Estaba acabando el primer año de tres en la escuela de
actuación de Londres, y un día, sin ninguna razón, perdí la capacidad de
hablar. Durante tres meses, no podía hablar. Durante tres meses no pude decir
ni una mísera frase. Y ni los médicos ni los electroencefalogramas fueron
capaces, nunca, de explicarme qué había pasado realmente. Lo que te puedo decir
es que llegué a un punto de tanta frustración y desesperación que me llevó a
querer realmente acabar con mi vida. […] Pero este dolor comenzó a ser un
poquito menor cuando comencé a ver reflejado mi dolor, exactamente el mismo
tipo de dolor, en las obras de otros. En obras de teatro, en películas, en
pinturas. Poco a poco, empecé a ver mi dolor, y a leerlo en poemas. Las
palabras de los poetas empezaron a llenar mi silencio. Se convirtieron en la
única manera en que sentía que podía expresar mis emociones. El arte se
convirtió en algo vivo.
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Durante esos tres meses de silencio, frustración y angustia,
me enamoré perdida, loca e inexplicablemente del arte.
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Y me entristece saber que hay gente que no cree que el arte
sea merecedora de nuestra atención, o de nuestro dinero.
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Porque para mí, no es sólo una pasión.
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Es lo que me salvó la vida. Lo que me mantuvo con vida.
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