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Qué equivocado había estado hacía unas semanas, cuando
creía que con lo que más daño podía hacerme Sabrae había sido su “no”. Qué
imbécil había sido creyendo que no había nada que pudiera hundirme más que
aquello, que no habría nada que pudiera volverme más loco de lo que lo había
hecho aquella negativa que, ahora, había descubierto que no era realmente suya.
No
sólo resultó que Sabrae sí podía hacerme más daño que entonces, sino que
descubrí en aquel preciso instante que ella era la única que podía convertirme
en una persona a la que incluso yo mismo detestaba. Podía destruir todo cuanto
yo era y todo de lo que me enorgullecía; convertir todos mis virtudes en
cenizas y hacerme un monstruo compuesto de unos defectos que yo ni sabía que
tenía.
Resultó
que Sabrae era la que me había enseñado el mundo de posibilidades que se abría
ante ti cuando te enamorabas… y lo había destruido con un hechizo horrible que
sonó tal que así:
-Hijo
de puta-escupió, pasándose el dorso de la mano por el labio, donde mi sangre
aún mantenía unida nuestra unión-. No sé cómo he podido estar tan ciega estos
meses. Todo lo malo que dicen de ti es verdad. Incluso peor.
Puede
que no fuera a graduarme con mis amigos; puede que fuera a repetir curso o que
incluso jamás consiguiera graduarme (al paso que iba, cada vez veía más negro
conseguir aprobar el último curso y que me dieran el título, ya no digamos si
no tenía a nadie apoyándome y obligándome a estudiar como lo había hecho
Sabrae); puede que yo no fuera el listo de mi clase y no destacara en nada más
allá de educación física, pero eso no significaba que yo fuera gilipollas.
Aunque
Sabrae no quisiera decir en voz alta el sujeto de aquella oración, quiénes
hablaban de verdad y lo que decían, los dos sabíamos que estaba hablando de sus
amigas. Con las que se suponía que no se hablaba, las que le habían montado un
pollo impresionante. Aquellas a las que iba a elegir antes que a mí.
-No
todo-me escuché responder, relamiéndome el labio y disfrutando del sabor
metálico de mi sangre en la boca, como lo había hecho durante los mejores
combates de boxeo. No había nada más alentador que sentir el dolor mezclado en
la sangre que te llenaba la boca durante una pelea: te hacía darte cuenta de
que por fin estabas ante un rival a tu altura, y de que la lucha estaba
interesante-. Jamás me he tirado a nadie de la realeza. Aunque no sería por
falta de ganas.
Ni
siquiera sé por qué dije aquello. Estaba tan rabioso, tan fuera de mí, tan
dolido por la cantidad de cosas horribles que nos habíamos gritado, que no nos
reconocía a ninguno de los dos: ni a mí, ni a ella.
Porque
no te equivoques: si hubiera tenido a mi Sabrae delante de mí, ni siendo un
monstruo habría querido lo que pretendía con aquellas palabras. Quería hacerle
daño. Arrancar de ella alguna reacción que justificara el deseo oscuro que me
atormentaba y me revolvía las entrañas: si ella perdía los papeles conmigo, yo
podría perderlos con ella, y podríamos enzarzarnos en una lucha a muerte en la
que sólo podría quedar uno. Muerte súbita.
Estaba
convencido de que éramos dos montones de pólvora a los que dos llamas se
acercaban por sus respectivas mechas, y que el que antes estallara sería el que
vencería.
-¿Alec?-preguntó,
y en la forma en que pronunció mi nombre escuché algo que me aterrorizó:
repugnancia. Asco. Cansancio. Un final. Aquella muerte súbita a la que yo me
había lanzado, en la que ella me hundiría.
Qué
imbécil era creyendo que podía salir victorioso de hacerle daño, cuando su
dolor era el mío incluso cuando yo era quien más quería hacerla sufrir.
-¿Sí?
-Vete
a la puta mierda.
Me
quedé allí plantado mientras Sabrae se daba la vuelta y se alejaba, con las
manos en puños y una resolución fiera que hacía que mantuviera la cabeza bien
alta. Una parte de mí me gritó que si dejaba que se fuera, no habría manera de
que todo volviera a ser como antes, y yo le respondí con cinismo a esa parte
que no había nada que indicara que yo quisiera que las cosas fueran como antes.
Que de verdad no quería estar con alguien que no estuviera segura de sus
sentimientos hacia mí. Que no quería estar con alguien que tuviera que pedirles
permiso a terceras personas para estar conmigo.
Que
no quería a Sabrae de otra forma que no fuera bajo mis propias condiciones.
Esa parte
de mí que le pertenecía a ella y le pertenecería siempre guardó silencio
mientras observábamos cómo Sabrae se acercaba a la esquina de la calle.
Confiaba en que se giraría. Siempre lo hacía. Incluso cuando me detestaba y yo
hacía todo lo que estaba en mi mano por hacerle la vida imposible, algo en su
subconsciente la traicionaba y la hacía girarse y comprobar que yo seguía allí
cuando abandonaba una habitación.
Siempre
se había girado un segundo para mirar por encima del hombro, como si siempre
hubiera sabido que tarde o temprano, yo sería para ella igual que ella sería
para mí. Y, cuando volviera a suceder esa tarde, yo encontraría la manera de
perdonarla y de querer que me perdonase. Salvaría la distancia que nos separaba
de apresuradas zancadas de las que ella no podría huir, la tomaría de la
cintura y la besaría, y la soltaría si se resistía (aunque dudaba que lo
hiciera), y pegaría mi frente a la suya y le juraría entre jadeos que no
dejaría que nada nos separara y que lucharía por seguir juntos, incluso cuando
ella quisiera tirar la toalla, como le había prometido una vez.
Le
juraría todo lo que necesitara jurarle para convertir aquel cataclismo en un
bache del que reírnos en alguna cama después de uno de nuestros increíbles
polvos, con sus manos en mi pecho y las mías en su espalda, nuestros aromas
mezclados en una nueva esencia que olía a paraíso y a estar en el lugar
indicado.
Se lo
habría jurado, de verdad. Te lo prometo. Habría hecho lo imposible por ella.
Las cosas que le decía cuando estaba borracho no eran simples cuentos. Las
cosas que le decía estando sobrio no eran para encandilarla. Las cosas que le
decía cuando estaba dentro de ella no buscaban que se corriera antes. A Sabrae
no le había mentido nunca como puede que sí lo hubiera hecho con otras mujeres,
porque desde el primer momento la había considerado la mía.
Siempre
habría luchado por ella… si Sabrae me hubiera concedido mi siempre. Pero esta
vez fue diferente.
Por
primera vez en los 14 años que llevábamos conociéndonos, Sabrae no se volvió
para mirarme por encima del hombro. Convirtió nuestro siempre en un casi, en un
a veces, en un a menudo… destruyó la rutina, y con ello, todas las
posibilidades que había de que aquello fuera una riña más. Una riña muy gorda,
sí, pero una riña más.
Y yo sabía exactamente
por qué había sido eso: jamás le había puesto la mano encima sin que ella
me lo permitiera, hasta esa tarde.
Qué he hecho. Qué he hecho. Qué
he hecho. Qué he hecho.
Boqueé en plena calle como si
me hubiera convertido en un pez gigantesco con la curiosa habilidad de
mantenerse erguido incluso fuera de su elemento. No podía respirar, no podía
pensar, no podía hacer nada más que quedarme mirando como un completo
gilipollas la esquina por la que Sabrae había desaparecido, esperando
inútilmente que ella apareciera de nuevo milagrosamente por ella con una
sonrisa en la boca y un equipo de televisión tras ella al grito de
“¡inocente!”.
Aquello
había sido realmente el final. No habría nada después. Yo lo sabía. Destrocé
aquel “después” en cuanto puse mis labios sobre los de ella, sin que ella
estuviera preparada. Todo por mi estúpido orgullo y mis ganas de demostrarle
que, en el fondo, no se creía las gilipolleces que las zorras de sus amigas
decían de mí.
Yo no
era un fuckboy. No estaba jugando con
ella. No me había acostado con otras. No era “sólo sexo” para mí. No estaba con
ella por cómo se moviera en la cama (en la que, por cierto, no había tenido el
placer de conocerla), ni por lo bien que le supiera el coño (aunque si se lo hubieras
probado, estarías de acuerdo conmigo en que por sí solo ya era una razón de
peso), ni siquiera por su forma única e irrepetible de calentarme sin tener que
quitarse ni un centímetro de ropa.
Confiaba
en mí. Estaba siendo tozuda y mentirosa diciéndonos a ambos lo contrario.
Confiaba en mí. Yo lo sabía, y ella también. No se habría mostrado tan sincera
conmigo, tan vulnerable, y yo la entendía. No habría hablado de su adopción
conmigo de no haber creído que yo no la juzgaría. No habríamos comentado sus
dudas. Yo no habría estado a punto de hablarle de mi familia paterna de no ser
por la confianza que depositaba en mí.
Había
sido un puto gilipollas. Un puto, rotundo, completo y absoluto gilipollas, al
intentar besarla. Por tratar de arrancar una respuesta de ella de la que poder
tirar para conservarla a mi lado, la había perdido para siempre. No me servía
aquel acto reflejo de responder a mi beso con su lengua y entregarse a mí. Lo
que contaba era que, al final, ella se había resistido con uñas y dientes,
literalmente.
Noté
cómo la temperatura del mundo descendía drásticamente mientras aquella oscura
verdad calaba en mí como una lluvia torrencial que te sorprende sin paraguas.
Cada cosa que le habían dicho sus amigas estaba escrita en mi piel, en los arañazos
que tendría rojos en el vientre, en la marca de dientes que tenía en los
labios.
Sin
que yo pudiera hacer nada para evitarlo, mi cabeza había decidido convertirse
en un tocadiscos cuyo único vinilo estaba rayado, y reproducía las frases más
dolorosas que Sabrae había pronunciado a lo largo de nuestra discusión.
Entiendo perfectamente que te joda que mis
amigas me emborracharan; al fin y al cabo, te estropearon la noche.
Sí, me habían estropeado la
noche, pero no por lo que ella había insinuado: me la habían estropeado porque
había tenido que arrancar a Sabrae de las garras de un baboso de mierda que le
habría hecho lo que le apeteciera y más de no haber aparecido yo. No me habían
jodido la noche porque no pude follar; me la habían jodido porque casi le joden
la vida a ella.
La
temperatura de mi interior aumentó veinte grados.
Es que ni siquiera eres mi puto novio.
¿Y de
eso quién tiene la culpa? Desde luego, no era yo. Y Sabrae, tampoco. No; eran
las imbéciles de sus amigas, las mismas que no habían dudado en comerle la
cabeza hasta el punto de hacerle creer que yo no era bueno para ella, y luego
la habían emborrachado con la esperanza de que yo la hiciera cambiar de
opinión. Si tan mala imagen tenían de mí, ¿por qué empujarla mis brazos en cuanto se les presentaba la
ocasión?
Algo
dentro de mí despertó. Un monstruo dormido, que se estiró en su jaula y pasó
las garras por los barrotes, retorciéndose de placer ante los chirridos del
acero contra las uñas.
Esto era
una relación.
Ah,
vale, ¿se había acabado entonces? ¿Cómo encajaba eso en todas las promesas que
nos habíamos hecho, en las noches jurándonos que éramos importantes el uno para
el otro y que no habíamos sentido lo mismo por nadie? ¿En cuanto se nos
presentara el primer obstáculo ella iba a tirar la toalla? ¿Ni siquiera iba a
intentar luchar por mí?
La
bestia se abalanzó sobre sus barrotes, haciendo que la jaula se tumbara con
ella dentro. El techo se volvió pared; las paredes, techo. La bestia abrió unos
ojos ambarinos y mostró los dientes al cielo a rayas. Tenía una sonrisa macabra
y le venía bien el calor.
Además,
mis amigas hablan con conocimiento de causa, y no con esta visión idealizada
tuya que yo tengo de ti.
¿Qué visión idealizada?
Sabrae era la única que me conocía como yo era. Había conseguido colarse entre
mis huequecitos y encontrar lo que había en mi interior. No es que yo tuviera
una coraza especialmente gruesa o un disfraz muy elaborado, pero tampoco iba
exhibiendo mis vulnerabilidades para que todo el mundo las viera. A nadie le
interesaban mis movidas, igual que a mí no me interesaban las de los demás. A
las chicas les gustaba lo que podía hacer con mi cuerpo y con los suyos, que
tuviera en cuenta sus deseos; mis traumas de la infancia, mis miedos y mis
sueños les traían sin cuidado. Lo más interesante de mí para la mitad de
Londres que llevaba falda, amigas de Sabrae incluidas, era mi polla. Lo más
interesante para Sabrae era mi cuerpo entero; la polla iba en el paquete, sí,
pero no más que mi corazón.
Ella
me conocía mejor que sus amigas.
La
bestia se acurrucó sobre sí misma, preparándose para saltar hacia arriba, en
dirección a la libertad. Los barrotes eran endebles, el volcán de mi cuerpo los
estaba derritiendo, y pronto lloverían sobre ella como gotas incandescentes.
Porque tú tienes el historial que tienes,
chato.
Precisamente por mi historial
podía follarte hasta el punto de que gritaras como una perra. Precisamente mi
historial era lo que te había convertido en la guarra que a mí me encantaba que
fueras.
La
bestia le sonrió a las estrellas, a las que pronto devoraría.
Yo no quiero estar con alguien que decide si
soy una niña o no dependiendo de si tengo las bragas puestas.
Ahí te equivocas, nena: yo no
decido si eres una niña o no nunca. Para
mí siempre eres una mujer. La mujer más guapa y atractiva del mundo, la más
sexy y la más desesperante porque está claro que no me permitirás nunca
llamarte mía. Pero, joder, lo que me encanta poseerte. Lleves o no bragas.
La
bestia tomó impulso, y…
Estás mal de la cabeza si crees que te
escogería a ti: no renunciaría a una amistad de años por cuatro polvos en sofás
o en mesas de billar.
Me crují las manos en el
mismo momento en que el monstruo de mi interior se liberaba y hacía que todo mi
cuerpo se echara a temblar de la rabia. Ahora que estaba por fin suelto,
arrasaría con todo a su paso, y ese todo era yo: se me aceleraron las
pulsaciones, se me oscureció el campo de visión por los bordes, y una furia
ciega se apoderó de mí de dentro hacia afuera.
Para
mí, lo mío con Sabrae era bastante más que sexo. Era conexión, era intimidad,
era tener algo especial con alguien especial en un momento que se convertía
especial por el mero hecho de compartirlo con ella. Era tener ganas de que
llegara el fin de semana para poder verla; que pudiera mojar el churro o no
daba lo mismo. Verla a ella diez minutos me gustaba más que follarme a diez
tías una detrás de otra.
Y
ella me había demostrado que en aquello yo no era correspondido. De lo
contrario, no se habría atrevido a reducir nuestra relación a los polvos en los
sofás y los de las mesas de billar (aunque si hubiera estado espabilado, le
habría gritado que para empezar no habíamos echado ningún polvo en ninguna mesa
de billar, y que si decía eso era porque lo único en lo que yo era mejor que
Amoke era en que yo tenía rabo, que no había utilizado del todo sobre el tapiz
de ninguno de los tapetes).
Eres un cabrón. Me das asco,
Alec. No te quiero tener delante. No quiero volver a verte.
Eres un cabrón.
Me das asco.
Me das asco, Alec.
Me.
Das.
Asco.
Alec.
Me retorcí sobre mí mismo
mientras la bestia de mi interior se hacía con el control, barajando un millón
de posibilidades, cada una peor que la anterior, pero todas con un único
objetivo: hacerle daño, mucho daño, a Sabrae. Prenderle fuego a su espíritu
como ella se lo había prendido al mío.
¡Yo
no había hecho nada malo, joder! ¡La había defendido, como querían todas las
tías normales! ¡¿Por qué coño no hacía como una persona normal y lloraba
emocionada ante aquella muestra de afecto, y cuando terminaba de limpiarse las
lágrimas se arrodillaba y me la chupaba, como sí hacían las novias de mis
amigos?! ¿¡¿¡Por qué había tenido que pillarme de la tía más incomprensible de
Londres!?!? ¿¿¡¡Y por qué era ella tan cortita de miras!!??
Con
la determinación del depredador al que sólo el hambre le marca el camino, me
marché en dirección a mi casa. Los gruñidos de aquella bestia del millón de
voces eran tan fuertes que necesitaba ahogarlos con música. Me tiraría en la
cama, me pondría los cascos, y trataría de quedarme sordo mientras escuchaba a
The Weeknd, o puede que me pusiera un poco de heavy metal y gritara a pleno pulmón para tratar de expulsar la
rabia que había en mi interior.
Todos
mis planes se vieron truncados en el momento en que doblé la esquina de mi
calle y miré en dirección a casa de Jordan. Descubrí que las luces del
cobertizo estaban encendidas, y dado que se apagaban automáticamente cuando
Jordan o yo echábamos el pestillo para que ninguna de nuestras hermanas entrara
a husmear, supe que mi amigo estaba allí.
The
Weeknd podía esperar. No necesitaba gritar a pleno pulmón la letra de canciones
que hablaban sobre desnudar a tías y esnifar cocaína del espacio entre sus
tetas (aunque no me parecía tan mala idea, y ahora que estaba oficial y
completamente soltero de nuevo, era algo que no estaba dispuesto a descartar
tan deprisa); lo que necesitaba era desahogarme. Estaba hecho una verdadera
furia, con las manos cerradas en puños tan apretados que seguro que me estaba
tatuando de escarlata las lunas de las uñas.
Entré
como la tormenta tropical más mortífera de todos los tiempos en el pequeño
cobertizo.
-¡No
te vas a creer lo que me acaba de pasar!-bramé, cerrando la puerta tras de mí
de una patada y encontrándome a Jordan repantingado en el sofá. Tenía el mando
de la televisión sobre el regazo, y quitó el volumen de lo que fuera que estaba
viendo tan rápido como una pantera. De la misma forma me lancé yo a contarle lo
que había sucedido-. ¡Igual flipas con el pollo que me acaba de montar
Sabrae!-troné, y Jordan abrió tantísimo los ojos que pensé que se le saldrían
de las órbitas-. ¡Hemos tenido la bronca del milenio! ¡Estoy hasta los cojones
de esa tía!-empecé a pasearme de un lado a otro bajo la mirada alucinada de
Jordan, que claramente nunca me había visto así de enfadado.
La
verdad era que yo nunca me había enfadado de aquella manera con nadie que no
fuera Aaron: aunque sí que había veces
en que la gente había conseguido tocarme los cojones, nadie había
llegado al punto de desconectar mi centro de control como sí lo conseguía el
gilipollas de mi hermano mayor. Ahora, Sabrae ostentaba el dudoso honor de ser
la segunda persona que conseguía sacarme completamente de mis casillas. No
tendría que contentarse con ninguna medalla de plata: era la primera chica en
hacerlo. Ni siquiera Mimi me había tocado los huevos nunca como lo había hecho
ella.
-¡¿No
va y me manda ir corriendo a verla nada más venir de trabajar, que ni siquiera
me he podido comer mi puñetero pincho de tortilla reservado en el comedor por
la prisa que me metió, para ponerse a chillarme como una puta loca?! ¡Me ha
llamado de todo menos guapo, y todo por la bronca que les eché a las perras de
sus amigas, la muy histérica! ¡Que si no es una damisela en apuros, que si
parezco su padre, que si no soy su puto
novio para hacer esas cosas…! ¡PUES ADIVINA QUIÉN TIENE LA CULPA DE QUE YO
NO SEA TU PUTO NOVIO, SUBNORMAL!-bramé, agarrando un cojín del suelo y
lanzándolo hacia el sofá tan fuerte que rebotó y chocó contra la lámpara del
techo-. ¡DIOS! ¡LA MADRE QUE LA PARIÓ! ¡ESTOY HASTA LOS COJONES DE LAS MUJERES,
JORDAN! ¡ESTÁN TODAS COMO PUTAS CABRAS, PRIMERO TE MONTAN UN POLLO PORQUE NO
LES HACES CASO, Y LUEGO CUANDO SE LO HACES Y EMPIEZAS A DEMOSTRAR INTERÉS,
DECIDEN CON EL ESTÚPIDO CONSEJO DE LAS ZORRAS DE SUS AMIGAS QUE NO ERES LO
BASTANTE BUENO PARA ELLAS, Y…!
Me
quedé plantado en el sitio cuando, durante mi vagabundeo, pasé frente a la tele
y me encontré frente a frente con lo que Jordan había estado mirando.
A Jor
no le había dado tiempo de apagar la televisión, pero sí de poner en pausa el
vídeo que se estaba reproduciendo cuando yo entré en tromba en nuestro
cobertizo.
Con
la mala suerte de que se detuvo justo en un plano de un tío contrayendo la cara
en una mueca de gusto mientras tenía a otro encima.
Los
dos estaban desnudos.
Me
giré en redondo para mirar a Jordan con la boca abierta. No sabría decir quién
de los dos estaba flipando más.
Creo
que era él: por lo menos, era él quien estaba rojo como un tomate. Incluso bajo
la pigmentación de su piel podía verse el tono colorado que adquirían las
mejillas de la gente cuando los pescaban haciendo algo que se suponía que no
debían hacer. Por ejemplo, cascársela mirando a dos tíos follar.
Abrí
la boca para hablar, tan impactado por aquel descubrimiento que se me había
olvidado todo lo relacionado con Sabrae. Para que luego digan que los tíos no
nos consolamos entre nosotros: no hay nada como pillar a tu mejor amigo
entrando y saliendo del armario en sus ratos libres para olvidar que la chica
que te mola te acaba de decir que le das asco y que no te quiere volver a ver.
Dios. Jordan se merecía que le convalidaran un doctorado en Psicología.
Sin
embargo, fue él quien habló primero, atropelladamente, aunque no con la elocuencia
que los dos necesitábamos.
-Puedo
explicarlo.
-Eh…
no tienes nada que explicar, Jor, de verdad. Mira, si quieres, eh…-me giré un
momento para mirar la tele y aparté la vista rápidamente, porque yo no tengo
nada en contra de los gays, ¿eh?, pero… bueno, no me resultaba del todo cómodo
tener el campo de visión invadido por un tío de tres metros dándole por el culo
a otro tío de tres metros.
Ni
siquiera quise pensar en el tamaño que tendrían sus pollas en la pantalla del
cobertizo; lo grande de mi miembro era el único consuelo que me quedaba en esa
tarde de mierda.
-…
puedo venir más tarde.
-No
es lo que parece-aseguró Jordan apresuradamente, levantándose y acomodándose
los pantalones. Lo miré un segundo antes de poner los ojos en blanco.
-Jordan.
Que te he pillado con la mano en los gayumbos mientras mirabas cómo un tío
enculaba a otro. ¿Justo delante de mi ensalada?-intenté bromear, pero me salió
un gallo-. No me tomes por idiota. Tú también no.
-Te
juro que no lo estaba mirando.
-La
pantalla es de 72 pulgadas, ya me dirás a qué cojones mirabas mientras…-señalé
el bulto en su pantalón y Jordan se pasó las manos por la cara, algo muy poco
recomendable cuando has estado recientemente en plena faena porque… ya sabes.
Líquido preseminal para hacer más fructífera la reproducción y más exitoso el
coito, amigo.
-Me
estaba…
-Por
favor, no me digas que te estabas rascando un huevo.
-¡No
es lo que piensas!-protesté-. ¡No soy maricón!
-¡A
ver, tío, que no pasa nada, ¿vale?! ¡Aunque seas maricón, yo te voy a querer
igual! Aunque… no como… bueno-señalé con el pulgar a mi espalda, donde los dos
señores seguían congelados en plena… trifulca fálica-. No como los mari… los
gays os queréis entre vosotros. A mí no me van esas cosas. Que me parecen muy
bien, ¿eh? Pero a mí no me van. O sea… yo con las tías. Y ya está-levanté las
manos-. A cada cual le va lo suyo, los gustos son muy respetables, y…
-¡Que
no me gustan los tíos, Alec!
-Ya,
¡ni a mí me gusta la remolacha, y no me vas a ver comiéndola a escondidas cuando
nadie me vea!
-Mira,
no es que te importe, pero estaba aburrido, así que decidí entretenerme un
ratito, porque no me apetecía jugar a nada y no echan nada interesante, y puse
la reproducción automática de Pornhub, y bueno… estaba a lo mío. Ni siquiera me
había dado cuenta de que estaba puesto ese vídeo hasta que tú entraste hecho
una fiera.
-Jor-le
puse una mano en el hombro y le di un suave apretón-. No tienes que darme
explicaciones, de verdad. A mí no me importa que seas gay o hetero. Nada va a
cambiar entre nosotros. Mírame con Logan: incluso perreamos en Nochevieja, y
por mi parte no hubo ningún problema. Aunque no sé si es gay de verdad-fruncí
el ceño-. Es decir… yo estoy muy bueno. Me parece ofensivo que no se empalmara
ni una sola vez. Fijo que es una excusa. Quizá sea una tapadera para su
timidez. Como tiembla como una hoja cuando se le acercan las chicas, pues…
¡oye!-Jordan parpadeó-. Puede que sea buena idea que te cambies de acera. Si no
tienes éxito con ellas, puede que lo tengas con nosotros-le di una palmada en
la espalda-. Al fin y al cabo, partes con ventaja: eres negro.
Esta
vez fue él quien puso los ojos en blanco.
-Ni
loco me hago yo julandrón para acabar pillándome por un gilipollas de tu
calibre, Alec.
-No
digas “julandrón”. Es homófobo. Y no hay nada peor que un maricón homófobo.
-¿Y
“maricón” no es homófobo?
-Te
lo estoy llamando con cariño. Eso no cuenta.
-Alec.
Que me van los coños.
-¿Estás
seguro? A fin de cuentas, nunca has visto uno. Es normal que te atraigan más
los rabos. Es lo que estás más acostumbrado a ver.
-Vete
a la mierda, subnormal. A ver, ¿qué ladrabas?-preguntó, recogiendo el mando de
la tele y apagándola, aunque no se me escapó que no había salido del vídeo que
estaba mirando-. Parecías una verdulera. ¿Ha pasado algo? ¿O sólo has venido
porque querías joderme la paja?
-¿Que
si ha pasado algo?-troné, estupefacto-. ¡Pues sí! ¡Sabrae es lo que ha pasado!
¡Tienes idea de lo que me ha dicho! ¡Las muy cabronas de sus amigas le han ido
con el cuento de que yo las puse en su sitio el otro día, y ahora se ha
enfadado conmigo y básicamente me ha dicho que no quiere saber nada más de mí!
Jordan
se frotó la mejilla un momento, suspiró y se sentó en el sofá. Dio unas
palmadas para que yo me sentara a su lado, pero decidí permanecer de pie, dando
vueltas de un lado a otro y gritando cada vez más y más alto, hasta que el
animal que llevaba dentro volvió a tomar las riendas de mi cuerpo y me eché a
temblar mientras maldecía entre gruñidos.
-¡DESPUÉS
DE TODO… LO QUE HE HECHO POR ELLA… ASÍ ME LO PAGA! ¡SERÁ ZORRA! ¡ES QUE NO ME
LO PUEDO CREER! ¡ME DICE QUE TENEMOS QUE SER SINCEROS EL UNO CON EL OTRO, YO LE
CUENTO TODAS MIS MOVIDAS, ESCUCHO LAS SUYAS, PERO EN NINGÚN MOMENTO SE LE
OCURRE DECIRME “OYE, ALEC, MIRA, ES QUE ME FALTA UN HERVOR Y HE DECIDIDO QUE
LAS IMBÉCILES DE MIS AMIGAS, QUE TE CONOCEN SÓLO DE VERTE POR LOS PASILLOS,
SABEN CÓMO ERES MEJOR QUE YO, ASÍ QUE LO SIENTO, CARIÑO, PERO ES MEJOR QUE NO
SEAMOS MÁS QUE FOLLAMIGOS CERCANOS”! ¡¡NO ME LO CREOOOOOOOOOOOOOOO!! ¡TE LO
JURO, JORDAN! ¡¡NO DOY CRÉDITO!! ¡LA MADRE QUE ME PARIÓÓÓÓÓÓÓÓÓ…!
Jordan
se levantó y fue a por dos cervezas mientras yo seguía despotricando.
-¡Y
TODAVÍA VA Y ME LLAMA TÓXICO! ¡LA MUY…! ¡TÓXICO! ¡YO! ¡¡YO!! ¡QUE LE HE DADO
TODO EL ESPACIO QUE NECESITABA! ¡NI MEDIO CENTÍMETRO LE HE METIDO LA POLLA SIN
QUE ELLA ME LO PIDIERA! ¡SI HASTA PARABA MIENTRAS FOLLÁBAMOS PORQUE NO ESTABA
CÓMODA! ¡TÓXICO! ¡TÓCATE LOS COJONES! ¡TODO PORQUE PUSE A LAS ZORRAS DE SUS
AMIGAS EN SU SITIO!
-A
ver, Al, las cosas como son: les diste unos buenos gritos.
-¡PORQUE
YO TENGO EL TONO DE VOZ ASÍ!-bramé, y Jordan se masajeó las sienes.
-¿Como
la sirena de un barco?
-¡ES
QUE SOY MUY ALTO Y TENGO LOS PULMONES MUY GRANDES, NO CONSIGO CONTROLAR MI
CAPACIDAD PULMONAR!-grité, tan fuerte que me sorprendió que las paredes de la
cabañita no se derrumbaran-. ¡Y SOY DEPORTISTA! ¡LOS TENGO INCLUSO MÁS
EXPANDIDOS! ¡PERO BUENO! ¡NO CREO QUE ME PASARA NI UN POCO CON ELLAS!
-Si
no llego a intervenir yo, les habrías pegado una paliza.
-¡Pero,
¿de parte de quién estás tú?! ¿¡Mía, o de Sabrae!? ¡¡Sólo iba a partirles la
cara!!
-Pues
para el caso…
-¡¿No
crees que tenga razón?!
-Creo
que perdiste las formas, así que también perdiste un poco de razón, en el
momento en que te abalanzaste sobre ellas.
-¡No
conseguí tocarles ni un pelo!
-¡Porque
yo te detuve!
-¿Y?
¿QUÉ DIFERENCIA HAY?
-¡Toda,
Alec! ¡A ver, ellas son unas mocosas, unas niñatas y unas inconscientes, pero
son las amigas de Sabrae! ¡Le corresponde a ella atarlas en corto, no a ti!
-¡CASI
LA VIOLAN!-bramé-. ¿INSINÚAS QUE DEBERÍA HABERME QUEDADO DE BRAZOS CRUZADOS
PORQUE ELLA ES PROBLEMA DE LAS LERDAS DE SUS AMIGAS?
-No-respondió
Jordan, tajante pero suave-. Sólo digo que no lo hiciste todo perfecto. Yo
habría hecho lo mismo de haber sido tú-aseguró, llevándose una mano al pecho y
mirándome con profundidad-. Pero sí que entiendo que las crías estén molestas.
A todo el mundo le jode que le echen una bronca, incluso cuando es merecida.
-¡Pues
ahí quiero yo llegar! ¡No sólo pongo a las tipejas ésas en su sitio porque no
puedo evitarlo, sobre todo con la actitud que vinieron, sino que encima todavía
le montan un pollo a Sabrae, me la disgustan y me la encabronan, y luego QUIEN
LA TIENE QUE AGUANTAR SOY YO!
-Es
una tía, ¿qué te esperabas? ¿Que reaccionara de forma lógica?
-¡QUE
ME LLAMÓ CERDO! ¡E HIJO DE PUTA! ¡Y ME DIJO QUE YO LE DABA ASCO!
Jordan
torció el gesto.
-Bueno,
lo de hijo de puta me parece un poco pasarse, la verdad…
-A
ver, eso fue después de que le diera el morreo de su vida.
-Espera, ¿os enrollasteis en medio de la
pelea?-alzó las cejas, dio una palmada y se echó a reír-. ¡Oh, jo, jo, jo! ¡Eso
tienes que contármelo, hermano!
-No
nos enrollamos. Sólo nos dimos un beso-puse los brazos en jarras y sonreí.
-Bueno,
para el caso…
-¿Crees
que me dejó?
-¿Lo
hiciste en contra de su voluntad?
Me
pasé la lengua por el labio para llamar la atención de Jordan, que se incorporó
de un brinco.
-¿TE
MORDIÓ?
-La
muy perra-asentí con la cabeza, sonriendo-. No sé qué le jodió más: si que lo
hiciera o lo mucho que le gustó que lo hiciera. Cuando empezamos, hubo un
momento en que pensé que me tiraría al suelo, me abriría la bragueta y me haría
follármela allí. Joder, Jordan, se me puso durísima.
Y luego…-la bestia se enroscó en torno a mí-. Empezó a pelear.
Jordan
parpadeó.
-¿Qué?
-No
me mires así. Ya sé que estuvo mal, pero no es para tanto, ¿sabes? Además,
estaba cabreadísimo con ella. Viene como una energúmena a gritarme, me dice de
todo menos guapo, me echa en cara la opinión que sus amigas tienen de mí, y
luego todavía se me pone chula. Me merecía un beso de disculpa, y ella no iba a
dármelo, así que simplemente lo cogí-me encogí de hombros.
Jordan
avanzó hacia mí despacio, con la cautela del mimo construyendo el cajón de aire
en el que se va a meter para deleite de todo su público.
-¿Y
qué opinas de eso?
-Los
dos lo hemos hecho mal. Pero ella más que yo. ¡Se le fue completamente la olla,
Jor! ¡No parecía ella! Entiendo que le pareciera mal que me metiera con sus
amigas; lo entiendo, pero no lo comparto. Entiendo que le molestara, pero sólo
lo estaba haciendo por su bien. En ningún momento he tenido otra cosa en mente
que no fuera ella. Yo no soy el malo de la película. Y no voy a permitir que me
convierta en él-negué con la cabeza, bufé por la nariz-. No pienso… no voy a
permitírselo.
La
bestia se había dormido, y su lugar lo estaba ocupando ahora una neblina que
amenazaba con ahogarme. Nublaba mis sentidos y mi juicio, hacía que todo a mi
alrededor se volviera borroso.
-No podía
soportar pensar que ya nos habíamos dado nuestro último beso y que fuera una
mentira, Jor-murmuré, atreviéndome a mirarlo por fin. Me dolían las palabras al
pronunciarlas, hechas de fuego y rabia-. La última vez que la besé, no dejaba
de pensar en que ella me había traicionado. Que no había sido sincera conmigo.
Fue esa noche. Lo hicimos, pero no pude acabar-me miré las palmas de las manos,
como si el tener la mente llena de pájaros que me picoteaban el cerebro hubiera
sido culpa mía y no de Amoke, Taïssa y Kendra-. Ella se dio cuenta, y yo le
aseguré que lo que me pasaba no tenía nada que ver con ella. La estaba
protegiendo, y mira cómo me lo paga-bufé, riéndome, pasándome una mano por el
pelo y negando con la cabeza. En la neblina, apareció una silueta gigante y
oscura, con garras y fauces pobladas de dientes afilados como cuchillas-. Con
un tortazo en vez de un beso, con gritos en vez de gracias. Rompiendo conmigo
cuando debería haberme elegido a mí.
-Al…
-Estoy
enamorado de ella-confesé, y decírselo en voz alta a Jordan entonces fue tan
bueno como decírselo a Sabrae cuando lo hice: en el momento más inoportuno,
cuando ya apenas importaba-. Tenía que jugármelo todo a una sola carta. Y
perdí. Por lo menos, terminamos con una explosión, y no con un lamento.
Jordan
se mordió la sonrisa.
-¿Acabas
de citar a T. S. Eliot?
-Para
que luego me pongan un 2 en Literatura Universal-sonreí, triste, y Jordan me
revolvió el pelo y me dio un abrazo.
-Si
Sabrae prefiere a unas amigas tontas antes que a ti, problema suyo, Al. Ella se
lo pierde.
-Ya.
Supongo-bajé la mirada y jugueteé con la alfombra. Jordan se separó de mí para
mirarme un momento, y luego me dio un toquecito con el puño en el hombro.
-Entiendo
que estés mal, pero, ¡oye! ¿Sabes cómo se soluciona esto?-me encogí de hombros
y puse los ojos en blanco-. Un clavo saca otro clavo, así que…-cogió el mando
de la tele y la volvió a encender.
-Por
favor, no te me declares, que tengo el autoestima un poco hundida y creo que te
diría que sí.
-No,
gilipollas-urgió, toqueteando en el iPad y haciendo que la pantalla de la
televisión cambiara como por arte de magia-. Tú mismo lo dices, ¿no?-esta vez,
lo que le tocó a mi hombro fue una palmada-. Ninguna tía puede ocasionarte
ningún problema que dos no te puedan solucionar.
Dicho
lo cual, tocó en la pestaña “lésbico” de las opciones de vídeos porno de la
web, y dejó el iPad encima de la mesa para que yo eligiera el que más me
gustara. Me giré con los brazos en jarras y miré a Jordan.
-¿Tan
mala pinta tengo?
-Sabrae
no se merece que hagamos una excepción y te consuele yo directamente, ¿no te
parece?-Jordan me guiñó un ojo y volvió a soltarme un puñito-. Cuando acabes,
si me necesitas, estaré en mi habitación.
Dicho
lo cual, salió dando un sonoro portazo, y me dejó solo con mis pensamientos.
Puede que no fuera tan mala idea, después de todo. Me quedé mirando la pantalla
de la televisión, llena de rectángulos con imágenes prometedoras del amplio
catálogo de vídeos que había en una de mis webs preferidas. Con un suspiro de
resignación que intentaba echar al otro lado del océano aquella neblina que
amenazaba con engullirme, me incliné para coger el iPad. Miré casi sin ver los
vídeos y sus títulos, y finalmente toqué en uno de media hora de duración
(esperaba no aguantar tanto, poder correrme antes y que se me pasara aquel
bajón que me estaba devorando por dentro).
Observé
la televisión mientras una rueda de carga llenaba a pantalla, y luego, dos
mujeres despampanantes, con más curvas que una carretera de montaña y las melenas
más largas que una pista de esquí, interactuaban de una forma un tanto forzada,
toqueteándose la ropa mientras lanzaban risitas al aire. Empezaron a besarse y
algo dentro de mí se despertó. Mi miembro cobró vida, interesado por lo que
estaba viendo, así que me metí la mano en los pantalones mientras miraba cómo
las chicas aumentaban la intensidad de sus besos y, de una forma tan natural
que ni siquiera parecía guionizada, se tumbaban en una cama.
Las
chicas empezaron a quitarse la ropa ante mi débil interés, se rieron y se
acariciaron con sensualidad, deteniéndose para mirarse a los ojos, sonreírse y
besarse. Una se puso encima de la otra, que se mordió el labio y la miró desde
abajo, mientras la que llevaba la voz cantante iba bajando por su cuerpo dejando
un rastro de besos que hacían que la que estaba tumbada soltara gemidos
ahogados.
Podría
haber ido bien. El plan de Jordan no tenía fisuras, porque se basaba en una
verdad como un templo: no había mal que no te pudiera curar una buena paja, o
por lo menos, mejorártelo. Claro que no contábamos con una cosa: para que te
pudieras sentir bien, tenías que hacértela.
Y yo no estaba de humor para hacerme nada, no después de todo lo que nos
habíamos dicho Sabrae y yo. Cuando tu mundo se destruye y tú lo ves desde la
seguridad de una nave espacial que se aleja de la onda expansiva a la velocidad
de la luz, no puedes dejar de sentir que una parte de ti ha muerto con ese
mundo, y que no vas a volver a estar completo nunca.
Además,
las chicas lo estaban haciendo muy bien. Puede que incluso hubieran disfrutado
de verdad grabando aquellas escenas, pero yo no dejaba de pensar en ella. En
Sabrae, quiero decir. No había sido tan buena idea ver a dos chicas
enrollándose precisamente por su condición de chicas: hacían que mi cabeza se
distrajera y fuera volando hacia mis recuerdos,
distanciándose de lo que ahora estaba viendo en detrimento de lo que
había visto antes. Yo no necesitaba ver a dos chicas liándose para recordar
cómo eran los gemidos de satisfacción cuando las besabas. No necesitaba que una
actriz porno se me abriera de piernas y se pusiera a jadear. Me daba igual que
arqueara la espalda o que se agarrara a las sábanas: yo ya lo había visto
antes. No estaba ante nada nuevo.
Lo
peor de todo era que ni siquiera me parecía que aquellas dos mujeres estuvieran
a la altura. Puede que tuvieran más experiencia y supieran cómo fingir lo que
más nos gustaba a los tíos, o a la mayoría de ellos, pero a mí no me bastaba
con eso. Quizá Sabrae no fuera tan ruidosa (que lo era, pero no tanto), ni tan
expresiva (que lo era, pero no tanto), ni tan sexy (que lo era, incluso más)
que aquellas chicas, pero a mí me daba igual. Donde ellas gemían bien, Sabrae
gemía mejor. Donde ellas se arqueaban, Sabrae se arqueaba más. Donde ellas
jadeaban, Sabrae lo hacía más profundo. Donde ellas se agarraban a las sábanas,
Sabrae se aferraba a ellas (o, bueno, no a las sábanas, sino al sofá).
Y lo
más importante: donde ellas eran bidimensionales, Sabrae era tridimensional.
Cuatridimensional. Con cinco. Con seis. Con siete. Con un millón de
dimensiones. Sabrae olía, sabía y se sentía, no sólo se veía y se escuchaba.
Ésa
sería precisamente mi perdición, la tortura en la que yo viviría a partir de
entonces. No noté que me estaba acariciando distraído hasta que saqué la mano
de los pantalones, decepcionado, y me quedé mirando cómo las chicas ahora se
habían colocado en la famosa posición de la tijera, aquella que tanto me había
gustado en otra época ver y con la que habría tardado en correrme menos de dos
minutos (con una tía puedo aguantar horas, pero cuando me la estoy cascando lo
que quiero es correrme, no ser un semental). Mientras ellas jadeaban, gemían y
se decían la una a la otra un montón de guarradas, yo no podía dejar de pensar
en Sabrae, en las cosas que se le escapaban de la boca cuando estábamos juntos,
en su forma de hundir las uñas en mi pelo mientras yo le daba placer con mi
boca, en la manera que tenía de sonreír cuando invadía su sexo con el mío y
cómo cerraba las piernas en torno a mis caderas cuando estaba a punto de
correrse, lo bien que se sentía cuando lo hacía y me apretujaba en su interior,
como si quisiera exprimirme.
Me
quedé mirando el suelo, donde la había visto desnuda y a la vez no, en el que
la había hecho mía creyendo que sería para siempre, y sólo había sido por
última vez, y se me formó un nudo en la garganta. Ella era feliz cuando estaba
conmigo, y yo también. Ojalá nunca hubiéramos salido de aquel cobertizo;
deberíamos habernos quedado en él para siempre, sin ponernos más ropa que el
cuerpo del otro, alimentándonos de nuestras bocas y dándole sentido a cada
centímetro de nuestros cuerpos con el sexo. Ojalá ella me hubiera convencido
para quedarme. Ojalá nunca hubiera pasado Nochevieja. Ojalá sus amigas no
hubieran venido en mi busca.
Ojalá
sus amigas no le hubieran contado lo que pasó.
Ojalá
sus amigas no la hubieran emborrachado.
Ojalá
sus amigas no nos hubieran hecho romper.
Ojalá
sus amigas no la hubieran hecho rechazarme.
Ojalá…
La
neblina se disipó para dar paso de nuevo a la bestia, que se abalanzó sobre mí
con rabia. Estaba malgastando mi tiempo y mis energías compadeciéndome de mí
mismo por algo que, en el fondo, me había venido bien. Como yo le había dicho a
ella, no quería ni tampoco necesitaba estar con alguien que no estuviera
dispuesta a apostar por mí. No quería a
alguien que dependiera de la opinión de los demás para decidir si seguía o no
sus deseos. Puede que ella hubiera querido estar conmigo en algún momento, o
puede que lo quisiera ahora, pero el hecho de que hubiera dejado que sus
amigas, que ni pinchaban ni cortaban en nuestra relación, decidieran por ella,
y no se hubiera atrevido más tarde a dar un paso al frente y cambiar de
opinión, debía bastarme para darme cuenta de algo: yo estaba enamorado de ella,
sí. Pero ella no.
O no
lo suficiente, al menos.
Le
había entregado todo lo que yo tenía, ¿y ella qué había hecho? Negar con la
cabeza y decir que no era suficiente antes de alejarse dándome la espalda, y
sin tan siquiera mirar atrás una última vez. Una jodida última vez.
Había
roto todas y cada una de mis reglas con ella. Había bailado a The Weeknd a su
lado. Me había masturbado viendo porno mientras me imaginaba que los
protagonistas del vídeo éramos nosotros. Me había acordado de ella mientras
follaba con otras. Me había hecho monógamo por ella. La había traído a casa y
la había acompañado a la suya tanta veces que ya había perdido la cuenta. Le
había hablado de ella a Jordan y a Bey, pero no como un ligue sino como alguien
en quien de verdad estaba interesado. Había renunciado a otras por ella.
La
había tratado como si realmente fuéramos algo.
¿Y
cuál era su respuesta?
Que
no confiaba en mí porque sus amigas no lo hacían. Que no me quería para ella
porque yo tenía el historial que tenía. Que el haberse pillado de mí no era
algo de lo que estuviera orgullosa como me sucedía a mí; todo lo contrario. Se
le había ido de las manos. Se había salido todo de madre.
Había
cambiado todo en mi vida por Sabrae.
Y, después de poner mi mundo patas arriba, se marchaba y lo dejaba en la
oscuridad, justo ahora que yo le había quitado las luces porque ella se había
convertido en mi sol.
Allí
estaba yo, sentado en el cobertizo de Jordan, viendo porno sin verlo, sin
sentir nada, como estaría el resto de mi vida, mientras ella se iba a su casa y
les mandaba un mensaje a sus amigas, diciendo que ya se había deshecho de mí y
que todo volvía a ser como antes. ¿Cómo había dicho?
Ah,
sí.
-Que
años de amistad valen más que cuatro polvos en sofá y en mesas de billar-gruñí
con amargura. Y no lo soporté más.
Sólo
había una cosa en la que Sabrae no me había influido completa y absolutamente.
Me aferraría a ella con uñas y dientes.
Sin
pensar siquiera en apagar la televisión (rezaríamos para que a la madre de Jordan
no le diera por entrar al cobertizo), me levanté y salí escopetado en dirección
a mi casa. Atravesé la puerta a toda velocidad y subí las escaleras de dos en
dos, lo que hizo que Trufas se bajara
de un brinco del sofá y saliera a mi encuentro, preguntándose qué me pasaba. El
conejo se me quedó mirando con curiosidad, apoyado sobre sus patas traseras y
estirado cuan largo era con las orejas altas, mientras yo metía a toda prisa la
ropa del gimnasio en la bolsa negra de Nike, me ponía los pantalones de chándal
y una de las camisetas de hacer boxeo. Me abroché la sudadera, recogí los
guantes, los colgué del cinturón de la bolsa y le di un par de toquecitos en la
cabeza al animal, que fue brincando tras de mí todo lo que duró mi trayecto
hacia la puerta de casa.
Mamá
salió a mi encuentro cuando yo estaba en el vestíbulo, comprobando que tenía
mis llaves y mis auriculares a buen recaudo. Estaba estrujando un trapo de
cocina con manchas de jabón. Me miró con el ceño fruncido; creo que no se
esperaba que volviera tan pronto, ni tan cargado de energía.
-Me
voy al gimnasio, mamá-anuncié, abriendo la puerta y asegurándome de que Trufas no se escapara de casa
reteniéndolo con el pie.
-¿Estás
bien, cariño?-preguntó ella, preocupada.
-Perfectamente,
adiós-sacudí la mano por encima de mi cabeza y cerré la puerta tras de mí. Fui
prácticamente corriendo al gimnasio, con los auriculares puestos pero sin
escuchar la música: bien podría haber estado escuchando canciones en turco, que
yo no me habría dado cuenta. Troté incluso a destiempo cuando sonaron baladas,
tan apurado como iba por liberarme de la tensión que me cargaba los hombros, y
prácticamente salté los tornos de los abonados en lugar de pasar la tarjeta por
el sensor.
Alexis
me miró desde el escritorio de la recepción con el ceño fruncido. No apartó la
vista de mí mientras atravesaba el pasillo en dirección a los vestuarios, todo
esto mientras masticaba una barrita de muesli y se preguntaba, como todo el
mundo en el gimnasio, qué mosca me había picado.
Dejé
mi bolsa en la taquilla, me metí el móvil en el bolsillo del pantalón y lo
cerré con la cremallera. Para cuando empecé a subir las escaleras en dirección
a la planta de boxeo, ya había empezado a sudar.
-Sabes
que no tienes que apurarte porque siempre tienes un saco libre, ¿no,
Alec?-preguntó Alexis, inclinándose sobre la mesa blanca y redondeada para
poder mirar cómo saltaba las escaleras de tres en tres. No la escuché.
Entré en la sala de los sacos de boxeo con
paso acelerado, reconociendo el terreno mientras me dirigía a mi saco
preferido, el más duro a pesar de lo utilizado, con la pintura desgastada por
el paso del tiempo y todos los golpes que yo le había dado. No había nada como
un saco de boxeo cuando necesitabas despejar la mente, y cualquier cosa a la
que pudieras golpear con ritmo servía, pero yo me sentía tan perdido que tenía
que aferrarme a algo seguro. Me alivió comprobar que estaba libre.
Mientras
me colocaba los guantes, miré cómo dos chicos un par de años menores que yo
brincaban de un lado a otro del ring que Sergei había instalado en el centro de
la estancia, para que los espejos de las paredes pudieran mostrarles a los
aspirantes sus fallos, y así poder corregirlos. Los dos chiquillos daban
vueltas y más vueltas sobre sí mismos, rodeándose como panteras indecisas que
no sabían por dónde atacarse. En una esquina, una chica golpeaba a toda
velocidad una bola del techo, mascando un chicle y asintiendo con la cabeza al
ritmo de una canción que sólo podía oír ella. Más chavales golpeaban sus
respectivos sacos de boxeo.
Me
gustó poder llegar y centrarme en lo mío. Cada cual estaba a lo suyo, sin
interesarse por lo que hacían los demás. Por eso me gustaba tanto ese mundo: a
pesar de que hacíamos piña, sabíamos a la perfección cuándo alguien necesitaba
tiempo para sí mismo, y no dudábamos en proporcionárselo. Apoyábamos a los
demás, pero tampoco les agobiábamos. Nos interesábamos por sus vidas, pero
tampoco metíamos las narices en ellas.
Di
varias palmadas con los guantes para comprobar que me los había ajustado bien,
me coloqué frente al saco, le di un par e toquecitos para colocarlo y, con Never stop, de Hidden Citizens y Jung
Youth, la misma canción que había estado sonando cuando me encontré a Pauline
en aquella fiesta en la sala Asgard, empecé a golpear el saco de boxeo.
Visto
en retrospectiva, parece inevitable que pasara lo que terminó pasando. Al
cóctel explosivo de yo con unos guantes teníamos que añadirle mi rabia, las
ganas que tenía de llegar al límite de mis fuerzas para así estar psicológicamente
agotado y no poder pensar, la forma en que mi cerebro me torturaba repitiendo
los gritos que Sabrae y yo nos habíamos dedicado, y la música altísima y
violenta que estaba escuchando. Al rap duro le seguía rock, y al rock, heavy
metal, y mis pulsaciones se disparaban cada vez más y más. El sudor que me
corría por la espalda me hacía sentir bien, y a la vez conseguía que me metiera
cada vez más y más en mi papel de cazador. Estaba siendo un boxeador como
llevaba años sin serlo; puede que nunca hubiera sido tan violento como
entonces, pues tenía tanto veneno en mi interior y tantas ganas de deshacerme
de la destrucción que me componía, que me cebé con aquel pobre saco de boxeo.
El saco que, literalmente, me había creado. El que me había visto crecer. El
que me había visto ganar, y también perder. Del que había aprendido tantísimo,
para también olvidar malas costumbres.
Mi
consejero silencioso, que escuchaba y escuchaba y escuchaba y me arrancaba las
soluciones a mis problemas de mi más profundo interior.
Aquel
cuyo silencio ahora era la peor de las traiciones. Necesitaba que me hablara,
que me dijera cualquier cosa, para poder así
dejar de escuchar las cosas horribles que me había dicho Sabrae. Me das asco. Hijo de puta. No quiero volver
a verte. Tienes el historial que tienes.
No eres mi puto novio.
¿No?
No eres mi puto novio.
Pues
no lo parecía cuando me buscabas entre la gente.
No eres mi puto novio.
Cualquiera lo diría, por cómo
te comportabas conmigo.
No eres mi puto novio.
¿Habías hecho esto antes?
No eres mi puto novio.
Tú dijiste que sí. Y actuabas
en consecuencia.
No eres mi puto novio.
Que
no quisieras darme ese título no quiere decir que yo no lo fuera.
Estás mal de la cabeza si crees que te
escogería a ti.
Cállate.
Estás mal de la cabeza si crees que te
escogería a ti.
¡Cállate!
Estás mal de la cabeza si crees que te
escogería a ti.
Cada
golpe en el saco era una nueva palabra de Sabrae; cuanto más fuerte le daba,
más alto hablaba ella, y cuanto más alto hablaba ella, más fuerte le daba yo
para hacer más ruido e intentar acallarla.
Estás mal de la cabeza si crees que te
escogería a ti.
¡Te
he dicho que te calles!
Me das asco, Alec. No eres mi puto novio.
Estás mal de la cabeza si crees que te escogería a ti.
¡Vale ya! ¡Basta!
No…
Para.
… quiero…
No
hagas esto.
...volver…
¡Para!
… a verte.
¡BASTA!
No sé cómo he podido estar tan ciega estos
meses.
No
estabas ciega.
-No
estabas ciega-murmuré.
Todo lo malo que dicen de ti es verdad.
Incluso peor.
Vete a la puta mierda.
Me das asco, Alec.
Oh, no. Aquí venía. Le di un
nuevo golpe, con el que el saco se resintió.
No eres mi puto novio.
Otro golpe más. Le estaba
dando tan fuerte que casi lo había convertido en una bola de techo deforme. Se
balanceaba con la violencia de las punching
balls normales, pero pesando cincuenta veces más, midiendo diez veces más.
No quiero volver a verte.
Un nuevo golpe. El borde de
la base del saco tocó el techo y cayó sobre mí, pero yo estaba preparado para
recibirlo, y el asesté un gancho de izquierda más potente de mi vida. Podría
haberle reventado la caja torácica a cualquiera si a quien estuviera golpeando
fuera una persona y no el pobre saco, que no me había hecho nada mal, pero con
el que me estaba desquitando.
Me das asco, Alec.
Otro
gancho más. Y entonces…
No sé…
Uno más.
…cómo he podido…
Otro
más.
…estar…
Los tornillos de sujeción del
techo chirriaron.
…tan…
No lo digas. No lo digas. Por favor, no lo
digas.
... ciega.
Dejé escapar un rugido y le
lancé el golpe fatal al saco.
-¡No
estabas ciega!-grité, como si estuviera solo, porque para mí así era. No había
nadie en el universo. Ni siquiera Sabrae. Hasta ella se había marchado, y ése
era, precisamente, el problema-. ¡Yo soy así!
Pero
mis rugidos quedaron ahogados por el estruendo del saco desprendiéndose de sus
agarres del techo y precipitándose al suelo con un golpe sordo que llenó la
estancia. El mundo entero dejó de girar, pero no fue como nos lo había
explicado Scott: si la Tierra de verdad paraba su rotación, nadie sobreviviría
para contarlo; la inercia del propio aire nos aplastaría. En su lugar, aquel
instante de suspensión me hizo regresar a mi cuerpo, salir de mi estado de
hipnosis. La neblina se disipó por completo, y el monstruo que llevaba dentro
se agazapó, satisfecho con la sesión de destrucción, y se contoneó él solito
hasta la jaula de garrotes doblados, en la que se acurrucó como dueño y señor
absoluto de mi cuerpo.
Sin
hacer caso de la música que me atronaba en los oídos, levanté la vista y la
clavé uno por uno en todos los que estaban en la sala, desafiante. Algunos se
retiraron hacia los vestuarios; otros, fingieron que no se habían dado cuenta
de lo que había sucedido y volvieron a lo suyo. La única que no hizo ninguna de
las dos cosas fue la chica de la punching
ball de la esquina, que nos miró alternativamente al saco y a mí, esbozó
una sonrisa siniestra, y luego se centró de nuevo en su bola, que había perdido
el ritmo pero no se había detenido del todo. De vez en cuando me lanzaba miraditas,
pero yo pasé de ella. Sabía lo que quería de mí, y aunque me sorprendí
interesado, ahora no estaba de humor para follarme a ninguna tía en los
vestuarios de Sergei. Fijo que me echaba del gimnasio si me pillaba
metiéndosela a alguna de sus clientas, y necesitaba seguir viniendo.
Con
un orgullo tenebroso empapándome las entrañas, me acerqué al saco inerte, que
sangraba arena, y lo giré para que dejara de derramarla.
Me he cargado un puto saco de boxeo, pensé,
maravillado. Era una puñetera fiera. No sabía que estos sacos pudieran
romperse, ya no digamos desprenderse del techo como yo había conseguido que
sucediera con él. Le había reventado los tornillos: había ocho trozos en lugar
de cuatro desperdigados por aquí y por allá. Los aparté con el pie hacia un
rincón, me quité los guantes y, mordisqueándome los labios para contener una
sonrisa, me dirigí al vestuario.
La
razón de que hubiera salido corriendo para ir al gimnasio no se reducía a que
simplemente necesitara desahogarme. Una parte de mí temía que la influencia de
Sabrae, que Sergei había notado en mi modo de boxear cuando empezamos, fuera
tan poderosa que incluso hubiera perdido eso. Me alegraba saber que, a pesar de
todo, había una parte de mí que seguía intacta, y lucharía porque así fuera.
El
boxeo volvería a ser mi refugio, el lugar tranquilo al que yo siempre acudía
cuando necesitaba despejarme, ese rinconcito secreto en el que podía ser yo
mismo sin ningún tipo de filtro. Puede que hubiera estado pensando en ella
mientras entrenaba, pero el saco de boxeo me había demostrado algo: de la misma
manera en que ella estaba presente en mis pensamientos como lo habían estado mi
padre y Aaron cuando empecé a boxear, conseguiría canalizarlos y convertirlos
en algo con lo que defenderme. En algo de provecho. No estaba todo perdido,
¿no? Si no había podido sacármela de la cabeza, era porque lo tenía todo aún
demasiado reciente. El saco de boxeo sería quien escuchara mis penas y quien me
ayudara a ahogarlas.
Bueno,
no el que había derrumbado, al menos. Otro.
Sonreí
ante mi ocurrencia mientras me metía bajo el chorro de la ducha. El agua
ardiendo lavó el sudor de mi cuerpo, y en cierto sentido consiguió llevarse mi
rabia. Ahora que me había desahogado con el saco, me sentía un hombre nuevo. Ya
no tenía la necesidad imperiosa de seguir reproduciendo aquella estúpida
conversación en mi cabeza y seguir martirizándome por todo lo que había pasado.
Incluso me atreví a pensar que no todo estaba perdido, que los dos habíamos
dicho cosas que no sentíamos de verdad. Habían hablado nuestros calentones, no
nuestros corazones. Se solucionaría.
¿Seguro? No quiero volver a verte, me
recordó la voz de Sabrae en mi cabeza, y me di la vuelta debajo del chorro para
así dejar de escucharla. Me concentré en el sonido del agua golpeando contra mi
cuerpo y contra el suelo, la sensación de ardor que había en mi exterior
tratando de dominar el fuego semi apagado de mi interior.
En
ello estaba, centrado en las sensaciones físicas y tratando de ignorar las
emocionales, con las continuas punzadas en el corazón, cuando escuché pasos a
mi espalda. Normalmente no me habría girado: me importaba entre nada y menos
quién entraba o salía de las duchas del vestuario; nadie tenía nada que pudiera
envidiar, sino más bien al revés.
No
obstante, que no me volviera no significaba que no prestara un poco de
atención. Y, cuando me di cuenta de que los pasos sólo habían avanzado hasta la
mitad del cubículo, quedándose en el centro, donde no caía agua, ni se había
abierto ningún grifo, eché un vistazo por encima del hombro. Precisamente como
no había hecho Sabrae.
Sergei
estaba allí plantado, con los brazos cruzados y una sonrisa críptica en la
boca. Los músculos de sus brazos estaban en tensión, como si estuviera
conteniéndose al tratar de estarse quieto, y tenía las piernas separadas
formando una V invertida que prometía bulla.
-Tenemos
que hablar, Alec-me dijo, y yo me pasé las manos por la cara.
-¿Puedo
vestirme, al menos, o quieres hablar de rodillas frente a mí? ¿Me giro o no te
importa que te caiga el agua encima?-inquirí, frotándome el pecho y mirando
cómo el jabón se deslizaba por mi cuerpo. Intenté imaginarme que el jabón no
eran las manos de Sabrae, y fracasé estrepitosamente.
-Dos
minutos-anunció Sergei, y salió sin más de la zona de las duchas, dejándome con
la palabra en la boca. Tampoco es que se perdiera mucho: no se me ocurría
ninguna respuesta ingeniosa, especialmente porque no me había dicho nada a lo
que agarrarme. Bufé, terminé de aclararme, cerré el agua y me enrollé la toalla
a la cintura. Me pasé los dedos por el pelo, atrapándolo hacia atrás, y salí de
la zona de las duchas con la cabeza bien alta y la mayor actitud de
perdonavidas que conseguí reunir.
Sergei
estaba sentado en el banco, al lado de mi bolsa de deporte.
-Mira,
tío, si esto es por lo del saco, te lo pagaré. No tienes por qué venir a
echarme ninguna bronca. Sé lo que cuestan esas mierdas. Y conozco las reglas de
este sitio-señalé el techo en varias direcciones con el dedo, indicándole a qué
me refería. Sergei encogió las piernas y negó con la cabeza, aunque su sonrisa
no le abandonó la boca.
-No
es por eso.
-¿Entonces?
-Vístete.
Tengo que hablar contigo.
Me
vestí bajo su atenta mirada, que ni siquiera apartó cuando le pregunté si
pensaba recrearse más adelante con lo que tenía ante sí. Cuando ya me hube
enfundado vaqueros y camisa, Sergei sonrió.
-Ésta
es la pinta de un campeón-musitó, asintiendo con la cabeza. Puse los ojos en
blanco y me adelanté a él. No necesité que me dijera nada: sabía que quería que
fuéramos a la cafetería del gimnasio, así que troté escaleras arriba, en
dirección al segundo piso, donde una gran estancia con varias televisiones y
salpicada de mesas y sillas ocupaba casi un tercio la planta. Sergei se acercó
a la barra y me pilló un bocadillo de pollo con una cerveza. Se sentó frente a
mí, compartiendo otra conmigo.
-Bueno-sonrió-,
¿vas a contarme qué te ha hecho mi pobre saco de boxeo para que te cebaras así
con él?
-Ese
cabrón era un gilipollas irrespetuoso. Le di una lección-expliqué, dando un
buen mordisco al bocadillo de pollo. Estaba de muerte; la cocinera de la
cafetería tenía una mano genial en los rebozados.
-Debías
de estar muy cabreado para conseguir algo así.
-Tampoco
es para tanto, Sergei.
-Jamás
había visto un saco de boxeo como el que me acabas de dejar en una esquina,
Alec-se inclinó hacia mí-. ¿Tienes idea del potencial que demuestra que tienes?
-No
es potencial. Es rabia-me encogí de hombros y miré el trozo de lechuga que
sobresalía de entre los panes como una lengua de una boca traviesa. Una imagen
de Sabrae mordiéndose la lengua mientras me la sacaba cuando yo le soltaba algo
que le hacía gracia me asaltó. Intenté apartarla dando un sorbo de mi cerveza. Dame un poco de tregua, nena.
-¿Rabia?
¿A quién le tengo que dar las gracias? ¿Tu hermana? ¿Jordan? Oh, joder, ¡si ha
sido Jordan, le daré un mes gratis!
-Ya
quisiera Jordan ser capaz de cabrearme así. No. No ha sido él.
Sergei
esperó pacientemente, lo cual hizo que yo me desesperara. No quería hablar de
ello, ¿no se daba cuenta? Si había ido a boxear era precisamente porque no quería hablar de ello. Tenía gente de
sobra con quién comentarlo, no necesitaba que mi puto entrenador escuchara mis
lloriqueos. Para eso estaban Bey y Jordan en primer lugar, y el resto de mis
amigos después.
-Sabrae-le
revelé, y esperé a que comprendiera y me dejara tranquilo, pero en su lugar dio
una palmada y un silbido, divertido por la situación.
-¡Vaya!
¿Problemas en el paraíso?
-Algo
así. No hay paraíso, más bien.
Fue
en ese momento cuando Sergei comprendió. Se quedó pensativo un momento,
tocándose la mandíbula, y cuando por fin decidió su estrategia, atacó con
sutileza.
-¿Significa
eso lo que creo que significa?
-No
más Sabrae. Volveré a boxear bien. Lo de antes sólo ha sido una prueba.
-¿Puedo
preguntar por qué?
Me
encogí de hombros.
-Hay
muchas razones, no te quiero aburrir.
-Tengo
tiempo.
Puse
los ojos en blanco.
-Dejémoslo
en que buscamos cosas distintas.
Sergei
estalló en una sonora carcajada.
-¿A
tu zorrita le van los coños?-se burló.
-No
es mi zorrita. No es ninguna zorrita-acusé-. Y no, no le van los coños. De
hecho, me ha dejado bastante claro que lo único que le gusta de mí es mi rabo.
Mira, Sergei: ya tenéis algo en común.
-Vete
a la mierda, niñato. Venga, ¿qué? ¿Es que no piensas contarme más?
-¡No
hay nada más que contar, Sergei! ¡Se acabó y punto! ¿Puedes dejar que me
termine mi puto bocadillo tranquilo? ¡Joder! Si vine aquí es porque no quiero
pensar en ello, no que me hagas un psicoanálisis barato de los tuyos.
Sergei
se reclinó en la silla, apoyando el codo en el respaldo y mirándome como un
padre mafioso observa a su hijo torturar a un miembro de un clan rival. No
dejaba de haber algo siniestro en su orgullo.
-¿Sabes
por qué ha pasado esto?
Parpadeé
y tragué despacio.
-No,
y tú tampoco, pero estoy seguro de que alguna teoría de mierda se te estará
pasando por la cabeza, así que…
-Porque
no te ha visto boxear. Porque no eres boxeador profesional.
Joder, ya empezábamos otra vez. Sergei
era pesadísimo con el tema de mi retirada, aunque yo había sido bastante
tajante y había conseguido que no me la sacara a colación tan a menudo como
cuando había tratado de convencerme de que me dedicara a aquello, porque veía
que tenía futuro. Uno de mis últimos combates había salido mal, y Mimi había
estado allí para ver cómo tardaba tres minutos y cuarenta y cinco segundos en
recuperar la consciencia (e habían dado un golpe ilegal, ¿vale?). Al salir,
evidentemente derrotado, mi hermana se me había acercado llorando a moco
tendido y diciéndome que no podía seguir boxeando, que ya no tenía sentido que
lo hiciera, que ella estaba bien y yo podía defenderla de cualquier cosa, salvo
del dolor que le suponía verme pelear con otro en un cuadrilátero. Me suplicó
durante dos días con sus respectivas noches, hasta que mi corazón de hermano
mayor no pudo más con sus lágrimas y terminé yendo al gimnasio de Sergei a
tirar el suelo mi cinturón de campeón.
Metafóricamente,
claro. No tenía ningún puto cinturón de campeón.
Y a
eso era a lo que iba a aferrarse Sergei cada vez que le saliera el tema: a que
si no lo tenía era porque a mí no me daba la gana, a que si una tía no flipaba
con mis dotes era porque yo no quería enseñárselas. Podría tener a todas las
que yo quisiera en el momento en que yo las quisiera, hacerme famoso y que
todos conocieran mi nombre incluso cincuenta años después de morir.
Ser
el campeón de los pesos pesados y probar el sabor de mi victoria mientras me
follaba a la chica más cachonda de toda Inglaterra, que indudablemente se
abriría de piernas para el rey invicto y gemiría como una zorra mientras yo la
empalaba.
Es
curioso: siempre había pensado en una tía despampanante, de piel blanca, sonrisa
peligrosa, ojos claros y melena rubia. A todos los efectos, la chica que mi yo
campeón se follaba después del combate era una versión personalizada de Diana,
la novia modelo de Tommy, a la que él había ido corriendo a buscar al aeropuerto
cinco horas antes de que su avión aterrizara.
En ese
momento, sin embargo, los muslos que se separaban eran del color del chocolate,
más gruesos y más cortos; el vello púbico que antes no existía ahora era de una
interesante textura rizada, como la lana de una oveja; los pechos eran más
grandes pero no tan redondos; los pezones, del color de la trufa. La boca era
más gruesa, los dientes más blancos, los ojos oscuros y el pelo negro como el
carbón, rizado como el tobogán de un parque de atracciones.
Mi yo
campeón del mundo se follaba como nunca antes a Sabrae Malik. La misma que
hacía una hora me había dicho que no quería saber absolutamente nada de mí.
Fue
por eso por lo que dejé que Sergei siguiera hablando: hacía años que había
lanzado una idea a mi interior. La semilla había tardado en cubrirse de tierra,
pero ahora que lo había conseguido, y después de mucho tiempo dándole el sol y
la lluvia, por fin comenzaba a germinar un brote.
Había
echado abajo el saco de boxeo, ¿cuántos boxeadores podían jactarse de eso? Ni
siquiera en las memorias de los más grandes, reales o ficticios, se mencionaba
ninguna anécdota así.
-Es
la verdad-insistió Sergei, malinterpretando mi silencio-. A los boxeadores
profesionales nadie los rechaza.
-Como
sigas con estas gilipolleces, me voy con Iván, Sergei-le amenacé. Iván era su
rival de toda la vida; habían compartido gimnasio, mentor, e incluso guantes,
pero les había pasado algo en su juventud que había hecho que no se soportaran.
Creo que tenía algo que ver con una chica y con una jugada sucia que uno de los
dos le había hecho al otro; no sabría decir cuál. Sergei nunca lo contaba
abiertamente, lo que me hacía sospechar que el tramposo había sido él.
-No
serás capaz.
-Pruébame-sonreí.
-¡¡20
dominadas!!-rugió, poniéndose en pie, y yo sonreí, me terminé el bocadillo, le
di un sorbo a la cerveza y me fui hasta una de las barras del techo, de la
barra, de las que se colgaban las copas cuando las había terminado.
-Que
sean 50-me burlé cuando superé las 30 sin siquiera jadear.
-100,
entonces-sentenció, y por toda respuesta yo solté una mano, me la llevé a la
espalda y me concentré en tirar de mi peso con un solo brazo. Menos mal que aún
tenía los músculos calientes de la sesión de boxeo: podría haberme causado una
lesión muy gorda, pero supongo que mi cupo de desgracias del día ya estaba
cubierto con lo que me había pasado con Sabrae.
-Eres
un chulo de mierda-rió Sergei, agarrándome del cuello de la camisa y tirando de
mí para bajarme cuando llegué a la septuagésimo sexta-. No me extraña que
tengas a todas las perras de esta ciudad tan locas como las tienes.
-No
lo suficiente. Y no a la que yo quiero-me encogí de hombros y puse los ojos en
blanco. Sergei rió, miró las barras, en las que aún se notaban las marcas de mi
mano, y chasqueó la lengua.
-En
el fondo, no sé por qué trato de convencerte para que vuelvas. Con esa cara
bonita… has hecho bien dejándolo. Te la habrían estropeado y, ¡a ver cómo follarías!
El boxeo no está hecho para los guapos.
-Yo
tengo lo mejor de los dos mundos. Soy como Hannah Montana, pero con guantes en
lugar de peluca-abrí las manos y alcé una ceja, sonriendo. Sergei se pasó la mano
por la calva y sonrió.
-¿Lo
tienes? ¿O sigues buscando la lámpara del genio para que te conceda tus tres
deseos?
-¿Qué
te hace pensar que tengo tres deseos? ¿Y si con ellos no me basta?
-No
eres estúpido, chaval, pero tampoco eres codicioso. Tienes la misma ambición
que tenemos todos los que estamos en este edificio: quieres gloria, quieres
dinero, y quieres sexo. La diferencia es que tú eres el único con posibilidades
de conseguirlo.
-Ya
tengo un trabajo y una cara que me da el sexo. Me interesan las cosas que me
dan placer a mí, no lo que los demás puedan decir de mí cuando yo no estoy.
-Ella
no se habría atrevido a dejarte si tú tuvieras gloria-sonrió Sergei. Su boca
torcida me indicó que sabía que tenía razón. Y que estaba a punto de hacerme
cambiar de opinión.
Créeme,
sólo hay una forma de esbozar una sonrisa así: cuando tienes una mano ganadora,
y sabes que todos en la mesa saben que la partida ya está perdida.
Yo ya tenía gloria, quise decirle, pero
me quedé callado, porque no sabía cómo podía decirlo sin que Sergei se
descojonara de mí. Sus orgasmos sonaban
con mi nombre.
-A ella no le interesa este
mundo.
-A
ninguna le interesa este mundo hasta que prueba cómo follamos después de un
combate. Entonces, se vuelven sus fans número uno. Si ha podido alejarse de ti
es porque no te ha probado después de pelear. De pelear en serio, no en un
entrenamiento en el que sabes que no te va a pasar nada y no te juegas nada. Nos
jugaremos la puta vida cuando estamos ahí arriba, vale, pero joder… cada vez
que nos bajamos por nuestro propio pie, vivimos más intensamente que mil
hombres que nunca hayan pisado un ring. Y eso las mujeres lo notan.
Sonreí.
-No
estoy de humor para estas mierdas, Sergei.
-Sólo
digo…-Sergei levantó las manos-. Que le des una vuelta. En el fondo, sabes que
tengo razón. Tú y yo estamos hechos por el mismo molde. Sabemos que sólo hay
dos placeres en el mundo: el boxeo y las mujeres, y que sólo si los juntamos,
estaremos completos.
-Se
nota que no las tratas bien en la cama-me burlé-. Yo ya me siento completo
cuando entro dentro de una tía. No tengo necesidad de hacerlo con los guantes
puestos.
-Entonces,
¿por qué has venido a reventarme un saco de boxeo, en lugar de irte a la cama
de la primera golfa que se te cruce?
Me
metí las manos en los bolsillos de los pantalones y arqueé las cejas como la
bóveda de una catedral. Estiré las piernas y me relamí los labios.
-Necesitaba
equilibrio. Demasiada mujer y muy poco boxeo. Todavía no sé muy bien cómo
gestionar el mal de amores.
Sergei
se rió.
-¿Quieres
que te cuente el secreto del universo, campeón? ¿Quieres saber cómo se quita la
gente normal el mar de amores que le da una hembra?
Me lo
quedé mirando, expectante.
-Hundiéndote
en los muslos de otra-me reveló Sergei, inclinándose de nuevo hacia mí. Tenía las
palmas de las manos pegadas a la mesa, y estiró los dedos hacia el cielo cuando
asintió al ver mi expresión, como diciendo lo
sé, es normal que no te dieras cuenta; aún eres joven e inexperto, pero yo
estoy aquí para enseñarte-. De cara y tetas son todas distintas, Alec, pero
cuando se abren de piernas, no hay forma de distinguirlas.
-Yo
las distingo. A Sabrae, al menos. Ella es distinta-discutí. No sólo porque no
iba a dejar que hiciera que me sintiera como un absoluto gilipollas, con un
bajón emocional increíble por una pelea con una chica que de seguro era una del
montón. No lo era. Ni yo era un gilipollas, ni Sabrae era del montón.
Sino porque
no iba a consentir que la pusiera al nivel de las demás. Sabrae no estaba al nivel de las demás. Era diferente.
Por mucho que ahora mismo la detestara, seguía estando enamorado de ella. Esos sentimientos
no se disipan así como así.
-Un
coño es un coño, Alec-replicó Sergei, poniendo los ojos en blanco.
-Yo
he probado muchos y te puedo asegurar que como el de Sabrae no hay otro igual, Sergei-sentencié,
envarándome y cruzándome de brazos-. Puede que me gusten muchísimas más cosas
de ella, pero no te voy a mentir y a decirte que no me vuelve loco el hecho de que
sea chica y yo sea chico.
Sergei
esbozó una sonrisa siniestra.
-Suele
pasar. Cuanto más perra es la chica, con más vicio folla.
Me mordí
el labio y recordé mi herida.
-Eso
explicaría muchas cosas. ¿Sabes que muerde?-le revelé, alzando las cejas, y él
se echó a reír cuando se fijó en la herida de mi labio.
-Entonces,
definitivamente, tienes que conseguir que vuelva. Cuando encuentras a una chica
que todavía es salvaje, no tratas de domarla: procuras adaptarte a ella-Sergei se
levantó, arrastrando la silla, y me puso una mano en el hombro-. Piénsate lo
que te he dicho, ¿vale? No tienes por qué darme una respuesta ahora. Sólo quiero
que tomes la mejor decisión.
Lo observé
con atención.
-No
te importa esperar con tal de que te pida que vuelvas a entrenarme para la
competición, ¿eh?
-No
lo digo por eso. Eres mi campeón, chaval. Incluso cuando no tienes los guantes
puestos. Que compitieras me haría muy feliz, pero lo que me importa es que tú
estés bien, Alec. Y sé que competir podría ayudarte a reencontrar el camino.
Dicho
lo cual, Sergei me dio una palmada de despedida en el hombro, y se alejó con
paso firme, dejándome solo con mis pensamientos. Reflexionando sobre la
conversación, eché un vistazo por la ventana. Las sombras que los árboles
proyectaban contra el cristal por las luces del exterior se agitaban en un
baile de máscaras, incitándome a ir con ellos.
Me indicaban
el camino. Estaba en una encrucijada, y debía elegir la dirección si quería
salir del callejón sin salida al que me había visto empujado: el boxeo o las
mujeres.
Ésa
iba a ser mi medicina para Sabrae. El boxeo… o las mujeres.
De mí
dependía decidir cuál.
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Bueno mira estoy chillando con el capítulo. Realmente ha sido un capítulo de transición y ya pero es que me ha encantado. El momento de Alec despotricando me ha descojonado, y luego lo del gimnasio MIRA el momento saco me ha dejado shocked. ojalá pudiese ver eso en la vida real y no solo en mi mente joder, que maravilla sería eso erikina.
ResponderEliminarPor cierto Sergei me cae jodidamente mal y ojalá Alec eligiese el boxeo pero todos sabemos que es puto predecible so, ya esty esperando ver a quien es a la que intenta follarse primero.
TIA JAJAJAJAJA realmente no me osrecio de transicion cuando lo escribia pero puede ser, yo creo que pasan cosinas pero bueno es cierto que no hay la accion de siempre eso te lo concedo
EliminarAlec siempre se las apaña para hacernos reir incluso en los peores momentos le quiero mas...
EL MOMENTO BOXEO.?????! ALERTA DE MACHO UF UF QUE CALOR
Sergei es gilipollas es que no se por que coño lo meti en esta hsitoria tengo unas ganas de que a Alec se le crepucen los cables y lo mande a la mierda increíbles
Y ya te he dicho que confies en mi hijo que nos va a sorprender ten un poco de fe, ya veras en el siguiente cap😉