domingo, 31 de marzo de 2019

Muerte súbita.


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Qué equivocado había estado hacía unas semanas, cuando creía que con lo que más daño podía hacerme Sabrae había sido su “no”. Qué imbécil había sido creyendo que no había nada que pudiera hundirme más que aquello, que no habría nada que pudiera volverme más loco de lo que lo había hecho aquella negativa que, ahora, había descubierto que no era realmente suya.
               No sólo resultó que Sabrae sí podía hacerme más daño que entonces, sino que descubrí en aquel preciso instante que ella era la única que podía convertirme en una persona a la que incluso yo mismo detestaba. Podía destruir todo cuanto yo era y todo de lo que me enorgullecía; convertir todos mis virtudes en cenizas y hacerme un monstruo compuesto de unos defectos que yo ni sabía que tenía.
               Resultó que Sabrae era la que me había enseñado el mundo de posibilidades que se abría ante ti cuando te enamorabas… y lo había destruido con un hechizo horrible que sonó tal que así:
               -Hijo de puta-escupió, pasándose el dorso de la mano por el labio, donde mi sangre aún mantenía unida nuestra unión-. No sé cómo he podido estar tan ciega estos meses. Todo lo malo que dicen de ti es verdad. Incluso peor.
               Puede que no fuera a graduarme con mis amigos; puede que fuera a repetir curso o que incluso jamás consiguiera graduarme (al paso que iba, cada vez veía más negro conseguir aprobar el último curso y que me dieran el título, ya no digamos si no tenía a nadie apoyándome y obligándome a estudiar como lo había hecho Sabrae); puede que yo no fuera el listo de mi clase y no destacara en nada más allá de educación física, pero eso no significaba que yo fuera gilipollas.
               Aunque Sabrae no quisiera decir en voz alta el sujeto de aquella oración, quiénes hablaban de verdad y lo que decían, los dos sabíamos que estaba hablando de sus amigas. Con las que se suponía que no se hablaba, las que le habían montado un pollo impresionante. Aquellas a las que iba a elegir antes que a mí.
               -No todo-me escuché responder, relamiéndome el labio y disfrutando del sabor metálico de mi sangre en la boca, como lo había hecho durante los mejores combates de boxeo. No había nada más alentador que sentir el dolor mezclado en la sangre que te llenaba la boca durante una pelea: te hacía darte cuenta de que por fin estabas ante un rival a tu altura, y de que la lucha estaba interesante-. Jamás me he tirado a nadie de la realeza. Aunque no sería por falta de ganas.
               Ni siquiera sé por qué dije aquello. Estaba tan rabioso, tan fuera de mí, tan dolido por la cantidad de cosas horribles que nos habíamos gritado, que no nos reconocía a ninguno de los dos: ni a mí, ni a ella.
               Porque no te equivoques: si hubiera tenido a mi Sabrae delante de mí, ni siendo un monstruo habría querido lo que pretendía con aquellas palabras. Quería hacerle daño. Arrancar de ella alguna reacción que justificara el deseo oscuro que me atormentaba y me revolvía las entrañas: si ella perdía los papeles conmigo, yo podría perderlos con ella, y podríamos enzarzarnos en una lucha a muerte en la que sólo podría quedar uno. Muerte súbita.
               Estaba convencido de que éramos dos montones de pólvora a los que dos llamas se acercaban por sus respectivas mechas, y que el que antes estallara sería el que vencería.
               -¿Alec?-preguntó, y en la forma en que pronunció mi nombre escuché algo que me aterrorizó: repugnancia. Asco. Cansancio. Un final. Aquella muerte súbita a la que yo me había lanzado, en la que ella me hundiría.
               Qué imbécil era creyendo que podía salir victorioso de hacerle daño, cuando su dolor era el mío incluso cuando yo era quien más quería hacerla sufrir.
               -¿Sí?
               -Vete a la puta mierda.

               Me quedé allí plantado mientras Sabrae se daba la vuelta y se alejaba, con las manos en puños y una resolución fiera que hacía que mantuviera la cabeza bien alta. Una parte de mí me gritó que si dejaba que se fuera, no habría manera de que todo volviera a ser como antes, y yo le respondí con cinismo a esa parte que no había nada que indicara que yo quisiera que las cosas fueran como antes. Que de verdad no quería estar con alguien que no estuviera segura de sus sentimientos hacia mí. Que no quería estar con alguien que tuviera que pedirles permiso a terceras personas para estar conmigo.
               Que no quería a Sabrae de otra forma que no fuera bajo mis propias condiciones.
               Esa parte de mí que le pertenecía a ella y le pertenecería siempre guardó silencio mientras observábamos cómo Sabrae se acercaba a la esquina de la calle. Confiaba en que se giraría. Siempre lo hacía. Incluso cuando me detestaba y yo hacía todo lo que estaba en mi mano por hacerle la vida imposible, algo en su subconsciente la traicionaba y la hacía girarse y comprobar que yo seguía allí cuando abandonaba una habitación.
               Siempre se había girado un segundo para mirar por encima del hombro, como si siempre hubiera sabido que tarde o temprano, yo sería para ella igual que ella sería para mí. Y, cuando volviera a suceder esa tarde, yo encontraría la manera de perdonarla y de querer que me perdonase. Salvaría la distancia que nos separaba de apresuradas zancadas de las que ella no podría huir, la tomaría de la cintura y la besaría, y la soltaría si se resistía (aunque dudaba que lo hiciera), y pegaría mi frente a la suya y le juraría entre jadeos que no dejaría que nada nos separara y que lucharía por seguir juntos, incluso cuando ella quisiera tirar la toalla, como le había prometido una vez.
               Le juraría todo lo que necesitara jurarle para convertir aquel cataclismo en un bache del que reírnos en alguna cama después de uno de nuestros increíbles polvos, con sus manos en mi pecho y las mías en su espalda, nuestros aromas mezclados en una nueva esencia que olía a paraíso y a estar en el lugar indicado.
               Se lo habría jurado, de verdad. Te lo prometo. Habría hecho lo imposible por ella. Las cosas que le decía cuando estaba borracho no eran simples cuentos. Las cosas que le decía estando sobrio no eran para encandilarla. Las cosas que le decía cuando estaba dentro de ella no buscaban que se corriera antes. A Sabrae no le había mentido nunca como puede que sí lo hubiera hecho con otras mujeres, porque desde el primer momento la había considerado la mía.
               Siempre habría luchado por ella… si Sabrae me hubiera concedido mi siempre. Pero esta vez fue diferente.
               Por primera vez en los 14 años que llevábamos conociéndonos, Sabrae no se volvió para mirarme por encima del hombro. Convirtió nuestro siempre en un casi, en un a veces, en un a menudo… destruyó la rutina, y con ello, todas las posibilidades que había de que aquello fuera una riña más. Una riña muy gorda, sí, pero una riña más.
                Y yo sabía exactamente por qué había sido eso: jamás le había puesto la mano encima sin que ella me lo permitiera, hasta esa tarde.
               Qué he hecho. Qué he hecho. Qué he hecho. Qué he hecho.
               Boqueé en plena calle como si me hubiera convertido en un pez gigantesco con la curiosa habilidad de mantenerse erguido incluso fuera de su elemento. No podía respirar, no podía pensar, no podía hacer nada más que quedarme mirando como un completo gilipollas la esquina por la que Sabrae había desaparecido, esperando inútilmente que ella apareciera de nuevo milagrosamente por ella con una sonrisa en la boca y un equipo de televisión tras ella al grito de “¡inocente!”.
               Aquello había sido realmente el final. No habría nada después. Yo lo sabía. Destrocé aquel “después” en cuanto puse mis labios sobre los de ella, sin que ella estuviera preparada. Todo por mi estúpido orgullo y mis ganas de demostrarle que, en el fondo, no se creía las gilipolleces que las zorras de sus amigas decían de mí.
               Yo no era un fuckboy. No estaba jugando con ella. No me había acostado con otras. No era “sólo sexo” para mí. No estaba con ella por cómo se moviera en la cama (en la que, por cierto, no había tenido el placer de conocerla), ni por lo bien que le supiera el coño (aunque si se lo hubieras probado, estarías de acuerdo conmigo en que por sí solo ya era una razón de peso), ni siquiera por su forma única e irrepetible de calentarme sin tener que quitarse ni un centímetro de ropa.
               Confiaba en mí. Estaba siendo tozuda y mentirosa diciéndonos a ambos lo contrario. Confiaba en mí. Yo lo sabía, y ella también. No se habría mostrado tan sincera conmigo, tan vulnerable, y yo la entendía. No habría hablado de su adopción conmigo de no haber creído que yo no la juzgaría. No habríamos comentado sus dudas. Yo no habría estado a punto de hablarle de mi familia paterna de no ser por la confianza que depositaba en mí.
               Había sido un puto gilipollas. Un puto, rotundo, completo y absoluto gilipollas, al intentar besarla. Por tratar de arrancar una respuesta de ella de la que poder tirar para conservarla a mi lado, la había perdido para siempre. No me servía aquel acto reflejo de responder a mi beso con su lengua y entregarse a mí. Lo que contaba era que, al final, ella se había resistido con uñas y dientes, literalmente.
               Noté cómo la temperatura del mundo descendía drásticamente mientras aquella oscura verdad calaba en mí como una lluvia torrencial que te sorprende sin paraguas. Cada cosa que le habían dicho sus amigas estaba escrita en mi piel, en los arañazos que tendría rojos en el vientre, en la marca de dientes que tenía en los labios.
               Sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo, mi cabeza había decidido convertirse en un tocadiscos cuyo único vinilo estaba rayado, y reproducía las frases más dolorosas que Sabrae había pronunciado a lo largo de nuestra discusión.
               Entiendo perfectamente que te joda que mis amigas me emborracharan; al fin y al cabo, te estropearon la noche.
               Sí, me habían estropeado la noche, pero no por lo que ella había insinuado: me la habían estropeado porque había tenido que arrancar a Sabrae de las garras de un baboso de mierda que le habría hecho lo que le apeteciera y más de no haber aparecido yo. No me habían jodido la noche porque no pude follar; me la habían jodido porque casi le joden la vida a ella.
               La temperatura de mi interior aumentó veinte grados.
               Es que ni siquiera eres mi puto novio.
               ¿Y de eso quién tiene la culpa? Desde luego, no era yo. Y Sabrae, tampoco. No; eran las imbéciles de sus amigas, las mismas que no habían dudado en comerle la cabeza hasta el punto de hacerle creer que yo no era bueno para ella, y luego la habían emborrachado con la esperanza de que yo la hiciera cambiar de opinión. Si tan mala imagen tenían de mí, ¿por qué empujarla  mis brazos en cuanto se les presentaba la ocasión?
               Algo dentro de mí despertó. Un monstruo dormido, que se estiró en su jaula y pasó las garras por los barrotes, retorciéndose de placer ante los chirridos del acero contra las uñas.
               Esto era una relación.
               Ah, vale, ¿se había acabado entonces? ¿Cómo encajaba eso en todas las promesas que nos habíamos hecho, en las noches jurándonos que éramos importantes el uno para el otro y que no habíamos sentido lo mismo por nadie? ¿En cuanto se nos presentara el primer obstáculo ella iba a tirar la toalla? ¿Ni siquiera iba a intentar luchar por mí?
               La bestia se abalanzó sobre sus barrotes, haciendo que la jaula se tumbara con ella dentro. El techo se volvió pared; las paredes, techo. La bestia abrió unos ojos ambarinos y mostró los dientes al cielo a rayas. Tenía una sonrisa macabra y le venía bien el calor.
                Además, mis amigas hablan con conocimiento de causa, y no con esta visión idealizada tuya que yo tengo de ti.
               ¿Qué visión idealizada? Sabrae era la única que me conocía como yo era. Había conseguido colarse entre mis huequecitos y encontrar lo que había en mi interior. No es que yo tuviera una coraza especialmente gruesa o un disfraz muy elaborado, pero tampoco iba exhibiendo mis vulnerabilidades para que todo el mundo las viera. A nadie le interesaban mis movidas, igual que a mí no me interesaban las de los demás. A las chicas les gustaba lo que podía hacer con mi cuerpo y con los suyos, que tuviera en cuenta sus deseos; mis traumas de la infancia, mis miedos y mis sueños les traían sin cuidado. Lo más interesante de mí para la mitad de Londres que llevaba falda, amigas de Sabrae incluidas, era mi polla. Lo más interesante para Sabrae era mi cuerpo entero; la polla iba en el paquete, sí, pero no más que mi corazón.
               Ella me conocía mejor que sus amigas.
               La bestia se acurrucó sobre sí misma, preparándose para saltar hacia arriba, en dirección a la libertad. Los barrotes eran endebles, el volcán de mi cuerpo los estaba derritiendo, y pronto lloverían sobre ella como gotas incandescentes.
               Porque tú tienes el historial que tienes, chato.
               Precisamente por mi historial podía follarte hasta el punto de que gritaras como una perra. Precisamente mi historial era lo que te había convertido en la guarra que a mí me encantaba que fueras.
               La bestia le sonrió a las estrellas, a las que pronto devoraría.
               Yo no quiero estar con alguien que decide si soy una niña o no dependiendo de si tengo las bragas puestas.
               Ahí te equivocas, nena: yo no decido si eres una niña o no nunca. Para mí siempre eres una mujer. La mujer más guapa y atractiva del mundo, la más sexy y la más desesperante porque está claro que no me permitirás nunca llamarte mía. Pero, joder, lo que me encanta poseerte. Lleves o no bragas.
               La bestia tomó impulso, y…
               Estás mal de la cabeza si crees que te escogería a ti: no renunciaría a una amistad de años por cuatro polvos en sofás o en mesas de billar.
               Me crují las manos en el mismo momento en que el monstruo de mi interior se liberaba y hacía que todo mi cuerpo se echara a temblar de la rabia. Ahora que estaba por fin suelto, arrasaría con todo a su paso, y ese todo era yo: se me aceleraron las pulsaciones, se me oscureció el campo de visión por los bordes, y una furia ciega se apoderó de mí de dentro hacia afuera.
               Para mí, lo mío con Sabrae era bastante más que sexo. Era conexión, era intimidad, era tener algo especial con alguien especial en un momento que se convertía especial por el mero hecho de compartirlo con ella. Era tener ganas de que llegara el fin de semana para poder verla; que pudiera mojar el churro o no daba lo mismo. Verla a ella diez minutos me gustaba más que follarme a diez tías una detrás de otra.
               Y ella me había demostrado que en aquello yo no era correspondido. De lo contrario, no se habría atrevido a reducir nuestra relación a los polvos en los sofás y los de las mesas de billar (aunque si hubiera estado espabilado, le habría gritado que para empezar no habíamos echado ningún polvo en ninguna mesa de billar, y que si decía eso era porque lo único en lo que yo era mejor que Amoke era en que yo tenía rabo, que no había utilizado del todo sobre el tapiz de ninguno de los tapetes).
               Eres un cabrón. Me das asco, Alec. No te quiero tener delante. No quiero volver a verte.
               Eres un cabrón.
               Me das asco.
               Me das asco, Alec.
               Me.
               Das.
               Asco.
               Alec.
               Me retorcí sobre mí mismo mientras la bestia de mi interior se hacía con el control, barajando un millón de posibilidades, cada una peor que la anterior, pero todas con un único objetivo: hacerle daño, mucho daño, a Sabrae. Prenderle fuego a su espíritu como ella se lo había prendido al mío.
               ¡Yo no había hecho nada malo, joder! ¡La había defendido, como querían todas las tías normales! ¡¿Por qué coño no hacía como una persona normal y lloraba emocionada ante aquella muestra de afecto, y cuando terminaba de limpiarse las lágrimas se arrodillaba y me la chupaba, como sí hacían las novias de mis amigos?! ¿¡¿¡Por qué había tenido que pillarme de la tía más incomprensible de Londres!?!? ¿¿¡¡Y por qué era ella tan cortita de miras!!??
               Con la determinación del depredador al que sólo el hambre le marca el camino, me marché en dirección a mi casa. Los gruñidos de aquella bestia del millón de voces eran tan fuertes que necesitaba ahogarlos con música. Me tiraría en la cama, me pondría los cascos, y trataría de quedarme sordo mientras escuchaba a The Weeknd, o puede que me pusiera un poco de heavy metal y gritara a pleno pulmón para tratar de expulsar la rabia que había en mi interior.
               Todos mis planes se vieron truncados en el momento en que doblé la esquina de mi calle y miré en dirección a casa de Jordan. Descubrí que las luces del cobertizo estaban encendidas, y dado que se apagaban automáticamente cuando Jordan o yo echábamos el pestillo para que ninguna de nuestras hermanas entrara a husmear, supe que mi amigo estaba allí.
               The Weeknd podía esperar. No necesitaba gritar a pleno pulmón la letra de canciones que hablaban sobre desnudar a tías y esnifar cocaína del espacio entre sus tetas (aunque no me parecía tan mala idea, y ahora que estaba oficial y completamente soltero de nuevo, era algo que no estaba dispuesto a descartar tan deprisa); lo que necesitaba era desahogarme. Estaba hecho una verdadera furia, con las manos cerradas en puños tan apretados que seguro que me estaba tatuando de escarlata las lunas de las uñas.
               Entré como la tormenta tropical más mortífera de todos los tiempos en el pequeño cobertizo.
               -¡No te vas a creer lo que me acaba de pasar!-bramé, cerrando la puerta tras de mí de una patada y encontrándome a Jordan repantingado en el sofá. Tenía el mando de la televisión sobre el regazo, y quitó el volumen de lo que fuera que estaba viendo tan rápido como una pantera. De la misma forma me lancé yo a contarle lo que había sucedido-. ¡Igual flipas con el pollo que me acaba de montar Sabrae!-troné, y Jordan abrió tantísimo los ojos que pensé que se le saldrían de las órbitas-. ¡Hemos tenido la bronca del milenio! ¡Estoy hasta los cojones de esa tía!-empecé a pasearme de un lado a otro bajo la mirada alucinada de Jordan, que claramente nunca me había visto así de enfadado.
               La verdad era que yo nunca me había enfadado de aquella manera con nadie que no fuera Aaron: aunque sí que había veces  en que la gente había conseguido tocarme los cojones, nadie había llegado al punto de desconectar mi centro de control como sí lo conseguía el gilipollas de mi hermano mayor. Ahora, Sabrae ostentaba el dudoso honor de ser la segunda persona que conseguía sacarme completamente de mis casillas. No tendría que contentarse con ninguna medalla de plata: era la primera chica en hacerlo. Ni siquiera Mimi me había tocado los huevos nunca como lo había hecho ella.
               -¡¿No va y me manda ir corriendo a verla nada más venir de trabajar, que ni siquiera me he podido comer mi puñetero pincho de tortilla reservado en el comedor por la prisa que me metió, para ponerse a chillarme como una puta loca?! ¡Me ha llamado de todo menos guapo, y todo por la bronca que les eché a las perras de sus amigas, la muy histérica! ¡Que si no es una damisela en apuros, que si parezco su padre, que si no soy su puto novio para hacer esas cosas…! ¡PUES ADIVINA QUIÉN TIENE LA CULPA DE QUE YO NO SEA TU PUTO NOVIO, SUBNORMAL!-bramé, agarrando un cojín del suelo y lanzándolo hacia el sofá tan fuerte que rebotó y chocó contra la lámpara del techo-. ¡DIOS! ¡LA MADRE QUE LA PARIÓ! ¡ESTOY HASTA LOS COJONES DE LAS MUJERES, JORDAN! ¡ESTÁN TODAS COMO PUTAS CABRAS, PRIMERO TE MONTAN UN POLLO PORQUE NO LES HACES CASO, Y LUEGO CUANDO SE LO HACES Y EMPIEZAS A DEMOSTRAR INTERÉS, DECIDEN CON EL ESTÚPIDO CONSEJO DE LAS ZORRAS DE SUS AMIGAS QUE NO ERES LO BASTANTE BUENO PARA ELLAS, Y…!
               Me quedé plantado en el sitio cuando, durante mi vagabundeo, pasé frente a la tele y me encontré frente a frente con lo que Jordan había estado mirando.
               A Jor no le había dado tiempo de apagar la televisión, pero sí de poner en pausa el vídeo que se estaba reproduciendo cuando yo entré en tromba en nuestro cobertizo.
               Con la mala suerte de que se detuvo justo en un plano de un tío contrayendo la cara en una mueca de gusto mientras tenía a otro encima.
               Los dos estaban desnudos.
               Me giré en redondo para mirar a Jordan con la boca abierta. No sabría decir quién de los dos estaba flipando más.
               Creo que era él: por lo menos, era él quien estaba rojo como un tomate. Incluso bajo la pigmentación de su piel podía verse el tono colorado que adquirían las mejillas de la gente cuando los pescaban haciendo algo que se suponía que no debían hacer. Por ejemplo, cascársela mirando a dos tíos follar.
               Abrí la boca para hablar, tan impactado por aquel descubrimiento que se me había olvidado todo lo relacionado con Sabrae. Para que luego digan que los tíos no nos consolamos entre nosotros: no hay nada como pillar a tu mejor amigo entrando y saliendo del armario en sus ratos libres para olvidar que la chica que te mola te acaba de decir que le das asco y que no te quiere volver a ver. Dios. Jordan se merecía que le convalidaran un doctorado en Psicología.
               Sin embargo, fue él quien habló primero, atropelladamente, aunque no con la elocuencia que los dos necesitábamos.
               -Puedo explicarlo.
               -Eh… no tienes nada que explicar, Jor, de verdad. Mira, si quieres, eh…-me giré un momento para mirar la tele y aparté la vista rápidamente, porque yo no tengo nada en contra de los gays, ¿eh?, pero… bueno, no me resultaba del todo cómodo tener el campo de visión invadido por un tío de tres metros dándole por el culo a otro tío de tres metros.
               Ni siquiera quise pensar en el tamaño que tendrían sus pollas en la pantalla del cobertizo; lo grande de mi miembro era el único consuelo que me quedaba en esa tarde de mierda.
               -… puedo venir más tarde.
               -No es lo que parece-aseguró Jordan apresuradamente, levantándose y acomodándose los pantalones. Lo miré un segundo antes de poner los ojos en blanco.
               -Jordan. Que te he pillado con la mano en los gayumbos mientras mirabas cómo un tío enculaba a otro. ¿Justo delante de mi ensalada?-intenté bromear, pero me salió un gallo-. No me tomes por idiota. Tú también no.
               -Te juro que no lo estaba mirando.
               -La pantalla es de 72 pulgadas, ya me dirás a qué cojones mirabas mientras…-señalé el bulto en su pantalón y Jordan se pasó las manos por la cara, algo muy poco recomendable cuando has estado recientemente en plena faena porque… ya sabes. Líquido preseminal para hacer más fructífera la reproducción y más exitoso el coito, amigo.
               -Me estaba…
               -Por favor, no me digas que te estabas rascando un huevo.
               -¡No es lo que piensas!-protesté-. ¡No soy maricón!
               -¡A ver, tío, que no pasa nada, ¿vale?! ¡Aunque seas maricón, yo te voy a querer igual! Aunque… no como… bueno-señalé con el pulgar a mi espalda, donde los dos señores seguían congelados en plena… trifulca fálica-. No como los mari… los gays os queréis entre vosotros. A mí no me van esas cosas. Que me parecen muy bien, ¿eh? Pero a mí no me van. O sea… yo con las tías. Y ya está-levanté las manos-. A cada cual le va lo suyo, los gustos son muy respetables, y…
               -¡Que no me gustan los tíos, Alec!
               -Ya, ¡ni a mí me gusta la remolacha, y no me vas a ver comiéndola a escondidas cuando nadie me vea!
               -Mira, no es que te importe, pero estaba aburrido, así que decidí entretenerme un ratito, porque no me apetecía jugar a nada y no echan nada interesante, y puse la reproducción automática de Pornhub, y bueno… estaba a lo mío. Ni siquiera me había dado cuenta de que estaba puesto ese vídeo hasta que tú entraste hecho una fiera.
               -Jor-le puse una mano en el hombro y le di un suave apretón-. No tienes que darme explicaciones, de verdad. A mí no me importa que seas gay o hetero. Nada va a cambiar entre nosotros. Mírame con Logan: incluso perreamos en Nochevieja, y por mi parte no hubo ningún problema. Aunque no sé si es gay de verdad-fruncí el ceño-. Es decir… yo estoy muy bueno. Me parece ofensivo que no se empalmara ni una sola vez. Fijo que es una excusa. Quizá sea una tapadera para su timidez. Como tiembla como una hoja cuando se le acercan las chicas, pues… ¡oye!-Jordan parpadeó-. Puede que sea buena idea que te cambies de acera. Si no tienes éxito con ellas, puede que lo tengas con nosotros-le di una palmada en la espalda-. Al fin y al cabo, partes con ventaja: eres negro.
               Esta vez fue él quien puso los ojos en blanco.
               -Ni loco me hago yo julandrón para acabar pillándome por un gilipollas de tu calibre, Alec.
               -No digas “julandrón”. Es homófobo. Y no hay nada peor que un maricón homófobo.
               -¿Y “maricón” no es homófobo?
               -Te lo estoy llamando con cariño. Eso no cuenta.
               -Alec. Que me van los coños.
               -¿Estás seguro? A fin de cuentas, nunca has visto uno. Es normal que te atraigan más los rabos. Es lo que estás más acostumbrado a ver.
               -Vete a la mierda, subnormal. A ver, ¿qué ladrabas?-preguntó, recogiendo el mando de la tele y apagándola, aunque no se me escapó que no había salido del vídeo que estaba mirando-. Parecías una verdulera. ¿Ha pasado algo? ¿O sólo has venido porque querías joderme la paja?
               -¿Que si ha pasado algo?-troné, estupefacto-. ¡Pues sí! ¡Sabrae es lo que ha pasado! ¡Tienes idea de lo que me ha dicho! ¡Las muy cabronas de sus amigas le han ido con el cuento de que yo las puse en su sitio el otro día, y ahora se ha enfadado conmigo y básicamente me ha dicho que no quiere saber nada más de mí!
               Jordan se frotó la mejilla un momento, suspiró y se sentó en el sofá. Dio unas palmadas para que yo me sentara a su lado, pero decidí permanecer de pie, dando vueltas de un lado a otro y gritando cada vez más y más alto, hasta que el animal que llevaba dentro volvió a tomar las riendas de mi cuerpo y me eché a temblar mientras maldecía entre gruñidos.
               -¡DESPUÉS DE TODO… LO QUE HE HECHO POR ELLA… ASÍ ME LO PAGA! ¡SERÁ ZORRA! ¡ES QUE NO ME LO PUEDO CREER! ¡ME DICE QUE TENEMOS QUE SER SINCEROS EL UNO CON EL OTRO, YO LE CUENTO TODAS MIS MOVIDAS, ESCUCHO LAS SUYAS, PERO EN NINGÚN MOMENTO SE LE OCURRE DECIRME “OYE, ALEC, MIRA, ES QUE ME FALTA UN HERVOR Y HE DECIDIDO QUE LAS IMBÉCILES DE MIS AMIGAS, QUE TE CONOCEN SÓLO DE VERTE POR LOS PASILLOS, SABEN CÓMO ERES MEJOR QUE YO, ASÍ QUE LO SIENTO, CARIÑO, PERO ES MEJOR QUE NO SEAMOS MÁS QUE FOLLAMIGOS CERCANOS”! ¡¡NO ME LO CREOOOOOOOOOOOOOOO!! ¡TE LO JURO, JORDAN! ¡¡NO DOY CRÉDITO!! ¡LA MADRE QUE ME PARIÓÓÓÓÓÓÓÓÓ…!
               Jordan se levantó y fue a por dos cervezas mientras yo seguía despotricando.
               -¡Y TODAVÍA VA Y ME LLAMA TÓXICO! ¡LA MUY…! ¡TÓXICO! ¡YO! ¡¡YO!! ¡QUE LE HE DADO TODO EL ESPACIO QUE NECESITABA! ¡NI MEDIO CENTÍMETRO LE HE METIDO LA POLLA SIN QUE ELLA ME LO PIDIERA! ¡SI HASTA PARABA MIENTRAS FOLLÁBAMOS PORQUE NO ESTABA CÓMODA! ¡TÓXICO! ¡TÓCATE LOS COJONES! ¡TODO PORQUE PUSE A LAS ZORRAS DE SUS AMIGAS EN SU SITIO!
               -A ver, Al, las cosas como son: les diste unos buenos gritos.
               -¡PORQUE YO TENGO EL TONO DE VOZ ASÍ!-bramé, y Jordan se masajeó las sienes.
               -¿Como la sirena de un barco?
               -¡ES QUE SOY MUY ALTO Y TENGO LOS PULMONES MUY GRANDES, NO CONSIGO CONTROLAR MI CAPACIDAD PULMONAR!-grité, tan fuerte que me sorprendió que las paredes de la cabañita no se derrumbaran-. ¡Y SOY DEPORTISTA! ¡LOS TENGO INCLUSO MÁS EXPANDIDOS! ¡PERO BUENO! ¡NO CREO QUE ME PASARA NI UN POCO CON ELLAS!
               -Si no llego a intervenir yo, les habrías pegado una paliza.
               -¡Pero, ¿de parte de quién estás tú?! ¿¡Mía, o de Sabrae!? ¡¡Sólo iba a partirles la cara!!
               -Pues para el caso…
               -¡¿No crees que tenga razón?!
               -Creo que perdiste las formas, así que también perdiste un poco de razón, en el momento en que te abalanzaste sobre ellas.
               -¡No conseguí tocarles ni un pelo!
               -¡Porque yo te detuve!
               -¿Y? ¿QUÉ DIFERENCIA HAY?
               -¡Toda, Alec! ¡A ver, ellas son unas mocosas, unas niñatas y unas inconscientes, pero son las amigas de Sabrae! ¡Le corresponde a ella atarlas en corto, no a ti!
               -¡CASI LA VIOLAN!-bramé-. ¿INSINÚAS QUE DEBERÍA HABERME QUEDADO DE BRAZOS CRUZADOS PORQUE ELLA ES PROBLEMA DE LAS LERDAS DE SUS AMIGAS?
               -No-respondió Jordan, tajante pero suave-. Sólo digo que no lo hiciste todo perfecto. Yo habría hecho lo mismo de haber sido tú-aseguró, llevándose una mano al pecho y mirándome con profundidad-. Pero sí que entiendo que las crías estén molestas. A todo el mundo le jode que le echen una bronca, incluso cuando es merecida.
               -¡Pues ahí quiero yo llegar! ¡No sólo pongo a las tipejas ésas en su sitio porque no puedo evitarlo, sobre todo con la actitud que vinieron, sino que encima todavía le montan un pollo a Sabrae, me la disgustan y me la encabronan, y luego QUIEN LA TIENE QUE AGUANTAR SOY YO!
               -Es una tía, ¿qué te esperabas? ¿Que reaccionara de forma lógica?
               -¡QUE ME LLAMÓ CERDO! ¡E HIJO DE PUTA! ¡Y ME DIJO QUE YO LE DABA ASCO!
               Jordan torció el gesto.
               -Bueno, lo de hijo de puta me parece un poco pasarse, la verdad…
               -A ver, eso fue después de que le diera el morreo de su vida.
                -Espera, ¿os enrollasteis en medio de la pelea?-alzó las cejas, dio una palmada y se echó a reír-. ¡Oh, jo, jo, jo! ¡Eso tienes que contármelo, hermano!
               -No nos enrollamos. Sólo nos dimos un beso-puse los brazos en jarras y sonreí.
               -Bueno, para el caso…
               -¿Crees que me dejó?
               -¿Lo hiciste en contra de su voluntad?
               Me pasé la lengua por el labio para llamar la atención de Jordan, que se incorporó de un brinco.
               -¿TE MORDIÓ?
               -La muy perra-asentí con la cabeza, sonriendo-. No sé qué le jodió más: si que lo hiciera o lo mucho que le gustó que lo hiciera. Cuando empezamos, hubo un momento en que pensé que me tiraría al suelo, me abriría la bragueta y me haría follármela allí. Joder, Jordan, se me puso durísima. Y luego…-la bestia se enroscó en torno a mí-. Empezó a pelear.
               Jordan parpadeó.
               -¿Qué?
               -No me mires así. Ya sé que estuvo mal, pero no es para tanto, ¿sabes? Además, estaba cabreadísimo con ella. Viene como una energúmena a gritarme, me dice de todo menos guapo, me echa en cara la opinión que sus amigas tienen de mí, y luego todavía se me pone chula. Me merecía un beso de disculpa, y ella no iba a dármelo, así que simplemente lo cogí-me encogí de hombros.
               Jordan avanzó hacia mí despacio, con la cautela del mimo construyendo el cajón de aire en el que se va a meter para deleite de todo su público.
               -¿Y qué opinas de eso?
               -Los dos lo hemos hecho mal. Pero ella más que yo. ¡Se le fue completamente la olla, Jor! ¡No parecía ella! Entiendo que le pareciera mal que me metiera con sus amigas; lo entiendo, pero no lo comparto. Entiendo que le molestara, pero sólo lo estaba haciendo por su bien. En ningún momento he tenido otra cosa en mente que no fuera ella. Yo no soy el malo de la película. Y no voy a permitir que me convierta en él-negué con la cabeza, bufé por la nariz-. No pienso… no voy a permitírselo.
               La bestia se había dormido, y su lugar lo estaba ocupando ahora una neblina que amenazaba con ahogarme. Nublaba mis sentidos y mi juicio, hacía que todo a mi alrededor se volviera borroso.
               -No podía soportar pensar que ya nos habíamos dado nuestro último beso y que fuera una mentira, Jor-murmuré, atreviéndome a mirarlo por fin. Me dolían las palabras al pronunciarlas, hechas de fuego y rabia-. La última vez que la besé, no dejaba de pensar en que ella me había traicionado. Que no había sido sincera conmigo. Fue esa noche. Lo hicimos, pero no pude acabar-me miré las palmas de las manos, como si el tener la mente llena de pájaros que me picoteaban el cerebro hubiera sido culpa mía y no de Amoke, Taïssa y Kendra-. Ella se dio cuenta, y yo le aseguré que lo que me pasaba no tenía nada que ver con ella. La estaba protegiendo, y mira cómo me lo paga-bufé, riéndome, pasándome una mano por el pelo y negando con la cabeza. En la neblina, apareció una silueta gigante y oscura, con garras y fauces pobladas de dientes afilados como cuchillas-. Con un tortazo en vez de un beso, con gritos en vez de gracias. Rompiendo conmigo cuando debería haberme elegido a mí.
               -Al…
               -Estoy enamorado de ella-confesé, y decírselo en voz alta a Jordan entonces fue tan bueno como decírselo a Sabrae cuando lo hice: en el momento más inoportuno, cuando ya apenas importaba-. Tenía que jugármelo todo a una sola carta. Y perdí. Por lo menos, terminamos con una explosión, y no con un lamento.
               Jordan se mordió la sonrisa.
               -¿Acabas de citar a T. S. Eliot?
               -Para que luego me pongan un 2 en Literatura Universal-sonreí, triste, y Jordan me revolvió el pelo y me dio un abrazo.
               -Si Sabrae prefiere a unas amigas tontas antes que a ti, problema suyo, Al. Ella se lo pierde.
               -Ya. Supongo-bajé la mirada y jugueteé con la alfombra. Jordan se separó de mí para mirarme un momento, y luego me dio un toquecito con el puño en el hombro.
               -Entiendo que estés mal, pero, ¡oye! ¿Sabes cómo se soluciona esto?-me encogí de hombros y puse los ojos en blanco-. Un clavo saca otro clavo, así que…-cogió el mando de la tele y la volvió a encender.
               -Por favor, no te me declares, que tengo el autoestima un poco hundida y creo que te diría que sí.
               -No, gilipollas-urgió, toqueteando en el iPad y haciendo que la pantalla de la televisión cambiara como por arte de magia-. Tú mismo lo dices, ¿no?-esta vez, lo que le tocó a mi hombro fue una palmada-. Ninguna tía puede ocasionarte ningún problema que dos no te puedan solucionar.
               Dicho lo cual, tocó en la pestaña “lésbico” de las opciones de vídeos porno de la web, y dejó el iPad encima de la mesa para que yo eligiera el que más me gustara. Me giré con los brazos en jarras y miré a Jordan.
               -¿Tan mala pinta tengo?
               -Sabrae no se merece que hagamos una excepción y te consuele yo directamente, ¿no te parece?-Jordan me guiñó un ojo y volvió a soltarme un puñito-. Cuando acabes, si me necesitas, estaré en mi habitación.
               Dicho lo cual, salió dando un sonoro portazo, y me dejó solo con mis pensamientos. Puede que no fuera tan mala idea, después de todo. Me quedé mirando la pantalla de la televisión, llena de rectángulos con imágenes prometedoras del amplio catálogo de vídeos que había en una de mis webs preferidas. Con un suspiro de resignación que intentaba echar al otro lado del océano aquella neblina que amenazaba con engullirme, me incliné para coger el iPad. Miré casi sin ver los vídeos y sus títulos, y finalmente toqué en uno de media hora de duración (esperaba no aguantar tanto, poder correrme antes y que se me pasara aquel bajón que me estaba devorando por dentro).
               Observé la televisión mientras una rueda de carga llenaba a pantalla, y luego, dos mujeres despampanantes, con más curvas que una carretera de montaña y las melenas más largas que una pista de esquí, interactuaban de una forma un tanto forzada, toqueteándose la ropa mientras lanzaban risitas al aire. Empezaron a besarse y algo dentro de mí se despertó. Mi miembro cobró vida, interesado por lo que estaba viendo, así que me metí la mano en los pantalones mientras miraba cómo las chicas aumentaban la intensidad de sus besos y, de una forma tan natural que ni siquiera parecía guionizada, se tumbaban en una cama.
               Las chicas empezaron a quitarse la ropa ante mi débil interés, se rieron y se acariciaron con sensualidad, deteniéndose para mirarse a los ojos, sonreírse y besarse. Una se puso encima de la otra, que se mordió el labio y la miró desde abajo, mientras la que llevaba la voz cantante iba bajando por su cuerpo dejando un rastro de besos que hacían que la que estaba tumbada soltara gemidos ahogados.
               Podría haber ido bien. El plan de Jordan no tenía fisuras, porque se basaba en una verdad como un templo: no había mal que no te pudiera curar una buena paja, o por lo menos, mejorártelo. Claro que no contábamos con una cosa: para que te pudieras sentir bien, tenías que hacértela. Y yo no estaba de humor para hacerme nada, no después de todo lo que nos habíamos dicho Sabrae y yo. Cuando tu mundo se destruye y tú lo ves desde la seguridad de una nave espacial que se aleja de la onda expansiva a la velocidad de la luz, no puedes dejar de sentir que una parte de ti ha muerto con ese mundo, y que no vas a volver a estar completo nunca.
               Además, las chicas lo estaban haciendo muy bien. Puede que incluso hubieran disfrutado de verdad grabando aquellas escenas, pero yo no dejaba de pensar en ella. En Sabrae, quiero decir. No había sido tan buena idea ver a dos chicas enrollándose precisamente por su condición de chicas: hacían que mi cabeza se distrajera y fuera volando hacia mis recuerdos,  distanciándose de lo que ahora estaba viendo en detrimento de lo que había visto antes. Yo no necesitaba ver a dos chicas liándose para recordar cómo eran los gemidos de satisfacción cuando las besabas. No necesitaba que una actriz porno se me abriera de piernas y se pusiera a jadear. Me daba igual que arqueara la espalda o que se agarrara a las sábanas: yo ya lo había visto antes. No estaba ante nada nuevo.
               Lo peor de todo era que ni siquiera me parecía que aquellas dos mujeres estuvieran a la altura. Puede que tuvieran más experiencia y supieran cómo fingir lo que más nos gustaba a los tíos, o a la mayoría de ellos, pero a mí no me bastaba con eso. Quizá Sabrae no fuera tan ruidosa (que lo era, pero no tanto), ni tan expresiva (que lo era, pero no tanto), ni tan sexy (que lo era, incluso más) que aquellas chicas, pero a mí me daba igual. Donde ellas gemían bien, Sabrae gemía mejor. Donde ellas se arqueaban, Sabrae se arqueaba más. Donde ellas jadeaban, Sabrae lo hacía más profundo. Donde ellas se agarraban a las sábanas, Sabrae se aferraba a ellas (o, bueno, no a las sábanas, sino  al sofá).
               Y lo más importante: donde ellas eran bidimensionales, Sabrae era tridimensional. Cuatridimensional. Con cinco. Con seis. Con siete. Con un millón de dimensiones. Sabrae olía, sabía y se sentía, no sólo se veía y se escuchaba.
               Ésa sería precisamente mi perdición, la tortura en la que yo viviría a partir de entonces. No noté que me estaba acariciando distraído hasta que saqué la mano de los pantalones, decepcionado, y me quedé mirando cómo las chicas ahora se habían colocado en la famosa posición de la tijera, aquella que tanto me había gustado en otra época ver y con la que habría tardado en correrme menos de dos minutos (con una tía puedo aguantar horas, pero cuando me la estoy cascando lo que quiero es correrme, no ser un semental). Mientras ellas jadeaban, gemían y se decían la una a la otra un montón de guarradas, yo no podía dejar de pensar en Sabrae, en las cosas que se le escapaban de la boca cuando estábamos juntos, en su forma de hundir las uñas en mi pelo mientras yo le daba placer con mi boca, en la manera que tenía de sonreír cuando invadía su sexo con el mío y cómo cerraba las piernas en torno a mis caderas cuando estaba a punto de correrse, lo bien que se sentía cuando lo hacía y me apretujaba en su interior, como si quisiera exprimirme.
               Me quedé mirando el suelo, donde la había visto desnuda y a la vez no, en el que la había hecho mía creyendo que sería para siempre, y sólo había sido por última vez, y se me formó un nudo en la garganta. Ella era feliz cuando estaba conmigo, y yo también. Ojalá nunca hubiéramos salido de aquel cobertizo; deberíamos habernos quedado en él para siempre, sin ponernos más ropa que el cuerpo del otro, alimentándonos de nuestras bocas y dándole sentido a cada centímetro de nuestros cuerpos con el sexo. Ojalá ella me hubiera convencido para quedarme. Ojalá nunca hubiera pasado Nochevieja. Ojalá sus amigas no hubieran venido en mi busca.
               Ojalá sus amigas no le hubieran contado lo que pasó.
               Ojalá sus amigas no la hubieran emborrachado.
               Ojalá sus amigas no nos hubieran hecho romper.
               Ojalá sus amigas no la hubieran hecho rechazarme.
               Ojalá…
               La neblina se disipó para dar paso de nuevo a la bestia, que se abalanzó sobre mí con rabia. Estaba malgastando mi tiempo y mis energías compadeciéndome de mí mismo por algo que, en el fondo, me había venido bien. Como yo le había dicho a ella, no quería ni tampoco necesitaba estar con alguien que no estuviera dispuesta a apostar por mí.  No quería a alguien que dependiera de la opinión de los demás para decidir si seguía o no sus deseos. Puede que ella hubiera querido estar conmigo en algún momento, o puede que lo quisiera ahora, pero el hecho de que hubiera dejado que sus amigas, que ni pinchaban ni cortaban en nuestra relación, decidieran por ella, y no se hubiera atrevido más tarde a dar un paso al frente y cambiar de opinión, debía bastarme para darme cuenta de algo: yo estaba enamorado de ella, sí. Pero ella no.
               O no lo suficiente, al menos.
               Le había entregado todo lo que yo tenía, ¿y ella qué había hecho? Negar con la cabeza y decir que no era suficiente antes de alejarse dándome la espalda, y sin tan siquiera mirar atrás una última vez. Una jodida última vez.
               Había roto todas y cada una de mis reglas con ella. Había bailado a The Weeknd a su lado. Me había masturbado viendo porno mientras me imaginaba que los protagonistas del vídeo éramos nosotros. Me había acordado de ella mientras follaba con otras. Me había hecho monógamo por ella. La había traído a casa y la había acompañado a la suya tanta veces que ya había perdido la cuenta. Le había hablado de ella a Jordan y a Bey, pero no como un ligue sino como alguien en quien de verdad estaba interesado. Había renunciado a otras por ella.
               La había tratado como si realmente fuéramos algo.
               ¿Y cuál era su respuesta?
               Que no confiaba en mí porque sus amigas no lo hacían. Que no me quería para ella porque yo tenía el historial que tenía. Que el haberse pillado de mí no era algo de lo que estuviera orgullosa como me sucedía a mí; todo lo contrario. Se le había ido de las manos. Se había salido todo de madre.
               Había cambiado todo en mi vida por Sabrae. Y, después de poner mi mundo patas arriba, se marchaba y lo dejaba en la oscuridad, justo ahora que yo le había quitado las luces porque ella se había convertido en mi sol.
               Allí estaba yo, sentado en el cobertizo de Jordan, viendo porno sin verlo, sin sentir nada, como estaría el resto de mi vida, mientras ella se iba a su casa y les mandaba un mensaje a sus amigas, diciendo que ya se había deshecho de mí y que todo volvía a ser como antes. ¿Cómo había dicho?
               Ah, sí.
               -Que años de amistad valen más que cuatro polvos en sofá y en mesas de billar-gruñí con amargura. Y no lo soporté más.
               Sólo había una cosa en la que Sabrae no me había influido completa y absolutamente. Me aferraría a ella con uñas y dientes.
               Sin pensar siquiera en apagar la televisión (rezaríamos para que a la madre de Jordan no le diera por entrar al cobertizo), me levanté y salí escopetado en dirección a mi casa. Atravesé la puerta a toda velocidad y subí las escaleras de dos en dos, lo que hizo que Trufas se bajara de un brinco del sofá y saliera a mi encuentro, preguntándose qué me pasaba. El conejo se me quedó mirando con curiosidad, apoyado sobre sus patas traseras y estirado cuan largo era con las orejas altas, mientras yo metía a toda prisa la ropa del gimnasio en la bolsa negra de Nike, me ponía los pantalones de chándal y una de las camisetas de hacer boxeo. Me abroché la sudadera, recogí los guantes, los colgué del cinturón de la bolsa y le di un par de toquecitos en la cabeza al animal, que fue brincando tras de mí todo lo que duró mi trayecto hacia la puerta de casa.
               Mamá salió a mi encuentro cuando yo estaba en el vestíbulo, comprobando que tenía mis llaves y mis auriculares a buen recaudo. Estaba estrujando un trapo de cocina con manchas de jabón. Me miró con el ceño fruncido; creo que no se esperaba que volviera tan pronto, ni tan cargado de energía. 
               -Me voy al gimnasio, mamá-anuncié, abriendo la puerta y asegurándome de que Trufas no se escapara de casa reteniéndolo con el pie.
               -¿Estás bien, cariño?-preguntó ella, preocupada.
               -Perfectamente, adiós-sacudí la mano por encima de mi cabeza y cerré la puerta tras de mí. Fui prácticamente corriendo al gimnasio, con los auriculares puestos pero sin escuchar la música: bien podría haber estado escuchando canciones en turco, que yo no me habría dado cuenta. Troté incluso a destiempo cuando sonaron baladas, tan apurado como iba por liberarme de la tensión que me cargaba los hombros, y prácticamente salté los tornos de los abonados en lugar de pasar la tarjeta por el sensor.
               Alexis me miró desde el escritorio de la recepción con el ceño fruncido. No apartó la vista de mí mientras atravesaba el pasillo en dirección a los vestuarios, todo esto mientras masticaba una barrita de muesli y se preguntaba, como todo el mundo en el gimnasio, qué mosca me había picado.
               Dejé mi bolsa en la taquilla, me metí el móvil en el bolsillo del pantalón y lo cerré con la cremallera. Para cuando empecé a subir las escaleras en dirección a la planta de boxeo, ya había empezado a sudar.
               -Sabes que no tienes que apurarte porque siempre tienes un saco libre, ¿no, Alec?-preguntó Alexis, inclinándose sobre la mesa blanca y redondeada para poder mirar cómo saltaba las escaleras de tres en tres. No la escuché.
                Entré en la sala de los sacos de boxeo con paso acelerado, reconociendo el terreno mientras me dirigía a mi saco preferido, el más duro a pesar de lo utilizado, con la pintura desgastada por el paso del tiempo y todos los golpes que yo le había dado. No había nada como un saco de boxeo cuando necesitabas despejar la mente, y cualquier cosa a la que pudieras golpear con ritmo servía, pero yo me sentía tan perdido que tenía que aferrarme a algo seguro. Me alivió comprobar que estaba libre.
               Mientras me colocaba los guantes, miré cómo dos chicos un par de años menores que yo brincaban de un lado a otro del ring que Sergei había instalado en el centro de la estancia, para que los espejos de las paredes pudieran mostrarles a los aspirantes sus fallos, y así poder corregirlos. Los dos chiquillos daban vueltas y más vueltas sobre sí mismos, rodeándose como panteras indecisas que no sabían por dónde atacarse. En una esquina, una chica golpeaba a toda velocidad una bola del techo, mascando un chicle y asintiendo con la cabeza al ritmo de una canción que sólo podía oír ella. Más chavales golpeaban sus respectivos sacos de boxeo.
               Me gustó poder llegar y centrarme en lo mío. Cada cual estaba a lo suyo, sin interesarse por lo que hacían los demás. Por eso me gustaba tanto ese mundo: a pesar de que hacíamos piña, sabíamos a la perfección cuándo alguien necesitaba tiempo para sí mismo, y no dudábamos en proporcionárselo. Apoyábamos a los demás, pero tampoco les agobiábamos. Nos interesábamos por sus vidas, pero tampoco metíamos las narices en ellas.
               Di varias palmadas con los guantes para comprobar que me los había ajustado bien, me coloqué frente al saco, le di un par e toquecitos para colocarlo y, con Never stop, de Hidden Citizens y Jung Youth, la misma canción que había estado sonando cuando me encontré a Pauline en aquella fiesta en la sala Asgard, empecé a golpear el saco de boxeo.
               Visto en retrospectiva, parece inevitable que pasara lo que terminó pasando. Al cóctel explosivo de yo con unos guantes teníamos que añadirle mi rabia, las ganas que tenía de llegar al límite de mis fuerzas para así estar psicológicamente agotado y no poder pensar, la forma en que mi cerebro me torturaba repitiendo los gritos que Sabrae y yo nos habíamos dedicado, y la música altísima y violenta que estaba escuchando. Al rap duro le seguía rock, y al rock, heavy metal, y mis pulsaciones se disparaban cada vez más y más. El sudor que me corría por la espalda me hacía sentir bien, y a la vez conseguía que me metiera cada vez más y más en mi papel de cazador. Estaba siendo un boxeador como llevaba años sin serlo; puede que nunca hubiera sido tan violento como entonces, pues tenía tanto veneno en mi interior y tantas ganas de deshacerme de la destrucción que me componía, que me cebé con aquel pobre saco de boxeo. El saco que, literalmente, me había creado. El que me había visto crecer. El que me había visto ganar, y también perder. Del que había aprendido tantísimo, para también olvidar malas costumbres.
               Mi consejero silencioso, que escuchaba y escuchaba y escuchaba y me arrancaba las soluciones a mis problemas de mi más profundo interior.
               Aquel cuyo silencio ahora era la peor de las traiciones. Necesitaba que me hablara, que me dijera cualquier cosa, para poder así  dejar de escuchar las cosas horribles que me había dicho Sabrae. Me das asco. Hijo de puta. No quiero volver a verte. Tienes el historial que tienes.
               No eres mi puto novio.
               ¿No?
               No eres mi puto novio.
               Pues no lo parecía cuando me buscabas entre la gente.
               No eres mi puto novio.
               Cualquiera lo diría, por cómo te comportabas conmigo.
               No eres mi puto novio.
               ¿Habías hecho esto antes?
               No eres mi puto novio.
               Tú dijiste que sí. Y actuabas en consecuencia.
               No eres mi puto novio.
               Que no quisieras darme ese título no quiere decir que yo no lo fuera.
               Estás mal de la cabeza si crees que te escogería a ti.
               Cállate.
               Estás mal de la cabeza si crees que te escogería a ti.
               ¡Cállate!
               Estás mal de la cabeza si crees que te escogería a ti.
               Cada golpe en el saco era una nueva palabra de Sabrae; cuanto más fuerte le daba, más alto hablaba ella, y cuanto más alto hablaba ella, más fuerte le daba yo para hacer más ruido e intentar acallarla.
               Estás mal de la cabeza si crees que te escogería a ti.
               ¡Te he dicho que te calles!
               Me das asco, Alec. No eres mi puto novio. Estás mal de la cabeza si crees que te escogería a ti.
               ¡Vale ya! ¡Basta!
               No…
               Para.
               … quiero
               No hagas esto.
               ...volver…
               ¡Para!
               … a verte.
               ¡BASTA!
               No sé cómo he podido estar tan ciega estos meses.
               No estabas ciega.
               -No estabas ciega-murmuré.
               Todo lo malo que dicen de ti es verdad. Incluso peor.
               Vete a la puta mierda.
                Me das asco, Alec.
               Oh, no. Aquí venía. Le di un nuevo golpe, con el que el saco se resintió.
               No eres mi puto novio.
               Otro golpe más. Le estaba dando tan fuerte que casi lo había convertido en una bola de techo deforme. Se balanceaba con la violencia de las punching balls normales, pero pesando cincuenta veces más, midiendo diez veces más.
               No quiero volver a verte.
               Un nuevo golpe. El borde de la base del saco tocó el techo y cayó sobre mí, pero yo estaba preparado para recibirlo, y el asesté un gancho de izquierda más potente de mi vida. Podría haberle reventado la caja torácica a cualquiera si a quien estuviera golpeando fuera una persona y no el pobre saco, que no me había hecho nada mal, pero con el que me estaba desquitando.
               Me das asco, Alec.
               Otro gancho más. Y entonces…
               No sé…
               Uno más.
               cómo he podido…
               Otro más.
                …estar…
               Los tornillos de sujeción del techo chirriaron.
               …tan…
                No lo digas. No lo digas. Por favor, no lo digas.
               ... ciega.
               Dejé escapar un rugido y le lancé el golpe fatal al saco.
               -¡No estabas ciega!-grité, como si estuviera solo, porque para mí así era. No había nadie en el universo. Ni siquiera Sabrae. Hasta ella se había marchado, y ése era, precisamente, el problema-. ¡Yo soy así!
               Pero mis rugidos quedaron ahogados por el estruendo del saco desprendiéndose de sus agarres del techo y precipitándose al suelo con un golpe sordo que llenó la estancia. El mundo entero dejó de girar, pero no fue como nos lo había explicado Scott: si la Tierra de verdad paraba su rotación, nadie sobreviviría para contarlo; la inercia del propio aire nos aplastaría. En su lugar, aquel instante de suspensión me hizo regresar a mi cuerpo, salir de mi estado de hipnosis. La neblina se disipó por completo, y el monstruo que llevaba dentro se agazapó, satisfecho con la sesión de destrucción, y se contoneó él solito hasta la jaula de garrotes doblados, en la que se acurrucó como dueño y señor absoluto de mi cuerpo.
               Sin hacer caso de la música que me atronaba en los oídos, levanté la vista y la clavé uno por uno en todos los que estaban en la sala, desafiante. Algunos se retiraron hacia los vestuarios; otros, fingieron que no se habían dado cuenta de lo que había sucedido y volvieron a lo suyo. La única que no hizo ninguna de las dos cosas fue la chica de la punching ball de la esquina, que nos miró alternativamente al saco y a mí, esbozó una sonrisa siniestra, y luego se centró de nuevo en su bola, que había perdido el ritmo pero no se había detenido del todo. De vez en cuando me lanzaba miraditas, pero yo pasé de ella. Sabía lo que quería de mí, y aunque me sorprendí interesado, ahora no estaba de humor para follarme a ninguna tía en los vestuarios de Sergei. Fijo que me echaba del gimnasio si me pillaba metiéndosela a alguna de sus clientas, y necesitaba seguir viniendo.
               Con un orgullo tenebroso empapándome las entrañas, me acerqué al saco inerte, que sangraba arena, y lo giré para que dejara de derramarla.
               Me he cargado un puto saco de boxeo, pensé, maravillado. Era una puñetera fiera. No sabía que estos sacos pudieran romperse, ya no digamos desprenderse del techo como yo había conseguido que sucediera con él. Le había reventado los tornillos: había ocho trozos en lugar de cuatro desperdigados por aquí y por allá. Los aparté con el pie hacia un rincón, me quité los guantes y, mordisqueándome los labios para contener una sonrisa, me dirigí al vestuario.
               La razón de que hubiera salido corriendo para ir al gimnasio no se reducía a que simplemente necesitara desahogarme. Una parte de mí temía que la influencia de Sabrae, que Sergei había notado en mi modo de boxear cuando empezamos, fuera tan poderosa que incluso hubiera perdido eso. Me alegraba saber que, a pesar de todo, había una parte de mí que seguía intacta, y lucharía porque así fuera.
               El boxeo volvería a ser mi refugio, el lugar tranquilo al que yo siempre acudía cuando necesitaba despejarme, ese rinconcito secreto en el que podía ser yo mismo sin ningún tipo de filtro. Puede que hubiera estado pensando en ella mientras entrenaba, pero el saco de boxeo me había demostrado algo: de la misma manera en que ella estaba presente en mis pensamientos como lo habían estado mi padre y Aaron cuando empecé a boxear, conseguiría canalizarlos y convertirlos en algo con lo que defenderme. En algo de provecho. No estaba todo perdido, ¿no? Si no había podido sacármela de la cabeza, era porque lo tenía todo aún demasiado reciente. El saco de boxeo sería quien escuchara mis penas y quien me ayudara a ahogarlas.
               Bueno, no el que había derrumbado, al menos. Otro.
               Sonreí ante mi ocurrencia mientras me metía bajo el chorro de la ducha. El agua ardiendo lavó el sudor de mi cuerpo, y en cierto sentido consiguió llevarse mi rabia. Ahora que me había desahogado con el saco, me sentía un hombre nuevo. Ya no tenía la necesidad imperiosa de seguir reproduciendo aquella estúpida conversación en mi cabeza y seguir martirizándome por todo lo que había pasado. Incluso me atreví a pensar que no todo estaba perdido, que los dos habíamos dicho cosas que no sentíamos de verdad. Habían hablado nuestros calentones, no nuestros corazones. Se solucionaría.
               ¿Seguro? No quiero volver a verte, me recordó la voz de Sabrae en mi cabeza, y me di la vuelta debajo del chorro para así dejar de escucharla. Me concentré en el sonido del agua golpeando contra mi cuerpo y contra el suelo, la sensación de ardor que había en mi exterior tratando de dominar el fuego semi apagado de mi interior.
               En ello estaba, centrado en las sensaciones físicas y tratando de ignorar las emocionales, con las continuas punzadas en el corazón, cuando escuché pasos a mi espalda. Normalmente no me habría girado: me importaba entre nada y menos quién entraba o salía de las duchas del vestuario; nadie tenía nada que pudiera envidiar, sino más bien al revés.
               No obstante, que no me volviera no significaba que no prestara un poco de atención. Y, cuando me di cuenta de que los pasos sólo habían avanzado hasta la mitad del cubículo, quedándose en el centro, donde no caía agua, ni se había abierto ningún grifo, eché un vistazo por encima del hombro. Precisamente como no había hecho Sabrae.
               Sergei estaba allí plantado, con los brazos cruzados y una sonrisa críptica en la boca. Los músculos de sus brazos estaban en tensión, como si estuviera conteniéndose al tratar de estarse quieto, y tenía las piernas separadas formando una V invertida que prometía bulla.
               -Tenemos que hablar, Alec-me dijo, y yo me pasé las manos por la cara.
               -¿Puedo vestirme, al menos, o quieres hablar de rodillas frente a mí? ¿Me giro o no te importa que te caiga el agua encima?-inquirí, frotándome el pecho y mirando cómo el jabón se deslizaba por mi cuerpo. Intenté imaginarme que el jabón no eran las manos de Sabrae, y fracasé estrepitosamente.
               -Dos minutos-anunció Sergei, y salió sin más de la zona de las duchas, dejándome con la palabra en la boca. Tampoco es que se perdiera mucho: no se me ocurría ninguna respuesta ingeniosa, especialmente porque no me había dicho nada a lo que agarrarme. Bufé, terminé de aclararme, cerré el agua y me enrollé la toalla a la cintura. Me pasé los dedos por el pelo, atrapándolo hacia atrás, y salí de la zona de las duchas con la cabeza bien alta y la mayor actitud de perdonavidas que conseguí reunir.
               Sergei estaba sentado en el banco, al lado de mi bolsa de deporte.
               -Mira, tío, si esto es por lo del saco, te lo pagaré. No tienes por qué venir a echarme ninguna bronca. Sé lo que cuestan esas mierdas. Y conozco las reglas de este sitio-señalé el techo en varias direcciones con el dedo, indicándole a qué me refería. Sergei encogió las piernas y negó con la cabeza, aunque su sonrisa no le abandonó la boca.
               -No es por eso.
               -¿Entonces?
               -Vístete. Tengo que hablar contigo.
               Me vestí bajo su atenta mirada, que ni siquiera apartó cuando le pregunté si pensaba recrearse más adelante con lo que tenía ante sí. Cuando ya me hube enfundado vaqueros y camisa, Sergei sonrió.
               -Ésta es la pinta de un campeón-musitó, asintiendo con la cabeza. Puse los ojos en blanco y me adelanté a él. No necesité que me dijera nada: sabía que quería que fuéramos a la cafetería del gimnasio, así que troté escaleras arriba, en dirección al segundo piso, donde una gran estancia con varias televisiones y salpicada de mesas y sillas ocupaba casi un tercio la planta. Sergei se acercó a la barra y me pilló un bocadillo de pollo con una cerveza. Se sentó frente a mí, compartiendo otra conmigo.
               -Bueno-sonrió-, ¿vas a contarme qué te ha hecho mi pobre saco de boxeo para que te cebaras así con él?
               -Ese cabrón era un gilipollas irrespetuoso. Le di una lección-expliqué, dando un buen mordisco al bocadillo de pollo. Estaba de muerte; la cocinera de la cafetería tenía una mano genial en los rebozados.
               -Debías de estar muy cabreado para conseguir algo así.
               -Tampoco es para tanto, Sergei.
               -Jamás había visto un saco de boxeo como el que me acabas de dejar en una esquina, Alec-se inclinó hacia mí-. ¿Tienes idea del potencial que demuestra que tienes?
               -No es potencial. Es rabia-me encogí de hombros y miré el trozo de lechuga que sobresalía de entre los panes como una lengua de una boca traviesa. Una imagen de Sabrae mordiéndose la lengua mientras me la sacaba cuando yo le soltaba algo que le hacía gracia me asaltó. Intenté apartarla dando un sorbo de mi cerveza. Dame un poco de tregua, nena.
               -¿Rabia? ¿A quién le tengo que dar las gracias? ¿Tu hermana? ¿Jordan? Oh, joder, ¡si ha sido Jordan, le daré un mes gratis!
               -Ya quisiera Jordan ser capaz de cabrearme así. No. No ha sido él.
               Sergei esperó pacientemente, lo cual hizo que yo me desesperara. No quería hablar de ello, ¿no se daba cuenta? Si había ido a boxear era precisamente porque no quería hablar de ello. Tenía gente de sobra con quién comentarlo, no necesitaba que mi puto entrenador escuchara mis lloriqueos. Para eso estaban Bey y Jordan en primer lugar, y el resto de mis amigos después.
               -Sabrae-le revelé, y esperé a que comprendiera y me dejara tranquilo, pero en su lugar dio una palmada y un silbido, divertido por la situación.
               -¡Vaya! ¿Problemas en el paraíso?
               -Algo así. No hay paraíso, más bien.
               Fue en ese momento cuando Sergei comprendió. Se quedó pensativo un momento, tocándose la mandíbula, y cuando por fin decidió su estrategia, atacó con sutileza.
               -¿Significa eso lo que creo que significa?
               -No más Sabrae. Volveré a boxear bien. Lo de antes sólo ha sido una prueba.
               -¿Puedo preguntar por qué?
               Me encogí de hombros.
               -Hay muchas razones, no te quiero aburrir.
               -Tengo tiempo.
               Puse los ojos en blanco.
               -Dejémoslo en que buscamos cosas distintas.
               Sergei estalló en una sonora carcajada.
               -¿A tu zorrita le van los coños?-se burló.
               -No es mi zorrita. No es ninguna zorrita-acusé-. Y no, no le van los coños. De hecho, me ha dejado bastante claro que lo único que le gusta de mí es mi rabo. Mira, Sergei: ya tenéis algo en común.
               -Vete a la mierda, niñato. Venga, ¿qué? ¿Es que no piensas contarme más?
               -¡No hay nada más que contar, Sergei! ¡Se acabó y punto! ¿Puedes dejar que me termine mi puto bocadillo tranquilo? ¡Joder! Si vine aquí es porque no quiero pensar en ello, no que me hagas un psicoanálisis barato de los tuyos.
               Sergei se reclinó en la silla, apoyando el codo en el respaldo y mirándome como un padre mafioso observa a su hijo torturar a un miembro de un clan rival. No dejaba de haber algo siniestro en su orgullo.
               -¿Sabes por qué ha pasado esto?
               Parpadeé y tragué despacio.
               -No, y tú tampoco, pero estoy seguro de que alguna teoría de mierda se te estará pasando por la cabeza, así que…
               -Porque no te ha visto boxear. Porque no eres boxeador profesional.
               Joder, ya empezábamos otra vez. Sergei era pesadísimo con el tema de mi retirada, aunque yo había sido bastante tajante y había conseguido que no me la sacara a colación tan a menudo como cuando había tratado de convencerme de que me dedicara a aquello, porque veía que tenía futuro. Uno de mis últimos combates había salido mal, y Mimi había estado allí para ver cómo tardaba tres minutos y cuarenta y cinco segundos en recuperar la consciencia (e habían dado un golpe ilegal, ¿vale?). Al salir, evidentemente derrotado, mi hermana se me había acercado llorando a moco tendido y diciéndome que no podía seguir boxeando, que ya no tenía sentido que lo hiciera, que ella estaba bien y yo podía defenderla de cualquier cosa, salvo del dolor que le suponía verme pelear con otro en un cuadrilátero. Me suplicó durante dos días con sus respectivas noches, hasta que mi corazón de hermano mayor no pudo más con sus lágrimas y terminé yendo al gimnasio de Sergei a tirar el suelo mi cinturón de campeón.
               Metafóricamente, claro. No tenía ningún puto cinturón de campeón.
               Y a eso era a lo que iba a aferrarse Sergei cada vez que le saliera el tema: a que si no lo tenía era porque a mí no me daba la gana, a que si una tía no flipaba con mis dotes era porque yo no quería enseñárselas. Podría tener a todas las que yo quisiera en el momento en que yo las quisiera, hacerme famoso y que todos conocieran mi nombre incluso cincuenta años después de morir.
               Ser el campeón de los pesos pesados y probar el sabor de mi victoria mientras me follaba a la chica más cachonda de toda Inglaterra, que indudablemente se abriría de piernas para el rey invicto y gemiría como una zorra mientras yo la empalaba.
               Es curioso: siempre había pensado en una tía despampanante, de piel blanca, sonrisa peligrosa, ojos claros y melena rubia. A todos los efectos, la chica que mi yo campeón se follaba después del combate era una versión personalizada de Diana, la novia modelo de Tommy, a la que él había ido corriendo a buscar al aeropuerto cinco horas antes de que su avión aterrizara.
               En ese momento, sin embargo, los muslos que se separaban eran del color del chocolate, más gruesos y más cortos; el vello púbico que antes no existía ahora era de una interesante textura rizada, como la lana de una oveja; los pechos eran más grandes pero no tan redondos; los pezones, del color de la trufa. La boca era más gruesa, los dientes más blancos, los ojos oscuros y el pelo negro como el carbón, rizado como el tobogán de un parque de atracciones.
               Mi yo campeón del mundo se follaba como nunca antes a Sabrae Malik. La misma que hacía una hora me había dicho que no quería saber absolutamente nada de mí.
               Fue por eso por lo que dejé que Sergei siguiera hablando: hacía años que había lanzado una idea a mi interior. La semilla había tardado en cubrirse de tierra, pero ahora que lo había conseguido, y después de mucho tiempo dándole el sol y la lluvia, por fin comenzaba a germinar un brote.
               Había echado abajo el saco de boxeo, ¿cuántos boxeadores podían jactarse de eso? Ni siquiera en las memorias de los más grandes, reales o ficticios, se mencionaba ninguna anécdota así.
               -Es la verdad-insistió Sergei, malinterpretando mi silencio-. A los boxeadores profesionales nadie los rechaza.
               -Como sigas con estas gilipolleces, me voy con Iván, Sergei-le amenacé. Iván era su rival de toda la vida; habían compartido gimnasio, mentor, e incluso guantes, pero les había pasado algo en su juventud que había hecho que no se soportaran. Creo que tenía algo que ver con una chica y con una jugada sucia que uno de los dos le había hecho al otro; no sabría decir cuál. Sergei nunca lo contaba abiertamente, lo que me hacía sospechar que el tramposo había sido él.
               -No serás capaz.
               -Pruébame-sonreí.
               -¡¡20 dominadas!!-rugió, poniéndose en pie, y yo sonreí, me terminé el bocadillo, le di un sorbo a la cerveza y me fui hasta una de las barras del techo, de la barra, de las que se colgaban las copas cuando las había terminado.
               -Que sean 50-me burlé cuando superé las 30 sin siquiera jadear.
               -100, entonces-sentenció, y por toda respuesta yo solté una mano, me la llevé a la espalda y me concentré en tirar de mi peso con un solo brazo. Menos mal que aún tenía los músculos calientes de la sesión de boxeo: podría haberme causado una lesión muy gorda, pero supongo que mi cupo de desgracias del día ya estaba cubierto con lo que me había pasado con Sabrae.
               -Eres un chulo de mierda-rió Sergei, agarrándome del cuello de la camisa y tirando de mí para bajarme cuando llegué a la septuagésimo sexta-. No me extraña que tengas a todas las perras de esta ciudad tan locas como las tienes.
               -No lo suficiente. Y no a la que yo quiero-me encogí de hombros y puse los ojos en blanco. Sergei rió, miró las barras, en las que aún se notaban las marcas de mi mano, y chasqueó la lengua.
               -En el fondo, no sé por qué trato de convencerte para que vuelvas. Con esa cara bonita… has hecho bien dejándolo. Te la habrían estropeado y, ¡a ver cómo follarías! El boxeo no está hecho para los guapos.
               -Yo tengo lo mejor de los dos mundos. Soy como Hannah Montana, pero con guantes en lugar de peluca-abrí las manos y alcé una ceja, sonriendo. Sergei se pasó la mano por la calva y sonrió.
               -¿Lo tienes? ¿O sigues buscando la lámpara del genio para que te conceda tus tres deseos?
               -¿Qué te hace pensar que tengo tres deseos? ¿Y si con ellos no me basta?
               -No eres estúpido, chaval, pero tampoco eres codicioso. Tienes la misma ambición que tenemos todos los que estamos en este edificio: quieres gloria, quieres dinero, y quieres sexo. La diferencia es que tú eres el único con posibilidades de conseguirlo.
               -Ya tengo un trabajo y una cara que me da el sexo. Me interesan las cosas que me dan placer a mí, no lo que los demás puedan decir de mí cuando yo no estoy.
               -Ella no se habría atrevido a dejarte si tú tuvieras gloria-sonrió Sergei. Su boca torcida me indicó que sabía que tenía razón. Y que estaba a punto de hacerme cambiar de opinión.
               Créeme, sólo hay una forma de esbozar una sonrisa así: cuando tienes una mano ganadora, y sabes que todos en la mesa saben que la partida ya está perdida.
               Yo ya tenía gloria, quise decirle, pero me quedé callado, porque no sabía cómo podía decirlo sin que Sergei se descojonara de mí. Sus orgasmos sonaban con mi nombre.
               -A ella no le interesa este mundo.
               -A ninguna le interesa este mundo hasta que prueba cómo follamos después de un combate. Entonces, se vuelven sus fans número uno. Si ha podido alejarse de ti es porque no te ha probado después de pelear. De pelear en serio, no en un entrenamiento en el que sabes que no te va a pasar nada y no te juegas nada. Nos jugaremos la puta vida cuando estamos ahí arriba, vale, pero joder… cada vez que nos bajamos por nuestro propio pie, vivimos más intensamente que mil hombres que nunca hayan pisado un ring. Y eso las mujeres lo notan.
               Sonreí.
               -No estoy de humor para estas mierdas, Sergei.
               -Sólo digo…-Sergei levantó las manos-. Que le des una vuelta. En el fondo, sabes que tengo razón. Tú y yo estamos hechos por el mismo molde. Sabemos que sólo hay dos placeres en el mundo: el boxeo y las mujeres, y que sólo si los juntamos, estaremos completos.
               -Se nota que no las tratas bien en la cama-me burlé-. Yo ya me siento completo cuando entro dentro de una tía. No tengo necesidad de hacerlo con los guantes puestos.
               -Entonces, ¿por qué has venido a reventarme un saco de boxeo, en lugar de irte a la cama de la primera golfa que se te cruce?
               Me metí las manos en los bolsillos de los pantalones y arqueé las cejas como la bóveda de una catedral. Estiré las piernas y me relamí los labios.
               -Necesitaba equilibrio. Demasiada mujer y muy poco boxeo. Todavía no sé muy bien cómo gestionar el mal de amores.
               Sergei se rió.
               -¿Quieres que te cuente el secreto del universo, campeón? ¿Quieres saber cómo se quita la gente normal el mar de amores que le da una hembra?
               Me lo quedé mirando, expectante.
               -Hundiéndote en los muslos de otra-me reveló Sergei, inclinándose de nuevo hacia mí. Tenía las palmas de las manos pegadas a la mesa, y estiró los dedos hacia el cielo cuando asintió al ver mi expresión, como diciendo lo sé, es normal que no te dieras cuenta; aún eres joven e inexperto, pero yo estoy aquí para enseñarte-. De cara y tetas son todas distintas, Alec, pero cuando se abren de piernas, no hay forma de distinguirlas.
               -Yo las distingo. A Sabrae, al menos. Ella es distinta-discutí. No sólo porque no iba a dejar que hiciera que me sintiera como un absoluto gilipollas, con un bajón emocional increíble por una pelea con una chica que de seguro era una del montón. No lo era. Ni yo era un gilipollas, ni Sabrae era del montón.
               Sino porque no iba a consentir que la pusiera al nivel de las demás. Sabrae no estaba al nivel de las demás. Era diferente. Por mucho que ahora mismo la detestara, seguía estando enamorado de ella. Esos sentimientos no se disipan así como así.
               -Un coño es un coño, Alec-replicó Sergei, poniendo los ojos en blanco.
               -Yo he probado muchos y te puedo asegurar que como el de Sabrae no hay otro igual, Sergei-sentencié, envarándome y cruzándome de brazos-. Puede que me gusten muchísimas más cosas de ella, pero no te voy a mentir y a decirte que no me vuelve loco el hecho de que sea chica y yo sea chico.
               Sergei esbozó una sonrisa siniestra.
               -Suele pasar. Cuanto más perra es la chica, con más vicio folla.
               Me mordí el labio y recordé mi herida.
               -Eso explicaría muchas cosas. ¿Sabes que muerde?-le revelé, alzando las cejas, y él se echó a reír cuando se fijó en la herida de mi labio.
               -Entonces, definitivamente, tienes que conseguir que vuelva. Cuando encuentras a una chica que todavía es salvaje, no tratas de domarla: procuras adaptarte a ella-Sergei se levantó, arrastrando la silla, y me puso una mano en el hombro-. Piénsate lo que te he dicho, ¿vale? No tienes por qué darme una respuesta ahora. Sólo quiero que tomes la mejor decisión.
               Lo observé con atención.
               -No te importa esperar con tal de que te pida que vuelvas a entrenarme para la competición, ¿eh?
               -No lo digo por eso. Eres mi campeón, chaval. Incluso cuando no tienes los guantes puestos. Que compitieras me haría muy feliz, pero lo que me importa es que tú estés bien, Alec. Y sé que competir podría ayudarte a reencontrar el camino.
               Dicho lo cual, Sergei me dio una palmada de despedida en el hombro, y se alejó con paso firme, dejándome solo con mis pensamientos. Reflexionando sobre la conversación, eché un vistazo por la ventana. Las sombras que los árboles proyectaban contra el cristal por las luces del exterior se agitaban en un baile de máscaras, incitándome a ir con ellos.
               Me indicaban el camino. Estaba en una encrucijada, y debía elegir la dirección si quería salir del callejón sin salida al que me había visto empujado: el boxeo o las mujeres.
               Ésa iba a ser mi medicina para Sabrae. El boxeo… o las mujeres.
               De mí dependía decidir cuál.






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2 comentarios:

  1. Bueno mira estoy chillando con el capítulo. Realmente ha sido un capítulo de transición y ya pero es que me ha encantado. El momento de Alec despotricando me ha descojonado, y luego lo del gimnasio MIRA el momento saco me ha dejado shocked. ojalá pudiese ver eso en la vida real y no solo en mi mente joder, que maravilla sería eso erikina.
    Por cierto Sergei me cae jodidamente mal y ojalá Alec eligiese el boxeo pero todos sabemos que es puto predecible so, ya esty esperando ver a quien es a la que intenta follarse primero.

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    Respuestas
    1. TIA JAJAJAJAJA realmente no me osrecio de transicion cuando lo escribia pero puede ser, yo creo que pasan cosinas pero bueno es cierto que no hay la accion de siempre eso te lo concedo
      Alec siempre se las apaña para hacernos reir incluso en los peores momentos le quiero mas...
      EL MOMENTO BOXEO.?????! ALERTA DE MACHO UF UF QUE CALOR
      Sergei es gilipollas es que no se por que coño lo meti en esta hsitoria tengo unas ganas de que a Alec se le crepucen los cables y lo mande a la mierda increíbles
      Y ya te he dicho que confies en mi hijo que nos va a sorprender ten un poco de fe, ya veras en el siguiente cap😉

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