domingo, 18 de noviembre de 2018

Burbuja crepuscular.


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-¿Qué cojones quieres, Mary Elizabeth?-gruñó Alec frente a mí, su mandíbula dura por el cabreo repentino que le había ocasionado que Mimi nos interrumpiera. Una parte de mí celebró que él se enfadara tan rápido, porque se le acentuaban los músculos del cuello y la mandíbula de una forma que podía volverme loca.
               No era para menos, la verdad. Terminaría queriendo muchísimo a Mary con el paso del tiempo y las experiencias que compartíamos juntas; incluso entonces, ya le tenía bastante cariño por las cosas que Alec y Eleanor me contaban de ella. Pero en ese momento… en ese momento me pareció la persona más inoportuna y detestable de la historia.
               Después de recoger el mono que iba a llevar en Nochevieja con Amoke, y de que ella no dejara de tomarme el pelo sobre cómo me había gastado 500 libras en “la comida más cara de Alec, porque estaba claro que me arrancaría el mono a mordiscos en cuanto me viera con él”, me había metido en la ducha con un moño apresurado, para tener la piel bien fresquita e hidratada, me había enfundado en un vestido de invierno que me llegaba dos dedos por encima de las rodillas, y había salido en busca de Alec con muchas ganas de verlo y más ganas aún de guerra.
               Tras haberme asegurado de que tenía la dirección correcta preguntándole a Scott, había llegado a su casa y me había detenido un instante en la puerta. No había cogido las pastas que Pauline me había dado para Annie, aunque tampoco había permitido que Amoke se las comiera, porque no se me ocurría ninguna excusa para presentarme en su casa, preguntar por su hijo y de paso entregarle algunos dulces. Alec no me había dicho nada de si le había contado a su madre lo nuestro, lo cual me hacía pensar que ella no estaba al corriente de lo que yo me traía con su hijo, y yo quería respetar los tiempos que él quisiera imponerse. No me parecería bien que él se presentara de buenas a primeras en mi casa y le soltara a mis padres que nos habíamos acostado sin darme la ocasión a decírselo yo en persona, así que no tenía intención de hacer lo mismo con él.
               El caso es que no tenía ni idea de lo que diría una vez llamara al timbre, cómo preguntaría por Alec y cómo reaccionaría Annie cuando tuviera por fin una cara que atribuirle a ese ente sin rostro que hacía que su hijo trasnochara y apareciera por casa con una sonrisa boba en la boca cada vez que volvía de fiesta, sonrisa que sólo las endorfinas del sexo podían colocar en sus más que apetecibles labios.
               Así que para mí fue un alivio y una revelación casi milagrosa que la puerta del garaje de la casa de los Whitelaw estuviera abierta, y de ella se deslizara suavemente el compás acelerado de una canción de rap sucio. Anhelando lo que me encontré, me colé por la pequeña abertura y me quedé mirando un momento la estancia.
               Al lado de un BMW plateado en perfecto estado estaba la moto negra de Alec, con su corte aerodinámico y sensual. No sabía si era normal que una moto me pareciera sexy, aunque sospechaba que gran parte se debía en quién era su novio.
               Por debajo de la moto sobresalían un par de piernas flexionadas. Me fijé en que el chasis descansaba en una de las estanterías ajadas por el tiempo y cubiertas de polvo que cubrían los lados del garaje. Alec estaba reparando su moto.
               Di un par de pasos hacia él y me detuve en seco, notando un tirón en la parte baja de mi vientre al fijarme en cómo iba vestido. No estaba acostumbrada a ver a Alec así: siempre que le había visto vestido de calle y no con el uniforme del instituto, había llevado vaqueros bien cuidados. Y, salvo aquella gloriosa tarde en Camden donde me permitió verlo con sudadera, el resto del tiempo siempre había ido con camisa y jersey.
               No es que me disgustara la manera de vestir de Alec. Todo lo contrario: me encantaban sus camisas y el estilo que tenía llevándolas, como si fuera el hijo consentido de un hombre de negocios que cubría sus necesidades tirándole un fajo de billetes de 200 a su retoño para que se lo gastara en lo que le diera la gana, que siempre era diversión.
               Pero una cosa era ver a Alec como un niño bien de Londres, algo chulo e incluso presumido, y otra muy diferente era verlo con la ropa de andar por casa. Playeros de Nike relucientes, de esos que apenas tenían suela; sudadera con cremallera gris abierta, dejando ver una camiseta, y…
               … uf.
               Uf.
               UF.
               Vaqueros azules, desgastados por el uso, en los que se intuían las manchas negras de la grasa de la moto.
               Como no llevaba cinturón (gracias, Alá), se le habían bajado un poco por el movimiento, y la camiseta se le había levantado, lo cual me dejaba una vista deliciosa de sus abdominales. Tuve que contener las ganas de arrodillarme y lamérselos, porque sabía que si me ponía de rodillas al lado de él, ni siquiera Alec sería capaz de levantarme.
               Tenía muchísimas ganas de él. Le necesitaba a mi lado como al aire que respiraba. No había parado de soñar con él desde la noche en que tuvimos sexo por teléfono, con la excepción de cuando Jazz me dijo aquellas cosas horribles sobre él, y todas las veces en que se me había aparecido en sueños, había sido para poseerme de una forma animal, casi violenta, como si yo fuera lo único que inclinaba la balanza de la vida y la muerte en favor de la primera.
               Incluso había sentido cómo entraba en mí una de esas veces, y había dejado escapar tal gemido que Shasha me despertó pensando que me dolía algo o que tenía alguna pesadilla. Cuando me arrancó de sus brazos, casi me dieron ganas de llorar.

               Claro que me dio muchísima vergüenza que mi hermana estuviera a mi lado mientras yo soñaba que Alec me ponía a cuatro patas, pero… eso no hizo que lo disfrutara menos.
               Ni que dejara de ir al baño para aliviarme y poder dormir tranquila.
               Noté que me estaba mordiendo el labio mientras recordaba aquella increíble sensación. Parecía imposible que Alec fuera capaz de hacerme sentir cosas tan fuertes y tan físicas incluso cuando estábamos a cientos de kilómetros de distancia. Y, ahora que lo tenía frente a mí, que era de verdad… no sé cómo hice para no saltar sobre él.
               Alec se movió un momento y yo contuve la respiración. Me había visto de refilón y, al ver que no reaccionaba, supe con esa certeza que sólo tienes cuando se trata del chico que te gusta, al que conoces como la palma de tu mano, que no me había reconocido.
               Justo cuando pensaba en rodear la moto para inclinarme, agarrarle del mentón y darle el beso más invasivo que habría dado en mi vida, él habló:
               -Nena, hazme el favor del siglo y pásame la llave del tres.
               Me quedé en el sitio un momento, decidiendo mi siguiente movimiento. Cuando decidí cuál sería mi siguiente movimiento tras ese instante de vacilación, caminé hacia el panel de las herramientas y me quedé mirando la infinidad de llaves inglesas que había allí colgadas.
               A pesar de que en mi casa me habían dado una educación lo más completa posible, las lecciones de papá se habían limitado al dibujo y al canto, siempre para que yo fuera buena en ello y así no me sintiera mal si alguno de mis hermanos desarrollaba un talento innato en esos aspectos del arte (como sucedía con Scott). De herramientas de trabajo, por desgracia, no estaba versada.
               Así que cogí la primera que me pareció y se la tiré al lado de la cabeza. Alec la cogió, todavía sin mirarme, y la estudió. Bufó.
               -Del tres, Mary Elizabeth, no del cuatro-me la tendió-, sé útil por una vez en tu vida.
               Sonreí, recogiéndola.
               -No soy Mary Elizabeth-le respondí-, pero puedo dártela igual.
               Dejé la llave encima de la estantería y me volví hacia él en el momento exacto en que, de la impresión que le había causado que yo fuera yo y no su hermana, se incorporaba de un brinco y se daba un cabezazo contra el manillar de la moto. Di un paso hacia él y me apoyé en el sillín.
               -¿Estás bien?-pregunté con un deje de preocupación que no habría demostrado si Alec fuera mi hermano. Si se tratara de Scott, las cosas habrían transcurrido de forma muy diferente: yo me habría empezado a reír de forma histérica y luego habría tenido que echar a correr huyendo de mi hermano, que de seguro me vendría a perseguir para intentar zurrarme.
               Claro que yo no follaba con Scott, y con Alec sí, por lo que era normal que me preocupara más de él que de mi hermano.
               Creo.
               O puede que simplemente fuera muy mala hermana, o llevara demasiado tiempo sin conocer hombre.
               -Sí, sí-asintió Alec con la cabeza-. Tengo la cabeza dura, eh…-se frotó el lugar donde probablemente le terminaría saliendo un chichón, y yo me imaginé poniéndole una bolsita de hielo y dándole piquitos mientras se la dejaba puesta en la frente para que le bajara la inflamación y… bueno, me puse mimosa y cachonda a la vez. Estaba viviendo en una montaña rusa emocional que iba al máximo de potencia del motor-. ¡Hola!-casi jadeó. Me encantó que se mostrara tan feliz de verme, tan ilusionado, aliviado, incluso.
               -¡Hola!-noté cómo sonreía, todo mi cuerpo sintiendo una oleada de calorcito muy agradable, el calorcito que me producía tener a Alec cerca.
               -¡Hola!-repitió, mirándome, y yo me eché a reír.
               -Hola.
               -¿Qué… qué haces aquí?
               Le dije que había venido antes y, cuando se mostró confuso porque le había mentido con respecto a la fecha, y se giró para mirar el calendario, pasó algo terrible para mi estabilidad emocional y espléndido para mi libido.
                Alec hizo ESO™.
               Y por “ESO™”, me refiero a que se pasó una mano por el pelo.
               Mi cerebro se desconectó.
               Me incliné sobre el sillín de la bici, apoyándome en él, lo agarré del pecho de la camiseta y tiré de él para darle el mejor beso que él había recibido en toda su vida.
               La parte del cuerpo de Alec que a mí más me gustaba, con permiso de aquellas que eran capaces de darme placer físico, era su pelo. Y lo tenía revuelto, en diminutos amagos de rizos que me volvían loca. Como un día se cortara esa melenita, me echaría a llorar.
               No era de extrañar que mi mente entrara en cortocircuito cuando Alec se lo tocaba, porque hacía que yo me volviera plenamente consciente de lo que sucedía.
               Él sonrió en mi boca, nuestros labios por fin juntos, nuestras lenguas enredadas. Le dije todo lo que le había echado de menos esos días durante ese beso, y él me respondió con la misma añoranza.
               Le pasé los dedos por los hombros y gemí. Esos músculos, esa boca, ese pelo… estaba hecha para encajar con ellos a la perfección. Estaba hecha para no poder resistirme a ellos.
               En mi interior se repetía un mantra brevísimo, pero no por ello peor. Es Alec. Es Alec. Es Alec. Es Alec.
                Me parecían las dos mejores palabras de la historia. Es Alec, es Alec, es Alec, es Alec.
               La moto estaba entre nosotros, pero era tal la necesidad urgente que sentíamos que él me agarró por las caderas y, cuando yo pensé que lo que pretendía era separarme de él, me levantó no sé cómo y consiguió que me sentara encima del sillín. Se pegó a mí y se metió entre mis piernas, una mano en mi cintura, la otra en mi mejilla.
               -Voy a mancharte de grasa-se disculpó, aunque por su tono más bien parecía que estaba previendo algo inevitable. A modo de respuesta, mis manos descendieron por sus abdominales y empezaron a tirar de su camiseta.
               -Me da igual-suspiré cuando se acercó un poco más a mí, yo cerré las piernas en torno a sus caderas, y él respondió frotándose contra mi entrepierna. Sentía un bulto duro y delicioso presionando contra mi sexo. Su lengua entró en mi boca, invasiva, y Alec tiró la chaqueta que le cubría los brazos al suelo, donde ya no podríamos alcanzarla. Le quité la camiseta por la cabeza y me separé de él para mirar sus músculos. Mis dedos siguieron la trayectoria de mis ojos, maravillándome de lo duros que eran, lo firmes que estaban, lo suave que era su piel. Me imaginé cómo sus abdominales rozaban mi vientre mientras Alec me follaba con pasión contra el suelo y noté cómo mi sexo se expandía, preparado para lo que tenía que pasar-. Dios mío, cómo te he echado de menos.
               Y entonces, Alec recordó quién era. Alec Whitelaw. El chico que más sexo había tenido de todo el instituto. Prácticamente, él había inventado el follar. Sabía cómo provocar a una chica. Y estaba decidido a hacerme la vida imposible.
               Me sujetó de las caderas y se ocupó de que ya no fuera la moto la que me sostuviera, sino él. Concretamente su erección.
               -Alec-jadeé su nombre, la palabra más hermosa que había pronunciado en mi vida. Me froté contra ese delicioso bulto como una gatita en celo. No podía más. No podía más, y él tampoco. Nuestros alientos formaban pequeñas nubes de vaho cuando nos separábamos un segundo para respirar-. ¿Tienes frío?-a pesar de que él negó con la cabeza, te juro que yo estaba absolutamente fuera de mí. Ya no había bien o mal, luz u oscuridad. El mundo se había dividido y simplificado a una única disyuntiva.
               Alec o soledad.
               No creo que haga falta decir por qué iba a decantarme yo, ¿verdad?
               -Yo te caliento-me ofrecí, como si él hubiera dicho que sí que tenía frío. Le agarré las manos y las puse sobre mis pechos. Las presioné ligeramente contra ellos y Alec no necesitó más invitación. Empezó a masajeármelos como si sus manos los estuvieran creando, y mis caderas dejaron de responderme a mí para hacerlo al ritmo que marcaba él. Me froté contra él, que bajó una de sus manos a mis rodillas mientras yo seguía frotándome y besándolo como si llevara dos meses de travesía en el desierto, sin probar una gota de agua, y su boca fuera un manantial.
               Sonrió en mi boca cuando yo arqueé la espalda, ofreciéndome mis pechos para que hiciera con ellos lo que quisiera cuando se las apañó para deslizar mi sujetador hacia abajo, liberándolos. Mientras la mano que estaba en mi rodilla se deslizaba lentamente por mi piel, acariciándomela, la otra era el polo opuesto de su compañera: rabiosa, apasionada, ansiosa. Me pellizcó un pezón endurecido por encima del jersey y yo me estremecí. Le deseaba tantísimo… le necesitaba en mi interior.
               La mano exploradora continuó su travesía por dentro de mi vestido, mientras la otra se ocupaba del otro pecho. Me comí su risa mientras llegaba al elástico de mis bragas. Separé aún más las piernas, decidida a dejarlo entrar.
               Entonces, los dedos de Alec se colaron por el elástico. Me volví plenamente consciente de lo que sucedía en mi entrepierna; la presión de su erección contra mi sexo, sus manos acariciándome despacio el vello que se ocultaba tras la tela de las bragas, y la humedad latente y necesitada de hombre. De él.
               Estaba muy mojada, tanto por mi excitación como por otra cosa.
               Al recordar qué era aquella cosa, di un brinco y me separé instintivamente de él. Alec se quedó a medio camino de mi cuerpo, suspendido en el aire, su boca entreabierta tal y como había estado durante nuestros besos. Era como si, para él, se hubiera detenido el tiempo. Sólo me miró un segundo con confusión antes de volver a acercarse a mí, pero para mí fue más que suficiente.
               -Te juro que no lo hago a posta-me disculpé.
               -¿El qué?-se acercó de nuevo a mí, su paquete de nuevo contra mi entrepierna. Uno de sus dedos se coló por la tela de mi ropa interior y yo me descubrí gimiendo y considerando seriamente la posibilidad de hacerlo con él a pesar de que me había venido la regla. 
               -Calentarte así. No es a propósito, de verdad.
               -Caliéntame como te dé la gana, nena-gimió en su boca cuando sus dedos encontraron los pliegues de mi sexo y se deslizaron por ellos. Un suspiro salió volando de entre mis labios y le clavé las uñas en la espalda, pegándolo a mí. Le quería dentro, le necesitaba dentro… pero no podíamos.
               Negué con la cabeza.
               -No podemos, Al. Tengo la regla.
               Pero eso no iba a hacer que Alec dejara que se le escapara el tren. Tenía tantas ganas de mí que eran incluso tangibles. Hasta un ciego podía ver lo que mi ausencia le había hecho, lo que mi presencia le estaba haciendo ahora: empujarlo más allá de los límites de la cordura.
               Nos habíamos vuelto animales irracionales separados, sólo que no nos habíamos dado cuenta hasta que volvimos a juntarnos y descubrimos que nuestros instintos primarios eran mucho más fuertes que cualquier tipo de razonamiento.
               -Y yo, toallas en casa.
               -Alec-gemí, suplicante. No podía insistirme, mi negativa era débil como la llamada de un barco que aún no se intuía en el horizonte. Destellaba en la lejanía como una pequeña estrella al borde de la muerte. Apenas se distinguía entre las nubes.
               Dime que no. Dime que no. Para tú. Para tú, por favor.
               Para tú, porque yo no voy a poder.
               -No quiero así-me escuché decir, y qué mentirosa era. Ni una sola de mis células me creyó, ni creyó que pudiera intentar colársela de esa manera a él-. En serio, me apeteces muchísimo, quiero follarte-sus ojos destellaron al escucharme decir aquella palabra-, y que me folles muy fuerte, pero… no puedo, de verdad.
               -¿En qué día estás?
               Lo había soltado tan a bocajarro que, cuando me lo preguntó, tardé unos segundos en asimilar su pregunta.
               -Acaba de empezarme. Apenas mancho, pero no quiero que…
               -Voy a quitarte las bragas-anunció, y vi en mi reflejo en sus preciosos ojos marrones cómo abría los ojos hasta el límite de lo humanamente posible.
               -¿Qué?-inquirí, segura de no haberlo escuchado bien.
               -Que te voy a quitar las bragas, Sabrae, joder-repitió en un tono desesperado y anhelante, prueba de cuánto me había echado de menos. Recordé cómo había gemido mientras se masturbaba al otro lado de la línea, sus frases inconexas, sus “Dios mío, qué bien sienta esto, ojalá estuvieras aquí”, sus “sí, nena…”. Sus “Sabrae”.
               La forma en que había dejado que mi nombre se deslizara de su boca cuando llegó al orgasmo. La forma en que convirtió mi nombre en su orgasmo. Cómo todo mi cuerpo se retorció en un latigazo de placer escuchando aquello, la que me pareció la primera vez que alguien pronunciaba mi nombre. Alec me había bautizado en el momento en que pronunció aquella palabra mientras su cuerpo y su alma se abandonaban al placer más absoluto.
               Aquel Alec era el mismo que me hablaba ahora. La diferencia es que los efectos de mi cuerpo en el suyo eran mucho más potentes, por el mero hecho de que estábamos el uno pegado al otro. No conseguirían separarnos ni con aceite hirviendo.
               -Te voy a comer el coño como si no hubiera un mañana. Llevo recordando cómo gemías mientas te masturbabas por teléfono desde que lo hicimos. No puedo dormir, no puedo comer, no puedo pensar, sin escucharte así. Necesito volver a oírte gemir, Sabrae. Por favor. Déjame quitarte las bragas. Déjame probarte y escucharte gemir así otra vez.
               -Tienes otras formas de hacerme gemir-le contesté, y él sonrió. Se tomó aquella invitación como un reto personal, un “no hay huevos” en toda regla. Si antes nos habíamos comportado como animales, ahora directamente éramos salvajes.
               Me agarró de la cintura y me cargó de nuevo contra él.
               -Siénteme-me ordenó, y en ese preciso instante metió su mano, toda su mano, dentro de la tela de mis bragas. Mientras con el anular y con el índice masajeaba la parte externa de mis labios mayores, con el corazón jugó con la entrada de mi sexo. Movió la yema del dedo en círculos cada vez más y más profundos, mientras presionaba mi clítoris con la palma de la mano.
               Yo arqueé la espalda y me dejé caer hacia atrás, segura de que él me sujetaría, como efectivamente hizo. Cerré los ojos, abandonada a la sensación de ser dominada total y absolutamente por su mano, mientras Alec sonreía, teniéndome bien sometida.
               Se inclinó hacia mi jersey y me dio un mordisquito en uno de los pezones, que se notaban como volcanes bajo la tela de lana.
                Me agarró del hombro para volver a levantarme y tener mi boca a tiro, y mientras mi lengua recorría la suya como un dragón que hiciera suya una caverna, Alec sacó su dedo corazón de mi interior y lo introdujo de nuevo. Sí. Esto es lo que quiero. Házmelo así.
               Házmelo DE VERDAD.
               -A la mierda-jadeé. No me bastaba con su dedo. No me bastaría con dos. Ni con tres. Necesitaba una parte de su cuerpo bien distinta, la parte cuya función primordial era de la que se ocupaban sus dedos ahora.
               Cuando vas a un concierto, lo que quieres es ver al artista principal, no a los teloneros. Puede que con los teloneros disfrutes, pero… nada comparado con esa sensación eléctrica que te recorre de arriba abajo cuando se apagan las luces justo antes de que todo comience.
               -¿Tienes un condón? Necesito que me la metas.
               Eso era lo que Alec estaba esperando escuchar. Me lamió la boca, me mordió los labios y continuó sobando mis ganas de él mientras su otra mano se metía en el compartimento de su moto, en busca de algo que yo no sabía qué era…
               … porque estaba demasiado ocupada haciendo mi propia misión de exploración. Le desabroché los vaqueros, le bajé la bragueta, y me relamí al ver la oscuridad de su vello público. Mi mano cayó en picado para sostener su erección, que liberé y acaricié orgullosa. Yo había conseguido aquello. Yo era la dueña de esa reacción en su cuerpo.
               Alec sacó un condón de la cartera que llevaba en la moto y miró cómo yo acariciaba su erección. Ni corto ni perezoso, movió mis bragas para quitarlas de en medio con una mano, y con la otra, el paquete del preservativo aún en ella, sujetó su miembro y lo colocó en la entrada de mi sexo.
               Aquello era peligroso, principalmente porque de repente no quería que usara preservativo. A pesar de la bronca con mis padres, a pesar de que les había prometido que no volvería a hacer algo así… todo aquello se evaporó. Quería sentir lo que era que un hombre se corriera dentro de ti. Había escuchado que era una sensación única, irrepetible.
               Quería que ese hombre fuera Alec. Quería traspasar todas las fronteras con él. No quería que fuera con ningún otro.
               Además, ¿qué podía pasar? Tenía la regla, las posibilidades de que me quedara embarazada eran prácticamente nulas. Y los resultados de la prueba de ETS habían dado negativo, así que…
               Alec paseó su miembro por entre mis labios, arriba y abajo, y subió hasta mi clítoris. Lo presionó y yo dejé escapar un gemido y cerré los ojos. Si no me lo mete él, me lo meto yo. Pero ni de coña le permito que lo aleje de mí.
               -Sabrae-ordenó-. Mírame.
               Abrí los ojos, pero los clavé en su sexo. Estaba tan cerca de darme lo que quería, estaba tan a punto para él…
               -A los ojos, Sabrae-me cogió la mandíbula y me hizo mirarlo. Me dio un beso posesivo y luego se separó de mí-. Quiero que me supliques. Dime cuánto necesitas mi polla dentro de ti.
               -Muchísimo-jadeé, notando cómo me mojaba más y más. A este paso ni siquiera sentiría nada. Entraría y saldría de mi interior como una puñetera anguila-. Al…
               -Me basta con eso-sonrió y se inclinó hacia mi oído, donde me susurró-: voy a follarte encima de mi preciosa moto tan fuerte que te quedarás afónica de tanto gritar.
               Me gustaría haberle preguntado si era la primera, si lo había hecho antes con alguna  otra chica, pero no pude por dos razones: la primera, que me daba igual.
               La segunda, que un carraspeo a nuestro lado nos interrumpió. Dimos un brinco y nos volvimos hacia el lugar el sonido, en el momento justo en que Mimi, con una sonrisa divertida en la cara, se cruzaba de brazos y se apoyaba en el marco de la puerta, los pies cruzados también.
               Alec se subió a toda velocidad los pantalones para tapar su erección mientras yo me recolocaba el sujetador, notando el calor de un millón de volcanes (sí, aquellos con los que había comparado mis pezones) ardiéndome en las mejillas.
               -Estábamos…-empecé, sintiendo que cada vez me ponía más y más roja. Dios mío, me estaba muriendo de vergüenza. No era propio de mí comportarme así, como si fuera una perra en celo que se follaría a su macho en cualquier lugar.
               Aunque… para qué vamos a engañarnos, estaba más que dispuesta a follarme a Alec en cualquier lugar.
               Lo cual no quería decir que me apeteciera que Mimi nos viera. ¿Qué pensaría de mí? ¿O qué le diría a Annie?
               -¿Haciéndote una exploración de cáncer de mama?-sugirió Mimi, divertida. ¿No se suponía que era súper tímida? Siempre que te dirigías a ella en público, se sonrojaba. Cuando un chico la miraba, fuera guapo o feo, ella se ponía colorada.
               ¿Tanto cambiaba la gente cuando estaba en su casa?
               ¿O es que la casa de los Whitelaw era un lugar ajeno a todas las leyes que regían el resto del universo?
               Sí, eso explicaría que hubiera estado a punto de hacer que Alec me metiera la polla a pelo encima de su puñetera moto, todo eso mientras mi útero se desintegraba.
               -¿Qué cojones quieres, Mary Elizabeth?-gruñó Alec frente a mí, y ojalá yo no me hubiera fijado en su mandíbula. Aquí estamos de nuevo: yo, necesitando un polvo con urgencia; Alec, cabreado porque le habían quitado el suyo, y Mimi, muerta de la risa, orgullosa de haberle cortado el rollo a su hermano como no podía ser de otra forma.
               -Mamá quiere saber qué te apetece cenar. Aunque, bueno… está bastante claro-me señaló con el dedo y yo sentí que me sonrojaba un poco más. Empujé a Alec fuera de mis piernas para poder cruzarlas, como si Mimi pudiera oler mi excitación o algo así. Él ni se inmutó de mi jugada, demasiado ocupado como estaba en morderse la cara interna de la mejilla. Lo cual hacía que se le marcaran mucho los músculos de la mandíbula.
               Si Mimi no hubiera estado delante, lo habría agarrado de la cabeza y le habría pegado los muslos a sus orejas. Y hasta que no hiciera que me corriera con aquella mandíbula, no le habría soltado.
               Alec se volvió hacia mí, sacándome de mi ensimismamiento.
               -¿Has cenado ya, Saab?
               Negué con la cabeza, porque no me fiaba de que mi boca no le soltara algo del tipo: “no, pero bueno, cuando acabemos podría comerte la polla, y quizá eso se contara como cenar, ¿no?”. Alec se volvió hacia Mimi, que alzó las cejas, a la expectativa.
               -Dile a mamá que haga lo que le parezca-dijo, y su mejor sonrisa de Fuckboy® le atravesó la cara-. Yo hoy no ceno en casa.
               Ahí fue cuando me di cuenta de que estaba enamorada de él.
               Bueno, no fue ahí. Pero, cuando les contara este episodio a mis amigas, decididamente haría una pausa dramática antes de continuar con el relato, el cual edulcoraría con frases sarcásticas como ésa.
               -Sí que cenas. Te han traído la comida a domicilio-se burló Mimi, descruzando los brazos y guiñándonos un ojo. Apoyó la mano en el marco de la puerta y comenzó a marcharse mientras Alec le gritaba:
               -¡Debería haberte asfixiado en la cuna cuando tuve ocasión!
               -¡Pasadlo bien! ¡Y sed prudentes!-canturreó Mimi, y la puerta por la que había entrado, que yo no podía ver, se cerró. Alec se pellizcó el puente de la nariz y respiró sonoramente.
               -Menudo espectáculo le acabamos de dar a tu hermana. Debería pagarte algo.
               -Qué hija de puta…-masculló Alec, sacudiendo la cabeza-. No la soporto, Sabrae, te lo juro.
               -Hermanas pequeñas-me encogí de hombros, levantando las manos a la altura de estos, las palmas vueltas hacia el cielo.
               -Son lo puto peor-Alec seguía con el ceño fruncido, la vista fija en el sitio por el que acababa de marcharse su hermana.
               -Eres un hipócrita-me reí, y él se volvió hacia mí, confuso-. Yo soy una hermana pequeña.
               Ahí estaba de nuevo. Esa sonrisa torcida que podría hacer que cruzara el polo sur desnuda.
               -Créeme, Sabrae: cuando estoy contigo pienso en muchas cosas, pero en Scott y en que eres su hermana, no es ninguna de ellas.
               Se inclinó para besarme y yo me dejé hacer. Le pasé las manos por el cuello, apoyé los codos en sus hombros y abracé su cabeza mientras su boca seguía en la mía.
               -¿Por dónde íbamos?
               Me eché a reír.
               -Por la parte en la que casi te aprovechas de mí sobre tu moto. Debería darte vergüenza, abusar así de una chica indefensa como yo.
               -Deberíamos retomar tu indefensión-sonrió, acariciándome por encima de la tela de las bragas. Iba un poco en broma, pero también bastante en serio.
               -¿Estás loco? ¿Y si entra Mimi de nuevo? O peor, tu madre.
               -Qué morbazo, ¿verdad?-Alec se echó a reír y yo puse los ojos en blanco, le di un manotazo en el antebrazo.
               -Nos vamos a cenar.
               Me dio un beso de nuevo.
               -¿Nos vamos ya o me das diez minutos?
               -¿Qué vas a hacer?
               -Ducharme.
               Me mordí el labio y me aparté un mechón de pelo de la cara.
               -¿Me dejas mirar?
               -¿Es lo que te gustaría?
               -Me gustarían muchas cosas-sonreí, dándole una palmada en el culo y apretándolo un segundo contra mí. Mío, pensé, y me regodeé en aquella idea retrógrada de que Alec me pertenecía.
               Porque en el fondo, muy en el fondo, disfrutaba fantaseando con que él sólo existía en torno a mí.
               -Vuela, criatura-clavé los ojos en él y me aseguré de que comprendiera la importancia de que fuera rápido. Asintió con la cabeza, decidido, me besó en los labios, vadeó en mi mirada castaña y musitó:
               -Dios mío, no sabes cuánto te he echado de menos, lo mucho que te he pensado y cuánto más preciosa eres ahora que te tengo otra vez delante.
               -Vete ya-le di un empujón y él retrocedió un par de pasos, reacio-. O ni te duchas, ni cenamos.
               -Habla por ti-contestó, guiñándome un ojo. Se pasó de nuevo una mano por el pelo, lo cual creo que hizo a posta sólo por provocarme, y, con una sonrisa en los labios, salió del garaje. Escuché el clic de la cerradura de la puerta que daba a la casa y me quedé acompañada únicamente por el silencio.
               Observé la chaqueta, que Alec había dejado en el suelo. Estaba hecha un rollo, abandonada y olvidada. Sin pensármelo, me incliné para recogerla, la extendí ante mí y me la quedé mirando. Tenía el tacto suave que sólo pueden tener las prendas que utilizas muy a menudo, y, aunque tenía varias manchas oscuras fruto de los arreglos que Alec había estado haciendo con ella puesta, estaba en perfecto estado. Me figuré que la utilizaría para tirarse en el sofá a ver una película, o en la cama a utilizar el móvil, o quizá para jugar a videojuegos con Jordan o en solitario.
               La acerqué a mi cara y cerré los ojos, inhalando el aroma que aún desprendía, fruto del cuerpo de Alec. Me encantaba esa mezcla de lavanda y pasta de dientes que todas sus prendas desprendían; mezclada con la colonia fresca que utilizaba, conseguía un aroma único y tan característico de Alec como el piercing lo era de mi hermano, o los tatuajes, de mi padre.
               Me apoyé en la moto, todavía aspirando la chaqueta, y me senté de nuevo sobre el sillín. Acaricié la superficie de cuero mientras doblaba la chaqueta y me la pegaba al vientre, con mucho cuidado de no ensuciar mi ropa. Estudié el garaje, preguntándome cuánto tiempo habría estado Alec allí, montando su moto y arreglándola, e incluso ocupándose de otros electrodomésticos. Tal cual me había dicho que había montado su moto, me lo imaginaba perfectamente cambiando algo del motor del coche de sus padres y haciendo que funcionara mejor, consumiera menos combustible o fuera menos ruidoso.
               Y aun así era capaz de decir que era tonto y que no iba a graduarse, cuando yo estaba segura de que era el más inteligente de los chicos con los que había estado. Y eso que Hugo sacaba muy buenas notas.
               Lo que le pasaba a Alec era que no quería estudiar, pero supongo que yo podía influir en eso. Iría con él a la biblioteca, le forzaría a que se preparara sus exámenes, y sus notas subirían y él me lo agradecería con su cuerpo, y yo le recompensaría con el mío.
               Nos imaginé de nuevo sobre la moto, en vacaciones, yendo a alguna playa y enrollándonos con el atardecer de fondo. Él me sentaría de nuevo sobre el sillín, se metería entre mis piernas, y me haría suspirar cuando yo rodeara su cintura con una pierna y se frotara contra mi sexo. Acariciaría mis ganas de él y luego, después de una deliciosa sesión de preliminares, Alec me quitaría la ropa interior, se bajaría la cremallera de los vaqueros, y me pediría que le mirara a los ojos mientras entraba en mí por primera vez.
               Casi sentí el calor del solen sus últimos instantes de reinado acariciándome la piel, los besos de Alec presionando en mis labios, sus manos en mi cintura y mis muslos, su entrepierna dura y preparada para mí entrando en mi interior…
               Me mordisqueé la sonrisa y crucé las piernas, diciéndome que no podía pensar en eso.
               Pero fue absolutamente inútil. Basta con que te digan que no debes pensar en elefantes rosas, para que elefantes rosas sean lo único que te pasa por la cabeza.
               Mi imaginación voló igual que lo hizo el tiempo, sentada sobre la moto de Alec, con la chaqueta de Alec entre mis manos, con el cuerpo de Alec frente al mío en aquel paraíso creado por mí que sólo nos pertenecía a nosotros dos.
               La puerta volvió a abrirse, arrastrándome lejos de aquella puesta de sol en la que Alec me hacía suya y sonreía al escucharme suspirar su nombre una y mil veces, mientras me decía al oído lo mucho que le gustaba que fuera incapaz de quedarme callada durante el sexo, y por la abertura del garaje apareció el de verdad.
               -¿Qué haces ahí?-preguntó, y en sus ojos marrones había una expresión sorprendida en la que hubiera pagado por bucear.
               -¿A qué te refieres?
               -¿Por qué no has entrado en casa? No tenías que quedarte aquí sola.
               -Ah. Es que… no me dijiste que entrara-me aparté los rizos de la cara y me encogí de hombros. Alec frunció el ceño un segundo y se acercó a mí.
               -Pensé que no tendría que invitarte. Estás en tu casa, Saab.
               -No sé. No quería hacerlo, por si te daba cosa…-me encogí de hombros y él me apartó un mechón de pelo de la cara.
               -¿Por qué iba a darme cosa? ¿Crees que me avergüenzo de ti?
               Mi mirada escaló hacia la suya, aquellos dos pozos de chocolate, dulces y comprensivos, estudiando los míos. Me sentí desnuda, pero tremendamente cómoda. Alec tenía ese don rarísimo que sólo unos pocos poseen, de hacerte sentir cómoda en tu propia piel, incluso cuando ésta es lo único que te cubre.
               -Bien-asintió, poniéndome una mano en el mentón y colocando su pulgar en mi barbilla-. Porque no es así, para nada. No puedo estar más orgulloso de que me hayas escogido para compartir tu corazón conmigo.
               Se inclinó para besar mi sonrisa, y yo probé la suya de sus dientes.
               -No quería ser yo la que me presentara ante Annie como la chica que te tiene despierto por las noches.
               Rió entre dientes.
               -Te lo agradezco. Si no se lo he dicho aún, es porque no quiero que te agobie. Mi madre puede ser muy… entusiasta-terminó por decir tras un instante buscando la palabra adecuada, y yo me eché a reír.
               -Me pregunto por qué será eso.
               Él puso los ojos en blanco y soltó una adorable carcajada. Me colgué de su cuello y dejé que fuera él quien me bajara de la moto. Permanecí un rato abrazada a él, fundiéndome con su cuerpo gracias a su delicioso calor corporal. Alec no se quejó; me pasó los brazos por debajo de los míos y unió las manos en mi espalda, muy cerca de mi culo, pero no lo apretó. Era un momento romántico y ambos lo sabíamos; la atracción estaba indudablemente ahí, pero en ese momento no queríamos disfrutar de nuestros cuerpos, sino de nuestra compañía.
               Alec me besó la cabeza y yo exhalé un suspiro.
               -La Navidad ha llegado un día tarde, ¿eh?-bromeó, y yo solté una risita-. ¿Esto es por mí, o porque tienes la regla?
               -Un poco por las dos cosas. ¿Te molesta?
               -Ojalá te durara la regla todo el mes, sinceramente.
               -Me gustaría ver si dirías lo mismo cuando estuviéramos un mes sin hacerlo.
               -Bombón, estás loca si piensas de verdad que no vamos a terminar haciéndolo contigo así. Puede que no sea hoy ni el mes que viene, pero algún día, acabarás cayendo rendida a mis encantos-me guiñó un ojo.
               -Lo dudo bastante.
               -¿Sí?-Alec me acarició los lumbares y se separó de mí-. No sé si mi moto tiene las mismas reservas.
               -¡Eres un capullo!-le di un empujón y me eché a reír-. No has jugado limpio conmigo, ¡te estabas aprovechando de mí!
               -Cualquier ocasión es buena. En el amor y en la guerra, todo vale.
               -¿Y qué se supone que estábamos haciendo tú y yo?-le pregunté, alzando una ceja, mis manos en su pecho a modo de separación entre nosotros. Alec rió por lo bajo, se frotó la nariz un momento y suspiró un:
               -Ay, Sabrae… creo que lo dejaré a tu elección. Venga-me dio una palmada en el culo y yo me erguí cuan larga era, lo cual, a su lado, no era mucho. Si se hubiera tratado de otro momento y otra persona, me habría revuelto como una leona. Pero, como era Alec, y lo hacía para provocarme, me lo tomé a bien. Deseaba que me tocara. Que me tocara como a él le apeteciera-. Vamos a ver si adivinas adónde te llevo.
               -¿Disculpa? ¿“Adónde me llevas”?-alcé una ceja y capturé un rizo entre mis dedos, enrollándolo en mi índice como hacían las capitanas de las animadoras en las películas americanas cuando el quarterback les pedía ir al baile y ellas tenían que hacerse las interesantes.
               -¿O prefieres que sea una sorpresa?
               -Cariño, yo he venido a por ti, así que yo te llevaré a algún sitio, y no al revés.
               Dicho esto, le di un empujón y eché a andar fuera del garaje, agitando las caderas y el pelo como si fuera la mismísima Beyoncé. Alec se quedó atrás un momento, estudiando cómo meneaba el culo y mordiéndose el labio.
               -Uf, si vas a llamarme cariño, como si me conduces al corredor de la muerte.
               Me eché a reír y me di la vuelta.
               -¿No me dices nada del pelo suelto?
               -Estás muy guapa-admiró con la voz jadeante, como hacían los quarterback cuando las capitanas de las animadoras descendían las escaleras de sus casas con un vestido que dejaba muy poco a la animación.
               -Ya lo sabía-alcé un hombro, le guiñé un ojo, y eché a andar de nuevo por la calle. Me metí las manos en los bolsillos de la chaqueta y esperé a que Alec me alcanzara-. ¿Qué te apetece comer?
               -Estoy bastante seguro de que, si te lo digo, tendrás que denunciarme a las autoridades-bromeó, pasándome una mano por la cintura. Me eché a reír y sacudí la cabeza.
               -¿Algo que no incluya el canibalismo?
               -Desastre-sacudió la cabeza y volví a reírme. Me puse de puntillas para pasarle una mano por el pelo, disfrutando de lo suave que lo tenía y los rizos nuevos que le habían salido por la humedad de la ducha. Había sido rapidísimo, apenas cinco minutos, y había ido a encontrarse conmigo con un jersey blanco precioso, que ya le había visto de cuando hicimos Skype en Nochebuena, y unos vaqueros oscuros que le quedaban genial. Lo completaba todo con un abrigo negro y unas botas militares negras.
               -A mí me apetece ir a un italiano.
               -Vamos donde tú quieras-confirmó, como si no supiera que íbamos a hacer lo que me diera la gana. No obstante, me apetecía meterme un poco con él, así que le dije:
               -Eso ha sonado a “iré donde tú me mandes”.
               -Tienes buen oído.
               -¿Y si te mando a la mierda?
               -Ya me tienes allí-contestó a toda velocidad, como si la conversación estuviera ensayada y aquella fuera su frase estrella. Me eché a reír de nuevo y Alec se detuvo un segundo, mirándome con una sonrisa en los labios que bien podría iluminar un continente entero. Me encantaba cuando Alec sonreía así, como si le hiciera ilusión absolutamente todo lo que le rodeara, como si jamás hubiera conocido el sufrimiento o algo diferente de la felicidad.
               Alec no se merecía conocer nada que no fuera felicidad. Había tardado en descubrirlo, pero ahora era una certeza.
               -No lo digas como si fueras el único que lo ha pasado mal echando de menos estos días.
               -¿No lo he sido?-frunció el ceño y puso cara de niño inocente que no ha roto un plato en su vida. Me volví hacia él, alcé una ceja, saqué las manos de mis bolsillos, lo agarré del jersey y tiré de él para que acercara su cara a la mía y poder besarlo en la boca.
               Noté cómo se quedaba sin aliento ante la insistencia y la pasión con la que mis labios se juntaban a los suyos. Le estaba besando como quien habla con un sordo y levanta mucho la voz para que consiga entender lo que le dice, hablando muy despacio y vocalizando tanto que fuera imposible que no pudiera leer sus labios. Eso quería que Alec hiciera conmigo: que leyera mis labios.
               Cuando le solté, teníamos la respiración acelerada, el pelo un poco revuelto por el beso, y las mejillas algo coloreadas.
               -No-consintió-, no lo he sido.
               Me mordí el labio, recuperando el sabor de su boca en la mía. Alec me cogió la cara y me hizo levantarla para volver a unir nuestros labios, y juro que me derretí y me convertí en un charquito a sus pies con su manera tan delicada de besarme.
               Parecía como si yo fuera la cosa más valiosa y a la vez apetecible que tuviera en su vida, la que más quería disfrutar y tratar con cuidado para que le durara lo máximo posible.
               Cuando dio por finalizado nuestro beso, me lo quedé mirando a los ojos. Me encantaba ese momento posterior a un beso sincero y ligeramente tímido, en el que las miradas se encontraban y los ojos se decían todo lo que los labios no habían podido. Mirarme así con Alec era seguir besándolo sin utilizar la boca.
               -Si me hubieras besado así antes de que me fuera, me habrías hecho muy difícil marcharme.
               -Si te hubiera besado así antes de que te fueras, habría ido detrás de ti-contestó, y yo le acaricié la mano. Le di un piquito y él me contestó con otro. Me encantaba tener que ponerme de puntillas para besarlo, que él se inclinara y me empujara suavemente con la cabeza contra su cuerpo, como si ése fuera el lugar que me correspondía por derecho de nacimiento, el sitio en el que se suponía que debía estar siempre.
               -Al-ronroneé, y él pasó su boca por mi mejilla, presionándola ligeramente, como el novio cariñoso que quiere que su chica esté cómoda y a gusto mientras permanece convaleciente en la cama. Le recordé cuidándome mientras me ardían las piernas, acariciándome el pelo y la espalda, yendo a por golosinas para satisfacer mi antojo-. Al-le cogí el pecho del jersey y tiré un poco de él para separarlo de mí. No podía pensar con él tan cerca, y teníamos que marcharnos antes de que se pusiera a nevar de nuevo.
               -No me apartes de ti-me pidió en tono suplicante, y yo estuve segura de que cada milímetro que había entre nosotros le dolía.
               -Tenemos que irnos. No podemos quedarnos aquí, besándonos toda la noche.
               -¿Quién lo dice? Que venga alguien a intentar separarlos, que ya verá lo que le hago.
               -Va a nevar.
               -Yo te taparé.
               -¿Y quién te tapará a ti?
               -La nieve no me molesta.
               -Va a hacer más frío.
               -Yo te daré calor.
               -¿Y qué hay de ti?
               -Me lo darás tú.
               -No puedo taparte entero. Terminarás acatarrándote.
               -Con que me mires me basta para no tener frío.
               Le puse una mano en el pecho y nuestros ojos se encontraron de nuevo. El mundo se detuvo durante nuestra mirada, era como si se hubiera olvidado de que tenía que seguir girando. Ver nuestro siguiente movimiento era más importante que el delicadísimo equilibrio cósmico en el que participaba.
               -Eres la persona que ha hecho que ésta sea la Navidad más especial de mi vida. Y la más larga. No quiero que se acabe nunca-le besé en los labios.
               -Yo tampoco-me aseguró, como si hiciera falta ser un doctor en algo para saberlo.
               -Y no hay Navidad sin una buena cena. Vamos-uní sus manos entre las mías y empecé a tirar de él. Conseguí arrastrarlo conmigo en dirección a la parada del bus, y tras montarnos, nos pasamos todo el trayecto besándonos. Alec no podía separarse de mí, y a mí me encantaba esa adicción que tenía a pegar sus labios a mi piel. Incluso cuando yo me giraba para ver cuál era la siguiente parada que marcaban las pantallas del bus, él continuaba dándome ligeros besos en el cuello, siguiendo con sus dientes la trayectoria de mis venas. Me había sentado a su lado y él no había tardado ni dos segundos en recogerme y sentarme sobre su regazo, y así estábamos; él, sujetándome con sus brazos para que no me cayera mientras yo me perdía en su boca, y de vez en cuando me giraba para asegurarme de que no nos pasábamos la parada.
               Cuando le anuncié que estábamos a punto de llegar, protestó por lo bajo.
               -¿No podemos seguir un ratito más? Hasta el fin de la línea, por ejemplo. Tenemos bono. Podemos coger el de vuelta.
               -El restaurante cierra por la noche.
               -Por favor, Saab.
               -Quiero acurrucarme contra ti en una mesa y besarte mientras esperamos a que nos traigan lo que pidamos, y compartirlo contigo y seguir besándote mientras comemos-le susurré al oído, y Alec tragó saliva-. No me quites eso.
               -No te quito nada.
               -Me quitas las penas.
               -Lo único que estoy dispuesto a quitarte-sonrió, y el bus comenzó a frenar. Me soltó para que pudiera ponerme en pie y me bajé de un brinco. Alec se giró sobre sí mismo, estudiando las luces que pendían de las farolas y flotaban encima de la calle, la cantidad de figuras de Navidad que adornaban las entradas de las tiendas.
               Los turistas se detenían por todas partes a hacer fotografías de las pantallas de Trafalgar Square, y posaban frente a la fuente de la plaza en diversas posturas, a cuál más estrambótica que la anterior, mientras los londinenses trotaban esquivándolos con la maestría de quien nacía en nuestra ciudad, cargados con bolsas de la compra y con los teléfonos móviles pegados a la oreja, susurrando discretamente a sus interlocutores, como si alguien pudiera escuchar lo que les decían.
               Alec se volvió hacia mí.
               -¿Tu plan es atiborrarme a anuncios de Coca Cola?-preguntó, y yo me eché a reír. Le cogí la mano y lo llevé en dirección a uno de los restaurantes preferidos en mi grupo de amigas, un italiano cuya entrada estaba en la planta baja de un edificio cercano a la plaza y en que se extendía varios pisos por encima. La comida estaba deliciosa y el ambiente era genial, siempre con alguien dispuesto a pasárselo bien mientras degustaba un riquísimo plato de tallarines.
                Alec se detuvo frente a la puerta del restaurante, con la vista alzada para leer el nombre de la cadena a la que pertenecía. Letras mayúsculas en imitación a la escritura latina, hechas en piedra falsa envejecida artificialmente con spray gris y negro, y enredaderas adheridas a ellas anunciaban el nombre del local en el que estábamos a punto de entrar: IMPERIUM.
               Inclinó la cabeza hacia un lado y bajó la mirada hacia el restaurante, cuyos cristales empañados permitían distinguir figuras que se movían de acá para allá, pero nada más. Me acerqué a la puerta y tiré del asa, y mientras atravesaba el umbral del pequeño vestíbulo del restaurante me desabroché a toda velocidad la cremallera del abrigo. Alec me siguió e hizo lo mismo, mirando en todas direcciones, empapándose del millón de estímulos que le embotaban los sentidos.
               En la planta baja era donde hacías tu pedido; luego, podías sentarte allí, en el piso de la Monarquía, subir a la segunda planta, a la República, o ascender hasta la tercera, donde había las mejores vistas y cuyo nombre era el mismo que el de la cadena de restaurantes. La zona de los pedidos consistía en varios pequeños púlpitos desde los que los cajeros anotaban lo que deseaban; en un extremo del restaurante había una inmensa barra de mármol blanco veteado en plata donde los camareros recogían las bebidas para llevárselas a las mesas a los comensales, o donde los clientes directamente decidían tomarse una cerveza o un vino.
               Las mesas que daban a las ventanas eran estilo hamburguesería, todas atornilladas al suelo y metálicas, salvo por la parte superior que también era de mármol, o de un plástico que lo imitaba muy bien. En las que estaban ancladas al suelo, dos sofás hacían las veces de asiento para quien quisiera colocarse en ellos, de un terciopelo rojo que también daba el pego. Y, si no querías sentarte en uno de los sofás porque te apetecía estar en el centro del local, o porque no cabríais en una sola mesa, siempre podías irte a las mesas negras de metal, cuyas patas imitaban las garras de un león y tenían grabado debajo del cristal protector diferentes episodios de la historia de Roma.
               Cogí a Alec de la mano y lo llevé hasta la zona de los pedidos, tendiéndole uno de los folletos con la carta disponible. Alec lo cogió un momento y le echó un vistazo a la portada, pero luego sacudió la cabeza.
               -Pídeme lo que más te guste.
               -Podemos compartir plato, si quieres, pero me gustaría saber qué te apetece tomar a ti.
               -¿Pero qué cojones…?-Alec abrió la boca cuando una camarera pasó a nuestro lado, llevando en sus manos dos platos con una ensalada cuyo ingrediente principal, el pollo, venía ensartado por un cuchillo del tamaño de mi antebrazo.
               -¡Ah! Una ensalada César. Están riquísimas, pero la lechuga me sienta fatal para cenar.
               -¿Has visto ese puto cuchillo?-Alec se echó a reír, repentinamente intrigado por el restaurante. Asentí con la cabeza.
               -Es una de las cosas que más me gustan de este sitio. La presentación de los platos es la hostia. Verás, cada plato tiene el nombre de algún emperador romano famoso, y te lo presentan en consecuencia.
               -Ya, pero… ¿no es un poco feo llevar una ensalada con un cuchillo gigantesco?
               Parpadeé.
               -Alec, a Julio César lo mataron a puñaladas. Por eso lleva el cuchillo. Ensalada César. César. El pollo es César. Por eso va apuñalado.
               -Ah-chasqueó la lengua-. Vale.
               Abrí el folleto para él y se lo tendí. Me pegué a su costado y me quedé mirando los platos. Tenía muchas ganas de tomar lasaña, y la Nerón era mi preferida. Como si Alec lo supiera, se detuvo sobre ella y la señaló.
               -Tiene buena pinta, ¿pillamos esta?
               -Vale, ¿algo para picar?
               -¿Hay chilli cheese bites Augusto o nuggets Cleopatra, o algo así?-preguntó, y yo me eché a reír y negué con la cabeza-. Jopé. Pues entonces, no quiero nada.
               -¿Tienes mucha hambre? La lasaña es grande, pero igual no nos da si estás hambriento.
               -Algún apañito podremos hacer, nena-me dio una palmada en el culo y me besó en la sien, y yo remoloneé un poco a su lado en la cola, hasta que nos llegó el turno y yo recité mi pedido de memoria. A la hora de pedir las bebidas, Alec quiso una cerveza, y yo me decanté por una soda de cereza.
               Protestó cuando saqué un billete para pagar la cuenta, pero yo conseguí calmarlo diciéndole que él me había invitado la última vez que habíamos comido juntos, y que me sentiría mal si siempre pagaba él.
               -Vale, pero con la condición de que lo hagamos como el otro día y me dejes invitarte al postre.
               -¿Nada de postre aquí?-hice un puchero-. La tarta de queso Cicerón está buenísima.
               -Nada de tarta de Cicerón-volvió a besarme la cabeza y yo me eché a reír. Recogimos el cambio y nos acercamos a la barra, donde nos dieron nuestras bebidas y nos tendieron el pequeño localizador, una figura de diez centímetros de alto cuya base era de cinco por cinco, de una divinidad o criatura mitológica romana. Cuando el dependiente me entregó la figura de un minotauro, hice una mueca y le pedí si nos podía dar a una diosa, la que le apeteciera.
               -Dale a Atenea-le pidió Alec cuando le expliqué para qué servían las figuritas: nosotros nos la llevábamos y la colocábamos sobre el servilletero, que tenía un lector de los chips que había en la base de la pequeña estatua, y así le indicaban a los camareros dónde se encontraban los dueños del pedido cuyo número se nos había asignado en caja.
               -Aquí no se llama Atenea. Es Minerva.
               -Los romanos les copiaron los dioses a los griegos, y yo soy medio griego, así que permíteme que llame a mis diosas por su nombre real.
               -No eres medio griego-me reí, conduciéndolo lejos de la barra.
               -Es verdad. Sólo tengo un cuarto.
               -¡Tampoco tienes un cuarto!
               -¡Tendré lo que quiera, Sabrae!
               Sacudí la cabeza y le señalé una mesa que le pareció bien. Coloqué la pequeña estatua de Minerva, que tenía un arco en la mano, un casco de guerra en la cabeza y un búho en el hombro, sobre el servilletero, y la luz roja pasó a ser verde.
               Alec se acomodó frente a mí y se quedó mirando el sitio, las baldosas de colores que imitaban los mosaicos que adornaban las casas italianas de los siglos en que la historia había pasado de contarse hacia atrás, a hacerlo hacia delante.
               Una camarera llegó a nuestra mesa, se apartó el pelo recogido en una trenza sobre el hombro y colocó los cubiertos y los platos. A continuación, depositó un pequeño cuenco con fruta recién lavada frente a nosotros, y después de despedirse someramente, desapareció.
               Alec miró el cuenco con el ceño fruncido.
               -¿Has pedido tú esto?
               -Siempre lo ponen, para que te entretengas mientras esperas por tu plato. Además, a los romanos les gustaba mucho comer fruta-me encogí de hombros, desgranando una uva y metiéndomela en la boca.
               -Me puto encanta este lugar.
               -¿A que sí? Es una pasada. Taïssa siempre celebra aquí sus cumpleaños. Hacen una tarta red velvet que te mueres del gusto.
               Alec cogió una uva y se la metió en la boca.
               -¿Soléis venir a menudo?
               -Fin de exámenes, y esas cosas. Ocasiones especiales. No queremos desgastarlo.
               -Ya.
               -¿Tú nunca habías venido? ¿Ni una sola vez?-sacudió la cabeza-. Dios, menudo pecado. Bueno, al menos te he desvirgado en algo-me eché a reír y Alec se me quedó mirando. Terminó de masticar su uva y la tragó.
               -Me has desvirgado en bastantes cosas.
               Le guiñé un ojo y dimos buena cuenta de nuestro aperitivo mientras esperábamos, charlando sobre lo que nos habían regalado y lo que nos había pasado en nuestro tiempo de separación. Él sabía lo que yo había hecho y yo sabía lo que había hecho él, porque nos lo habíamos ido contando a medida que sucedía, pero siempre era mejor ponerse un poco al día de nuevo cada vez que te reencontrabas en persona con alguien.
               Nuestra lasaña llegó de la mano de la misma camarera que nos había traído la fruta y, tras hacer un hueco, depositó el cuenco de cerámica blanca con dibujos azules frente a nosotros.
               -Que aproveche-canturreó, y se marchó por donde había venido.
               -No hay cuchillo-comentó Alec, refiriéndose a la ensalada, y yo sacudí la cabeza.
               -No, nada de cuchillo.
               -Se les ha quemado un poco-murmuró, estudiando el contorno chamuscado que habían dibujado sobre la bechamel de la ensalada.
               -No se les ha quemado, es su presentación. Un dibujo. No pueden poner liras pequeñas.
               -¿Liras?
               -Sí, es una lira-señalé la curvatura hundida del dibujo, que hacía una C bastante pronunciada de extremos que salían a ambos lados, y una línea que la dividía en la parte donde los extremos se rizaban hacia afuera. Líneas más delgadas iban desde aquella raya perpendicular, en dirección al centro de la C-. Un instrumento musical. ¿Nunca te has fijado en las musas de Hércules? Una de ellas toca una lira. La bajita. La gordita.
               -Vale, pero, ¿qué tiene que ver con ese tal Nerón?
               -¿No te sabes la historia?-negó con la cabeza y me pidió que le tendiera mi plato para servirme, lo cual le agradecí. Se estaba comportando como un caballero, y, aunque sospechaba que era así con todo el mundo, especialmente con las chicas con las que estaba (incluso cuando le detestaba, tenía que admitir que Alec era muy amable), me gustaba que me prestara esas atenciones-. Pues verás, durante el reinado de Nerón hubo un gran incendio en Roma, y se dice… así está bien, gracias, el resto para ti… se dice que él se dedicó a tocar la lira y a cantar mientras Roma ardía.
               Levantó las cejas.
               -Estaba chiflado, el tío ese.
               -Un poco-me encogí de hombros y me llevé un trocito de lasaña a la boca, cerrando los ojos para disfrutar mejor de su delicioso sabor. Alec sonrió al probarla.
               -Está de muerte-comentó, y yo asentí con la cabeza. Me llenaba de alegría pensar que yo también podía montar sobre la marcha un plan y conseguir que le gustara. Dimos buena cuenta de la lasaña mientras hablábamos, y la conversación fue evolucionando poco a poco hasta que me vi abocada a comentarle lo que había hecho ese día.
               -Te mentí respecto a lo de que serías la primera persona que vería en Londres. He quedado con Amoke antes-Alec asintió con la cabeza-. Tenía que hacer unas compras de última hora.
               -Nochevieja, ¿eh?-adivinó-. Cómo sois las chicas con vuestros vestidos de Nochevieja. Karlie lleva dando la lata con ello desde octubre. Ya estaba mirando qué iba a ponerse antes de que fuéramos a por el regalo de Tommy.
               Tommy había nacido el 17 de octubre, así que decir que Karlie ya estaba preocupada pensando en su conjunto de Nochevieja era decir mucho.
               -De hecho, yo ya tenía mis compras hechas, pero… cambié de opinión en el último momento. Me he pasado la tarde con ella de tiendas, ya tengo el conjunto, me faltan los zapatos y el bolso, pero…
               -¿Cuándo vas a ir a por ellos?
               -No sé. Supongo que mañana o pasado. Tampoco es que tenga todo el tiempo del mundo.
               -Si vas mañana, depende de la hora, quizá podría acompañarte.
               Sonreí, emocionada.
               -¿Vendrías de compras conmigo, Alec?
               -No me molesta como a muchos tíos. No tengo problema en pasarme la tarde entre trapitos, si la compañía lo merece.
               -¿Y lo hace?
               Me dedicó su mejor sonrisa de Fuckboy® y no contestó.
               -El caso es que después de encontrar la ropa, nos fuimos a tomar unos gofres y, ¡adivina con quién me encontré!
               Sacudió la cabeza, pinchando su lasaña.
               -Mi hermana se ha pasado la tarde en casa, así que…
               -Pauline-revelé, y levantó la vista para mirarme. En su rostro había una expresión indescifrable, tras la cual yo conseguí leer algo que no terminó de gustarme del todo: preocupación. Y puede que miedo.
               Si no tenía nada que ocultar, ¿por qué se ponía así?
               Oh, no. Allí estaba otra vez. El fantasma de mis dudas, planeando sobre mi cabeza, oscureciendo aquel día tan genial.
               -Ah. ¿Pauline?-se aseguró, limpiándose la boca con la servilleta-. ¿Pauline, Pauline? ¿La Pauline con la que…?
               -Tu Pauline. Sí.
               -No es mi Pauline-comentó, riéndose nervioso.
               -Bueno, hubo un tiempo en que lo fue.
               -Ya, pero ahora ese tiempo ha pasado. Te lo prometí. Y yo mantengo mis promesas.
               -Tranquilo. Ella también me dejó claro que ha dejado de ser tu Pauline. Fue muy buena con Amoke y conmigo; de hecho, me regaló unas pastas para tu madre. Debería habérselas llevado yo directamente, pero no sabía cómo hacerlo, así que las tengo en casa. Cuando volvamos, te las doy y se las llevas, ¿vale?
               -¿Te contó que me acosté con ella?-preguntó, y yo me lo quedé mirando. Apoyé las manos sobre la mesa, en el borde. Mis dedos estaban en la parte superior; la palma, en el borde, y mis pulgares se situaba en la baja. No me estaba apoyando, me estaba sujetando.
               De repente me sentía muy mareada. Las palabras no llegaban a mi boca, lo único que lo hacía eran las náuseas. ¿Cuándo había sido eso?
               ¿Y cómo había sido que Jazz lo había previsto antes que yo?
               ¿Por qué había…?
               -Eh. Eh-Alec estiró una mano y me cogió una de las mías para acariciármelas-. No te lo he dicho para hacerte daño. Te prometí que sería sincero contigo. Y te dije que iba a parar de acostarme con más chicas. Sólo me interesas tú, Saab, pero con Chrissy y con Pauline tengo historia, así que… se lo debía. Les tengo mucho cariño y no quería salir en ese sentido de sus vidas sin más.
               -¿Cuándo fue?-me escuché decir con voz débil, porque realmente no quería saberlo. Si la respuesta no era “nunca”, yo no quería saberlo.
               -El lunes. Me tocó trabajar ese día y llevarle un paquete a casa, así que le expliqué la situación y volví por la noche.
               -Eso fue hace casi… una semana-murmuré. Estábamos a sábado 26, y el lunes había sido 21. Alec asintió con la cabeza, mordisqueándose el labio.
               -Dijimos que seriamos sinceros el uno con el otro y por eso te lo cuento. No te voy a mentir y decirte que no significó nada para mí, por eso que te digo: Pauline es una muy buena amiga mía y le he cogido mucho cariño durante estos meses en que hemos estado… “juntos”-hizo el signo de las comillas y puso los ojos en blanco-. Pero te prometí que pararía, y lo he hecho.
               -Yo en ningún momento te pedí que…
               -Por Dios, Sabrae, no empieces otra vez-se acodó en la mesa y se frotó la cara-. Sabes mis razones.
               -No quiero que renuncies a cosas por mí.
               Era mentira.
               Sí que quería.
               Pero no me veía con derecho a pedirle nada a Alec. No, sintiéndome como me sentía con respecto a él. Sucia, indigna. Él confiaba en mí ciegamente, y yo me aferraba a cualquier signo que pudiera hacerme creer que él era quien yo había creído que era toda mi vida. Era como si le tuviera miedo.
               En cierto modo, se lo tenía. Mis sentimientos por él eran demasiado intensos como para que no me matara si algún día me pegaba la gran hostia con él.
               Pero, ¿cómo no iba a quererlo como lo quería, cuando me contestaba como estaba a punto de hacerlo?
               -¿Ni siquiera si yo quiero renunciar a ellas por ti?
               Me lo quedé mirando.
               -Escucha-se acercó a mí, y yo detesté la mesa que nos separaba. Me cogió las manos y sus rodillas chocaron levemente contra las mías-. Sé que te hace daño imaginarme con otras. Sé lo mucho que te duele porque a mí me duele lo mismo imaginarte con otros. Quiero hacer las cosas bien contigo, bombón. Quiero merecerte. Y que tú desees tenerme.
               -Yo ya….
               -No, déjame acabar. Espera. Que estoy inspirado-bromeó, y yo sonreí, elevándome a través de la tristeza, de vuelta a la región del sol, donde ninguna sombra podía alcanzarme, pues allí reinaba la luz. Alec era esa luz-. He estado pensando mucho en por qué hemos cambiado ahora, después de tantos años llevándonos como el perro y el gato. Antes no nos conocíamos. Yo no sabía que tú podías ser tan increíble, y tú no sabías que yo podía no ser tan superficial como lo parecía. Me encanta el sexo. Es de mis cosas preferidas en este mundo, y cuando tú entras en la ecuación, directamente se convierte en mi favorita. Me encanta el sexo y adoro el sexo cuando es contigo. Así que quiero que a ti te apetezca tenerlo conmigo. Y sé que la manera de conseguirlo es siendo digno de ti. Siendo el Alec con el que te apeteció acostarte por primera vez. El Alec que estaba destinado a ser-sonrió, y yo también. Me besó una mano, en los nudillos, y yo sentí que un nudo en el estómago que me había estado oprimiendo el pecho se me deshacía-. Lo que siento por ti es real, Sabrae. Para mí no tiene importancia renunciar a ninguna otra chica, ni a dos, ni a veinte, ni a doscientas, porque ellas no son tú. Podría renunciar a todas las mujeres del mundo con tal de que tú estuvieras a mi lado-me apartó un mechón de pelo de la cara y dejó su mano allí, apoyada en mi mejilla.
               -Debo de hacerlo muy bien para que te sientas así-bromeé, acunándome en su mano-. Mi técnica debe de ser genial.
               -No es tu técnica. Ni la forma en que tienes de hacerlo. Lo haces especial. He estado con chicas que lo hacen mejor que tú, pero ninguna consigue que me guste tanto como me gusta contigo. Y sabes por qué es.
               -¿Por qué?-susurré en tono suave, temiendo romper la magia del momento. Una musa le estaba susurrando al oído a Alec las palabras que yo necesitaba y anhelaba oír. No podía espantarla, ni hablar más alto que ella y romper ese monólogo precioso que Alec estaba interpretando.
               Él sonrió, su sonrisa de Fuckboy®… sólo que ya no era su sonrisa de Fuckboy®. Era su sonrisa 100% Alec. Mi preferida en el mundo.
               -Por la conexión que tenemos. Sé que tú la sientes igual que la siento yo. Sé que lo que me pase te afecta igual que a mí me afecta lo que te pase a ti. El sexo nos uniría, Saab, pero nuestra relación ya no gira en torno a eso. Es más, diría que ni siquiera se basa ya en eso. Yo no te hablaba pensando en ti de esa manera cuando estabas en Bradford, o en Burnham. Te hablaba porque te echaba de menos. A ti, entera. Cuerpo y alma.
               -Yo también te hablaba porque te echaba de menos. Aunque el sexo es genial.
               Alec se echó a reír.
               -Sí-asintió, pensativo-. Es genial.
               Soltó una de mis manos y yo la llevé al cristal, donde comencé a dibujar figuras sin forma. Sentía sus ojos clavados en mí, estudiándome como el marchante de arte que recibe ante sí la obra maestra que lleva persiguiendo toda la vida. Esperaba estar a la altura.
               Yo había dudado de él. Mientras él me esperaba tranquilo en casa, pacientemente, yo me había sentado y había dejado que otras personas vertieran pensamientos venenosos en mi cabeza. Sabía lo que sentía. Sabía que estaba bien y que era correspondida. Lo sentía en lo más profundo de mi ser, tan enraizado en mí misma como mi propia esencia. Nadie podría arrancarme la certeza de que Alec me quería y yo le quería a él sin destruirme y convertirme en otra persona.
               Quizá nunca nos lo hubiéramos dicho. Quizá nos diera demasiado miedo decirlo hasta que fuera tan tarde que nos diera vergüenza empezar. Pero que no nos lo dijéramos no significaba que no lo supiéramos.
               Estaba ahí, latente. Incontestable como el sol en un día de tormenta.
               -¿En qué piensas, mi niña?-me preguntó tras un instante de silencio en que dejó que navegara por las brumas de mis pensamientos. Me volví para mirarlo.
               -El año que viene quiero que vengas a Bradford conmigo-le dije-. Y que conozcas a mi familia. A toda mi familia. Y que me cuides allí también, igual que me cuidas aquí-esta vez fui yo la que se llevó sus manos a la boca. Le di un beso en los dedos y las dejé allí, apoyadas contra mi barbilla-. No te haces una idea de lo muchísimo que te necesito, sobre todo estando allí.
               Aprovechó sus manos en mi mandíbula para girarme la cara y hacer que le mirara.
               -Me gustaría mucho ir-sonrió-. Pero, ¿por qué dices eso?
               -He estado pensando mucho en… la creadora.
               Asintió con la cabeza.
               -Yo creo que eso es normal. Yo también pensaría en ella, si tuviera una. Especialmente en esta época. Como es tan familiar, y demás…
               -Es que… es lo que tú dices. Como es un tiempo familiar, tengo sentimientos encontrados. En Bradford me he sentido un poco fuera de lugar, a ratos. Nadie ha hecho nada para que yo me sintiera así, por supuesto-alegué al ver su gesto contrariado-, pero… no sé. Son pequeños detalles en los que antes no pensaba, pero ahora que tengo con quién hablar sobre mis dudas, parece que se multiplican.
               -Podemos hablar todo lo que tú quieras sobre eso, nena.
               -Es que… es muy raro, ¿sabes? Porque por un lado estoy en Bradford y pasa algo y de repente empiezo a pensar en ella. Y luego, por otro, en Burnham, es totalmente lo contrario. Mi condición cambia dependiendo de dónde me encuentre. Creo que es por Kumiko.
               -¿Kumiko?
               -Mi prima de China.
               -Ah. Sí. Me has hablado de ella. ¿Y qué importancia tiene ella en todo esto?
               -En Burnham yo no soy la adoptada, porque adoptadas somos dos. Eso no me distingue de nadie en mi familia. En Bradford, en cambio…
               -Eres la única-adivinó él-. Y sientes que eso te define.
               -Tampoco es que me defina, pero sí que me condiciona. Quizá esté un poco paranoica, pero… hay cosas que me dicen en Bradford que me da la sensación de que no me las dicen en Burnham. O que, si lo hacen en ambos sitios, en cada uno tiene un significado diferente. ¿Comprendes lo que te quiero decir?
               -Creo que sí, pero si puedes ser más explícita…
               -Por ejemplo-me eché el cabello detrás de la espalda-. Mi abuela Trisha. La madre de mi padre. Alaba mis rizos, y yo pienso que es porque son algo muy distintivo. Nadie en mi familia tiene el pelo tan rizado como yo, así que es como si me hicieran destacar.
               -O simplemente los alaba porque son preciosos-comentó él.
               -Alec-puse los ojos en blanco-. El caso es… eso. Que ella dice algo de mi pelo, yo pienso en que lo tengo diferente, y ya empieza la espiral.
               -Pero eso es normal, Sabrae. Te torturas demasiado, en mi opinión.
               -¿Tú crees? Es que no sé. Me siento mal por pensar en esto, pero…
               -Mira, las personas somos como las motos-soltó, y yo abrí la boca y me lo quedé mirando, estupefacta-. Sí. No me mires así. Nos componen muchísimas cosas. Experiencias, pensamientos, sentimientos, ilusiones. Igual que a la moto la componen un manillar, las ruedas, el motor… es lo mismo-se encogió de hombros-. El hecho de que tú seas adoptada es un elemento de ti. Como… no sé. El tubo de escape de mi moto. El tubo de escape no es mi moto, de la misma forma que tú no eres tu adopción. Simplemente está ahí. Y, al igual que yo de vez en cuando tengo que revisar el tubo de escape, tú tienes que recordar tu condición de adoptada. Y no por eso está mal. De hecho, creo que es bastante sano. Está bien recordar de dónde viene uno-murmuró con la vista perdida.
               -Pero, ¿tú crees que es justo? ¿Para mis padres o para mis hermanos? Porque a mí no me lo parece. Me siento fatal cuando pienso si la creadora se acordará de que fue ella la que me trajo al mundo, si me echará de menos…
               -¡Pues claro que lo hace!-contestó, escandalizado-. Cualquiera que te conozca te echa de menos cuando no te tiene.
               -Pero ella, realmente, no me conoce.
               -Pero te vio la cara-razonó, y yo alcé las cejas.
               -Hoy estás realmente sembrado, ¿eh?
               -Es que he tenido mucho tiempo para pensar en ello. No creo que suponga una traición para tus padres que pienses en la mujer que te trajo al mundo. Me parece totalmente lógico.
               -No sé… como nunca hablamos de ello en casa-murmuré, cogiendo el tenedor y jugueteando con él.
               -Quizá ellos no quieran sacar el tema a colación para no hacerte daño. Estoy bastante seguro de que estáis en un círculo de silencio protector que se está volviendo vicioso. Nena, una de las cosas que más me gusta de lo nuestro es que no tenemos miedo de decirnos lo que pensamos. Yo te puedo soltar cualquier gilipollez, porque sé que si te parece mal me lo vas a decir, y tú haces lo mismo. ¿Por qué no puedes tener con tus padres lo que tienes conmigo?
               -Porque son mis padres-medité, y Alec se quedó callado un instante.
               -O porque no estoy yo-dijo por fin, y yo le miré-. Piénsalo. Tú me haces valiente. ¿Y si al revés sucede igual? Quizá lo que necesitas no es hablarlo conmigo, sino que yo esté a tu lado cuando tú quieras hablarlo con tus padres. No puedes pasarte la vida intentando proteger a la gente que quieres de ti misma. Tus aristas cortantes son los lugares donde encajas en el puzzle de tu familia.
               Me lo quedé mirando. Tus aristas cortantes son los lugares donde encajas en el puzzle de tu familia.
               Claro. ¡Claro! Mi papel en mi familia no venía ni determinado ni delimitado por el hecho de que yo no hubiera nacido en su seno. Puede que mamá no me hubiera traído al mundo, pero seguía siendo mi madre. Puede que mi padre no me hubiera engendrado, pero seguía siendo mi padre.
               Todo por el mero hecho de que yo era Sabrae, y ellos habían creado a Sabrae.
               Los padres de un bebé no son quienes lo crean, sino quienes lo convierten en persona.
               Me levanté y me senté al lado de Alec, colgándome de su cuello y abrazándolo con fuerza.
               -No sé qué haría sin ti-susurré, dándole un beso en la mejilla. Él me estrechó entre sus brazos y me acarició la espalda, cariñoso.
               -Vivo para complacer.
               -No, Al-le sostuve la cara entre las manos-. Vives y me haces feliz. Son dos cosas muy diferentes.
               Le di un suave beso en la boca y dejé que se terminara la lasaña. Compartimos el último trocito, y ahí supe que aquello era amor verdadero.
               Fuimos a otro restaurante a por un brownie gigante de chocolate con una bola de helado de nada en su parte superior. Lo compartimos entre risas y besos, y cuando nos lo terminamos, apoyamos nuestras cabezas la una contra la otra y nos quedamos así un rato.
               -Por favor, dime que sabes de algún sitio donde podamos ir a tomar algo y alargar un poco más la noche.
               -Tomar algo no sé-sonreí-, pero sí sé dónde podemos ir para que la noche dure un poco más.
               Nos metimos en la primera estación de metro que encontramos y pusimos rumbo a la del parque de Russell Square. Habían instalado unos pequeños iglús a los que iba con mis amigas todos los inviernos, y me apetecía pasar media hora dentro de uno con Alec.
               No le dije a lo que íbamos para no chafarle la sorpresa, pero cuando llegamos y vimos la cola que había, noté cómo se me caían un poco los ánimos. Alec miró los iglús de colores, cada uno brillando con una luz diferente en su interior.
               -¿Pretendes que nos metamos ahí?
               -Es una sorpresa. Merece la pena, ya lo verás-me acerqué a uno de los taquilleros y le pedí una ficha para un turno, que nos tocó dentro de casi dos horas. Por suerte para nosotros, durante las fiestas navideñas el transporte público de Londres trasnochaba, así que podríamos meternos en nuestros iglús y disfrutar de media hora retozando en las mantas y cojines mullidos de su interior, a la vista de todos y de nadie a la vez.
               -Parece que has movido tus hilos-comentó Alec al ver la pequeña monedita de plástico rojo con un iglú impreso en su centro, y el anuncio de la campaña de iglús del parque de Russell de ese año, transpórtate a tu imaginación.
               -Tengo mis contactos-sonreí-. La buena noticia es que he conseguido uno. La mala, que es para dentro de dos horas.
               -Estoy seguro de que tienes algún plan para matar el tiempo-sonrió, acariciándome el costado. Me eché a reír, asentí con la cabeza y le mostré una fotografía que había estado mirando en mi móvil.
               Quince minutos después, nos encontrábamos bajo la misma cúpula acristalada, como el panal de unas abejas albinas, del corazón del Museo Británico. Mientras hacía cola para conseguir la fichita, había entrado en la página web del museo para asegurarme de que estaba abierto esa noche. Todavía no se había terminado la semana especial de la cultura en el museo, donde se aprovechaban de la afluencia masiva de gente a Londres para conseguir más visitantes a base de extender sus horarios hasta la madrugada.
               El museo era un hervidero de gente en el que curiosamente también se respiraba la calma. Alec me cogió la mano cuando llegamos a la parte central, bajo la cúpula, y dimos con la tienda de recuerdos. Compramos un plano y nos sentamos en un banco a decidir adónde iríamos; yo quería visitar el ala de Egipto, y él, la de Grecia. No sabíamos si nos daría tiempo a ambas cosas, por lo que echamos a suerte cuál iría primero, y gané yo.
               Trotamos entre sarcófagos, esculturas de piedra y joyería de más de 5 mil años de antigüedad. Alec esperó pacientemente cada vez que yo me detuve a leer algún recuadro explicando el contexto de alguna pieza en particular, y cuando yo le preguntaba si estaba yendo demasiado lenta, contestaba agitando las manos y dejando que cualquiera que fuera mi ritmo, a él le parecería bien.
               Me detestaría a mí misma por haber remoloneado tanto en las salas de los sarcófagos porque, en cuanto fuimos al ala de Grecia, Alec se dedicó a hablar sin parar. Estatua ante la que nos deteníamos, estatua de la que Alec me explicaba la historia. Pieza de joyería que me acercaba a ver, pieza de joyería cuyo nombre él me revelaba y utilidad en la posición social de la mujer que la había llegado tenía. Ánforas, instrumentos musicales (excepto la lira, cómo no), incluso armas… nada se le resistía. Hablaba con el entusiasmo y el orgullo de quien conoce la historia de un pueblo importante para él. En sus ojos había una ilusión preciosa que yo había visto muy pocas veces.
               Después de que él terminara de contarme la leyenda de un animal mitológico que había existido en la época de los héroes, yo me quedé acodada en mis rodillas, parpadeando admirada.
               -Sabes muchísimo, Al.
               -Bueno, es que las cosas de Grecia me interesan-se encogió de hombros, se levantó, me tendió la mano y se acercó a una inscripción en piedra para leerme lo que ponía en ella. Fue entonces cuando descubrí que Alec sabía leer griego; si bien no entendía algunas cosas del antiguo, era capaz de darle sonido a los símbolos que había ante él. Me abracé a su brazo y le acaricié la cara interna, maravillada y fascinada mientras él recitaba algo grabado en piedra miles de años antes.
               Cerré los ojos un momento, acunada por su voz y su respiración. Comenzaba a notar pesadas las piernas de tanto tiempo que llevábamos de pie y caminando, pero me negaba a sentarme y privar a Alec de seguir empapándome con su sabiduría.
               -Te estoy aburriendo-comentó, divertido, y yo sacudí la cabeza.
               -En absoluto. Me encanta escucharte. Hablas con una pasión…-suspiré-. Te gusta la historia, ¿verdad?
               -Sí. Al contrario de lo que pueda parecer por lo de Nerón y Julio César-sonrió, tímido y yo me eché a reír-. La verdad es que la de Grecia me interesa un montón. Y de Rusia, también. Hay un montón de documentales sobre la caída de los Romanov.
               -A mí me encanta la peli de Anastasia.
               -A mi hermana igual.
               -Es una pasada. ¿Ha visto el musical?
               -No, pero no para de insistir en que la lleve.
               -Quizá deberíamos ir ella y yo solas, y mandarte a ti a la mierda-le saqué la lengua y él puso los ojos en blanco.
               -Dudo que puedas mandarme a la mierda, nena.
               -Sigue contándome-le pedí, y él me besó la cabeza y continuó hablando. Para cuando terminó su explicación frente a una estatua de una diosa desnuda, yo me coloqué frente a él. Me tomó de la cintura y me pegó contra sí, y bajó la cabeza para darme un suave beso.
               Yo llevé las manos a su cuello, y me encontré con la cadena de plata que llevaba consigo, con mi anillo colgando en su pecho.
               Movida por un suave impulso, empecé a tirar de la cadena hasta haberla sacado completamente de su jersey blanco. Jugueteé con el anillo que yo le había regalado entre los dedos, y me lo coloqué en el anular. Le acaricié la cara con él puesto, y él cerró los ojos, acunando su rostro contra la palma de mi mano, ansiando que ese contacto no terminara nunca.
               Me puse de puntillas y le besé bajo la atenta mirada de las estatuas blancas, que no entendían de otra cosa que no fuera pureza. Es por ello que no juzgaron nuestro amor.
               Me separé de Alec y él tardó un poco en dejar de tener los labios entreabiertos, en posición de beso, lo cual me encantó. Siempre me gustaba que el fantasma de un beso se mantuviera un rato más en los labios, una vez el contacto había finalizado.
               -Me gustaría muchísimo conocer Grecia-murmuré.
               -Yo te la descubriré, bombón.
               Sonreí y acepté un nuevo beso que él quiso darme.
               Me rodeó la cintura y apoyó la cabeza sobre la mía mientras seguíamos mirando la estatua de la diosa, que a pesar de su desnudez se mostraba poderosa, fuerte, como sólo una divinidad puede serlo. Me gustaban sus curvas y la expresión en su mirada, de fiera determinación.
               Y entonces... caí en la cuenta.
               El sexo había sido lo que me había descubierto a Alec, sí. Pero no lo que me había atado a él.
               -¿Te das cuenta de que nunca nos hemos visto desnudos?
               Él se quedó callado un instante, quizá haciendo memoria.
               -Es verdad-asintió, y me besó la cabeza-. Deberíamos cambiar eso.
               -En fin de año-decidí, girando un poco la cabeza para encontrarme con sus ojos-. Buscamos un baño y…
               -Mejor. Vamos a una casa, así que hay habitaciones-me apartó un mechón de pelo de la cara y me pellizcó la mejilla-. Buscamos una cama y follamos como locos toda la noche.
               De repente, algo entre nosotros cambió. El uso de aquella palabra tan corta y sin embargo tan extensible aceleró el ritmo al que mi corazón latía.
               -Me gusta cómo suena eso-sonreí, girándome y mirando de nuevo la estatua-. Me pone mucho cómo dices “follamos”.
               Acarició mi hombro antes de apartarme el pelo del cuello y poder inclinar su boca hacia mi oreja. Con su aliento ardiendo en mi piel, repitió:
               -Follamos. Follamos. Follamos.
               El latigazo de un escalofrío me recorrió entera, y me giré hacia él. Lo agarré por los hombros y tiré de él para pegarlo a mi boca.
               -Joder, házmelo aquí…
               No sé cómo lo hicimos, terminamos encontrando un baño (y sospecho que el más cercano). Como ciudadanos incívicos que éramos, nos metimos en la parte de minusválidos y echamos el pestillo. Empezamos a besarnos con rabia y con pasión, Alec se quitó el abrigo y yo tiré el mío en el suelo, sin importarme si éste estaba limpio o no. Sólo le quería a él.
               -Voy a probarte-me dijo, y yo asentí con la cabeza, ajena por un segundo a mi condición. Alec se puso de rodillas frente a mí y hundió la nariz en mi sexo, como había hecho aquella vez que tantísimo placer consiguió darme, en el billar. Me estremecí y me froté contra él, deseando que lo hiciera ya, inmediatamente.
               Metió unas manos heladas por dentro de la falda de mi vestido y tiró de mis bragas hacia abajo, impetuoso, anhelante.
               Y entonces,  en vez de zambullirse hacia mí, vaciló.
               Fue un segundo, pero a mí me bastó para recordar en qué momento del mes me encontraba. Menuda mierda; si no hubiera tomado la píldora del día después, no se me habría desajustado el período y lo habría tenido un par de días después. Habría podido encontrarme con Alec y recuperar el tiempo perdido.
               Pero ahora.
               Lo aparté de mí y tiré de mis bragas hacia arriba. La mancha de sangre no era demasiado grande, pero me daba cosa que Alec la viera.
               -Lo siento-susurré, apartándome el pelo de la cara, suspirando y poniendo los brazos en jarras.
               -No pasa nada. Podemos…-sugirió él, poniéndose en pie y cogiéndome las manos para que me tranquilizara.
               -No quiero seguir.
               No quería mancharlo. No quería mancharme. No quería hacerlo con la regla en un baño, donde lo pondría todo perdido y seguramente dejaría un recuerdo imborrable en la memoria de ambos.
               -Vale, no te preocupes. No pasa absolutamente nada-tragué saliva, incapaz de respirar-. Eh, eh. No te disgustes, Saab-me tomó de la mandíbula y me hizo mirarle-. Con estar aquí, me basta.
               -Estarás harto de que nos pase siempre lo mismo últimamente.
               -¿Qué dices? Adoro estar contigo. El sexo juntos es increíble, pero no es lo único que me gusta, ¿recuerdas? Te lo he dicho sólo hace un par de horas.
               Sonreí y asentí con la cabeza.
               -Vale. Gracias.
               -No se merecen, de verdad-me besó la mejilla y me acarició la cintura-. ¿Tienes todo lo que necesitas? ¿Necesitas que te busque algo?
               -Voy a cambiarme. ¿Podrías salir?
               -¿Es lo que quieres?
               -Sí.
               Alec vaciló.
               -De acuerdo-concedió-. Te espero fuera.
               Así hizo. Me esperó a la entrada de los baños, mirando cómo la gente iba de acá para allá, salía con bolsas de la tienda de regalos o con cafés en vasos de cartón de la cafetería. Cuando me vio, me dedicó una sonrisa tierna que hizo que me derritiera un poco por dentro.
               -¿Estás?
               Asentí con la cabeza y me abracé a él.
               -Gracias por entenderlo.
               -¿Qué dices, Saab? No tengo nada que entender. Venga, deberíamos ir tirando para los iglús. Ya casi ha llegado la hora-miró el reloj de su muñeca y me ofreció la mano, que yo estreché entre mis dedos. Echamos a andar en dirección a la salida pero, después de detenernos un momento frente a la tienda de regalos, le convencí para entrar y coger algo que nos recordara a esa noche.
               Encontré un llavero con una antigua moneda de plata griega, con inscripciones que yo no conseguí comprender. Pedí que me lo metieran en un sobre y, mientras Alec se paseaba por entre las figuras que imitaban a las más famosas del museo, se lo tendí.
               A modo de respuesta, él me compró un precioso pañuelo de un suave color lila con jeroglíficos egipcios en blanco, que no me dejó abrir hasta que no salimos del museo. Me colgué de nuevo de su cuello tras lanzar un chillido y lo besé.
               Trotamos hacia el parque y, después de una carrera intensísima, conseguimos llegar justo antes de que se nos pasara el turno. El personal de la pequeña feria de iglús nos condujo linterna en mano en dirección al único que estaba vacío y, tras abrir una cortina para indicarnos que pasáramos, esperó a que entráramos y desapareció.
               Colgamos nuestros abrigos en un perchero que había en el interior y, tras bajar la cremallera de la puerta, entramos en la pequeña cúpula de plástico translúcido.
               Alec levantó la cabeza y abrió la boca, sorprendido. En el techo, un banco de carpas koi de diversos colores y tamaños nadaban perezosamente entre flores de loto y nenúfares.
               -Guau-exhaló, alargando muchísimo las vocales. Yo sonreí y me senté en el suelo, entre los cojines, que desprendían el calor que emitía el suelo de madera, bajo el cual el ayuntamiento había instalado un circuito de agua que hiciera las veces de calefacción para aquella feria de iglús.
               Cogí mi móvil e introduje el código del iglú para que me dejara elegir el escenario de la ensoñación. Deslicé el dedo por la pantalla, en busca de una cosa en concreto que sabía que le encantaría.
               Alec se sentó a mi lado, una sonrisa ilusionada y preciosa curvándole los labios.
               -Guau-repitió-. Saab, ¿has visto qué pasada?
               Asentí con la cabeza.
               -Y aún no has visto nada. Túmbate-le pedí, haciendo hueco entre los cojines y agarrando una manta, que nos pasé por encima. Él se cubrió sólo después de asegurarse de que yo estaba totalmente tapada y continuó con los ojos mirando las carpas. Le brillaban de una forma mágica y emocionada.
               Mi Alec. El que me echaba de menos cuando no estaba, el que no podía soltarme cuando me tenía al lado, el que sonreía como si llevara años sin verme cuando nos encontrábamos, el que sonreía como un niño el día de Navidad cuando le hacías un regalo, por pequeño que éste fuera.
               El que llevaba el anillo que yo le había regalado en el cuello, que jamás se quitaba.
               El que amaba la vida y la belleza por encima de todas las cosas, excepto, quizás, si yo era tremendamente afortunada, de mí.
               Ver el brillo emocionado de sus ojos hizo que un pensamiento se dibujara en mi mente, poderoso como la hermosura de mil fuegos artificiales.
               Estoy enamorada de ti.
               -Criatura-le llamé, y cuando él me miró, junté mis labios con los suyos y le di un beso lento y suave. Toqué la pantalla de mi móvil. ¿Cambiar animación?
               Sí.
               Me separé de él y dejé que volviera a besarme mientras miraba por el rabillo del ojo cómo los colores del techo cambiaban.
               -Es la mejor noche de mi vida-me confesó.
               -¿Estás seguro de que es de noche?-pregunté, haciendo un gesto con la cabeza hacia el techo.
               Alec levantó la vista y la sonrisa que le cruzó la cara merecía la pena de mil noches de dudas.
               Una puesta de sol pintaba el techo y las paredes del iglú con tonos anaranjados, rosados y dorados.
               -Sé que no es un amanecer, pero…
               -No importa. Es perfecto. ¿Cuánto tiempo decías que teníamos?
               -Treinta minutos.
               -Treinta minutos en el paraíso-susurró, buscando mis manos.
               -Conmigo-sonreí, besándole el hombro.
               -Tú eres la que hace que esto sea el paraíso, bombón.
               Me lo quedé mirando, sobrepasada por las emociones. Nos acariciamos las manos y nos miramos, ilusionados. Parecíamos niños pequeños que descubrían el amor por primera vez.
               Nos besamos, nos abrazamos, acariciamos y adoramos con las manos, las bocas y los ojos. Alec se puso encima de mí, el atardecer balanceándose sobre nosotros como un dulce espejismo que flota justo sobre la línea del horizonte.
               -Quieres volvernos locos, mujer-jadeó cuando yo tiré de su jersey y hundí las manos en su piel.
               -Ya lo estamos, hombre-le besé en los labios y seguí besándolo. Él me correspondió pasando su boca por mi hombro, mi clavícula, de vuelva a mi hombro. Estaba entre mis piernas. Si estuviéramos desnudos, sería imposible que no estuviéramos haciendo el amor en ese mismo instante.
               -Sé mía-me pidió, acompañado de un mordisquito en el punto en que mi mandíbula se unía a mi cuello. Suspiré y negué con la cabeza. Ojalá pudiera ser suya. Ojalá pudiera ser de alguien que no fuese yo misma.
               -Soy una persona. No puedo pertenecerle a nadie.
               -Sólo dilo. Yo ya soy tuyo. Di que eres mía. Por favor.
               Le acaricié la cara y negué con la cabeza.
               -Nada me gustaría más. Ojalá fuera una cosa, para poder pertenecerte.
               Alec sonrió, sus ojos chispeando felicidad absoluta. Volvió a besarme y de su boca probé a qué sabían los sueños. Los que los dos compartíamos.
               -Alec…-le llamé, ansiosa de su atención. Necesitaba decirle algo, que supiera lo importante que era para mí como yo sabía lo crucial que era para él.
               -Dime, bombón.
               Jugué con su cabello ensortijado, aquellos mechones hechos sólo para que yo los acariciara.
               -Eres la sorpresa más agradable que he tenido nunca.
               Saboreé de nuevo la felicidad más absoluta en el beso que me dio, y en el siguiente, y en el siguiente, y en el siguiente.
               Continuamos besándonos bajo nuestra pequeña burbuja crepuscular, envueltos en nuestro amor y en nuestra felicidad por estar juntos, hasta mucho después de que las luces se apagaran y la oscuridad nos arropara con el cariño con el que sólo arropa a los amantes.

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2 comentarios:

  1. ME MUEROOOOOOOOOOOO CON EL CAPÍTULO.
    O SEA, LA ESCENA DEL IGLU ME PARECE QUE SE HA CAGADO EN CUALQUIER MOMENTO ROMÁNTICO DE CUALQUIER PAREJA DE CTS, ES QUE DE VERDAD, QUE FANTASÍA. ENCIMA ME HE IMAGINADO A ALEC Y HA SIDO COMO PUUUUUFFF LA TROMBOSIS, SE VINO.
    EN SERIO, NO PUEDO CON LO ADORABLES Y CUQUIS QUE SON. QUIERO LLORAR, NO QUIERO QUE LLEGUE LA PELEA, QUIERO QUE SEAN ASÍ DE PUCHIS TODA LA ETERNIDAD.

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    1. NO ME PUEDO CREER QUE HAYAS DICHO BASICAMENTE QUE SABRALEC MANDA Y SCELEANOR OBEDECE ES QUE NO DOY CREDITO Y LO MEJOR DE TODO ES QUE YO HE HECHO #ESO
      aunque tengo que reconocer que la escena me ha quedado preciosa, o sea, cuando se me ocurrio gracias a una foto que vi en ig y que recorde de repente antes de ayer por la noche dije BUA no puedo desperdiciar ests oportunidad. Es que don tan bonitos, tan buenos el uno para el otro, estan tan enamorados... Te juro wue me costo dios y ayuda no hacer que se dijewran que se querisn ya, porque tienen que hacerlo en su momento pero es que duos, lo bien que habria encajado aqui todo eso... 😫
      A VER QUE PELEARSE SE VAN A PELEAR PERO CUQUIS VAN A SER SIEMPRE CALMACION POR FAVOR

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