viernes, 22 de enero de 2016

Ambicioso es lo peor que puedes ser.

Aún resuenan en mi cabeza las palabras de aquella chica, cuando tenía 17 años, cuando le dije que tenía que dejarla porque tenía que hacer bicicleta. Me dijo, “¿por qué tienes que hacer bici? Eres preciosa tal y como eres”. Era preciosa, según ella, poniendo en peligro mi salud. Era preciosa, según ella, sin haberme visto nunca la cara.
Y me reventó lo que había detrás de ese mensaje; ése cuya emisora yo ya he olvidado, con la que probablemente aún hable, pero que una vez me ofendió hasta tal punto que todavía lo evoco cada vez que leo un texto aplaudiendo a una persona que, vale, está a gusto con su situación, una situación que el resto se empeña en condenar por ser “fea”, pero que no se da cuenta de que esa chulería también tiene algo de peligro. Porque que una chica pese 120 kilos midiendo 1.50 no debería glorificarse por muy guapa que ella sea. La realidad es que está, estamos, enfermas. Y nadie debería decirnos jamás que no podemos intentar curarnos, ni mejorarnos, ni siquiera intentar mejorar.
Pero ya es independiente de nuestra salud. Piensa un poco; ¿por qué deberíamos conformarnos con comprar ropa fea, que no nos guste, sólo porque es la única que hemos encontrado a nuestra disposición que pueda con nosotras? ¿Por qué no podemos trabajar por estar sanas, y de paso tener más diversidad de oportunidades? ¿Sólo porque te haga sentir mal que yo esté a dieta, que haga ejercicio, que no esté conforme con mi cuerpo? Ni siquiera es que lo odie. No lo odio. De hecho, sí, me gusta, aunque tú eso no lo entiendas. Pero sé que lo puedo mejorar. Y lo voy a mejorar. Vaya que sí. Volveré a mi fuerza de los 17 años para tener el cuerpo que me merezco. Porque, como dijo una sabia, tienes el derecho, no la obligación, de que te guste lo que eres.
Intenta trasladar esta situación a cualquier otro aspecto de la vida, verás cómo tu visión da un giro radical. Imagina que tu artista favorito publicase un disco con las canciones tal cual las grabó la primera vez, con gallos incluidos, con melodías a destiempo, carraspeos y demás ruidos que hagan de algo anteriormente bonito, sucio.
Que en el cine sólo haya películas de toma única, en la que el actor de turno pida constantemente texto, pues no se ha molestado en estudiarse el guión (un guión que, por cierto, no tiene ni pies ni cabeza, que nadie ha leído entero ni una sola vez, y con distintos formatos a medida que avanzan las páginas). ¿Para qué estudiárselo?
A Miguel Ángel pintando simples monigotes en la Capilla Sixtina, en lugar de la maravilla que dejó plasmada para siempre, porque ¿para qué molestarse? ¿Por qué arriesgar el mancharse las manos?
Imagíname a mí no pudiendo hablar en público, porque las palabras de una mujer valen menos que nada, porque nadie luchó nunca, ni llegó incluso a morir, porque yo fuera un poquito más igual a los hombres. ¿Merecía la pena?
Imagina que la ropa que llevásemos tenga, por regla, hilos sueltos, no esté igual, que no tenga un patrón, porque ¿por qué has de perder el tiempo retocándola y asegurándote de que es mínimamente simétrica?
Imagínanos a nosotros no pudiendo leer, porque nadie se ha parado a inventar la escritura. No sabiendo que existieron otras civilizaciones antes que nosotros, que nuestros abuelos tuvieron abuelos, porque nadie construyó templos ni fabricó cultura arquitectónica que diera testimonio de que alguien estuvo una vez aquí, antes, y fue importante.
A los primeros homínidos, muriendo de frío porque es una tontería intentar aprovechar la piel de los animales que cazaban, qué gilipollez es esa del fuego, ese demonio bailarín, caprichoso, cambiante y brillante, al lado del que se está a gusto, pero que aparece cuando el cielo grita y las nubes arrojan lanzas de luz de un segundo.

Una vez pensé que ambicioso era lo peor que podías ser, porque por mucho que hicieras, nada te parecería bastante. Me equivocaba. Lo peor que puedes ser es conformista, porque sólo producirás mierda, y lo peor es que te dará igual.


2 comentarios:

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