domingo, 31 de marzo de 2019

Muerte súbita.


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Qué equivocado había estado hacía unas semanas, cuando creía que con lo que más daño podía hacerme Sabrae había sido su “no”. Qué imbécil había sido creyendo que no había nada que pudiera hundirme más que aquello, que no habría nada que pudiera volverme más loco de lo que lo había hecho aquella negativa que, ahora, había descubierto que no era realmente suya.
               No sólo resultó que Sabrae sí podía hacerme más daño que entonces, sino que descubrí en aquel preciso instante que ella era la única que podía convertirme en una persona a la que incluso yo mismo detestaba. Podía destruir todo cuanto yo era y todo de lo que me enorgullecía; convertir todos mis virtudes en cenizas y hacerme un monstruo compuesto de unos defectos que yo ni sabía que tenía.
               Resultó que Sabrae era la que me había enseñado el mundo de posibilidades que se abría ante ti cuando te enamorabas… y lo había destruido con un hechizo horrible que sonó tal que así:
               -Hijo de puta-escupió, pasándose el dorso de la mano por el labio, donde mi sangre aún mantenía unida nuestra unión-. No sé cómo he podido estar tan ciega estos meses. Todo lo malo que dicen de ti es verdad. Incluso peor.
               Puede que no fuera a graduarme con mis amigos; puede que fuera a repetir curso o que incluso jamás consiguiera graduarme (al paso que iba, cada vez veía más negro conseguir aprobar el último curso y que me dieran el título, ya no digamos si no tenía a nadie apoyándome y obligándome a estudiar como lo había hecho Sabrae); puede que yo no fuera el listo de mi clase y no destacara en nada más allá de educación física, pero eso no significaba que yo fuera gilipollas.
               Aunque Sabrae no quisiera decir en voz alta el sujeto de aquella oración, quiénes hablaban de verdad y lo que decían, los dos sabíamos que estaba hablando de sus amigas. Con las que se suponía que no se hablaba, las que le habían montado un pollo impresionante. Aquellas a las que iba a elegir antes que a mí.
               -No todo-me escuché responder, relamiéndome el labio y disfrutando del sabor metálico de mi sangre en la boca, como lo había hecho durante los mejores combates de boxeo. No había nada más alentador que sentir el dolor mezclado en la sangre que te llenaba la boca durante una pelea: te hacía darte cuenta de que por fin estabas ante un rival a tu altura, y de que la lucha estaba interesante-. Jamás me he tirado a nadie de la realeza. Aunque no sería por falta de ganas.
               Ni siquiera sé por qué dije aquello. Estaba tan rabioso, tan fuera de mí, tan dolido por la cantidad de cosas horribles que nos habíamos gritado, que no nos reconocía a ninguno de los dos: ni a mí, ni a ella.
               Porque no te equivoques: si hubiera tenido a mi Sabrae delante de mí, ni siendo un monstruo habría querido lo que pretendía con aquellas palabras. Quería hacerle daño. Arrancar de ella alguna reacción que justificara el deseo oscuro que me atormentaba y me revolvía las entrañas: si ella perdía los papeles conmigo, yo podría perderlos con ella, y podríamos enzarzarnos en una lucha a muerte en la que sólo podría quedar uno. Muerte súbita.
               Estaba convencido de que éramos dos montones de pólvora a los que dos llamas se acercaban por sus respectivas mechas, y que el que antes estallara sería el que vencería.
               -¿Alec?-preguntó, y en la forma en que pronunció mi nombre escuché algo que me aterrorizó: repugnancia. Asco. Cansancio. Un final. Aquella muerte súbita a la que yo me había lanzado, en la que ella me hundiría.
               Qué imbécil era creyendo que podía salir victorioso de hacerle daño, cuando su dolor era el mío incluso cuando yo era quien más quería hacerla sufrir.
               -¿Sí?
               -Vete a la puta mierda.

sábado, 23 de marzo de 2019

Mi yo de diciembre.


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Alec se me quedó mirando, estupefacto, con la mano en la mejilla como tantas veces había estado la mía, y sin embargo de una forma en la que la mía no lo había estado nunca.
               -Pero, ¿¡esto a qué cojones viene!?-ladró, impresionado por mi arranque de ira, y no sé qué me molestó más: que se atreviera a indignarse conmigo, o que ni quisiera admitir que sabía de sobra a qué se debía todo aquello. Me crucé de brazos y alcé las cejas, haciendo uso de un autocontrol que no sabía que tenía. Quería cargármelo, quería gritarle hasta que mis pulmones estallaran en una explosión de fuego y vísceras, quería que se arrepintiera hasta de la última sílaba que hubiera pronunciado con mis amigas.
               También quería castigarlo, y quería hacerlo de un modo tan oscuro que me habría asustado de estar yo en mis cabales. Pero no lo estaba.
               -No lo sé, ¿a qué piensas que viene?-respondí, tajante, juntando tanto las cejas en un ceño fruncido que por un momento pensé que mi cráneo acusaría tanto la presión de mis músculos faciales que terminaría por resquebrajarse. No sabía cómo estaba haciendo para no temblar de pies a cabeza, pero estaba tan estática que cualquiera habría dicho que era una estatua que derrochaba ira por sus cuatro costados.
               Alec gruñó por lo bajo algo que yo no conseguí entender, y que me enfureció todavía más. Dado que era tan gallito con las chicas, ¿por qué no lo era conmigo? Si tanto le gustaba sacar la lengua de paseo con mis amigas, ¡que también lo hiciera conmigo, con quien para colmo se suponía que tenía más confianza!
               -Supongo que no serás tan cría de molestarte porque no haya podido quedar antes-bufó, frotándose la cara y mirándose la mano, como si esperara encontrársela ensangrentada. Me dieron ganas de arañarle-. Sabías que tenía curro; si querías quedar antes, deberías habérmelo dicho y podría haber cambiado el turno. No puedo permitirme que me echen, ¿sabes? Especialmente ahora que tengo tantos gastos, no puedo simplemente no presentarme porque a ti te apetezca… lo que sea que te apetece-hizo un gesto desdeñoso con la mano en mi dirección, mientras arrugaba la nariz como si acabara de oler una mierda-, porque está claro que sexo no es.
                Aquel gesto fue lo que terminó con el poco saber estar que aún me quedaba.
               No sólo me mentía.
               No sólo me hacía tener una pelea increíble con mis amigas, con Amoke, con la que nunca había tenido una movida tan grande como la que acababa de venírseme encima.
               No sólo me trataba como una chiquilla desvalida que no puede cuidar de sí misma y que necesita que la representen en todo momento.
               No sólo se comportaba como si él fuera el caballero de la brillante armadura que debía guardarme de todos los males, como si yo fuera una patética damisela en apuros…
               … sino que, para colmo, todavía me trataba con chulería, como si yo fuera una niña caprichosa que no sabe procesar que le han dicho que no, a la que le entra un berrinche impresionante en plena juguetería. Alec me estaba hablando con el mismo tono de voz que llena los grandes almacenes en época navideña, cuando los padres se enfrentan a unos niños maleducados y tremendamente mimados que quieren todo y no están dispuestos a renunciar a nada.
               Estaba chalado si pensaba que se lo iba a consentir.
               -¡¿De verdad piensas que mereces sexo después de cómo la has cagado a niveles interdimensionales, Alec Whitelaw?!-bramé, y Alec alzó las cejas y se llevó una mano al pecho.
               -Vaya, ¿ahora nos tratamos por los apellidos?

domingo, 17 de marzo de 2019

Tormenta.


En memoria de Felicité "Fizzy" Tomlinson.

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Alec estaba tardando mucho. ¿Cuánto se suponía que debería llevarle encontrar un preservativo en una fiesta atestada de adolescentes con las hormonas revolucionadas, igual que nosotros? ¿Una fiesta que, además, estaba hasta los topes de machitos como él?
               Él ya no es un machito. Ya no. No del todo, al menos.
               Descrucé las piernas y las volví a cruzar, abrazándome a mí misma y mirando en derredor mientras esperaba a que el milagro ocurriera y él por fin apareciera por la puerta. Mientras estudiaba los rincones de aquella habitación en la que había empezado todo, que representaba para mí lo mismo que el Jardín del Edén había representado para la humanidad, no podía dejar de fijarme en lo diferente que era aquel lugar no sólo de lo que se suponía que era la cuna de la humanidad, sino también de mis recuerdos, todos con el tono sonrosado que Alec ponía en ellos. Nunca me había fijado en que había un cuadro que formaba la silueta de una ciudad que no sabría identificar con luces de neón en tonos rosas y azules, ni en el pequeño reproductor de CD portátil que había en una esquina, con el enchufe rodeándolo como la cola de un gato metálico cuando éste se sentaba a esperar a que su amo llegara a casa. No tenía mucho sentido que aquel aparato estuviera allí, especialmente si contábamos con que la habitación se encontraba en el corazón de una discoteca, y la música que atronaba en la sala de baile hacía temblar las paredes y la puerta al ritmo del bajo o de la batería que estuviera sonando en ese momento, y que daba el pulso de un corazón a la estancia.
               En una esquina, había una papelera de metal oscuro en la que una bolsa de basura cubría la abertura. Llevada por la curiosidad, como si no supiera para qué se usaba esa sala en realidad, me levanté del sofá y me fui hasta ella, sin saber qué esperaba encontrar más allá de entretenimiento y de silencio para las voces de mi cabeza que me instaban a salir fuera e ir en busca de Alec, porque él nunca había tardado tanto en volver conmigo, él nunca me había hecho esperar tanto, él nunca…
               Condones.
               Usados.
               Eso era lo que había en la papelera. Eran solamente dos, y estaban arrugados por el uso. Me pregunté quién habría estado allí antes que nosotros, o si aquellos restos de pasión eran lo que había quedado de las últimas veces que Alec y yo habíamos entrado allí. Por lo menos, aquellas últimas veces habíamos estado juntos y no nos habíamos separado por nada del mundo; habíamos ido al baño a la vez, no sin antes asegurarnos de que Jordan se enteraba de que no estábamos despejando la sala, sino simplemente dejándola sin vigilancia un momento, y habíamos vuelto derechitos de nuevo a la habitación morada con el sofá de cuero blanco casi corriendo, con ganas de más.
               Me abracé a mí misma, lamentando haber dejado mi chaqueta con Momo en lugar de habérmela traído con Alec (aunque se suponía que con él no la necesitaría, e incluso me sobraría el vestido) y preguntándome por millonésima vez qué le habría pasado y si necesitaría que fuera en su busca. Recogí mi bolso del suelo y saqué el móvil, sólo para comprobar que en la pantalla de notificaciones no había ninguna llamada perdida, ni siquiera un mensaje suyo en el que me dijera qué le estaba retrasando tanto o si cancelábamos nuestro polvo.
               Me senté de nuevo en el sofá y me aparté los rizos de la cara, mordisqueándome el labio y entrando en la conversación con él. Estudié los últimos mensajes que nos habíamos enviado, en los que quedábamos en la discoteca a una hora que para mí había resultado demasiado tarde, y sonreí cuando me encontré con los últimos mensajes de coqueteo.
¿Llevas tú o llevo yo?
¿Y si llevamos los dos?
No hagas promesas que no puedes cumplir después, bombón😉
¿Crees que me cansaré? Vas listo.
¿De mí? Ni de coña. Soy demasiado guapo.😎
Hablaba del sexo 😏
De eso todavía menos, que es muy bueno.
😂😂 lleva tú, anda. Yo no tengo, ya lo sabes. Y no pienso pedírselos a Scott. Me estaría tomando el pelo hasta el día en que me muriera.
Lástima. Ya contaba con que no los tenías. Si yo te los llevara, tendría una excusa para verte antes.
Si vinieras a verme antes los dos sabemos que no te marcharías. Soy demasiado guapa. 😎
¿Piensas que beso el suelo por donde tú pisas, chica?
¿No lo haces, chico?
No pienso ponértelo por aquí, que te conozco lo suficiente como para saber que eres capaz de hacer captura de pantalla por si se me ocurre borrar el mensaje.
😂
               Noté que mis mejillas se hinchaban con mi sonrisa, entendiendo la cortísima palabra que Alec había dicho en el último mensaje. Sí.

martes, 5 de marzo de 2019

Romeo con acento inglés.


Tengo dos buenas noticias y una mala: la mala es que este fin de semana no podré subir capítulo, porque tengo que estudiar para un examen del viernes 15.
Y las dos buenas son que:
1. ¡Hoy es el cumpleaños de Alec! y
2. Para celebrarlo, aquí tenéis un capítulo bien largo. 32 páginas, concretamente. ¡Que lo disfrutéis!
Y muchas gracias a las que me seguís hypeando la novela. He pasado una semana un poco plof emocionalmente hablando, pero me habéis terminado de animar haciéndome ver que hay gente a la que le gusta esta historia tanto como a mí. Lo aprecio de veras 💜

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Pasarían todavía un par de días antes de que volviera a ver a Sabrae. Quedaríamos el último lunes de vacaciones, subiéndonos juntos al mismo carro que el resto del instituto, en el que el último lunes de vacaciones era, básicamente, un pistoletazo que sonaba a “tonto el último” y que nos incitaba a aprovechar cada minuto que pasara.
               Quedaríamos en que nos veríamos en la discoteca de siempre, a la que ya llamábamos “nuestra discoteca” a pesar de que ni éramos los únicos que estábamos en ella, ni éramos tampoco sus dueños. Pero había algo en ella que se había quedado en nosotros de una forma que nos hacía considerarla un hogar, la zona cero, el punto en que el descubridor de una isla paradisíaca había tocado tierra y que sería venerado por sus descendientes mucho tiempo después de que él hubiera muerto.
                Y quedaríamos lo suficientemente tarde como para que nuestros respectivos grupos de amigos no nos dijeran nada de que les estábamos abandonando (como habíamos dicho en el mío cuando Max empezó con Bella y se pasó literalmente 35 días –sí, Jordan y yo los contamos –sin quedar con nosotros porque “a nosotros nos veía en el instituto, y a ella no”), ni queríamos tampoco darles cancha para que dijeran lo enamorados que estábamos, lo casados, lo domésticos que éramos y la cantidad de hijos que íbamos a criar juntos.
               Porque sí, estábamos enamorados.
               Sí, estábamos casados, aunque yo no me hubiera puesto de rodillas ni Sabrae se hubiera quitado ningún velo de la cara frente a mí en ningún altar.
               Sí, éramos muy domésticos, sobre todo después de que mi madre la invitara a venir a casa cuando quisiera y yo me hubiera tomado como una afrenta personal el hecho de que Sabrae me hubiera hecho acompañarla a la suya en lugar de llevarla a la mía y hacerle el amor en mi cama, que tenía unas ganas tremendas de conocerla. Va en serio. Incluso temblaba de la emoción y todo cuando hablaba con ella, especialmente cuando nuestras conversaciones iban escalando en temperatura. Lo que hiciera yo sobre la cama no tenía casi influencia, lo prometo: las cuatro patas brincaban por iniciativa propia, como si estuviéramos atravesando un terremoto.
               Y sí, íbamos a tener críos. Muchos. Bueno, no es que hubiéramos hablado de la cantidad, claro. Tendríamos los que Sabrae quisiera, pero al menos ella ya había dicho que le apetecía tener más de uno. A mí me daba igual que quisiera uno o que quisiera cincuenta. Bien sabe Dios que me encanta el proceso de hacer bebés, aunque todavía no hubiera sido padre (a menos que alguna chica con la que hubiera tenido algún rollo de una noche hubiera apuntado mal mi número y… ¡sorpresa! Aquí está nuestro hijo. Va a estudiar empresariales. Tienes que pagarle la mitad de la matrícula).

viernes, 1 de marzo de 2019

Terivision: Más oscuro.


¡Hola, delicia! Dado que esta semana había prometido subir una reseña, y además este fin de semana no habrá capítulo de Sabrae porque se acerca una fecha importante (el cumpleaños de nuestro queridísimo Alec), aquí vengo con mi opinión sobre el último libro que he terminado de leer:


Más oscuro, de E.L. James… sí, la autora de Cincuenta sombras de Grey, y sí, la versión de la trilogía con la que se hizo famosa contada desde el punto de vista de Christian, en lugar del de Anastasia.
Tengo que decir que leí el primer libro en verano, cuando había pensado que sería mejor hacer reseñas de las sagas en conjunto en lugar de sus tomos por separado, pero dado el tiempo que ha pasado entre la lectura de una y otra entrega, y que ha habido libros que he leído por en medio, decidí desechar la idea y pasar a un análisis individualizado. Bueno, pues resulta que de este análisis individualizado, Más oscuro no sale mejor parada que Grey, el primer libro de la nueva trilogía. No entraré en muchos detalles respecto de la primera entrega no por nada, sino porque el haber leído en verano y haber pasado a otros libros después ha hecho que me olvide de cosas que seguro que querría comentar según iba leyendo, pero de una cosa sí que me acuerdo: Grey me gustó más y me “atrapó” más que Más oscuro. Puede que fuera que la introducción “nueva” al mundo de Cincuenta sombras me resultara más interesante, pero el caso es que en la primera entrega había algo que la autora no ha conseguido recuperar.