viernes, 17 de abril de 2015

Jaula.

            La única pega que les veía a mis alas era el hecho de no haber aparecido cuando Louis pudiera ser el primero en verlas. Pero, por lo demás, todo en ellas era perfecto; cierto que no podía sentir demasiado bien el viento cortándose como un pedazo de mantequilla mientras ellas lo dividían implacables, ni notaba el cosquilleo que me imaginaba que producían las plumas con cada batida… pero el hecho de darles un descanso a mis piernas después de que ardieran como dos volcanes en plena erupción, y sentir cómo el frío del aire arremolinándose a mi alrededor las aliviaba como un lago del Polo Norte, bien valía que la primera en verlas con una sonrisa jocosa fuese Angelica.
            Siempre con la punzada que me recordaba la parte ennegrecida de mis recién adquiridas alas, probé a girar a un lado y a otro, siendo consciente de que ahora nadie podría pararme. Sería invencible.
            No habría edificio que se me resistiera, ni caída a la que temer, ni contrato que cumplir tarde, porque sin el inconveniente de los pasillos cerrados, las puertas bloqueadas, las azoteas demasiado separadas y los ascensores que simplemente se negaban a ascender o descender a la velocidad a la que tú lo harías por ellos, y la que necesitabas, me había convertido en poco menos que una diosa. Desde luego, era una ninfa, eso como mínimo.
            Observé una vez más el asfalto, que culebreaba debajo de mi cuerpo intentando alcanzarme. Pronto aparecieron los primeros coches, y yo los sobrepasé todos a una velocidad que nunca jamás hubiera podido atreverme a soñar.
            Una carcajada se escapó de mi boca de la misma forma en que yo había escapado de las avariciosas garras de la muerte que, por muy virtual que fuera, desde luego debía de haber sentido rabia al escurrírsele una rata como yo entre los dedos.
            ¿Qué le decimos a la Diosa muerte? Hoy, no, retumbó una voz en mi cabeza, y la carcajada que siguió a la anterior fue aún más poderosa. Tuve que pensar en las olas de una playa, que iban aumentando a medida que pasaba el tiempo, y la séptima era la más gloriosa de todas.
            Curiosamente, estaba pasando por delante de la séptima rotonda que un portentoso Gobierno había decidido colocar allí, en un alarde de control y de seguridad al que la población ya estaba tan acostumbrada que ni siquiera lo notaba: un día, una rotonda, un semáforo, un paso de cebra, una cámara o un contenedor aparecían en un rincón sin previo aviso, y nadie se preguntaba qué hacían allí. Todo el mundo, sencillamente, asumía su existencia como quien pasa a su lado todos los días, y obedecían como si de un chamán dando órdenes se tratase.
            A mi sombra la rodeaba un curioso halo de luz azul que rápidamente asocié con mi nueva adquisición. No iba a ser la silueta de los pájaros cuando aprendiese a controlarlas, y una parte de mí se empequeñeció, pensando que no habría una mínima esperanza en los ojos de un runner que supiera de mi existencia, y que aquella silueta hecha por el hombre seguiría siendo el peor augurio que alguien como yo podría recibir.
            Alguien, claro, que no hubiese probado las mieles de otro ángel.
            -¡A la derecha!-exigió una voz por encima de mí, y yo levanté la cabeza justo en el momento exacto para ver cómo me estrellaba contra una cristalera que guardaba una enorme estancia hecha de mármol grisáceo.
            Descontrolada, caí al suelo y comencé a rodar. Me convertí automáticamente en un rodillo, pues años y años de entrenamiento no se perdían por meses de cárcel y por escasas prácticas. Perk y yo apenas habíamos tenido la oportunidad de entrenar el control de caídas y “aterrizajes forzosos”, como nos gustaba llamarlos en la Base, debido a que todos los ángeles que nos custodiaban estaban bien pendientes de un intento de suicidio que les dejase sin juguete… o sin llave a la libertad.
            Me detuve contra una columna que se alzaba con el mayor de los orgullos hacia un techo poco menos que olímpico, y, sintiendo un dolor inmenso en el costado, conseguí ponerme boca arriba.
            -¿Estás bien?-dijo una voz en mi mente, una voz preocupada pero a la vez suave. Aquella voz podría curarme si lo desease, si se lo pidiera, o si siguiera hablando y llenando el silencio con sus tiernas palabras.
            -Sí-murmuré entre dientes, notando regueros de sangre deslizarse por mi cara. Evidentemente, lo peor me lo había llevado en la cabeza, dado que me había convertido en un torpedo. Me pregunté cómo se las arreglarían ellos para no ir por la vida desfigurados y llenos de cortes, tan lejos de su aspecto resplandeciente.
            Con el sonido de unas alas mucho más poderosas que las mías y el sonido de unos pasos corriendo hacia mí, mi mente viajó en el tiempo hacia un momento que terminaría siendo crucial en mi vida: aquella tarde en la que huía de Louis sin saber que acabaría corriendo hacia él y considerándolo mi único hogar, cómo había entrado por la ventana de aquellas oficinas con la elegancia característica de unas alas como las suyas, de una majestuosidad sin parangón.
            ¿Qué habría sucedido si yo no hubiese roto el cristal para poder entrar primero? Seguramente tuvieran alguna manera de entrar sin romperse, como había hecho yo… pero, claro, él estaba hecho de otra pasta.
           La magia no le venía de ninguna bolita robada al policía, sino de su propia sangre.
            Con la visión de un borrón entrando en aquellas lejanas oficinas mientras yo reculaba en dirección a unas escaleras, una espada se clavó en mis ojos; una espada de carne, plagada de dedos, que me ofrecía ayuda en un momento de necesidad.
            Acepté agarrar su filo, pues sabía que no iba a cortarme.
            -Ha sido una caída fea, runner-comentó Angelica, con la sonrisa jocosa aún en su cara. Nada de preocupación. Ni siquiera una pizca de remordimiento por haberme avisado tarde, o incluso de comprensión, por conocer perfectamente los efectos que tenía el no saber controlar todavía tus alas.
            -No sabía… no he podido girar.
            -Lleva su práctica, como todo en esta vida-me explicó, soltándome y contemplando mi cara. Estaba hecha un desastre, lo sabía-. Me imagino que tú no naciste corriendo por los tejados.
            Negué con la cabeza, la trenza me pesaba más que nunca. Era como si protestara por haberla llevado al límite, como si se tratase de un alma que tenía que perseguir a su cuerpo para evitar la desaparición de ambos. Siguiendo a Angelica hasta la salida de aquella inmensa sala iluminada por los cristales que aún quedaban intactos, y por el hueco que había abierto en la esquina, me la deshice.
            Cuando ella se giró, aún estaba utilizando mis dedos para peinarme la cabellera rojiza, que había tenido tiempo de crecer durante mi estancia en la Central de Pajarracos Express. Alzó las cejas ante la visión de mi melena. ¿Acaso era la primera vez que se percataba de que yo no estaba calva?
            Terminé de hacérmela en silencio, pero siguió contemplándome como si fuera un bicho raro, un dinosaurio o algo así, y ella una exploradora en un mundo del que nadie tenía constancia hasta la fecha.
            -Y ahora, ¿qué?-inquirí, poniendo los brazos en jarras y contemplándola de la misma manera.
            -Ahora, despegamos. Pero para ello, estaría bien que… desplegases tus alas.
            -Claro, no hay problema-asentí mientras ella, de un saltito, comenzaba a levitar.
            Pero sí que había problema. ¿Cómo iba a llamarlas si ni siquiera era capaz de controlarlas cuando ya las estaba usando? Si no podía ejecutar un giro más o menos cerrado, mucho menos iba a poder hacerlas aparecer de la nada… sin tener que tirarme de un edificio. Porque, evidentemente, no iba a tener que tirarme de un edificio. Debía haber otra solución.
            … ¿verdad?
            -Intenta pensar en ellas. Sentirlas. Tal vez así puedas hacerlo-aconsejó mi ángel de la guarda en mi oído. Cerré los ojos para concentrarme, decidida a obedecer y ponerlo todo de mi parte. Aquello no podía ser tan difícil, es decir,  estaba acostumbrada al pensamiento abstracto e imaginarme situaciones que no estaban allí. Sólo tenía que creer en mi capacidad, en una inmensa capacidad a la que había entrenado y desarrollado hasta rincones insospechados. No podría haber demasiadas diferencias entre lo que había hecho hasta entonces, dibujar rutas en mi cabeza y anticipar todo tipo de obstáculos y resolverlos de la forma más rápida y fluida posible, y el sentir el tacto del viento lamiendo mis recién adquiridos miembros, sufriendo un corte horizontal y obedeciendo y modulándose a mi voluntad, movida por ellas…
            Casi podía sentirlas batiéndose y elevándose, y llevándome con ellas, hacia el sol, surcando el cielo y dándome el poder que hasta entonces se me había negado.
            Vale, ya las tenía, ya las sentía, y ahora, ¿qué?
            Despegar, evidentemente.
            Había visto suficientes despegues de ángeles a mi alrededor y había estudiado las consecuencias que acarreaban en los cuerpos como para ser capaz de reproducirlos. Flexioné un poco las rodillas, pegué los codos a los costados y salté con toda la fuerza que pude, sabedora de que, al ser una iniciada, no iba a tener el mismo margen de maniobra que los demás.
            Estaba equivocada, evidentemente.
            Me metí una hostia contra el suelo bastante importante.
            Y mi tortazo tuvo una banda sonora digna de premio: las carcajadas casi histéricas de Angelica, a la que poco le faltó para caerse al suelo. La tía, interesada por mi comportamiento de cobaya lista para convertirse en murciélago, se había sentado en una puta farola, y seguramente me hubiera observado con la curiosidad del cavernícola que ve el fuego por primera vez.
            Decidida a ignorarla, miré a mi espalda, y la encontré desnuda, como había estado siempre, salvo en dos cortísimas y excepcionales ocasiones de mi vida.
            -¿No me han salido?
            -En ningún momento.
           El silencio de mi mente me dijo que la decepción traspasaba aquel mundo virtual, y que Louis (y probablemente Perk, aunque moriría antes de admitirlo) habían albergado esperanzas de que fuera capaz de convocar mis alas con más celeridad.
            No desistí, y, por consiguiente, besé el suelo tantas veces como sentí mis alas preparadas para elevarme. Harta de todo, Angelica me tomó entre sus brazos, me levantó hacia el cielo y, justo cuando pensé que me iba a dejar en un tejado para poder llevar a cabo el entrenamiento con el que había entrado en aquella especie de pesadilla particular, sus dedos se abrieron en torno a mi brazo y me dejaron en manos de los de la gravedad.
            No me dio tiempo a girarme para  enfrentarme al suelo, que ascendió hacia mí más rápido de lo que había hecho al lado del puente (seguramente porque la distancia a éste fuera mucho menor), y tampoco tuve ocasión de desplegar mis alas.
            Un dolor terrorífico se apoderó de mí a medida que impactaba en una larguísima centésima de segundo contra aquel suelo ardiente, antes de volver a salir por los aires, esta vez por la fuerza de mi propio susto, en una habitación nívea. El cubo por el que había entrado a mi mundo virtual, negro como el carbón, seguía allí, impasible, como si en él no se contuvieran ladrillos, calles, ciudades enteras.
            Esta vez fui más afortunada y, en lugar de matarme con la caída (o dejar que me mataran, más bien; comenzaba a sospechar que aquello no había sido una casualidad) aterricé sobre mi culo y escruté la habitación, mientras tanto Perk como Louis corrían hacia mí.
            -¿Estás bien, Cyn?
            -¿Te has hecho daño, Kat? ¿La zorra alada te ha hecho daño?
            Asentí con la cabeza, y luego negué, consciente de que no podías dar una única respuesta satisfactoria a dos preguntas tan parecidas y de respuestas tan diferentes. Me apoyé instintivamente en Perk, no en vano habían sido unas alas las que habían acabado conmigo. Por el rabillo del ojo vislumbré la expresión dolida de mi ángel, que se puso una máscara de preocupación en cuanto se percató de sus propios sentimientos.
            Louis se giró y, sin decir nada, se acercó a un monitor situado al lado de la pequeña caja del demonio. Me echó un vistazo de nuevo, cerciorándose de que estaba entera, y tocó la pantalla.
            A los pocos segundos, y con un sonido semejante a un petardo, Angelica pareció de la nada, también cayendo al suelo en la misma posición en que lo había hecho yo. Sin embargo, a ella no fue a recogerla nadie.
            Herida en su orgullo y llameando odio, miró a Louis de soslayo y se incorporó de un brinco.
            -Supongo que esto es por tirar a tu putita del Cristal-espetó-. Créeme, llevaba  tiempo esperando esto.
            Y, sin decir nada más, echó a andar en dirección a la puerta. Salió de la habitación en menos de lo que cantaba un gallo.
            Louis, que había observado la salida de Angelica con el mayor interés, se volvió por fin hacia nosotros. Todavía tenía el dolor de la caída metido en el cuerpo y los huesos, pero el movimiento no me molestaba. Era un dolor psicológico sin fundamento físico, por lo que pronto estaría lista para el combate, como lo había estado siempre.
            Y pronto podría volver a meterme en la cajita.
            -Coge la bola, Cyn-dijo, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a la caja. Fue entonces cuando me di cuenta de que encima de ella, perdiendo su función de estrella azulada, estaba colocada mi bola.
            Encima, no. Técnicamente, se podría decir que “sobrevolándola”. Estaba flotando a unos decímetros de su superficie, balanceándose tan despacio que, de no acercarte, pensarías que estaba totalmente quieta.
            Obedecí, y la capturé entre mis dedos. El poco brillo que emitía se apagó al instante, reduciéndose sólo a las corrientes de lava celeste que corrían por su superficie en ríos de ángulos rectos.
            Sin mediar más palabra, Louis nos condujo a Perk y a mí a nuestras habitaciones. Con un escueto “te traigo al runner” le hizo saber a Angelica que no debería haberlo dejado solo con nosotros dos. No era que fuéramos a atacarlos, ni nada, pero era una soberana gilipollez alejarse de nosotros, el enemigo declarado, por muy aliados que dijéramos ser, y encerrarse en su habitación a fingir que era una princesa encerrada en un castillo, esperando a que un príncipe azul fuera a rescatarla y la convirtiera en reina de un vasto imperio.
            No me atreví a comentar nada en el trayecto a nuestra habitación; en lugar de llevarme a la pequeña habitación a la que nos habíamos trasladado, nos llevó de vuelta al ático en el que me había alojado la primera vez.
            Me metí directamente en el dormitorio y me senté en la cama. Me saqué la bola del top y la contemplé con curiosidad. ¿Podía ser realmente ella la causa de mis alas? ¿Qué más cosas podría hacer? ¿Sería capaz de utilizar mis alas en casos menos urgentes fuera de la sala, y con más eficacia que cuando me caí en el Cristal?
            Sus movimientos de marea eran hipnóticos, mis ojos se veían atrapados por ellos cual ratón en una trampa con queso. No podía dejar de mirarla, ni de seguir sus movimientos en su total quietud. Tenía que haber un patrón, algo que me ayudase a entenderla. Aquello era un arma, y yo necesitaba saber dónde tenía el gatillo para poder apretarlo, o siquiera si tenía gatillo, o cómo activarla y dejar que me hiciera ganar la guerra con su poder.
            Porque estaba claro que era poderosa, de lo contrario, no me habría convertido en la cosa para la que me había entrenado a luchar.
            Louis, que había entrado en la habitación sin que yo me enterase, carraspeó. Levanté la vista de la bola, sintiendo los reflejos azules chocar contra el bosque que eran mis ojos.
            Y sentí que algo iba mal.
           -¿Qué pasa?-dije levantándome, y la habría dejado caer en cualquier otra ocasión, pero no ahora. No ahora que había descubierto cuán poderosa era, no ahora que encerraba a mis alas, no ahora que era la esperanza hecha materia.
            Negó con la cabeza, estudiando la mano en la que sujetaba firmemente la esfera.
            -Escucha, puedo controlarlo, ¿vale? He trabajado con cosas más complicadas, y… se me da mejor de lo que crees. Sólo necesito tiempo. Un poco más. Nos han dado mucho, no creo que los ataques empiecen pronto, así que debería aprender a controlarla… podríamos volar juntos, ser más útiles, y…
            -¿No lo entiendes, Cyn?-sus ojos brillaban como dos estrellas; estaba a punto de llorar-. No es el tiempo. Ni siquiera eres tú. Son tus alas. Es Angelica. Podría haberte matado cuando te tiró al suelo.        
            Sentí cómo mis ojos se abrían hasta alcanzar una talla muy superior a la normal.           
            -Pero… no lo ha hecho a posta, ¿verdad?
            -Creo que no.
            -Entonces no hay que preocuparse. La próxima vez tendrá más cuidado.
            -No. Porque está desesperada. Todos lo estamos, de hecho-se sentó en la cama, a mi lado, pero lo suficientemente lejos como para no tocarme, ni siquiera son sus alas-. Pero el precio… no estoy seguro de querer pagarlo.
            -¿A qué te refieres?-inquirí, acercándome a él, dejando la bola en su mano y acariciándosela para, después, entrelazar mis dedos con los suyos-. La libertad jamás será cara.
            -Sí, sí que podría serlo. Tú podrías ser el precio a pagar.
            -Una vida no es nada comparada con una ciudad-musité con un hilo en la garganta. Había escuchado a alguien decir eso mismo, pero no recordaba a quién.
            Me miró con la ofensa incendiando sus ojos.
            -Sí, si esa vida es la tuya. Antes de conocerte yo patrullaba esta ciudad y era el amo y señor de los cielos, ¿sabes? Pero ahora… ahora que te tengo, tú eres mi rumbo. Y me han dado las alas para seguir este rumbo. No quiero ser libre si no es contigo, Cyn. No voy a ser libre si no es contigo.
            -Louis…-susurré.
            -Las cárceles con barrotes de oro merecen la pena porque el oro eres tú. Preferiría mil veces estar encerrado contigo a poder hacer lo que quisiera, elegir qué ser… porque siempre, siempre, elegiría echarte de menos.
            -No voy a morir. Me conoces; sabes que no voy a morir.
            -Eso no lo sabemos.
            -No voy a dejar que nadie me mate.
            -Eso no está a tu alcance.
            -No quiero ser tu jaula, Louis. No voy a ser tu jaula.
            Me separé de él, sosteniendo todavía la pequeña bola plateada en mis manos. Me acerqué a la ventana, desde la que había una vista casi infinita de la ciudad… el reino de mi ángel, su inmensa jaula. No podía seguir encerrado mucho tiempo, no así, no conmigo, no…
            -Hay pájaros que sólo cantan en jaulas, porque sólo pueden vivir en ellas. Si los liberas, se mueren de hambre.
            Me volví para mirarlo.
            -Dijiste que te gustaba cómo cantaba, bombón. No me dejes mudo.
            Volví a contemplar el pequeño artefacto, tan inocente en apariencia y con tan importantes dotes. Y cerré los ojos.
            Su reino… por unas alas.
            -No es sólo tu voz lo que está en juego-sentencié, por fin, apartándome de la ventana y reuniendo el coraje necesario para mirarlo. Parecía un niño, un niño muy pequeño que acababa de atravesar la más negra oscuridad-. Pero no dejaré que la pierdas-negué con la cabeza, mi trenza bailó y rodó por mi espalda-. Tenemos esperanza, ¿vale? Precisamente esto-alcé la minúscula esfera-, es nuestra esperanza. Enséñame todo lo que puedas, lo más rápido que puedas, y saldremos de nuestras jaulas… y lo haremos juntos.
            Una sonrisa intentó formarse en sus labios.
            -Tendremos que engañar a mucha gente.
            Le devolví la sonrisa.
            -Tengo la impresión de que eso te va a gustar.
            Y, gracias a dios, se echó a reír.
            Salvaríamos su reino… con unas alas.

            

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