La única pega que les veía a mis
alas era el hecho de no haber aparecido cuando Louis pudiera ser el primero en
verlas. Pero, por lo demás, todo en ellas era perfecto; cierto que no podía
sentir demasiado bien el viento cortándose como un pedazo de mantequilla
mientras ellas lo dividían implacables, ni notaba el cosquilleo que me
imaginaba que producían las plumas con cada batida… pero el hecho de darles un
descanso a mis piernas después de que ardieran como dos volcanes en plena
erupción, y sentir cómo el frío del aire arremolinándose a mi alrededor las
aliviaba como un lago del Polo Norte, bien valía que la primera en verlas con
una sonrisa jocosa fuese Angelica.
Siempre con la punzada que me
recordaba la parte ennegrecida de mis recién adquiridas alas, probé a girar a
un lado y a otro, siendo consciente de que ahora nadie podría pararme. Sería
invencible.
No habría edificio que se me
resistiera, ni caída a la que temer, ni contrato que cumplir tarde, porque sin
el inconveniente de los pasillos cerrados, las puertas bloqueadas, las azoteas
demasiado separadas y los ascensores que simplemente se negaban a ascender o
descender a la velocidad a la que tú lo harías por ellos, y la que necesitabas,
me había convertido en poco menos que una diosa. Desde luego, era una ninfa,
eso como mínimo.
Observé una vez más el asfalto, que
culebreaba debajo de mi cuerpo intentando alcanzarme. Pronto aparecieron los
primeros coches, y yo los sobrepasé todos a una velocidad que nunca jamás
hubiera podido atreverme a soñar.
Una carcajada se escapó de mi boca
de la misma forma en que yo había escapado de las avariciosas garras de la
muerte que, por muy virtual que fuera, desde luego debía de haber sentido rabia
al escurrírsele una rata como yo entre los dedos.
¿Qué
le decimos a la Diosa muerte? Hoy, no, retumbó una voz en mi cabeza, y la
carcajada que siguió a la anterior fue aún más poderosa. Tuve que pensar en las
olas de una playa, que iban aumentando a medida que pasaba el tiempo, y la
séptima era la más gloriosa de todas.
Curiosamente, estaba pasando por
delante de la séptima rotonda que un portentoso Gobierno había decidido colocar
allí, en un alarde de control y de seguridad al que la población ya estaba tan
acostumbrada que ni siquiera lo notaba: un día, una rotonda, un semáforo, un
paso de cebra, una cámara o un contenedor aparecían en un rincón sin previo
aviso, y nadie se preguntaba qué hacían allí. Todo el mundo, sencillamente,
asumía su existencia como quien pasa a su lado todos los días, y obedecían como
si de un chamán dando órdenes se tratase.
A mi sombra la rodeaba un curioso
halo de luz azul que rápidamente asocié con mi nueva adquisición. No iba a ser
la silueta de los pájaros cuando aprendiese a controlarlas, y una parte de mí
se empequeñeció, pensando que no habría una mínima esperanza en los ojos de un
runner que supiera de mi existencia, y que aquella silueta hecha por el hombre
seguiría siendo el peor augurio que alguien como yo podría recibir.
Alguien, claro, que no hubiese
probado las mieles de otro ángel.
-¡A la derecha!-exigió una voz por
encima de mí, y yo levanté la cabeza justo en el momento exacto para ver cómo
me estrellaba contra una cristalera que guardaba una enorme estancia hecha de
mármol grisáceo.
Descontrolada, caí al suelo y
comencé a rodar. Me convertí automáticamente en un rodillo, pues años y años de
entrenamiento no se perdían por meses de cárcel y por escasas prácticas. Perk y
yo apenas habíamos tenido la oportunidad de entrenar el control de caídas y
“aterrizajes forzosos”, como nos gustaba llamarlos en la Base, debido a que
todos los ángeles que nos custodiaban estaban bien pendientes de un intento de
suicidio que les dejase sin juguete… o sin llave a la libertad.
Me detuve contra una columna que se
alzaba con el mayor de los orgullos hacia un techo poco menos que olímpico, y,
sintiendo un dolor inmenso en el costado, conseguí ponerme boca arriba.
-¿Estás bien?-dijo una voz en mi
mente, una voz preocupada pero a la vez suave. Aquella voz podría curarme si lo
desease, si se lo pidiera, o si siguiera hablando y llenando el silencio con
sus tiernas palabras.
-Sí-murmuré entre dientes, notando
regueros de sangre deslizarse por mi cara. Evidentemente, lo peor me lo había
llevado en la cabeza, dado que me había convertido en un torpedo. Me pregunté
cómo se las arreglarían ellos para no ir por la vida desfigurados y llenos de
cortes, tan lejos de su aspecto resplandeciente.
Con el sonido de unas alas mucho más
poderosas que las mías y el sonido de unos pasos corriendo hacia mí, mi mente
viajó en el tiempo hacia un momento que terminaría siendo crucial en mi vida:
aquella tarde en la que huía de Louis sin saber que acabaría corriendo hacia él
y considerándolo mi único hogar, cómo había entrado por la ventana de aquellas
oficinas con la elegancia característica de unas alas como las suyas, de una
majestuosidad sin parangón.
¿Qué habría sucedido si yo no
hubiese roto el cristal para poder entrar primero? Seguramente tuvieran alguna
manera de entrar sin romperse, como había hecho yo… pero, claro, él estaba
hecho de otra pasta.
La magia no le venía de ninguna
bolita robada al policía, sino de su propia sangre.
Con la visión de un borrón entrando
en aquellas lejanas oficinas mientras yo reculaba en dirección a unas
escaleras, una espada se clavó en mis ojos; una espada de carne, plagada de
dedos, que me ofrecía ayuda en un momento de necesidad.
Acepté agarrar su filo, pues sabía
que no iba a cortarme.
-Ha sido una caída fea,
runner-comentó Angelica, con la sonrisa jocosa aún en su cara. Nada de
preocupación. Ni siquiera una pizca de remordimiento por haberme avisado tarde,
o incluso de comprensión, por conocer perfectamente los efectos que tenía el no
saber controlar todavía tus alas.
-No sabía… no he podido girar.
-Lleva su práctica, como todo en
esta vida-me explicó, soltándome y contemplando mi cara. Estaba hecha un
desastre, lo sabía-. Me imagino que tú no naciste corriendo por los tejados.
Negué con la cabeza, la trenza me
pesaba más que nunca. Era como si protestara por haberla llevado al límite,
como si se tratase de un alma que tenía que perseguir a su cuerpo para evitar
la desaparición de ambos. Siguiendo a Angelica hasta la salida de aquella
inmensa sala iluminada por los cristales que aún quedaban intactos, y por el
hueco que había abierto en la esquina, me la deshice.
Cuando ella se giró, aún estaba
utilizando mis dedos para peinarme la cabellera rojiza, que había tenido tiempo
de crecer durante mi estancia en la Central de Pajarracos Express. Alzó las
cejas ante la visión de mi melena. ¿Acaso era la primera vez que se percataba
de que yo no estaba calva?
Terminé de hacérmela en silencio,
pero siguió contemplándome como si fuera un bicho raro, un dinosaurio o algo
así, y ella una exploradora en un mundo del que nadie tenía constancia hasta la
fecha.
-Y ahora, ¿qué?-inquirí, poniendo
los brazos en jarras y contemplándola de la misma manera.
-Ahora, despegamos. Pero para ello,
estaría bien que… desplegases tus alas.
-Claro, no hay problema-asentí
mientras ella, de un saltito, comenzaba a levitar.
Pero sí que había problema. ¿Cómo
iba a llamarlas si ni siquiera era capaz de controlarlas cuando ya las estaba
usando? Si no podía ejecutar un giro más o menos cerrado, mucho menos iba a
poder hacerlas aparecer de la nada… sin tener que tirarme de un edificio.
Porque, evidentemente, no iba a tener que tirarme de un edificio. Debía haber
otra solución.
… ¿verdad?
-Intenta pensar en ellas. Sentirlas.
Tal vez así puedas hacerlo-aconsejó mi ángel de la guarda en mi oído. Cerré los
ojos para concentrarme, decidida a obedecer y ponerlo todo de mi parte. Aquello
no podía ser tan difícil, es decir,
estaba acostumbrada al pensamiento abstracto e imaginarme situaciones
que no estaban allí. Sólo tenía que creer en mi capacidad, en una inmensa
capacidad a la que había entrenado y desarrollado hasta rincones insospechados.
No podría haber demasiadas diferencias entre lo que había hecho hasta entonces,
dibujar rutas en mi cabeza y anticipar todo tipo de obstáculos y resolverlos de
la forma más rápida y fluida posible, y el sentir el tacto del viento lamiendo
mis recién adquiridos miembros, sufriendo un corte horizontal y obedeciendo y
modulándose a mi voluntad, movida por ellas…
Casi podía sentirlas batiéndose y
elevándose, y llevándome con ellas, hacia el sol, surcando el cielo y dándome
el poder que hasta entonces se me había negado.
Vale, ya las tenía, ya las sentía, y ahora, ¿qué?
Despegar,
evidentemente.
Había visto suficientes despegues de
ángeles a mi alrededor y había estudiado las consecuencias que acarreaban en
los cuerpos como para ser capaz de reproducirlos. Flexioné un poco las
rodillas, pegué los codos a los costados y salté con toda la fuerza que pude,
sabedora de que, al ser una iniciada, no iba a tener el mismo margen de
maniobra que los demás.
Estaba equivocada, evidentemente.
Me metí una hostia contra el suelo
bastante importante.
Y mi tortazo tuvo una banda sonora
digna de premio: las carcajadas casi histéricas de Angelica, a la que poco le
faltó para caerse al suelo. La tía, interesada por mi comportamiento de cobaya
lista para convertirse en murciélago, se había sentado en una puta farola, y
seguramente me hubiera observado con la curiosidad del cavernícola que ve el
fuego por primera vez.
Decidida a ignorarla, miré a mi
espalda, y la encontré desnuda, como había estado siempre, salvo en dos
cortísimas y excepcionales ocasiones de mi vida.
-¿No me han salido?
-En ningún momento.
El silencio de mi mente me dijo que
la decepción traspasaba aquel mundo virtual, y que Louis (y probablemente Perk,
aunque moriría antes de admitirlo) habían albergado esperanzas de que fuera
capaz de convocar mis alas con más celeridad.
No desistí, y, por consiguiente,
besé el suelo tantas veces como sentí mis alas preparadas para elevarme. Harta
de todo, Angelica me tomó entre sus brazos, me levantó hacia el cielo y, justo
cuando pensé que me iba a dejar en un tejado para poder llevar a cabo el
entrenamiento con el que había entrado en aquella especie de pesadilla
particular, sus dedos se abrieron en torno a mi brazo y me dejaron en manos de
los de la gravedad.
No me dio tiempo a girarme para enfrentarme al suelo, que ascendió hacia mí
más rápido de lo que había hecho al lado del puente (seguramente porque la
distancia a éste fuera mucho menor), y tampoco tuve ocasión de desplegar mis
alas.
Un dolor terrorífico se apoderó de
mí a medida que impactaba en una larguísima centésima de segundo contra aquel
suelo ardiente, antes de volver a salir por los aires, esta vez por la fuerza
de mi propio susto, en una habitación nívea. El cubo por el que había entrado a
mi mundo virtual, negro como el carbón, seguía allí, impasible, como si en él
no se contuvieran ladrillos, calles, ciudades enteras.
Esta vez fui más afortunada y, en
lugar de matarme con la caída (o dejar que me mataran, más bien; comenzaba a
sospechar que aquello no había sido una casualidad) aterricé sobre mi culo y
escruté la habitación, mientras tanto Perk como Louis corrían hacia mí.
-¿Estás bien, Cyn?
-¿Te has hecho daño, Kat? ¿La zorra
alada te ha hecho daño?
Asentí con la cabeza, y luego negué,
consciente de que no podías dar una única respuesta satisfactoria a dos
preguntas tan parecidas y de respuestas tan diferentes. Me apoyé
instintivamente en Perk, no en vano habían sido unas alas las que habían
acabado conmigo. Por el rabillo del ojo vislumbré la expresión dolida de mi
ángel, que se puso una máscara de preocupación en cuanto se percató de sus
propios sentimientos.
Louis se giró y, sin decir nada, se
acercó a un monitor situado al lado de la pequeña caja del demonio. Me echó un
vistazo de nuevo, cerciorándose de que estaba entera, y tocó la pantalla.
A los pocos segundos, y con un
sonido semejante a un petardo, Angelica pareció de la nada, también cayendo al
suelo en la misma posición en que lo había hecho yo. Sin embargo, a ella no fue
a recogerla nadie.
Herida en su orgullo y llameando
odio, miró a Louis de soslayo y se incorporó de un brinco.
-Supongo que esto es por tirar a tu
putita del Cristal-espetó-. Créeme, llevaba
tiempo esperando esto.
Y, sin decir nada más, echó a andar
en dirección a la puerta. Salió de la habitación en menos de lo que cantaba un
gallo.
Louis, que había observado la salida
de Angelica con el mayor interés, se volvió por fin hacia nosotros. Todavía
tenía el dolor de la caída metido en el cuerpo y los huesos, pero el movimiento
no me molestaba. Era un dolor psicológico sin fundamento físico, por lo que
pronto estaría lista para el combate, como lo había estado siempre.
Y pronto podría volver a meterme en
la cajita.
-Coge la bola, Cyn-dijo, haciendo un
gesto con la cabeza en dirección a la caja. Fue entonces cuando me di cuenta de
que encima de ella, perdiendo su función de estrella azulada, estaba colocada
mi bola.
Encima, no. Técnicamente, se podría
decir que “sobrevolándola”. Estaba flotando a unos decímetros de su superficie,
balanceándose tan despacio que, de no acercarte, pensarías que estaba
totalmente quieta.
Obedecí, y la capturé entre mis
dedos. El poco brillo que emitía se apagó al instante, reduciéndose sólo a las
corrientes de lava celeste que corrían por su superficie en ríos de ángulos
rectos.
Sin mediar más palabra, Louis nos
condujo a Perk y a mí a nuestras habitaciones. Con un escueto “te traigo al
runner” le hizo saber a Angelica que no debería haberlo dejado solo con
nosotros dos. No era que fuéramos a atacarlos, ni nada, pero era una soberana
gilipollez alejarse de nosotros, el enemigo declarado, por muy aliados que
dijéramos ser, y encerrarse en su habitación a fingir que era una princesa
encerrada en un castillo, esperando a que un príncipe azul fuera a rescatarla y
la convirtiera en reina de un vasto imperio.
No me atreví a comentar nada en el
trayecto a nuestra habitación; en lugar de llevarme a la pequeña habitación a
la que nos habíamos trasladado, nos llevó de vuelta al ático en el que me había
alojado la primera vez.
Me metí directamente en el
dormitorio y me senté en la cama. Me saqué la bola del top y la contemplé con
curiosidad. ¿Podía ser realmente ella la causa de mis alas? ¿Qué más cosas
podría hacer? ¿Sería capaz de utilizar mis alas en casos menos urgentes fuera
de la sala, y con más eficacia que cuando me caí en el Cristal?
Sus movimientos de marea eran
hipnóticos, mis ojos se veían atrapados por ellos cual ratón en una trampa con
queso. No podía dejar de mirarla, ni de seguir sus movimientos en su total
quietud. Tenía que haber un patrón, algo que me ayudase a entenderla. Aquello
era un arma, y yo necesitaba saber dónde tenía el gatillo para poder apretarlo,
o siquiera si tenía gatillo, o cómo activarla y dejar que me hiciera ganar la
guerra con su poder.
Porque estaba claro que era
poderosa, de lo contrario, no me habría convertido en la cosa para la que me
había entrenado a luchar.
Louis, que había entrado en la
habitación sin que yo me enterase, carraspeó. Levanté la vista de la bola,
sintiendo los reflejos azules chocar contra el bosque que eran mis ojos.
Y sentí que algo iba mal.
-¿Qué pasa?-dije levantándome, y la
habría dejado caer en cualquier otra ocasión, pero no ahora. No ahora que había
descubierto cuán poderosa era, no ahora que encerraba a mis alas, no ahora que
era la esperanza hecha materia.
Negó con la cabeza, estudiando la
mano en la que sujetaba firmemente la esfera.
-Escucha, puedo controlarlo, ¿vale?
He trabajado con cosas más complicadas, y… se me da mejor de lo que crees. Sólo
necesito tiempo. Un poco más. Nos han dado mucho, no creo que los ataques
empiecen pronto, así que debería aprender a controlarla… podríamos volar
juntos, ser más útiles, y…
-¿No lo entiendes, Cyn?-sus ojos
brillaban como dos estrellas; estaba a punto de llorar-. No es el tiempo. Ni
siquiera eres tú. Son tus alas. Es Angelica. Podría haberte matado cuando te
tiró al suelo.
Sentí cómo mis ojos se abrían hasta
alcanzar una talla muy superior a la normal.
-Pero… no lo ha hecho a posta,
¿verdad?
-Creo que no.
-Entonces no hay que preocuparse. La
próxima vez tendrá más cuidado.
-No. Porque está desesperada. Todos
lo estamos, de hecho-se sentó en la cama, a mi lado, pero lo suficientemente
lejos como para no tocarme, ni siquiera son sus alas-. Pero el precio… no estoy
seguro de querer pagarlo.
-¿A qué te refieres?-inquirí,
acercándome a él, dejando la bola en su mano y acariciándosela para, después,
entrelazar mis dedos con los suyos-. La libertad jamás será cara.
-Sí, sí que podría serlo. Tú podrías
ser el precio a pagar.
-Una vida no es nada comparada con
una ciudad-musité con un hilo en la garganta. Había escuchado a alguien decir
eso mismo, pero no recordaba a quién.
Me miró con la ofensa incendiando
sus ojos.
-Sí, si esa vida es la tuya. Antes
de conocerte yo patrullaba esta ciudad y era el amo y señor de los cielos,
¿sabes? Pero ahora… ahora que te tengo, tú eres mi rumbo. Y me han dado las
alas para seguir este rumbo. No quiero ser libre si no es contigo, Cyn. No voy
a ser libre si no es contigo.
-Louis…-susurré.
-Las cárceles con barrotes de oro
merecen la pena porque el oro eres tú. Preferiría mil veces estar encerrado
contigo a poder hacer lo que quisiera, elegir qué ser… porque siempre, siempre,
elegiría echarte de menos.
-No voy a morir. Me conoces; sabes
que no voy a morir.
-Eso no lo sabemos.
-No voy a dejar que nadie me mate.
-Eso no está a tu alcance.
-No quiero ser tu jaula, Louis. No
voy a ser tu jaula.
Me separé de él, sosteniendo todavía
la pequeña bola plateada en mis manos. Me acerqué a la ventana, desde la que
había una vista casi infinita de la ciudad… el reino de mi ángel, su inmensa
jaula. No podía seguir encerrado mucho tiempo, no así, no conmigo, no…
-Hay pájaros que sólo cantan en
jaulas, porque sólo pueden vivir en ellas. Si los liberas, se mueren de hambre.
Me volví para mirarlo.
-Dijiste que te gustaba cómo
cantaba, bombón. No me dejes mudo.
Volví a contemplar el pequeño
artefacto, tan inocente en apariencia y con tan importantes dotes. Y cerré los
ojos.
Su reino… por unas alas.
-No es sólo tu voz lo que está en
juego-sentencié, por fin, apartándome de la ventana y reuniendo el coraje
necesario para mirarlo. Parecía un niño, un niño muy pequeño que acababa de atravesar
la más negra oscuridad-. Pero no dejaré que la pierdas-negué con la cabeza, mi
trenza bailó y rodó por mi espalda-. Tenemos esperanza, ¿vale? Precisamente
esto-alcé la minúscula esfera-, es nuestra esperanza. Enséñame todo lo que
puedas, lo más rápido que puedas, y saldremos de nuestras jaulas… y lo haremos
juntos.
Una sonrisa intentó formarse en sus
labios.
-Tendremos que engañar a mucha
gente.
Le devolví la sonrisa.
-Tengo la impresión de que eso te va
a gustar.
Y, gracias a dios, se echó a reír.
Salvaríamos su reino… con unas alas.
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