sábado, 18 de octubre de 2014

Oasis.

Me reprendí internamente a mí misma por no haberme dado cuenta de que, si él se iba, yo me quedaría encerrada en la habitación hasta que regresase.
Y seguramente aquello fuera más pronto que tarde, ya que Taylor no se iba dejar cazar tan rápidamente.
Louis tendría una oportunidad con él, pero, en el caso de ser Wolf, el elitista runner que rastreaba como poca gente lo hacía y era rápido y eficaz como los lobos de los antiguos bosques, mi ángel de la guarda no tendría ni una sola oportunidad. Acabaría con él, en el mejor de los casos.
Ni las alas resultarían una ventaja contra las carreras rápidas, certeras y de quiebros ágiles que caracterizaban a mi ex novio.
¿Ex?, me pregunté a mí misma. La realidad era que llevaba mucho tiempo sin considerarlo nada cercano a mí; nada que no fuera profesional, por supuesto. Pero una cosa era creer que estabas atrapada en un bache (porque aquello era un bache, ¿no?) que tarde o temprano acabaría con la relación que te traías entre manos, y otra muy diferente era sentarte con esa persona y hacerle entender que los lazos que antes os ataban habían sido recortados con dureza.
Dejé que las yemas de mis dedos se posaran suavemente en la ventana, como si el más mínimo contacto fuera a hacer que esta se rompiera en mil pedazos y me precipitara al vacío, un vacío que no deseaba tanto como lo había llegado a hacer durante mi encierro.
Habían sido días duros, semanas confusas, sí, pero todo se hacía más llevadero cuando tenías alguien en quien confiabas a tu lado.
La cosa cambiaba cuando ese alguien saltaba por la ventana, desplegaba las alas y echaba a volar en una búsqueda cuya duración desconocías, pero de la que estabas segura de que te terminarías desesperando.
Entonces, la cárcel volvía a ser la cárcel, la soledad volvía a hacerte sentir sola, y tu mente era la única que llenaba la estancia con sus comentarios, decidiendo qué hacer, cómo, cuándo, dónde.
Las razones nunca había que entregarlas; ese envío era un encargo expreso del corazón, que no se quería involucrar en absoluto en los demás asuntos.
Mi aliento formaba nubes de vapor en la ventana, y alrededor de mis dedos se extendía una finísima capa de vaho, resultado de la magia que manaba de mi interior. Esa magia era tan sencilla como el calor corporal, pero no sabes lo útil que puede ser echar humo por la boca cual dragón o ser capaz de calentar algo cuando por las noches hiela y durante el día los edificios reflejan el sol, multiplicando su poder con cada pequeña ventana.
Hacía poco que él había desaparecido en aquella maraña de edificios, coches, ángeles y azul celeste, pero yo ya lo echaba de menos.
Comprendí en ese instante que tenía un ligero atisbo de libertad, un espejismo en el desierto del oasis más perfecto y hermoso que podías soñar jamás, y ese oasis era antropomórfico y alado.
Nada de correr, ni siquiera caminar más allá de aquellos muros. Nada de asomarme a la ventana ni subir a la azotea para conseguir un poco de aire fresco. Tocaba tumbarse en el sofá, odiarme a mí misma por el tono que tanto me había costado alcanzar y tan rápido estaba perdiendo, y autocompadecerme por pasar a formar parte de la gran masa cuyo único objetivo en la vida era llegar a casa después del trabajo y comerse con patatas y alguna que otra bebida las patrañas que el Gobierno le tenía preparadas, con guiones impecables y de todos los tipos, para no aburrir a sus fieles corderos mientras se acercaban al corral para que los esquilaran... o los convirtieran en filetes.
Arrastré mi alma entristecida hasta nuestra habitación (no sabía si podía considerarla mía también, pero, dado que dormíamos allí, en la misma cama, sobre el mismo colchón y bajo las mismas sábanas, decidí considerar que la compartíamos y que, por tanto, era de ambos), y me acurruqué un rato sobre las mantas, embarulladas en un lado de la cama. Claro, ni siquiera había tenido tiempo de hacerla; se había largado corriendo en cuanto yo se lo pedí.
Después de estudiar minuciosamente los cuadros que adornaban la habitación, como si las vistas no fueran ya de por sí espectáculo suficiente, me propuse encontrar algo que me diera más información sobre mi ángel de la guarda. Cualquier cosa: desde redacciones que hubiera tenido que hacer en el colegio (¿realmente habrá ido al colegio?), vídeos de sus primeros entrenamientos, porque los primeros pasos ya estaban demasiado vistos, discos que hubiera escuchado, libros que hubiera leído, o algún ordenador en el que registrara cualquier tipo de cosa, por pequeña que fuera.
Aunque la ropa no parecía una fuente demasiado fiable y poderosa de información, me obligué a probar y mirar dentro de los armarios.
Cabe destacar que no me esperaba una pequeña caja de cartón, lo más discreta posible (créeme, había visto cosas mucho más llamativas en la Base, cosas que pasaban desapercibidas a la mayoría de personas, pero no a las que estaban entrenadas para ver, no mirar), apartada en una esquina, con aires de temer la luz que surgía de las ventanas.
Me agaché para recogerla con el mayor de los cuidados y, una vez en mis manos, la sostuve un segundo en alto. Parecía ser que me había acordado de repente de que podía ver a través de los objetos con una especie de don que teníamos los runners, que hacía a nuestros ojos más especiales, si los acercaba lo suficiente a mis globos oculares.
Por supuesto, todas las gilipolleces que se me ocurrían para explicar el por qué de esto o aquello no bastaban para resumir el hecho de que, cuanto menos tiempo hubiera pasado corriendo, más gilipollas terminaba sintiéndome.
Deslicé los dedos temblorosos por la caja, temiendo que, al abrirla, los males contenidos en ella se distribuyeran por el mundo, como ya habían hecho miles de años antes, en teoría, cuando una tal Pandora desobedeció y decidió explorar el contenido de algo que estaba guardando.
Lo que allí estaba escondido, refugiándose del exterior y negándose a asomar la cabeza, no habría hecho ningún mal en el mundo normal y corriente, en el mundo estricto. Sin embargo, en un mundo más pequeño y personal, en un microcosmos contenido dentro de un macrocosmos superior, sí que tenía ciertos efectos.
Como el que el temblor de mis manos aumentara al descubrir que se trataban de fotografías. Fotografías impresas, con el papel típico que había dejado de usarse hacía más tiempo del que yo llevaba en aquella dimensión. Fotografías ligeramente desteñidas, fotografías con los bordes desgastados y con ligeros arañazos que, sospeché, se debían al uso y a caricias de dedos en ocasiones no muy gentiles.
Pero eran, al fin y al cabo, fotografías impresas, de aquellas que se habían extinguido al mismo tiempo que las religiones, cuando se dejaron de realizar actos de fe, porque era preferible que una cámara te vigilara las 24 horas del día.
Habían formado un grupo homogéneo tiempo atrás, pero mi secuestro las había convertido en un grupo revuelto, asustado. Las ordené antes de recogerlas y estudiarlas con el ceño fruncido, esperando planos, colecciones de la construcción de algunos de los edificios más emblemáticos de la ciudad. Desde luego, no esperaba encontrarme que el protagonista fuera un chiquillo de ojos claros, pelo de chocolate enmarañado y alas en la espalda.
Fueron las alas las que me robaron definitivamente el aliento, que ya se había visto mermado por la visión de aquel pequeñín de mirada dulce. Pasé las diapositivas en una presentación manual con el corazón en un puño y un nudo en la garganta que hacía muy difícil que mis pulmones cumplieran su objetivo.
Louis de pequeño, con cinco o seis años, caminando por la ciudad (¿sería la réplica que tenían los ángeles dentro de su Central, o sería la verdadera?), de la mano de una muchacha.
Louis de bebé con su familia y las alas a ambos lados de su cuerpo dormido, reposando inertes en su cuna.
Louis con el que, estimé, era su padre, sentados en una mesa.
Louis con un par de niños, chico y chica. El chico tenía la piel oscura, y pequeños rizos negros le poblaban la cabeza. La chica era de piel más clara, más incluso que la mía antes de comenzar a correr (los reflejos de la luz del sol en las ventanas hacían estragos en la piel de todos y cada uno de los míos), y estudiaba unos cubos con los que estaban jugando los tres chiquillos. Los chicos, por el contrario, se mostraban más aburridos por éstos, ya que tenían la cabeza vuelta directamente hacia el objetivo y te taladraban con la mirada.
No hace falta destacar que sólo uno de los tres pequeños tenía alas en la espalda.
Pasé otra hoja, y me encontré con los mismos tres niños, pero más crecidos; allí tendrían 11 o 12 años; 13 a lo sumo. Estaban sentados con las piernas colgando del borde de un edificio. En esta ocasión, el uno que destacaba sobre los dos era el muchacho de rizos negros. No tenía alas, mientras que la chica ya las lucía orgullosa. En la expresión de mi ángel de la guarda había un deje de tristeza que se debía probablemente a la emoción de su compañera y amiga.
Antes de pararme a observar con más detenimiento cada detalle de la fotografía (estaba segura que se había tomado en algún edificio auténtico), la puerta de la habitación se abrió.
Recogí las fotos en un montón equiparado y las metí dentro de la caja. Me apresuré a ponerle la tapa y me dirigí hacia la puerta, deseosa de preguntarle a Louis por aquel pequeño descubrimiento.
No fue hasta cuando vi a Angelica en la puerta, con expresión malhumorada, que caí en la cuenta de que Louis casi nunca utilizaba la puerta para entrar en su habitación; mucho menos si venía volando.
Toda mi emoción por haber ahondado en el futuro de mi chico (porque ya le podía considerar eso, ¿no? Nos acostábamos y todo lo demás) se heló bajo los glaciares que tenía en la cara la mujer, que me miraba con expresión de puro fastidio. Se puso las manos en las caderas, los brazos en jarra, y espetó:
-¿Qué hacías ahí?
-Dormir-mentí, y no pude evitar hacer una mueca por lo mal que lo había hecho. Ni siquiera estaba despeinada.
Angelica no se lo tragó, evidentemente. Hacía tiempo que las rubias habían dejado de ser tontas y, para colmo, los ángeles recibían un entrenamiento y selección especiales, con lo que era más complicado encontrar a una rubia subnormal entre sus filas. Y fue precisamente ese entrenamiento, combinado con la inteligencia que se le presumía a la chica, lo que hizo que atravesara la habitación como un bólido, con sus alas de cisne excesivamente grandes persiguiéndola como la capa de un mago, y me empujó a un lado para entrar en ella.
Sus ojos se detuvieron en los puntos más importantes: ventanas, puertas, armarios. No había nada fuera de lo común, por lo que frunció el ceño y me miró, preguntando sin palabras “¿qué escondes?”. Entonces, su examen se hizo más riguroso, e inevitablemente acabó por fijarse en la caja.
-¿Qué es eso?-un dedo largo encañonó el pequeño oasis de paz que había descubierto en aquel mar tormentoso. Reprimí mi instinto de recoger la caja y abrazarla, pegarla tanto a mi pecho que acabara fundiéndose con él, alejando a los niños inocentes, el uno sin alas y los dos con ellas, de aquel monstruo de exterior angelical.
-Nad...-pero ella ya estaba atravesando la habitación y recogiendo el paquete con rapidez. Si fuera una bomba, habría explotado en aquel instante, porque delicada, lo que se dice delicada, no lo era. Una parte de mí deseó haber escondido una granada y echar a correr, poniendo distancia entre la explosión y mi cuerpo. Obviamente, no lo hice. Me quedé allí, viendo cómo ella desvelaba el pequeño secreto que yo había robado previamente.
Lo que vino después me sorprendió más que cualquier otra cosa en el mundo: en ese momento podrían haber entrado todos mis compañeros de la Base y decirme que habían tomado la Central sin derramar sangre; Taylor podría haberse presentado con unas alas en la espalda, y no me habría impactado tanto.
Angelica sonrió. Le sonrió a la caja y a su contenido.
Me acerqué a ella y contemplé lo que sus propios ojos estaban tocando con sus manos invisibles: la primera fotografía, la de un Louis jovencísimo de mirada dulce y cabello enmarañado.
Sabía que le gustaba, sabía que tenían un pasado, pero nunca pensé que estuviera enamorada de él.
-Hacía años que no veía esta foto-murmuró, recogiéndolas con el cuidado de la madre a quien le dan a su primogénito. Yo no podría flipar más ni aunque quisiera.
Comenzó a ojearlas, sonriendo para sus adentros y con los ojos brillantes. Los tres niños le devolvían la mirada, impasibles tanto a su presencia como al propio paso del tiempo. Sus rostros, pensamientos y emociones estaban capturados por el resto de la eternidad, y no se inmutaban absolutamente ante nada.
En la foto última que había conseguido examinar, en la que el dos se convertía en un uno y el uno se convertía en un dos, la expresión del ángel cambió. Sus ojos pasaron a las alas de la chica, y sus dedos recorrieron su contorno con lentitud.
Entonces, caí en la cuenta.
La chica era Angelica.
No se había emocionado por ver a Louis de pequeño, ni porque lo amase. Ella recordaba todo aquello. Lo había vivido con él.
-¿De cuándo son estas fotos?
Alzó los ojos, y todo rastro de rabia y rencor hacia mi persona había desaparecido de su expresión. La tormenta había dado paso a la calma, y el sol comenzaba a salir de entre las nubes grisáceas.
-Éramos pequeños. En la primera no tendríamos ni cinco años. Dios-negó con la cabeza, y terminó girándola y contemplando lo que la perseguía desde que cumpliera los once años-. Se me hace tan raro verme sin ellas... En esa época todo estaba bien, ¿sabes? La espera es lo más emocionante de todo. Saber que estás seleccionada, que serás uno de aquellos privilegiados y, para colmo, puedes compartirlo con el primero de los ángeles naturales que acabarán poblando el mundo. Que puedes contar con él y que él te entiende, y que te cuente qué se siente al notar el viento azotando tu rostro. Es una sensación que no cambiaría por nada.
Volvió a bajar la mirada y, para mi sorpresa, lanzó las fotos al aire, y decenas de papeles cubrieron el silencio de la habitación con el susurro que hacían al combatir contra éste, bailando con la gravedad. Angelica recogió una única foto, en la que aparecían Louis y ella, solos esta vez, sujetándose a una antena de un edificio. De fondo se intuía el Cristal.
-Ésta fue de las últimas que nos hicimos. Ahí las cosas ya no eran las mismas-susurró con un hilo de voz, suspirando con los hombros caídos.
-¿A qué te refieres?
-Cuando pasas de ser una admiradora a una colega, es inevitable que todo lo demás cambie. Una cosa es que yo no rechazara a Louis por las alas que tenía en la espalda, pero créeme si te digo que cuando me las puse, todo cambió. Nuestra relación se volvió más equitativa. Ahora él era más experimentado que yo; nada más. En el resto, éramos iguales. Y hay gente a la que eso no le sienta del todo bien.
»Te habrá convencido de que soy mala persona, y la verdad es que para ti lo soy. Son mala cuando hay que serlo. “Mezquina” y “egoísta” son las palabras que más me gustan de todas las que me han dedicado. Y estoy de acuerdo con ellas, pero es el precio a pagar por el dolor del vuelo. Te cambia el carácter radicalmente. Y cambia tu manera de ver el mundo. Y a los demás. Por eso él no quiere que te pongan alas-dijo, y la maldad comenzó a asomar en sus ojos. Se regodeaba en contar una verdad que podía doler. En el fondo de mi alma no había ni un solo rastro de tristeza; había crecido aborreciendo a los ángeles, que habían matado a mi hermana, destrozando así mi familia. No iba a convertirme en el bulldozer que reducía a recuerdos la selva de la que yo me alimentaba, en la que yo crecía y a la cual amaba. No le iba a dar ese gusto a nadie, empezando por el asesino de hermanas.
-Os acostabais.
-La atracción no es lo mismo que el amor, y la amistad tampoco. Louis y yo fuimos muy amigos, llegué a considerarlo un hermano, claro que él nunca me contó realmente de qué iba todo, ¿sabes? No fue hasta que me pusieron las alas y eché a volar por primera vez cuando entendí por qué le gustaba estar con nosotros: le gustaba tener cerca a gente que no supiera lo que eran los ramalazos de dolor, las púas lacerantes clavándose en la espalda y los látigos al rojo vivo abriéndote brechas por el cuerpo.
El silencio se apoderó de la sala mientras yo asimilaba todo.
-Te dolió que no te dijera cómo era todo.
-Me dolió que dejara que le envidiara cuando era yo la que merecía serlo. No me arrepiento de estas alas, puedes estar segura-acarició una con la mano, luego, se la acercó a la cara y saboreó suavidad-. Pero cada vez que despego y el dolor es más fuerte, no puedo evitar acordarme del crío que dejó de ser en el momento en que a mí me dieron este don. Cuando yo conseguí mis alas, él perdió su inocencia.
-Pasó por muchas cosas malas.
-Cree que es fruto del mal en sí-asintió con la cabeza, recogiendo las fotos después de darles la vuelta y echarles un rápido vistazo-. Y yo no le culpo por haber nacido en las condiciones en que lo hizo, así como tampoco lo hago por hacer que deseara convertirme en la diosa que soy hoy. Lo que él detesta es que cree que todo a su alrededor es corrupción. Cree que es un rey Midas del dolor; todo lo que toca, lo rompe y lo hace doloroso.
-Tú no haces nada por impedir que piense así.
Esbozó una sonrisa que me heló la sangre.
-Bueno, es que la rabia es útil, ¿sabes? Te puede hacer cambiar. Pasar del bando ganador al perdedor... y convertir al último en el primero. No me contó que dolía; tuve que averiguarlo después. Pero no importa realmente, porque una baja en la guerra no es una gran pérdida si al final la ganas. Y, por si no te has dado cuenta, son los malos los que acaban ganando siempre.
-La historia la escriben los vencedores.
-Que, casualmente, son los que a más gente han conseguido asesinar. ¿Nunca lo has visto de esa forma, runner? Así todo cobra un tinte nuevo. Tal vez este dolor sea el precio a pagar por algo. Tal vez su silencio y la traición posterior fueran las condiciones para convertirnos en verdaderas máquinas de matar, porque nos programan para pensar que el dolor nos lo causáis vosotros, Kat, y no nuestras alas. Es el oxígeno exterior lo que nos molesta y nos impide respirar, no el cáncer del interior de nuestros pulmones que lo va tiñendo todo poco a poco de negro.
Dicho esto, se levantó y se fue sin más. Yo contemplé el montón de fotos, sin saber muy bien qué me acababa de confesar.
Tenía la impresión de que me acababa de decir que estaba de nuestra parte, y de la de él. Que con sus alas cortaría las del Gobierno.

Que, en realidad, la mercenaria con sed de sangre runner que me había tirado desde el Cristal, era el fantasma de un ser mucho más peligroso... ser que estaba a punto de volver a la vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Dedica un minutito de tu tiempo a dejarme un comentario; son realmente importantes para mí y me ayudarán a mejorar, al margen de la ilusión que me hace saber que hay personas de verdad que entran en mi blog. ¡Muchas gracias!❤