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Creo que nunca, en mi vida, agradecería tanto el haber
tenido una hermana más pequeña que yo, como el momento en que me encontré a
Diana llorando en el sofá. Estaba dispuesto a consolarla, a apretarla entre mis
brazos y decirle que todo estaría bien y que no debía preocuparse, a ofrecerme
a partirle las piernas al hijo de puta que le hubiera hecho sentirse así…
incluso si fuera yo. Pero no hizo falta; con la habilidad de quien esconde sus
debilidades porque sabe que son lo primero que atacarán, se limpió las lágrimas
con el dorso de la mano y se me quedó mirando con el desafío en la mirada,
deseando que le preguntara qué le pasaba para poder contestarme como
seguramente me merecía.
Pregúntame por
qué estaba llorando, porque los dos sabemos que mis ojos rojos no son por la
consola.
-La comida está lista, ¿tienes hambre?-inquirí,
después de que su mirada se me hiciera insoportable. Asintió despacio-. Pues
venga, americana.
Tenía experiencia tendiendo la mano. Detestaba
pensarlo, pero al único al que no había tenido que levantar nunca en ninguna
ocasión de mi familia era a mi padre. Nunca se había roto delante de mí, y se
lo agradecía, pero todos los demás habían necesitado que los ayudara a
levantarse y seguir caminando.
Incluida mamá.
Incluido Scott.
Y, seguramente suene como un hijo de puta diciendo
esto, pero no sé cuál de los dos me dolió más.
Scott, sentado en el suelo del baño, con los ojos
rojos y las piernas clavadas en el pecho, negándose a moverse después de
enterarse de que le habían puesto los cuernos.
Mi madre, tirada en el suelo del baño, suplicándome
que la dejara donde estaba y que esperase a que llegara papá, que él tenía que encargarse de ella, que
tampoco era tan grave, que yo no
podía levantarla porque era antinatural.
No tenía cáncer, sus piernas respondían (todavía, añadió, y fue eso
precisamente lo que me hizo tirar de ella), así que no debía levantarla.
Desobedecí, inmediatamente, aunque uno no mediara
palabra, sino que me lo dijera con la rigidez de su cuerpo, y la otra llorase
con más fuerza por tener que suplicar que no la ayudaran, o por dejarse ver
así.
Pero noté algo diferente en cómo se levantó Diana: me
acarició la mano con los dedos mientras se aseguraba en mi muñeca, como si ella
me agradeciera lo que estuviera haciendo aunque detestase que lo hiciese. Scott
había protestado con gruñidos, se había negado a ayudarme a pasarle el brazo
por encima de mi cuello, y mamá… bueno, pensé que le tendría que cruzar la
cara, pero al final no hizo falta. Sólo tuve que tirar de ella.
La caricia hizo que algo dentro de mí se estremeciera,
pero no dejé que lo notara. Si agradecías que te salvaran era porque estabas al
borde de no poder ser salvado, aunque tú es no podías saberlo.
Y Diana, estaba claro, no iba a dejar que ese
pensamiento se formara en su cabeza.
-No necesitarás que te lleve a cuestas, ¿verdad? No deben
de servirte de mucho, esas piernuchas.
Ella se rió; era justo lo que yo quería. El precipicio
se alejaba.
-No creo que pudieras llevarme con esos brazos de
mierda que tienes-susurró, frotándose los ojos y apoyando su peso en mí. La
verdad era que sí, podría cargarla a ella y a otra como ella, pero dejé que se
creyera la ganadora en ese momento. Se estaba recomponiendo, y yo no tenía
ningún derecho a hacer que volviera a romperse.
Se volvió un momento, justo cuando estábamos cruzando
la puerta, y murmuró:
-No hemos apagado el juego.
-No pasa nada-repliqué.
No fue hasta que terminamos de subir las escaleras y
aparecimos en la parte trasera del salón que me di cuenta de que todavía seguía
dándole la mano. Ella también lo notó en ese instante, contempló nuestros dedos
entrelazados con gesto de estupefacción, como si le hubiera brotado un ojo en
la mano y hubiera comenzado a ver a través de él.
Se separó de mí, y una parte de mí la odió por ello.
Carraspeó sonoramente, se echó el pelo a un lado y echó a andar por mi casa con
gesto gráciles, los de quien se gana la vida literalmente paseando.
Joder, T
escuché reírse en mi cabeza a Scott cuando se me fueron los ojos a su culo.
Debería intentar excusarme, decir que estaba en pleno campo de visión y que la
culpa no podía ser mía, que ningún jurado me condenaría, pero, ¿qué cojones? La
verdad es que quise mirar, y no lo lamenté.
De hecho, me ayudó a entender por qué había conseguido
tantas portadas.
-Apaga la tele, Tommy-espetó mi madre, poniendo los
ojos en blanco y colocando los platos con la comida en la mesa. Diana miró en
todas direcciones, decidiendo en qué huequecito esconderse: era la primera vez
que estaba con toda mi familia en la misma habitación.
-Déjala, Eri. Quiero ruido de fondo para interrogar a
Diana-se cachondeó papá. Mamá le dirigió una mirada envenenada.
-No saques el agua, ya lo hago yo.
-Acabo de venir de trabajar-protestó él, alzando las
manos.
Toda la cocina se quedó en silencio, observando a mi
madre. Sabíamos de sobra lo que venía, y la americana parecía sospecharlo.
-Papá…-llegó a decir Eleanor, estupefacta.
-¿Sabes cuánto tiempo aguanté tener a tus putos hijos
dentro? ¿Lo sabes?
-No, nena-respondió él, aunque lo sabía de sobra. Era
una operación sencilla, incluso Astrid sabía ya hacerlo. Cuatro, multiplicado
por nueve, era igual a…
-¡36 MESES! ¿CUÁNTO TIEMPO ES ESO?
Treinta y seis, dividido entre 12, era igual a…
-¡TRES JODIDÍSIMOS AÑOS! ¡ENTEROS! ¡ARRASTRANDO A
GENTE DENTRO DE MÍ! ¡Y TODAVÍA LE ERA ÚTIL A LA SOCIEDAD! ¡A ESTA CASA! ¡A TI!
Diana no podía creerse el espectáculo al que estaba
asistiendo. Parecía al borde de un ataque de risa histérica. Me puse a su lado
y la pellizqué. No te rías ahora le
dije con los ojos, o vendrá a por todos
nosotros, y bien sabe Dios que os habríais rendido a los casacas rojas si mi
madre hubiera puesto un pie en vuestro continente.
-¡Y LOS PARTOS!
Astrid y Dan se miraron, divertidísimos. Cualquier día
se empezaban a descojonar, y yo me quedaría sin hermanos del mismo sexo que el
mío.
-¡¿CUÁNTOS HAS AGUANTADO TÚ, EH?! ¿CUÁNTOS?
-Ninguno, nena-cedió papá, levantándose.
-¡PUES NO ME TOQUES LOS HUEVOS! ¡NO TENGAS LOS
COJONAZOS TAN INMENSOS COMO PARA DECIRME QUE ESTÁS TAN CANSADO DE HABLAR, COSA
QUE TE ENCANTA, COMO PARA NO IR A LA PUTÍSIMA NEVERA Y COGER EL AGUA!
Papá colocó despacio la botella de agua encima de la
mesa. Astrid la alcanzó.
-Perdón.
-¡GRACIAS, OH DIOS TODOPODEROSO!-mamá alzó las manos
al cielo-. ¡MI MARIDO NO SE HA QUEDADO PARALÍTICO DEL ESFUERZO! ¡NO TENDREMOS
QUE VIVIR DE NINGUNA PENSIÓN DEL GOBIERNO! ¡GRANDE ES TU GLORIA Y BUENO TU
CORAZÓN!
Vale, eso era una añadidura a la que no estábamos
preparados. Eleanor se volvió hacia mí con los ojos cerrados; se estaba
mordiendo los labios.
-¿A QUE NO HA SIDO TAN DIFÍCIL?
Papá no respondió, sólo se la quedó mirando.
-¿Cuánto tiempo vas a estar montándome estos pollos?
El descojone incipiente de Eleanor y mío murió antes
de nacer. Nos giramos a mirar a mamá.