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Me sorprendió haber llegado sin descomponerme a mi calle.
No era de los que se derrumbaban a la mínima de cambio, cuando un inconveniente
se cruzaba en su camino.
Pero
lo de esa mañana no era un inconveniente, era un puto cataclismo.
Y lo
peor de todo era que, muy en el fondo, que Sabrae se hubiera negado a ser mía
había hecho que yo me volviera contra mí mismo.
No me
la merecía; desde que había salido de casa lo había tenido muy presente. Ella
era demasiado buena para mí, demasiado pura y demasiado perfecta, pero esperaba
que en esa bondad estuviera mi redención. Esperaba poder aprovecharme de su
deliciosa generosidad para que me diera aquella salvación que necesitaba para
ser digno de ella. Estaba decidido a trabajar por mejorar, a que fuera mejor
persona cada día que el anterior, pero no que el siguiente; a tratarla como la
princesa que era y la reina que algún día llegaría a ser.
Eso
no había sido bastante. Ni lo sería nunca, ni para ella, ni para mí.
Desde
que ella había empezado a hablar, explicándome las nada desdeñables razones por
las que no quería que lo nuestro fuera a más (aunque tuvo la delicadeza de
maquillarlo diciendo que no quería cambiar la etiqueta aún), yo había sentido
que la gravedad que nos había unido de repente nos separaba. Cada uno flotaba
en direcciones diferentes, y cuanto más intentáramos juntarnos más lejos
terminaríamos enviándonos. No me enorgullecía de cómo había reaccionado a su
negativa: que no me la esperase para nada no me daba derecho a ponerme con ella
como me puse, pero pude reaccionar a tiempo y recuperar un poco las riendas de
un cuerpo y una mente que simplemente ya no me reconocían como dueño, y pedirle
disculpas. Pude conservarla un poco a mi lado antes de que se me escurriera
entre los dedos.
Le
había pedido que se entregase a mí completamente y lo único que había
conseguido era que se desvaneciera ante mis ojos como una figura de humo que se
difumina en cuanto tú estiras los dedos para tocarla.
A
pesar de todo lo que me había dicho después, de los besos que había sentido
como si estuviera viéndolo en la pantalla de un cine desde la última fila en
lugar de como el auténtico protagonista de la trama que era, de que nos
habíamos prometido que esto no nos haría nada, yo sabía que no sería así. Sabía
que nada sería igual después de aquello.
Estaba
más que dispuesto a dejarme la vida luchando por ella, más que dispuesto a
cruzar el infierno aunque fuera por un beso suyo, pero… no sabía cuánto tiempo
me duraría aquello. La idea de que Sabrae me creía indigno de ella y que no
deseaba pasar por lo que pasaba todo el mundo conmigo terminaría calando en mi
interior.
Llegaría
el día en que yo me levantaría y me preguntaría qué sentido tenía todo lo que
estábamos haciendo. Por qué me acostaba agotado de tanto pelear contra el mundo
entero en una lucha en la que yo me convencería de que estaba solo. Dejaría de
verla. Dejaría de sentirla conmigo incluso cuando ella me concediera el
privilegio de tenerla entre sus brazos.
Nada
podría convencerme de que ya no la quería, pero el peso del no que Sabrae había colocado en mi
espalda terminaría hundiéndome tanto que llegaría un punto en que me querría
marchar. No quería marcharme. No quería convencerme de que ella no se merecía
que matara a un dragón, o a una docena, o a un centenar.
No
quería dejar de ser su caballero de la brillante armadura, con la espada bien
afilada para defenderla siempre que me necesitara, incluso cuando yo sabía que
Sabrae jamás me necesitaría en ese sentido.
No
quería que nuestro cuento acabara antes de empezar a escribirlo.
Lo
único que quería era a ella. Todo lo que ella quisiera darme. Todo lo que ella
se atreviera a darme. Lo atesoraría como lo que era: lo más valioso que había
visto nunca, lo más valioso que había tenido en mi vida.
Ojalá
hubiera visto aquellos libros de poemas en los que mi hermana hundía las
narices, los que traían un párrafo por página, escritos en cursiva, que
hablaban de cosas tan sencillas que era imposible que no fueran metáforas de
los secretos de universo. Ojalá hubiera leído cosas como “escoge una persona
que te mire como si fueras magia”. Eso haría que se quedara conmigo sin
dudarlo.
Hasta
un ciego vería que yo la miraba así. Que yo la sentía así.
Le di
una patada a una piedra que salió disparada hacia una de las casas de mis
vecinos. Por primera vez en mi vida, deseé que se rompiera el cristal de alguna
ventana y alguien saliera a gritarme cómo podía ser tan imbécil; necesitaba
urgentemente una excusa para poder aparecer en casa como si una nube se hubiera
colocado sobre mi cabeza y no dejara de llover sobre mí.
Llevaba
meses en una estación de transición con Sabrae; había descubierto cosas con
ella que nadie más podría enseñarme, había sentido cosas que nadie jamás me
había hecho sentir, y había escuchado música y visto colores que ninguna otra
persona me había mostrado antes. Pensaba que la noche en que la había besado
por primera vez, había explotado la primavera.
Ahora
me daba cuenta de que lo que había tenido era el mejor otoño de la historia. El
granate lo ponían sus labios cuando se maquillaba; los marrones, su piel; el
dorado, su alma, su sonrisa, sus besos y su placer cuando decía mi nombre con
nuestros cuerpos unidos.
Y su no había sido la llegada del invierno,
incontestable como una avalancha que sepulta a toda una ciudad.
Me
costaba respirar. No sabía cómo iba a entrar en casa. No sabía cómo mantendría
mi promesa de que todo seguiría igual con ella, cuando yo sabía que no era así.
Sabrae había hecho bien no confiando en mí ya desde el principio: los dos
sabíamos que sería incapaz de cumplir aquella promesa por la que me desviviría,
por la que estaba dispuesto incluso a morir.
Sabrae
me había hecho poderoso, me había hecho volar, y de repente, después de que yo
me proclamara señor de los cielos, me había puesto cadenas, me había quitado mi
fuego y me había arrancado mis alas. Había hecho de mí un dragón ella sola, y
con pasmosa facilidad me había convertido en un vulgar lagarto. ¿Qué diferencia
había entre un dragón sin alas ni fuego, y una lagartija que huye al mínimo
movimiento?
Podría
haberle regalado el mundo. Dios. Las cosas que le habría entregado, si me
hubiera dejado…
-¿Qué
pasa, novio?-saludó una voz demasiado familiar a mi costado, y yo apreté el
paso. Ya no me daba tanto miedo entrar en casa y enfrentarme a mi madre. Era
preferible mil veces a las coñas de Jordan.
Estaba
tan sumido en mis pensamientos que ni me había dado cuenta de que pasaba frente
a él, ni frente a las gemelas, que me habían estado esperando sentados en el
salón de Jordan, desde el que se tenía una vista genial de la calle y donde no
podrían perderse el momento en el que yo llegara dando brincos a casa. Supongo
que les decepcioné cuando crucé la calle como cualquier londinense apresurado
que está a punto de llegar tarde al trabajo.
Es lo
que tenemos los dragones sin alas ni fuego: somos decepcionantes. No somos más
que un lagarto.
-¡Eh!-llamó
Jordan, corriendo hacia mí y deteniéndose cuando yo lo hice. Vete a casa, le supliqué en mi mente,
pero Jordan no era telépata y no podía escucharme-. ¿Qué pasa, tío? ¿No
contestas?
Me
giré mientras Tam se ponía al lado de mi mejor amigo y alzaba una ceja, su boca
sonriente.
-¿Se
te ha subido la no soltería a la cabeza tan rápido, y ya no quieres
relacionarte con nosotros?
Aquella
palabra, soltería, fue lo que me
empujó por el precipicio. No volaría con mis muñones, pero por lo menos
abandonaría este mundo sintiendo la deliciosa sensación de ingravidez que
precede al dolor de estrellarse contra el suelo.
-No
contesto-me escuché decir con una voz calmada que me sorprendió- porque no me
habéis llamado-un tinte de rabia oscureció mi voz. No podría volar ni escupir
fuego, pero todavía podía rugir-. No soy novio. Me ha dicho que no.
Las
caras de mis amigos fueron un poema. Jordan parpadeó, estupefacto, y Tam abrió
la boca como si acabara de darle un susto. Bey, por su parte, frunció el ceño y
dio un paso adelante, metiéndose entre Jordan y su hermana y haciéndose con mi
atención.
-¿Seguro?-preguntó
con extrañeza, su nariz arrugada-. A ver si la has entendido mal, quizá te
habló en urdu, y…
-Habló
en inglés-la corté, y Bey se quedó callada. Se mordió el labio y su mirada bajó
a sus pies mientras digería todo aquello que yo le contaba.
-¿Fijo
que era Sabrae?-inquirió la gilipollas de Tamika-. A ver si iba a ser un robot
con un virus, o con errores de programación.
-Te
distingo de tu hermana hagáis lo que hagáis, ¿de verdad te crees que
confundiría a Sabrae con un puto ciborg?-prácticamente le escupí en la cara a
Tam-. Era Sabrae. La distinguiría entre un millón de clones. Pero eso, parece
ser, no basta-añadí con amargura, apretando los puños.
-Entonces,
¿es tonta?
-No
hables así de ella, Tamika.
-Calma,
tigre-Jordan me puso las manos en los hombros y me obligó a volverme hacia él.
No sabía por qué me estaba poniendo así con Tamika; lo único que sabía era que,
como siguiera tocándome los cojones, terminaría haciendo lo que jamás pensé que
haría y le cruzaría la cara por estar buscándome. Tam siempre hacía lo mismo. Parecía disfrutar sacando a la gente de
quicio-. No nos estamos riendo de ti, ni nada por el estilo. Es sólo que… nos
sorprende.
-Un
montón-asintió Tam, y yo la fulminé con la mirada.
-Es
que no nos parece propio de ella-aclaró Jordan, haciendo que yo me centrara de
nuevo en él-. Es decir… Sabrae parecía muy contenta cuando estabais juntos. Y
eso que yo os he visto poco, y desde lejos, pero…
-Con
que esté contenta no basta.
-Pero,
¿estás seguro de que te ha dicho que no?
-Ha
sido clarísima, Jordan. No sé qué hay de difícil en entender una puta palabra
de dos letras.
-Pero…
¿era un no, no? Yo creo que deberías
volver a preguntarle.
-Sí,
claro-me eché a reír y sacudí la cabeza-. Como estoy poco alegre y tal, vamos a
hacer que ella me haga aún más feliz-me zafé de él y negué con la cabeza-. Me
voy a casa, que tengo hambre.
-¿Piensas
solucionar tus problemas comiendo?-acusó Tam, y yo me revolví.
-Los
solucionaría follando como he hecho siempre, Tamika, pero a ti no te toco ni
con un palo, Bey no se me va a abrir mágicamente de piernas ahora, y ni de coña
me tiro a Jordan. Así que, ¿qué otra opción tengo?
-Volver
a preguntarle a Sabrae-zanjó mi mejor amigo mientras Bey fruncía los labios y
se cruzaba de brazos.
-Eres
un putísimo pesado, Jordan, tío. Como no cambies de frasecita te voy a terminar
metiendo la cabeza en la alcantarilla-señalé el hueco en la acera en el que se
colaba el agua cuando llovía, o los payasos diabólicos en las películas de
terror, y alcé las cejas.
-No,
pesado eres tú, Alec, joder-Jordan echó a andar hacia mí y me dio un empujón,
que yo no le devolví. Si empezaba a pelearme con él, no pararía. Yo nunca era capaz de parar. Era un puto
pitbull en ese sentido.
El
perro, quiero decir.
No
había tenido el gusto de colaborar con Jennifer Lopez.
Pero
la vida da muchas vueltas, ¿no? Si Sabrae me había dado calabazas, bien podría
terminar sacando un disco con Jennifer Lopez. Había tocado fondo, ya sólo podía
ir hacia arriba.
-¿Cuándo
te ha importado que una chica te diga que no?
-Esto…
¿siempre?-gruñí, fulminándolo con la mirada.
-Me
refiero a que tontee contigo y luego te diga que no-ante mi silencio, Jordan
arqueó las cejas y sonrió-. Tú mismo dices que a las mujeres hay que
insistirles. Les gusta ir de duras. Que tienen dos maneras de decir no, y el que más tías consigue es el que
mejor sabe distinguir esas maneras.
-Qué
cojones sabrás tú de mujeres, Jordan.
-Más
que tú, al parecer-se cruzó de brazos y sonrió, satisfecho.
-Bueno,
yo al menos me acuerdo de en qué agujero tengo que meterla-acusé-. Mejor dicho…
yo sé en qué agujero hay que meterla.
¿Lo sabes tú?
Jordan
abrió la boca.
-Como
se te ocurra alguna graciosada del estilo de que puede que no lo sepa tan bien
como para convencer a Sabrae para estar conmigo, te juro que te reviento contra
el asfalto.
-Yo
jamás te diría eso, tío.
-Por
si acaso se te ocurría. Hoy no está el horno para bollos.
Bey
parpadeó, sus ojos sobre mí, escrutándome como si fuera un rompecabezas
particularmente difícil.
-Esto
no es propio de ti.
-¿El
qué? ¿Que me den calabazas? Créeme, yo estoy tan sorprendido como lo puedes
estar tú.
-No.
Rendirte así de fácil.
-No
me he rendido.
-Sí
te has rendido. Estás siendo cobarde. El Alec que yo conozco no vendría
derrotado como estás viniendo tú.
-No
estoy siendo cobarde. Esto es diferente.
-¿En
qué sentido? El no ya lo tienes, así que no pierdes nada si…
-¡LA
PIERDO A ELLA!-ladré, y Bey chasqueó la lengua y miró al cielo mientras Tam y
Jordan daban un brinco-. ¡LA PIERDO A ELLA SI INSISTO, Y ESO ES ALGO QUE YO NO
ME PUEDO PERMITIR! ¿¡No lo entiendes!? ¡No hay cosa que Sabrae valore más que
su libertad! ¡Y si le insistiera y terminara consiguiendo que me dijera que sí,
lo único que conseguiría sería que, tarde o temprano, se diera cuenta de que
cometió un error conmigo y las cosas fueran peor! Apenas la tengo-sacudí la
cabeza-. No voy a arriesgar lo poco que tengo de ella cuando sé que no tengo
las de ganar.
-Eso
lo crees tú-respondió Tam, y yo me
eché a reír y sacudí la cabeza-. ¿Por qué has dejado que te convenza así?
Cuando Jordan nos dijo que habías quedado con ella y lo que pensabas hacer, nos
pareció evidente que volverías siendo
su novio. Que te haya rechazado es… absurdo-arrugó la nariz y negó con la
cabeza, sus trenzas bailando por su pecho-. Ha sido absurda.
Reí
entre dientes, derrotado. Me pasé una mano por el pelo y solté un bufido.
-Ya,
bueno… lo creáis o no, no sois quienes más sorprendidos están por esto. Pero no
hay nada que yo pueda hacer.
-Tú
puedes hacerlo todo, Al-respondió Tam, arqueando las cejas de forma que se
convirtieran en dos toboganes que se juntaban en su ceño y caían en picado
hacia las sienes.
-¿Me
lo dices tú, precisamente tú, a la
que no consigo sacar del trapicheo?-ataqué, y Tam abrió los ojos y se llevó una
mano al pecho, herida. Dio un paso atrás y me estudió con la mirada de un
ciervo que cruza la carretera que atraviesa su bosque justo en el momento en el
que pasa un camión. Bey volvió a fruncir
el ceño y cogió a su hermana, me fulminó con la mirada y empezó a tirar de ella
para llevársela lejos de mí antes de que yo pudiera seguir haciéndole daño.
Una
cosa era que a Bey le hiciera gracia el método con el que Tam ganaba dinero,
cosa que no le gustaba un pelo. Tamika llevaba poco más de un año repartiendo
la droga que conseguía de un camello con el que quedaba regularmente en una
estación abandonada de metro en las entrañas de nuestra ciudad, y no había
tenido ningún problema, de momento, con ese proveedor suyo. Las cantidades de
dinero que podía llegar a manejar y la carencia de encontronazos con su jefe
más directo la hacía sentirse prácticamente invencible, o por lo menos le daba
una buena excusa para hacer la vista gorda de las desventajas de su “trabajo”.
Conocía gente, se compraba cosas bonitas y se pensaba que se hacía un nombre en
la ciudad, cuando lo peor que podía conseguir era que la gente la conociera por
eso.
Había
empezado a trapichear para ahorrar para la matrícula en la Academia Real de
Baile a la que aspiraba a entrar tras terminar el instituto, y de su pequeña
fuente de ingresos había hecho una gallina de los huevos de oro que cacareaba
lo bastante fuerte como para que ella no oyera nuestras reservas y consejos.
Era peligroso, era ilegal, podía
pasarle cualquier cosa en cualquier momento, mejor no mezclarse con esa gente…
pero a Tam le daba igual. Sólo pasta, pasta, pasta.
Sinceramente,
estaba hasta los huevos de preocuparme por ella y de consolar a Bey y decirle
que no pasaba nada y que a Tam no le pasaría nada mientras yo viviera, cuando
la menor de las gemelas se emborrachaba lo suficiente como para echarse a
llorar en mis brazos gimiendo que no quería que le pasara nada a su hermana.
Tam era una inconsciente que confiaba en que le sacaríamos las castañas del
fuego.
Y yo
estaba hasta los cojones de sacarle las castañas del fuego a la gente.
Necesitaba sacármelas a mí.
Así
que me di la vuelta y, sin despedirme de mis amigos, o sin darles opción a que
se volvieran contra mí como yo me merecía que hicieran, me metí en mi casa. Aparté
a Trufas con el pie cuando el conejo
vino a saludarme, intentando embestirme como si fuera un toro minúsculo, y
exhalé un gruñido a modo de asentimiento cuando mamá me dijo que llegaba justo
a tiempo para poner la mesa.
Ni
siquiera me molesté en pensar cómo haría para deshacer el nudo de mi estómago y
meterme en la boca lo que fuera que ella hubiera preparado, porque en cuanto vi
la ensalada lavada y los diversos ingredientes en varios cuencos, pensados para
que cada uno comiera como quisiera, se me abrió un poco el cielo. Jugueteé con
la lechuga durante la comida, me metí trozos en la boca cuando notaba que Mimi
trataba de llevar la conversación hacia mí y tener así una excusa para no
entrar al trapo, y me levanté el primero para recoger los platos, repartir los
postres y fregar.
No
dejaba de pensar en Sabrae, en qué estaría haciendo ahora, en si estaría
pensando en mí o si estaría dejando que sus dudas se comieran lo que sentía por
mí. Me sentía como si estuviera en un desierto, tan lejos de ella que ni
siquiera veíamos en el cielo las mismas constelaciones, tan lejos de nadie que
mis gritos se perdían en la infinidad de dunas.
La
había mirado a los ojos y le había dicho que ella hiciera lo mismo y que me
dijera que no me quería, que no confiaba en mí. Sabía que lo que había sentido
en el iglú, esa sensación de ingravidez, la certeza de estar en el momento y
lugar oportunos, con la persona idónea, no eran imaginaciones mías. Sabía que
ella me quería. Lo notaba en el sabor de su sonrisa cuando la besaba por
sorpresa, en cómo su felicidad se tatuaba en su mirada al venir a mi encuentro,
o en la forma en que sus manos recorrían los ángulos de mi cuerpo. Sabía que
ella sabía que era perfecta para mí, complementándome donde debía hacerlo y a
la vez reflejándome en los rincones donde también debía, como si de una especie
de puzzle tridimensional hecho con espejos se tratara.
Me
quería, le apetecía, me deseaba, y…
… yo
me sentía tremendamente solo.
¿Cómo
puede sentirse alguien tan solo mientras ama y le aman?
Mimi
me estudió desde la puerta del comedor, semioculta tras el vano, mientras yo
dejaba los platos secos de vuelta en su estantería, intentando que el sonido de
la cerámica entrechocando la una con la otra acallara las voces en mi cabeza
que me aseguraban que el amor de Sabrae no era más que confusión, que me las
había apañado para hechizarla de alguna forma durante estos meses y que ya se
me estaba acabando la magia para usar con ella. Que pronto se daría cuenta de
cómo era yo realmente, y se alejaría de mí.
Vería
al monstruo de mi interior, el que había nacido siendo. Ése contra el que
peleaba cada día y que trataba de mantener a raya costara lo que costase. Ya
había visto su sombra, tan negra que era capaz de oscurecer el sol. Por eso me
había rechazado.
Pronto
espabilaría, se daría cuenta de que el monstruo querría devorarla, y se
alejaría de mí, dejándome agotado y con el corazón hecho pedazos, abierto en
canal para que la bestia me devorara.
Subí
a mi habitación al trote. Necesitaba estar solo, donde nadie pudiera
molestarme. Cuando te zambulles en una espiral de autodestrucción, por muy
tóxica que resulte, no puedes dejar de hundirte más y más. Es como el alcohol,
o el tabaco: cuanto más daño te hace, cuanto peor te sienta, más incapaz eres
de seguir tomándolo.
Estaba
librando una guerra por dos frentes en los que las únicas bajas eran de mi
bando. Por un lado, mi cabeza me decía que Sabrae simple y llanamente no quería
pasar a más, pero que quería conservarme como me había pedido que le prometiera.
Y yo, llegado el momento, no me conformaría con sólo una parte de ella.
Y,
por el otro, mi subconsciente me decía que había empezado a verme de verdad, a
ver esas aristas cortantes con las que era imposible que consiguiera lidiar.
Sería lista y se marcharía, y me dejaría solo, y haría que rompiera la promesa
que le había hecho de no dejar que nadie nos separara. Ni siquiera ella.
Sentí
que un torrente de ácido me subía por la garganta. Me repugnaba estar pensando
eso de ella. Me importaba tres cojones el nombre que Sabrae quisiera darle a lo
nuestro, que se refiriera a mí como “novio” o como “perro”. Bien sabe dios que
yo correría hacia ella en cuanto me llamara, sin importar qué palabra usara.
Pero que no quisiera darme lo que le había pedido… que me dijera que había
perdido la confianza en mí… que luchara contra sí misma porque una parte de
ella pensaba que yo no merecía la pena, eso me dolía más que nada que hubiera
sentido nunca. Porque yo no había sentido un amor así por nadie. La última vez
que había tenido esa necesidad imperiosa de sacrificarme por otra persona,
había sido acariciando el vientre abultado de mi madre.
Y yo
a Mimi ni siquiera la sentía como a Sabrae. Sólo faltaba. A Mimi la había
esperado.
A
Sabrae la deseaba. A toda ella, a todas sus virtudes y a los defectos que no
tenía. La deseaba contra viento y marea. A ella, y a quien era yo cuando
estábamos juntos.
Y
ella me deseaba a mí. Pero no lo suficiente. Pensé que bastaría, que le gustaba
escucharme hablar y decir gilipolleces, que era en ese sentido un poco como
Diana, a la que le encantaba sentarse a escuchar nuestros acentos mientras
hablábamos de cualquier cosa porque le
encantaba nuestra forma de hablar su idioma.
Pensé
que Sabrae sería paciente y me dejaría aprender el suyo, que todas las cosas
que había hecho mal en el pasado podrían remediarse. Creí que le encantaba la
forma en que yo estaba aprendiendo a chapurrear su lengua, a entenderla, a ver
el mundo desde su perspectiva.
Nunca
pensé que ella creía que lo mío no tenía solución. No me lo había dicho con
esas palabras, pero… por mucho que los dos nos hubiéramos prometido el uno al
otro que lo que importaba era el ahora, ambos sabíamos que no era así. Lo
supimos en el momento en que ella sacó a relucir mi pasado.
Cerré
los ojos y me di la vuelta en la cama, viendo mi vida como si de un videoclip
de una canción electrónica se tratara. Fiestas, luces, sexo, alcohol. Fiestas,
luces, sexo, alcohol. Excesos, excesos, excesos, excesos. Chicas, chicas,
chicas, chicas.
Incluso
drogas, alguna vez. Pero eso ella no lo sabía. Como para que se enterara ahora.
No me
malinterpretes: yo sabía que era
indigno de ella. Que jamás le llegaría ni a la suela de los zapatos, pero… que
ella no me diera ni la oportunidad de escalar por su cuerpo hasta ponerme bien
cerca de su oído, quizá sentado en su hombro, para decirle lo mucho que
significaba para mí… aquello dolía. Dolía como hacía tiempo que no me dolía
nada.
No
iba a tenerla. No la tendría nunca. No le haría regalos que me recordaran a ella
ni me curraría planes guays como hacían mis amigos con sus novias cuando
llegara una fecha especial para Sabrae y para mí. No tendríamos una canción que
fuera solo nuestra. No tendríamos nada asegurado. No habría un día a la semana
que dedicaríamos a vernos de forma fija como Max lo tenía con Bella: nada de
comida familiar, nada de regalos de navidad a la familia del otro, nada de ir a
acontecimientos familiares de la familia el otro, nada de bromas de nuestras
respectivas familias sobre por qué lo aguantas.
Nada de frases nuestras, nada de mensajes por aburrimiento, nada de
declararnos simplemente porque sí. Nada de planes de más de unas pocas horas,
nada de viajes, ni de sexo en sitios que no fueran Londres.
Nada
de vida más allá de nuestro barrio. Nada de vida juntos. Nada de conquistarle
el mundo y entregárselo a sus pies.
-Oye,
Siri-urgí, incapaz de seguir cayendo. No podía más. Estaba agotado, tanto
psíquica como físicamente. Notaba que estaba llegando a un punto crítico, y por
genética sabía que no debía llegar a alcanzarlo, o las consecuencias serían
catastróficas-. Ponme música triste, para rajarse las venas.
-Lo
siento, Alec, pero no tienes ninguna app de relajación. ¿Quieres hacer una
búsqueda en la App Store?
Me
quedé mirando la pantalla de mi teléfono, que había tirado sobre la mesita. El
pequeño ser incorpóreo de centro blanco y tentáculos de colores que era Siri
esperaba a que hablara.
-He
dicho que quiero música para rajarme las
venas, Siri-gruñí. Me apetecía pelearme con alguien. A estas alturas, cualquier
cosa era mejor que seguir callado mientras mi cabeza gritaba. Me daba lo mismo
discutir con mi hermana, mi madre, Tamika, Jordan, la puñetera reina de
Inglaterra o la maldita Siri.
-Si
necesitas ayuda, puedes acudir a un centro sanitario. Esto es lo que he
encontrado en Internet sobre “Teléfono de la esperanza”.
-Pero
qué cojones…-bufé, cogiendo el teléfono y mirando la pantalla, en la que Siri
se había esmerado en colocarme varios resultados de búsqueda que seguro que le
aparecían a la gente con ganas de tirarse por un puente o algo así-. Haz el
favor de ponerme música deprimente, Siri. Me apetece llorar, no suicidarme.
-Creo
que no te entiendo.
-Que
no me voy a suicidar, Siri.
-Eso
está bien-respondió ella, y me pareció que estaba inexplicablemente feliz-. Que
estés pasando por un mal momento no significa que tu vida sea mala…
-Hay
que tocarse los cojones, setecientas libras para psicología barata-bufé
mientras ella continuaba hablando.
-…
sino que simplemente estás pasando un momento complicado. Puedo buscarte vídeos
de perritos en Youtube, si quieres.
-Paso
de perritos.
-Vale.
-Ponme
música deprimente.
-Lo
siento, Alec, pero no tienes música deprimente. Para poder buscarla, debes
suscribirte a Apple Music. ¿O prefieres que busque en la tienda de iTunes?
-Al
final me voy a suicidar, sí, pero por no aguantarte.
-Si
necesitas ayuda, no tienes más que acudir a un centro sanitario. Esto es lo que
he encontrado en Internet sobre…
-Joder,
Siri, que no me voy a suicidar.
-Eso está
bien. Muchas personas te echarían de menos-atacó-. Hay mucha gente que te
quiere. ¿Quieres enviarle un mensaje a alguien de tu lista de contactos
favoritos?
Me
quedé mirando la pantalla del teléfono, estupefacto. Justo en la primera línea
aparecía el nombre de Sabrae. Cómo no. Había intercambiado con ella más
mensajes las últimas semanas que con mi grupo de amigos al completo en todo el
año, y eso combinado.
Pero
que fuera de esperar que apareciera Sabrae no quería decir que estuviera
preparado todavía para verla.
Y se
me cruzaron los cables.
-Para
empezar, Siri, no quiero hablar con nadie, y menos con Sabrae. Lo que quiero es
estar solo, hacerme un bola, escuchar música triste y con suerte morirme de
pena, ahogado en mis lágrimas o deshidratado, me da igual cuál de esas opciones
sean. Además, tampoco me quiere tanta gente. Si me quisiera quien yo quiero que
me quiera no estaría pidiéndote puta música depresiva, sino encargando algún
anillo de boda o polladas de ese estilo, haz el favor de no recordarme lo
miserable que es mi vida.
Después
de un tiempo de silencio, Siri habló de nuevo.
-Creo
que yo te entiendo.
Contuve
las ganas de tirar el teléfono contra la pared y me mordí el labio tan fuerte
que me sorprendió no hacerme sangre.
-Ni
yo me entiendo tampoco, tía, tranquila.
-Creo
que no te entiendo.
-Déjalo,
no te preocupes.
-La
verdad es que no.
-Eres
una puta borde de mierda, ¿lo sabías?
-Respeto
tu opinión.
-Hay
que joderse…-bufé, y entré en la aplicación de música. Bajé por las carátulas
de los discos que me había descargado y me quedé un momento mirando una en
concreto, toda en negro, con letras amarillas, y un tío negro con rastas
disparadas hacia todas direcciones medio girado mirando a la cámara.
Entré
en las listas de reproducción y puse el aleatorio en la que tenía hecha para
The Weeknd.
Y
entonces, el mundo empezó a reírse de mí.
Fue
en ese instante, cuando empezaron a sonar las canciones de mi cantante
preferido mientras estaba tirado en la cama compadeciéndome de mí mismo de una
forma en la que jamás pensé que lo haría, con el mundo descojonándose a
mandíbula batiente de mi situación, cuando verdaderamente escuché la música de The Weeknd. Oí mejor los timbres de su voz,
percibí mejor la emoción que empañaba sus palabras, pude ver el doble sentido
que se escondía detrás de cada rima audaz.
La
gente decía que la música que hacía Abel Tesfaye era música para follar.
No
tenían ni puta idea. No eran capaces de escucharla.
Aquello
no era música para follar. Era música para llorar. Música para quedarte tumbado
en la cama, solo, contemplando el techo de tu habitación mientras tu mente
pintaba el cuerpo desnudo de la chica de la que estabas enamorado sobre ti con
la crueldad de la que sólo puede hacer gala el subconsciente. Las canciones se
fueron sucediendo, todas en una letanía que no hacía más que conseguir que yo
no pudiera dejar de pensar en ella. Cada acorde, cada palabra, cada frase me
hablaba a mí.
Grita mi nombre mientras te beso despacio,
quiero que te quedes aunque tú no me quieras a mí.
El amor verdadero es difícil de
encontrar, así que ella no pierde el tiempo.
Dime mentiras, chica, dime
mentiras, di que eres mía, yo soy tuyo por esta noche.
Angelina, labios como los de
Angelina, como Selena, un culo como el de Selena.
El cielo en su boca, tiene una
lengua del demonio.
Nadie
podía entender de qué hablaba The Weeknd en sus canciones porque nadie había
descubierto nunca sobre quién había escrito él: sobre Sabrae.
Sabrae
estaba en cada sílaba, cada acorde, cada floritura con la voz. Era imposible
que ella fuera la música de mi cantante favorito de una forma tan acertada, que
hablaran de ella años antes incluso de que naciera.
Tragué
saliva y me pasé una mano por el pelo. La tenía frente a mí, encima de mí,
alrededor de mí y dentro de mí. Estaba en mi cama, a mi lado, acariciándome el
pecho y sin llegar a tocarme; estábamos en la discoteca, bailando, y quietos y
en silencio. Estábamos follando y estábamos peleados; estábamos besándonos y
estábamos mordiéndonos; estábamos juntos y estábamos separados; estábamos
unidos y nos echábamos de menos.
Como
una broma tétrica del destino, empezó a sonar Often. Bufé al recordar cómo se había pegado a mí mientras el poema
en turco por cuyo significado ella me había preguntado llenaba mi habitación,
mis pulmones, mi ser. Recordé cómo se había restregado contra mí. Recordé el
sabor de mis besos en su boca. Recordé cómo había sido sentir su espalda en mis
dedos, su melena en mis manos, su aliento en mi pecho. Recordé la cara de
Jordan al verme romper la única promesa que me había hecho a mí mismo: que
jamás bailaría a The Weeknd con una chica que no fuera Bey, que nunca le daría
a una mujer el poder de quitarme esa sensación especial que esa música en
particular me producía.
Recordé
el sabor de Sabrae cuando la probé por última vez. La sensación de orgullo
absoluto cuando apenas sabía dónde estaba gracias a mi lengua. La anticipación
al verla ponerse de rodillas y relamerse al ver mi erección frente a su rostro.
La
gloriosa sensación de estar completo cuando entré en su sexo, en aquel parque
donde no habíamos podido ir a más.
Intenté
apartarla de mi cabeza, pero era incapaz de alejarme de ella: me tenía
cautivado, con garrotes cruzados entre los que me era imposible escaparme.
Sabrae
no sólo me había quitado la ilusión de que ella fuera la primera chica en todo.
También me había quitado a The Weeknd.
Nunca debería haber bailado con ella estas
canciones, me dije, molesto conmigo mismo por haber sido tan estúpido como
para dejarme seducir así.
Y, en
cuanto esa afirmación cruzó mi mente, las barreras que contenían las dos
fuerzas que había en mi interior luchando por el control de mi ser, se
rompieron en mil pedazos.
Y,
para mi sorpresa, la que más le pertenecía a ella empezó a cobrar ventaja.
Nunca debería haber dejado que pensara que
no he cambiado.
La vi ante mí, con los ojos
llenos de lágrimas, diciéndome que lo sentía, pero no. Sufriendo por decirme
que no. Queriendo decirme que sí y atragantándose con su negativa. ¿Cómo has
podido ser tan gilipollas como para pensar, aunque fuera durante un
milisegundo, que ella no te quiere, Alec?
No tendría que haberme ido como lo hice, ni
haberle dicho que estar con ella era perder el tiempo. No tendría que haberme
marchado ni aunque volviera al segundo.
Aquello había sido una prueba
que yo no había pasado. Quería que suplicara. Quería que me arrastrara por
ella, como si no supiera de a qué extremos era capaz de llegar para hacerla
feliz. Y yo podía hacerla feliz. Ser suyo era mi póliza de seguro para hacerla
feliz.
Prométeme que no dejarás que nadie se
interponga entre nosotros. Ni siquiera yo.
Sabrae debería haberme
obligado a prometerle que no permitiría que nadie, ni siquiera yo y no ella, se interpusiera entre
nosotros. Si le hubiera prometido que jamás dudaría de lo que sentía, no
estaría así, machacado, al borde del precipicio, intentando recuperar el
equilibrio perdido.
Dilo más alto, dilo más alto, ¿quién te va a
querer como yo, como yo? Dilo más alto, dilo más alto, ¿quién te va a tocar
como yo, como yo?
Miré
el móvil.
Dijiste que querías ser buena, pero no
pudiste mantener la compostura.
La vi en el parque, la tarde
que me la encontré en Camden, convenciéndome de que hacerlo sin protección era
la única opción que teníamos, de que no podíamos separarnos sin echar un polvo,
por muy peligroso que fuera.
Dijiste que querías ser buena, pero me
suplicas que vaya.
La vi besándome, abriéndome
la bragueta, desabrochándose la falda para poder abrir más las piernas y
recibirme en su húmedo interior.
Oh, que vaya.
La vi abriendo los ojos y
buscando mi mirada. Vi el segundo exacto en que ella recibió mi miembro en su
sexo. Vi el cambio que se producía en todas las chicas cuando las penetrabas
por primera vez, pero esta vez, con ella, como siempre, era diferente. Con ella
todo se multiplicaba por mil. Con Sabrae no existía el placer, la palabra se
quedaba demasiado corta para lo que ella me proporcionaba.
¿Quién te va a follar como yo?
La vi
vestida, la vi desnuda, la vi abriendo los ojos viéndome por primera vez y la
vi cerrándolos corriéndose por primera vez para mí; la vi sonriendo, chulita, y
llorando, delicada; la vi vacilona y la vi sincera. En todos aquellos sueños
había un denominador común: estaba viendo a Sabrae. A la Sabrae que era sólo mía.
Y no volvería a serlo por
haber querido que un espíritu libre como el suyo accediera a encadenarse por
alguien que, claramente, no la merecía.
Paré
la música y me quedé mirando la pared de mi habitación, completamente blanca.
Empezaron a picarme los ojos mientras pensaba que jamás descubriría cómo
contrastaba su piel oscura contra mi pared. No soñaría con ella por dormirme
embriagado en su perfume, ni me levantaría sigilosamente para ir a buscarla
bollos recién hechos para desayunar, ni haría que mi madre sonriese cuando le
dijera que me iba porque había quedado con Sabrae. Todo por ser un estúpido y
un ansioso que claramente no sabe cuál es su lugar.
Me
sentía como uno de esos calzonazos protagonistas de las pelis de tías que tanto
les gustaba ver a mi madre y a mi hermana. Esos que se sentaban en los bares a
emborracharse y lloriquear sobre lo que su novia, o esposa, o rollo, habían
hecho, refiriéndose a ella como “las mujeres”, entre sorbo y sorbo de botellín
de cerveza.
Siempre
me habían cabreado esos tíos. Y ahora me sentía cien veces más patético que
ellos. Porque, al menos ellos, estaban acompañados. Yo estaba solo. No tenía a
nadie con quien compartir mis penas.
Contuve
el impulso de coger el móvil y decirle a Jordan que comprara unas latas de
cerveza para tomárnoslas en el tejado, porque con lo bien que me estaba yendo
el día fijo que me caería, me rompería la crisma y Sabrae no vendría a mi
funeral.
Además,
eso si Jordan accedía a venir a mi casa para algo distinto a ponerme un bozal. Me
había comportado como un gilipollas olímpico con mis amigos. Normal que Sabrae
no quisiera pasar a más conmigo. Dicen que la confianza da asco, y si ya me
había pasado con ella en alguna ocasión, no quería ni pensar en lo que podría
llegar a faltarle si terminábamos juntos.
Me
quedé mirando el móvil. Abrí el navegador y mi dedo se quedó pendido sobre el
icono de mi página porno preferida. No hay nada que no se te cure con una buena
paja. Excepto, quizá, un corazón roto.
Toqué
el icono negro y naranja y me deslicé por la página de inicio, que me mostraba
las perversiones preferidas del día. Supe que estaba muy jodido en cuanto me di
cuenta de que ninguna me llamaba la atención. Ya no me interesaban las mujeres,
por mucho que fueran folladas en posturas exóticas o que follaran entre sí. Me
interesaba una.
Tiré
el móvil sobre mi mesilla de noche de nuevo y traté por todos los medios de
apartar de mi cabeza la imagen de Sabrae entrando en mi habitación, quitándose
la ropa y sentándose a horcajadas encima de mí. No hay nada peor que fantasear
con algo que no va a pasar nunca. Prefería el dolor físico a aquel al que mi
cabeza me sometía.
Mientras
Sabrae se movía sobre mí de una forma tremendamente obscena que hacía que sus
pechos se bambolearan ante mi cara sin que yo sintiera absolutamente nada,
escuché el tintineo de un cascabel que se acercaba. Sabrae se fue fundiendo
poco a poco con mi habitación hasta que se volvió completamente invisible, como
un camaleón que finalmente memoriza su entorno y consigue ajustar los pigmentos
de su piel.
Clavé
la vista en la puerta mientras el tintineo arrítmico se acercaba. Tomé aire y
lo expulsé lentamente. Si era Santa Claus, llegaba un poco tarde.
Pero
no era Santa Claus, sino su mejor ayudante.
Trufas se asomó a la puerta y me miró
con sus saltones ojazos negros, un cascabel pendido de su cuello y una diadema
con cuernos de reno que le tapaba las orejas. Parpadeó al verme tirado en la
cama y trotó hacia mí. Dejé caer una mano para acariciarle entre las orejas, y
el conejo se frotó contra mis dedos como si la vida le fuera en ello.
-Hola,
enano. ¿Por qué no estás con Mimi?
Trufas se me quedó mirando, confuso.
Meneó su nariz como si estuviera hablando en un idioma insonoro, y esperó a que
yo le respondiera.
-A mí
también me ha dejado solo mi chica. ¿Quieres compartir soledad?
Trufas parpadeó de nuevo. Y entonces, se
alejó hasta la pared contraria de mi habitación, dio la vuelta, tomó carrerilla
y…
…¡BUM!
Aterrizó sobre mi vientre derrapando, lanzando un bufido por el esfuerzo y casi
estrellándose contra la pared. Suerte que yo estuve ágil y conseguí
interceptarlo antes de que se abriera ese minúsculo cráneo suyo contra el muro.
Trufas se quedó espatarrado en el
colchón a mi lado un segundo, y luego, se incorporó, se colocó con cuidado
sobre mi vientre, miró un momento la puerta, luego a mí, luego de nuevo la
puerta, agachó las orejas, cerró los ojos, y se hizo una bola peluda y
gordinflona sobre mi abdomen.
No
había visto cosa más adorable en toda mi vida. Le pasé la mano por el lomo y le
rasqué entre las orejas, y juraría que el animal sonrió. Trufas se quedó allí tumbado, dormitando, dándome calor y
manteniendo mis demonios fuera de mi habitación.
Puede
que Sabrae siguiera pudiendo visitarme en mi cabeza, pero por lo menos mi
habitación era mi piso franco, mi zona segura. La presencia firme y corpórea de
Trufas le impedía venir a torturarme
y enseñarme las cosas que me estaba perdiendo.
Me
quedé así durante no se sabe cuánto tiempo, acariciando al conejo mientras éste
dormía plácidamente sobre mi regazo, y meditando sobre cómo había podido
cambiar tanto mi vida. En esas estaba cuando escuché el ruido de unos pasos que
atravesaban el vestíbulo de mi casa y subían las escaleras en dirección a mi
habitación. No necesité verla para ver que se trataba de ella: me había pasado
toda la adolescencia babeando detrás de ella, salivando como un cerdo cuando se
ponía minifalda y más todavía cuando Bey me confesaba que esa noche no se había
puesto bragas porque “se le notarían con la ropa, y eso estaba muy feo”
(aparentemente, decirle a tu mejor amigo, quien casualmente piensa que tienes
un polvazo de aquí a Tijuana, que no llevas bragas, no está nada feo –y menos
aún cuando es verdad-), como para no reconocer ahora sus pasos.
Bey entró
en mi habitación como si ella hubiera pagado mi casa, o por lo menos la hubiera
construido con sus propias manos. Se cruzó de brazos y cerró la puerta con el
talón, y yo la miré.
-¿Por
qué cierras? ¿Me has notado disgustado y vienes a enseñarme las tetas, pero no
quieres que el resto de mi familia te vea?
-¿Lo
que te ha pasado se solucionaría si te enseñara las tetas?-preguntó, alzando
una ceja y caminando hacia mí como una modelo.
-No.
Pero puede que me hiciera el disgusto más llevadero.
-No
te mereces ver mis tetas.
-Pues
ya lo he hecho. Y son muy bonitas.
-Vas
para periodista, ¿eh?
Me
eché a reír, negué con la cabeza y Bey parpadeó despacio. Me pasé la mano que
no estaba empleando en acariciar a Trufas
por detrás de la nuca y me encogí de hombros.
-Aunque
no lo parezca, me siento una mierda. Luego le pido perdón a Tam por cómo la he
tratado.
-Mi
hermana se lo ha buscado ella solita, teniendo en cuenta que jamás te habíamos
visto así de…-me estudió de arriba abajo y frunció ligeramente los labios,
buscando la palabra adecuada.
-¿Cabreado?
-Triste.
-¿Parezco
triste?-me reí, cínico.
-No.
Pero te olvidas de algo-me confesó, inclinándose hacia mí. Juntó sus manos
entre sus muslos y yo no pude evitar mirar allí donde las unía.
-¿De
qué?
-Puedo
verte como eres de verdad.
-¿Y
te gusta lo que ves?
Bey
puso los ojos en blanco, se irguió cuan larga era y se acercó a la ventana.
-He
venido a hablar de cómo te sientes. Tienes esa maldita costumbre de callártelo
todo y llevarlo por dentro… algún día terminarás explotando.
-Mira,
reina B, de verdad que lamento mucho cómo he tratado a tu hermana, y a Jordan,
pero… de verdad, ahora no estoy de humor para sermones.
-Jamás
te había visto así-Bey se volvió hacia mí y yo me la quedé mirando.
-¿Así
de triste?
-Así
de cabreado. Y sí, vale, triste. Pero… nunca te has mostrado tan enfadado.
Nunca te había visto así-repitió, sacudiendo la cabeza.
-Pues
lo estuve hace poco.
-¿De
veras?
-Sí.
-¿Por
qué?
-A
ver si lo adivinas.
-Sabrae…-susurró,
y yo asentí con la cabeza. Puse los ojos en blanco y ella chasqueó la lengua-.
¿Con quién?
-Con
Aaron.
Bey
alzó las cejas, sorprendida. Una sonrisa maligna le rizó la boca.
-Dios,
Aaron. Hace mucho que no le veo. ¿Cómo está?
-Imbécil
perdido-contesté, sentándome en medio de la cama y haciendo que Trufas rodara hasta mis rodillas. El
conejo me lanzó una mirada airada y se arrebujó en mi regazo. Se aseguró de
pisotearme bien los huevos. Puto bicho, pensé,
debería convencer a mamá de que te sirva
en la cena de Nochevieja. Podrías alimentar a medio barrio, gordinflón.
-¿Sigue
estando buenísimo?-inquirió, y yo me la quedé mirando, estupefacto. Apreté la
mandíbula y respiré por la nariz, porque sabía que si empezaba a respirar por
la boca le montaría un pollo a Bey. Ella se mordió el labio, estudiando mis
facciones-. Dios, tiene tu puta mandíbula. Tiene un meneo importante. Los dos
lo tenéis, la verdad sea dicha-quitó una motita de polvo de mi escritorio y se
colocó una mano en la cadera-. Si me propusierais un trío, os diría que sí.
-No
pienso compartirte con nadie, y menos con él, chica.
-Bueno,
pues te tocaría mirar, chico, porque está tremendo.
Ni de coña renuncio yo a sentarme en su cara. Antes muerta.
-¡¡Yo
soy más guapo que Aaron, Beyoncé!!-bramé, y Bey se echó a reír. Trufas abrió mucho los ojos y saltó de
mi regazo, no vaya a ser que la locura fuera contagiosa. Dios, no podía
creérmelo. Mi puñetera mejor amiga había decidido venir a tocarme los huevos
con mi hermano justo en el momento en que yo más mimos necesitaba. Cría
cuervos, y te arrancarán los ojos.
¿A
quién había matado yo para merecer semejante tortura?
-Vale,
Theodore-murmuró, sentándose en la silla del escritorio y cruzando una pierna
por encima de la otra. Alzó una ceja y, mientras sonreía, caí en lo que estaba
haciendo: me estaba distrayendo para conseguir que saliera de mi caparazón y
capturarme en un momento de rabiosa sinceridad.
Le
devolví una sonrisa cansada.
-No
te he llamado Giselle.
-Ya,
bueno, tengo que reconocer que Alec no
tiene el efecto sonoro que sí tiene Theodore.
Tu nombre es insultantemente corto.
-Debe
de ser lo único que tengo corto.
Bey
puso los ojos en blanco.
-Y
como no voy a empezar a llamarte Alexander como hace Max contigo… que, por
cierto, sigo sin entender qué gracia le veis a esa broma interna… pues creo que
te vas a quedar con Theodore. ¿Te parece, Theodore?
-Theodore
es nombre de empollón.
-Yo
una vez me tiré a un Theodore.
-Claramente
estabas confundida.
Bey
se echó a reír y yo noté que sonreía al escuchar su risa. Bueno, puede que no
fuera un puto inútil, después de todo. Si conseguía que ella se riera, es que
algo estaba haciendo bien.
Mi
amiga se mordió el labio cuando terminó de reírse, se frotó las manos, se acodó
en sus rodillas y me miró.
-Perdona
si te hemos hecho sentir mal. No era nuestra intención. Pensábamos que había
ido bien. Venías despeinado, con el típico pelo que proclama que acabas de
tener sexo, y… bueno. Eras nuestro caballo ganador.
-Supongo
que a veces el caballo tropieza. O se rompe una pata-susurré, tan bajo que me
sorprendió que me escuchara. Bey se mordió el labio y se sentó a mi lado en la
cama. Me acarició el pelo y me miró a los ojos.
-¿Quieres
contármelo?
Quise
decirle que no, que me ahogaría si se lo decía.
Pero
de mi boca salió una palabra diferente. En eso, Sabrae y yo éramos tal para
cual. Decíamos lo contrario de lo que deseábamos.
-Sí.
Bey
me sonrió con cariño, asintió con la cabeza, me dio un suave beso en la mejilla
y esperó a que empezara a hablar. Una vez abrí la boca, me sentí como si fuera
una botella de refresco a la que habían agitado hacía poco y que terminaban
destapando. Decir que exploté sería quedarse muy, muy corto. Todo lo que tenía
dentro empezó a salir a borbotones, mientras le explicaba con la voz rota,
pausas para tragar saliva y descansos para coger aire, lo que había pasado esa
mañana a Bey. Cuanto más pensaba en ello, más me dolía lo que había sucedido.
Cuanto
más repasaba lo que Sabrae me había dicho, más decepción escuchaba en sus
palabras. Y algo en mi interior me decía que ella no estaba decepcionada por
que yo le hubiera pedido salir, sino porque lo hubiera hecho en aquellas
circunstancias. Por haber sido mi propio yo
antes de ser el que le pertenecía a ella.
Bey
sacudía la cabeza cada vez que yo comentaba algo sobre la razón que tenía
Sabrae o lo paciente que había sido conmigo; frunció los labios cuando llegué a
mi reacción completamente desmesurada, aunque ella dijo que era comprensible
que me sintiera así, y tragó saliva y sonrió débilmente cuando le conté el
agridulce final con las promesas que Sabrae me había pedido que le hiciera. No
me guardé nada con ella a pesar de lo mucho que Bey me quería, a pesar de que
yo sabía que estaba enamorada de mí, pero no por ser cruel ni hurgarle en la herida,
sino porque era mi mejor amiga. Y, si no puedo contarle a mi mejor amiga lo
destrozado que estoy porque la chica que me gusta me ha dado calabazas, ¿para
qué quiero una mejor amiga?
Para
cuando terminé de hablar, Bey se había cruzado de piernas y también acariciaba
a Trufas, distraída. Sus ojos
marrones se encontraron con los míos y nos miramos durante largo rato. Era como
si estuviera leyendo en mis ojos todo aquello que yo me había guardado, pero no
porque no quisiera decírselo, sino porque no lo había considerado importante.
Sí, me lo había pasado bien besándola y sí, le había hecho promesas que yo
pensaba cumplir en el momento en que las formulé, pero no había dado voz a mis
dudas, a mis miedos. Puede que no tuviera alas ni fuego, pero seguía siendo un
dragón, y no podía sisear como un vulgar lagarto. Si decía aquellas cosas en
voz alta, si rugía, Bey se daría cuenta de hasta qué punto me había cambiado
aquella conversación con Sabrae.
Con
lo que yo no contaba era con que ella viera todavía los restos del fuego que me
habían robado en mis ojos.
-Yo
no creo que haya ido tan mal-susurró ella, apoyándose al lado de mi cadera, de
forma que mi cuerpo estuviera debajo el hueco de su brazo. Alzó una ceja y me
lanzó la típica sonrisa que los amigos esbozan para que el receptor se dé
cuenta de lo tonto que está siendo ahogándose en un vaso de agua. Sacudí la
cabeza y reí entre dientes.
-¿De
veras? ¿Qué parte es la que te ha hecho pensar eso? ¿La de “Alec, no quiero ser
tu novia” o “Alec, no me fío de lo que me dices”?
-¿Eso
es lo que más te molesta? ¿El hecho de que no confíe en ti plenamente?
Tragué
saliva y no respondí, lo cual fue contestación suficiente para Bey.
-Al,
sinceramente, ¿puedes culparla? Es decir… es evidente que necesitáis confiar el
uno en el otro, pero… ponte en su lugar. Ibas a ir a verla, y cancelaste a
última hora por quedarte por ahí, algo borracho y, hasta donde ella sabe,
rodeado de chicas. ¿Qué pensarías tú que habría hecho ella si fueras tú el que
hubiera estado en casa esperándola?
-No
pensaría que me la está pegando con otros. Porque ella no es así. Yo sí.
Bey
puso los ojos en blanco.
-Yo
también lo pensaría de cualquier otro chico, no deberías martirizarte por eso.
-No
lo entiendes, Bey-negué con la cabeza y me incorporé-. Sabrae no es como tú en
ese sentido. Piensa bien de las personas. De todas, salvo de una: de mí. Y lo
hace no porque me tenga especial tirria (créeme, ya hemos superado eso), sino
porque yo le he dado motivos más que de sobra para asumir que, cuando no estoy
con ella por la noche, es porque la estoy pasando con otra mujer.
-Me
parece que ya has avanzado bastante en eso como para que ella te conceda el
beneficio de la duda-Bey alzó una ceja y descruzó y volvió a cruzar las
piernas. Me dejé caer de nuevo en la cama y Trufas
estiró las patas para que mis movimientos repentinos no lo tiraran de mi
regazo. Una vez que me hubo lanzado la mirada asesina de rigor, volvió a
hacerse un ovillo sobre mi vientre.
Me
pasé una mano por el pelo. Era mi pasado lo que había hecho que Sabrae se
negara al futuro que yo le había pedido. No quería arriesgarse a que mi yo
anterior saliera a flote y, francamente, no podía culparla.
-¿Por
qué me dejaste ser quien fui?-le pregunté a Bey, que me miró con el ceño
fruncido-. Mi puto pasado de mierda es lo que ha hecho esto. No preocuparme de
nada ayer hará que me lo quiten todo mañana.
-Eres
una bellísima persona-discutió ella, con la ferocidad de una leona en la
mirada-. Y si ella no puede verlo, es porque está ciega.
-Me
ves con muy buenos ojos, nena.
-Te
veo-contestó, descruzando las piernas y encarándome-. Y si Sabrae te ha dicho
que no, es que no lo hace realmente.
-Ve
quién soy de verdad.
-Es
imposible-Bey sacudió la cabeza, tozuda.
-No,
no lo es Me ve realmente, sin filtros. Me ve de una manera en que tú nunca me
verás. Es objetiva. Tú no lo eres. Hemos pasado por demasiado juntos como para
que no me perdones cada cagada. Sabrae no está dispuesta a hacerlo, y
francamente, lo prefiero así. Así tengo que esforzarme por estar a su altura.
De todas formas… yo ya sabía que no la merecía-murmuré-, pero… escucharlo en
voz alta… no estaba preparado para eso.
Los
hombros de Bey se hundieron al escucharme decir aquello. Allí estaba. Mi talón
de Aquiles. La vulnerabilidad que nunca le había mostrado a nadie más que a
ella, la razón de que ella estuviera dispuesta a dar la vida por mí.
-Para
mí, estaba claro-musitó con un hilo de voz, y yo me la quedé mirando-. No ha
nacido aún la chica que te merezca.
Volvimos
a mirarnos y yo leí el dolor en su mirada. Ya no era mi mejor amiga, o al
menos, no sólo: era la chica a la que yo no correspondía, la que tenía que
verme cada noche marcharme con una diferente cada vez que salíamos de fiesta.
La única que podía besarme cuando se le antojara, pero que no lo haría nunca
como ella lo deseaba.
Bey.
Mi
mejor amiga.
Mi
primer amor.
Y yo
era el suyo.
Le
cogí la mano y le acaricié los nudillos con el pulgar. Todo habría sido tan
sencillo si simplemente el tiempo no nos hubiera dado la espalda… si yo no me
hubiera pillado tan pronto, o Bey, tan tarde.
Si su
primer novio no hubiera aparecido antes, o Sabrae no lo hubiera hecho ahora.
-¿Por
qué no hemos salido juntos?-le pregunté, y ella me miró con cansancio. Una
sonrisa agotada le subió a la boca-. Habríamos hecho buena pareja. Te habría
cuidado mucho. Y tú me habrías impedido meterme en líos. Deberíamos haberlo
intentado. Puede que incluso debiéramos intentarlo ahora-me escuché decir,
porque soy un puto bocazas de mierda.
Bey
me acarició la mejilla con la mano que tenía en la mía, nostálgica.
-Los
dos sabemos que no habríamos terminado juntos. Y no quiero arriesgar lo que
tenemos por cuatro polvos tontos.
-Serían
buenos polvos-repliqué, intentando quitarle hierro al asunto, y Bey rió por lo
bajo. Apretó un poco más la unión de nuestras manos-. Habría sido muy bonito.
-Sí-Bey
me acarició los nudillos, distraída-. Lo habría sido, osito. Pero ya nunca va a
poder ser.
-El
tiempo es un cabrón.
Bey
permaneció callada, pero asintió imperceptiblemente.
-Y el
amor lo es más.
Bey
se mordisqueó los labios para ocultar una sonrisa.
-¿Qué
pasa?
-Nada.
Estaba pensando… es gracioso que estés así.
-¿Te
divierte la depresión en la que estoy a punto de caer? Joder, Beyoncé. Y luego
te quejas cuando nos escuchas decir que las mujeres sois malas. Ni una de
vosotras se salva. Disfrutáis con el sufrimiento masculino.
-¡Imbécil!-contestó,
arrebatándome la almohada y estampándola en mi cara. Trufas hizo una cabriola y de un brinco llegó a mis pies, donde
miró a Bey con furia en sus ojos negros-. Lo siento, Trufi. La culpa es de tu
tío.
-La
culpa siempre es de su tío-bufé.
-Es
que… estoy pensando en que, contra todo pronóstico, me pareces monísimo
suspirando por una chica como lo estás haciendo por Sabrae en lugar de
largándote a boxear como el machito alfa que quieres ser como hacías antes. Me
apetece rodearte de panes y comerte como si fueras un bocadillo.
-¿Quieres
que te diga por dónde puedes empezar?-le dediqué mi mejor sonrisa torcida y Bey
puso los ojos en blanco.
-Trufas, muérdele los huevos-le pidió al
conejo, que dio un paso vacilante hacia mí. Di una palmada en la cama y esperé
a que Bey se tumbara a mi lado. La rodeé con el brazo y Trufas trotó hasta colocarse entre nuestros cuerpos, muy a gusto en
el valle que formaban nuestras cinturas. Bey apoyó la cabeza sobre mi hombro y
dejó escapar un profundo suspiro que hizo que me sintiera un poco mejor.
Incluso cuando estaba en la más absoluta mierda, Bey era capaz de hacerme
sentir la persona más útil y necesaria del mundo. Le di un beso en la frente y la pegué un poco
más a mí, de forma que sus rizos me hacían cosquillas en la nariz, pero me daba
lo mismo.
Habíamos
estado una y mil veces en aquella posición, la oficial para los corazones
rotos, pero no se me escapaba el detalle de que siempre había sido ella la que
necesitó que nos compenetráramos de aquella forma todas las demás veces. Esta
vez, por primera vez, era yo quien requería cariño.
Siempre
había sido yo la roca, el que le sacaba la cabeza del agua. Ahora que era yo
quien se ahogaba, entendía mejor lo difícil que había tenido que ser para ella
intentar conservar un poco de fortaleza para dejarme que la rescatara. A mí me
estaba costando la vida no pensar en
Sabrae y en las cosas que ya no tendría con ella, cosas con las que sólo me
había hecho ilusiones, vale, pero que no dejaban de tener en mi cabeza ese halo
dorado con el que te imaginas todo lo que tiene que ver con el paraíso.
-Estás
muy melancólico-comentó Bey, acariciando a Trufas
con las manos y a mí con sus ojos. Me pasó un dedo por la mandíbula y esperó a
que yo hiciera mi típica broma de intentar mordérselo. No sucedió-. ¿En qué
piensas?
-Sólo
estoy rebozándome en autocompasión-me encogí de hombros-. Se me pasará pronto.
Creo.
-Y,
en vez de eso-Bey se incorporó y colocó una mano en mi pecho para no perder el
equilibrio-, ¿por qué no intentas distraerte? Haz lo que haces siempre que
necesitas despejar la mente. Vete a boxear-se encogió de hombros y cerró los
ojos un momento, pero yo sacudí la cabeza.
-¿Para
añadir lo bien que estoy boxeando últimamente a la lista de cosas por las que
preocuparme?-ironicé, poniendo los ojos en blanco-. No, gracias.
-Siempre
te has comido la cabeza con tu nivel cuando eres el mejor de toda Inglaterra. Y
de parte del extranjero-añadió, mimosa, dándome un beso en la mejilla.
-Sí,
bueno… eso sería antes. Ahora ya no boxeo bien.
Bey
se echó a reír, y su risa musical habría contribuido a abrir un claro entre las
nubes en mi mundo oscuro, de no ser por un minúsculo detalle: yo no estaba en
las tinieblas porque las nubes taparan el sol, sino porque estaba bajo tierra.
-¿Quién
te ha dicho semejante tontería?
-Sergei.
-Un
payaso.
-Noticias
frescas-bromeé-. Pero… tiene razón. Yo lo noto. Ya no es como antes.
-Comeduras
de tarro al estilo Alec Whitelaw.
-Ya
me ha pasado más veces, Bey. Sé reconocer las bajadas de nivel cuando las veo,
porque ya las he vivido más veces.
-¿Sí?
-Sí.
Bueno… una, en realidad-me mordisqueé el labio y la miré-. Cuando me di cuenta de
que estaba enamorado de ti.
Bey
parpadeó despacio, asimilando la información. Ya sabía que yo me había
enamorado de ella cuando me había gustado hacía unos años; yo mismo se lo había
dicho. Siempre había sido completamente sincero en lo que respectaba a mis
sentimientos con todas las personas a las que había involucrado: a diferencia
de lo que les pasaba a algunos de mis amigos, yo no tenía ningún problema en
decirle a mi madre que la quería, o a mi hermana (bueno, eso, cuando no estaba
incordiándome), e incluso a mis amigas. Puede que con los chicos me costara un
poco más, pero incluso con ellos terminaba yéndome de la lengua cuando bebía y
diciéndoles lo mucho que significaban para mí. Era de esperar que Bey ya lo
supiera, pero incluso cuando conoces de antemano la inmensidad del océano, no
deja de ser impresionante verlo por primera vez.
Se
recostó de nuevo a mi lado, esta vez sobre su costado, y jugueteó con su dedo
en mi pecho. Trufas abrió los ojos y
se estiró para reclamar su atención: estaba malgastando su mano en acariciarme
a mí en vez de a él.
Bey
tenía en sus ojos una expresión taciturna, casi soñadora. Parecía estar
considerando las posibilidades de un futuro que acababa de escurrírsele entre
las manos. Me sentí un miserable por poner esa mirada en sus ojos, a pesar de
que parecía feliz sumida en sus fantasías.
-¿He
sido un cabrón diciéndote eso ahora?
-Estaba
pensando en lo bien que suena-me confesó, sonriendo-. Podría acostumbrarme a
que me lo dijeras más a menudo. Incluso si fuera mentira.
-No
es mentira, Bey. Sabes que te quiero un montón. Y que es verdad. Todavía sigo
un poco enamorado de ti. En realidad estoy un poco enamorado de todos vosotros,
realmente. Hasta del puñetero Jordan con esas rastas mugrosas que nos lleva-Bey
se mordisqueó la sonrisa y yo la miré de reojo-. Pero ni se te ocurra
decírselo, que entonces no se las quita y se nos muere virgen.
-Si
te sirve de consuelo, a Tam le parecen sexys.
-Tu
hermana no tiene salvación. ¿Lo sabe ya?
-Lo
sospecha. Yo estoy segura-se echó a reír y sacudió la cabeza. Continuó
haciéndome hablar y consiguiendo que, poco a poco, sacara la cabeza de la
tierra y mirara a mi alrededor. Se acurrucó de nuevo a mi lado y se dedicó a
darme besitos y mimos mientras yo me quedaba callado, mirando al techo,
luchando contra la oscuridad que quería devorarme con la única arma que era su
cuerpo.
-¿Estás
aprovechando que estoy convaleciente emocionalmente hablando para meterme mano,
Bey?
-No
te he metido mano aún.
-¿Y
cuándo vas a empezar? Empiezo a impacientarme.
Bey
se echó a reír de nuevo, y supe que estaba un poco mejor cuando pensé que su
risa podría curarme todos los males.
-Eres
gilipollas.
Contuve las ganas de decirle que me lo solían
decir a menudo, porque los dos sabríamos a quién me referiría yo: Sabrae. La
misma chica que ocupaba todos mis pensamientos incluso cuando estábamos a
cientos de kilómetros de distancia, a la que quería volver estando fuera y de
la que presumía sin tenerla cuando me emborrachaba.
La
que nunca tendría tendida en mi cama, besándome como lo estaba haciendo Bey, de
una forma más placentera aún. La que no se despertaría nunca conmigo, porque no
había rechazado la palabra con la que quería definirnos, sino todo lo que venía
detrás. Incluso si me hubiera dejado algún margen de maniobra o de
interpretación cuando se negó a entregarse a mí, en la conversación que
mantuvimos en el banco después de nuestra sesión de reconciliación a base de
morreos lo había dejado bastante claro. No teníamos permitido hacer nada típico
de parejas: ni regalos de aniversario, ni cenas románticas ni paseos a la luz
de la luna cogidos de la mano (aunque luego bien que se enganchaba a mí cada
vez que se le presentaba la ocasión), nada de acompañarla a casa ni de ejercer
de novio, aunque fuera de forma extraoficial. Lo único que había conseguido
negociarle había sido la expresión “novio en funciones” que le había arrancado
cuando conseguí que me dejara acompañarla a casa de la forma tan peculiar en
que lo hice, pero conociendo a Sabrae como yo la conocía, estaba seguro de que
aquella sería la única concesión que obtendría de ella.
A lo
único a lo que podíamos aspirar era a ser íntimos amigos, tanto en lo emocional
como en lo físico, pero no podíamos ir más allá.
No
relacionaríamos a nuestras familias, no nos presentaríamos a los amigos del
otro refiriéndonos a la relación que manteníamos, no nos exigiríamos fidelidad
(a pesar de que yo pensaba serle fiel a Sabrae, y estaba seguro de que ella
tenía la misma meta que yo), no nos daríamos los buenos días tumbados en la
misma cama.
No
dormiríamos juntos.
Yo no
podría escucharla despertarse mientras mi boca estaba entre sus muslos,
haciendo que el día le empezara de la mejor manera posible. No notaría cómo
despertaba en mis papilas gustativas, no me despertaría yo probándola despacio,
ni me habría escurrido antes bajo las sábanas para quitarle la poca ropa con la
que le hubiera consentido dormir y la habría tenido desnuda ante mí.
Sabrae
jamás se tumbaría en mi cama ni me haría sentir único y especial allí de la
forma en que lo estaba haciendo Bey. Y yo nunca me despertaría con el sabor de
su placer en mi boca, con sus jadeos ahogados sustituyendo al despertador.
-Al…
-No
voy a poder desayunarla-solté sin poder reprimirme, demasiado metido como estaba
en mi ensoñación de la degustación mañanera de Sabrae. No me metería entre sus
piernas en mi cama, no la cogería de las caderas bajo mis sábanas, ella no
arquearía la espalda y hundiría la cabeza en mi almohada mientras mi lengua se
hundía en sus cavidades.
Dios,
me estaba poniendo cachondísimo y tremendamente triste a la vez. Jamás pensé
que aquello fuera posible.
-¿Qué?
-No
voy a poder despertarme y tenerla a mi lado y desearla y decidir cogerla y
comerle el coño para despertarla. No voy a desayunarla nunca-comenté como si
estuviera hablando con la pared, o con Trufas,
un confidente perfecto que podía escuchar pero no revelar secretos.
Y
entonces me di cuenta de que alguien me había hecho hablar. Y no había sido el
conejo con su mirada penetrante. Había sido Bey dirigiéndose a mí.
Me
incorporé un poco y me la quedé mirando. Tenía los ojos abiertos como platos,
estupefacta ante lo que acababa de revelarle.
-No
puedo creer que haya dicho eso en voz alta.
-Yo
sí-discutió, aunque por su expresión no estaba muy convencida-. Es lo que
haces. Decir las cosas en voz alta. Lo que me sorprende es que la quieras como
lo haces y no le hayas dicho absolutamente nada-alisó la sábana a mi lado y Trufas se tumbó sobre su vientre. Le
acarició las orejas al pequeño animal.
-Se
lo dije, ¿recuerdas? Te lo he contado. Y ése
es el problema y la razón de todo este lío. Se lo dije, y no le bastó.
Podría
vivir con que no me quisiera, con que no me deseara. Sería soportable e incluso
me haría la vida mucho más fácil, pero… ¿saber que ella me quería, me deseaba,
y aun así no podía estar conmigo porque no terminaba de fiarse de mí? Aquello
era un peso con el que yo no podía cargar.
Si
Sabrae no me quisiera, o no me deseara, la responsabilidad recaía sobre ella.
Yo no tendría nada que hacer.
En
cambio, si Sabrae me quería, y me deseaba, pero no se fiaba de mí… la culpa la
tenía yo. Y sólo yo.
Me
toqueteé el anillo que me había regalado sin darme cuenta de que lo hacía. Bey
me acarició la espalda y se detuvo en el hombro. Acababa de incorporarse.
-¿Quieres
que hable con ella?
Me
volví tan rápido que me sorprendió que mi cabeza no saliera disparada hacia el
hiperespacio.
-¡NO!
¿Te has vuelto loca?
-Quizá
si yo hablo con ella le haga cambiar de opinión. Tiene dudas respecto a ti,
¿no?
-¿Y
crees que tú puede resolver esas dudas?-puse los ojos en blanco y negué con la
cabeza.
-¿Quién
mejor que yo? No hay nadie que te vea como lo hago yo.
-Beyoncé.
Hablo tres idiomas. ¿Crees que no sé comunicarme?
Bey
arqueó una ceja y le hizo cosquillas a Trufas
en el lomo. El conejo estaba disfrutando de lo lindo con ese festival
inesperado de caricias.
-Hablas
más de tres idiomas.
Sonreí.
-Spasibo za napominaniye—“Gracias
por el recodatorio”.
-Pozhaluysta—“De nada”. Hice una mueca. Vaya, estaba
impresionado. No esperaba que me entendiera nada más que el “gracias”. Debía de
haber estado practicando con Duolingo a mis espaldas.
-Vash russkiy uluchshilsya—“Tu ruso ha
mejorado”.
Bey
parpadeó un segundo.
-Vale,
eso ya no lo he entendido. Sólo “ruso”. Has dicho algo con “ruso”, ¿no?
-Da. YA budu davat' vam chastnyye
uroki—“Sí. Te daré clases particulares”.
Bey
volvió a poner los ojos en blanco.
-Alec,
para. No te entiendo cuando me hablas en ruso, y sabes que el acento que te
sale es mi debilidad.
Le
dediqué mi mejor sonrisa torcida, la que llevaba el nombre de la condición que
Sabrae me atribuía, y le guiñé un ojo.
-Vot pochemu ya delayu eto—“Por eso lo
hago”.
Bey
me dio un empujón.
-Eres
un gilipollas. Para. ¿No me habrás insultado?
La
agarré de las muñecas y tiré de ella para pegarla a mi pecho.
-¿Cómo
te voy a insultar, con lo que yo te quiero, Bey?
-Olvídate
de mi propuesta de interceder por ti ante Sabrae. Es más, puede que vaya a su
casa y le diga que ni se le ocurra aceptar salir contigo.
-¿Y
qué dirás para convencerla?
-Que
la tienes enana.
Solté
tal risotada que Trufas dio un
brinco.
-¿No
se te ocurre nada mejor?
-Es
simple, pero efectivo.
-Bey.
Literalmente hemos echado un montón de polvos. Creo que el tamaño de mi polla
está en la lista de pros que Sabrae haya hecho mentalmente para tomar su
decisión.
-Pues
le diré que no es lo bastante grande como para aguantarte las gilipolleces.
-Tengo
que decir muchas gilipolleces para que mi rabo no lo compense.
-Las
dices.
-¿Segura?
Ni siquiera lo has visto.
-Debería
medirte tres metros para que te las pasen todas-protestó, y yo parpadeé.
-Vale,
tres metros no me mide, pero… hago unos cunnilingus
que te mueres del gusto.
-Porque
tú lo digas.
Sonreí.
-Tengo
que reconocer que la jugada estaba genial, Bey, pero yo ahora soy un hombre
nuevo, decente, comprometido… créeme, si me hubieras pillado hace un par de
días estaría encantado de hacerte una
exhibición de mis artes amatorias, pero ahora ya es un poco tarde.
Puso
los ojos en blanco y fingió una arcada.
-Sabrae
es una santa por haber accedido a que os sigáis viendo. Yo te habría mandado de
una patada en los huevos a Suecia. Como mínimo.
-Es
que ella ha…-empecé, pero Bey levantó un dedo.
-Como
hagas alguna coña en referencia a tus huevos, te juro que me levanto y me voy y
te dejo solo con tus miserias, Alec.
Me
pasé una cremallera imaginaria por la boca y ella asintió con la cabeza y me
dio las gracias.
-Aunque
tengo que decir que son de buena cali…
-¡¡Alec!!-Bey
volvió a empujarme y sacudió la cabeza. Se echó a reír-. Ojalá pudiera decir
que no puedo culparla por no querer aguantarte como lo hago yo, pero es que
eres gracioso de cojones.
-No,
si ella también piensa que soy gracioso. Vamos, nunca hemos tenido una conversación
en la que tocáramos el tema directamente, pero me ha dicho muchas veces que se
lo pasa genial conmigo, y… es que se le ve. Es tan guapa cuando se ríe…-me noté sonreír mientras pensaba en cómo
se le achinaban los ojos cuando se reía, cómo se curvaban sus labios, lo
blancos que tenía los dientes y el baile de las pecas de su nariz mientras
soltaba una carcajada que sonaba a música celestial. Madre mía. Empezaba a
pensar que no sabían quién era su madre biológica porque ella no tenía madre biológica. Era tan
perfecta y tan preciosa que tenía que haber caído del cielo. Nadie era capaz de
hacer algo tan hermoso como Sabrae.
Tenía
que ser hija directamente de los dioses. Eso explicaría la pureza de su alma.
Bey
se sentó con las piernas cruzadas y se acodó en sus rodillas. Parpadeó.
-Me
encanta verte así.
-Y a
mí sentirme así, nena. A pesar de toda esta movida, me siento muy afortunado de
que me deje estar cerca. Puede que no sea digno de poder llamarla mía, pero por
lo menos lo soy de tenerla conmigo. Es tan genial… aunque no quiera estar
conmigo, consigue que todo lo que hacemos sea especial. Aunque lo haya hecho ya
un millón de veces, Sabrae consigue hacerlo diferente.
Bey
frunció el ceño y chasqueó la lengua.
-Es
increíble que, con lo inteligente que eres, seas tan tremendamente tonto, Al.
-¿Por
qué dices eso?
-¿No
crees que si ella realmente pensara que no la mereces y no quisiera estar
contigo, no te habría hecho prometerle que no dejarías que nada os separara? No
sé, Al, pero creo que estás haciendo un mundo de todo esto, y estás tan cegado
con lo que sientes con ella que eres incapaz de ver lo que ella siente por ti.
Creo que ella te hace valiente y tú la haces valiente a ella y, a la vez, sois
el punto débil del otro. Si no, ella no te habría pedido que no dejaras que os
separasen. Y no creo que piense dejarte marchar. Al fin y al cabo, llevas su
anillo en tu cuello, ¿no?-señaló el pequeño amuleto que llevaba poco tiempo
conmigo y con el que yo estaba jugueteando, y me lo quedé mirando-. Quizá sea
una tontería o quizá lo esté sacando yo todo un poco de quicio porque te he
visto con ella y te he visto solo, antes y después de Sabrae, pero… no creo que
te lo diera por capricho. Creo que te lo dio porque quería estar contigo
incluso cuando estuvierais separados. Es como una especie de prueba de su fe.
Para que, cuando os pasaran cosas como la de hoy… no tuvieras dudas de que todo
esto para ella también es importante.
Estudié
el anillo, que se notaba un poco desgastado por los bordes por el uso. Yo no me
lo había quitado desde que ella me lo había entregado nada más que para
ducharme, y a veces incluso ni eso, sólo por el placer de sentirla conmigo
mientras estaba desnudo con el agua recorriéndome el cuerpo, fantaseando con
que eran sus manos.
Fue
en ese momento cuando me di cuenta.
Había
sido un completo estúpido. Yo jamás dejaría de luchar por Sabrae, jamás dejaría
de ser el dragón con el que conquistaría el mundo, porque siempre la tendría
conmigo. Incluso cuando dudara de mis sentimientos hacia ella o de los suyos
hacia mí, seguiríamos estando juntos y mi fuego no se apagaría, porque llevaría
su anillo al cuello, igual que el diente de tiburón que me recordaba a Grecia y
a Perséfone. Sabrae era tan parte de mí como lo eran las islas donde me había
pasado cada verano. Sabrae era otro idioma más en el que estaba aprendiendo a
hablar.
No me
cansaría de esperarla nunca, porque habría una parte de mí que siempre estaría
con ella y que por lo tanto ya no tendría que esperarla. Siempre podría volar.
-Eres
la mejor amiga del mundo, ¿lo sabías?-le dije a Bey, y ella sonrió, me dio un
abrazo y un beso en la mejilla, y me dijo que estuviera tranquilo, que todo se
solucionaría pronto. Se marchó para dejarme solo con mis pensamientos ahora que
eran constructivos y no destructivos, y cuando me tumbé en la cama con Trufas sobre mi vientre y volví a
escuchar música que me recordase a ella, tuve claro que pedirle salir había
sido lo mejor que había hecho en mucho, mucho tiempo, aunque no hubiera salido
como esperaba.
Me
pasé la tarde tirado en la cama sin hacer absolutamente nada más que escuchar
música, con la silenciosa pero comprensiva compañía de Trufas. Escuchaba desde mi habitación los sonidos de mi madre
trajinando en la cocina, e incluso contemplé la posibilidad de bajar a ayudarla
para demostrarme a mí mismo, y al universo, que no era tan indigno de Sabrae
como ambos me habían hecho creer. Es decir, por supuesto que no me la merecía,
pero tampoco de una forma tan tajante como había pensado al principio de la
tarde.
Finalmente
decidí darme un respiro a mí mismo y no salir hasta que sintiera que estaba
verdaderamente listo, lo cual sucedió cuando vi que se encendía la luz del
invernadero que mi padrastro le había construido a mi madre por su primer
aniversario de bodas. Al principio había sido un pequeño habitáculo de paredes
de cristal en la que apenas podías caber de pie, pero poco a poco, con la
afluencia de flores a la que mi madre había sometido nuestra casa, Dylan había
ido ampliando el espacio hasta hacer de él un pequeño paraíso floral más grande
que mi habitación y la de Mimi combinadas.
Trufas trotó a mi lado, negándose a
dejarme solo, saltando de piedra en piedra para no mancharse las patitas con el
césped, en dirección a la pequeña casa de cristal. Abrí la puerta y el conejo
entró como un bólido en dirección a la esquina donde mamá cultivaba las
zanahorias con las que premiaban al animal cuando se portaba especialmente
bien. Mamá estaba inclinada sobre una mesa de acero pintada de negro, cambiando
de maceta unos alhelíes. Levantó la vista cuando me escuchó acercarme y me
sonrió.
-Hola,
tesoro. ¿Vienes a hacer de ayudante de jardinería?
-Me
apetecía verte-musité, acariciando unas flores gigantescas cuyo nombre no
recordaba. ¿Eran hibiscos, quizá? Mamá tenía un don para hacer que sus plantas
florecieran durante mucho tiempo y en épocas en las que no solían darse.
Mi
madre sonrió, se apartó un mechón de pelo de la cara con el antebrazo y
constató:
-Ya
estás mejor.
-He
estado un poco de bajón, pero ya estoy bien.
-¿Qué
te ha pasado? Sabes que puedes contarme lo que sea, cariño.
-No
pasa nada. No tiene importancia.
Mamá
me miró un instante, quizá sopesando la posibilidad de decirme que sabía casi
con total seguridad lo que me había pasado aquella mañana… y que sospechaba
quién era la chica que me hacía ir hacia su invernadero, en busca de la flor
que le había regalado sin yo saberlo. Terminó por no decir nada y continuar
tarareando para sí mientras yo me sentaba a su espalda y la miraba trabajar. Saqué
el móvil del bolsillo de mi pantalón y lo miré. No había ningún tipo de
notificaciones, ni siquiera de las historias de Sabrae. Curioso, me metí en su
perfil, y descubrí que la última historia que había subido a Instagram era en
casa de su amiga Taïssa, hacía 22 horas. Me pregunté si estaría bien. Nunca
había estado tanto tiempo sin subir nada, aunque fuera sólo una foto.
Una
idea terrible me asaltó: puede que ella estuviera hecha polvo también después
de lo de esta mañana. Había visto lo mal que lo había pasado para decirme que
no, sabía que no había sido plato de buen gusto para ella y que había sufrido
cuando yo le dije aquellas cosas horribles que no sentía en absoluto. Puede que
se estuviera comiendo el coco como me lo había comido yo.
O
puede que simplemente estuviera ocupada.
Me
quedé mirando su perfil mientras decidía mi siguiente movimiento. No quería
atosigarla, puede que estuviera haciendo cosas y se hubiera olvidado de subir
historias. Puede que estuviera aovillada en su cama escuchando música triste, o
dando saltos con sus hermanas o sus amigas escuchando canciones alegres sin
ningún tipo de profundidad.
Puede
que estuviera cocinando con su madre o cantando con su padre. Puede que
estuviera haciendo un millón de cosas que no tenían nada que ver conmigo.
Sabrae
era el centro de mi sistema solar, la estrella que yo orbitaba. Un planeta no
sobrevive sin estrella, condenado a estallar con ella o a enfriarse hasta el
cero absoluto mientras vaga por el espacio sin ningún tipo de rumbo ni esperanza.
Pero la estrella no necesita a sus planetas para ser: la estrella brilla
independientemente de si está sola o acompañada. El planeta necesita a la
estrella para distinguir día de noche, pero la estrella vive en un verano
constante en el que jamás hay crepúsculo ni tampoco amanecer.
Necesitaba
saber que estaba bien, pero puede que necesitara espacio.
No
podía enviarle un mensaje, pero necesitaba una señal de que estaba viva.
Levanté
la cabeza hacia el cielo. La luna se ocultaba entre las nubes, pero dibujaba un
halo blanquecino allí donde éstas no conseguían vencerla del todo.
Trufas se frotó contra mis piernas y
mamá cogió sus tijeras de podar y se dirigió hacia unas flores que estaban a mi
derecha, en las que yo no había reparado, y me quedé de piedra. Se trataban de
rosas de un color muy peculiar. Eran doradas. Como la que le había dado a
Sabrae y que ahora ella tenía en su habitación, congelada para siempre en su
estado de máxima belleza como la flor de La
bella y la bestia.
-¿Cuáles
son las posibilidades de conseguir una rosa amarilla que siga floreciendo a
estas alturas del año?-pregunté a mi madre, seguro de que aquello tenía que ser
una señal divina. Mamá se giró y puso los brazos en jarras, torciendo la boca.
-Muy
pocas, pero… tengo que decir que el mérito no es mío. Sherezade me trajo un
tallo para que yo lo plantara.
Y,
sin más, se dio la vuelta. Yo me quedé mirando cómo cortaba los tallos muertos
mientras un pensamiento me rondaba la cabeza.
Las
flores del invernadero de mi madre eran las mismas que las del jardín de
Sabrae. De alguna forma estábamos conectados incluso si yo me quitaba el
colgante con el anillo, porque, mimadas como estaban, aquellas rosas jamás
morirían. Y Sabrae tendría la suya eternamente florecida, nunca marchita, en su
habitación.
Ésta es nuestra señal, me susurró al
oído una voz tan parecida a la suya que por un momento pensé que la tenía
conmigo. Esperé con impaciencia a que mamá terminara de podar y pasara a rosas
rojas como la sangre, me levanté y cogí una rosa amarilla. Mamá me miró.
-¿Te
gusta?
-Es
preciosa-tenía la forma perfecta, la redondez de una pera en su base una
espiral en la parte de su abertura.
-¿Quieres
cortarla?
-¿¡Por
qué!? Es preciosa.
-Quizá
quieras dársela a alguien-insinuó, y yo la miré.
-¿Qué
te hace pensar que no lo he hecho ya, madre?
Mamá
se echó a reír, negó con la cabeza y suspiró:
-¿Sabes,
Alec? En el fondo, siempre supe que eres de los que regalan flores.
Puse
los ojos en blanco y sacudí la cabeza. Le hice una foto a la rosa y pasé el
dedo por encima para mirar los diferentes filtros, pero no había nada que
estuviera mejor que la imagen al natural. Tomé aire y toqué “compartir
historia”.
Sabrae
no me contestó directamente, pero no se hizo de rogar. A los dos minutos, mi
móvil vibraba con la promesa de una nueva notificación.
¡Saab.🍫👑 (@sabraemalik)
ha compartido una historia nueva!
Contuve el aliento y deslicé
el dedo sobre la notificación. Me mordí el labio para no echarme a reír como un
poseso y que mi madre nos descubriera. Había respondido a mi rosa con una foto
en la que ni siquiera me había mencionado, pero que era importante para mí. Se
veía mi sombra en aquella imagen.
Era
la escultura griega delante de la que nos habíamos besado antes de ir a los
iglús. La escultura de cuya historia le había hablado y tanto le había gustado.
Delante de la cual le había prometido descubrirle Grecia.
Que
les jodan a los demás. Que les jodan a cómo llaman a las cosas que los atan y
lo que esperan los unos de los otros. Puede que Sabrae no quisiera llamarse mi
novia, pero con aquella foto me estaba demostrando algo: las promesas que nos
habíamos hecho seguían en pie. Las que nos habíamos hecho y las que nos
haríamos, hijas de las ilusiones que nos haríamos el uno al otro. La haría mía
en mi cama, en la suya y en alquiladas; aquí, en Londres, y en un montón de
ciudades más. La luna nos vería cogernos de la mano desde diferentes puntos del
mundo. Algún día, la tomaría en la misma playa en la que había estado con una
chica por primera vez.
Algún
día, le descubriría Grecia.
Apúntate al fenómeno Sabrae 🍫👑, ¡dale fav a este tweet para que te avise en cuanto suba un nuevo capítulo! ❤🎆
Además, 🎆ya tienes disponible la segunda parte de Chasing the Stars, Moonlight, en Amazon. 🎆¡Compra el libro y califícalo en Goodreads! Por cada ejemplar que venda, plantaré un árbol ☺
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Empezaron a picarme los ojos mientras pensaba que jamás descubriría cómo contrastaba su piel oscura contra mi pared. No soñaría con ella por dormirme embriagado en su perfume, ni me levantaría sigilosamente para ir a buscarla bollos recién hechos para desayunar, ni haría que mi madre sonriese cuando le dijera que me iba porque había quedado con Sabrae.” No voy a decir que he llorado con esto, pero es que joder he jodidamente llorado. Me parece precioso ver como Alec ha reaccionado porque a pesar de la tristeza poco a poco el estado cambiando y ni siquiera se está dando cuenta. Al principio de la novela ni de coña hubiese reaccionado así y ahora no solo comprende a Sabrae si no que la defiende y encima es capaz de ir mas alla y entender de verdad que es lo que ella siente. Me ha puesto súper soft el hecho de que crea que nunca llegara a hacer esas cosas con ella cuando todos sabemos que si y será precioso ver el primer despertar de ambos y luego recordar esto. Poco a poco me estoy enamorando yo también de Alec y eso es algo que al principio de esta novela tampoco creía por lo menos factible.
ResponderEliminarLuego esta el hecho de que no me puedo reír mas con el, el momento pelea con Siri ha sido la puta hostia y es que no puede ser que este chaval me haga reir y llorar en un solo capítulo (scott malik vibes)
Por último destacar lo cuquisima que ha sido Bey y lo cuqui que ha sido el momento de los stories. No es que sea couple goals, es que literalmente inventaron ellos ese término.
He puesto BUSCARLA en vez de buscarle por qué soy así de analfabeta debería cerrarme el blog
EliminarDios es que estoy descubriendo a un Alec totalmente diferente de como era en cts y como empezó siendo en esta novela, no miento si digo que me muero de ganas de seguir escribiendo su evolución porque ahora que van a empezar a ser cercanos va a ser muy jarto lo que Sabrae le va a influir y le va a corregir en lo que hace mal.
No sabes la ilusión que me hace que me digáis que os estáis enamorando de Alec "cuando no pensabais que fuera posible" porque tía, es que me hace pensar que estoy a su altura y que estoy haciendo las cosas bien con él y buf, la sombra de Scott es muy alargada y oscura pero ver que él pocoa poco se hace camino me pone tiernísima.
Y bueno que es un payaso lo sabemos todos, el rey de Europa, ya no de España eh, de Europa
Y Bey por favor no la apreciamos lo suficiente es que se merece un monumento
mira Alec me ha dado mucha pena, no sabía que podía ser tan inseguro cuando dice que no la merece y es que ay pobrecito ���� y luego Bey es que QUIERO SER SU AMIGA Y QUE ME DE CONSEJOS Y ME AYUDA ASÍ. Y mira la parte de los 2 abrazaditos y juntitos es que no se pueden ser más monos me los quiero comer
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