¡El lunes habrá un nuevo capítulo! Oferta especial del Black Friday 😉
Todo el mundo se había desintegrado a mi alrededor, como
si estuviera dentro de un agujero negro en el que lo único que existía era el
cuerpo de Alec encima del mío. Sus manos recorrían mi cuerpo con delicadeza,
como si temiera romperme, como lo hacían las manos de las prometidas que
visitaban una tienda de vestidos de novia y acariciaban las distintas telas, en
busca de la perfecta.
No me
di cuenta de que las luces se habían apagado hasta que un pequeño círculo
blanco apareció por el extremo del iglú, allí donde se encontraba el pequeño
túnel de salida. A través de la cremallera cerrada entraban pequeños haces de
luz, como garras luminosas que se escabullían por fuera de una jaula.
-Voy
a entrar-anunció una voz masculina, y Alec se incorporó un poco, reticente-,
tapaos un poco y dejad de hacer lo que sea que estáis haciendo.
Por
el tono cansino del chico que sostenía la linterna, al que aún no podíamos ver
ni siquiera en su silueta, supe que ya debía de haberse enfrentado muchas veces
a una situación como en la que nos encontrábamos Alec y yo. Me pregunté cuántas
parejas se habrían acostado allí, cuántas veces habrían tenido que cambiar
rápidamente las mantas por si había huellas de sexo que hicieran que los
clientes siguientes no volvieran más.
Me
senté sobre las piernas cruzadas cuando Alec se apartó de mí, apoyado en su
codo y mirando hacia la cremallera por la que estaba a punto de entrar uno de
los empleados del complejo de iglús. Tenía el pelo revuelto, la respiración un
poco agitada y los ojos brillantes en la oscuridad. Se entreveía un bulto en su
entrepierna contra el que a mí me había gustado mucho frotarme.
-Vale,
vamos a ver-el chico abrió la cremallera y comenzó con su retahíla
perfectamente estudiada-. Lleváis 10 minutos aquí metidos, se os ha pasado la
hora y tengo gente esperando, ¿os queréis marchar, por…? ¡Hostia, Alec!
Alec
frunció el ceño, el haz de luz de la linterna dibujando sombras cambiantes en
su rostro.
-¡Coño,
Rufus, tío!-sonrió mi chico, incorporándose y dándole la mano al que nos había
interrumpido-. ¿Qué pasa? No sabía que currabas aquí.
-Ya
ves. En la bolera ahora han recortado los turnos, por eso de que la gente
prefiere ir a patinar y esas cosas, así que… he tenido que buscarme la vida
para pagar el alquiler, ya sabes. Macho, en menudos sitios más raros te da por
follar ahora, ¿eh? A mí personalmente no me molaría una mierda hacerlo aquí, se
oye literalmente todo, pero…
-¡Qué
dices, flipado!-Alec se echó a reír y negó con la cabeza-. Que no estaba
haciendo nada, ¿cuántas veces me has visto a mí follar con la ropa puesta?
-Pues
nunca, la verdad, aunque en mi defensa diré que no te he visto follar jamás,
punto.
-Joder,
pues tú te lo pierdes, tronco, porque la verdad que es un espectáculo digno de
ver-se cachondeó Al, dándole un puñetazo en el hombro y arrancándole una carcajada
a su amigo.
-Seguro
que sí. Bueno, ¿y quién es la genio que consigue que te comportes y mantengas la polla guardada en los
gayumbos?-preguntó el chico, que se inclinó hacia un lado para enfocarme con la
linterna. La bajó inmediatamente cuando yo levanté una mano para taparme la
cara, y me pidió unas disculpas que yo no dudé en aceptar.
-Ésta
es Sabrae. Sabrae, éste es Rufus, un antiguo compañero de curro. Bueno… más
bien, él estaba por allí mientras yo curraba-Alec le lanzó una mirada cargada de
intención y Rufus se echó a reír.
-Te
juro que me tenían tirria en Administración, macho. Siempre me encargaban
paquetes fuera del área metropolitana. ¡Si no me hubiera puesto en huelga, me
habrían mandado a Cheshire! Estoy convencido.
-Debes
de ser la única persona que ha protestado en toda la historia de Amazon por
tener que llevarle algo al Primer Ministro.
-No
soporto a los putos conservadores-Rufus se cruzó de brazos y Alec se echó a
reír. Después, se giró para mirarme-. Chica, lamento mucho haberte cortado el
rollo con este payaso.
-No
pasa nada-me encogí de hombros-. Es tu trabajo, ¿no?
-Macho,
ya te vale, para una vez que necesito que no seas diligente, y haces
exactamente lo que te mandan-Alec chasqueó la lengua y Rufus puso los ojos en
blanco.
-La
gente se desmadra aquí, tío. Hace un par de días una compañera tuvo que sacar a
un grupo que estaba a punto de montarse una orgía. Siento no haberte llamado-le
dio una palmada en el hombro y Alec sacudió la mano.
-Creo
que ya no me interesan tanto esas cosas-objetó, mirándome y sonriendo con una
pizquita de nostalgia. Si no le conociera lo suficiente diría que lamentaba no
haber estado presente el día en que la cosa se salió tanto de madre en ese
mismo parque pero, después de la sesión de besos, caricias y mimos que habíamos
compartido, estaba segura de que era por algo bien diferente: echaba de menos
lo que habíamos tenido hacía dos minutos, tumbados en el suelo, besándonos y queriéndonos como si el tiempo no fuera a hacer mella en nosotros.
Sonreí
y agaché la cabeza, abrumada por la intensidad del amor que había en los ojos
de Alec. Me sentía un poco cohibida porque me mirara de aquella forma delante
de un chico al que yo no conocía.
-Tío-murmuró
Rufus-. No sabía que tenías novia. Perdona. Joder, macho… si me lo hubieras
dicho, o yo te hubiera visto por aquí, te habría dado otra ficha y no os
habríamos molestado.
-No
pasa nada, Rufus, de verdad-Alec le dio una palmadita en la espalda-. Aunque lo
de la ficha suena bien, ¿no tienes ninguna por algún bolsillo?
Rufus
puso los ojos en blanco y negó con la cabeza, a lo que Alec contestó con un
suspiro y pasándose una mano por el pelo. Se me quedó mirando y yo me lo tomé
como una señal para que me levantara, y cuando empecé a incorporarme, Rufus
chasqueó la lengua.
-Aunque…
Tanto
Alec como yo nos lo quedamos mirando.
-¿Qué?
-Se
me acaba de ocurrir que puedo decirles a mis jefes que habéis salido, y que si
el iglú sigue apagado es porque se le ha estropeado algo en la pantalla. Con el
frío que hace y la gente que hay esperando, no van a ponerse a mirar ahora qué
pasa, porque tendrían que parar toda la maquinaria, calefacción incluida. Eso
os daría un margen de media hora para seguir aquí si queréis, pero tendríais
que salir cuando lo haga el penúltimo grupo, porque en ese momento se cierran
con llave todos los iglús que están apagados si no se han vendido todas las
fichas… y la taquilla estará a punto de cerrar también-consultó su reloj y Alec
me miró, pidiendo permiso.
-A mí
me parece bien-asentí y Rufus nos miró alternativamente a ambos.
-Lo
único que pasa es que tengo que dejar las luces apagadas.
-Vale,
tío. Sin problema.
-No
le verás la cara mientras folláis, pero bueno, seguro que lo disfrutas igual,
cabrón-Rufus le dio una palmada en la cara y Alec se echó a reír. Nos guiñó un
ojo y, tras despedirse con un “que lo paséis bien”, atravesó el umbral de la
puerta con cremallera y la cerró, llevándose el haz de la linterna consigo.
Escuché
cómo Alec se giraba para mirarme en la penumbra.
-Así
pierde un poco la magia-suspiró, acercándose a mí y buscando mi cuerpo en la
oscuridad.
Me
detuve frente a él, expectante. Sus manos encontraron las mías y sus dedos se
deslizaron por la palma de mi mano, mis brazos, mis codos. Me sentía como si
estuviera reconociendo mi cuerpo, creándolo a partir de la yema de sus dedos
cual mago con un conjuro tremendamente elaborado.
Recordé
lo mucho que me había gustado sentirlo en el suelo, sobre mí, su ropa rozando
mi piel desnuda en las piernas y sus labios recorriendo las líneas de mi
rostro.
Y una
idea floreció en mi mente.
-Se
me ocurre algo para recuperarla-murmuré, separándome un poco de él. Intuí en la
oscuridad cómo Alec fruncía le ceño, sin entender, hasta que escuchó el susurro
de mi ropa cuando me quité el vestido por la cabeza. Me acerqué a él y puse una
de sus manos en mi vientre, para que notara el contacto cálido de mi piel en la
palma de su mano.
Alec
jadeó, un jadeo sorprendido, primitivo, incluso emocionado. Me puse de
puntillas y le acaricié la nuca cuando me incliné hacia él.
-Quítate
la ropa-le dije, y mi mano descendió hacia la cinturilla de los vaqueros.
Levanté ligeramente su jersey, haciendo que me obedeciera-. Deja volar tu
imaginación.
Alec
no necesitó que se lo dijera dos veces. Con infinita delicadeza, como si fuera
un cervatillo en la linde de un bosque al que quiere capturar para devolver a
la reserva natural de la que depende su salvación, me cogió las manos y me
ayudó a quitarle la camiseta. Sentí su respiración en mi frente cuando di un
paso hacia él. Mis manos recorrieron sus músculos, los ángulos que lo
componían, mientras las suyas descendían surfeando por mis curvas como si
fueran olas.
Mis
dedos llegaron a la hebilla de su cinturón, y tras desabrocharlo, tiré de él
para extraerlo de sus pantalones. Luego, me ocupé de sus vaqueros. Le
desabroché el botón y luego bajé la bragueta, sintiendo la presión de su
erección ya sólo contenida por la tela de sus calzoncillos rozándome las
muñecas.
Di un
paso atrás mientras Alec se bajaba los pantalones y me ocupé de mis botas. Me
libré de ellas y de mis calcetines, y me quedé allí de pie, casi desnuda,
cubierta sólo por mi ropa interior y la oscuridad. La respiración de Alec
sonaba fuerte en el silencio de la noche encapsulada, y yo notaba que el
corazón me latía a mil pulsaciones por minuto, martilleándome en el pecho al
ritmo de una marcha bélica.
Dio
un paso hacia mí hasta estar prácticamente pegado a mí. Mientras nuestras
piernas estaban juntas y las rodillas se rozaban, de forma que yo podía sentir
la calidez de su piel y las cosquillas que me hacían los pelos de sus piernas
en las mías, suaves como el terciopelo, nuestros torsos estaban separados. Era
como si estuviéramos formando un cáliz con nuestros cuerpos.
Alec
buscó mi rostro en la oscuridad y siguió las líneas de mi mentón. Se inclinó
para besarme y yo suspiré en su boca cuando su pecho tocó el mío, mi busto aún
cubierto por el sujetador.
Lentamente,
me llevé las manos a la espalda, mientras la lengua de Alec se paseaba por mi
boca como quien toma un helado delicioso en un día de un calor abrasador. A
estas alturas, estaba tan emocionada por lo que estábamos haciendo que no me
cabía ninguna duda de que era capaz de escuchar la estridencia de mis
pensamientos.
Mis
dedos llegaron al enganche de mi sujetador, y yo me separé un poco de Alec, que
se quedó a una nada prudente distancia de mí. Podía intuir sus ojos en la
oscuridad, un brillo tenue en la más absoluta negrura. Con la mirada fija en aquellas dos nebulosas
claras, aguanté la respiración. Alec me imitó.
Lo
había hecho a propósito, para que pudiera escuchar lo que hacía.
Desabroché
el enganche de mi sujetador y dejé que éste volviera a una posición de
descanso, sosteniéndose por mis hombros y apenas resistiendo la presión de mis
pechos, que querían liberarse de él y ser acariciados por Alec.
Lentamente,
disfrutando de la sensación de la tela por mi piel de gallina, deslicé los
tirantes por mis hombros y dejé que mis pechos se escaparan de la copa del
sujetador, liberados. El sujetador navegó por los cuerpos de Alec y mío en
dirección al suelo, donde yo lo arrojé a un prudente distancia, todavía
sujetándolo entre los dedos.
Estábamos
en igualdad de condiciones, Alec y yo. Llevábamos exactamente las mismas capas
de ropa.
Su respiración
se volvió más profunda, y algo en la energía que manaba de él cambió. Una nueva
urgencia se apoderó de su cuerpo, como si todo el tiempo que tuviéramos para
estar juntos cupiera en un diminuto reloj de arena cuyos granos se nos
escapaban entre las manos.
Empecé
a respirar por la boca, expectante. Pensé que Alec no se movería, que se
limitaría a quedarse así, frente a mí, conmigo desnuda ante él sin poder
disfrutarle de ninguna manera.
-Déjame
sentir tu cuerpo-dijo tras unos instantes debatiéndose consigo mismo, midiendo
hasta qué punto sería capaz de mantenerse a sí mismo a raya. Sabía la poca ropa
que me cubría, sabía lo mucho que yo deseaba que me tocara, y sabía cuánto
ansiaba él tener mi piel entre sus manos.
Di un
leve paso hacia él, invitándolo a que hiciera conmigo lo que quisiera, como así
hizo. Lenta, muy lentamente, levantó sus manos y las dirigió a mis pechos. Los
rodeó con los dedos y siguió la curvatura que los componía con la yema de los
dedos. Los sostuvo entre sus manos, cada uno en una palma de su mano, y sus
pulgares se pasearon por mi piel sensible, tanto por el periodo como por lo que
estábamos haciendo.
Llegaron
a los pezones, por los que pasaron como si nada, haciendo que se endurecieran
aún más ante el contacto. Mi entrepierna empezó a palpitar y yo dejé escapar un
leve jadeo que él imitó.
Los
pulgares regresaron a los montículos duros de mis pezones, y los pellizcaron
suavemente hasta que Alec consiguió que dijera la palabra que más le gustaba
escuchar de mis labios:
-Alec…
Sin
decir nada, escuchando cómo respiraba agitadamente, escuché que se ponía de
rodillas. Sus manos descendieron a mis caderas y me abrazó por la cintura,
atrayéndome a él. Yo le rodeé la cabeza y jugueteé con sus rizos, sintiendo la
humedad entre mis piernas que nada tenía que ver con el momento del mes y mucho
con mi compañía crecer a marchas forzadas.
-Eres
tan hermosa…-jadeó, besándome justo sobre el esternón.
-Pero
si no me estás viendo-susurré en tono suave, jugando con su pelo. Inició un
camino de besitos que unía el centro de mi pecho con mis senos.
-Pero
te siento-contestó en tono elocuente cuando su boca se detuvo sobre uno de mis
pezones. Primero, le dio un beso. Luego, entreabrió los labios para que éste
fuera más profundo. Y luego, volvió a metérselo en la boca, esta vez, dejándolo
allí.
Me
pegué aún más a él, envolviendo su cabeza con mis brazos. La sola idea de que
se separara de mí me daba ganas de llorar.
Notaba
un fuego en la entrepierna que nada tendría que envidiar al calor del sol. Mi
sexo ardía y palpitaba como si tuviera conciencia propia, ansioso de algo de
Alec de lo que disfrutar también: su lengua, su boca, sus manos o sus miembros.
Todo lo que podía necesitar, todo lo que podía desear, estaba allí, conmigo,
besándome, abrazándome, haciéndome suya como nadie podría hacerlo jamás.
Estaba
desnuda. Alec estaba desnudo, adorando mi cuerpo como yo nunca pensé que sería
capaz de hacerlo. Estábamos piel contra piel, sin nada que más que nos cubriera
que nuestra ropa interior, de la que estaba segura que pronto nos desharíamos.
Estaba demasiado excitada como para pensar en nada que no fuera la sensación de
tenerlo dentro de nuevo, dejar que me poseyera, que me reclamara para él y me
dejara claro que ningún hombre podría despertar en mí todos los sentimientos y
sensaciones que Alec pintaba de la nada sobre mí, como si yo fuera un lienzo en
blanco y él el mejor artista.
Alec
dejó desatendiendo mi pezón para volver de nuevo a mi esternón, reforzando
aquella conexión que había creado a base de besos y que yo sabía que nunca se
rompería. Recordaría esa sensación hasta mi último día en la tierra. Luego,
continuó la caminata hacia el otro pecho, que no le molestaría tanto al no
tener que soportar los latidos alocados de mi corazón.
Incluso
cuando le había detestado, siempre me había imaginado a Alec como el típico
chico que se folla a una chica de una forma tan salvaje que la deja con las
piernas temblando y ansiosa porque llegue el siguiente fin de semana y repetir
lo que acababa de suceder esa noche. Siempre había pensado que él era capaz de
darle el suficiente placer a una mujer como para que ella considerara que
merecía la pena todas las tonterías que tenía que aguantarle. Que su forma de
hacerlo, primitiva y salvaje, inclinaba la balanza de la atracción en su favor.
Que esa manera de comportarse como un macho alfa fuera de la cama tenía que
tener también un impacto dentro de ella: utilizaría el cuerpo de la chica con
la que estuviera, echaría el polvo del siglo cada vez que se quitara la ropa,
sobaría, tocaría, lamería y gozaría como nunca de un cuerpo que le pertenecía
sólo durante el tiempo que la chica decidiera estar desnuda para él.
Lo
que nunca me habría imaginado de él era que pudiera ser así. Que pudiera
hacerme ver que las cosas que hacía mal no sólo merecían la pena, sino que
podían cambiar. Que puede que fuera un machito alfa en la calle, pero que en la
intimidad podía ser el amante más dulce del mundo. No sólo sabía sobar, también
sabía acariciar. No sólo sabía lamer, también sabía besar. No sólo sabía
morder, también sabía adorar. Sus manos no sólo estaban hechas para sujetar
unas caderas, sino también para recorrer una espalda.
Ya
nos habíamos acostado más veces y él había sabido ser gentil conmigo, pero
siempre había tenido ese punto alocado que no me había invitado nunca a dejar
de pensar aquello de él. Siempre me había acariciado y besado los pechos
despacio cuando yo se lo pedía, y yo lo había achacado a que lo hacía porque yo se lo pedía y no quería perderse la
ocasión de una buena sesión de sexo. Jamás había pensado que lo hacía porque lo
disfrutaba, que el mismo chico que follaba escandalosamente en baños de
tugurios y que comía las bocas de las chicas con las que estaba cuando ellas
llegaban al orgasmo por el mero placer de saberse con el control absoluto del
disfrute de su amante de usar y tirar, también podría arrodillarse y besar de
aquella manera.
Hasta
ese momento, había pensado que Alec me había cuidado cuando estuve con la regla
en la discoteca porque no quería perderme. Que estaba haciendo un esfuerzo.
Pero
ahora… ahora le salía todo tan natural que yo estaba segura de que no estaba
empujándose en absoluto.
Alec
quería aquello. Disfrutaba con aquello. Le bastaba con aquello.
Y
saber que para Alec nuestro tierno contacto era suficiente hacía que para mí no
bastara.
Porque
estaba desnuda, él estaba desnudo, estábamos solos, y estábamos
irremediablemente abocados a convertirnos en una sola persona.
No
quería imaginarme cómo sería su pelo mientras yo se lo recorría con los dedos y
sus labios se afanaban en satisfacer el hambre de besos de mis pechos; no
quería pintar su piel de un color que no fuera el suyo en mi imaginación, ni
quería tener que figurarme las formas de sus venas en los brazos mientras me
sostenía bien cerca para que no me escapara.
Quería
verlo.
Hacía
mucho, mucho tiempo, me había descubierto a mí misma el paraíso que tenía entre
las piernas pensando en él. Alec me había abierto un rincón de mí misma que era
tan perfecto que sólo Dios podía haberlo puesto allí.
Y,
¿qué creyente no desearía con toda su alma verle la cara a su dios, aunque
fuera sólo una vez?
Y más
cuando ese dios estaba postrado, desnudo, frente a sí.
-Alec…-le
llamé, depositando un suave beso en su cabeza mientras una corriente eléctrica
descendía por mi espalda, haciendo que mi sexo se contrajera una vez más, como
un corazón al que fuerzan a continuar latiendo con un desfibrilador.
Su
lengua terminó de trazar un círculo en mi pezón y él volvió a besarlo despacio.
Se dirigió de vuelta hacia el otro pecho.
-Alec-suspiré
cuando su boca encontró el otro pezón, que continuaba duro a pesar de estar
desatendido, y él lanzó un leve gruñido para hacerme ver que tenía toda su
atención-. Quiero verte. Déjame encender la luz.
Sentí
cómo negaba con la cabeza, su pelo haciéndome cosquillas.
-Pero
estás desnudo-protesté como una niña mimada que está a punto de conseguir lo
que quiere y lo sabe-. Nada me gustaría más que verte.
-No
puedo, Sabrae-besó de nuevo mi pecho y noté que abría los ojos para mirarme
desde abajo, como si estuviera rezando a una virgen que se le acababa de
aparecer.
-¿Por
qué no?
Pensé
en sus piernas. En sus muslos. En sus abdominales. Sus pectorales. Sus brazos.
Su cuello. Su mandíbula. Su boca. Sus ojos. Su pelo.
Su
erección.
No
quería verlos, los necesitaba. Necesitaba
asegurarme de que mi mente no me estaba jugando una mala pasada. Buscaría mi
móvil, le gustara a él o no. Le vería desnudo y él me vería a mí.
Lo
haríamos en ese iglú. Me daba igual la regla. Me daba igual todo lo que no
tuviera que ver con Alec y con las cosas que quería que me hiciera.
-Si nos vemos-razonó-, tendremos que tenernos.
Me volverá loco ver tu perfección desnuda y no poder poseerla.
-Yo
no soy perfecta.
-Sí
lo eres-discutió él-. Has nacido mujer-me besó los pechos con cariño y me dio
un mordisquito en el esternón-. Y yo he nacido hombre.
Me
quedé callada un momento, mientras él esperaba a que hablase.
-Yo
te deseo.
-Y yo
a ti, bombón. Ése es el problema. Mientras te siento, no pasa absolutamente
nada. Pero si te siento y te veo, no responderé de mis actos. Te haré mía, nos
guste o no. Sé que lo haré. No quiero que te asustes ni nada por el estilo,
porque los dos sabemos que yo jamás te tocaría un pelo si no quisieras, pero…
los dos sabemos que quieres-sonrió, dándome una palmadita en el culo, y yo
contuve una exclamación. Me dio un mordisquito debajo del ombligo y continuó-.
Dios, eres tan deliciosa. No quiero
ni pensar en lo que pasaría si, a la vez, también fueras preciosa. Mi autocontrol
no puede con esas dos partes de ti juntas.
Hundí
las manos en su pelo, apartando unos rizos a un lado y a otro.
-¿Qué
tiene de malo hacerlo, si lo queremos los dos?
-Que
te deseo lo bastante como para dejar que me vuelvas loco, pero también quiero
respetar tus ritmos.
Se
separó un poco de mí, lo justo y necesario para poder cogerme las manos. No se
puso en pie ni hizo amago de conseguir que arrodillara para ponerse a su
altura, que era lo que más me apetecía: caerme de rodillas para luego acostarme
a su lado, o debajo, o encima de él.
Entendí
por qué no lo hizo cuando empezó a hablar: porque quería asegurarse de que yo
entendía lo que iba a decirme. Se estaba poniendo a mi disposición. Estaba
diciendo que yo mandaba.
Se
postraba ante mí como yo deseaba postrarme ante él.
-Me
apeteces. Muchísimo. No te haces una idea de las ganas que tengo de estar en tu
interior. Es lo que más deseo ahora mismo. Y sé que tú lo quieres también, y
por eso estás desnuda ante mí, aunque yo no pueda verte. Pero con tocarte, de
momento me basta. Y no quiero que te lances a hacer algo que no estás segura de
si quieres hacer realmente. Yo noto que no estás preparada para dar el paso
aún, y créeme, lo respeto totalmente. Prefiero que estés cómoda y quedarnos un
poquito con las ganas a que nos volvamos locos. Pero, Sabrae… Dios-suspiró, y
su aliento cálido lamió mi vientre-, no quiero que te cortes. Me encanta cuando
te desmelenas. Somos dos-me acarició la palma de las manos con los pulgares-,
estoy aquí. Puedes descontrolarte todo lo que quieras, que yo nos frenaré. No
quiero que tengas ninguna reserva de que yo pierda la razón y te inhibas un
poco. Me encantas desinhibida-me confesó-. Así que no puedo verte para poder
mantener un mínimo de cordura e ir poco a poco, como tú te mereces.
Me
solté de una de sus manos y le recorrí la mandíbula.
-Eres
precioso, Al. Incluso a oscuras.
Escuché
y noté cómo sonreía en la negrura. Su sonrisa acarició mi vientre cuando me
besó.
-Quiero
hacerte el amor toda la noche-me confesó.
-Y yo
que me lo hagas. Me apeteces-le besé la cabeza y sentí cómo esbozaba su sonrisa
torcida de niño malo.
Sin
previo aviso, me cogió de las caderas y me tumbó rápidamente sobre las mantas,
a su lado. Pasó por encima de mi cuerpo y se situó entre mis piernas, y ahogué
un chillido y una carcajada frutos de la sorpresa cuando se apoyó sobre mí y me
besó en los labios.
-Me
apeteces, nena.
Siguió
besándome y besándome hasta que se hartó, e incluso entonces siguió haciéndolo.
Sus manos recorrían mi cuerpo como si estuviera leyendo en braille un libro
interesantísimo, impreso en mi piel. Su lengua era cálida, ansiosa y juguetona,
y todo su cuerpo me recordaba que estaba allí, que existía, que estábamos
juntos y que el resto de cosas no importaban.
No me
di cuenta de que nos habíamos dado la vuelta y yo estaba sobre él, acurrucada
en su pecho y escuchando los latidos de su corazón, con la manta tapándome
hasta por encima de la nariz, hasta que una luz volvió a iluminar la entrada
del iglú. Giré la cabeza para mirarla con los ojos entrecerrados. La misma
dentadura serrada de haces de luz que se colaban por entre la cremallera
acarició nuestros cuerpos.
Me
giré para mirar a Alec en la penumbra. Tenía el pelo revuelto, los ojos fijos
en el pecho, y una mano tras la cabeza, con la que negaba reiteradamente.
-No
ha sido suficiente-musitó-. Necesito mucho más.
-¿Alec?-preguntó
la voz de Rufus, a la que yo detesté en ese momento.
-Sí.
-Os
tenéis que marchar ya.
-Vale.
En un minuto estamos fuera.
Alec
me dio una palmadita en el culo para que me levantara y, envuelta en la manta
para no tener frío (y también para que él no viera mi desnudez), busqué mi ropa
y me la puse de manera apresurada. Escuché con una pizca de desilusión como se
subía los pantalones y se los abrochaba, para después pasarse el cinturón y
luego terminar con el jersey justo en el momento en que yo terminaba con mis
botas. Alec bajó con brusquedad la cremallera y se tapó los ojos al impactar el
haz de luz de la linterna de Rufus contra sus pupilas.
-¿Qué
tal, tortolitos?
Alec
y yo nos miramos, y yo noté cómo se me encendían las mejillas, recordando cómo
me había tocado él, lo cerca que había estado de empezar a suplicarle que lo
hiciéramos. Viendo nuestras caras, Rufus se echó a reír.
-Siento
que no hayáis tenido más tiempo. Para la próxima, preguntáis por mí, y os
conseguiré una prórroga-nos guiñó un ojo y abrió el iglú para que saliéramos-.
Venga, fuera, que tengo que cerrarlo.
-Gracias,
tío. Te debo una bien gorda.
Rufus
agitó la mano y negó con la cabeza, tras lo cual se introdujo dentro del iglú a
hacer un poco el paripé mientras Alec y yo nos cogíamos las manos y salíamos
pitando de allí. Corrimos como locos hasta la parada del metro por miedo a que
nos pillaran, y tras bajar las escaleras precipitadamente y colarnos en el tren
que estaba a punto de salir, nos sentamos en los asientos, nos miramos y nos
echamos a reír.
-Cuando
se te quite la regla, me avisas y volvemos-me susurró al oído-. El próximo día
que vengamos, ponemos una hora y lo hacemos ahí.
-Me
parece bien-sonreí, dándole un beso en la mejilla y apoyando la cabeza en su
hombro. Saqué el móvil y miré las fotos que nos habíamos hecho, o las que Alec
me había hecho a mí, comiendo, bebiendo y posando mientras esperaba por nuestra
comida en el Imperium, mirando arte en el Museo Británico, y tumbada entre las
mantas del iglú. También había conseguido hacerle unas cuantas fotos en el
museo y sólo una mientras comíamos; no tenía ninguna en soledad dentro del
iglú, sino un par que nos habíamos hecho bajo aquel crepúsculo artificial que
tan preciosa había vuelto nuestra piel.
-Ésta
me encanta-dijo, señalando la segunda que nos habíamos hecho en el iglú, en la
que mi pelo desparramado hacía las veces de bigote para Alec, que se reía
mientras miraba a la cámara y el cielo teñía su pelo con colores dorados y
ambarinos. Mi piel brillaba en un tono dorado que no tendría nada que envidiar
a las estatuas de bronce de las divinidades prehistóricas.
-Quizá la suba-comenté, tocando el icono de enviar para que él tuviera todas las
fotos en las que salía.
-¿Para
hacerlo oficial?
-¿Hacer
qué oficial?-le pinché, sacándole la
lengua. Alec se echó a reír, sacudió la cabeza y asintió con un suave “vale”.
-¡Oye!
También quiero las que te he hecho.
-¿Tan
guapa soy?
-No,
es para tener pruebas de que soy un buen fotógrafo cuando lo ponga en el
currículum.
Me
gustó que quisiera tener mis fotos sola también en su memoria, como si fuera a
quedarse mirándolas por la noche antes de dormir, o incluso imprimiera alguna
para colocarla cerca de su cama y verme nada más despertarse cada mañana, como
yo haría en cuanto llegara a casa. Me gustaban mucho las fotos que nos habíamos
hecho: para mí, eran como una especie de prueba de que lo que estaba viviendo
era real, que el Alec que tenía conmigo no era una ilusión que mi mente
idealizaba cuando estaba sola y aburrida y le echaba de menos. Aquella
felicidad en los ojos era real, aquella sonrisa era sincera.
Salimos
del metro y nos detuvimos frente a una farmacia a la que decidimos entrar tras
mirarnos un momento. Nos fuimos derechos a la parte de salud reproductiva y nos
plantamos frente a la estantería con condones. Había cajas de todos los colores
y tamaños.
Después
de que Alec me pidiera mi opinión y yo cogiera una caja morada por el mero
hecho de que me gustaba el color, nos alejamos de la estantería y fuimos a la
caja.
Alec
sacó 30 libras de su cartera, que depositó sobre el mostrador. Le pedí a la
farmacéutica que le cobrara la mitad.
-Pagamos
a medias-le expliqué a Alec, alzando una ceja al ver su expresión extrañada.
-Eh,
no. Pago yo, que tengo más pasta.
-¿Sabes
cuánto valgo, chaval?-le di un empujoncito mientras la farmacéutica intentaba
no reírse-. Míralo en internet. Pero te daré una pista: son millones.
-Como
si necesitara mirar en internet para saber eso…-Alec chasqueó la lengua y yo me
eché a reír. Salimos con la bolsa de papel entre los dedos de Alec y yo lo
miré.
-Ahora
que he pagado la mitad de esa caja, no puedes utilizarla con nadie más.
-¿Por
qué? La mitad de los condones son tuyos, y la otra mitad, míos. Así funciona la
propiedad privada, bombón.
Puse
los ojos en blanco y sacudí la cabeza mientras me apoyaba en el cristal de la
marquesina. La pantalla del ayuntamiento indicaba que faltaban siete minutos
para que nuestro bus pasara por allí.
-Pues
entonces, creo que tendré que quedar con Hugo un día de estos.
Alec
me miró, los ojos como platos, una sonrisa divertida en la boca.
-Qué
cabrona…
-¿A
que jode?
-¿Qué
es, exactamente, lo que jode?-me tomó de la cintura y me pegó a él-. ¿Saber que
lo dices por mí y por las chicas, o que hayas sacado a colación a tu ex?
Le di
un piquito para que no se molestara, y seguí dándole besos hasta que llegó el
autobús. Miramos cómo Londres se cambiaba mil veces de ropa delante de
nosotros, siempre vistiéndose de jerséis blancos con luces de colores y formas
diversas.
Nos
bajamos en una de las últimas paradas y Alec me acompañó hasta casa. No
necesitó que le invitara a subir las escaleras del porche; como no le solté la
mano hasta que no llegué a la puerta y tuve que sacar las llaves, tenía excusa
suficiente para seguir conmigo.
Cuando
por fin saqué las llaves, las hice tintinear entre mis dedos y me apoyé en la
puerta. Me quedé mirando la bolsa.
-¿Quieres
custodiarla tú?-preguntó Alec, tendiéndomela-. ¿Para asegurarte de que sólo la
uso contigo?
Alcé
una ceja.
-¿Y
qué te hace pensar que yo no la invertiré en otros ligues que tenga por ahí?
-Que
confío en ti.
Sonreí,
di un paso hacia él, y le besé mientras depositaba mi mano en su mejilla.
-No
lo he hecho para que te sientas mal si sientes algún impulso y decides
seguirlo-le susurré-. Realmente me apetece compartir algo contigo, aunque sea…
bueno, esto.
-Todos
mis impulsos tienen que ver contigo, así que creo que tendremos algo en común
durante mucho, mucho tiempo-agitó la bolsa delante de mí con gesto seductor y
yo me eché a reír.
-Bueno,
tampoco tanto.
-¡Eres
optimista, ¿eh, bombón?!
-Siempre,
criatura-me puse de puntillas de nuevo y volví a besarlo. Alec no sólo se dejó
hacer, sino que me pegó a la puerta para tenerme a su merced. Le recorrí el
mentón con la yema de los dedos y me estremecí de placer cuando él me tomó de
la cintura y me pegó contra su entrepierna. Tenía un bulto muy apetecible en
sus pantalones, un bulto que hizo que se me olvidara dónde estaba, quién había
detrás de la puerta contra la que me apoyaba. Sólo existíamos Alec y yo.
No
podía pensar, estaba intoxicada por el aroma que desprendía su cuerpo y el
sabor de su boca. Si Alec fuera una bebida alcohólica, yo estaba a punto de una
intoxicación etílica. No me bastaba con todo lo que le había besado en su casa,
no me bastaba con lo del museo ni con lo del iglú. Quería pasarme la noche
entera en sus brazos, sintiéndome segura, cálida y amada.
Escuché
el golpecito sordo de la caja de preservativos cayéndose al suelo, y Alec se
separó para mirarla mientras yo seguía besándole.
-Debería
irme ya.
-No-luché,
y él se dejó vencer enseguida.
-Tienes
razón, no-asintió, se perdió de nuevo en mi boca.
En lo
que a mí me pareció un suspiro, ya lo tenía resistiéndose otra vez.
-Es
tarde.
-Da
lo mismo.
-Tus
padres se preguntarán dónde estás.
-Seguro
que ni notan que me he ido-dije, recorriendo su espalda con mis dedos-. Tienen
3 hijos más. Y dos son chicas, como yo. Scott sí que lo tiene más difícil para
escabullirse, pero, ¿yo?
Alec
me tomó de la mandíbula y me hizo mirarlo.
-El
que no se dé cuenta de que faltas cerca de él al segundo de marcharte es que es
jodidamente imbécil.
Tiré del
cuello de su jersey para seguir besándolo, y él se dejó hacer hasta que, de
repente, me tomó de los hombros y me separó de él. Tenía los suyos cuadrados,
los brazos rígidos, intentando mantener la distancia.
-Sabrae,
de verdad, ¿recuerdas lo que te dije en el iglú?
-Dijiste
que podía volverme loca.
-Sí,
pero es que ahora te estoy viendo la cara-protestó, y yo me eché a reír, sacudí
la cabeza y lo miré.
-¿Quieres
entrar?-aleteé con las pestañas y Alec meneó la mandíbula. Casi acepta de
calle. Casi.
-¿Quieres
que entre?
Me
crucé de brazos y alcé una ceja.
-¿Por
qué te gusta tanto hacerte suplicar?
-Porque
es muy divertido-contestó, y luego se apoyó en la pared de la puerta con la
mano estirada. Clavó los ojos en un punto por encima de mi cabeza, como si su
visión pudiera traspasar la madera y echar un vistazo en el interior de mi
casa.
-Nunca
he estado en tu habitación-reflexionó.
-Ni
yo en la tuya.
-Estás
invitadísima. A ella, y a los muebles que hay dentro-me acarició el brazo con
un dedo y yo me eché a reír.
-¿A
alguno en particular?
-El
armario, quizás-sonrió al escuchar mi carcajada y sus ojos chispearon con
alegría.
-¿Y
qué hay de la cama? ¿Cómo es?
-Cómoda.
Acogedora. Grande.
-No
sé si estás describiéndome a tu cama o a una parte de tu cuerpo.
-Excitante-me
guiñó un ojo y yo volví a reír.
-Vale,
definitivamente es una parte de tu cuerpo-me agaché para darle la bolsa de la
farmacia y se la tendí-. ¿Te veo mañana?
-Uf.
No lo sé, Saab. Si alguien me hubiera
dicho qué día regresaba realmente, yo no habría cogido horas extra y no tendría
que trabajar.
-Pero,
¿a que te ha gustado la sorpresa?
-Sí,
ha estado genial-sonrió-. Puedo intentar librar, pero no sé si me saldrá bien.
¿Puedo intentar librar? Oh, no, a mí no
me servía que lo intentara. Yo quería
un compromiso en firme, a poder ser por escrito y firmado por varios testigos,
de que iba a ser mío al día siguiente también.
Pero,
como no había nadie mirándonos y no teníamos papel y lápiz, recurrí a una
técnica un poco más rudimentaria: le cogí el culo para frotarme contra él y le
di un beso invasivo, muy propio de las parejas de adolescentes repulsivas que
muestran en las películas de instituto americanas.
Para
cuando nos separamos, Alec estaba sin aliento.
-Voy
a librar-me prometió.
-Eso
me parecía-contesté, esbozando una sonrisa radiante. Abrí la puerta de mi casa
y me di un paso hacia el interior.
-¿Me
das otro así?-me pidió, y mi sonrisa se amplió un poco más.
-Mañana-le
prometí, antes de cerrarle la puerta en las narices.
Apenas
cinco minutos después de que él se fuera, yo ya estaba contándole a Amoke toda
la noche con él, detalles cochinos incluidos. Momo gritaba, reía y jadeaba con
cada cosa que yo le contaba, y protestó sonoramente cuando la puse en espera un
segundo para mirar un mensaje que acababa de recibir.
Era
de Eleanor.
Saab, ¿sabes dónde se hizo tu hermano el
piercing? Es que quiero hacerme uno y darle una sorpresa.
La
bruma de una idea comenzó a tomar forma en mi interior.
No
necesité ni un minuto para pensar en lo que estaba a punto de hacer. No soy una
persona impulsiva, pero ese día estaba irreconocible. Me había dejado llevar
por lo que me había pedido el cuerpo en cada momento, y me había salido bien.
Había ido a comprar un conjunto increíble, había descubierto cosas de la
relación de Alec y Pauline y de su compromiso conmigo que jamás habría
averiguado de ser prudente, y lo más importante… había pasado una noche
increíble con él, algo que jamás olvidaría. Gracias a que no era capaz de estar
un día más sin verlo, había tenido una de las mejores citas (aunque
improvisada, yo la consideraba así) de la historia.
Y
dentro de aquel iglú había vivido el momento más erótico de mi vida.
Así
que no es de extrañar que, en racha como me sentía, le escribiera a mi cuñada
un mensaje corto pero conciso.
Te acompañaré.
Nunca pensé que fuera a darle las gracias a una de las
chicas con las que me había estado acostando por acercarme de nuevo a otra.
Claro
que Pauline siempre te sorprendía para bien.
Sabrae
me había dado el mejor beso que me habían dado en muchísimo tiempo sólo para
cerrarme, literalmente, la puerta en las narices un segundo después. Me había
quedado allí plantado como un pasmarote, esperando que hiciera amago de abrirla
y yo poder sorprenderla estando todavía allí, pero a medida que pasaron los
minutos y Sabrae no se movía, me
convencía más y más de que todo había sido una estrategia para conseguir una
cosa muy sencilla: que volviéramos a vernos al día siguiente.
Créeme,
no había nada que me atrajera más que la idea de ver de nuevo a Sabrae y poder
estar con ella como lo había estado esa tarde, ya no digamos en un futuro tan
inmediato como lo era el mañana, pero uno tiene sus obligaciones, como
hormiguita trabajadora parte de la sociedad, que no podía desatender. Empezaba
a odiarme a mí mismo por esa obsesión que tenía de mantenerme ocupado cuando no
estaba con Sabrae, como si dedicar tiempo a pensar en ella fuera a hacerme
daño. Ahora que habíamos vuelto, el poder tumbarme en la cama y disfrutar de
mis recuerdos con ella, y las ensoñaciones que ella protagonizaba, se habían
convertido en una delicia que yo me negaba constantemente. Me había puesto a
dieta cuando estaba en mi peso ideal.
Además,
cuanto más currase más pasta tendría, y cuanta más pasta tuviera, más podría
consentir a Sabrae.
Todo
tenía un lado bueno y un lado malo: el bueno, que durante lo que yo creía que
estaría solo no tendría tiempo a echarla de menos (ja, como si no pudiera
echarla de menos mientras trabajaba, bebía, o estaba literalmente dentro de
otra tía, como bien había podido comprobar con Chrissy primero y con Pauline
después), y tendría dinero para consentirla como me apetecía; el malo, que si
ella llegaba antes a modo de sorpresa, como había terminado pasando, yo tendría
que posponer los planes que haríamos porque me había esforzado en rellenar mi
agenda casi hasta la extenuación.
La gente
normal se dedica a mirar por la ventana del salón cómo nieva mientras está
tirada en el sofá tapada con una manta, pero a estas alturas de la película, no
esperarás que yo sea una persona normal. Donde otros salen, yo entro; donde
otros se quedan, yo me voy. Donde otros vaguean, yo curro como un cabrón.
Donde
otros se acojonarían por cómo les está cambiando una chica y tratarían por
todos los medios de alejarse de ella para conservar lo que son, yo me estaba
dejando cambiar, me había lanzado de cabeza a la piscina, había ejecutado un
triple salto mortal sin comprobar primero si había red.
Todo porque
Sabrae merecía la pena la hostia.
El caso
es que si ya había renunciado a mis chicas y ellas lo habían hecho a mí, aquello
no significaba que dejáramos de ser amigos y nos hiciéramos favores de vez en
cuando. Esa misma mañana había visitado a Pauline para entregarle un paquete
que había pedido sin pagar el extra de entrega en dos horas, todo porque me
apetecía verla y asegurarme de que estaba bien. Mañana iría con Chrissy de
reparto aunque no sabíamos si llovería, sólo para no echarnos demasiado de
menos el uno al otro.
Y mi
francesa preferida me lo había compensado con creces, entregándole a Sabrae algo
por lo que ella no podía dejarme escapar tan fácilmente. Claro que yo, eso, aún
no lo sabía. Simplemente me limité a marcharme, y ojalá lo hubiera hecho con la
cabeza gacha, de su porche. Quería que la noche durara para siempre, seguir
degustando sus pechos como lo había hecho en aquel iglú al que yo confundiría
con un paraíso terrenal el resto de mi vida, besándola y acariciando su perfecta
desnudez.
Sabrae
había convertido esa tarde que yo había creído aburrida en un efímero idilio al
que no quería renunciar, pero había hecho que fuera tan perfecto que lo único
en que podía pensar yo era en lo siguiente que haríamos juntos. En cómo me
tocaría a mí pensar un plan, sorprenderla, cómo conseguiría que se soltara la
melena como lo había hecho esa tarde, cómo haría que dijera mi nombre de esa forma
tan sensual en que sólo ella sabía pronunciarlo… ¿quién dijo que las segundas
partes nunca fueron buenas?
Así
que allí estaba yo, marchándome de la casa de mi chica como un puto duende de
piruleta esperanzado por el futuro en lugar de como un perro apaleado que no
puede creerse la mala suerte que tiene de que el tiempo tenga fecha de
caducidad, cuando:
-¡Al,
las pastas de tu madre!
Me
giré sobre mis talones, las manos en los bolsillos del abrigo, y alcé las
cejas.
-Creía
que eran un regalo, ¿es que tu madre no te ha enseñado que está feo ir
regalando regalos por ahí?
Sabrae
se echó a reír, sacudió la cabeza y me hizo un esto con la cabeza para que la
siguiera al interior de su casa. No me lo pensé dos veces, aunque luego lo
lamentaría.
Estaba
dispuesto a seguirla al mismísimo infierno si ella decidía que quería darse una
vuelta por allí, pero el infierno no era nada comparado con la mirada que me
echó Zayn al verme atravesar la puerta de su casa como quien se pasea por el
parque.
Los padres
de Sabrae estaban acurrucados en el sofá frente a la televisión encendida con
un volumen mínimo; mientras Zayn veía un programa que parecía un documental
sobre la vida de alguna estrella del rock del siglo pasado, Sherezade se
acurrucaba contra él y se frotaba contra su marido en busca de atenciones y
cariño marital. Zayn le acariciaba el pelo, los hombros, los brazos y la
cintura y de vez en cuando soltaba algún gruñido a modo de contestación de algo
que Sherezade le susurraba al oído.
Antes
de que me vieran, se me pasaron dos cosas por la cabeza, a cual más triste que
la anterior.
La primera
de ellas, que me encantaría tener una tarde de sofá, manta y peli con Sabrae,
que ella se acurrucase a mi lado como Sher lo hacía con Zayn, como una gatita
mimosa que jamás conseguirá toda la atención que desea y merece.
Y la
segunda, que incluso sin maquillar, con ropa de andar por casa robada bien a su
hijo o a su marido, el pelo recogido en una coleta apresurada y desigual, Sherezade
seguía siendo la mujer más guapa del mundo.
Pero Sabrae
era la criatura más hermosa del mundo.
Y yo
sabía dónde me dejaba a mí con respecto a madre e hija.
Claro
que todo pensamiento cariñoso se esfumó de mi mente en el momento en que Zayn clavó
los ojos en mí. Su mirada se endureció, de repente mucho más oscura, la calidez
con la que había mirado de vez en cuando a su mujer y a la mayor de sus hijas helada.
Yo era el enemigo, el cabrón que se metía entre las piernas de su tesoro, el
hijo de puta que la estaba llevando por mal camino, la razón de que su
princesita tuviera que tomar pastillas para no quedarse embarazada, y visitar
al ginecólogo para asegurarse de que no pillaba nada.
-¡Al!-festejó
Sher en tono alegre, ignorando la hostilidad que manaba de su marido como la radiación
de una central nuclear en ruinas. Sher estiró los brazos en alto y me dedicó
una calidísima sonrisa que habría hecho que se me cayera la baba en otros
tiempos.
Tiempos
en los que no soñaba con su hija.
-Eh…
hola-balbucí, y Zayn paseó el empeine del pulgar por el costado de Sherezade,
como echándome en cara que él había conseguido a una mujer como ella y que yo
no era digno de otra igual.
-¿De
visita?
-Algo
así-murmuré, pasándome una mano por el pelo. Sabrae estuvo a punto de meterse
en la cocina, pero yo la agarré disimuladamente para que no me dejara a solas
con sus padres. Estaba seguro de que Zayn no había saltado a mi yugular aún
porque su hija estaba presente, y probablemente no quisiera traumatizarla-. Sabrae
tiene una cosa para mí.
-Oh, Sabrae
tiene muchas cosas para ti últimamente-escupió
su padre, y Sabrae se puso colorada y obedeció al impulso de su cerebro, que le
gritó un imperante “¡sálvese quien pueda!”. Mientras la mayor de las hermanas Malik
huía como alma que lleva el diablo, yo me quedaba mirando a sus padres como el cervatillo
paralizado ante los faros del camión que está a punto de atropellarlo.
Al
contrario de lo que yo pensé que haría, como darle un manotazo a su marido o
pedirle que se comportara, que no fuera malo conmigo, que yo no había hecho
nada malo a posta, Sher se echó a
reír.
-Es
Navidad, cariño, ¡pues claro que Saab tendrá algo para él! Ya sabes que nuestra
pequeña es muy generosa en ese sentido-se colgó de su cuello como Sabrae hacía conmigo
y le dio un beso en los labios, mimosa.
-Ya-bufó
Zayn, y creo que con esa palabra en realidad quería decir “demasiado”.
Sabrae
apareció por la cocina en el mismo instante en que su hermana más pequeña
empezaba a bajar las escaleras y me pillaba en el piso inferior.
-¡¡Alec!!-bramó
Duna como si no me hubiera visto en milenios, y salvó corriendo la distancia que
nos separaba para poder lanzarse a mis brazos, confiando en que la cogería como
efectivamente hice. Sabrae se quedó apartada en un segundo plano del que yo
quería que saliera mientras Duna me daba un sonoro beso en la mejilla y
empezaba a bombardearme a preguntas con lo que había hecho en Navidades, si me
habían traído muchos regalos, si la había echado de menos.
Me la
metí en el bolsillo respondiendo que sí, por supuesto. Entonces, ella soltó una
risita adorable, se apretó los mofletes con las manos, y me dio una palmada en
los hombros.
-Venga,
bájame.
Necesitaba
ir a morirse de vergüenza a otro sitio. Subió las escaleras a toda velocidad,
se agarró al pie del pasamanos para girar en redondo en el piso superior, y
chilló:
-¡Shasha,
adivina lo que me acaba de decir Alec!
En ese
momento, temiendo que su hermana mediana saliera a recibirme, Sabrae me dio la
vuelta y prácticamente me sacó a empujones de su casa. Sher sólo pudo
despedirse con un “¡nos vemos, Al, tesoro!” antes de que Sabrae consiguiera
echarme de su casa y me tendiera el paquete que le había entregado Pauline.
-¿Es
que ahora Shasha también va detrás de mí?
-No
quiero darle ocasión a que te diga lo que ya sabes-contestó mientras yo
aceptaba el paquete, abrazándose a sí misma.
-¿Lo
cual es…?
-Lo
mucho que te eché de menos estando en Bradford-confesó, y yo sonreí.
-Aw.
-No
dejé de darle la turra contigo. Shasha a veces es complicadita-puso los ojos en
blanco-, pero se le da genial escuchar. El problema es que hoy tiene el día
cruzado, y puede que te cuente alguna cosa que yo no quiero que sepas.
-Me
he olvidado algo dentro-comenté, apartándola para volver a entrar, y Sabrae se
echó a reír. Me cogió de la mano y me hizo girarme para enfrentarme a sus
preciosos ojos del color el chocolate.
-Me
lo he pasado genial esta noche-se despidió, parpadeando despacio, como lo
hacían las novias de los protagonistas de series de dibujos animados cuando
querían conseguir algo de ellos.
Sinceramente,
si Sabrae me pidiera que le diera mis dos pulmones mirándome así, me los
sacaría yo mismo del pecho y se los entregaría en el acto.
-Yo
también, bombón.
-Por
favor, quiero que se repita-me pidió, no, me suplicó, y yo me vi a mí mismo como en una experiencia
extrasensorial, asintiendo con la cabeza con una sonrisa gilipollas cruzándome
la boca-. Me hace mucha ilusión volver a verte mañana. Sáltate el turno-se le
ocurrió, y yo me eché a reír.
-¿Y que
me echen? Ni de coña. La próxima vez que nos veamos, me toca invitar a mí, así
que prepárate para que saque la cartera, nena, porque pienso consentirte un
montón-le acaricié la mejilla y Sabrae sonrió.
-No
quiero que te gastes dinero en mí.
-Perdona,
¿crees que con “consentirte”, me refería a diamantes y sucedáneos? Porque, por
mucho que te lo merezcas, no voy a poder dártelo. No-di un paso hacia ella y
nuestros cuerpos se juntaron, un fuego estallando en mi interior, un fuego que
ardía también en el de ella. Me miró desde abajo con gesto inocente y un poco
ilusionado-. Te daré todo lo que tú quieras. Absolutamente todo. Así que no
tengas miedo de pedirme nada.
Sabrae
sonrió, se puso de puntillas y me dejó probar lo poco que quedaba aún de su
lápiz de labios con sabor a frambuesa.
-Ven
a verme mañana.
Le dediqué
mi mejor sonrisa de Fuckboy®.
Dalo
por hecho, bombón.
Sonrió,
asintió con la cabeza, y se quedó a la puerta de su casa mirando cómo me
marchaba. Cuando giré la esquina de su calle miré por encima de mi hombro, sólo
para confirmar lo que yo ya sabía: que seguía allí, esperando hasta el último
instante en que me perdiera de vista. En el momento en que dejáramos de vernos,
nuestra noche juntos se acabaría y todo lo que nos quedaría serían preciosos
recuerdos y una promesa.
Cuando
entré en casa estaba poco menos que eufórico; a pesar de que era noche cerrada
y la temperatura rondaría los tres o cuatro grados sobre cero, yo sentía un calor
dentro de mí que estaba más que dispuesto a destrozar a cualquier invierno.
Trufas vino corriendo hacia mí, como
había hecho Duna, y saltó para impactar contra mis rodillas a modo de saludo. La
diadema con cuernos de reno que Mimi le había comprado en una de sus salidas
diurnas todavía le sometía las orejas.
Lo recogí
en el aire y lo levanté hasta dejarlo en mi regazo, donde el animal se
revolvió, emocionado por mis atenciones.
-¿Qué
pasa, gordo?-lo saludé, frotándole la barriga con los dedos mientras cerraba la
puerta con el talón y entraba en casa. Trufas
agitó las orejas y echó a correr hacia el salón cuando me incliné para dejarlo
en el suelo, donde mis padres y mi hermana veían la televisión.
Bueno,
mis padres veían la televisión. Mi hermana estaba frita en el sofá, tapada de
mala manera con una manta que seguro que su padre le había tirado encima de
forma apresurada.
-Ya
he vuelto-anuncié, y mamá y Dylan se giraron y me miraron con una sonrisa en la
boca, como si acabara de casarme o algo. A
ver, tranquilidad, que sólo he estado frotándome con la mujer de mi vida, no
nos precipitemos-. Te he traído una cosa, mamá-dije, sacando de mi espalda
la caja envuelta en papel de regalo dorado con el lazo de tul blanco que Pauline
había puesto con esmero alrededor del envoltorio. Mamá sonrió, se puso en pie y
aceptó la caja, tras lo cual me dio un beso en la mejilla y me acarició el
mentón.
-Hemos
cenado albóndigas-dijo con intención-. Te hemos dejado unas pocas en la olla,
por si tienes hambre.
-No,
gracias, mamá. Creo que me voy a acostar ya.
-¿Ya?-mamá
alzó las cejas, impresionada. Me puso una mano en la frente y frunció el ceño,
comprobando si tenía fiebre, y Dylan se echó a reír. Mimi abrió un ojo y se nos
quedó mirando a mamá y a mí. Una sonrisa le curvó ligeramente las comisuras de los
labios.
Me eché
a reír, cogí la mano de mi madre y le di un beso en los nudillos.
-Que
descanséis. Buenas noches.
-Buenas
noches, amor-mamá me dio un beso en la mejilla y me acarició la nuca-. Y, por
favor, sigue así de feliz-me susurró al oído-. No sabes lo guapo que te pones cuando
estás así de contento.
Le di
un toquecito en las caderas y me subí a mi habitación. Me tumbé sobre mi cama
sin deshacerla y me quedé mirando el techo, sonriendo como un imbécil mientras
recordaba todo lo que habíamos hecho Sabrae y yo.
Empujé
el cristal de la claraboya y salí al fresco, dejando que mi mente volara y
dibujara a Sabrae tendida sobre el tejado de mi casa, como a veces nos poníamos
Jordan y yo, vestida sólo con los rayos del amanecer.
Y no
lo soporté más. Me tumbé sobre la cama, me desabroché los pantalones, y me di
placer pensando en ella. No duré una mierda, pero no me importó. Tenía cosas de
sobra en las que pensar, razones de sobra por las que extirparme el ego y hacer
lo que realmente quería: llegar al orgasmo sintiendo su piel en mi boca, su voz
en mis oídos, sus curvas en mis dedos. La escuché decir mi nombre cuando
alcancé la gloria, y el suyo se escapó de mis labios como gotitas de deliciosa
miel.
De la
que volvía de limpiarme en el baño, me fijé en que la luz de la habitación de Jordan
estaba encendida. Ya en la mía, recogí mi móvil y le dije que viniera, y en
menos de un minuto estaba atravesando la puerta de mi habitación, cerrándola y mirándome
de arriba abajo. Se apartó las rastas de los hombros y alzó una ceja mientras
ponía los brazos en jarras.
-¿Y
bien? ¿Qué has hecho con Sabrae esta vez?
Me eché
a reír.
-¿Mimi
te ha ido con el cuento de que me largado con Sabrae, o es que nos has visto?
-Ni
lo uno ni lo otro. No me ha hecho falta nada de eso. Con ver la sonrisa de
gilipollas que tienes en la cara, ya me basta para saber que has estado con tu
novia.
-Sabrae
no es mi novia-contesté tras reírme, y Jordan se sentó en la cama, alzó las
cejas, y me miró como quien utiliza sus ojos para llamar la atención, no para
ver realmente, un poco como Denzel Washington en ese gesto tan característico
suyo.
-Para
tu desgracia, amigo.
Me reí
entre dientes y sacudí la cabeza.
-Sí-asentí-.
Para mi desgracia.
Apúntate al fenómeno Sabrae 🍫👑, ¡dale fav a este tweet para que te avise en cuanto suba un nuevo capítulo! ❤🎆
Además, 🎆ya tienes disponible la segunda parte de Chasing the Stars, Moonlight, en Amazon. 🎆¡Compra el libro y califícalo en Goodreads! Por cada ejemplar que venda, plantaré un árbol ☺
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ESTOY CHILLANDO POR EL MOMENTAZO DEL IGLU, ES QUE NO TE CREO. ME PARECE LO MÁS BONITO QUE HAS ESCRITO DESPUÉS DE LA RECONCILIACIÓN DE SCOMMY TIA.
ResponderEliminarNO PUEDO CON ELLOS, ES QUE SI SON MAS CUQUIS Y DULCES ME VUELVO DIABÉTICA COLEGA.
LA PARTE DE ZAYN MIRA ME AHOGO, ME MUERO POR LEER MÁS MOMENTOS ASÍ, VIVO PARA ELLO JODER.
todavía no me puedo creer que yo escribiera algo tan hermoso realmente soy la reina de los momentos románticos gracias por todo twitter
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