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Había hecho bien reservándose el baño para el último
lugar. De habérmelo enseñado ayer por la noche, creo que no habría querido
subir a su habitación y descubrir el único lugar de su casa que podría
rivalizar con ella.
Ante
mí se abría una estancia luminosa y tremendamente amplia, de paredes del mismo
mármol que componía las columnas griegas que daban la bienvenida a la casa y la
sustentaban en el amplio vestíbulo del que nacían las escaleras en forma de
paréntesis. Aquellas placas de colores arenosos te recordaban al palacio de
algún emperador romano que no había conseguido pasar a la historia por ser su
reinado tranquilo para su pueblo, y mantenían la armonía de la estancia con la
eficacia de un buen fondo en cualquier cuadro. Sólo había una pared que no
estuviera recubierta de aquel material: la amplia cristalera a través de la que
se colaba la luz del sol, desprendiendo destellos de arcoíris en el suelo
salpicado de unas cuantas alfombras en tonos arena, dorado y granate suave.
Entre los huecos de los pequeños cristales que impedían que se viera nada desde
el exterior, se formaba una vidriera unidireccional que te permitía ver el
jardín desde cualquier punto, estuvieras en el excusado, lavándote los dientes
y contemplándolo en el espejo, o desde
la bañera que presidía la estancia, que me esforcé para dejarla en último
lugar.
El
baño era inmenso; puede que tuviera más de veinte metros cuadrados, y por aquí
y allá había esparcidas pequeñas mesitas con macetas ocupadas por flores que
combinaban con los colores de la habitación. En la pared contraria a la
cristalera había un lavamanos que parecía surgir de la pared, con su propia
cómodo y espejo incorporados. En una esquina, se encontraba el baño.
Pero
lo mejor de todo era la bañera: colocada estratégicamente cerca de la
cristalera, se extendía en un rudo bloque que parecía arrancado directamente de
la piedra, de formas irregulares en su contorno. El interior, sin embargo,
estaba perfectamente pulido, primero por unas manos expertas y después por años
y años de agua terminando de perfeccionar el trabajo. Un grito dorado con dos
manillas para el agua caliente y la fría se situaba justo en el centro del
bloque de piedra irregular.
-¿Es…?-pregunté,
acercándome con tanto respecto a la bañera que cualquiera hubiera dicho que
había un cocodrilo en ella. Alec se estaba mordiendo la lengua con las muelas,
por lo que sólo pudo confirmar mis sospechas con un:
-Mfjé.
Me
volví para mirarlo. La bañera era de mármol de un rosa oscuro, con vetas
blancas y doradas que delataban su origen de uno de los lugares más exclusivos
de Italia.
A
pesar de que del techo colgaba una lámpara de araña que combinaba con los
adornos dorados colocados aquí y allá por las paredes para darle un aspecto
palaciego al baño, la que verdaderamente denotaba lujo era la bañera,
perfectamente tallada en su parte útil, y perfectamente conservada en aquella
que no servía para más que para adornar.
Reparé
de casualidad en que, al lado del bloque de la bañera, había una pequeña
estantería, pero ni siquiera me fijé en su contenido. Estaba demasiado ocupada
admirando el acabado perfecto del interior de ésta, lo cuidados que estaban los
grifos, y los escalones sutilmente tallados en el exterior para facilitarte la
entrada en ella. Ya desde la puerta podías apreciar que era inmensa, pero vista
desde cerca era aún más impresionante: no sólo sus colores y sus formas te
hacían pensar en el esplendor de Roma, sino que el tamaño y el corte te
invitaban a compartirla con alguien.
Con
su metro casi noventa de estatura, Alec podría perfectamente tumbarse dentro de
la bañera y flotar haciéndose el muerto sin tocar ninguno de los bordes. Más
que una bañera, parecía una minipiscina de lujo.
Me
giré sobre mis talones, estudiando los diseños del techo, que se alejaban de
los rectángulos nada desdeñables de las paredes, convirtiéndose en intrincados
brocados que harían llorar a cualquier novia musulmana. Nosotras no nos
poníamos los velos de las cristianas, sencillas telas de gasa blanca, sino que
nos adornábamos en nuestro gran día con encajes de oro y plata más parecidos a
los de los mantones de las vírgenes cuya religión era un poquito más antigua
que la nuestra.
Alec
cerró la puerta, uno de los pocos elementos de madera de la habitación, junto
con los cajones del lavamanos, y las mesillas redondas de entre las esquinas.
Percibí entonces el perfume de las flores: peonías de pétalos blancos que
acababan en puntas doradas. Mi chico se metió las manos en los bolsillos del
pantalón y yo me di cuenta entonces de que volvíamos a estar solos.
-No
me extraña que tardaras en enseñármelo-comenté, volviendo a girarme sobre mí
misma. La dorsal WHITELAW 05 resplandeció un segundo en el reflejo del espejo
del lavamanos-. Seguro que ahora estás pensando cómo vas a hacer para conseguir
que me vaya a mi casa.
-Si
supiera que enseñándote el baño querrías mudarte aquí, te habría traído
derechita nada más llegar-respondió, y yo sonreí, inclinando la cabeza a un
lado.
-Ten
cuidado, Al: puede que te tome la palabra.
-Lo
digo en serio-respondió con una sorprendente determinación que me dejó sin
aliento-. Puedes venir a mi casa siempre que quieras. A mi habitación, al baño,
a la cocina, o a donde se te antoje. Incluso cuando yo no esté. ¿Vale?-a medida
que había ido hablando, se había acercado a mí, salvando la distancia que nos
separaba, y me tomó de la mandíbula. Sus ojos ardían con una pasión tierna que
muy pocas veces le había visto, y que sin embargo me resultó tremendamente
familiar.
Los Malik queremos con todo lo que tenemos, pensé
para mis adentros. Pero los Whitelaw lo
hacen con la tranquilidad de saber que tienen todo el tiempo del mundo.
Supe que era eso lo que me estaba
ofreciendo él, incluso aunque no lo supiera: todo el tiempo del mundo.