domingo, 26 de abril de 2015

Y, si crees que no puedes ser nada... entonces, ve por ello.

Querido teatro. No, palacio. Palacio Valdés.
Hoy, 21 de abril de 2015, ha sido un día especial. Especial por todo lo que ha pasado; ya me levanté pensando en el momento en que caería el sol, porque sabía muy bien dónde iba a estar: en primera fila, animando a mis antiguos compañeros, la familia que yo elegí y que con tan buenos brazos me acogió cuando la fui conociendo.
Ya en clase, a primera hora de la mañana, me tocó hacer una exposición desde una tarima en cuyo parecido con un escenario no pude evitar fijarme. "Es como el nieto de lo que les espera esta tarde", pensé con una sonrisa mientras desfilaba detrás de mis amigas, saliendo a la palestra.
En el bus de vuelta a casa, vine sentada con una compañera que no sólo vive en Avilés, sino que también estuvo en teatro 4 años, en el otro instituto que consigue llenarte. Y, casualidades de la vida, estuvimos hablando de nuestras obras como dos madres orgullosas de sus hijos, los mejores de la clase.
Y por fin, terminé de comer y de prepararme para esa noche, y salí a buscarlos, echando de menos aquellas tardes de antes del estreno, en las que íbamos al Burger King o al Pizza Móvil; poco importaba con tal de estar juntos, reunidos y riéndonos, riéndonos de cualquier tontería, y riéndonos de alguien cuando intenta decirnos que lo que no hacemos es importante. Tu vida triste y vacía sí que no es importante.
Me los encontré tirados a la sombra, haciendo el ruido que tiene que hacer un artista: no hay nada peor que pasar desapercibido. Dos vinieron corriendo hacia mí, y yo las estreché entre mis brazos, recordando lo que se sentía y echándolo de menos como el buceador que añora la superficie cuando sus pulmones empiezan a arder.
No tardé en unirme a la fiesta, y en ponerme en ridículo delante de todo el parque cantando un rap que, a pesar de que me sé de memoria y que no paro de repetir cuando estoy aburrida, me cargué a la primera sílaba porque me puse nerviosa. Parece ser que 18 años poniéndome en evidencia no son suficientes para que no me bombardee el corazón cada vez que voy a ser (más) gilipollas en público.
Y lo tienen grabado; gracias a Dios, ha quedado constancia de uno de esos días tan importantes y tan difíciles de olvidar, aunque yo sea una visitante y no forme parte de la acción.
Llegaron las 5 de la tarde, y nos tocó ir hacia ti, con la suerte de que nos encontramos a nuestro director por el camino, quien me da permiso para quedarme.
Las puertas volvieron a abrirse, y como el primer día que te visité, aquel 6 de mayo de 2010, en lugar de subir a los camerinos (pues, especialmente, hoy no tenía sentido), fui directamente al escenario, que me pareció mucho más grande, mucho más alto, mucho mejor iluminado y mucho más especial que la última vez que había estado allí, en mi último estreno. El eco de las palabras más importantes que me han dicho en mi vida todavía reverbera en tus paredes como aquella noche en la que estuve más cerca que nunca de unas manos que habían cogido a lo que yo aspiro.
Les serví de utilidad, no te creas que soy una turista, sino más bien la guía que lleva a los recién llegados por los sitios más importantes. Cuando necesitaron agua, estuve allí. Cuando se quisieron hacer fotos como la mía, estuve allí. Cuando ensayaron y nadie estaba disponible para hacer fotos, yo me ofrecí voluntaria. Al fin y al cabo, vivo en una zona famosa por su minería.
Antes de darme cuenta, se bajó el telón, y yo pasé a los asientos, esos asientos que tienes que, según dicen, aparecen y desaparecen dependiendo de la ocasión. Vinieron más de los veteranos, de los antiguos del grupo, y nos congregamos los que pudimos en la parte de delante, porque, no sabemos muy bien cómo, sólo se llenaron el patio y los primeros palcos, y todos pensamos que esto no es justo. Lueje se merece despedir con el teatro lleno, no con esta chapuza culpa de la organización. ¿Realmente hay gente fuera cuando hay sitios dentro?
Pero suenan los primeros timbrazos, y un tirón en el estómago me advierte de que me dé la vuelta, y ya no vuelvo a girarme hasta una hora y pico después. Porque con el oscuro se ha abierto una puerta,
la puerta al séptimo cielo, el séptimo arte, en el que se esculpen personajes, se pintan tramas, se bailan vidas, se escriben relaciones y se componen palabras. El total. El último. El del número mágico. El mejor.
No nos decepcionan, y compensan todo lo que hicimos mal el año que yo me fui bordándolo este año. El público que tienen se ríe, les aplaude, y, cuando quiero darme cuenta, suenan las primeras notas de Bang Bang, y yo, como ya les he amenazado, doy un grito y me pongo de pie de un salto. Salen todos, y les aplaudimos y jaleamos hasta que no podemos más. Las veteranas nos miramos entre nosotras cuando uno de ellos me mira, y yo le devuelvo la mirada, y él sonríe como diciendo "sabía que no lo ibas a hacer". Entonces nos agachamos y recogemos los sujetadores, y se los tiramos en cuanto se vuelven a acercar a saludar de nuevo. Niega con la cabeza y se ríe; ojalá le puteen por haber creído que podía putearme a mí. Nadie se mete con alguien que ha subido a tu escenario, Palacio Valdés, porque tú nos das una fuerza y un valor comparables a una batalla.
Al fin y al cabo, ¿no es una batalla lo que libramos ahí arriba? ¿No ponemos en peligro nuestra alma por un aplauso?
Y, mientras llaman a Lueje para que salga a saludar, un pensamiento explota en mi cabeza.
Tengo que conseguirlo. Por ellos. Por Lueje. Se merecen que alguien se pregunte qué significan sus nombres al otro lado del mundo. Porque, mientras Nicki dice que va a enseñarnos cómo se hace, yo, por primera vez en mi vida, me siento feliz por una cosa que no me pasa a mí.
Y, entonces, me doy cuenta de todo. Son seres mágicos. Son actores.
Dales la enhorabuena, Palacio Valdés. Y dales también las gracias, por ser tan grandes, por ser tan mágicos, y convertirte, así, en el Hogwarts de una ciudad pequeña, pero que tiene el orgulloso título de la Atenas del Norte.
Eso, también, se lo debe a gente como nosotros.

viernes, 17 de abril de 2015

Jaula.

            La única pega que les veía a mis alas era el hecho de no haber aparecido cuando Louis pudiera ser el primero en verlas. Pero, por lo demás, todo en ellas era perfecto; cierto que no podía sentir demasiado bien el viento cortándose como un pedazo de mantequilla mientras ellas lo dividían implacables, ni notaba el cosquilleo que me imaginaba que producían las plumas con cada batida… pero el hecho de darles un descanso a mis piernas después de que ardieran como dos volcanes en plena erupción, y sentir cómo el frío del aire arremolinándose a mi alrededor las aliviaba como un lago del Polo Norte, bien valía que la primera en verlas con una sonrisa jocosa fuese Angelica.
            Siempre con la punzada que me recordaba la parte ennegrecida de mis recién adquiridas alas, probé a girar a un lado y a otro, siendo consciente de que ahora nadie podría pararme. Sería invencible.
            No habría edificio que se me resistiera, ni caída a la que temer, ni contrato que cumplir tarde, porque sin el inconveniente de los pasillos cerrados, las puertas bloqueadas, las azoteas demasiado separadas y los ascensores que simplemente se negaban a ascender o descender a la velocidad a la que tú lo harías por ellos, y la que necesitabas, me había convertido en poco menos que una diosa. Desde luego, era una ninfa, eso como mínimo.
            Observé una vez más el asfalto, que culebreaba debajo de mi cuerpo intentando alcanzarme. Pronto aparecieron los primeros coches, y yo los sobrepasé todos a una velocidad que nunca jamás hubiera podido atreverme a soñar.
            Una carcajada se escapó de mi boca de la misma forma en que yo había escapado de las avariciosas garras de la muerte que, por muy virtual que fuera, desde luego debía de haber sentido rabia al escurrírsele una rata como yo entre los dedos.
            ¿Qué le decimos a la Diosa muerte? Hoy, no, retumbó una voz en mi cabeza, y la carcajada que siguió a la anterior fue aún más poderosa. Tuve que pensar en las olas de una playa, que iban aumentando a medida que pasaba el tiempo, y la séptima era la más gloriosa de todas.

sábado, 11 de abril de 2015

Los putos blu-rays, la edición especial.

Si lo prefieres, puedes leer este capítulo en Wattpad haciendo clic aquí.

Ya sé que soy una inconstante de mierda, pero dicen que lo bueno se hace esperar.
Lo que yo hago, obviamente, tenía que ser la excepción que confirmase la regla. En fin, ¡que lo disfrutes!


Alcé las cejas cuando, nada más salir del taxi y apenas llegar a casa, la amiga de mi madre decidió marginarme empezando a balbucear un idioma satánico que, supuse, era en el que se había criado y en el que aún pensaba. Le hizo un gesto en dirección a mis maletas a su hijo, que asintió con la cabeza, pero, dado que el murmullo no terminaba, decidí intervenir.
Se mostró más escandalizada de lo que pensé que nadie podría mostrarse nunca cuando le hice saber que no había comprendido una sola palabra de lo que había dicho. ¿Cómo iba a hacerlo? Ni que fuera un idioma existente el que estuviera usando; aquel festival de os no podía ser una lengua de verdad.
-¿No hablas español?
-No-respondí, como si fuera la cosa más normal del mundo, porque de hecho lo era. El español se hablaba en España y en todos los países de México para abajo, y yo sabía la suficiente geografía como para conocer mi posición con respecto a México: no estaba debajo, sino encima de él.
Los únicos vestigios que había del idioma de Amancio Ortega en mi ciudad eran los gritos de los taxistas del Bronx.
Y algunos californianos que se pasaban de listos y se negaban a olvidar el idioma de sus padres.
Pero no, no hablaba español. No te sirve para nada siendo americano, y el francés se utiliza más en las zonas por las que yo me muevo: la verdadera élite de la sociedad mundial.
Bueno, ya no te mueves por ahí, seguramente te hagan aprenderlo.
Me estremecí ante la sola idea de aprender el idioma de los taxistas y la gente de los barrios más pobres de Nueva York. No me dejaría caer tan bajo, no consentiría en pasar de vivir en los áticos más selectos de la ciudad más codiciada del mundo a escupir los mismos sonidos que la gente que se ganaba la vida llevando a mil personas distintas de un lado para otro en un día.
Me suicidaría antes.
El hijo de mi anfitriona regaló al aire una frase en el idioma de su madre, quien le lanzó una mirada envenenada, mientras yo decidía que lo que tenía de guapo lo tenía de gilipollas. Suerte que no te follases a los cerebros.
-Bueno, eh... Creí que Noemí te enseñaría-explicó, y yo abrí aún más los ojos. Mi madre podía haberme enviado a la otra punta del mundo, pero todo tenía un límite en esta vida, y enseñarme ese idioma era uno de ellos-. De acuerdo... nada de español-suspiró y sus hombros se hundieron; parecía que le había hecho ilusión poder comunicarse conmigo en esa lengua de pordioseros. Pues no.
-¿No sabes ni una palabra? ¿Ni una sola?-inquirió Thomas, después de decidir que finalmente merecía comprender sus pensamientos de lumbrera.
-Fiesta-respondí.
Erika lanzó un suspiro que bien podría haber derribado su casa.
Thomas, sin embargo, gorgoteó de nuevo en aquel idioma cuyas palabras se me escapaban.
-Tommy-respondió su madre en tono amenazante, y él alzó las manos, agarró mis maletas y subió unas escaleras de cuya existencia no me había percatado.
-¿Qué está...?
-Te hemos preparado la habitación del ático. Es lo mejor que se nos ha ocurrido en un fin de semana. Eso sí, está amueblada-explicó rápidamente, como si un ático de por sí no fuese ya lo mejor que le podía pasar a una chica-. Louis no... ha llegado a casa aún, y tengo que ir a recoger a mis hijos.
-Sí, pero, ¿mis maletas?
Sonrió.
-Me imagino que el viaje habrá sido agotador, así que... Tommy podía subírtelas. Date una vuelta por la casa, vete familiarizándote con todo. Ya sabes, esto... estás en tu casa. Literalmente.
-Yo le daré un tour, mamá-se ofreció el chico, con una sonrisa en los labios que no era tan dulce como la de Erika. Ella asintió, me volvió a abrazar (dios mío por favor deja de tocarme ya), nos dedicó una despedida rápida y desapareció por la misma puerta por la que yo había entrado.
Me quedé allí parada, sin saber muy bien qué hacer, contemplando los muebles del espacioso salón y las ventanas del otro lado de la estancia, que daban a un jardín bañado en una luz dorada increíble para las afueras de Londres en esa época del año.
-¿Me acompañáis a vuestros aposentos, alteza?-se burló el inglés. Me apeteció darle una bofetada, y lo habría hecho de no saber que estaba en campo rival y llevaba las de perder, de modo que subí las escaleras con la mayor elegancia que había reunido en mi vida y lo seguí por un pasillo de luces polarizadas, concentradas en sus extremos, hasta unas escaleras a las que poco les faltaba para ser de pared. Cargando la maleta con un brazo (joder, menudos bíceps) empujó la trampilla del techo hasta abrirla del todo para, a continuación, dejar mi maleta y tender la mano hacia la otra.
-¿Te importa?
Le acerqué mi otra maleta de un puntapié; después, me di cuenta de que en ella había cosas mías, y quise pegarme.
Para colmo, a él le divirtió mi berrinche, y no se molestó en ocultarlo. Una vez subido todo mi equipaje, desapareció por la trampilla y silbó.
-Venga, americana. Mi castillo es grande.
Me acerqué a la escalera, preguntándome cuánto tardaría en morir de hambre si se la quitaba y le decía a su madre que se había ido de vacaciones. Pero, claro, él daría gritos. Me agarré con fuerza a ella y subí el primer escalón.
No pasó nada.
Otro más.
Tampoco.
Otro.
Parecía que la escalera aguantaba, que no me odiaba y que no tenía preferencia por el mayor de los Tomlinson. Lógico.
Emergí a mi nueva habitación ayudada por la mano que me tendió en un alarde de caballerosidad que no me esperaba y no hizo otra cosa que encenderme.
La habitación no tenía comparación con la que había dejado atrás en Nueva York, eso estaba claro. Sin embargo, tenía su propio encanto, y debía reconocer que, quien fuera que la hubiese decorado (y estaba bastante segura de que había sido mi nueva madre, intentando ganarse mi amistad) lo había hecho de acuerdo con mis gustos y mis preferencias, tal y como había sucedido con mi pequeño imperio en la cima del mundo en la capital del mundo.
Aunque era pequeña para mi gusto, debía reconocer que había espacio de sobra para poder existir con tranquilidad: la cama, redonda, estaba situada al fondo del todo, debajo de una claraboya que arrojaba su luz a los pies de ésta; dos mesitas flanqueaban el círculo que gobernaba la estancia. A un lado, un armario más grande de lo que me hubiera esperado (me pregunté cómo habrían hecho para meter las piezas allí, a no ser que se hubieran ayudado con un helicóptero que pudiera levantar tejados y volverlos a colocar en cuestión de segundos), un sofá enfrentado a él, y una televisión en una esquina, seguida de un tocador con las típicas luces de los camerinos de Broadway que a mí me encantaban, y lo bastante amplio como para albergar toda una edición limitada de una de las colecciones a las que Chanel nos tenía acostumbrados.
Todo eso, vigilado por cuadros de las actrices y modelos más grandes que había dado la humanidad.
Uno más grande que los demás, de Barbara Palvin, capturó mi atención, consiguiendo que mi nueva familia no me cayese tan mal de repente. Tal vez estuviese a gusto allí, siempre y cuando no me relacionase demasiado con los pretenciosos ingleses. Sí, podía vivir bien.
-¿Todo a tu gusto?-dijo Thomas. Me volví para mirarlo: se había sentado al borde de mi cama y, apoyándose en las manos, tenía una expresión de amo absoluto del universo, reforzada por su sonrisa traviesa y sus ojos azules como el cielo que se colaba a través de la ventana del techo chispeando de diversión.
-Ya lo creo-repliqué, recuperando la esencia que me había dejado olvidada en el taxi y escaneándolo de arriba a abajo. Su sonrisa se ensanchó un poco más. Me contoneé hacia él y me senté a su lado en la cama, lo suficiente cerca como para que nuestras rodillas se rozaran.
Paseé la mirada por sus brazos, subí por su cuello, me detuve en su boca (que seguía teniendo un aspecto muy apetecible) y me concentré en sus ojos. Me aparté el pelo de la cara y susurré:
-¿Me enseñas más?
Él se echó a reír, se apartó de mí (¿a dónde cojones vas?), asintió con la cabeza (oh, me va a hacer un strip tease), me tendió la mano (pero qué coño hace) y tiró de mí cuando la acepté (¿le va follar de pie? Me encanta), para llevarme a la trampilla (pero) y descender (?????) y contemplarme desde abajo (quería que te desnudaras, no que me enseñaras tu puta casa de mierda, por dios).
-Diana-me llamó, y mi nombre sonaba como la palabra más sucia en tocada en sus cuerdas vocales.
-Thomas-repliqué, bajando las escaleras y volviendo a aceptar la mano que me tendió.
-Tommy-me corrigió.
-¿Y si no quiero?
-Es tu puto problema. Sólo respondo de ese nombre con gente mayor que yo.
-¿Cuántos años tienes?
-17.
Sonreí.
-¿Cuánto hace que tienes 17?
-Bastante-sonrió.
Sólo esperaba que la única referencia que fuera a haber de Crepúsculo en nuestra relación fuera esa... y el sexo salvaje en casas increíblemente lujosas.
Alcé una ceja.
-Mi madre compró los dvds de toda la saga cuando salieron.
-¿Todos?
-Los putos Blu-Rays.
-Dios mío.
-La edición especial.
-Dios. Mío.
Se echó a reír. Tenía una risa muy bonita, eso tenía que admitirlo.
-A los seis meses dejó de gustarle, pero nos los pone de vez en cuando.
-¿Cuando quiere castigaros?
-Ella dice que es para que no nos olvidemos del español, pero... siempre coincide cuando yo me porto mal.
-Puede que, a partir de ahora, vayas a verlos más a menudo-espeté. Nos miramos un momento y luego nos echamos a reír.
-Vamos-me tomó de la mano y yo sentí cómo se me encendían las mejillas, y la última vez que había pasado esto fue en una de mis primeras pruebas, en los que tuve que desnudarme para ver si daba la talla-. Te enseñaré mi casa.
Cabe destacar que no opuse más resistencia que la de mi cuerpo rozando el aire cuando me arrastró por su casa. La verdad era que no me interesaba lo más mínimo ver dónde vivía, pero por lo menos podía estar cerca de él, podía estudiarlo, ver cómo se movía y admirar los ángulos que hacía su cuerpo; ángulos a los que estaba acostumbrada pero, a la vez, no.
Me condujo hasta el final del pasillo en cuyo centro se encontraban las escaleras a mi habitación (me di cuenta entonces de que estaba en la parte más alta de la casa, y me pregunté si Erika lo habría hecho a posta o si realmente era algo en lo que no había reparado, pero era, cuanto menos, irónico), para hacer que me asomase a una ventana que daba a la calle, y desde la que se veían el resto de casas unifamiliares (pero qué gente más rara eran los ingleses, dios mío), todas diferentes e iguales a la vez. Asentí con la cabeza, y él pilló lo que quería decir, porque volvió a cogerme de la mano y a tirar de mí para que lo siguiera, como si no confiara en que fuera a saber ir por un pasillo recto yo sola.
Se notaba que no había estado en Nueva York en su vida; de lo contrario, sabría que un neoyorquino no se pierde con tanta facilidad. Y, desde luego, no en una casa cuya construcción imitaba sin cortarse un pelo la de mi ciudad natal, la capital del imperio que era el mundo.
Me señaló dos puertas de la que regresábamos al centro del pasillo; una estaba cerrada, la otra, ligeramente entreabierta. Por la ranura se entreveía una pared de diferentes colores, una litera y un tren de juguete. La habitación de su hermano, pensé, sumando dos más dos.
Por la puerta cerrada, por el contrario, no podáis adivinar quién vivía allí. Ni siquiera se escapaba ninguna luz que te diera una pista sobre la entidad de quien pudiera esconderse tras ella.
-Es la de mi hermana-explicó él, al notar cómo me detenía un momento. Tenía la secreta esperanza de que la puerta me reconociera y se abriese mágicamente ante mí para desvelar todos los secretos que con tanto celo parecía proteger.
Asentí con la cabeza.
-¿Cuántos años tiene?
-Cumple 16 en enero.
-O sea... que es un poco más pequeña que yo.
-Supongo-se limitó a contestar; de repente había perdido todo interés por mí. ¿Era imbécil?
Quiero decir, ¿seguro que me había visto bien?
Llegamos de nuevo al pequeño hueco en la pared, poblado por estanterías cargadas con libros apilados de todas las maneras posibles, de manera que encajasen como un tetris, en el que se encontraba la escalera para subir a mi habitación/ático. Me indicó con un gesto de la cabeza el resto del pasillo:
-La habitación de mis padres-dijo, señalando una puerta al fondo por el que se colaba la luz-, mi habitación-señaló a la de al lado, y yo me paré a pensar un segundo en si habría escuchado a sus padres follando alguna vez. Y me tuve que estremecer, porque no podía imaginarme nada más jodido que oír a tus padres... bueno, jodiendo-, y el baño.
Ofendiéndome cada vez más por lo poco que sus ojos se posaban en mí, y aprovechando cualquier excusa para acercarme a él y poder tocar más piel, me arrimé y me froté cual gata contra su costado.
-Tal vez podamos usar algún día tu habitación.
Sus ojos se encontraron con los míos, azul con verde, y en aquel cielo infinito explotó una estrella más brillante que el sol. Una sonrisa cambió la forma de su boca, de sus labios finos, que me pedían a gritos que lo besara...
-Si tenemos suerte, sí-consintió, pasándome un brazo por la cintura y pellizcándome.
Definitivamente, mi estancia allí no iba a estar tan mal, después de todo.
Me llevó hasta el piso de abajo, señalándome la cocina, la inmensa sala de estar (de acuerdo, sabían cómo gastárselas en Inglaterra), y la gran cristalera que daba a un jardín en el que, oh, dios. Había piscina.
Evidentemente, no se podía comparar en glamour con las piscinas de las azoteas de los edificios de mi barrio, pero algo era algo, y agradecería tener un lugar en el que ahogarme si aquellas vacaciones forzadas duraban más de una semana... y Tommy era de los típicos que se echaban novia y no echaban una canita al aire de vez en cuando.
Me estremecí, y sentí cómo se sonreía.
-¿Sabes nadar?
-Te sorprenderías si supieras la cantidad de cosas que sé hacer en el agua-murmuré, separándome de su abrazo y acercándome a la inmensa puerta de cristal. Mil y un soles se reflejaban en el agua, todos distintos y cambiantes con cada segundo que pasaba.
-¿Seguimos?
Asentí, y fui tras él en el final de un tour que concluyó en el sótano, una gran sala decorada con pósteres de diferentes clases: desde jugadores de baloncesto a futbolistas, pasando por paisajes diseñados claramente por ordenador, a portadas de videojuegos tan épicas como sus historias. Si alguien o algo era importante en el mundo masculino, estaba en esa pared.
Tommy se dejó caer en uno de los enormes sillones de cuero que se encaraban a una televisión de una pantalla tan grande que apenas cabía en la pared. Cerró los ojos un momento, reclinando la cabeza hacia atrás.
Mientras tanto, caí en la cuenta de la gran ausencia silenciosa que no había hecho acto de presencia hasta entonces.
-¿Dónde tenéis los premios?
Abrió los ojos y se me quedó mirando.
-¿Qué premios?
-Los de tu padre-espeté, envarándome. ¿Cómo que qué premios? Ni que nadie en aquella casa fuera famoso por sí mismo aparte de Louis.
-¿Quieres verlos?
Volví a asentir con la cabeza, ganándome un suspiro y un “está bien” susurrado a regañadientes (¿por qué?) y una palmada en el sofá antes de que volviera a levantarse y me llevara, ya sin tocarme, lejos de aquella habitación. Eché un último vistazo por encima del hombro a la mesa de billar antes de apagar la luz.
Contra todo pronóstico, no me llevó a ninguna habitación secreta en el piso de arriba cuyas luces se encendieran nada más abrir la puerta, sino a un cuarto semiescondido en las escaleras que llevaban a la sala de juegos. El pomo se giró con un simple chasquido, algo muy pobre para una habitación que seguramente estuviese presidida por un orgulloso Grammy, bien en el centro cual sol en su propio sistema solar, bien en la parte más alta, vigilando todas las hazañas hechas materia de la banda de nuestros padres.
La decepción fue brutal: lejos de una sala orgullosa que brillase con luz propia, aquello era poco más que la despensa de mi casa en Nueva York; los premios se repartían por estanterías dependiendo de su tamaño, no de su importancia; sólo un grupo reducido de estatuillas (que en un principio confundí con Oscars, hasta que terminé relacionando con las de mi padre, los Brits) se alzaban con orgullo en la zona más alta de la estantería más poblada de la sala. Todos aquellos reconocimientos se apelotonaban entre ellos como si no su dueño quisiera que se hiciesen amigos, más que poder contemplarlos y evocar los recuerdos de su aceptación.
En el medio de la sala no había ninguna especie de atril con el Nobel de la Música contenido en el centro, tras cristales de varios centímetros de grosor e iluminación que le dibujara mil y una constelaciones en una superficie que me sabía de memoria (papá no lo tenía así ni de coña, sino más bien a la vista; se enorgullecía de ello como la hazaña que era, y permitía a todos y cada uno de nuestros visitantes echarle un vistazo apenas abrir la puerta, sólo había que girar la cabeza y mirar al salón), sino una mesa, una silla y una lámpara. La mesa, de un blanco que una vez fue virgen, se había convertido en una especie de leopardo azul y negro.
-Mi padre escribe aquí-explicó Tommy, que apenas había traspasado el umbral de la puerta y contemplaba la sala con respeto reverencial. Me sorprendió que no se echara al suelo y comenzase a rezarles a aquellos objetos; realmente parecía sorprendido de verlos, como un beato a quien se le aparece su dios, como si nunca hubiera estado en aquella habitación...
-Entonces, ¿no tenéis aquí el Grammy? No lo he visto en toda la casa. ¿Está en su habitación?
Por fin, sus ojos volvieron a mí, pero me miraron prácticamente sin ver.
-No, no; está aquí. Está...en...-se aclaró la garganta. Ni que la habitación fuera a comérselo-. Está ahí-señaló una caja marrón, escondida tras varias tablas de surf (ah, los Teen Choice), en un rincón tan discreto que sería fácil pasarlo por alto.
-¿Ahí? ¿Tenéis el Grammy ahí?
Si mis padres me habían enseñado algo, era a respetar a los frutos del trabajo propio, y cuanto más duro fuese éste, más respecto merecían tales frutos.
Y, desde luego, el premio más importante de la música no se merecía estar escondido en una caja de cartón marrón, sin nada escrito, detrás de unas simples tablas de surf, en una esquina de una habitación cuyo tamaño no era nada en comparación con mi guardarropa.
-A papá no le gusta tenerlo a la vista cuando escribe. Dice que lo distrae.
Alcé las cejas. A mí también me distraerían los brillos del Wonder Bra de Victoria's Secret, pero eso no significaba que fuese a renunciar a ponérmelo alguna vez en mi vida. Es más, en mi grupo de amigas, decíamos que si una chica decía no querer llevarlo, o bien era una zorra mentirosa, o bien demasiado fea como para que tal maravilla pudiese hacer nada por desviar la atención de su cara o de su cuerpo.
No estaba jodidamente loca, evidentemente.
Pero Louis, dadas las circunstancias, no podría decir lo mismo.
-¿Puedo verlo, al menos?
Tal vez todo tuviese una explicación; tal vez se les hubiese caído mientras lo limpiaban y se hubiese abollado y, presas de la vergüenza, no habrían querido pedir otro, y lo habrían escondido allí para que nadie lo encontrase por casualidad.
-Eh... claro, supongo, sí-la voz le temblaba. Sí, tenía que estar abollado o algo.
Dio un paso en mi dirección, luego otro, y otro más. Miró en derredor, sus ojos se relajaron, sus hombros cayeron, como si llevara mucho tiempo cargando 10 kilos en cada mano. Se acercó sigilosamente a la caja, de la misma manera que haría un cuidador con un león dormido, estiró el brazo, y...
… se oyó un coche fuera.
Dejó la espalda tiesa de un brinco, me cogió de la mano, y me sacó de allí.
Joder, al final papá y mamá todavía me habrán mandado aquí para hacerlos normales, pensé, echándole un último vistazo a aquella triste caja en la que se tenía que esconder, a la fuerza, el alzamiento y la caída de una familia entera.


jueves, 9 de abril de 2015

El séptimo arte, el verdadero.

 Lo que odio del teatro es precisamente lo forzado que es, lo “teatrero” que resulta. Claro que muchas veces la exageración es necesaria para que el espectador de la última fila sepa lo que ocurre en el escenario, pero el problema llega cuando en un cine en cada asiento se ve lo mismo: un movimiento natural, una persona siendo y no actuando con más fuerza para que todo el mundo sepa lo que está ocurriendo: que si estira el brazo para alcanzar  un vaso de agua cuando lo tienes a dos decímetros, que si ríete a carcajadas de un chiste que no te parece nada del otro mundo, que si susurra de tal manera que te oigan a veinte metros… no es real, no es nada real, y la actuación debería ser la realidad representada tal y como es. Sin aditivos, ni susurros gritados, ni estiramientos del brazo para algo que tienes al alcance de la mano.
Además, es un trabajo en equipo entre el actor y el público: estás masticando y mordiendo aire, sosteniendo unos cubiertos de éter…y el espectador ve cosas que no están ahí. Construye un muro cuyos ladrillos le proporcionas tú, pero él los coloca a su antojo, y los modela y pinta del color que desea, y con él hace una cerca, un castillo o un puente sin que tú, que en teoría eres el artista, puedas hacer nada por impedirlo. En el cine no pasa lo mismo: allí tú construyes tu castillo, pudiendo empezarlo por el tejado, seguir por las paredes, pasar a los cimientos y luego colocando las ventanas, hasta que al fin tienes tu palacio, y el espectador vaga por sus pasillos, maravillado por cada reliquia que hay entre sus muros, y lo único que puede imaginar es quién vive allí.
Pero, claro, “el teatro es actuar de verdad”.
Meryl actúa de mentira.
Leo actúa de mentira .
Angelina actúa de mentira .
Emma actúa de mentira .
Logan actúa de mentira .
Shailene actúa de mentira .
Ansel actúa de mentira .
Jennifer Aniston actúa de mentira .
George Clooney actúa de mentira .
Brad Pitt actúa de mentira .
Will Smith actúa de mentira .
Johnny Depp actúa de mentira .
Mila Kunis actúa de mentira .
Liz Taylor actúa de mentira .
Audrey Hepburn actúa de mentira .
Ewan McGregor actúa de mentira .
Colin Firth actúa de mentira .
Danny DeVito actúa de mentira .
Robert De Niro actúa de mentira .
Jack Nicholson actúa de mentira .
Anne Hathaway actúa de mentira. Pues, chica, qué quieres que te diga. Prefiero mil veces la mentira, porque da para más.

domingo, 5 de abril de 2015

Terivision: El exótico hotel Marigold.

Ahora que se van acabando las vacaciones, pequeño, te traigo una nueva reseña de una película que he visto hace poco, a pesar de que se estrenó en 2012. Es:
El exótico hotel Marigold.
Esta película narra la historia de 7 ancianos/personas de mediana edad (dependiendo de dónde pienses tú que empieza la ancianidad) que, impulsados por diversas razones, deciden pasar el "otoño de su vida", como se le llama en la película, en un hotel en plena India, es decir, el Marigold. Pero cuando llegan a éste, se encuentran con poco más que un edificio en ruinas que está siendo remodelado, siendo el folleto en el que se basaron para tomar la decisión de mudarse una quimera que está lejos, temporalmente hablando, de alcanzarse. Con todo, gracias a la insistencia del director del hotel, un joven ilusionado con su trabajo y sus sueños, deciden quedarse y darle una oportunidad al edificio en particular y al país en general. Y así se empiezan a desarrollar una serie de historias entrelazadas que me recordaron muchísimo a Love actually, Historias del día de san Valentín o Noche de fin de año.
Como puedes ver ya en el cartel de la película, ésta se compone de un reparto de lujo en el que tengo que destacar especialmente a Maggie Smith (viva Gryffindor). No me malinterpretes; todos hacen un papel excelente que te hace comprender por qué llevan tantos años en la industria del cine, pero, al margen de que yo ya miraba con más atención a Maggie por motivos evidentes, es que la señora brilla con luz propia. Interpreta a una anciana que debe operarse de la cadera y, a pesar de ser xenófoba como ella sola, termina accediendo a ir a la India para poder adelantar una cirugía que, de lo contrario, se alargaría un año. Con frases directas y totalmente sinceras ("¿Un año? A mi edad no se pueden hacer planes a tan largo plazo, ¡ni siquiera compro los plátanos verdes!"), y expresiones que no se quedan atrás, Maggie te regala una actuación que consigue que un personaje de por sí repelente (la edad no es excusa completa para su comportamiento) se te haga una anciana entrañable a la que le quieres morder un moflete. O los dos. O ninguno, si no eres como yo y no tienes un trastorno que te haga desear hincarles el diente a los mofletes de la gente que te caiga bien.
El resto del reparto se compone de una Judi Dench que busca trabajo en un país cuya economía crece a pasos agigantados, un juez del Tribunal Supremo de Inglaterra buscando el antiguo amor (cuando le cuenta esto al personaje de Maggie debes prestarle atención a su reacción, de verdad, no tiene desperdicio), un matrimonio que intenta recuperar la pasión perdida una vez y dos solteros en busca de alguien con quien compartir soledad. Sin olvidar, claro está, al director del hotel, interpretado por Dev Patel (a quien conocerás, seguramente, por Slumdog millionaire), un joven trabajador que sabe que los sueños no se alcanzan solos, sino que debes trabajar para obtenerlos, y a quien ponen en un aprieto al obligarle a elegir entre su amor y la obediencia a su familia, que quiere que renuncie a su relación con su novia para casarse con una amiga de la familia, algo muy común en la India (y, tristemente, en muchos más países).
A pesar de tratarse de una película sobre el "otoño de la vida", ésta no cae en lo que suelen hacerlo otras, como la autocompasión o el intentar darle lástima al espectador, sino todo lo contrario: los protagonistas se buscan la vida, y no renuncian en ningún momento a su independencia ni a su propia voluntad para llevar a cabo sus planes. Algunos lo conseguirán más fácilmente, otros, no tanto, pero ninguno de ellos se rinde ante el inexorable paso del tiempo, y continúan con sus vidas, queriendo aprovechar la experiencia que están viviendo al máximo, salvo alguna excepción.
De esta película destacaría sobre todo el guión. No es que los planos no sean buenos, y el color no se queda atrás, pero es precisamente un guión cargado de frases que te invitan a reflexionar y sonreír a partes iguales lo que me ha conquistado de la película.
Lo mejor: el mensaje que me ha transmitido, algo así como "nunca es tarde para perseguir un sueño, y no pierdes el tiempo si lo inviertes en seguirlo", así como la tolerancia.
Lo peor: me habría gustado que se hiciera más introspección en la cultura India, que los personajes interactuasen un poco más con los habitantes y que se le diera al espectador más información sobre sus tradiciones, no sólo un puñado de gastronomía y rituales funerarios.
La molécula efervescente: una grulla alzando el vuelo en uno de los momentos claves de la película. Una escena preciosa con colores preciosos.
Grado cósmico: Estrella galáctica [4.5/5]
¿Y tú? ¿La has visto? ¿También te han entrado ganas de vivir un tiempo en la India?
Pues ya sabes, ¡deja un comentario! ☺