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Ya sé que soy una inconstante de mierda, pero dicen que lo bueno se hace esperar.
Lo que yo hago, obviamente, tenía que ser la excepción que confirmase la regla. En fin, ¡que lo disfrutes!
Alcé las cejas cuando, nada más salir del taxi y apenas llegar a casa, la amiga de mi madre decidió marginarme empezando a balbucear un idioma satánico que, supuse, era en el que se había criado y en el que aún pensaba. Le hizo un gesto en dirección a mis maletas a su hijo, que asintió con la cabeza, pero, dado que el murmullo no terminaba, decidí intervenir.
Ya sé que soy una inconstante de mierda, pero dicen que lo bueno se hace esperar.
Lo que yo hago, obviamente, tenía que ser la excepción que confirmase la regla. En fin, ¡que lo disfrutes!
Alcé las cejas cuando, nada más salir del taxi y apenas llegar a casa, la amiga de mi madre decidió marginarme empezando a balbucear un idioma satánico que, supuse, era en el que se había criado y en el que aún pensaba. Le hizo un gesto en dirección a mis maletas a su hijo, que asintió con la cabeza, pero, dado que el murmullo no terminaba, decidí intervenir.
Se mostró más
escandalizada de lo que pensé que nadie podría mostrarse nunca
cuando le hice saber que no había comprendido una sola palabra de lo
que había dicho. ¿Cómo iba a hacerlo? Ni que fuera un idioma
existente el que estuviera usando; aquel festival de os no podía ser
una lengua de verdad.
-¿No hablas
español?
-No-respondí, como
si fuera la cosa más normal del mundo, porque de hecho lo era.
El español se hablaba en España y en todos los países de México
para abajo, y yo sabía la suficiente geografía como para conocer mi
posición con respecto a México: no estaba debajo, sino encima de
él.
Los únicos
vestigios que había del idioma de Amancio Ortega en mi ciudad eran
los gritos de los taxistas del Bronx.
Y algunos
californianos que se pasaban de listos y se negaban a olvidar el
idioma de sus padres.
Pero no, no hablaba
español. No te sirve para nada siendo americano, y el francés se
utiliza más en las zonas por las que yo me muevo: la verdadera élite
de la sociedad mundial.
Bueno, ya no te
mueves por ahí, seguramente te hagan aprenderlo.
Me estremecí ante
la sola idea de aprender el idioma de los taxistas y la gente de los
barrios más pobres de Nueva York. No me dejaría caer tan bajo, no
consentiría en pasar de vivir en los áticos más selectos de la
ciudad más codiciada del mundo a escupir los mismos sonidos que la
gente que se ganaba la vida llevando a mil personas distintas de un
lado para otro en un día.
Me suicidaría
antes.
El hijo de mi
anfitriona regaló al aire una frase en el idioma de su madre, quien
le lanzó una mirada envenenada, mientras yo decidía que lo que
tenía de guapo lo tenía de gilipollas. Suerte que no te follases a
los cerebros.
-Bueno, eh... Creí
que Noemí te enseñaría-explicó, y yo abrí aún más los ojos. Mi
madre podía haberme enviado a la otra punta del mundo, pero todo
tenía un límite en esta vida, y enseñarme ese idioma era uno de
ellos-. De acuerdo... nada de español-suspiró y sus hombros se
hundieron; parecía que le había hecho ilusión poder comunicarse
conmigo en esa lengua de pordioseros. Pues no.
-¿No sabes ni una
palabra? ¿Ni una sola?-inquirió Thomas, después de decidir que
finalmente merecía comprender sus pensamientos de lumbrera.
-Fiesta-respondí.
Erika lanzó un
suspiro que bien podría haber derribado su casa.
Thomas, sin
embargo, gorgoteó de nuevo en aquel idioma cuyas palabras se me
escapaban.
-Tommy-respondió
su madre en tono amenazante, y él alzó las manos, agarró mis
maletas y subió unas escaleras de cuya existencia no me había
percatado.
-¿Qué está...?
-Te hemos preparado
la habitación del ático. Es lo mejor que se nos ha ocurrido en un
fin de semana. Eso sí, está amueblada-explicó rápidamente, como
si un ático de por sí no fuese ya lo mejor que le podía pasar a
una chica-. Louis no... ha llegado a casa aún, y tengo que ir a
recoger a mis hijos.
-Sí, pero, ¿mis
maletas?
Sonrió.
-Me imagino que el
viaje habrá sido agotador, así que... Tommy podía subírtelas.
Date una vuelta por la casa, vete familiarizándote con todo. Ya
sabes, esto... estás en tu casa. Literalmente.
-Yo le daré un
tour, mamá-se ofreció el chico, con una sonrisa en los labios que
no era tan dulce como la de Erika. Ella asintió, me volvió a
abrazar (dios mío por favor deja de tocarme ya), nos dedicó una
despedida rápida y desapareció por la misma puerta por la que yo
había entrado.
Me quedé allí
parada, sin saber muy bien qué hacer, contemplando los muebles del
espacioso salón y las ventanas del otro lado de la estancia, que
daban a un jardín bañado en una luz dorada increíble para las
afueras de Londres en esa época del año.
-¿Me acompañáis
a vuestros aposentos, alteza?-se burló el inglés. Me apeteció
darle una bofetada, y lo habría hecho de no saber que estaba en
campo rival y llevaba las de perder, de modo que subí las escaleras
con la mayor elegancia que había reunido en mi vida y lo seguí por
un pasillo de luces polarizadas, concentradas en sus extremos, hasta
unas escaleras a las que poco les faltaba para ser de pared. Cargando
la maleta con un brazo (joder, menudos bíceps) empujó la trampilla
del techo hasta abrirla del todo para, a continuación, dejar mi
maleta y tender la mano hacia la otra.
-¿Te importa?
Le acerqué mi otra
maleta de un puntapié; después, me di cuenta de que en ella había
cosas mías, y quise pegarme.
Para colmo, a él
le divirtió mi berrinche, y no se molestó en ocultarlo. Una vez
subido todo mi equipaje, desapareció por la trampilla y silbó.
-Venga, americana.
Mi castillo es grande.
Me acerqué a la
escalera, preguntándome cuánto tardaría en morir de hambre si se
la quitaba y le decía a su madre que se había ido de vacaciones.
Pero, claro, él daría gritos. Me agarré con fuerza a ella y subí
el primer escalón.
No pasó nada.
Otro más.
Tampoco.
Otro.
Parecía que la
escalera aguantaba, que no me odiaba y que no tenía preferencia por
el mayor de los Tomlinson. Lógico.
Emergí a mi nueva
habitación ayudada por la mano que me tendió en un alarde de
caballerosidad que no me esperaba y no hizo otra cosa que encenderme.
La habitación no
tenía comparación con la que había dejado atrás en Nueva York,
eso estaba claro. Sin embargo, tenía su propio encanto, y debía
reconocer que, quien fuera que la hubiese decorado (y estaba bastante
segura de que había sido mi nueva madre, intentando ganarse mi
amistad) lo había hecho de acuerdo con mis gustos y mis
preferencias, tal y como había sucedido con mi pequeño imperio en
la cima del mundo en la capital del mundo.
Aunque era pequeña
para mi gusto, debía reconocer que había espacio de sobra para
poder existir con tranquilidad: la cama, redonda, estaba situada al
fondo del todo, debajo de una claraboya que arrojaba su luz a los
pies de ésta; dos mesitas flanqueaban el círculo que gobernaba la
estancia. A un lado, un armario más grande de lo que me hubiera
esperado (me pregunté cómo habrían hecho para meter las piezas
allí, a no ser que se hubieran ayudado con un helicóptero que
pudiera levantar tejados y volverlos a colocar en cuestión de
segundos), un sofá enfrentado a él, y una televisión en una
esquina, seguida de un tocador con las típicas luces de los
camerinos de Broadway que a mí me encantaban, y lo bastante amplio
como para albergar toda una edición limitada de una de las
colecciones a las que Chanel nos tenía acostumbrados.
Todo eso, vigilado
por cuadros de las actrices y modelos más grandes que había dado la
humanidad.
Uno más grande que
los demás, de Barbara Palvin, capturó mi atención, consiguiendo
que mi nueva familia no me cayese tan mal de repente. Tal vez
estuviese a gusto allí, siempre y cuando no me relacionase demasiado
con los pretenciosos ingleses. Sí, podía vivir bien.
-¿Todo a tu
gusto?-dijo Thomas. Me volví para mirarlo: se había sentado al
borde de mi cama y, apoyándose en las manos, tenía una expresión
de amo absoluto del universo, reforzada por su sonrisa traviesa y sus
ojos azules como el cielo que se colaba a través de la ventana del
techo chispeando de diversión.
-Ya lo
creo-repliqué, recuperando la esencia que me había dejado olvidada
en el taxi y escaneándolo de arriba a abajo. Su sonrisa se ensanchó
un poco más. Me contoneé hacia él y me senté a su lado en la
cama, lo suficiente cerca como para que nuestras rodillas se rozaran.
Paseé la mirada
por sus brazos, subí por su cuello, me detuve en su boca (que seguía
teniendo un aspecto muy apetecible) y me concentré en sus ojos. Me
aparté el pelo de la cara y susurré:
-¿Me enseñas más?
Él se echó a
reír, se apartó de mí (¿a dónde cojones vas?), asintió
con la cabeza (oh, me va a hacer un strip tease), me tendió
la mano (pero qué coño hace) y tiró de mí cuando la acepté (¿le
va follar de pie? Me encanta), para llevarme a la trampilla
(pero) y descender (?????) y contemplarme desde abajo
(quería que te desnudaras, no que me enseñaras tu puta casa de
mierda, por dios).
-Diana-me llamó, y
mi nombre sonaba como la palabra más sucia en tocada en sus cuerdas
vocales.
-Thomas-repliqué,
bajando las escaleras y volviendo a aceptar la mano que me tendió.
-Tommy-me corrigió.
-¿Y si no quiero?
-Es tu puto
problema. Sólo respondo de ese nombre con gente mayor que yo.
-¿Cuántos años
tienes?
-17.
Sonreí.
-¿Cuánto hace que
tienes 17?
-Bastante-sonrió.
Sólo esperaba que
la única referencia que fuera a haber de Crepúsculo en
nuestra relación fuera esa... y el sexo salvaje en casas
increíblemente lujosas.
Alcé una ceja.
-Mi madre compró
los dvds de toda la saga cuando salieron.
-¿Todos?
-Los putos
Blu-Rays.
-Dios mío.
-La edición
especial.
-Dios. Mío.
Se echó a reír.
Tenía una risa muy bonita, eso tenía que admitirlo.
-A los seis meses
dejó de gustarle, pero nos los pone de vez en cuando.
-¿Cuando quiere
castigaros?
-Ella dice que es
para que no nos olvidemos del español, pero... siempre coincide
cuando yo me porto mal.
-Puede que, a
partir de ahora, vayas a verlos más a menudo-espeté. Nos miramos un
momento y luego nos echamos a reír.
-Vamos-me tomó de
la mano y yo sentí cómo se me encendían las mejillas, y la última
vez que había pasado esto fue en una de mis primeras pruebas, en los
que tuve que desnudarme para ver si daba la talla-. Te enseñaré mi
casa.
Cabe destacar que
no opuse más resistencia que la de mi cuerpo rozando el aire cuando
me arrastró por su casa. La verdad era que no me interesaba lo más
mínimo ver dónde vivía, pero por lo menos podía estar cerca de
él, podía estudiarlo, ver cómo se movía y admirar los ángulos
que hacía su cuerpo; ángulos a los que estaba acostumbrada pero, a
la vez, no.
Me condujo hasta el
final del pasillo en cuyo centro se encontraban las escaleras a mi
habitación (me di cuenta entonces de que estaba en la parte más
alta de la casa, y me pregunté si Erika lo habría hecho a posta o
si realmente era algo en lo que no había reparado, pero era, cuanto
menos, irónico), para hacer que me asomase a una ventana que daba a
la calle, y desde la que se veían el resto de casas unifamiliares
(pero qué gente más rara eran los ingleses, dios mío), todas
diferentes e iguales a la vez. Asentí con la cabeza, y él pilló lo
que quería decir, porque volvió a cogerme de la mano y a tirar de
mí para que lo siguiera, como si no confiara en que fuera a saber ir
por un pasillo recto yo sola.
Se notaba que no
había estado en Nueva York en su vida; de lo contrario, sabría que
un neoyorquino no se pierde con tanta facilidad. Y, desde luego, no
en una casa cuya construcción imitaba sin cortarse un pelo la de mi
ciudad natal, la capital del imperio que era el mundo.
Me señaló dos
puertas de la que regresábamos al centro del pasillo; una estaba
cerrada, la otra, ligeramente entreabierta. Por la ranura se
entreveía una pared de diferentes colores, una litera y un tren de
juguete. La habitación de su hermano, pensé, sumando dos más
dos.
Por la puerta
cerrada, por el contrario, no podáis adivinar quién vivía allí.
Ni siquiera se escapaba ninguna luz que te diera una pista sobre la
entidad de quien pudiera esconderse tras ella.
-Es la de mi
hermana-explicó él, al notar cómo me detenía un momento. Tenía
la secreta esperanza de que la puerta me reconociera y se abriese
mágicamente ante mí para desvelar todos los secretos que con tanto
celo parecía proteger.
Asentí con la
cabeza.
-¿Cuántos años
tiene?
-Cumple 16 en
enero.
-O sea... que es un
poco más pequeña que yo.
-Supongo-se limitó
a contestar; de repente había perdido todo interés por mí. ¿Era
imbécil?
Quiero decir,
¿seguro que me había visto bien?
Llegamos de nuevo
al pequeño hueco en la pared, poblado por estanterías cargadas con
libros apilados de todas las maneras posibles, de manera que
encajasen como un tetris, en el que se encontraba la escalera para
subir a mi habitación/ático. Me indicó con un gesto de la cabeza
el resto del pasillo:
-La habitación de
mis padres-dijo, señalando una puerta al fondo por el que se colaba
la luz-, mi habitación-señaló a la de al lado, y yo me paré a
pensar un segundo en si habría escuchado a sus padres follando
alguna vez. Y me tuve que estremecer, porque no podía imaginarme
nada más jodido que oír a tus padres... bueno, jodiendo-, y el
baño.
Ofendiéndome cada
vez más por lo poco que sus ojos se posaban en mí, y aprovechando
cualquier excusa para acercarme a él y poder tocar más piel, me
arrimé y me froté cual gata contra su costado.
-Tal vez podamos
usar algún día tu habitación.
Sus ojos se
encontraron con los míos, azul con verde, y en aquel cielo infinito
explotó una estrella más brillante que el sol. Una sonrisa cambió
la forma de su boca, de sus labios finos, que me pedían a gritos que
lo besara...
-Si tenemos suerte,
sí-consintió, pasándome un brazo por la cintura y pellizcándome.
Definitivamente, mi
estancia allí no iba a estar tan mal, después de todo.
Me llevó hasta el
piso de abajo, señalándome la cocina, la inmensa sala de estar (de
acuerdo, sabían cómo gastárselas en Inglaterra), y la gran
cristalera que daba a un jardín en el que, oh, dios. Había piscina.
Evidentemente, no
se podía comparar en glamour con las piscinas de las azoteas de los
edificios de mi barrio, pero algo era algo, y agradecería tener un
lugar en el que ahogarme si aquellas vacaciones forzadas duraban más
de una semana... y Tommy era de los típicos que se echaban novia y
no echaban una canita al aire de vez en cuando.
Me estremecí, y
sentí cómo se sonreía.
-¿Sabes nadar?
-Te sorprenderías
si supieras la cantidad de cosas que sé hacer en el agua-murmuré,
separándome de su abrazo y acercándome a la inmensa puerta de
cristal. Mil y un soles se reflejaban en el agua, todos distintos y
cambiantes con cada segundo que pasaba.
-¿Seguimos?
Asentí, y fui tras
él en el final de un tour que concluyó en el sótano, una gran sala
decorada con pósteres de diferentes clases: desde jugadores de
baloncesto a futbolistas, pasando por paisajes diseñados claramente
por ordenador, a portadas de videojuegos tan épicas como sus
historias. Si alguien o algo era importante en el mundo masculino,
estaba en esa pared.
Tommy se dejó caer
en uno de los enormes sillones de cuero que se encaraban a una
televisión de una pantalla tan grande que apenas cabía en la pared.
Cerró los ojos un momento, reclinando la cabeza hacia atrás.
Mientras tanto, caí
en la cuenta de la gran ausencia silenciosa que no había hecho acto
de presencia hasta entonces.
-¿Dónde tenéis
los premios?
Abrió los ojos y
se me quedó mirando.
-¿Qué premios?
-Los de tu
padre-espeté, envarándome. ¿Cómo que qué premios? Ni que nadie
en aquella casa fuera famoso por sí mismo aparte de Louis.
-¿Quieres verlos?
Volví a asentir
con la cabeza, ganándome un suspiro y un “está bien” susurrado
a regañadientes (¿por qué?) y una palmada en el sofá antes
de que volviera a levantarse y me llevara, ya sin tocarme, lejos de
aquella habitación. Eché un último vistazo por encima del hombro a
la mesa de billar antes de apagar la luz.
Contra todo
pronóstico, no me llevó a ninguna habitación secreta en el piso de
arriba cuyas luces se encendieran nada más abrir la puerta, sino a
un cuarto semiescondido en las escaleras que llevaban a la sala de
juegos. El pomo se giró con un simple chasquido, algo muy pobre para
una habitación que seguramente estuviese presidida por un orgulloso
Grammy, bien en el centro cual sol en su propio sistema solar, bien
en la parte más alta, vigilando todas las hazañas hechas materia de
la banda de nuestros padres.
La decepción fue
brutal: lejos de una sala orgullosa que brillase con luz propia,
aquello era poco más que la despensa de mi casa en Nueva York; los
premios se repartían por estanterías dependiendo de su tamaño, no
de su importancia; sólo un grupo reducido de estatuillas (que en un
principio confundí con Oscars, hasta que terminé relacionando con
las de mi padre, los Brits) se alzaban con orgullo en la zona más
alta de la estantería más poblada de la sala. Todos aquellos
reconocimientos se apelotonaban entre ellos como si no su dueño
quisiera que se hiciesen amigos, más que poder contemplarlos y
evocar los recuerdos de su aceptación.
En el medio de la
sala no había ninguna especie de atril con el Nobel de la Música
contenido en el centro, tras cristales de varios centímetros de
grosor e iluminación que le dibujara mil y una constelaciones en una
superficie que me sabía de memoria (papá no lo tenía así ni de
coña, sino más bien a la vista; se enorgullecía de ello como la
hazaña que era, y permitía a todos y cada uno de nuestros
visitantes echarle un vistazo apenas abrir la puerta, sólo había
que girar la cabeza y mirar al salón), sino una mesa, una silla y
una lámpara. La mesa, de un blanco que una vez fue virgen, se había
convertido en una especie de leopardo azul y negro.
-Mi padre escribe
aquí-explicó Tommy, que apenas había traspasado el umbral de la
puerta y contemplaba la sala con respeto reverencial. Me sorprendió
que no se echara al suelo y comenzase a rezarles a aquellos objetos;
realmente parecía sorprendido de verlos, como un beato a quien se le
aparece su dios, como si nunca hubiera estado en aquella
habitación...
-Entonces, ¿no
tenéis aquí el Grammy? No lo he visto en toda la casa. ¿Está en
su habitación?
Por fin, sus ojos
volvieron a mí, pero me miraron prácticamente sin ver.
-No, no; está
aquí. Está...en...-se aclaró la garganta. Ni que la habitación
fuera a comérselo-. Está ahí-señaló una caja marrón, escondida
tras varias tablas de surf (ah, los Teen Choice), en un rincón
tan discreto que sería fácil pasarlo por alto.
-¿Ahí? ¿Tenéis
el Grammy ahí?
Si mis padres me
habían enseñado algo, era a respetar a los frutos del trabajo
propio, y cuanto más duro fuese éste, más respecto merecían tales
frutos.
Y, desde luego, el
premio más importante de la música no se merecía estar escondido
en una caja de cartón marrón, sin nada escrito, detrás de unas
simples tablas de surf, en una esquina de una habitación cuyo tamaño
no era nada en comparación con mi guardarropa.
-A papá no le
gusta tenerlo a la vista cuando escribe. Dice que lo distrae.
Alcé las cejas. A
mí también me distraerían los brillos del Wonder Bra de
Victoria's Secret, pero eso no significaba que fuese a renunciar a
ponérmelo alguna vez en mi vida. Es más, en mi grupo de amigas,
decíamos que si una chica decía no querer llevarlo, o bien era una
zorra mentirosa, o bien demasiado fea como para que tal maravilla
pudiese hacer nada por desviar la atención de su cara o de su
cuerpo.
No estaba
jodidamente loca, evidentemente.
Pero Louis, dadas
las circunstancias, no podría decir lo mismo.
-¿Puedo verlo, al
menos?
Tal vez todo
tuviese una explicación; tal vez se les hubiese caído mientras lo
limpiaban y se hubiese abollado y, presas de la vergüenza, no
habrían querido pedir otro, y lo habrían escondido allí para que
nadie lo encontrase por casualidad.
-Eh... claro,
supongo, sí-la voz le temblaba. Sí, tenía que estar abollado o
algo.
Dio un paso en mi
dirección, luego otro, y otro más. Miró en derredor, sus ojos se
relajaron, sus hombros cayeron, como si llevara mucho tiempo cargando
10 kilos en cada mano. Se acercó sigilosamente a la caja, de la
misma manera que haría un cuidador con un león dormido, estiró el
brazo, y...
… se oyó un
coche fuera.
Dejó la espalda
tiesa de un brinco, me cogió de la mano, y me sacó de allí.
Joder, al final
papá y mamá todavía me habrán mandado aquí para hacerlos
normales, pensé, echándole un último vistazo a aquella triste
caja en la que se tenía que esconder, a la fuerza, el alzamiento y
la caída de una familia entera.
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