viernes, 23 de noviembre de 2018

Desinhibida.


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Todo el mundo se había desintegrado a mi alrededor, como si estuviera dentro de un agujero negro en el que lo único que existía era el cuerpo de Alec encima del mío. Sus manos recorrían mi cuerpo con delicadeza, como si temiera romperme, como lo hacían las manos de las prometidas que visitaban una tienda de vestidos de novia y acariciaban las distintas telas, en busca de la perfecta.
               No me di cuenta de que las luces se habían apagado hasta que un pequeño círculo blanco apareció por el extremo del iglú, allí donde se encontraba el pequeño túnel de salida. A través de la cremallera cerrada entraban pequeños haces de luz, como garras luminosas que se escabullían por fuera de una jaula.
               -Voy a entrar-anunció una voz masculina, y Alec se incorporó un poco, reticente-, tapaos un poco y dejad de hacer lo que sea que estáis haciendo.
               Por el tono cansino del chico que sostenía la linterna, al que aún no podíamos ver ni siquiera en su silueta, supe que ya debía de haberse enfrentado muchas veces a una situación como en la que nos encontrábamos Alec y yo. Me pregunté cuántas parejas se habrían acostado allí, cuántas veces habrían tenido que cambiar rápidamente las mantas por si había huellas de sexo que hicieran que los clientes siguientes no volvieran más.
               Me senté sobre las piernas cruzadas cuando Alec se apartó de mí, apoyado en su codo y mirando hacia la cremallera por la que estaba a punto de entrar uno de los empleados del complejo de iglús. Tenía el pelo revuelto, la respiración un poco agitada y los ojos brillantes en la oscuridad. Se entreveía un bulto en su entrepierna contra el que a mí me había gustado mucho frotarme.
               -Vale, vamos a ver-el chico abrió la cremallera y comenzó con su retahíla perfectamente estudiada-. Lleváis 10 minutos aquí metidos, se os ha pasado la hora y tengo gente esperando, ¿os queréis marchar, por…? ¡Hostia, Alec!
               Alec frunció el ceño, el haz de luz de la linterna dibujando sombras cambiantes en su rostro.
               -¡Coño, Rufus, tío!-sonrió mi chico, incorporándose y dándole la mano al que nos había interrumpido-. ¿Qué pasa? No sabía que currabas aquí.
               -Ya ves. En la bolera ahora han recortado los turnos, por eso de que la gente prefiere ir a patinar y esas cosas, así que… he tenido que buscarme la vida para pagar el alquiler, ya sabes. Macho, en menudos sitios más raros te da por follar ahora, ¿eh? A mí personalmente no me molaría una mierda hacerlo aquí, se oye literalmente todo, pero…
               -¡Qué dices, flipado!-Alec se echó a reír y negó con la cabeza-. Que no estaba haciendo nada, ¿cuántas veces me has visto a mí follar con la ropa puesta?
               -Pues nunca, la verdad, aunque en mi defensa diré que no te he visto follar jamás, punto.
               -Joder, pues tú te lo pierdes, tronco, porque la verdad que es un espectáculo digno de ver-se cachondeó Al, dándole un puñetazo en el hombro y arrancándole una carcajada a su amigo.
               -Seguro que sí. Bueno, ¿y quién es la genio que consigue que te comportes  y mantengas la polla guardada en los gayumbos?-preguntó el chico, que se inclinó hacia un lado para enfocarme con la linterna. La bajó inmediatamente cuando yo levanté una mano para taparme la cara, y me pidió unas disculpas que yo no dudé en aceptar.
               -Ésta es Sabrae. Sabrae, éste es Rufus, un antiguo compañero de curro. Bueno… más bien, él estaba por allí mientras yo curraba-Alec le lanzó una mirada cargada de intención y Rufus se echó a reír.
               -Te juro que me tenían tirria en Administración, macho. Siempre me encargaban paquetes fuera del área metropolitana. ¡Si no me hubiera puesto en huelga, me habrían mandado a Cheshire! Estoy convencido.
               -Debes de ser la única persona que ha protestado en toda la historia de Amazon por tener que llevarle algo al Primer Ministro.
               -No soporto a los putos conservadores-Rufus se cruzó de brazos y Alec se echó a reír. Después, se giró para mirarme-. Chica, lamento mucho haberte cortado el rollo con este payaso.
               -No pasa nada-me encogí de hombros-. Es tu trabajo, ¿no?
               -Macho, ya te vale, para una vez que necesito que no seas diligente, y haces exactamente lo que te mandan-Alec chasqueó la lengua y Rufus puso los ojos en blanco.
               -La gente se desmadra aquí, tío. Hace un par de días una compañera tuvo que sacar a un grupo que estaba a punto de montarse una orgía. Siento no haberte llamado-le dio una palmada en el hombro y Alec sacudió la mano.
               -Creo que ya no me interesan tanto esas cosas-objetó, mirándome y sonriendo con una pizquita de nostalgia. Si no le conociera lo suficiente diría que lamentaba no haber estado presente el día en que la cosa se salió tanto de madre en ese mismo parque pero, después de la sesión de besos, caricias y mimos que habíamos compartido, estaba segura de que era por algo bien diferente: echaba de menos lo que habíamos tenido hacía dos minutos, tumbados en el suelo, besándonos y queriéndonos como si el tiempo no fuera a hacer mella en nosotros.

               Sonreí y agaché la cabeza, abrumada por la intensidad del amor que había en los ojos de Alec. Me sentía un poco cohibida porque me mirara de aquella forma delante de un chico al que yo no conocía.
               -Tío-murmuró Rufus-. No sabía que tenías novia. Perdona. Joder, macho… si me lo hubieras dicho, o yo te hubiera visto por aquí, te habría dado otra ficha y no os habríamos molestado.
               -No pasa nada, Rufus, de verdad-Alec le dio una palmadita en la espalda-. Aunque lo de la ficha suena bien, ¿no tienes ninguna por algún bolsillo?
               Rufus puso los ojos en blanco y negó con la cabeza, a lo que Alec contestó con un suspiro y pasándose una mano por el pelo. Se me quedó mirando y yo me lo tomé como una señal para que me levantara, y cuando empecé a incorporarme, Rufus chasqueó la lengua.
               -Aunque…
               Tanto Alec como yo nos lo quedamos mirando.
               -¿Qué?
               -Se me acaba de ocurrir que puedo decirles a mis jefes que habéis salido, y que si el iglú sigue apagado es porque se le ha estropeado algo en la pantalla. Con el frío que hace y la gente que hay esperando, no van a ponerse a mirar ahora qué pasa, porque tendrían que parar toda la maquinaria, calefacción incluida. Eso os daría un margen de media hora para seguir aquí si queréis, pero tendríais que salir cuando lo haga el penúltimo grupo, porque en ese momento se cierran con llave todos los iglús que están apagados si no se han vendido todas las fichas… y la taquilla estará a punto de cerrar también-consultó su reloj y Alec me miró, pidiendo permiso.
               -A mí me parece bien-asentí y Rufus nos miró alternativamente a ambos.
               -Lo único que pasa es que tengo que dejar las luces apagadas.
               -Vale, tío. Sin problema.
               -No le verás la cara mientras folláis, pero bueno, seguro que lo disfrutas igual, cabrón-Rufus le dio una palmada en la cara y Alec se echó a reír. Nos guiñó un ojo y, tras despedirse con un “que lo paséis bien”, atravesó el umbral de la puerta con cremallera y la cerró, llevándose el haz de la linterna consigo.
               Escuché cómo Alec se giraba para mirarme en la penumbra.
               -Así pierde un poco la magia-suspiró, acercándose a mí y buscando mi cuerpo en la oscuridad.
               Me detuve frente a él, expectante. Sus manos encontraron las mías y sus dedos se deslizaron por la palma de mi mano, mis brazos, mis codos. Me sentía como si estuviera reconociendo mi cuerpo, creándolo a partir de la yema de sus dedos cual mago con un conjuro tremendamente elaborado.
               Recordé lo mucho que me había gustado sentirlo en el suelo, sobre mí, su ropa rozando mi piel desnuda en las piernas y sus labios recorriendo las líneas de mi rostro.
               Y una idea floreció en mi mente.
               -Se me ocurre algo para recuperarla-murmuré, separándome un poco de él. Intuí en la oscuridad cómo Alec fruncía le ceño, sin entender, hasta que escuchó el susurro de mi ropa cuando me quité el vestido por la cabeza. Me acerqué a él y puse una de sus manos en mi vientre, para que notara el contacto cálido de mi piel en la palma de su mano.
               Alec jadeó, un jadeo sorprendido, primitivo, incluso emocionado. Me puse de puntillas y le acaricié la nuca cuando me incliné hacia él.
               -Quítate la ropa-le dije, y mi mano descendió hacia la cinturilla de los vaqueros. Levanté ligeramente su jersey, haciendo que me obedeciera-. Deja volar tu imaginación.
               Alec no necesitó que se lo dijera dos veces. Con infinita delicadeza, como si fuera un cervatillo en la linde de un bosque al que quiere capturar para devolver a la reserva natural de la que depende su salvación, me cogió las manos y me ayudó a quitarle la camiseta. Sentí su respiración en mi frente cuando di un paso hacia él. Mis manos recorrieron sus músculos, los ángulos que lo componían, mientras las suyas descendían surfeando por mis curvas como si fueran olas.
               Mis dedos llegaron a la hebilla de su cinturón, y tras desabrocharlo, tiré de él para extraerlo de sus pantalones. Luego, me ocupé de sus vaqueros. Le desabroché el botón y luego bajé la bragueta, sintiendo la presión de su erección ya sólo contenida por la tela de sus calzoncillos rozándome las muñecas.
               Di un paso atrás mientras Alec se bajaba los pantalones y me ocupé de mis botas. Me libré de ellas y de mis calcetines, y me quedé allí de pie, casi desnuda, cubierta sólo por mi ropa interior y la oscuridad. La respiración de Alec sonaba fuerte en el silencio de la noche encapsulada, y yo notaba que el corazón me latía a mil pulsaciones por minuto, martilleándome en el pecho al ritmo de una marcha bélica.
               Dio un paso hacia mí hasta estar prácticamente pegado a mí. Mientras nuestras piernas estaban juntas y las rodillas se rozaban, de forma que yo podía sentir la calidez de su piel y las cosquillas que me hacían los pelos de sus piernas en las mías, suaves como el terciopelo, nuestros torsos estaban separados. Era como si estuviéramos formando un cáliz con nuestros cuerpos.
               Alec buscó mi rostro en la oscuridad y siguió las líneas de mi mentón. Se inclinó para besarme y yo suspiré en su boca cuando su pecho tocó el mío, mi busto aún cubierto por el sujetador.
               Lentamente, me llevé las manos a la espalda, mientras la lengua de Alec se paseaba por mi boca como quien toma un helado delicioso en un día de un calor abrasador. A estas alturas, estaba tan emocionada por lo que estábamos haciendo que no me cabía ninguna duda de que era capaz de escuchar la estridencia de mis pensamientos.
               Mis dedos llegaron al enganche de mi sujetador, y yo me separé un poco de Alec, que se quedó a una nada prudente distancia de mí. Podía intuir sus ojos en la oscuridad, un brillo tenue en la más absoluta negrura.  Con la mirada fija en aquellas dos nebulosas claras, aguanté la respiración. Alec me imitó.
               Lo había hecho a propósito, para que pudiera escuchar lo que hacía.
               Desabroché el enganche de mi sujetador y dejé que éste volviera a una posición de descanso, sosteniéndose por mis hombros y apenas resistiendo la presión de mis pechos, que querían liberarse de él y ser acariciados por Alec.
               Lentamente, disfrutando de la sensación de la tela por mi piel de gallina, deslicé los tirantes por mis hombros y dejé que mis pechos se escaparan de la copa del sujetador, liberados. El sujetador navegó por los cuerpos de Alec y mío en dirección al suelo, donde yo lo arrojé a un prudente distancia, todavía sujetándolo entre los dedos.
               Estábamos en igualdad de condiciones, Alec y yo. Llevábamos exactamente las mismas capas de ropa.
               Su respiración se volvió más profunda, y algo en la energía que manaba de él cambió. Una nueva urgencia se apoderó de su cuerpo, como si todo el tiempo que tuviéramos para estar juntos cupiera en un diminuto reloj de arena cuyos granos se nos escapaban entre las manos.
               Empecé a respirar por la boca, expectante. Pensé que Alec no se movería, que se limitaría a quedarse así, frente a mí, conmigo desnuda ante él sin poder disfrutarle de ninguna manera.
               -Déjame sentir tu cuerpo-dijo tras unos instantes debatiéndose consigo mismo, midiendo hasta qué punto sería capaz de mantenerse a sí mismo a raya. Sabía la poca ropa que me cubría, sabía lo mucho que yo deseaba que me tocara, y sabía cuánto ansiaba él tener mi piel entre sus manos.
               Di un leve paso hacia él, invitándolo a que hiciera conmigo lo que quisiera, como así hizo. Lenta, muy lentamente, levantó sus manos y las dirigió a mis pechos. Los rodeó con los dedos y siguió la curvatura que los componía con la yema de los dedos. Los sostuvo entre sus manos, cada uno en una palma de su mano, y sus pulgares se pasearon por mi piel sensible, tanto por el periodo como por lo que estábamos haciendo.
               Llegaron a los pezones, por los que pasaron como si nada, haciendo que se endurecieran aún más ante el contacto. Mi entrepierna empezó a palpitar y yo dejé escapar un leve jadeo que él imitó.
               Los pulgares regresaron a los montículos duros de mis pezones, y los pellizcaron suavemente hasta que Alec consiguió que dijera la palabra que más le gustaba escuchar de mis labios:
               -Alec…
               Sin decir nada, escuchando cómo respiraba agitadamente, escuché que se ponía de rodillas. Sus manos descendieron a mis caderas y me abrazó por la cintura, atrayéndome a él. Yo le rodeé la cabeza y jugueteé con sus rizos, sintiendo la humedad entre mis piernas que nada tenía que ver con el momento del mes y mucho con mi compañía crecer a marchas forzadas.
               -Eres tan hermosa…-jadeó, besándome justo sobre el esternón.
               -Pero si no me estás viendo-susurré en tono suave, jugando con su pelo. Inició un camino de besitos que unía el centro de mi pecho con mis senos.
               -Pero te siento-contestó en tono elocuente cuando su boca se detuvo sobre uno de mis pezones. Primero, le dio un beso. Luego, entreabrió los labios para que éste fuera más profundo. Y luego, volvió a metérselo en la boca, esta vez, dejándolo allí.
               Me pegué aún más a él, envolviendo su cabeza con mis brazos. La sola idea de que se separara de mí me daba ganas de llorar.
               Notaba un fuego en la entrepierna que nada tendría que envidiar al calor del sol. Mi sexo ardía y palpitaba como si tuviera conciencia propia, ansioso de algo de Alec de lo que disfrutar también: su lengua, su boca, sus manos o sus miembros. Todo lo que podía necesitar, todo lo que podía desear, estaba allí, conmigo, besándome, abrazándome, haciéndome suya como nadie podría hacerlo jamás.
               Estaba desnuda. Alec estaba desnudo, adorando mi cuerpo como yo nunca pensé que sería capaz de hacerlo. Estábamos piel contra piel, sin nada que más que nos cubriera que nuestra ropa interior, de la que estaba segura que pronto nos desharíamos. Estaba demasiado excitada como para pensar en nada que no fuera la sensación de tenerlo dentro de nuevo, dejar que me poseyera, que me reclamara para él y me dejara claro que ningún hombre podría despertar en mí todos los sentimientos y sensaciones que Alec pintaba de la nada sobre mí, como si yo fuera un lienzo en blanco y él el mejor artista.
               Alec dejó desatendiendo mi pezón para volver de nuevo a mi esternón, reforzando aquella conexión que había creado a base de besos y que yo sabía que nunca se rompería. Recordaría esa sensación hasta mi último día en la tierra. Luego, continuó la caminata hacia el otro pecho, que no le molestaría tanto al no tener que soportar los latidos alocados de mi corazón.
               Incluso cuando le había detestado, siempre me había imaginado a Alec como el típico chico que se folla a una chica de una forma tan salvaje que la deja con las piernas temblando y ansiosa porque llegue el siguiente fin de semana y repetir lo que acababa de suceder esa noche. Siempre había pensado que él era capaz de darle el suficiente placer a una mujer como para que ella considerara que merecía la pena todas las tonterías que tenía que aguantarle. Que su forma de hacerlo, primitiva y salvaje, inclinaba la balanza de la atracción en su favor. Que esa manera de comportarse como un macho alfa fuera de la cama tenía que tener también un impacto dentro de ella: utilizaría el cuerpo de la chica con la que estuviera, echaría el polvo del siglo cada vez que se quitara la ropa, sobaría, tocaría, lamería y gozaría como nunca de un cuerpo que le pertenecía sólo durante el tiempo que la chica decidiera estar desnuda para él.
               Lo que nunca me habría imaginado de él era que pudiera ser así. Que pudiera hacerme ver que las cosas que hacía mal no sólo merecían la pena, sino que podían cambiar. Que puede que fuera un machito alfa en la calle, pero que en la intimidad podía ser el amante más dulce del mundo. No sólo sabía sobar, también sabía acariciar. No sólo sabía lamer, también sabía besar. No sólo sabía morder, también sabía adorar. Sus manos no sólo estaban hechas para sujetar unas caderas, sino también para recorrer una espalda.
               Ya nos habíamos acostado más veces y él había sabido ser gentil conmigo, pero siempre había tenido ese punto alocado que no me había invitado nunca a dejar de pensar aquello de él. Siempre me había acariciado y besado los pechos despacio cuando yo se lo pedía, y yo lo había achacado a que lo hacía porque yo se lo pedía y no quería perderse la ocasión de una buena sesión de sexo. Jamás había pensado que lo hacía porque lo disfrutaba, que el mismo chico que follaba escandalosamente en baños de tugurios y que comía las bocas de las chicas con las que estaba cuando ellas llegaban al orgasmo por el mero placer de saberse con el control absoluto del disfrute de su amante de usar y tirar, también podría arrodillarse y besar de aquella manera.
               Hasta ese momento, había pensado que Alec me había cuidado cuando estuve con la regla en la discoteca porque no quería perderme. Que estaba haciendo un esfuerzo.
               Pero ahora… ahora le salía todo tan natural que yo estaba segura de que no estaba empujándose en absoluto.
               Alec quería aquello. Disfrutaba con aquello. Le bastaba con aquello.
               Y saber que para Alec nuestro tierno contacto era suficiente hacía que para mí no bastara.
               Porque estaba desnuda, él estaba desnudo, estábamos solos, y estábamos irremediablemente abocados a convertirnos en una sola persona.
               No quería imaginarme cómo sería su pelo mientras yo se lo recorría con los dedos y sus labios se afanaban en satisfacer el hambre de besos de mis pechos; no quería pintar su piel de un color que no fuera el suyo en mi imaginación, ni quería tener que figurarme las formas de sus venas en los brazos mientras me sostenía bien cerca para que no me escapara.
               Quería verlo.
               Hacía mucho, mucho tiempo, me había descubierto a mí misma el paraíso que tenía entre las piernas pensando en él. Alec me había abierto un rincón de mí misma que era tan perfecto que sólo Dios podía haberlo puesto allí.
               Y, ¿qué creyente no desearía con toda su alma verle la cara a su dios, aunque fuera sólo una vez?
               Y más cuando ese dios estaba postrado, desnudo, frente a sí.
               -Alec…-le llamé, depositando un suave beso en su cabeza mientras una corriente eléctrica descendía por mi espalda, haciendo que mi sexo se contrajera una vez más, como un corazón al que fuerzan a continuar latiendo con un desfibrilador.
               Su lengua terminó de trazar un círculo en mi pezón y él volvió a besarlo despacio. Se dirigió de vuelta hacia el otro pecho.
               -Alec-suspiré cuando su boca encontró el otro pezón, que continuaba duro a pesar de estar desatendido, y él lanzó un leve gruñido para hacerme ver que tenía toda su atención-. Quiero verte. Déjame encender la luz.
               Sentí cómo negaba con la cabeza, su pelo haciéndome cosquillas.
               -Pero estás desnudo-protesté como una niña mimada que está a punto de conseguir lo que quiere y lo sabe-. Nada me gustaría más que verte.
               -No puedo, Sabrae-besó de nuevo mi pecho y noté que abría los ojos para mirarme desde abajo, como si estuviera rezando a una virgen que se le acababa de aparecer.
               -¿Por qué no?
               Pensé en sus piernas. En sus muslos. En sus abdominales. Sus pectorales. Sus brazos. Su cuello. Su mandíbula. Su boca. Sus ojos. Su pelo.
               Su erección.
               No quería verlos, los necesitaba. Necesitaba asegurarme de que mi mente no me estaba jugando una mala pasada. Buscaría mi móvil, le gustara a él o no. Le vería desnudo y él me vería a mí.
               Lo haríamos en ese iglú. Me daba igual la regla. Me daba igual todo lo que no tuviera que ver con Alec y con las cosas que quería que me hiciera.
                -Si nos vemos-razonó-, tendremos que tenernos. Me volverá loco ver tu perfección desnuda y no poder poseerla.
               -Yo no soy perfecta.
               -Sí lo eres-discutió él-. Has nacido mujer-me besó los pechos con cariño y me dio un mordisquito en el esternón-. Y yo he nacido hombre.
               Me quedé callada un momento, mientras él esperaba a que hablase.
               -Yo te deseo.
               -Y yo a ti, bombón. Ése es el problema. Mientras te siento, no pasa absolutamente nada. Pero si te siento y te veo, no responderé de mis actos. Te haré mía, nos guste o no. Sé que lo haré. No quiero que te asustes ni nada por el estilo, porque los dos sabemos que yo jamás te tocaría un pelo si no quisieras, pero… los dos sabemos que quieres-sonrió, dándome una palmadita en el culo, y yo contuve una exclamación. Me dio un mordisquito debajo del ombligo y continuó-. Dios, eres tan deliciosa. No quiero ni pensar en lo que pasaría si, a la vez, también fueras preciosa. Mi autocontrol no puede con esas dos partes de ti juntas.
               Hundí las manos en su pelo, apartando unos rizos a un lado y a otro.
               -¿Qué tiene de malo hacerlo, si lo queremos los dos?
               -Que te deseo lo bastante como para dejar que me vuelvas loco, pero también quiero respetar tus ritmos.
               Se separó un poco de mí, lo justo y necesario para poder cogerme las manos. No se puso en pie ni hizo amago de conseguir que arrodillara para ponerse a su altura, que era lo que más me apetecía: caerme de rodillas para luego acostarme a su lado, o debajo, o encima de él.
               Entendí por qué no lo hizo cuando empezó a hablar: porque quería asegurarse de que yo entendía lo que iba a decirme. Se estaba poniendo a mi disposición. Estaba diciendo que yo mandaba.
               Se postraba ante mí como yo deseaba postrarme ante él.
               -Me apeteces. Muchísimo. No te haces una idea de las ganas que tengo de estar en tu interior. Es lo que más deseo ahora mismo. Y sé que tú lo quieres también, y por eso estás desnuda ante mí, aunque yo no pueda verte. Pero con tocarte, de momento me basta. Y no quiero que te lances a hacer algo que no estás segura de si quieres hacer realmente. Yo noto que no estás preparada para dar el paso aún, y créeme, lo respeto totalmente. Prefiero que estés cómoda y quedarnos un poquito con las ganas a que nos volvamos locos. Pero, Sabrae… Dios-suspiró, y su aliento cálido lamió mi vientre-, no quiero que te cortes. Me encanta cuando te desmelenas. Somos dos-me acarició la palma de las manos con los pulgares-, estoy aquí. Puedes descontrolarte todo lo que quieras, que yo nos frenaré. No quiero que tengas ninguna reserva de que yo pierda la razón y te inhibas un poco. Me encantas desinhibida-me confesó-. Así que no puedo verte para poder mantener un mínimo de cordura e ir poco a poco, como tú te mereces.
               Me solté de una de sus manos y le recorrí la mandíbula.
               -Eres precioso, Al. Incluso a oscuras.
               Escuché y noté cómo sonreía en la negrura. Su sonrisa acarició mi vientre cuando me besó.
               -Quiero hacerte el amor toda la noche-me confesó.
               -Y yo que me lo hagas. Me apeteces-le besé la cabeza y sentí cómo esbozaba su sonrisa torcida de niño malo.
               Sin previo aviso, me cogió de las caderas y me tumbó rápidamente sobre las mantas, a su lado. Pasó por encima de mi cuerpo y se situó entre mis piernas, y ahogué un chillido y una carcajada frutos de la sorpresa cuando se apoyó sobre mí y me besó en los labios.
               -Me apeteces, nena.
               Siguió besándome y besándome hasta que se hartó, e incluso entonces siguió haciéndolo. Sus manos recorrían mi cuerpo como si estuviera leyendo en braille un libro interesantísimo, impreso en mi piel. Su lengua era cálida, ansiosa y juguetona, y todo su cuerpo me recordaba que estaba allí, que existía, que estábamos juntos y que el resto de cosas no importaban.
               No me di cuenta de que nos habíamos dado la vuelta y yo estaba sobre él, acurrucada en su pecho y escuchando los latidos de su corazón, con la manta tapándome hasta por encima de la nariz, hasta que una luz volvió a iluminar la entrada del iglú. Giré la cabeza para mirarla con los ojos entrecerrados. La misma dentadura serrada de haces de luz que se colaban por entre la cremallera acarició nuestros cuerpos.
               Me giré para mirar a Alec en la penumbra. Tenía el pelo revuelto, los ojos fijos en el pecho, y una mano tras la cabeza, con la que negaba reiteradamente.
               -No ha sido suficiente-musitó-. Necesito mucho más.
               -¿Alec?-preguntó la voz de Rufus, a la que yo detesté en ese momento.
               -Sí.
               -Os tenéis que marchar ya.
               -Vale. En un minuto estamos fuera.
               Alec me dio una palmadita en el culo para que me levantara y, envuelta en la manta para no tener frío (y también para que él no viera mi desnudez), busqué mi ropa y me la puse de manera apresurada. Escuché con una pizca de desilusión como se subía los pantalones y se los abrochaba, para después pasarse el cinturón y luego terminar con el jersey justo en el momento en que yo terminaba con mis botas. Alec bajó con brusquedad la cremallera y se tapó los ojos al impactar el haz de luz de la linterna de Rufus contra sus pupilas.
               -¿Qué tal, tortolitos?
               Alec y yo nos miramos, y yo noté cómo se me encendían las mejillas, recordando cómo me había tocado él, lo cerca que había estado de empezar a suplicarle que lo hiciéramos. Viendo nuestras caras, Rufus se echó a reír.
               -Siento que no hayáis tenido más tiempo. Para la próxima, preguntáis por mí, y os conseguiré una prórroga-nos guiñó un ojo y abrió el iglú para que saliéramos-. Venga, fuera, que tengo que cerrarlo.
               -Gracias, tío. Te debo una bien gorda.
               Rufus agitó la mano y negó con la cabeza, tras lo cual se introdujo dentro del iglú a hacer un poco el paripé mientras Alec y yo nos cogíamos las manos y salíamos pitando de allí. Corrimos como locos hasta la parada del metro por miedo a que nos pillaran, y tras bajar las escaleras precipitadamente y colarnos en el tren que estaba a punto de salir, nos sentamos en los asientos, nos miramos y nos echamos a reír.
               -Cuando se te quite la regla, me avisas y volvemos-me susurró al oído-. El próximo día que vengamos, ponemos una hora y lo hacemos ahí.
               -Me parece bien-sonreí, dándole un beso en la mejilla y apoyando la cabeza en su hombro. Saqué el móvil y miré las fotos que nos habíamos hecho, o las que Alec me había hecho a mí, comiendo, bebiendo y posando mientras esperaba por nuestra comida en el Imperium, mirando arte en el Museo Británico, y tumbada entre las mantas del iglú. También había conseguido hacerle unas cuantas fotos en el museo y sólo una mientras comíamos; no tenía ninguna en soledad dentro del iglú, sino un par que nos habíamos hecho bajo aquel crepúsculo artificial que tan preciosa había vuelto nuestra piel.
               -Ésta me encanta-dijo, señalando la segunda que nos habíamos hecho en el iglú, en la que mi pelo desparramado hacía las veces de bigote para Alec, que se reía mientras miraba a la cámara y el cielo teñía su pelo con colores dorados y ambarinos. Mi piel brillaba en un tono dorado que no tendría nada que envidiar a las estatuas de bronce de las divinidades prehistóricas.
                -Quizá la suba-comenté, tocando el icono de enviar para que él tuviera todas las fotos en las que salía.
               -¿Para hacerlo oficial?
               -¿Hacer qué oficial?-le pinché, sacándole la lengua. Alec se echó a reír, sacudió la cabeza y asintió con un suave “vale”.
               -¡Oye! También quiero las que te he hecho.
               -¿Tan guapa soy?
               -No, es para tener pruebas de que soy un buen fotógrafo cuando lo ponga en el currículum.
               Me gustó que quisiera tener mis fotos sola también en su memoria, como si fuera a quedarse mirándolas por la noche antes de dormir, o incluso imprimiera alguna para colocarla cerca de su cama y verme nada más despertarse cada mañana, como yo haría en cuanto llegara a casa. Me gustaban mucho las fotos que nos habíamos hecho: para mí, eran como una especie de prueba de que lo que estaba viviendo era real, que el Alec que tenía conmigo no era una ilusión que mi mente idealizaba cuando estaba sola y aburrida y le echaba de menos. Aquella felicidad en los ojos era real, aquella sonrisa era sincera.
               Salimos del metro y nos detuvimos frente a una farmacia a la que decidimos entrar tras mirarnos un momento. Nos fuimos derechos a la parte de salud reproductiva y nos plantamos frente a la estantería con condones. Había cajas de todos los colores y tamaños.
               Después de que Alec me pidiera mi opinión y yo cogiera una caja morada por el mero hecho de que me gustaba el color, nos alejamos de la estantería y fuimos a la caja.
               Alec sacó 30 libras de su cartera, que depositó sobre el mostrador. Le pedí a la farmacéutica que le cobrara la mitad.
               -Pagamos a medias-le expliqué a Alec, alzando una ceja al ver su expresión extrañada.
               -Eh, no. Pago yo, que tengo más pasta.
               -¿Sabes cuánto valgo, chaval?-le di un empujoncito mientras la farmacéutica intentaba no reírse-. Míralo en internet. Pero te daré una pista: son millones.
               -Como si necesitara mirar en internet para saber eso…-Alec chasqueó la lengua y yo me eché a reír. Salimos con la bolsa de papel entre los dedos de Alec y yo lo miré.
               -Ahora que he pagado la mitad de esa caja, no puedes utilizarla con nadie más.   
               -¿Por qué? La mitad de los condones son tuyos, y la otra mitad, míos. Así funciona la propiedad privada, bombón.
               Puse los ojos en blanco y sacudí la cabeza mientras me apoyaba en el cristal de la marquesina. La pantalla del ayuntamiento indicaba que faltaban siete minutos para que nuestro bus pasara por allí.
               -Pues entonces, creo que tendré que quedar con Hugo un día de estos.
               Alec me miró, los ojos como platos, una sonrisa divertida en la boca.
               -Qué cabrona…
               -¿A que jode?
               -¿Qué es, exactamente, lo que jode?-me tomó de la cintura y me pegó a él-. ¿Saber que lo dices por mí y por las chicas, o que hayas sacado a colación a tu ex?
               Le di un piquito para que no se molestara, y seguí dándole besos hasta que llegó el autobús. Miramos cómo Londres se cambiaba mil veces de ropa delante de nosotros, siempre vistiéndose de jerséis blancos con luces de colores y formas diversas.
               Nos bajamos en una de las últimas paradas y Alec me acompañó hasta casa. No necesitó que le invitara a subir las escaleras del porche; como no le solté la mano hasta que no llegué a la puerta y tuve que sacar las llaves, tenía excusa suficiente para seguir conmigo.
               Cuando por fin saqué las llaves, las hice tintinear entre mis dedos y me apoyé en la puerta. Me quedé mirando la bolsa.
               -¿Quieres custodiarla tú?-preguntó Alec, tendiéndomela-. ¿Para asegurarte de que sólo la uso contigo?
               Alcé una ceja.
               -¿Y qué te hace pensar que yo no la invertiré en otros ligues que tenga por ahí?
               -Que confío en ti.
               Sonreí, di un paso hacia él, y le besé mientras depositaba mi mano en su mejilla.
               -No lo he hecho para que te sientas mal si sientes algún impulso y decides seguirlo-le susurré-. Realmente me apetece compartir algo contigo, aunque sea… bueno, esto.
               -Todos mis impulsos tienen que ver contigo, así que creo que tendremos algo en común durante mucho, mucho tiempo-agitó la bolsa delante de mí con gesto seductor y yo me eché a reír.
               -Bueno, tampoco tanto.
               -¡Eres optimista, ¿eh, bombón?!
               -Siempre, criatura-me puse de puntillas de nuevo y volví a besarlo. Alec no sólo se dejó hacer, sino que me pegó a la puerta para tenerme a su merced. Le recorrí el mentón con la yema de los dedos y me estremecí de placer cuando él me tomó de la cintura y me pegó contra su entrepierna. Tenía un bulto muy apetecible en sus pantalones, un bulto que hizo que se me olvidara dónde estaba, quién había detrás de la puerta contra la que me apoyaba. Sólo existíamos Alec y yo.
               No podía pensar, estaba intoxicada por el aroma que desprendía su cuerpo y el sabor de su boca. Si Alec fuera una bebida alcohólica, yo estaba a punto de una intoxicación etílica. No me bastaba con todo lo que le había besado en su casa, no me bastaba con lo del museo ni con lo del iglú. Quería pasarme la noche entera en sus brazos, sintiéndome segura, cálida y amada.
               Escuché el golpecito sordo de la caja de preservativos cayéndose al suelo, y Alec se separó para mirarla mientras yo seguía besándole.
               -Debería irme ya.
               -No-luché, y él se dejó vencer enseguida.
               -Tienes razón, no-asintió, se perdió de nuevo en mi boca.
               En lo que a mí me pareció un suspiro, ya lo tenía resistiéndose otra vez.
               -Es tarde.
               -Da lo mismo.
               -Tus padres se preguntarán dónde estás.
               -Seguro que ni notan que me he ido-dije, recorriendo su espalda con mis dedos-. Tienen 3 hijos más. Y dos son chicas, como yo. Scott sí que lo tiene más difícil para escabullirse, pero, ¿yo?
               Alec me tomó de la mandíbula y me hizo mirarlo.
               -El que no se dé cuenta de que faltas cerca de él al segundo de marcharte es que es jodidamente imbécil.
               Tiré del cuello de su jersey para seguir besándolo, y él se dejó hacer hasta que, de repente, me tomó de los hombros y me separó de él. Tenía los suyos cuadrados, los brazos rígidos, intentando mantener la distancia.
               -Sabrae, de verdad, ¿recuerdas lo que te dije en el iglú?
               -Dijiste que podía volverme loca.
               -Sí, pero es que ahora te estoy viendo la cara-protestó, y yo me eché a reír, sacudí la cabeza y lo miré.
               -¿Quieres entrar?-aleteé con las pestañas y Alec meneó la mandíbula. Casi acepta de calle. Casi.
               -¿Quieres que entre?
               Me crucé de brazos y alcé una ceja.
               -¿Por qué te gusta tanto hacerte suplicar?
               -Porque es muy divertido-contestó, y luego se apoyó en la pared de la puerta con la mano estirada. Clavó los ojos en un punto por encima de mi cabeza, como si su visión pudiera traspasar la madera y echar un vistazo en el interior de mi casa.
               -Nunca he estado en tu habitación-reflexionó.
               -Ni yo en la tuya.
               -Estás invitadísima. A ella, y a los muebles que hay dentro-me acarició el brazo con un dedo y yo me eché a reír.
               -¿A alguno en particular?
               -El armario, quizás-sonrió al escuchar mi carcajada y sus ojos chispearon con alegría.
               -¿Y qué hay de la cama? ¿Cómo es?
               -Cómoda. Acogedora. Grande.
               -No sé si estás describiéndome a tu cama o a una parte de tu cuerpo.      
               -Excitante-me guiñó un ojo y yo volví a reír.
               -Vale, definitivamente es una parte de tu cuerpo-me agaché para darle la bolsa de la farmacia y se la tendí-. ¿Te veo mañana?
               -Uf. No lo sé, Saab. Si alguien me hubiera dicho qué día regresaba realmente, yo no habría cogido horas extra y no tendría que trabajar.
               -Pero, ¿a que te ha gustado la sorpresa?
               -Sí, ha estado genial-sonrió-. Puedo intentar librar, pero no sé si me saldrá bien.
               ¿Puedo intentar librar? Oh, no, a mí no me servía que lo intentara. Yo quería un compromiso en firme, a poder ser por escrito y firmado por varios testigos, de que iba a ser mío al día siguiente también.
               Pero, como no había nadie mirándonos y no teníamos papel y lápiz, recurrí a una técnica un poco más rudimentaria: le cogí el culo para frotarme contra él y le di un beso invasivo, muy propio de las parejas de adolescentes repulsivas que muestran en las películas de instituto americanas.
               Para cuando nos separamos, Alec estaba sin aliento.
               -Voy a librar-me prometió.
               -Eso me parecía-contesté, esbozando una sonrisa radiante. Abrí la puerta de mi casa y me di un paso hacia el interior.
               -¿Me das otro así?-me pidió, y mi sonrisa se amplió un poco más.
               -Mañana-le prometí, antes de cerrarle la puerta en las narices.
               Apenas cinco minutos después de que él se fuera, yo ya estaba contándole a Amoke toda la noche con él, detalles cochinos incluidos. Momo gritaba, reía y jadeaba con cada cosa que yo le contaba, y protestó sonoramente cuando la puse en espera un segundo para mirar un mensaje que acababa de recibir.
               Era de Eleanor.
               Saab, ¿sabes dónde se hizo tu hermano el piercing? Es que quiero hacerme uno y darle una sorpresa.
               La bruma de una idea comenzó a tomar forma en mi interior.
               No necesité ni un minuto para pensar en lo que estaba a punto de hacer. No soy una persona impulsiva, pero ese día estaba irreconocible. Me había dejado llevar por lo que me había pedido el cuerpo en cada momento, y me había salido bien. Había ido a comprar un conjunto increíble, había descubierto cosas de la relación de Alec y Pauline y de su compromiso conmigo que jamás habría averiguado de ser prudente, y lo más importante… había pasado una noche increíble con él, algo que jamás olvidaría. Gracias a que no era capaz de estar un día más sin verlo, había tenido una de las mejores citas (aunque improvisada, yo la consideraba así) de la historia.
               Y dentro de aquel iglú había vivido el momento más erótico de mi vida.
               Así que no es de extrañar que, en racha como me sentía, le escribiera a mi cuñada un mensaje corto pero conciso.
               Te acompañaré.

Nunca pensé que fuera a darle las gracias a una de las chicas con las que me había estado acostando por acercarme de nuevo a otra.
               Claro que Pauline siempre te sorprendía para bien.
               Sabrae me había dado el mejor beso que me habían dado en muchísimo tiempo sólo para cerrarme, literalmente, la puerta en las narices un segundo después. Me había quedado allí plantado como un pasmarote, esperando que hiciera amago de abrirla y yo poder sorprenderla estando todavía allí, pero a medida que pasaron los minutos y Sabrae no se movía,  me convencía más y más de que todo había sido una estrategia para conseguir una cosa muy sencilla: que volviéramos a vernos al día siguiente.
               Créeme, no había nada que me atrajera más que la idea de ver de nuevo a Sabrae y poder estar con ella como lo había estado esa tarde, ya no digamos en un futuro tan inmediato como lo era el mañana, pero uno tiene sus obligaciones, como hormiguita trabajadora parte de la sociedad, que no podía desatender. Empezaba a odiarme a mí mismo por esa obsesión que tenía de mantenerme ocupado cuando no estaba con Sabrae, como si dedicar tiempo a pensar en ella fuera a hacerme daño. Ahora que habíamos vuelto, el poder tumbarme en la cama y disfrutar de mis recuerdos con ella, y las ensoñaciones que ella protagonizaba, se habían convertido en una delicia que yo me negaba constantemente. Me había puesto a dieta cuando estaba en mi peso ideal.
               Además, cuanto más currase más pasta tendría, y cuanta más pasta tuviera, más podría consentir a Sabrae.
               Todo tenía un lado bueno y un lado malo: el bueno, que durante lo que yo creía que estaría solo no tendría tiempo a echarla de menos (ja, como si no pudiera echarla de menos mientras trabajaba, bebía, o estaba literalmente dentro de otra tía, como bien había podido comprobar con Chrissy primero y con Pauline después), y tendría dinero para consentirla como me apetecía; el malo, que si ella llegaba antes a modo de sorpresa, como había terminado pasando, yo tendría que posponer los planes que haríamos porque me había esforzado en rellenar mi agenda casi hasta la extenuación.
               La gente normal se dedica a mirar por la ventana del salón cómo nieva mientras está tirada en el sofá tapada con una manta, pero a estas alturas de la película, no esperarás que yo sea una persona normal. Donde otros salen, yo entro; donde otros se quedan, yo me voy. Donde otros vaguean, yo curro como un cabrón.
               Donde otros se acojonarían por cómo les está cambiando una chica y tratarían por todos los medios de alejarse de ella para conservar lo que son, yo me estaba dejando cambiar, me había lanzado de cabeza a la piscina, había ejecutado un triple salto mortal sin comprobar primero si había red.
               Todo porque Sabrae merecía la pena la hostia.
               El caso es que si ya había renunciado a mis chicas y ellas lo habían hecho a mí, aquello no significaba que dejáramos de ser amigos y nos hiciéramos favores de vez en cuando. Esa misma mañana había visitado a Pauline para entregarle un paquete que había pedido sin pagar el extra de entrega en dos horas, todo porque me apetecía verla y asegurarme de que estaba bien. Mañana iría con Chrissy de reparto aunque no sabíamos si llovería, sólo para no echarnos demasiado de menos el uno al otro.
               Y mi francesa preferida me lo había compensado con creces, entregándole a Sabrae algo por lo que ella no podía dejarme escapar tan fácilmente. Claro que yo, eso, aún no lo sabía. Simplemente me limité a marcharme, y ojalá lo hubiera hecho con la cabeza gacha, de su porche. Quería que la noche durara para siempre, seguir degustando sus pechos como lo había hecho en aquel iglú al que yo confundiría con un paraíso terrenal el resto de mi vida, besándola y acariciando su perfecta desnudez.
               Sabrae había convertido esa tarde que yo había creído aburrida en un efímero idilio al que no quería renunciar, pero había hecho que fuera tan perfecto que lo único en que podía pensar yo era en lo siguiente que haríamos juntos. En cómo me tocaría a mí pensar un plan, sorprenderla, cómo conseguiría que se soltara la melena como lo había hecho esa tarde, cómo haría que dijera mi nombre de esa forma tan sensual en que sólo ella sabía pronunciarlo… ¿quién dijo que las segundas partes nunca fueron buenas?
               Así que allí estaba yo, marchándome de la casa de mi chica como un puto duende de piruleta esperanzado por el futuro en lugar de como un perro apaleado que no puede creerse la mala suerte que tiene de que el tiempo tenga fecha de caducidad, cuando:
               -¡Al, las pastas de tu madre!
               Me giré sobre mis talones, las manos en los bolsillos del abrigo, y alcé las cejas.
               -Creía que eran un regalo, ¿es que tu madre no te ha enseñado que está feo ir regalando regalos por ahí?
               Sabrae se echó a reír, sacudió la cabeza y me hizo un esto con la cabeza para que la siguiera al interior de su casa. No me lo pensé dos veces, aunque luego lo lamentaría.
               Estaba dispuesto a seguirla al mismísimo infierno si ella decidía que quería darse una vuelta por allí, pero el infierno no era nada comparado con la mirada que me echó Zayn al verme atravesar la puerta de su casa como quien se pasea por el parque.
               Los padres de Sabrae estaban acurrucados en el sofá frente a la televisión encendida con un volumen mínimo; mientras Zayn veía un programa que parecía un documental sobre la vida de alguna estrella del rock del siglo pasado, Sherezade se acurrucaba contra él y se frotaba contra su marido en busca de atenciones y cariño marital. Zayn le acariciaba el pelo, los hombros, los brazos y la cintura y de vez en cuando soltaba algún gruñido a modo de contestación de algo que Sherezade le susurraba al oído.
               Antes de que me vieran, se me pasaron dos cosas por la cabeza, a cual más triste que la anterior.
               La primera de ellas, que me encantaría tener una tarde de sofá, manta y peli con Sabrae, que ella se acurrucase a mi lado como Sher lo hacía con Zayn, como una gatita mimosa que jamás conseguirá toda la atención que desea y merece.
               Y la segunda, que incluso sin maquillar, con ropa de andar por casa robada bien a su hijo o a su marido, el pelo recogido en una coleta apresurada y desigual, Sherezade seguía siendo la mujer más guapa del mundo.
               Pero Sabrae era la criatura más hermosa del mundo.
               Y yo sabía dónde me dejaba a mí con respecto a madre e hija.
               Claro que todo pensamiento cariñoso se esfumó de mi mente en el momento en que Zayn clavó los ojos en mí. Su mirada se endureció, de repente mucho más oscura, la calidez con la que había mirado de vez en cuando a su mujer y a la mayor de sus hijas helada. Yo era el enemigo, el cabrón que se metía entre las piernas de su tesoro, el hijo de puta que la estaba llevando por mal camino, la razón de que su princesita tuviera que tomar pastillas para no quedarse embarazada, y visitar al ginecólogo para asegurarse de que no pillaba nada.
               -¡Al!-festejó Sher en tono alegre, ignorando la hostilidad que manaba de su marido como la radiación de una central nuclear en ruinas. Sher estiró los brazos en alto y me dedicó una calidísima sonrisa que habría hecho que se me cayera la baba en otros tiempos.
               Tiempos en los que no soñaba con su hija.
               -Eh… hola-balbucí, y Zayn paseó el empeine del pulgar por el costado de Sherezade, como echándome en cara que él había conseguido a una mujer como ella y que yo no era digno de otra igual.
               -¿De visita?
               -Algo así-murmuré, pasándome una mano por el pelo. Sabrae estuvo a punto de meterse en la cocina, pero yo la agarré disimuladamente para que no me dejara a solas con sus padres. Estaba seguro de que Zayn no había saltado a mi yugular aún porque su hija estaba presente, y probablemente no quisiera traumatizarla-. Sabrae tiene una cosa para mí.
               -Oh, Sabrae tiene muchas cosas para ti últimamente-escupió su padre, y Sabrae se puso colorada y obedeció al impulso de su cerebro, que le gritó un imperante “¡sálvese quien pueda!”. Mientras la mayor de las hermanas Malik huía como alma que lleva el diablo, yo me quedaba mirando a sus padres como el cervatillo paralizado ante los faros del camión que está a punto de atropellarlo.
               Al contrario de lo que yo pensé que haría, como darle un manotazo a su marido o pedirle que se comportara, que no fuera malo conmigo, que yo no había hecho nada malo a posta, Sher se echó a reír.
               -Es Navidad, cariño, ¡pues claro que Saab tendrá algo para él! Ya sabes que nuestra pequeña es muy generosa en ese sentido-se colgó de su cuello como Sabrae hacía conmigo y le dio un beso en los labios, mimosa.
               -Ya-bufó Zayn, y creo que con esa palabra en realidad quería decir “demasiado”.
               Sabrae apareció por la cocina en el mismo instante en que su hermana más pequeña empezaba a bajar las escaleras y me pillaba en el piso inferior.
               -¡¡Alec!!-bramó Duna como si no me hubiera visto en milenios, y salvó corriendo la distancia que nos separaba para poder lanzarse a mis brazos, confiando en que la cogería como efectivamente hice. Sabrae se quedó apartada en un segundo plano del que yo quería que saliera mientras Duna me daba un sonoro beso en la mejilla y empezaba a bombardearme a preguntas con lo que había hecho en Navidades, si me habían traído muchos regalos, si la había echado de menos.
               Me la metí en el bolsillo respondiendo que sí, por supuesto. Entonces, ella soltó una risita adorable, se apretó los mofletes con las manos, y me dio una palmada en los hombros.
               -Venga, bájame.
               Necesitaba ir a morirse de vergüenza a otro sitio. Subió las escaleras a toda velocidad, se agarró al pie del pasamanos para girar en redondo en el piso superior, y chilló:
               -¡Shasha, adivina lo que me acaba de decir Alec!
               En ese momento, temiendo que su hermana mediana saliera a recibirme, Sabrae me dio la vuelta y prácticamente me sacó a empujones de su casa. Sher sólo pudo despedirse con un “¡nos vemos, Al, tesoro!” antes de que Sabrae consiguiera echarme de su casa y me tendiera el paquete que le había entregado Pauline.
               -¿Es que ahora Shasha también va detrás de mí?
               -No quiero darle ocasión a que te diga lo que ya sabes-contestó mientras yo aceptaba el paquete, abrazándose a sí misma.
               -¿Lo cual es…?
               -Lo mucho que te eché de menos estando en Bradford-confesó, y yo sonreí.
               -Aw.
               -No dejé de darle la turra contigo. Shasha a veces es complicadita-puso los ojos en blanco-, pero se le da genial escuchar. El problema es que hoy tiene el día cruzado, y puede que te cuente alguna cosa que yo no quiero que sepas.
               -Me he olvidado algo dentro-comenté, apartándola para volver a entrar, y Sabrae se echó a reír. Me cogió de la mano y me hizo girarme para enfrentarme a sus preciosos ojos del color el chocolate.
               -Me lo he pasado genial esta noche-se despidió, parpadeando despacio, como lo hacían las novias de los protagonistas de series de dibujos animados cuando querían conseguir algo de ellos.
               Sinceramente, si Sabrae me pidiera que le diera mis dos pulmones mirándome así, me los sacaría yo mismo del pecho y se los entregaría en el acto.
               -Yo también, bombón.
               -Por favor, quiero que se repita-me pidió, no, me suplicó, y yo me vi a mí mismo como en una experiencia extrasensorial, asintiendo con la cabeza con una sonrisa gilipollas cruzándome la boca-. Me hace mucha ilusión volver a verte mañana. Sáltate el turno-se le ocurrió, y yo me eché a reír.
               -¿Y que me echen? Ni de coña. La próxima vez que nos veamos, me toca invitar a mí, así que prepárate para que saque la cartera, nena, porque pienso consentirte un montón-le acaricié la mejilla y Sabrae sonrió.
               -No quiero que te gastes dinero en mí.
               -Perdona, ¿crees que con “consentirte”, me refería a diamantes y sucedáneos? Porque, por mucho que te lo merezcas, no voy a poder dártelo. No-di un paso hacia ella y nuestros cuerpos se juntaron, un fuego estallando en mi interior, un fuego que ardía también en el de ella. Me miró desde abajo con gesto inocente y un poco ilusionado-. Te daré todo lo que tú quieras. Absolutamente todo. Así que no tengas miedo de pedirme nada.
               Sabrae sonrió, se puso de puntillas y me dejó probar lo poco que quedaba aún de su lápiz de labios con sabor a frambuesa.
               -Ven a verme mañana.
               Le dediqué mi mejor sonrisa de Fuckboy®.
               Dalo por hecho, bombón.
               Sonrió, asintió con la cabeza, y se quedó a la puerta de su casa mirando cómo me marchaba. Cuando giré la esquina de su calle miré por encima de mi hombro, sólo para confirmar lo que yo ya sabía: que seguía allí, esperando hasta el último instante en que me perdiera de vista. En el momento en que dejáramos de vernos, nuestra noche juntos se acabaría y todo lo que nos quedaría serían preciosos recuerdos y una promesa.
               Cuando entré en casa estaba poco menos que eufórico; a pesar de que era noche cerrada y la temperatura rondaría los tres o cuatro grados sobre cero, yo sentía un calor dentro de mí que estaba más que dispuesto a destrozar a cualquier invierno.
               Trufas vino corriendo hacia mí, como había hecho Duna, y saltó para impactar contra mis rodillas a modo de saludo. La diadema con cuernos de reno que Mimi le había comprado en una de sus salidas diurnas todavía le sometía las orejas.
               Lo recogí en el aire y lo levanté hasta dejarlo en mi regazo, donde el animal se revolvió, emocionado por mis atenciones.
               -¿Qué pasa, gordo?-lo saludé, frotándole la barriga con los dedos mientras cerraba la puerta con el talón y entraba en casa. Trufas agitó las orejas y echó a correr hacia el salón cuando me incliné para dejarlo en el suelo, donde mis padres y mi hermana veían la televisión.
               Bueno, mis padres veían la televisión. Mi hermana estaba frita en el sofá, tapada de mala manera con una manta que seguro que su padre le había tirado encima de forma apresurada.
               -Ya he vuelto-anuncié, y mamá y Dylan se giraron y me miraron con una sonrisa en la boca, como si acabara de casarme o algo. A ver, tranquilidad, que sólo he estado frotándome con la mujer de mi vida, no nos precipitemos-. Te he traído una cosa, mamá-dije, sacando de mi espalda la caja envuelta en papel de regalo dorado con el lazo de tul blanco que Pauline había puesto con esmero alrededor del envoltorio. Mamá sonrió, se puso en pie y aceptó la caja, tras lo cual me dio un beso en la mejilla y me acarició el mentón.
               -Hemos cenado albóndigas-dijo con intención-. Te hemos dejado unas pocas en la olla, por si tienes hambre.
               -No, gracias, mamá. Creo que me voy a acostar ya.
               -¿Ya?-mamá alzó las cejas, impresionada. Me puso una mano en la frente y frunció el ceño, comprobando si tenía fiebre, y Dylan se echó a reír. Mimi abrió un ojo y se nos quedó mirando a mamá y a mí. Una sonrisa le curvó ligeramente las comisuras de los labios.
               Me eché a reír, cogí la mano de mi madre y le di un beso en los nudillos.
               -Que descanséis. Buenas noches.
               -Buenas noches, amor-mamá me dio un beso en la mejilla y me acarició la nuca-. Y, por favor, sigue así de feliz-me susurró al oído-. No sabes lo guapo que te pones cuando estás así de contento.
               Le di un toquecito en las caderas y me subí a mi habitación. Me tumbé sobre mi cama sin deshacerla y me quedé mirando el techo, sonriendo como un imbécil mientras recordaba todo lo que habíamos hecho Sabrae y yo.
               Empujé el cristal de la claraboya y salí al fresco, dejando que mi mente volara y dibujara a Sabrae tendida sobre el tejado de mi casa, como a veces nos poníamos Jordan y yo, vestida sólo con los rayos del amanecer.
               Y no lo soporté más. Me tumbé sobre la cama, me desabroché los pantalones, y me di placer pensando en ella. No duré una mierda, pero no me importó. Tenía cosas de sobra en las que pensar, razones de sobra por las que extirparme el ego y hacer lo que realmente quería: llegar al orgasmo sintiendo su piel en mi boca, su voz en mis oídos, sus curvas en mis dedos. La escuché decir mi nombre cuando alcancé la gloria, y el suyo se escapó de mis labios como gotitas de deliciosa miel.
               De la que volvía de limpiarme en el baño, me fijé en que la luz de la habitación de Jordan estaba encendida. Ya en la mía, recogí mi móvil y le dije que viniera, y en menos de un minuto estaba atravesando la puerta de mi habitación, cerrándola y mirándome de arriba abajo. Se apartó las rastas de los hombros y alzó una ceja mientras ponía los brazos en jarras.
               -¿Y bien? ¿Qué has hecho con Sabrae esta vez?
               Me eché a reír.
               -¿Mimi te ha ido con el cuento de que me largado con Sabrae, o es que nos has visto?
               -Ni lo uno ni lo otro. No me ha hecho falta nada de eso. Con ver la sonrisa de gilipollas que tienes en la cara, ya me basta para saber que has estado con tu novia.
               -Sabrae no es mi novia-contesté tras reírme, y Jordan se sentó en la cama, alzó las cejas, y me miró como quien utiliza sus ojos para llamar la atención, no para ver realmente, un poco como Denzel Washington en ese gesto tan característico suyo.
               -Para tu desgracia, amigo.
               Me reí entre dientes y sacudí la cabeza.
               -Sí-asentí-. Para mi desgracia.


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2 comentarios:

  1. ESTOY CHILLANDO POR EL MOMENTAZO DEL IGLU, ES QUE NO TE CREO. ME PARECE LO MÁS BONITO QUE HAS ESCRITO DESPUÉS DE LA RECONCILIACIÓN DE SCOMMY TIA.
    NO PUEDO CON ELLOS, ES QUE SI SON MAS CUQUIS Y DULCES ME VUELVO DIABÉTICA COLEGA.
    LA PARTE DE ZAYN MIRA ME AHOGO, ME MUERO POR LEER MÁS MOMENTOS ASÍ, VIVO PARA ELLO JODER.

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    1. todavía no me puedo creer que yo escribiera algo tan hermoso realmente soy la reina de los momentos románticos gracias por todo twitter

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