sábado, 11 de abril de 2015

Los putos blu-rays, la edición especial.

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Ya sé que soy una inconstante de mierda, pero dicen que lo bueno se hace esperar.
Lo que yo hago, obviamente, tenía que ser la excepción que confirmase la regla. En fin, ¡que lo disfrutes!


Alcé las cejas cuando, nada más salir del taxi y apenas llegar a casa, la amiga de mi madre decidió marginarme empezando a balbucear un idioma satánico que, supuse, era en el que se había criado y en el que aún pensaba. Le hizo un gesto en dirección a mis maletas a su hijo, que asintió con la cabeza, pero, dado que el murmullo no terminaba, decidí intervenir.
Se mostró más escandalizada de lo que pensé que nadie podría mostrarse nunca cuando le hice saber que no había comprendido una sola palabra de lo que había dicho. ¿Cómo iba a hacerlo? Ni que fuera un idioma existente el que estuviera usando; aquel festival de os no podía ser una lengua de verdad.
-¿No hablas español?
-No-respondí, como si fuera la cosa más normal del mundo, porque de hecho lo era. El español se hablaba en España y en todos los países de México para abajo, y yo sabía la suficiente geografía como para conocer mi posición con respecto a México: no estaba debajo, sino encima de él.
Los únicos vestigios que había del idioma de Amancio Ortega en mi ciudad eran los gritos de los taxistas del Bronx.
Y algunos californianos que se pasaban de listos y se negaban a olvidar el idioma de sus padres.
Pero no, no hablaba español. No te sirve para nada siendo americano, y el francés se utiliza más en las zonas por las que yo me muevo: la verdadera élite de la sociedad mundial.
Bueno, ya no te mueves por ahí, seguramente te hagan aprenderlo.
Me estremecí ante la sola idea de aprender el idioma de los taxistas y la gente de los barrios más pobres de Nueva York. No me dejaría caer tan bajo, no consentiría en pasar de vivir en los áticos más selectos de la ciudad más codiciada del mundo a escupir los mismos sonidos que la gente que se ganaba la vida llevando a mil personas distintas de un lado para otro en un día.
Me suicidaría antes.
El hijo de mi anfitriona regaló al aire una frase en el idioma de su madre, quien le lanzó una mirada envenenada, mientras yo decidía que lo que tenía de guapo lo tenía de gilipollas. Suerte que no te follases a los cerebros.
-Bueno, eh... Creí que Noemí te enseñaría-explicó, y yo abrí aún más los ojos. Mi madre podía haberme enviado a la otra punta del mundo, pero todo tenía un límite en esta vida, y enseñarme ese idioma era uno de ellos-. De acuerdo... nada de español-suspiró y sus hombros se hundieron; parecía que le había hecho ilusión poder comunicarse conmigo en esa lengua de pordioseros. Pues no.
-¿No sabes ni una palabra? ¿Ni una sola?-inquirió Thomas, después de decidir que finalmente merecía comprender sus pensamientos de lumbrera.
-Fiesta-respondí.
Erika lanzó un suspiro que bien podría haber derribado su casa.
Thomas, sin embargo, gorgoteó de nuevo en aquel idioma cuyas palabras se me escapaban.
-Tommy-respondió su madre en tono amenazante, y él alzó las manos, agarró mis maletas y subió unas escaleras de cuya existencia no me había percatado.
-¿Qué está...?
-Te hemos preparado la habitación del ático. Es lo mejor que se nos ha ocurrido en un fin de semana. Eso sí, está amueblada-explicó rápidamente, como si un ático de por sí no fuese ya lo mejor que le podía pasar a una chica-. Louis no... ha llegado a casa aún, y tengo que ir a recoger a mis hijos.
-Sí, pero, ¿mis maletas?
Sonrió.
-Me imagino que el viaje habrá sido agotador, así que... Tommy podía subírtelas. Date una vuelta por la casa, vete familiarizándote con todo. Ya sabes, esto... estás en tu casa. Literalmente.
-Yo le daré un tour, mamá-se ofreció el chico, con una sonrisa en los labios que no era tan dulce como la de Erika. Ella asintió, me volvió a abrazar (dios mío por favor deja de tocarme ya), nos dedicó una despedida rápida y desapareció por la misma puerta por la que yo había entrado.
Me quedé allí parada, sin saber muy bien qué hacer, contemplando los muebles del espacioso salón y las ventanas del otro lado de la estancia, que daban a un jardín bañado en una luz dorada increíble para las afueras de Londres en esa época del año.
-¿Me acompañáis a vuestros aposentos, alteza?-se burló el inglés. Me apeteció darle una bofetada, y lo habría hecho de no saber que estaba en campo rival y llevaba las de perder, de modo que subí las escaleras con la mayor elegancia que había reunido en mi vida y lo seguí por un pasillo de luces polarizadas, concentradas en sus extremos, hasta unas escaleras a las que poco les faltaba para ser de pared. Cargando la maleta con un brazo (joder, menudos bíceps) empujó la trampilla del techo hasta abrirla del todo para, a continuación, dejar mi maleta y tender la mano hacia la otra.
-¿Te importa?
Le acerqué mi otra maleta de un puntapié; después, me di cuenta de que en ella había cosas mías, y quise pegarme.
Para colmo, a él le divirtió mi berrinche, y no se molestó en ocultarlo. Una vez subido todo mi equipaje, desapareció por la trampilla y silbó.
-Venga, americana. Mi castillo es grande.
Me acerqué a la escalera, preguntándome cuánto tardaría en morir de hambre si se la quitaba y le decía a su madre que se había ido de vacaciones. Pero, claro, él daría gritos. Me agarré con fuerza a ella y subí el primer escalón.
No pasó nada.
Otro más.
Tampoco.
Otro.
Parecía que la escalera aguantaba, que no me odiaba y que no tenía preferencia por el mayor de los Tomlinson. Lógico.
Emergí a mi nueva habitación ayudada por la mano que me tendió en un alarde de caballerosidad que no me esperaba y no hizo otra cosa que encenderme.
La habitación no tenía comparación con la que había dejado atrás en Nueva York, eso estaba claro. Sin embargo, tenía su propio encanto, y debía reconocer que, quien fuera que la hubiese decorado (y estaba bastante segura de que había sido mi nueva madre, intentando ganarse mi amistad) lo había hecho de acuerdo con mis gustos y mis preferencias, tal y como había sucedido con mi pequeño imperio en la cima del mundo en la capital del mundo.
Aunque era pequeña para mi gusto, debía reconocer que había espacio de sobra para poder existir con tranquilidad: la cama, redonda, estaba situada al fondo del todo, debajo de una claraboya que arrojaba su luz a los pies de ésta; dos mesitas flanqueaban el círculo que gobernaba la estancia. A un lado, un armario más grande de lo que me hubiera esperado (me pregunté cómo habrían hecho para meter las piezas allí, a no ser que se hubieran ayudado con un helicóptero que pudiera levantar tejados y volverlos a colocar en cuestión de segundos), un sofá enfrentado a él, y una televisión en una esquina, seguida de un tocador con las típicas luces de los camerinos de Broadway que a mí me encantaban, y lo bastante amplio como para albergar toda una edición limitada de una de las colecciones a las que Chanel nos tenía acostumbrados.
Todo eso, vigilado por cuadros de las actrices y modelos más grandes que había dado la humanidad.
Uno más grande que los demás, de Barbara Palvin, capturó mi atención, consiguiendo que mi nueva familia no me cayese tan mal de repente. Tal vez estuviese a gusto allí, siempre y cuando no me relacionase demasiado con los pretenciosos ingleses. Sí, podía vivir bien.
-¿Todo a tu gusto?-dijo Thomas. Me volví para mirarlo: se había sentado al borde de mi cama y, apoyándose en las manos, tenía una expresión de amo absoluto del universo, reforzada por su sonrisa traviesa y sus ojos azules como el cielo que se colaba a través de la ventana del techo chispeando de diversión.
-Ya lo creo-repliqué, recuperando la esencia que me había dejado olvidada en el taxi y escaneándolo de arriba a abajo. Su sonrisa se ensanchó un poco más. Me contoneé hacia él y me senté a su lado en la cama, lo suficiente cerca como para que nuestras rodillas se rozaran.
Paseé la mirada por sus brazos, subí por su cuello, me detuve en su boca (que seguía teniendo un aspecto muy apetecible) y me concentré en sus ojos. Me aparté el pelo de la cara y susurré:
-¿Me enseñas más?
Él se echó a reír, se apartó de mí (¿a dónde cojones vas?), asintió con la cabeza (oh, me va a hacer un strip tease), me tendió la mano (pero qué coño hace) y tiró de mí cuando la acepté (¿le va follar de pie? Me encanta), para llevarme a la trampilla (pero) y descender (?????) y contemplarme desde abajo (quería que te desnudaras, no que me enseñaras tu puta casa de mierda, por dios).
-Diana-me llamó, y mi nombre sonaba como la palabra más sucia en tocada en sus cuerdas vocales.
-Thomas-repliqué, bajando las escaleras y volviendo a aceptar la mano que me tendió.
-Tommy-me corrigió.
-¿Y si no quiero?
-Es tu puto problema. Sólo respondo de ese nombre con gente mayor que yo.
-¿Cuántos años tienes?
-17.
Sonreí.
-¿Cuánto hace que tienes 17?
-Bastante-sonrió.
Sólo esperaba que la única referencia que fuera a haber de Crepúsculo en nuestra relación fuera esa... y el sexo salvaje en casas increíblemente lujosas.
Alcé una ceja.
-Mi madre compró los dvds de toda la saga cuando salieron.
-¿Todos?
-Los putos Blu-Rays.
-Dios mío.
-La edición especial.
-Dios. Mío.
Se echó a reír. Tenía una risa muy bonita, eso tenía que admitirlo.
-A los seis meses dejó de gustarle, pero nos los pone de vez en cuando.
-¿Cuando quiere castigaros?
-Ella dice que es para que no nos olvidemos del español, pero... siempre coincide cuando yo me porto mal.
-Puede que, a partir de ahora, vayas a verlos más a menudo-espeté. Nos miramos un momento y luego nos echamos a reír.
-Vamos-me tomó de la mano y yo sentí cómo se me encendían las mejillas, y la última vez que había pasado esto fue en una de mis primeras pruebas, en los que tuve que desnudarme para ver si daba la talla-. Te enseñaré mi casa.
Cabe destacar que no opuse más resistencia que la de mi cuerpo rozando el aire cuando me arrastró por su casa. La verdad era que no me interesaba lo más mínimo ver dónde vivía, pero por lo menos podía estar cerca de él, podía estudiarlo, ver cómo se movía y admirar los ángulos que hacía su cuerpo; ángulos a los que estaba acostumbrada pero, a la vez, no.
Me condujo hasta el final del pasillo en cuyo centro se encontraban las escaleras a mi habitación (me di cuenta entonces de que estaba en la parte más alta de la casa, y me pregunté si Erika lo habría hecho a posta o si realmente era algo en lo que no había reparado, pero era, cuanto menos, irónico), para hacer que me asomase a una ventana que daba a la calle, y desde la que se veían el resto de casas unifamiliares (pero qué gente más rara eran los ingleses, dios mío), todas diferentes e iguales a la vez. Asentí con la cabeza, y él pilló lo que quería decir, porque volvió a cogerme de la mano y a tirar de mí para que lo siguiera, como si no confiara en que fuera a saber ir por un pasillo recto yo sola.
Se notaba que no había estado en Nueva York en su vida; de lo contrario, sabría que un neoyorquino no se pierde con tanta facilidad. Y, desde luego, no en una casa cuya construcción imitaba sin cortarse un pelo la de mi ciudad natal, la capital del imperio que era el mundo.
Me señaló dos puertas de la que regresábamos al centro del pasillo; una estaba cerrada, la otra, ligeramente entreabierta. Por la ranura se entreveía una pared de diferentes colores, una litera y un tren de juguete. La habitación de su hermano, pensé, sumando dos más dos.
Por la puerta cerrada, por el contrario, no podáis adivinar quién vivía allí. Ni siquiera se escapaba ninguna luz que te diera una pista sobre la entidad de quien pudiera esconderse tras ella.
-Es la de mi hermana-explicó él, al notar cómo me detenía un momento. Tenía la secreta esperanza de que la puerta me reconociera y se abriese mágicamente ante mí para desvelar todos los secretos que con tanto celo parecía proteger.
Asentí con la cabeza.
-¿Cuántos años tiene?
-Cumple 16 en enero.
-O sea... que es un poco más pequeña que yo.
-Supongo-se limitó a contestar; de repente había perdido todo interés por mí. ¿Era imbécil?
Quiero decir, ¿seguro que me había visto bien?
Llegamos de nuevo al pequeño hueco en la pared, poblado por estanterías cargadas con libros apilados de todas las maneras posibles, de manera que encajasen como un tetris, en el que se encontraba la escalera para subir a mi habitación/ático. Me indicó con un gesto de la cabeza el resto del pasillo:
-La habitación de mis padres-dijo, señalando una puerta al fondo por el que se colaba la luz-, mi habitación-señaló a la de al lado, y yo me paré a pensar un segundo en si habría escuchado a sus padres follando alguna vez. Y me tuve que estremecer, porque no podía imaginarme nada más jodido que oír a tus padres... bueno, jodiendo-, y el baño.
Ofendiéndome cada vez más por lo poco que sus ojos se posaban en mí, y aprovechando cualquier excusa para acercarme a él y poder tocar más piel, me arrimé y me froté cual gata contra su costado.
-Tal vez podamos usar algún día tu habitación.
Sus ojos se encontraron con los míos, azul con verde, y en aquel cielo infinito explotó una estrella más brillante que el sol. Una sonrisa cambió la forma de su boca, de sus labios finos, que me pedían a gritos que lo besara...
-Si tenemos suerte, sí-consintió, pasándome un brazo por la cintura y pellizcándome.
Definitivamente, mi estancia allí no iba a estar tan mal, después de todo.
Me llevó hasta el piso de abajo, señalándome la cocina, la inmensa sala de estar (de acuerdo, sabían cómo gastárselas en Inglaterra), y la gran cristalera que daba a un jardín en el que, oh, dios. Había piscina.
Evidentemente, no se podía comparar en glamour con las piscinas de las azoteas de los edificios de mi barrio, pero algo era algo, y agradecería tener un lugar en el que ahogarme si aquellas vacaciones forzadas duraban más de una semana... y Tommy era de los típicos que se echaban novia y no echaban una canita al aire de vez en cuando.
Me estremecí, y sentí cómo se sonreía.
-¿Sabes nadar?
-Te sorprenderías si supieras la cantidad de cosas que sé hacer en el agua-murmuré, separándome de su abrazo y acercándome a la inmensa puerta de cristal. Mil y un soles se reflejaban en el agua, todos distintos y cambiantes con cada segundo que pasaba.
-¿Seguimos?
Asentí, y fui tras él en el final de un tour que concluyó en el sótano, una gran sala decorada con pósteres de diferentes clases: desde jugadores de baloncesto a futbolistas, pasando por paisajes diseñados claramente por ordenador, a portadas de videojuegos tan épicas como sus historias. Si alguien o algo era importante en el mundo masculino, estaba en esa pared.
Tommy se dejó caer en uno de los enormes sillones de cuero que se encaraban a una televisión de una pantalla tan grande que apenas cabía en la pared. Cerró los ojos un momento, reclinando la cabeza hacia atrás.
Mientras tanto, caí en la cuenta de la gran ausencia silenciosa que no había hecho acto de presencia hasta entonces.
-¿Dónde tenéis los premios?
Abrió los ojos y se me quedó mirando.
-¿Qué premios?
-Los de tu padre-espeté, envarándome. ¿Cómo que qué premios? Ni que nadie en aquella casa fuera famoso por sí mismo aparte de Louis.
-¿Quieres verlos?
Volví a asentir con la cabeza, ganándome un suspiro y un “está bien” susurrado a regañadientes (¿por qué?) y una palmada en el sofá antes de que volviera a levantarse y me llevara, ya sin tocarme, lejos de aquella habitación. Eché un último vistazo por encima del hombro a la mesa de billar antes de apagar la luz.
Contra todo pronóstico, no me llevó a ninguna habitación secreta en el piso de arriba cuyas luces se encendieran nada más abrir la puerta, sino a un cuarto semiescondido en las escaleras que llevaban a la sala de juegos. El pomo se giró con un simple chasquido, algo muy pobre para una habitación que seguramente estuviese presidida por un orgulloso Grammy, bien en el centro cual sol en su propio sistema solar, bien en la parte más alta, vigilando todas las hazañas hechas materia de la banda de nuestros padres.
La decepción fue brutal: lejos de una sala orgullosa que brillase con luz propia, aquello era poco más que la despensa de mi casa en Nueva York; los premios se repartían por estanterías dependiendo de su tamaño, no de su importancia; sólo un grupo reducido de estatuillas (que en un principio confundí con Oscars, hasta que terminé relacionando con las de mi padre, los Brits) se alzaban con orgullo en la zona más alta de la estantería más poblada de la sala. Todos aquellos reconocimientos se apelotonaban entre ellos como si no su dueño quisiera que se hiciesen amigos, más que poder contemplarlos y evocar los recuerdos de su aceptación.
En el medio de la sala no había ninguna especie de atril con el Nobel de la Música contenido en el centro, tras cristales de varios centímetros de grosor e iluminación que le dibujara mil y una constelaciones en una superficie que me sabía de memoria (papá no lo tenía así ni de coña, sino más bien a la vista; se enorgullecía de ello como la hazaña que era, y permitía a todos y cada uno de nuestros visitantes echarle un vistazo apenas abrir la puerta, sólo había que girar la cabeza y mirar al salón), sino una mesa, una silla y una lámpara. La mesa, de un blanco que una vez fue virgen, se había convertido en una especie de leopardo azul y negro.
-Mi padre escribe aquí-explicó Tommy, que apenas había traspasado el umbral de la puerta y contemplaba la sala con respeto reverencial. Me sorprendió que no se echara al suelo y comenzase a rezarles a aquellos objetos; realmente parecía sorprendido de verlos, como un beato a quien se le aparece su dios, como si nunca hubiera estado en aquella habitación...
-Entonces, ¿no tenéis aquí el Grammy? No lo he visto en toda la casa. ¿Está en su habitación?
Por fin, sus ojos volvieron a mí, pero me miraron prácticamente sin ver.
-No, no; está aquí. Está...en...-se aclaró la garganta. Ni que la habitación fuera a comérselo-. Está ahí-señaló una caja marrón, escondida tras varias tablas de surf (ah, los Teen Choice), en un rincón tan discreto que sería fácil pasarlo por alto.
-¿Ahí? ¿Tenéis el Grammy ahí?
Si mis padres me habían enseñado algo, era a respetar a los frutos del trabajo propio, y cuanto más duro fuese éste, más respecto merecían tales frutos.
Y, desde luego, el premio más importante de la música no se merecía estar escondido en una caja de cartón marrón, sin nada escrito, detrás de unas simples tablas de surf, en una esquina de una habitación cuyo tamaño no era nada en comparación con mi guardarropa.
-A papá no le gusta tenerlo a la vista cuando escribe. Dice que lo distrae.
Alcé las cejas. A mí también me distraerían los brillos del Wonder Bra de Victoria's Secret, pero eso no significaba que fuese a renunciar a ponérmelo alguna vez en mi vida. Es más, en mi grupo de amigas, decíamos que si una chica decía no querer llevarlo, o bien era una zorra mentirosa, o bien demasiado fea como para que tal maravilla pudiese hacer nada por desviar la atención de su cara o de su cuerpo.
No estaba jodidamente loca, evidentemente.
Pero Louis, dadas las circunstancias, no podría decir lo mismo.
-¿Puedo verlo, al menos?
Tal vez todo tuviese una explicación; tal vez se les hubiese caído mientras lo limpiaban y se hubiese abollado y, presas de la vergüenza, no habrían querido pedir otro, y lo habrían escondido allí para que nadie lo encontrase por casualidad.
-Eh... claro, supongo, sí-la voz le temblaba. Sí, tenía que estar abollado o algo.
Dio un paso en mi dirección, luego otro, y otro más. Miró en derredor, sus ojos se relajaron, sus hombros cayeron, como si llevara mucho tiempo cargando 10 kilos en cada mano. Se acercó sigilosamente a la caja, de la misma manera que haría un cuidador con un león dormido, estiró el brazo, y...
… se oyó un coche fuera.
Dejó la espalda tiesa de un brinco, me cogió de la mano, y me sacó de allí.
Joder, al final papá y mamá todavía me habrán mandado aquí para hacerlos normales, pensé, echándole un último vistazo a aquella triste caja en la que se tenía que esconder, a la fuerza, el alzamiento y la caída de una familia entera.


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