miércoles, 11 de noviembre de 2015

La leyenda del Camino del Cielo.

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               Sólo quería que no dejara de acariciarme la espalda, arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo, una y otra vez, con la punta del pulgar, tan suave que apenas podía sentirlo, tan fuerte  que me era imposible no pelear con todo mi ser por no arquearme y seguir el curso de sus manos por encima de mi piel, pegándome todavía más a él.
               Me incorporé para mirarlo, y me encontré con aquellos ojos azulísimos que, hacía apenas unos minutos, se habían cerrado mientras íbamos juntos al cielo.
               -¿En qué piensas?-pregunté, sabiendo en cuanto esas palabras escaparon de mis labios que me iba a arrepentir de haberlo hecho. Todos y cada uno de los tíos con los que me había acostado habían contestado lo mismo: “en lo que nos convierte esto”, con lo que yo siempre tenía que sumirme en la misma conversación, intentando explicarles que no era suya ni iba a serlo nunca, que no les ponía en una posición privilegiada en mi vida. Sólo era sexo, sólo era disfrutar. No buscaba nada más de ellos.
               Ni siquiera lo buscaba en él.
               -En que he metido la pata hasta el fondo.
               Me eché a reír. Vale, puede que él no fuera como el resto de tíos con los que había estado.
               -Yo creo que has metido otra cosa hasta el fondo-susurré, inclinándome y besándolo en los labios, sintiendo mi propio sabor en su boca y notando cómo volvía a encenderme al darme cuenta de lo cerca que estábamos, casi fundiéndonos el uno con el otro.
               Dibujó una sonrisa mientras me devolvía el beso.
               -Esto ha estado fatal, Didi.
               Sí, llámame así.
               -Esto ha estado muchas cosas, pero “fatal”… no creo que sea uno de los adjetivos que usaría para describirlo.
               Bajé por debajo de su cuello, besándole el mentón,  dándome cuenta de que quería más de mi inglés, y de que no pararía hasta conseguirlo.
               -No hagas eso-dijo, cogiéndome de la muñeca y tirando de mí hacia atrás. Bastó para que yo me apartara un poco, pero no lo suficiente como para neutralizar mis efectos sobre él. Me incorporé un poco, mirándolo desde arriba, y me regocijé en cómo sus ojos bajaban continuamente hasta mi pecho, para subir luego, sus mejillas poniéndose cada vez más y más rojas por la rabia que seguramente le  causaba no saber, o no poder, controlarse.
               -¿Por qué?-ronroneé, moviendo despacio las caderas arriba y abajo, exactamente como había hecho cuando entró en mí.
               Sentí cómo se endurecía entre mis muslos, lo cual desató una tempestad en mi interior. Pero era una tempestad diferente, cálida, la que solía despertar en mí cada vez que había una fiesta y alguien especialmente guapo se cruzaba en mi camino.
               -Porque mis padre están a punto de venir, somos como de la familia, casi primos, y si sigues, voy a necesitar tenerte otra vez.
               Le acaricié el pecho; tenía una ligera pelusilla. Aunque me gustaban más bien depilados, no me importó. Nunca había estado con un inglés, así que, ¿por qué no probar más cosas nuevas? Su dureza aumentaba por momentos.
               -Siempre me he asentido un poco atraída por la idea del incesto, si te soy sincera-murmuré, inclinándome de nuevo hacia él, que comenzó a temblar. Su cuerpo quería eso, pero su mente le decía que no debía volver a tocarme, que había sido un error, el mejor error de su vida, pero un error al fin y al cabo-. Pero que seamos “como” de la familia no hace que esto esté mal. Me he follado a un montón de amigos a los que consideraría “como” de la familia. “Casi” primos. Y ese casi, y ese como, han sido lo que terminaron haciendo que me corriese con ellos igual que lo he hecho contigo.
               -Diana…-empezó.
               -Thomas-le corté yo, inclinándome hacia abajo, frotando su pecho con el mío, sintiendo cómo nuestros pezones se acariciaban mutuamente. Iba a reventar, lo notaba-. Vuelve a pedirme que te mire a los ojos mientras me echas un polvo. Vuelve a pedirme que te mire para ver cómo me corro.
               -Joder-replicó, y fue exactamente lo que hicimos. Esta vez él tomó las riendas: me alzó por las caderas y no esperó para pedirme permiso. Me sentó sobre él, entrando en mí con una dureza que me hizo soltar un gemido, y comenzó a moverse antes de que yo lo hiciera, con fuerza, pero disfrutando de cada milímetro de nuestra unión. Se incorporó lo suficiente como para quedar sentado delante de mí; mis piernas rodeaban sus caderas, esas caderas que no paraban de embestirme y que no dejaban de moverse, sintiendo la fricción y haciendo que mis pulmones no dieran más de sí. Me apartó el pelo de la cara y me besó en la boca, tan fuerte que podríamos considerarlo un mordisco.
               Encontramos nuestro ritmo cuando bajó por mi pecho hasta tener mis senos al alcance de la lengua, y probó cada centímetro de lo que me hacía mujer con la lengua, volviéndome loca, preguntándome si no habría sido una bendición lo que hubiera hecho en Nueva York para acabar allí, follándome a un tío como nunca me lo había follado en mi vida, sintiendo que me deseaba como el beduino que lleva meses perdido en el desierto y que descubre que el oasis de su espejismo no era tal, queriendo lo mismo que quería yo: esa fruta prohibida que Eva tuvo que comerse, y que nos llevó a ser humanos, con todo lo que eso implicaba.
               Le arañé la espalda cuando encontró un ángulo que le permitía más profundidad, susurré su nombre en el oído, ordenándole que no parara, que muriera conmigo si era preciso, pero que ni se le ocurriera parar.
               Me acarició las piernas, me balanceó con él mientras nos golpeábamos mutuamente, hasta que ya no pude soportarlo más, y me rompí en pedazos alrededor de él, contribuyendo a pegarnos todavía más con ese líquido ancestral que nos había llevado hasta donde estábamos.
               -Estás tardando mucho.
               -Y tú no me has mirado mientras te corrías.
               Me detuve, y él también se paró un segundo.
               -La próxima vez, tú te pondrás encima, y podrás verme todo lo que quieras.
               Eso bastó para hacerle perder la poca cordura que todavía conservaba: se incorporó sobre un brazo, sujetándome con el otro para que no me cayera (separarnos era algo que no entraba dentro de nuestros planes y cuya sola idea me aterrorizaba), y me tumbó en el sofá, exactamente en la posición donde había estado él cuando me lo tiré por primera vez. Siguió empujándome, más rápido, cada vez más, hasta romperse dentro de mí.
               Cerré los ojos, estirándome un poco más y volviendo a romperme cuando se corrió dentro de mí.
               -Mmm.
               -Ha estado bien, ¿eh?
               Asentí con la cabeza. Me besó la frente.
               -Pues espera.
               Siguió moviéndose, esta vez más despacio: ya no había la urgencia que teníamos antes. Habíamos conseguido lo que queríamos.
               -¿Qué ha…? Oh. Dios. Sí. Para. No. Espera. Un poco m…-mi mente vomitaba frases inconexas, tal y como me sentía ahora. Había estado con algunos tíos que me habían hecho llegar dos veces, pero, ¿tres? Estaba agotada, Tommy no iba a poder, yo no iba a poder… pero una parte de mí asentía cada vez que él me empujaba, con la delicadeza del novio experto que le hace el amor a su tercera virgen y ya sabe cómo debe moverse y qué hacer.
               -Ya que nos van a cortar la cabeza, por lo menos, que nos la corten por algo.
               Clavé las uñas en el sofá, mordiéndome los labios. No iba a poder, pero cada vez me sentía más cerca.
               -Venga, Diana. Grita para mí.
               ¿Por qué coño sabía exactamente qué decirme? Ninguno antes me había dado órdenes: yo era siempre la que mandaba.
               Y ahora estaba descubriendo que me gustaba que me dominasen, por una vez. Y sospechaba que era sólo por ser él.
               -¿Cuánto hace que no te hacen el amor, Di?
               -Cállate, Tommy.
               -¿Cuánto?-insistió. Y yo sonreí.
               -Unos 16 años.
               -Mira qué bien. Te estoy desvirgando.
               -Eres imbécil-susurré, y los dos prorrumpimos en sendas carcajadas. Y luego, me vi en la obligación de confesar:-. Eres el primer inglés con el que estoy.
               -Y tú mi primera americana. Es importante dar buenas impresiones y afianzar relaciones internacionales-asintió con la cabeza. Me incorporé lo justo para clavar los codos en el sofá.
               -Las relaciones entre nuestros países siempre han sido muy estrechas.
               -Y tanto. Puede que por eso estemos haciendo esto-le echó un vistazo a la puerta. Se mordió el labio; era un niño ante mí. Un niño que sólo quería verme disfrutar. Me acarició las piernas, y volvió a posar sus ojos en los míos-. Venga, Di, tómate tu tiempo. Al fin y al cabo, ya estás independizada, ¿no?
               Le dije que se callara, y él se rió, y negó con la cabeza.
               Luego le pedí un beso.
               No se hizo de rogar.

Chad.

               Los aeropuertos siempre ponían a mi padre de buen humor. Puede que fuera el caos de la gente. Que nadie se fijara en nosotros. Los recuerdos que traían. Los pasillos por los que había ido y venido cuando la banda estaba en su apogeo.
               No lo sabía, y ni siquiera él podría decírmelo si se lo hubiera preguntado. Simplemente, era así.
               Incluso cuando retrasaban el vuelo más de cinco horas, papá siempre mantenía ese espíritu feliz de los aeropuertos. Ése al que mamá se había empezado a referir como “el Niall volador”.
               Repitieron el anuncio por tercera vez, y papá, finalmente resignado, dejó caer la bolsa con nuestra ropa en el suelo. Sacó el móvil y empezó a teclear.
               -Recuérdame por qué no he podido traer a Britney Jean-gruñí, estirándome un poco más en mi asiento. La señora que tenía enfrente se me quedó mirando. Temía por mi vida.
               -Era eso, o la mochila con las cosas.
               -Me lo paso mejor con Britney Jean.
               Papá puso los ojos en blanco.
               -No te voy a comprar una guitarra para el viaje, Chad.
               Bufé.
               -Pero… las hay muy bonitas en la tienda. Incluso una Gibson-papá frunció el ceño-. Eléctrica-detuvo sus dedos-. Seguramente a estrenar.
               Levantó la cabeza y me miró.
               -No será verde.
               -Es roja. Sangre. Con blanco. Mate.
               Se sentó a mi lado y miró a la nada por un tiempo superior a cinco minutos.
               Luego, terminó clavando los ojos en mí.
               -Por estas cosas no quiero que vengas conmigo de viaje. No le digas nada a tu madre.
               Se levantó sin mediar palabra y se encaminó a la tienda en la que nos habíamos detenido casi 1 hora, paseando por cada pasillo, estudiando cada instrumento. Púas, guitarras, baquetas, teclados… incluso violines. Papá suspiró cuando me detuve delante de uno.
               -Nunca pensé que le diría esto a nadie, pero, Chad, ¿no sabes ya tocar suficientes instrumentos?
               A lo que me había limitado a sonreír. Luego, con mucho cuidado, cogí el violín y rasgué un poco las cuerdas, acercando el oído al máximo. Papá sonrió, negó con la cabeza y siguió su camino.
               Un par de chicas se detuvieron delante de mí. Sostenían un mapa, y hablaban muy rápido en una lengua extraña. ¿Quién demonios se metía en un aeropuerto con un mapa?
               Miraron en varias direcciones, decidiendo, tal vez, si pedían ayuda. Luego, una de ellas posó los ojos en  mí. Se sonrojó automáticamente. Incluso antes de que le sonriera.
               Su amiga pareció darse cuenta, y también me miró. Después de decirle algo a la sonrojada, la agarró del brazo y la arrastró hasta mí.
               -Perdona-la primera se peleó con un acento que sólo podía ser francés-. ¿La estación de autobuses?
               -Estáis en la terminal. Tenéis que salir. Luego, es todo recto. Está señalizado. No tiene pérdida.
               La sonrojada se puso todavía más roja. Puede que llegase a explotar. Pobrecita. Intervino en la conversación escupiendo un par de palabras en su idioma, que su amiga, rápidamente, cortó con otra pregunta hacia mí.
               -El metrobús sale de la estación de autobuses, ¿no?
               Negué con la cabeza.
               -Cruza el aeropuerto, hace una última parada en la terminal del norte, y luego se dirige a Dublín. Yo de vosotras, cogería ese. Si es que vais a Dublín, claro.
               -Por supuesto-contestó, toda ofendida, como si Irlanda fuera sólo y exclusivamente nuestra capital. Como si no tuviéramos cientos de kilómetros cuadrados de puro arte natural. Como si, en el fondo, lo único que mereciera la pena de mi país era Dublín, y las demás ciudades, y los campos, y las playas, y los acantilados, y las montañas, y los bosques, y los lagos… bueno, pertenecieran a otro territorio.
               Echaron un vistazo a mi bolsa y mi mochila.
               -¿Adónde vas tú?
               -Londres-y sus expresiones cambiaron radicalmente. Claro que sí. Inglaterra claro que merecía la pena. Puse los ojos en blanco.
               -Pues buen viaje.
               -Igualmente.
               La lanzada no me dio las gracias, pero la tímida se rezagó lo suficiente como para echarme una última mirada. Se le encendieron hasta las orejas.
               -Dile a tu amiga que tenéis que visitar sí o sí el Camino del Cielo. Esta semana las estrellas se alinean otra vez con él. No podéis iros sin verlo.
               -Gracias-musitó. Mi sonrisa volvió a aparecer. Vaya, tenía una voz muy bonita. Seguro que cantaba bien. Era una lástima que no tuviera a Britney Jean conmigo. Tal vez pudiera pedirle que compartiésemos música, aunque fuera una canción.
               -No hay de qué. Y, eh. Dadnos una oportunidad. Puede que no tengamos el Big Ben… pero nuestra isla tiene nombre de joya.
               Pareció animarle el comentario.
               -Venir aquí fue idea mía.
               Su amiga se había detenido unos metros por delante de ella. Nos miraba entre la multitud, que, ajena a su escrutinio, se cruzaba continuamente en su camino.
               -Entonces tú eres la lista de las dos.
               Se echó a reír. Sí, con la risa se confirmó lo que ya sospechaba: que cantaba bien. Su carcajada fue un pequeño coro musical mezclado con el barullo de la gente. Como la esencia de un perfume entre decenas de olores distintos. Naturales. Menos elaborados. Menos agradables.
               -Hasta otra.
               -Au revoir.
               Las chicas se perdieron de nuevo entre la multitud. La tímida miró hacia atrás una última vez antes de doblar una esquina, salir del aeropuerto y de mi vida. Fue uno de aquellos momentos en los que el cerebro decide hacer de los ojos una cámara, y del momento, una foto. Lo sentí.
               -No te puedo dejar solo dos minutos y ya te echas amigas, ¿eh?-papá había vuelto, con el pelo alborotado y un hombro más bajo que otro. Cargaba con fuerza y firmeza el estuche de una guitarra. A pesar de todo, sonreía.
               Me abalancé sobre él sin esperar a que me diera permiso, lo abrí, y saqué con muchísimo cuidado la guitarra nueva. Brillaba a la luz de los fluorescentes que llevaban encendidos menos de 10 minutos. Papá se sentó a mi lado con una sonrisa satisfecha en los labios y me ofreció unos auriculares.
               -Estrénala. Quiero oírte.
               Tiramos de nuestras bolsas de viaje y las pusimos debajo de nuestros asientos. Papá apoyó la cabeza contra la pared, se caló la gorra que acababa de comprar, y cerró los ojos. Conecté los auriculares al enchufe de la guitarra (gracias a Dios, habían empezado a implantar esa tecnología cuando yo era pequeño), y rasgué una cuerda despacio.
               -Tengo que afinarla.
               -Afina lo que quieras, hijo.
               Se tapó con la chaqueta, a modo de manta, y observó pasar a la gente mientras yo tensaba y destensaba las cuerdas. En sus ojos había una nebulosa de recuerdos.
               Cuando por fin conseguí arrancarle una nota perfecta, me la coloqué sobre las piernas y la acaricié suavemente. Toqué los primeros acordes que me vinieron a la cabeza. Eran de una canción de la banda.
               Papá sonrió, con los ojos cerrados de nuevo.
-Cómo me alegro de haberte llevado conmigo de tour.
-Nunca me lo habías dicho
               -Porque Vee no me dejaba. Pero lo hago. Es lo mejor que pude hacer-me acarició la cabeza-. Eri tiene razón: os corre la música por las venas, pero los tours te han hecho música.
               Otro aviso. Un vuelo más que se cancelaba. El nuestro no tardaría, a ese paso. Nos habíamos apresurado para nada. Pasaríamos la noche en el aeropuerto.
               -¿Papá?
               -¿Sí?
               -¿Yo te distraje de los tours?
               Se levantó la gorra.
               -Los tours me distrajeron de ti.
               Era nuestra manera de decirnos que nos queríamos. A veces no estaba mal tener un código secreto. 
Diana.
               Empezaba a tener frío, acurrucada por encima de él. La parte de nuestros cuerpos que estaba en contacto todavía ardía, pero la espalda estaba demasiado expuesta al frío del Noviembre inglés como para que no cogiera una pulmonía si no me tapaba con algo.
               Y, con todo, estaba tan a gusto allí… no quería moverme.
               -Tienes frío, ¿eh?-se burló. Yo asentí, acunando la cabeza sobre su pecho. Se inclinó para coger algo, y me tiró la chaqueta por encima-. No es una manta, pero…
               -Está bien. Gracias.
               Nos quedamos en silencio un rato más, disfrutando de la compañía del otro y navegando a la deriva de nuestras mentes. Aunque, bueno, en mi cabeza, mi conciencia capeaba una tempestad. Sabía que lo había complicado todo teniendo sexo con Tommy, que ya no iba a ver Inglaterra como lo que era: mi cárcel y mi castigo, y que no podía permitirme cogerle cariño a ese lugar. Tenía que idear un plan de escape, una manera de hacer que mis padres se dieran cuenta de lo mucho que me querían, y de lo que yo los quería ellos, y de lo que me necesitaban.
               Y, aun así, no podía dejar de pensar que estaba feliz como no lo había estado en mucho tiempo. Tanto, casi, como cuando me dieron la portada de Vogue.
               Cerca, incluso, de cuando mamá me había enseñado mi primer vestido, inclinada a mi lado para ver mi reacción, y antes de decirme “es para ti”. Y darme un beso.
               Me gustaba estar con él como nunca me había gustado estar con otro chico.
               Y eso era un lujo que no me podía permitir.
               Pero, por Dios, sus ojos eran tan bonitos, y sus brazos, tan fuertes… seguro que no podía pasarme nada si me abrazaba.
               Zoe se partiría el culo si me viera.
Tommy.
               Ella era un oasis en un mundo desértico. Teniéndola encima, incluso tiritando de frío, me hacía sentir renovado. Como si acabara de nacer.
               Probablemente echase demasiado de menos el calor de un cuerpo del sexo contrario pegado al mío, piel contra piel, pero… no podía negar que estaba muy cómodo, que echaba de menos ese rol de chico protector sobre chica indefensa. Lo había puesto en práctica muchas veces con Megan, y ahora lo ponía con Diana.
               Meg solía decir que yo no podía dejar de ser nunca un hermano mayor, pero, ¿por qué debería dejar de ser algo que se me daba bien?
               Alzó la mirada de repente, clavando aquellas junglas moteadas en mí.
               -No tendrás un cigarro, por casualidad, ¿verdad?-inquirió, con el tono inocente de la chiquilla que te pide un caramelo extra, y no del de la chica con la que te acabas de acostar y reclama ese derecho ancestral del cigarrillo de después.
               -Oficialmente no fumo-le expliqué.
               -Y yo, oficialmente, tampoco-se echó a reír; tenía la risa que siempre me había imaginado que tenían las modelos. La risa de alguien que sabe que es bonita, que sabe que es perfecta y que no le importa exhibir su perfección al igual que un pavo real exhibe su cola, y la risa de alguien que, a la vez, vive de su elegancia.
               Debí de quedarme sin respiración, porque cuando me acarició la mejilla solté todo el aire de golpe, haciendo que su sonrisa se ensanchase un poco más. Dios, sus hoyuelos. Me apetecía besárselos hasta que desaparecieran, y luego volver a besarlos para que regresasen a su cara.
               -Tendremos que conformarnos, ¿verdad?
               -Sí-susurré, acariciándole la espalda por encima de la chaqueta. Ella me cogió la mano y la pasó por debajo, conduciéndome de nuevo por su columna vertebral, cerrando los ojos y volviendo a posar la cabeza en mi pecho.
               Íbamos a quedarnos dormidos; Megan y yo siempre nos quedábamos dormidos… pero podíamos permitírnoslo.
               Diana y yo, no.
               -Tengo hambre-espeté de repente, y no fue hasta entonces cuando me di cuenta de que, efectivamente, me bailaba el estómago. Puede que hasta ella fuera capaz de sentirlo.
               -Y yo mono-bufó, molesta, tal vez conmigo por cargarme el momento, tal vez con ella por no haber bajado el paquete de tabaco que seguramente escondía en su maleta cuando vino a buscarme con la certeza de que me haría lo que quisiera.
               Se incorporó y se estiró, recogiéndose el pelo en una coleta que desapareció en cuanto la improvisada goma elástica, es decir, su mano, se separó de su melena.
               ¿No has tenido ya bastante? Inquirió una vocecita en mi cabeza cuando volvió a encenderme acariciándome los abdominales al pillarme mirándole las tetas.
               ¿Realmente se podía tener bastante de ella?
               -Voy a comer algo-dije, más para mí que para ella. Me habían dicho que formular un plan en voz alta era el primer paso para cargarse ese plan. Seguramente no llegara a la puerta antes de sentir la urgente necesidad de dar media vuelta y volver a tirármela, pero tal vez, y sólo tal vez, el dios de turno que estuviera escuchando tomara eso como una promesa beata y me diera las fuerzas que necesitaba para salir de aquella habitación sin aumentar las posibilidades de que papá me arrancase la cabeza.
               -Y yo, a ducharme-sentenció. Se pasó las mangas de la chaqueta (de mi chaqueta) por los brazos, se sacó el pelo de la capucha y subió la cremallera, lo suficiente como para transformarla en un vestido improvisado, pero no lo bastante como para tapar lo que más loco me estaba volviendo.
               Se le notaban las aureolas de los pezones en la parte abierta.
               No. No puedes. Otra vez no. ¿Quieres palmarla? Seguro que papá y mamá están a punto de llegar.
               Morir follándosela tampoco puede estar tan mal.
               Tommy, joder, eres joven. ¿Dónde está tu instinto de supervivencia?
               Me escaneó de arriba a abajo, como si pudiera leer mis pensamientos en mi cuerpo. Puede que se pudiera.
               -¿Lo repetiremos?-inquirió.
               -No lo sé, yo…
               Esbozó una sonrisa diabólica. Volvió a bajar la cremallera y dejó caer la chaqueta al suelo. Se llevó una mano a la boca, y luego fue bajando, más abajo, y más abajo, y más abajo, y…
               Y se sentó encima de mí.
               Se sentó en mí.
               Gemí, tanto por pánico como de satisfacción. Movió las caderas adelante y hacia atrás, un par de veces.
               -¿Sigues sin saberlo?-me provocó.
               El sol bien podría haber explotado en ese momento y haberme llevado por delante: no me importaba nada más que esos centímetros de piel que estaban unidos. Cerré los ojos.
               -Diana...
               -Puede que me mandaran al destierro aquí-dijo, todavía moviendo despacio las caderas- pero en tu defensa diré que el hecho de que me vinieras a recoger tú, y no otro, fue una bendición. Una señal. Eres como un paraíso dentro del infierno, ¿sabes, Tommy? Y no voy a dejar que me abandones a mi suerte ahí fuera-señaló la puerta-. Además-añadió, moviendo las caderas una última vez, ahora con más profundidad-, no sabías las ganas que tenía de follarte. Desde el taxi. Va en serio.
               -Yo... también.
               En realidad era desde el aeropuerto, pero preferí no decírselo.
               -Entonces, vas a querer una segunda parte.
               Y se levantó.
               Se levantó.
               SE LEVANTÓ, LA MUY HIJA DE PUTA.
          RECOGIÓ LA CHAQUETA Y SE LA PUSO, ESTA VEZ, SUBIENDO LA CREMALLERA DE MANERA QUE ME DIERA CUENTA DE LO TRISTE QUE ERA MI SITUACIÓN.
               -Continuará-ASEGURÓ, LA MUY CABRONA.
               DIOS, LA ODIABA.
               Mi cerebro esperó a que oír el chasquido de la puerta a cerrarse para activar el volumen de mi boca.
               -Vamos, no me jodas. No me toques la polla. No me jodas. Me cago en la vida. Me cago en dios. Me cago en todo. No me jodas-era mi oración personal, que saltaba del español al inglés y de éste, otra vez al español, no haciendo distingos, mezclando verbos y sustantivos en los dos idiomas, traduciendo literalmente un idioma al otro, y viceversa, mientras recogía mi ropa del suelo y me la ponía a toda prisa.
               El portazo con el que abandoné la sala de juegos fue tan monumental que bien podría haber echado la casa abajo.
               Me dirigí a la cocina a pasos agigantados, haciendo caso omiso de mis hermanos pequeños, que se peleaban por lo que fuera.
               -¡ELEANOR!-bramé, y puede que me oyeran en Pekín. En Moscú, sin duda.
               Eleanor apareció corriendo en el pasillo, con el móvil en la mano.
               -¿Qué?
               -VIGILA A LOS CRÍOS.
               Dan y Ash se callaron en el acto, mirándome con los ojos como platos. Incluso Eleanor, que nunca desaprovechaba una oportunidad para darme una contestación y jugarse una bofetada, aceptó mis bramidos en silencio. Descendió en silencio y se dirigió a ellos, pretendiendo separarlos, como si fueran a volver a pelearse después de ver de qué humor estaba.
               -¿Qué le pasa a Tommy, El?-preguntó Dan mientras yo cerraba la puerta.
               -Que es tonto. No te preocupes; todos los chicos lo sois a su edad. Sólo espero que tú seas la excepción.
               Y le dio un beso mientras yo me armaba con un cuchillo y abría las alacenas, con tal fuerza que saqué una de su bisagra.
               -De puta madre. Sí señor. De puta madre.
               Y, en vez de intentar arreglarla, tiré de ella y la arranqué de cuajo.
               -¿Qué cojones te pasa?-ladró mi hermana, contemplando la escena con el ceño fruncido-. ¿Se te ha jodido la puta consola, o qué?
               -¿CÓMO COÑO SE ATREVE? ME HE JUGADO EL CUELLO POR ELLA. ME HE ARRIESGADO A QUE PAPÁ ME ARRANQUE LA CABEZA. Y VA Y ME DEJA A MEDIAS. LA PUTA QUE LA PARIÓ.
               -¿Qué?
               -DIANA. ESO ES EL QUÉ. LA DETESTO. QUIERO QUE SE PIRE.
               -¿Seguro?-inquirió, cruzándose de brazos y apoyándose en la encimera.
               -NO.
               Supe que la había cagado, bien cagada, cuando la miré y vi cómo contenía una sonrisa.
               -Dios, así que te la has tirado, ¿eh?
               Le lancé una mirada envenenada.
               -Oh, dios, ya verás cuando se entere mamá. Sí, se lo voy a decir, y te la habrás cargado de aquí al año 3.000.
               Más tarde tendría que darle las gracias por aportarme un objetivo sobre el que canalizar toda mi ira. Más tarde. En su lecho de muerte. Quizá, cuando la estuvieran enterrando.
               -Cuéntaselo a mamá y yo le diré lo de la fiesta de Adam.
               Se puso pálida.
               Joder, me encantaba ser el hermano mayor.
               -Sabes que es mentira-anunció, toda digna, levantando la cabeza. Y yo sonreí, con la sonrisa que me había dado papá, la misma sonrisa chula y torcida que exhibía en las entrevistas cuando le preguntaban una gilipollez, o la que regalaba a la gente que le caía mal.
               -¿Lo sabe mamá?
               -No te… atreverías.
               -¿No me he atrevido ya más veces?
               -Te odio. Eres un ser… despreciable. No, ¿qué coño? Despreciable es poco.
               -Podemos jugar los dos a este juego, hermana. Admite partidas multijugador. ¿Quieres queso?
               -Vete a la mierda.
               Y me dejó solo con mi rabia, ahora más controlable por haberse dividido en dos objetivos: por un lado, Diana en sí, y por otro, la imbécil de Eleanor, que se tenía que meter siempre en todo.
               Me temblaban las manos mientras cortaba el queso despacio, y se me hizo casi imposible abrir el paquete de jamón cocido.
               Estaba metiéndolo todo en una bolsa, con mi sándwich ya hecho, cuando una voz familiar, la única que necesitaba, me hizo dar un brinco.
               -Papá dice que a Erika también le daban esos episodios de Párkinson cuando se cabreaba.
               -Aún le dan-repliqué. Scott se echó a reír.
               -¿Qué pasa, tío? ¿Es lesbiana?
               -No.
               -Un gatillazo. Les pasa a los mejores, así que, ¿por qué no te iba a pasar a ti?
               -No.
               Cogió una cerveza de la nevera, y me la tendió. Se hizo con otra, y, después de chocarla con la mía, le dio un largo trago.
               -Cuéntale a tu hermano Scott.
               Dejé las cosas en la mesa y di mi propio sorbo.
               -Me la he tirado.
               -Confiaba en que lo hicieras. Te he educado bien-asintió con la cabeza, satisfecho, y echó un vistazo a la luz que entraba por el comedor.
               -Dos veces.
               Giró la cabeza tan rápidamente hacia mí que me extrañó que no se rompiera el cuello.
               -¿Ves? Son este tipo de cosas las que me hacen aleccionarte sobre la discriminación que hay hacia la comunidad musulmana. A mí, ni me ha mirado. Zorra racista. Me cae mal. Además, ¿qué mierda? ¿Por qué siempre te pasa lo bueno a ti? Estoy hasta los huevos de esta amistad dañina que me hunde el autoestima en la miseria. Oh, y no nos olvidemos de tu Dios y del mío. ¿Por qué te sonríe tanto? ¿Es una tía? ¿Es una tía y está cabreada porque yo pienso que es un tío? ¿Encima es guapa y odia que no se me permita imaginármela? Dime qué camino he de seguir. Ilumíname. No puedo esperar a las 40 vírgenes; pienso morir con 90 años, a poder ser, echando un polvo. No voy a poder con 40, dios, una sola ya me vuelve loco, y eso que soy joven. ¿Y VAS TÚ Y TE LA TIRAS DOS VECES? Que, por cierto, bien poco habrás durado, teniendo en cuenta que apenas he pisado mi casa. Eres absolutamente repulsivo. ¿Qué hago aquí? En el fondo te detesto. Te detesto con furia, Thomas. Deberías saberlo.
               -¿Has acabado?
               -No. Encima, te la tiras dos veces, y todavía te cabreas. ¿Qué más quieres, macho? ¿Que te prepare el pincho de después? ¿Que te prometa que nunca estará con otro después de ti?-dio una palmada-. Ya está. No le gustó. Por eso necesitaste dos intentos. Tenía que pasar algún día. Lo sabía. Hay justicia en el mundo-alzó las manos en un gesto victorioso. Y me tuve que echar a reír.
               -No. No ha sido eso. Le gustó.
               Ya no me temblaban las manos, así que aproveché para darle un bocado a mi comida.
               -Ajá. Demuéstralo. Quiero detalles. Hasta el más mínimo. No todos los días se acuesta uno con una modelo.
               -Podré terminar de comer.
               Puso los ojos en blanco.
               -No entiendo por qué no puedes ser una persona normal y fumarte un cigarro cuando acabas, como todo el mundo. Mira, T, no quería decírtelo porque sé cómo eres de inseguro, pero… te estás poniendo un poquito fondón. No es nada que no se pueda arreglar, lo hemos cogido a tiempo, pero… bueno, deberías cuidarte más.
               -Vete a la mierda.
               Iba a continuar con su charla cuando le interrumpió el sonido de un coche entrando en la casa. Nos miramos.
               -Acábate eso-ya no había ni gota de broma en su voz, sino una urgencia que aparecía pocas veces.
               -Ayúdame.
               -¿Estás mal de la cabeza? Acabo de comer. Como un animal. Acábate eso.
               No me iba a dar tiempo, así que di varios bocados más, y los fui masticando cuando salí a recibir a mis padres.
               -Ten, coge esto-ordenó mamá-. Hola, Scott, ¿quieres ayudar?
               -La verdad es que preferiría pasar, Eri.
               -Qué lástima, no era una oferta-mamá le colocó un par de bolsas  en las manos con la habilidad de la que cría a toda una familia con genes de vagos (suyos, y de papá) y consigue que sean mínimamente autosuficientes. Scott alzó las cejas.
               -No entiendo cómo es que tú eras la favorita.
               -Puede que fuera la más fácil de las tres-replicó, encogiéndose de hombros y arrastrando un buen puñado de bolsas a la cocina. Parecía increíble que alguien tan pequeño como mi madre pudiera acarrear tanto peso sin despeinarse. Pero, claro, mamá era mamá.
               El estómago me dio un vuelco cuando me giré y me di de bruces con papá, que llevaba sendas bolsas entre los brazos.
               -¿Fácil? ¿Tú? Sí, totalmente-asintió con la cabeza, recibiendo las carcajadas de mamá-. Fuiste una estrecha y lo sabes-murmuró entre dientes.
               -Te he oído, Louis.
               Puso los ojos en blanco.
               -Eso pretendía. Tommy, haz algo productivo por una vez en tu vida y ayúdanos, venga. ¿Dónde está tu hermana? Y tú, Scott, ¿es que no tienes casa?
               -No me quieren en ella.
               -Ya lo decía Taylor Swift. Zayn no la quiso a ella, ni a otra, ni a nadie; no puede.
               -Esa canción no era para él.
               -Las canciones de Taylor Swift iban dirigidas a todos los hombres; cada uno decidía si se sentía ofendido por ellas o no.
               Scott y yo intercambiamos una mirada, la mirada de siempre, la que decía “espera”, “más vale que no se te olvide” y “ahora no”, todo en uno. Asentimos con la cabeza, nos deshicimos de mis padres (Eleanor, por cierto, no apareció) y nos quedamos de pie en el salón, sin saber muy bien adónde ir.
               -¿Y Diana?
               -Se está duchando-informé, demasiado tarde: mi mente ya había empezado a navegar por el mar del subconsciente, y antes de poder darme cuenta, me sumergía en la fosa abisal de mis recuerdos, la sentía encima de mí, moviéndose, besándome, acariciándome, y yo no quería que parara y no iba a parar. Esta vez no, esta vez no me iba a dejar a medias, me daba lo que me merecía, era su paraíso en el infierno, y…
               Scott me agarró de la camiseta y me arrastró hacia el jardín.
               Era el típico comportamiento que lo diferenciaba del resto de mis amigos: ellos se reirían, pero Scott sabía cuándo tenía que reírse y cuándo necesitaba que me echaran un cable. Valoraba las situaciones de peligro igual que las valoraba yo.
               Puede que fuese genético.
               Un Malik y un Tomlinson no podían llevarse mal, ¿no?

               -Cuéntamelo todo-dijo, una vez cerrada la puerta de cristal y bien asegurada; nadie nos molestaría, ni nos oiría-. Con pelos y señales. Y relaja a tu amigo, tío-señaló mis pantalones-. Ya sé que te alegras de verme.

2 comentarios:

  1. dios, me encanta joder me encantan
    Scott es el puto amo y cada día me gusta más Chad

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