes de
recogerlas y estudiarlas con el ceño fruncido, esperando planos,
colecciones de la construcción de algunos de los edificios más
emblemáticos de la ciudad. Desde luego, no esperaba encontrarme que
el protagonista fuera un chiquillo de ojos claros, pelo de chocolate
enmarañado y alas en la espalda.
Fueron las alas las
que me robaron definitivamente el aliento, que ya se había visto
mermado por la visión de aquel pequeñín de mirada dulce. Pasé las
diapositivas en una presentación manual con el corazón en un puño
y un nudo en la garganta que hacía muy difícil que mis pulmones
cumplieran su objetivo.
Louis de pequeño,
con cinco o seis años, caminando por la ciudad (¿sería la réplica
que tenían los ángeles dentro de su Central, o sería la
verdadera?), de la mano de una muchacha.
Louis de bebé con
su familia y las alas a ambos lados de su cuerpo dormido, reposando
inertes en su cuna.
Louis con el que,
estimé, era su padre, sentados en una mesa.
Louis con un par de
niños, chico y chica. El chico tenía la piel oscura, y pequeños
rizos negros le poblaban la cabeza. La chica era de piel más clara,
más incluso que la mía antes de comenzar a correr (los reflejos de
la luz del sol en las ventanas hacían estragos en la piel de todos y
cada uno de los míos), y estudiaba unos cubos con los que estaban
jugando los tres chiquillos. Los chicos, por el contrario, se
mostraban más aburridos por éstos, ya que tenían la cabeza vuelta
directamente hacia el objetivo y te taladraban con la mirada.
No hace falta
destacar que sólo uno de los tres pequeños tenía alas en la
espalda.
Pasé otra hoja, y
me encontré con los mismos tres niños, pero más crecidos; allí
tendrían 11 o 12 años; 13 a lo sumo. Estaban sentados con las
piernas colgando del borde de un edificio. En esta ocasión, el uno
que destacaba sobre los dos era el muchacho de rizos negros.
No tenía alas, mientras que la chica ya las lucía orgullosa. En la
expresión de mi ángel de la guarda había un deje de tristeza que
se debía probablemente a la emoción de su compañera y amiga.
Antes de pararme a
observar con más detenimiento cada detalle de la fotografía (estaba
segura que se había tomado en algún edificio auténtico), la puerta
de la habitación se abrió.
Recogí las fotos
en un montón equiparado y las metí dentro de la caja. Me apresuré
a ponerle la tapa y me dirigí hacia la puerta, deseosa de
preguntarle a Louis por aquel pequeño descubrimiento.
No fue hasta cuando
vi a Angelica en la puerta, con expresión malhumorada, que caí en
la cuenta de que Louis casi nunca utilizaba la puerta para entrar en
su habitación; mucho menos si venía volando.
Toda mi emoción
por haber ahondado en el futuro de mi chico (porque ya le podía
considerar eso, ¿no? Nos acostábamos y todo lo demás) se heló
bajo los glaciares que tenía en la cara la mujer, que me miraba con
expresión de puro fastidio. Se puso las manos en las caderas, los
brazos en jarra, y espetó:
-¿Qué hacías
ahí?
-Dormir-mentí, y
no pude evitar hacer una mueca por lo mal que lo había hecho. Ni
siquiera estaba despeinada.
Angelica no se lo
tragó, evidentemente. Hacía tiempo que las rubias habían dejado de
ser tontas y, para colmo, los ángeles recibían un entrenamiento y
selección especiales, con lo que era más complicado encontrar a una
rubia subnormal entre sus filas. Y fue precisamente ese
entrenamiento, combinado con la inteligencia que se le presumía a la
chica, lo que hizo que atravesara la habitación como un bólido, con
sus alas de cisne excesivamente grandes persiguiéndola como la capa
de un mago, y me empujó a un lado para entrar en ella.
Sus ojos se
detuvieron en los puntos más importantes: ventanas, puertas,
armarios. No había nada fuera de lo común, por lo que frunció el
ceño y me miró, preguntando sin palabras “¿qué escondes?”.
Entonces, su examen se hizo más riguroso, e inevitablemente acabó
por fijarse en la caja.
-¿Qué es eso?-un
dedo largo encañonó el pequeño oasis de paz que había descubierto
en aquel mar tormentoso. Reprimí mi instinto de recoger la caja y
abrazarla, pegarla tanto a mi pecho que acabara fundiéndose con él,
alejando a los niños inocentes, el uno sin alas y los dos con ellas,
de aquel monstruo de exterior angelical.
-Nad...-pero ella
ya estaba atravesando la habitación y recogiendo el paquete con
rapidez. Si fuera una bomba, habría explotado en aquel instante,
porque delicada, lo que se dice delicada, no lo era. Una parte de mí
deseó haber escondido una granada y echar a correr, poniendo
distancia entre la explosión y mi cuerpo. Obviamente, no lo hice. Me
quedé allí, viendo cómo ella desvelaba el pequeño secreto que yo
había robado previamente.
Lo que vino después
me sorprendió más que cualquier otra cosa en el mundo: en ese
momento podrían haber entrado todos mis compañeros de la Base y
decirme que habían tomado la Central sin derramar sangre; Taylor
podría haberse presentado con unas alas en la espalda, y no me
habría impactado tanto.
Angelica sonrió.
Le sonrió a la caja y a su contenido.
Me acerqué a ella
y contemplé lo que sus propios ojos estaban tocando con sus manos
invisibles: la primera fotografía, la de un Louis jovencísimo de
mirada dulce y cabello enmarañado.
Sabía que le
gustaba, sabía que tenían un pasado, pero nunca pensé que
estuviera enamorada de él.
-Hacía años que
no veía esta foto-murmuró, recogiéndolas con el cuidado de la
madre a quien le dan a su primogénito. Yo no podría flipar más ni
aunque quisiera.
Comenzó a
ojearlas, sonriendo para sus adentros y con los ojos brillantes. Los
tres niños le devolvían la mirada, impasibles tanto a su presencia
como al propio paso del tiempo. Sus rostros, pensamientos y emociones
estaban capturados por el resto de la eternidad, y no se inmutaban
absolutamente ante nada.
En la foto última
que había conseguido examinar, en la que el dos se convertía en un
uno y el uno se convertía en un dos, la expresión del ángel
cambió. Sus ojos pasaron a las alas de la chica, y sus dedos
recorrieron su contorno con lentitud.
Entonces, caí en
la cuenta.
La chica era
Angelica.
No se había
emocionado por ver a Louis de pequeño, ni porque lo amase. Ella
recordaba todo aquello. Lo había vivido con él.
-¿De cuándo son
estas fotos?
Alzó los ojos, y
todo rastro de rabia y rencor hacia mi persona había desaparecido de
su expresión. La tormenta había dado paso a la calma, y el sol
comenzaba a salir de entre las nubes grisáceas.
-Éramos pequeños.
En la primera no tendríamos ni cinco años. Dios-negó con la
cabeza, y terminó girándola y contemplando lo que la perseguía
desde que cumpliera los once años-. Se me hace tan raro verme sin
ellas... En esa época todo estaba bien, ¿sabes? La espera es lo más
emocionante de todo. Saber que estás seleccionada, que serás uno de
aquellos privilegiados y, para colmo, puedes compartirlo con el
primero de los ángeles naturales que acabarán poblando el mundo.
Que puedes contar con él y que él te entiende, y que te cuente qué
se siente al notar el viento azotando tu rostro. Es una sensación
que no cambiaría por nada.
Volvió a bajar la
mirada y, para mi sorpresa, lanzó las fotos al aire, y decenas de
papeles cubrieron el silencio de la habitación con el susurro que
hacían al combatir contra éste, bailando con la gravedad. Angelica
recogió una única foto, en la que aparecían Louis y ella, solos
esta vez, sujetándose a una antena de un edificio. De fondo se
intuía el Cristal.
-Ésta fue de las
últimas que nos hicimos. Ahí las cosas ya no eran las
mismas-susurró con un hilo de voz, suspirando con los hombros
caídos.
-¿A qué te
refieres?
-Cuando pasas de
ser una admiradora a una colega, es inevitable que todo lo demás
cambie. Una cosa es que yo no rechazara a Louis por las alas que
tenía en la espalda, pero créeme si te digo que cuando me las puse,
todo cambió. Nuestra relación se volvió más equitativa. Ahora él
era más experimentado que yo; nada más. En el resto, éramos
iguales. Y hay gente a la que eso no le sienta del todo bien.
»Te habrá
convencido de que soy mala persona, y la verdad es que para ti lo
soy. Son mala cuando hay que serlo. “Mezquina” y “egoísta”
son las palabras que más me gustan de todas las que me han dedicado.
Y estoy de acuerdo con ellas, pero es el precio a pagar por el dolor
del vuelo. Te cambia el carácter radicalmente. Y cambia tu manera de
ver el mundo. Y a los demás. Por eso él no quiere que te pongan
alas-dijo, y la maldad comenzó a asomar en sus ojos. Se regodeaba en
contar una verdad que podía doler. En el fondo de mi alma no había
ni un solo rastro de tristeza; había crecido aborreciendo a los
ángeles, que habían matado a mi hermana, destrozando así mi
familia. No iba a convertirme en el bulldozer que reducía a
recuerdos la selva de la que yo me alimentaba, en la que yo crecía y
a la cual amaba. No le iba a dar ese gusto a nadie, empezando por el
asesino de hermanas.
-Os acostabais.
-La atracción no
es lo mismo que el amor, y la amistad tampoco. Louis y yo fuimos muy
amigos, llegué a considerarlo un hermano, claro que él nunca me
contó realmente de qué iba todo, ¿sabes? No fue hasta que me
pusieron las alas y eché a volar por primera vez cuando entendí por
qué le gustaba estar con nosotros: le gustaba tener cerca a gente
que no supiera lo que eran los ramalazos de dolor, las púas
lacerantes clavándose en la espalda y los látigos al rojo vivo
abriéndote brechas por el cuerpo.
El silencio se
apoderó de la sala mientras yo asimilaba todo.
-Te dolió que no
te dijera cómo era todo.
-Me dolió que
dejara que le envidiara cuando era yo la que merecía serlo. No me
arrepiento de estas alas, puedes estar segura-acarició una con la
mano, luego, se la acercó a la cara y saboreó suavidad-. Pero cada
vez que despego y el dolor es más fuerte, no puedo evitar acordarme
del crío que dejó de ser en el momento en que a mí me dieron este
don. Cuando yo conseguí mis alas, él perdió su inocencia.
-Pasó por muchas
cosas malas.
-Cree que es fruto
del mal en sí-asintió con la cabeza, recogiendo las fotos después
de darles la vuelta y echarles un rápido vistazo-. Y yo no le culpo
por haber nacido en las condiciones en que lo hizo, así como tampoco
lo hago por hacer que deseara convertirme en la diosa que soy hoy. Lo
que él detesta es que cree que todo a su alrededor es corrupción.
Cree que es un rey Midas del dolor; todo lo que toca, lo rompe y lo
hace doloroso.
-Tú no haces nada
por impedir que piense así.
Esbozó una sonrisa
que me heló la sangre.
-Bueno, es que la
rabia es útil, ¿sabes? Te puede hacer cambiar. Pasar del bando
ganador al perdedor... y convertir al último en el primero. No me
contó que dolía; tuve que averiguarlo después. Pero no importa
realmente, porque una baja en la guerra no es una gran pérdida si al
final la ganas. Y, por si no te has dado cuenta, son los malos los
que acaban ganando siempre.
-La historia la
escriben los vencedores.
-Que, casualmente,
son los que a más gente han conseguido asesinar. ¿Nunca lo has
visto de esa forma, runner? Así todo cobra un tinte nuevo. Tal vez
este dolor sea el precio a pagar por algo. Tal vez su silencio y la
traición posterior fueran las condiciones para convertirnos en
verdaderas máquinas de matar, porque nos programan para pensar que
el dolor nos lo causáis vosotros, Kat, y no nuestras alas. Es el
oxígeno exterior lo que nos molesta y nos impide respirar, no el
cáncer del interior de nuestros pulmones que lo va tiñendo todo
poco a poco de negro.
Dicho esto, se
levantó y se fue sin más. Yo contemplé el montón de fotos, sin
saber muy bien qué me acababa de confesar.
Tenía la impresión
de que me acababa de decir que estaba de nuestra parte, y de la de
él. Que con sus alas cortaría las del Gobierno.
Que, en realidad,
la mercenaria con sed de sangre runner que me había tirado desde el
Cristal, era el fantasma de un ser mucho más peligroso... ser que
estaba a punto de volver a la vida.
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